La Chusma

Había una vez un gallito que le dijo a la
gallinita:

-Las nueces están maduras.
Vayamos juntos a la montarla y démonos un
buen festín antes de que la ardilla se las lleve
todas.
-Sí -dijo la gallinita-, varaos a darnos ese
gusto.
Se fueron los dos juntos y, como el día era
claro, se quedaron hasta por la tarde. Yo no sé
muy bien si fue por lo mucho que habían
comido o porque se volvieron muy arrogantes,
pero el caso es que no quisieron regresar a casa
andando y el gallito tuvo que construir un pequeño
coche con cáscaras de nuez. Cuando
estuvo terminado, la gallinita se montó y le dijo
H
al gallito:
-Anda, ya puedes engancharte al tiro.
-¡No! -dijo el gallito-. ¡Vaya, lo que me
faltaba! ¡Prefiero irme a casa andando antes que
dejarme enganchar al tiro! ¡Eso no era lo
acordado! Yo lo que quiero es hacer de cochero
y sentarme en el pescante, pero tirar yo… ¡Eso
sí que no lo haré!
Mientras así discutían, llegó un pato
graznando:
-¡Eh, vosotros, ladrones! ¡Quién os ha
mandado venir a mi montaña (le las nueces? ¡lo
vais a pagar caro!
Dicho esto, se abalanzó sobre el gallito. Pero
el gallito tampoco perdió el tiempo y arremetió
contra el pato y luego le clavó el espolón con
tanta fuerza que éste, le suplicó clemencia y,
como castigo, accedió a dejarse enganchar al
tiro del coche. El gallito se sentó en el pescante
e hizo de cochero, y partieron al galope.
-¡Pato, corre todo lo que puedas!
Cuando habían recorrido un trecho del
camino se encontraron a dos caminantes: un
alfiler y una aguja de coser. Los dos caminantes
les echaron el alto y les dijeron que pronto sería
completamente de noche, por lo que ya no
podrían dar ni un paso más, que, además, el
camino estaba muy sucio y que si podían montarse
un rato; habían estado a la puerta de la
taberna del sastre y tomando cerveza se les
había hecho demasiado tarde. El gallito, como
era gente flaca que no ocupaba mucho sitio, les
dejó montar, pero tuvieron que prometerle que
no lo pisarían.
A última hora de la tarde llegaron a una
posada y, como no querían seguir viajando de
noche y el pato, además, ya no andaba muy bien
y se iba cayendo de un lado a otro, entraron en
ella. El posadero al principio puso muchos
reparos y dijo que su casa ya estaba llena, pero
probablemente también pensó que aquellos
viajeros no eran gente distinguida. Al fin, sin
embargo, cedió cuando le dijeron con buenas
palabras que le darían el huevo que la gallinita
había puesto por el camino y también podría
quedarse con el pato, que todos los días ponía
uno.
Entonces se hicieron servir a cuerpo de rey y
se dieron la buena vida.
Por la mañana temprano, cuando apenas
empezaba a clarear y en la casa aún dormían
todos, el gallito despertó a la gallinita, recogió
el huevo, lo cascó de un picotazo y ambos se lo
comieron; la cáscara, en cambio, la tiraron al
fogón. Después se dirigieron a la aguja de coser,
que todavía estaba durmiendo, la agarraron de
la cabeza y la metieron en el cojín del sillón del
posadero; el alfiler, por su parte, lo metieron en
la toalla. Después, sin más ni más, se marcharon
volando sobre los campos. El pato, que había
querido dormir al raso y se había quedado en el
patio, les oyó salir zumbando, se despabiló y
encontró un arroyo y se marchó nadando arroyo
abajo mucho más deprisa que cuando tiraba del
coche. Un par de horas después el posadero se
levantó de la cama, se lavó y cuando fue a
secarse con la toalla se desgarró la cara con el
alfiler. Luego se dirigió a la cocina y quiso
encenderse una pipa, pero cuando llegó al fogón
las cáscaras del huevo le saltaron a los ojos.
-Esta mañana todo acierta a ciarme en la
cabeza -dijo, y se sentó enojado en su sillón-.
¡Ay, ay, ay!
La aguja de coserle había acertado e n un
sitio aún peor, y no precisamente en la cabeza.
Entonces se puso muy furioso y sospechó de los
huéspedes que habían llegado tan tarde la noche
anterior, pero cuando fue a buscarlos vio que se
habían marchado. Así juró que no volvería a
admitiren su casita chusma como aquélla, que
corre mucho, no paga nada y encima lo
agradece con malas pasadas.