Es otoño. Estamos en lo alto del baluarte
contemplando el mar, surcado por numerosos
barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se
destaca, altiva, a la luz del sol poniente. A
nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y
nos rodean árboles magníficos, cuyo amarillo
follaje va desprendiéndose de las ramas. Al
fondo hay casas lóbregas, con empalizadas, y en
el interior, donde el centinela efectúa su
monótono paseo, todo es angosto y tétrico; pero
más tenebroso es todavía del otro lado de la
enrejada cárcel, donde se hallan los presidiarios,
los delincuentes peores.
Un rayo del sol poniente entra en la desnuda
celda, pues el sol brilla sobre los buenos y los
malos. El preso, hosco y rudo, dirige una
mirada de odio al tibio rayo. Un pajarillo vuela
hasta la reja. El pájaro canta para los buenos y
los malos. Su canto es un breve trino, pero el
pájaro se queda allí, agitando las alas. Se
arranca una pluma y se esponja las del cuello; y
el mal hombre encadenado lo mira. Una
expresión más dulce se dibuja en su hosca cara;
un pensamiento que él mismo no comprende
claramente, brota en su pecho; un pensamiento
que tiene algo de común con el rayo de sol que
entra por la reja, y con las violetas que tan
abundantes crecen allá fuera en primavera.
Luego resuena el cuerno de los cazadores,
melódicos y vigorosos. El pájaro se asusta y se
echa a volar, alejándose de la reja del preso; el
rayo de sol desaparece, y vuelve a reinar la
oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazón
de aquel hombre malo; pero el sol ha brillado, y
el pájaro ha cantado.
¡Seguid resonando, hermosos toques del cuerno
de caza! El atardecer es apacible, el mar está en
calma, terso como un espejo.