Érase una vez un comerciante tan rico, que
habría podido empedrar toda la calle con
monedas de plata, y aún casi un callejón por
añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el
hombre conocía mejores maneras de invertir su
dinero, y cuando daba un ochavo era para
recibir un escudo. Fue un mercader muy listo…
y luego murió.
Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía
alegremente: todas las noches iba al baile de
máscaras, hacía cometas con billetes de banco y
arrojaba al agua panecillos untados de
mantequilla y lastrados con monedas de oro en
vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto
se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no
le quedaron más de cuatro perras gordas, y por
todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de
noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían
ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que
era un bonachón, le envió un viejo cofre con
este aviso: «¡Embala!». El consejo era bueno,
desde luego, pero como nada tenía que embalar,
se metió él en el baúl.
Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto
se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un
santiamén, el muchacho se vio por los aires
metido en el cofre, después de salir por la
chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que
te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía
un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si
se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios
nos ampare!
De este modo llegó a tierra de turcos.
Escondiendo el cofre en el bosque, entre
hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no
llamó la atención de nadie, pues todos los turcos
vestían también bata y pantuflos. Encontróse
con un ama que llevaba un niño:
– Oye, nodriza -le preguntó-, ¿qué es aquel
castillo tan grande, junto a la ciudad, con
ventanas tan altas?
– Allí vive la hija del Rey -respondió la mujer-.
Se le ha profetizado que quien se enamore de
ella la hará desgraciada; por eso no se deja que
nadie se le acerque, si no es en presencia del
Rey y de la Reina, – Gracias -dijo el hijo del
mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el
cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del
castillo y se introdujo por la ventana en las
habitaciones de la princesa.
Estaba ella durmiendo en un sofá; era tan
hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le
dio un beso. La princesa despertó asustada, pero
él le dijo que era el dios de los turcos, llegado
por los aires; y esto la tranquilizó.
Sentáronse uno junto al otro, y el mozo se puso
a contar historias sobre los ojos de la muchacha:
eran como lagos oscuros y maravillosos, por los
que los pensamientos nadaban cual ondinas;
luego historias sobre su frente, que comparó con
una montaña nevada, llena de magníficos
salones y cuadros; y luego le habló de la
cigüeña, que trae a los niños pequeños.
Sí, eran unas historias muy hermosas,
realmente. Luego pidió a la princesa si quería
ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.
– Pero tendréis que volver el sábado -añadió-,
pues he invitado a mis padres a tomar el té.
Estarán orgullosos de que me case con el dios
de los turcos. Pero mira de recordar historias
bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi
madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi
padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse.
– Bien, no traeré más regalo de boda que mis
cuentos -respondió él, y se despidieron; pero
antes la princesa le regaló un sable adornado
con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al
mozo!
Se marchó en volandas, se compró una nueva
bata y se fue al bosque, donde se puso a
componer un cuento. Debía estar listo para el
sábado, y la cosa no es tan fácil.
Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado.
El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban
para tomar el té en compañía de la princesa. Lo
recibieron con gran cortesía.
– ¿Vais a contarnos un cuento -preguntóle la
Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea
instructivo?
– Pero que al mismo tiempo nos haga reír –
añadió el Rey.-
– De acuerdo -respondía el mozo, y comenzó su
relato. Y ahora, atención.
«Érase una vez un haz de fósforos que estaban
en extremo orgullosos de su alta estirpe; su
árbol genealógico, es decir, el gran pino, del
que todos eran una astillita, había sido un añoso
y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se
encontraban ahora entre un viejo eslabón y un
puchero de hierro no menos viejo, al que
hablaban de los tiempos de su infancia. -¡Sí,
cuando nos hallábamos en la rama verde –
decían- estábamos realmente en una rama
verde! Cada amanecer y cada atardecer
teníamos té diamantino: era el rocío; durante
todo el día nos daba el sol, cuando no estaba
nublado, y los pajarillos nos contaban historias.
Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues
los árboles de fronda sólo van vestidos en
verano; en cambio, nuestra familia lucía su
verde ropaje, lo mismo en verano que en
invierno. Mas he aquí que se presentó el
leñador, la gran revolución, y nuestra familia se
dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor
de un barco de alto bordo, capaz de
circunnavegar el mundo si se le antojaba; las
demás ramas pasaron a otros lugares, y a
nosotros nos ha sido asignada la misión de
suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar
de ser gente distinguida, hemos venido a parar a
la cocina.
» – Mi destino ha sido muy distinto -dijo el
puchero a cuyo lado yacían los fósforos-. Desde
el instante en que vine al mundo, todo ha sido
estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él;
yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy
el número uno en la casa, Mi único placer
consiste, terminado el servicio de mesa, en
estarme en mi sitio, limpio y bruñido,
conversando sesudamente con mis compañeros;
pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando
baja al patio, puede decirse que vivimos
completamente retirados. Nuestro único
mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se
exalta tanto cuando habla del gobierno y del
pueblo!; hace unos días un viejo puchero de
tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se
cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os
digo que este cesto es un revolucionario; y si
no, al tiempo.
» – ¡Hablas demasiado! -intervino el eslabón,
golpeando el pedernal, que soltó una chispa-.
¿No podríamos echar una cana al aire, esta
noche?
» – Sí, hablemos -dijeron los fósforos-, y
veamos quién es el más noble de todos
nosotros.
» – No, no me gusta hablar de mi persona –
objetó la olla de barro-. Organicemos una
velada. Yo empezaré contando la historia de mi
vida, y luego los demás harán lo mismo; así no
se embrolla uno y resulta más divertido. En las
playas del Báltico, donde las hayas que cubren
el suelo de Dinamarca…
» – ¡Buen principio! -exclamaron los platos-.
Sin duda, esta historia nos gustará.
» – …pasé mi juventud en el seno de una familia
muy reposada; se limpiaban los muebles, se
restregaban los suelos, y cada quince días
colgaban cortinas nuevas.
» – ¡Qué bien se explica! -dijo la escoba de crin-
. Diríase que habla un ama de casa; hay un no sé
que de limpio y refinado en sus palabras.
» -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el
balde, dando un saltito de contento que hizo
resonar el suelo.
» La olla siguió contando, y el fin resultó tan
agradable como había sido el principio.
» Todos los platos castañetearon de regocijo, y
la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y
con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los
demás rabiarían. “Si hoy le pongo yo una
corona, mañana me pondrá ella otra a mí”,
pensó.
» – ¡Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, ¡dicho
y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la
pierna! La vieja funda de la silla del rincón
estalló al verlo-. ¿Me vais a coronar también a
mí? -pregunto la tenaza; y así se hizo.
» – ¡Vaya gentuza! -pensaban los fósforos.
» Tocábale entonces el turno de cantar a la
tetera, pero se excusó alegando que estaba
resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al
fuego; pero todo aquello eran remilgos; no
quería hacerlo más que en la mesa, con las
señorías.
» Había en la ventana una vieja pluma, con la
que solía escribir la sirvienta. Nada de notable
podía observarse en ella, aparte que la
sumergían demasiado en el tintero, pero ella se
sentía orgullosa del hecho.
» – Si la tetera se niega a cantar, que no cante –
dijo-. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que
sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el
Conservatorio, mas por esta noche seremos
indulgentes.
» – Me parece muy poco conveniente -objetó la
cafetera, que era una cantora de cocina y
hermanastra de la tetera – tener que escuchar a
un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que
juzgue el cesto de la compra.
» – Francamente, me habéis desilusionado -dijo
el cesto-. ¡Vaya manera estúpida de pasar una
velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no
sería mucho mejor hacer las cosas con orden?
Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el
juego. ¡Otra cosa seria!
» – ¡Sí, vamos a armar un escándalo! –
exclamaron todos.
» En esto se abrió la puerta y entró la criada.
Todos se quedaron quietos, nadie se movió;
pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y
de su distinción. “Si hubiésemos querido –
pensaba cada uno-, ¡qué velada más deliciosa
habríamos pasado!”.
» La sirvienta cogió los fósforos y encendió
fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas
echaban!
» “Ahora todos tendrán que percatarse de que
somos los primeros -pensaban-. ¡Menudo brillo
y menudo resplandor el nuestro!”. Y de este
modo se consumieron».
– ¡Qué cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me
parece encontrarme en la cocina, entre los
fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija.
– Desde luego -asintió el Rey-. Será tuya el
lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya,
considerándolo como de la familia.
Fijóse el día de la boda, y la víspera hubo
grandes iluminaciones en la ciudad,
repartiéronse bollos de pan y rosquillas, los
golfillos callejeros se hincharon de gritar
«¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la
boca… ¡Una fiesta magnífica!
«Tendré que hacer algo», pensó el hijo del
mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé
yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el
baúl y emprendió el vuelo.
¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya
chisporroteo!
Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales
que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca
habían contemplado una traca como aquella,
Ahora sí que estaban convencidos de que era el
propio dios de los turcos el que iba a casarse
con la hija del Rey.
No bien llegó nuestro mozo al bosque con su
baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a
observar el efecto causado».
Era una curiosidad muy natural.
¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las
personas a quienes preguntó había presenciado
el espectáculo de una manera distinta, pero
todos coincidieron en calificarlo de hermoso.
– Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno-
. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la
barba parecía agua espumeante.
– Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo
otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos
preciosos.
Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día
siguiente era la boda.
Regresó al bosque para instalarse en su cofre;
pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se
había incendiado. Una chispa de un cohete
había prendido fuego en el forro y reducido el
baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no
podía volar ni volver al palacio de su prometida.
Ella se pasó todo el día en el tejado,
aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras
él recorre el mundo contando cuentos, aunque
ninguno tan regocijante como el de los fósforos.
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El Cerro de los Elfos
Varios lagartos gordos corrían con pie ligero
por las grietas de un viejo árbol; se entendían
perfectamente, pues hablaban todos la lengua
lagarteña.
– ¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los ellos!
-dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no me
dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me
duelen las muelas, pues tampoco entonces
puedo dormir.
– Algo pasa allí adentro -observó otro-. Hasta
que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el
cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se
ventile bien, y sus muchachas han aprendido
nuevas danzas. ¡Algo se prepara!
– Sí -intervino un tercer lagarto-. He hecho
amistad con una lombriz de tierra que venía de
la colina, en la cual había estado removiendo la
tierra día y noche. Oyó muchas cosas. Ver no
puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en
esto se pinta sola. Resulta que en el cerro
esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero,
quiénes son éstos, la lombriz se negó a
decírmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han
encargado a los fuegos fatuos que organicen
una procesión de antorchas, como dicen ellos, y
todo el oro y la plata que hay en el cerro – y no
es poco – lo pulen y exponen a la luz de la luna.
– ¿Quiénes podrán ser esos forasteros? -se
preguntaban los lagartos-. ¿Qué diablos debe
suceder? ¡Oíd, qué manera de zumbar!
En aquel mismo momento se partió el
montículo, y una señorita elfa, vieja y
anticuada, aunque por lo demás muy
correctamente vestida, salió andando a pasitos
cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de
los elfos, estaba emparentada de lejos con la
familia real y llevaba en la frente un corazón de
ámbar. ¡Movía las piernas con una agilidad!:
trip, trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó
directamente al pantano del fondo, a la vivienda
del chotacabras.
– Están ustedes invitados a la colina esta noche –
dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no
fuera molestia para ustedes. ¿Podrían transmitir
la invitación a los demás? Algo deben hacer, ya
que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios
forasteros ilustres, magos de distinción; por eso
hoy comparecerá el anciano rey de los elfos.
– ¿A quién hay que invitar? -preguntó el
chotacabras.
– Al gran baile pueden concurrir todos, incluso
las personas, con tal que hablen durmiendo o
sepan hacer algo que se avenga con nuestro
modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta
queremos hacer una rigurosa selección; sólo
asistirán personajes de la más alta categoría.
Hasta disputé con el Rey, pues yo no quería que
los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay
que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal
vez no les guste venir a tierra seca, pero les
prepararemos una piedra mojada para asiento o
quizás algo aún mejor; supongo que así no
tendrán inconveniente en asistir, siquiera por
esta vez. Queremos que vengan todos los viejos
trasgos de primera categoría, con cola, el Genio
del Agua y el Duende y, a mi entender, no
debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al
Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia,
todos los cuales pertenecen al elemento clerical
y no a nuestra clase. Pero ése es su oficio; por lo
demás, están emparentados de cerca con
nosotros y nos visitan con frecuencia.
– ¡Muy bien! -dijo el chotacabras,
emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo.
Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro,
cubiertas de velos, y lo hacían con tejidos de
niebla y luz de la luna, de un gran efecto para
los aficionados a estas cosas. En el centro de la
colina, el gran salón había sido adornado
primorosamente; el suelo, lavado con luz de
luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja,
por lo que brillaban como hojas de tulipán. En
la colina había, en el asador, gran abundancia de
ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de
niño y ensaladas de semillas de seta y húmedos
hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la
destilería de la bruja del pantano, amén de
fosforescente vino de salitre de las bodegas
funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los
postres figuraban clavos oxidados y trozos de
ventanal de iglesia.
El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro
con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de
primera); y no se crea que le es fácil a un rey de
los elfos procurarse pizarrín de primera. En el
dormitorio colgaron cortinas, que fueron
pegadas con saliva de serpiente. Se comprende,
pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto.
– Ahora hay que sahumar todo esto con orines
de caballo y cerdas de puerco; entonces yo
habré cumplido con mi tarea -dijo la vieja
señorita.
– ¡Dulce padre mío! -dijo la hija menor, que era
muy zalamera-, ¿no podría saber quiénes son
los ilustres forasteros?
– Bueno -respondió el Rey, tendré que decírtelo.
Dos de mis hijas deben prepararse para el
matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. El
anciano duende de allá en Noruega, el que
reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro
palacios acantilados de feldespato y una mina
de oro mucho más rica de lo que creen por ahí,
viene con sus dos hijos, que viajan en busca de
esposa. El duende es un anciano nórdico, muy
viejo y respetable, pero alegre y campechano.
Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un
día en que brindamos fraternalmente con
ocasión de su estancia aquí en busca de mujer.
Ella murió; era hija del rey de los Peñascos
gredosos de Möen. Tomó una mujer de yeso,
como suele decirse. ¡Ah, y qué ganas tengo de
ver al viejo duende nórdico! Dicen que los
chicos son un tanto mal criados e impertinentes;
pero quizás exageran. Tiempo tendrán de sentar
la cabeza. A ver si sabéis portaros con ellos en
forma conveniente.
– ¿Y cuándo llegan? -preguntó una de las hijas.
– Eso depende del tiempo que haga -respondió
el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan
las oportunidades de los barcos. Yo habría
querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se
inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de
los tiempos, y esto no se lo perdono.
En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno
de ellos más rápido que su compañero; por eso
llegó antes.
– ¡Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.
– ¡Dadme la corona y dejad que me ponga a la
luz de la luna! -ordenó el Rey.
Las hijas, levantándose los velos, se inclinaron
hasta el suelo. Entró el anciano duende de
Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y
de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido
una piel de oso y grandes botas, mientras los
hijos iban con el cuello descubierto y
pantalones sin tirantes, pues eran hombres de
pelo en pecho.
– ¿Esto es una colina? -preguntó el menor,
señalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo
llamaríamos un agujero.
– ¡Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va
para dentro, y una colina va para arriba. ¿No
tenéis ojos en la cabeza?
Lo único que les causaba asombro, dijeron, era
que comprendían la lengua de los otros sin
dificultad.
– ¡Es para creer que os falta algún tornillo! –
refunfuñó el viejo. Entraron luego en la
mansión de los elfos, donde se había reunido la
flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan
precipitada, que se hubiera dicho que el viento
los habla arremolinado; y para todos estaban las
cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas
se sentaban a la mesa sobre grandes patines
acuáticos, y afirmaban que se sentían como en
su casa. En la mesa todos observaron la máxima
corrección, excepto los dos duendecitos
nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las
piernas encima. Pero estaban persuadidos de
que a ellos todo les estaba bien.
– ¡Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo
duende, y ellos obedecieron, aunque a
regañadientes. A sus damas respectivas les
hicieron cosquillas con piñas de abeto que
llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las
botas para estar más cómodos y se las dieron a
guardar. Pero el padre, el viejo duende de
Dovre, era realmente muy distinto.
El Alforfon
Si después de una tormenta pasáis junto a un
campo de alforfón, lo veréis a menudo
ennegrecido y como chamuscado; se diría que
sobre él ha pasado una llama, y el labrador
observa: – Esto es de un rayo -. Pero, ¿cómo
sucedió? Os lo voy a contar, pues yo lo sé por
un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un
viejo sauce que crece junto a un campo de
alforfón. Es un sauce corpulento y venerable
pero muy viejo y contrahecho, con una
hendidura en el tronco, de la cual salen
hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy
encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar
el suelo, como una larga cabellera verde.
En todos los campos de aquellos contornos
crecían cereales, tanto centeno como cebada y
avena, esa magnífica avena que, cuando está en
sazón, ofrece el aspecto de una fila de
diminutos canarios amarillos posados en una
rama. Todo aquel grano era una bendición, y
cuando más llenas estaban las espigas, tanto
más se inclinaban, como en gesto de piadosa
humildad.
Pero había también un campo sembrado de
alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se
inclinaban como las de las restantes mieses,
sino que permanecían enhiestas y altivas.
– Indudablemente, soy tan rico como la espiga
de trigo -decía-, y además soy mucho más
bonito; mis flores son bellas como las del
manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a los
míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo
sauce?
El árbol hizo un gesto con la cabeza, como
significando: «¡Qué cosas dices!». Pero el
alforfón, pavoneándose de puro orgullo,
exclamó: – ¡Tonto de árbol! De puro viejo, la
hierba le crece en el cuerpo.
Pero he aquí que estalló una espantosa
tormenta; todas las flores del campo recogieron
sus hojas y bajaron la cabeza mientras la
tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón
seguía tan engreído y altivo.
– ¡Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron
las flores.
– ¡Para qué! -replicó el alforfón.
– ¡Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el
trigo-. Mira que se acerca el ángel de la
tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al
suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que
tengas tiempo de pedirle gracia.
– ¡Que venga! No tengo por qué humillarme –
respondió el alforfón.
– ¡Cierra tus flores y baja tus hojas! -le
aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes
la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni
siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a
través del rayo se ve el cielo de Dios, y esta
visión ciega al propio hombre. ¡Qué no nos
ocurriría a nosotras, pobres plantas de la tierra,
que somos mucho menos que él!
– ¿Menos que él? -protestó el alforfón-. ¡Pues
ahora miraré cara a cara al cielo de Dios! -. Y
así lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el
resplandor, que no pareció sino que todo el
mundo fuera una inmensa llamarada.
Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se
abrieron y levantaron de nuevo en medio del
aire puro y en calma, vivificados por la lluvia;
pero el alforfón aparecía negro como carbón,
quemado por el rayo; no era más que un
hierbajo muerto en el campo.
El viejo sauce mecía sus ramas al impulso del
viento, y de sus hojas verdes caían gruesas
gotas de agua, como si el árbol llorase, y los
gorriones le preguntaron:
– ¿Por qué lloras? ¡Si todo esto es una
bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo
desfilan las nubes. ¿No respiras el aroma de las
flores y zarzas? ¿Por qué lloras, pues, viejo
sauce?
Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón,
de su orgullo y del castigo que le valió. Yo, que
os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me
la narraron una tarde, en que yo les había
pedido que me contaran un cuento.
El Abeto
Allá en el bosque había un abeto, lindo y
pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el
sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se
alzaban muchos compañeros mayores, tanto
abetos como pinos.
Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer;
no le importaban el calor del sol ni el frescor del
aire, ni atendía a los niños de la aldea, que
recorran el bosque en busca de fresas y
frambuesas, charlando y correteando. A veces
llegaban con un puchero lleno de los frutos
recogidos, o con las fresas ensartadas en una
paja, y, sentándose junto al menudo abeto,
decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el
arbolito se enfurruñaba al oírlo.
Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo
mismo al otro año, pues en los abetos puede
verse el número de años que tienen por los
círculos de su tronco.
«¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como
los demás? -suspiraba el arbolillo-. Podría
desplegar las ramas todo en derredor y mirar el
ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían
sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el
viento, podría mecerlas e inclinarlas con la
distinción y elegancia de los otros.
Éranle indiferentes la luz del sol, las aves y las
rojas nubes que, a la mañana y al atardecer,
desfilaban en lo alto del cielo.
Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el
suelo con su rutilante manto blanco, muy a
menudo pasaba una liebre, en veloz carrera,
saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se
enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos
inviernos más y el abeto había crecido ya
bastante para que la liebre hubiese de desviarse
y darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a
ser muy alto y a contar años y años: esto es lo
más hermoso que hay en el mundo!», pensaba
el árbol.
En otoño se presentaban indefectiblemente los
leñadores y cortaban algunos de los árboles más
corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y
nuestro joven abeto, que estaba ya bastante
crecido, sentía entonces un escalofrío de horror,
pues los magníficos y soberbios troncos se
desplomaban con estridentes crujidos y gran
estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y
los árboles quedaban desnudos, larguiruchos y
delgados; nadie los habría reconocido. Luego
eran cargados en carros arrastrados por
caballos, y sacados del bosque.
¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba?
En primavera, cuando volvieron las golondrinas
y las cigüeñas, les preguntó el abeto:
– ¿No sabéis adónde los llevaron ¿No los habéis
visto en alguna parte?
Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña
adoptó una actitud cavilosa y, meneando la
cabeza, dijo:
– Sí, creo que sí. Al venir de Egipto, me crucé
con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles
espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a
abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti.
¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!
-¡Ah! ¡Ojalá fuera yo lo bastante alto para poder
cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué
aspecto tiene?
– ¡Sería muy largo de contar! -exclamó la
cigüeña, y se alejó.
– Alégrate de ser joven -decían los rayos del sol-
; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de la
vida joven que hay en ti.
Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocío
vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no lo
comprendía.
Al acercarse las Navidades eran cortados
árboles jóvenes, árboles que ni siquiera
alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto,
el cual no tenía un momento de quietud ni
reposo; le consumía el afán de salir de allí.
Aquellos arbolitos – y eran siempre los más
hermosos – conservaban todo su ramaje; los
cargaban en carros tirados por caballos y se los
llevaban del bosque.
«¿Adónde irán éstos? -preguntábase el abeto-.
No son mayores que yo; uno es incluso más
bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde
van?».
– ¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! –
piaron los gorriones-. Allá, en la ciudad, hemos
mirado por las ventanas. Sabemos adónde van.
¡Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la
magnificencia que les esperan. Mirando a través
de los cristales vimos árboles plantados en el
centro de una acogedora habitación, adornados
con los objetos más preciosos: manzanas
doradas, pastelillos, juguetes y centenares de
velitas.
– ¿Y después? -preguntó el abeto, temblando
por todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué sucedió
después?
– Ya no vimos nada más. Pero es imposible
pintar lo hermoso que era.
– ¿Quién sabe si estoy destinado a recorrer
también tan radiante camino? -exclamó gozoso
el abeto-. Todavía es mejor que navegar por los
mares. Estoy impaciente por que llegue
Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y
desarrollado como los que se llevaron el año
pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la
habitación calentita, con todo aquel esplendor y
magnificencia. ¿Y luego? Porque claro está que
luego vendrá algo aún mejor, algo más
hermoso. Si no, ¿por qué me adornarían tanto?
Sin duda me aguardan cosas aún más
espléndidas y soberbias. Pero, ¿qué será? ¡Ay,
qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo
que me pasa.
– ¡Gózate con nosotros! -le decían el aire y la
luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el
cielo abierto.
Pero él permanecía insensible a aquellas
bendiciones de la Naturaleza. Seguía creciendo,
sin perder su verdor en invierno ni en verano,
aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo,
decían: – ¡Hermoso árbol! -. Y he ahí que, al
llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El
hacha se hincó profundamente en su corazón; el
árbol se derrumbó con un suspiro,
experimentando un dolor y un desmayo que no
lo dejaron pensar en la soñada felicidad. Ahora
sentía tener que alejarse del lugar de su
nacimiento, tener que abandonar el terruño
donde había crecido. Sabía que nunca volvería a
ver a sus viejos y queridos compañeros, ni a las
matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni
siquiera a los pájaros. La despedida no tuvo
nada de agradable.
El árbol no volvió en sí hasta el momento de ser
descargado en el patio junto con otros, y
entonces oyó la voz de un hombre que decía:
– ¡Ese es magnífico! Nos quedaremos con él.
Y se acercaron los criados vestidos de gala y
transportaron el abeto a una hermosa y
espaciosa sala. De todas las paredes colgaban
cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos
había grandes jarrones chinos con leones en las
tapas; había también mecedoras, sofás de seda,
grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y
juguetes, que a buen seguro valdrían cien veces
cien escudos; por lo menos eso decían los niños.
Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno
de arena, pero no se veía que era un barril, pues
de todo su alrededor pendía una tela verde, y
estaba colocado sobre una gran alfombra de mil
colores. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué vendría
luego?
Criados y señoritas corrían de un lado para otro
y no se cansaban de colgarle adornos y más
adornos. En una rama sujetaban redecillas de
papeles coloreados; en otra, confites y
caramelos; colgaban manzanas doradas y
nueces, cual si fuesen frutos del árbol, y ataron
a las ramas más de cien velitas rojas, azules y
blancas. Muñecas que parecían personas
vivientes – nunca había visto el árbol cosa
semejante – flotaban entre el verdor, y en lo más
alto de la cúspide centelleaba una estrella de
metal dorado. Era realmente magnífico,
increíblemente magnífico.
– Esta noche -decían todos-, esta noche sí que
brillará.
«¡Oh! -pensaba el árbol-, ¡ojalá fuese ya de
noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y
qué sucederá luego? ¿Acaso vendrán a verme
los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones
frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré
aquí todo el verano y todo el invierno, tan
primorosamente adornado?».
Creía estar enterado, desde luego; pero de
momento era tal su impaciencia, que sufría
fuertes dolores de corteza, y para un árbol el
dolor de corteza es tan malo como para nosotros
el de cabeza.