Vivían en un pueblo dos hombres que se
llamaban igual: Colás, pero el uno tenía cuatro
caballos, y el otro, solamente uno. Para
distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los
cuatro caballos, y Colás el Chico al otro, dueño
de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó
a los dos, pues es una historia verdadera.
Durante toda la semana, Colás el Chico tenía
que arar para el Grande, y prestarle su único
caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro
sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la
semana: el domingo.
¡Había que ver a Colás el Chico haciendo
restallar el látigo sobre los cinco animales! Los
miraba como suyos, pero sólo por un día.
Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia
llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba
con el devocionario bajo el brazo para escuchar
al predicador, y veía a Colás el Chico labrando
con sus cinco caballos; y al hombre le daba
tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un
nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!»
– No debes decir esto -reprendióle Colás el
Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo.
Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el
Chico, olvidándose de que no debía decirlo,
volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!».
– Te lo advierto por última vez -dijo Colás el
Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a
tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás
ganado.
– Te prometo que no volveré a decirlo –
respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente
que lo saludó con un gesto de la cabeza y
nuestro hombre, muy orondo, pensando que era
realmente de buen ver el que tuviese cinco
caballos para arar su campo, volvió a restallar el
látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!».
– ¡Ya te daré yo tus caballos! -gritó el otro, y,
agarrando un mazo, diole en la cabeza al de
Colás el Chico, y lo mató.
– ¡Ay! ¡Me he quedado sin caballo! -se lamentó
el pobre Colás, echándose a llorar. Luego lo
despellejó, puso la piel a secar al viento, metióla
en un saco, que se cargó a la espalda, y
emprendió el camino de la ciudad para ver si la
vendía.
La distancia era muy larga; tuvo que atravesar
un gran bosque oscuro, y como el tiempo era
muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el
camino hasta que anochecía; ya era tarde para
regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de
que cerrase la noche.
A muy poca distancia del camino había una
gran casa de campo. Aunque los postigos de las
ventanas estaban cerrados, por las rendijas se
filtraba luz. «Esa gente me permitirá pasar la
noche aquí», pensó Colás el Chico, y llamó a la
puerta.
Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que
pedía el forastero le dijo que siguiese su
camino, pues su marido estaba ausente y no
podía admitir a desconocidos.
– Bueno, no tendré más remedio que pasar la
noche fuera -dijo Colás, mientras la mujer le
cerraba la puerta en las narices.
Había muy cerca un gran montón de heno, y
entre él y la casa, un pequeño cobertizo con
tejado de paja.
– Puedo dormir allá arriba -dijo Colás el Chico,
al ver el tejadillo-; será una buena cama. No
creo que a la cigüeña se le ocurra bajar a
picarme las piernas -pues en el tejado había
hecho su nido una auténtica cigüeña.
Subióse nuestro hombre al cobertizo y se
tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro,
en busca de una posición cómoda. Pero he aquí
que los postigos no llegaban hasta lo alto de la
ventana, y por ellos podía verse el interior.
En el centro de la habitación había puesta una
gran mesa, con vino, carne asada y un pescado
de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban
la aldeana y el sacristán, ella le servía, y a él se
le iban los ojos tras el pescado, que era su plato
favorito.
«¡Quién estuviera con ellos!», pensó Colás el
Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y
entonces vio que habla además un soberbio
pastel. ¡Qué banquete, santo Dios!
Oyó entonces en la carretera el trote de un
caballo que se dirigía a la casa; era el marido de
la campesina, que regresaba.
El marido era un hombre excelente, y todo el
mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no
podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía
uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por
eso el sacristán de la aldea había esperado a que
el marido saliera de viaje para visitar a su
mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor
que tenía. Al oír al hombre que volvía
asustáronse los dos, y ella pidió al sacristán que
se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía
muy bien la inquina de su esposo por los
sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno
las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el
marido lo observara y le pidiera cuentas.
– ¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del
cobertizo, al ver que desaparecía el banquete.
– ¿Quién anda por ahí? -preguntó el campesino
mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra,
que estarás mejor.
Entonces Colás le contó que se había
extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí
la noche.
– No faltaba más -respondióle el labrador-, pero
antes haremos algo por la vida.
La mujer recibió a los dos amablemente, puso la
mesa y les sirvió una sopera de papillas. El
campesino venía hambriento y comía con buen
apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en
aquel suculento asado, el pescado y el pastel
escondidos en el horno.
Debajo de la mesa había dejado el saco con la
piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad
para venderla. Como las papillas se le
atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la
piel seca produjo un chasquido.
– ¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo
que volvía a pisarlo y producía un chasquido
más ruidoso que el primero.
– ¡Oye! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el
dueño de la casa. – Nada, es un brujo -respondió
el otro-. Dice que no tenemos por qué comer
papillas, con la carne asada, el pescado y el
pastel que hay en el horno.
– ¿Qué dices? -exclamó el campesino, corriendo
a abrir el horno, donde aparecieron todas las
apetitosas viandas que la mujer había ocultado,
pero que él supuso que estaban allí por obra del
brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca;
trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres
se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce.
Entonces Colás volvió a oprimir el saco, y la
piel crujió de nuevo.
– ¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.
– Dice -respondió el muy pícaro- que también
ha hecho salir tres botellas de vino para
nosotros; y que están en aquel rincón, al lado
del horno.
La mujer no tuvo más remedio que sacar el vino
que había escondido, y el labrador bebió y se
puso alegre. ¡Qué no hubiera dado, por tener un
brujo como el que Colás guardaba en su saco!
– ¿Es capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-.
Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre.
– ¡Claro que sí! -replicó Colás-. Mi brujo hace
cuanto le pido. ¿Verdad, tú? -preguntó pisando
el saco y produciendo otro crujido-. ¿Oyes? Ha
dicho que sí. Pero el diablo es muy feo; será
mejor que no lo veas.
– No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es?
– Pues se parece mucho a un sacristán.
– ¡Uf! -exclamó el campesino-. ¡Sí que es feo!
¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a
un sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es
el diablo, lo podré tolerar por una vez. Hoy me
siento con ánimos; con tal que no se me acerque
demasiado…
– Como quieras, se lo pediré al brujo -, dijo
Colás, y, pisando el saco, aplicó contra él la
oreja.
– ¿Qué dice?
– Dice que abras aquella arca y verás al diablo;
está dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa,
que podría escaparse.
– Ayúdame a sostenerla -pidióle el campesino,
dirigiéndose hacia el arca en que la mujer había
metido al sacristán de carne y hueso, el cual se
moría de miedo en su escondrijo.
El campesino levantó un poco la tapa con
precaución y miró al interior.
– ¡Uy! -exclamó, pegando un salto atrás-. Ya lo
he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso!
Lo celebraron con unas copas y se pasaron
buena parte de la noche empinando el codo.
– Tienes que venderme el brujo -dijo el
campesino-. Pide lo que quieras; te daré aunque
sea una fanega de dinero.
– No, no puedo -replicó Colás-. Piensa en los
beneficios que puedo sacar de este brujo.
-¡Me he encaprichado con él! ¡Véndemelo! –
insistió el otro, y siguió suplicando.
– Bueno -avínose al fin Colás-. Lo haré porque
has sido bueno y me has dado asilo esta noche.
Te cederé el brujo por una fanega de dinero;
pero ha de ser una fanega rebosante.
– La tendrás -respondió el labriego-. Pero vas a
llevarte también el arca; no la quiero en casa ni
un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún
en ella!.
Colás el Chico dio al campesino el saco con la
piel seca, y recibió a cambio una fanega de
dinero bien colmada. El campesino le regaló
todavía un carretón para transportar el dinero y
el arca.
– ¡Adiós! -dijo Colás, alejándose con las
monedas y el arca que contenía al sacristán.
Por el borde opuesto del bosque fluía un río
caudaloso y muy profundo; el agua corría con
tanta furia, que era imposible nadar a contra
corriente. No hacía mucho que habían tendido
sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo
en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el
sacristán:
– ¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa
como si estuviese llena de piedras. Ya me voy
cansando de arrastrarla; la echaré al río, Si va
flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa.
Y la levantó un poco con una mano, como para
arrojarla al río.
– ¡Detente, no lo hagas! -gritó el sacristán desde
dentro. Déjame salir primero.
– ¡Dios me valga! -exclamó Colás, simulando
espanto-. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río
sin perder tiempo, que se ahogue!
– ¡Oh, no, no! -suplicó el sacristán-. Si me
sueltas te daré una fanega de dinero.
– Bueno, esto ya es distinto -aceptó Colás,
abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir
de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa,
donde Colás recibió el dinero prometido. Con el
que le había entregado el campesino tenía ahora
el carretón lleno.
«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando
de vuelta a su casa, desparramó el dinero en
medio de la habitación.
«¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando
vea que me he hecho rico con mi único
caballo!; pero no se lo diré».
Author Archives: Los cuentos de
Cinco en una Vaina
Cinco guisantes estaban encerrados en una
vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era
verde también, creían que el mundo entero era
verde, y tenían toda la razón. Creció la vaina y
crecieron los guisantes; para aprovechar mejor
el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucía el
sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la
limpiaba y volvía transparente. El interior era
tibio y confortable, había claridad de día y
oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los
guisantes, en la vaina, iban creciendo y se
entregaban a sus reflexiones, pues en algo
debían ocuparse.
– ¿Nos pasaremos toda la vida metidos aquí? –
decían-. ¡Con tal de que no nos endurezcamos a
fuerza de encierro! Me da la impresión de que
hay más cosas allá fuera; es como un
presentimiento.
Y fueron transcurriendo las semanas; los
guisantes se volvieron amarillos, y la vaina,
también.
– ¡El mundo entero se ha vuelto amarillo! –
exclamaron; y podían afirmarlo sin reservas.
Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido
arrancada por las manos de alguien, y, junto con
otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una
chaqueta.
– Pronto nos abrirán -dijeron los guisantes,
afanosos de que llegara el ansiado momento.
– Me gustaría saber quién de nosotros llegará
más lejos -dijo el menor de los cinco-. No
tardaremos en saberlo.
– Será lo que haya de ser -contestó el mayor.
¡Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes
salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una
mano infantil; un chiquillo los sujetaba
fuertemente, y decía que estaban como hechos a
medida para su cerbatana. Y metiendo uno en
ella, sopló.
– ¡Heme aquí volando por el vasto mundo!
¡Alcánzame, si puedes! -y salió disparado.
– Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo-. Es
una vaina como Dios manda, y que me irá muy
bien-. Y allá se fue.
– Cuando lleguemos a nuestro destino podremos
descansar un rato -dijeron los dos siguientes-,
pero nos queda aún un buen trecho para rodar-,
y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a
parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella-.
¡Llegaremos más lejos que todos!
– ¡Será lo que haya de ser! – dijo el último al
sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar
contra la vieja tabla, bajo la ventana de la
buhardilla, justamente en una grieta llena de
musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió
amorosamente. Y allí se quedó el guisante
oculto, pero no olvidado de Dios.
– ¡Será lo que haya de ser! – repitió.
Vivía en la buhardilla una pobre mujer que se
ausentaba durante la jornada para dedicarse a
limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros
trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni
ánimos, a pesar de lo cual seguía en la pobreza.
En la reducida habitación quedaba sólo su única
hija, mocita delicada y linda que llevaba un año
en cama, luchando entre la vida y la muerte.
– ¡Se irá con su hermanita! -suspiraba la mujer-.
Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las
dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el
trabajo conmigo y se me llevó una. Bien
quisiera yo ahora que me dejase la que me
queda, pero seguramente a Él no le parece bien
que estén separadas, y se llevará a ésta al cielo,
con su hermana.
Pero la doliente muchachita no se moría; se
pasaba todo el santo día resignada y quieta,
mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan
de las dos.
Llegó la primavera; una mañana, temprano aún,
cuando la madre se disponía a marcharse a la
faena, el sol entró piadoso a la habitación por la
ventanuca y se extendió por el suelo, y la niña
enferma dirigió la mirada al cristal inferior.
– ¿Qué es aquello verde que asoma junto al
cristal y que mueve el viento?
La madre se acercó a la ventana y la entreabrió.
– ¡Mira! -dijo-, es una planta de guisante que ha
brotado aquí con sus hojitas verdes. ¿Cómo
llegaría a esta rendija? Pues tendrás un
jardincito en que recrear los ojos.
Acercó la camita de la enferma a la ventana,
para que la niña pudiese contemplar la tierna
planta, y la madre se marchó al trabajo.
– ¡Madre, creo que me repondré! -exclamó la
chiquilla al atardecer-. ¡El sol me ha calentado
tan bien, hoy! El guisante crece a las mil
maravillas, y también yo saldré adelante y me
repondré al calor del sol.
– ¡Dios lo quiera! -suspiró la madre, que
abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo,
puso un palito al lado de la tierna planta que tan
buen ánimo había infundido a su hija, para
evitar que el viento la estropease. Sujetó en la
tabla inferior un bramante, y lo ató en lo alto del
marco de la ventana, con objeto de que la planta
tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus
zarcillos a medida que se encaramase. Y, en
efecto, se veía crecer día tras día.
– ¡Dios mío, hasta flores echa! -exclamó la
madre una mañana- y entróle entonces la
esperanza y la creencia de que su niña enferma
se repondría. Recordó que en aquellos últimos
tiempos la pequeña había hablado con mayor
animación; que desde hacía varias mañanas se
había sentado sola en la cama, y, en aquella
posición, se había pasado horas contemplando
con ojos radiantes el jardincito formado por una
única planta de guisante.
La semana siguiente la enferma se levantó por
primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada
al sol, con la ventana abierta; y fuera se había
abierto también una flor de guisante, blanca y
roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó
amorosamente los delicados pétalos. Fue un día
de fiesta para ella.
– ¡Dios misericordioso la plantó y la hizo crecer
para darte esperanza y alegría, hijita! – dijo la
madre, radiante, sonriendo a la flor como si
fuese un ángel bueno, enviado por Dios.
Pero, ¿y los otros guisantes? Pues verás: Aquel
que salió volando por el amplio mundo,
diciendo: «¡Alcánzame si puedes!», cayó en el
canalón del tejado y fue a parar al buche de una
paloma, donde encontróse como Jonás en el
vientre de la ballena. Los dos perezosos
tuvieron la misma suerte; fueron también pasto
de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un
cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto,
el que pretendía volar hasta el Sol, fue a caer al
vertedero, y allí estuvo días y semanas en el
agua sucia, donde se hinchó horriblemente.
– ¡Cómo engordo! -exclamaba satisfecho-.
Acabaré por reventar, que es todo lo que puede
hacer un guisante. Soy el más notable de los
cinco que crecimos en la misma vaina.
Y el vertedero dio su beneplácito a aquella
opinión.
Mientras tanto, allá, en la ventana de la
buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes
y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus
hermosas manos sobre la flor del guisante y
daba gracias a Dios.
– El mejor guisante es el mío -seguía diciendo el
vertedero.
Abuelita
Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y
el pelo completamente blanco, pero sus ojos
brillan como estrellas, sólo que mucho más
hermosos, pues su expresión es dulce, y da
gusto mirarlos. También sabe cuentos
maravillosos y tiene un vestido de flores
grandes, grandes, de una seda tan tupida que
cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas,
muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes
que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un
libro de cánticos con recias cantoneras de plata;
lo lee con gran frecuencia. En medio del libro
hay una rosa, comprimida y seca, y, sin
embargo, la mira con una sonrisa de
arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos.
¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de
su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que
las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los
colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la
sala se impregna de su aroma; se esfuman las
paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor
se levanta el bosque, espléndido y verde, con
los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y
abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha
de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas,
elegante y graciosa; no hay rosa más lozana,
pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de
dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven,
vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe –
¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sí, y
vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y
por la mente de ella desfilan muchos
pensamientos y muchas figuras; el hombre
gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de
cánticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana
que contempla la rosa marchita guardada en el
libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla
de brazos, estaba contando una larga y
maravillosa historia.
– Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy
cansada; dejadme echar un sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó
dormida; pero el silencio se volvía más y más
profundo, y en su rostro se reflejaban la
felicidad y la paz; habríase dicho que lo bañaba
el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en
lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de
tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas
habían desaparecido, y en su boca se dibujaba
una sonrisa. El cabello era blanco como plata y
venerable, y no daba miedo mirar a la muerta.
Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida.
Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza,
pues ella lo había pedido así, con la rosa entre
las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio,
plantaron un rosal que floreció
espléndidamente, y los ruiseñores acudían a
cantar allí, y desde la iglesia el órgano
desgranaba las bellas canciones que estaban
escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la
difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba,
pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir
por la noche sin temor a coger una rosa de la
tapia del cementerio. Los muertos saben mucho
más de cuanto sabemos todos los vivos; saben
el miedo, el miedo horrible que nos causarían si
volviesen. Pero son mejores que todos nosotros,
y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el
féretro, y tierra dentro de él. El libro de
cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la
rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido
en polvo también. Pero encima siguen
floreciendo nuevas rosas y cantando los
ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías.
Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la
ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes.
Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a
abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando
besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que
yace ahora en la tumba convertida en polvo.
Jorinde y Joringel
Érase una vez un viejo palacio en medio de
un gran y espeso bosque, y dentro del palacio
vivía completamente sola una vieja mujer que
era una bruja muy bruja. De día se convertía en
un gato o en un búho y por la noche volvía a
recuperar su verdadera figura humana. Sabía
atraer a los animales salvajes y a los pájaros, y
luego los mataba y los cocía o los asaba.
Cuando alguien se acercaba a cien pasos del
palacio tenía que detenerse y no se podía mover
del sitio hasta que ella le soltaba; en cambio, si
una inocente doncella entraba en ese círculo, la
transformaba en un pájaro y luego la encerraba
en una cesta en los cuartos del palacio. Tenía en
el palacio sus buenas siete mil cestas con tan
singulares pájaros.
Había una vez una doncella que se llamaba
Jorinde y era más bella que ninguna otra
muchacha. Ella y un joven muy hermoso
llamado Joringel se habían prometido en
matrimonio. Estaban en los días de noviazgo y
su mayor placer era estar el uno con el otro.
Para poder hablar por una vez a solas se fueron
a pasear al bosque.
-¡Guárdate mucho de acercarte demasiado al
palacio! -dijo Joringel.
Era una bella tarde, el sol brillaba claro entre
los troncos de los árboles penetrando en el
verde oscuro del bosque y la tórtola cantaba
quejumbrosa sobre las viejas hayas.
Jorinde se echó a llorar, se sentó al sol y
empezó a lamentarse. Joringel se lamentó
también. Estaban tan espantados como si fueran
a morirse. Miraron a su alrededor desorientados
y no sabían cómo volver a casa. La mitad del
sol estaba aún por encima de la montaña y la
otra mitad por debajo. Joringel miró entre los
matorrales y vio muy cerca de él el viejo muro
del palacio, se asustó y le entró pánico. Jorinde
cantó:
Pajarito mío de roja banda
canta mi pena, penita, pena.
La palomita su muerte canta,
canta su pe…, ¡pío! ¡pi!, ¡pío! ¡pi!
Joringel buscó a Jorinde con la mirada.
Jorinde se había transformado en un ruiseñor
que cantaba: «¡Pío! ¡Pi! ¡Pío! ¡Pi!» Un búho
con ojos que echaban chispas voló tres veces a
su alrededor y gritó tres veces: «¡Uhú! ¡Uhú!
¡Uhú! » Joringel no podía moverse; estaba allí
como una piedra, no podía llorar, ni hablar, ni
mover las manos ni los pies. Entonces se puso
el sol. El búho voló hasta un matorral, e
inmediatamente después salió de él una vieja y
encorvada mujer, amarilla y flaca, de grandes
ojos rojos y aguileña nariz, cuya punta le
llegaba hasta la barbilla. Murmuró algo, capturó
el ruiseñor y se lo llevó. Joringel no pudo decir
nada ni moverse del sitio.
El ruiseñor desapareció. Finalmente la mujer
volvió y dijo con voz bronca:
-¡Hola, Zaquiel! ¡Cuando la luz de la lunita
brille en la cestita libéralo, Zaquiel, en buena
hora!
Entonces Joringel quedó libre; se arrodilló
ante la mujer y le suplicó que le devolviera a su
Jorinde, pero ella dijo que jamás volvería a
tenerla y se marchó. Él clamó, lloró y se
lamentó, pero todo fue en vano. «¡Ay! ¿Qué va
a ser de mí?», pensó. Joringel se marchó y finalmente
llegó a un pueblo desconocido; allí
estuvo apacentando cabras mucho tiempo. A
menudo rodeaba el palacio, pero sin acercarse
demasiado. Hasta que una noche soñó que se
encontraba una flor roja como la sangre con una
perla hermosa y grande en el centro, y cortaba
la flor y se iba con ella al palacio. Todo lo que
tocaba con la flor quedaba libre del
encantamiento. También soñó que de esa
manera recuperaba a su Jorinde.
Por la mañana, cuando se despertó, empezó a
buscar una flor así por montañas y valles.
Siguió buscando hasta el noveno día y entonces,
por la mañana temprano, encontró la flor roja
como la sangre. En el centro tenía una gota de
rocío, tan grande como la más hermosa perla.
Aquella flor la llevó día y noche hasta llegar al
palacio. Cuando llegó a cien pasos del palacio
no se quedó paralizado, sino que siguió
avanzando hacia la puerta. Joringel se alegró
mucho, tocó el portón con la flor y éste se abrió
de par en par; entró, atravesó el patio y escuchó
con atención a ver si oía los numerosos pájaros.
Por fin los oyó; fue y encontró el salón. Allí
estaba la bruja dando de comer a los pájaros en
las siete mil cestas. Cuando vio a Joringel se
puso furiosa, muy furiosa, escupió veneno y
bilis contra él, pero no pudo acercársele a dos
pasos. Él no se volvió hacia ella y fue directo a
mirar las cestas de los pájaros; pero allí había
muchos cientos de ruiseñores. ¡Cómo iba a
encontrar a su Jorinde? Mientras estaba mirando
se dio cuenta de que la vieja cogía a escondidas
un cestito con un pájaro y se iba con él hacia la
puerta. Se fue hacia allí inmediatamente, tocó el
cestito con la flor y también a la vieja. Entonces
ella ya no pudo hacer magia, y Jorinde estaba
allí, abrazada a su cuello, y tan bella como
había sido siempre, y él convirtió también de
nuevo en doncellas a los demás pájaros y luego
se fue con su Jorinde a casa, y juntos vivieron
felices durante mucho tiempo.