Category Archives: Emilia Pardo Bazán

El mandil de cuero

No creáis que esto que voy a referir sucedió
en nuestros días ni en nuestras tierras, ni
que es invención o ficción. Si encierra alguna
moraleja aprovechable, consistirá en que la
historia tiene sentido y enseñanza. ¡Ay del
género humano si la Historia se redujese a la
opresión del débil por el fuerte, al triunfo de
la violencia!
Érase que se era un rey de Persia, a
quien muchos llaman Nemrod, pero que según
versiones más fundadas, debió de llamarse
Doac, y fue matador y sucesor de aquel
Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto.
Este Doac era mago brujo y sabidor;
pero en vez de ejercer su ciencia según la
habían ejercitado sus predecesores -fundando
ciudades, enseñando y propagando artes e
industrias, venciendo en singular batalla a los
divos o genios del mal, estableciendo las primeras
pesquerías de perlas, horadando las
primeras minas de turquesas, popularizando
el conocimiento del alfabeto y de los signos
que, trazados sobre ladrillo o piedra, conservan
al través de las edades el recuerdo de los
hechos insignes-, el empecatado Doac sólo
utilizó su magia para componer y destilar filtros
y venenos y refinar ingeniosos suplicios,
porque se deleitaba en el dolor, y los gemidos
eran para él regalada música. Hasta el reinado
de Doac, no sabían los persas cómo desgarra
las carnes un haz de varillas, ni cómo
aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta
qué enseñó Doac a sus súbditos, la crónica
responde que enseñó a azotar y ahorcar.
Cansado sin duda el Cielo, infligió a Doac
un padecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana,
al disponerse a gozar las delicias del
baño, notó el rey que en cada hombro le
había salido gruesa verruga, tamaña como un
huevo y de la mismísima figura que una cabeza
de serpiente: chata, verdosa, horrible.
Al principio no dolían las tales excrecencias;
pero no tardaron en ulcerarse y causar
atroz martirio, que determinaba en Doac accesos
de rabia, siendo lo peor que como no
quería enseñar a los médicos ni a persona
viviente su asqueroso alifafe, tenía que lavarse,
curarse y vestirse solo, y atender a las
úlceras con las plastas y ungüentos que encontraba
en su repertorio mágico.
Desesperado ya de tantas recetas que
habían salido vanas, y realizando nuevos conjuros,
un día amaneció con la persuasión de
que el único remedio eran los sesos de un
hombre, aplicados calientes aún a las enconadas
heridas.
No vaya nadie a asustarse de la ignorancia
que esto acusa en los tiempos de Doac,
pues aún en los nuestros hemos podido ver
que se receta el redaño del carnero, el pichón
abierto en canal y el trozo de carne de buey
sobre el lupus. Que la sangrienta medicina
sería algo eficaz se demuestra con que poco a
poco fueron vaciándose las prisiones del reino
de Persia; diariamente ejecutaban a dos presos
para sacarles el meollo. Mas no hay en el
mundo cosa que no se agote, y también los
criminales encerrados; así es que, cuando
faltó la ración de meollo fresco, se fijó un tributo
de dos hombres por día, que cobraban
sayones y verdugos enviados aquí y allá a
requisar. Solían éstos elegir, entre las familias
numerosas, el individuo enfermizo, deforme,
imposibilitado, el viejo, el inútil. Y ocurrió que,
enterándose Doac de esta circunstancia, montó
en furiosa cólera, jurando que si seguían
dándole el desecho y lo peor de los sesos de
sus vasallos, los degollaría a todos. Entonces
los
verdugos resolvieron sacrificar lo más florido
de Yspahan, para dejar al rey satisfecho.
No se determinaron, sin embargo, a buscar
víctimas entre la gente poderosa (magnates,
empleados de la casa real); pero, en los
primeros instantes, acordándose de que un
pobre herrero, llamado Cavé, tenía dos hijos
como dos pinos de oro, gallardos en extremo
y diestros en todos los ejercicios corporales; y
pareciéndoles buena presa, los sorprendieron
en la plaza pública, los degollaron, les abrieron
el cráneo y llevaron a Doac su masa cerebral
caliente todavía.
Hallábase Cavé trabajando en su forja,
cuando los vecinos, entre compasivos e indiscretos,
acudieron a darle la fatal nueva. Al
pronto pareció como si el mísero padre no se
hubiese enterado de la inaudita desventura
que le comunicaban: helado, inmóvil, mudo,
escuchó la relación del atroz caso. De súbito,
su pena estalló formidable, cual transporte de
león que rompe la cadera y arranca de un
zarpazo los hierros de la jaula. Lo que hizo
salvar a Cavé fue saber que precisamente por
ser sus hijos fuertes, inteligentes y hermosos,
los habían señalado para la cuchilla. “¡No dejarme
ni siquiera uno para consuelo! ¡Ah! ¡Juro
por la luz eterna del sol que me vengaré!”
Y el herrero, gritando así, blandía su enorme
martillo y al blandirlo, montañas de carne
bronceada, endurecida por el trabajo, se
acumulaban en su brazo desnudo y negro de
escoria.
Desciñéndose el amplio mandilón de cuero
que le protegía, Cavé lo ató a la punta de
un palo, y con el mandil por estandarte y el
martillo por arma, salió a la plaza profiriendo
clamores de maldición contra Doac. A la voz
del desesperado padre, sucedió un extraño
fenómeno: los habitantes de Yspahan, que
yacían aletargados y helados de miedo, recobraron
energía, sacudieron la modorra; al ver
que existía un hombre que se atrevía a enarbolar
un estandarte, corrieron a rodearle locos
de entusiasmo, y la sedición estalló tan repentina,
que el tirano sólo tuvo tiempo de huir
vergonzosamente con sus mujeres y sus tesoros.
Lejos ya de Yspahan, juntó Doac un ejército
de más de cien mil hombres, y volvió dispuesto
a disolver las hordas que un artesano
capitaneaba y que tenían por bandera sucio y
denegrido mandil de cuero. Pero avínole mal,
porque el bordado guión de Doac, de seda y
oro, recamado de perlas, ostentando por emblema
los siete planetas y la luna, hubo de
retroceder ante el pedazo de suela que solo
lucía los estigmas del trabajo y las huellas del
humano sudor, y la cabeza de Doac, goteando
sangre, lívida, contraída por la mueca de la
agonía, quedó hincada en el palo que sostenía
el mandil de cuero, mientras las tropas de
Cavé, habiendo despojado al tirano de sus
vestiduras, se reían a carcajadas de las dos
verrugas que en sus hombros figuraban cabezas
de serpiente…
Al ser saludado rey por su ejército, el
herrero se negó rotundamente a aceptar la
corona. Él mismo señaló para reinar al príncipe
Feridún, que después fue un gran monarca
y un sabio profundo, y enseñó a los persas la
astronomía, la medicina y la botánica. La única
gloria que cupo a Cavé, el herrero, se cifró
en su mandil, que Feridún tomó por estandarte
regio. Siempre que al entrar en batalla Feridún,
sin falso rubor ni respetos humanos,
colocaba ante sí aquel trozo de suela que representaba
la santidad del trabajo y la protesta
contra la injusticia y el abuso del poder,
era como si llevase un talismán: tenía la victoria
segura. Cuando se avergonzaba del
mandil de cuero, salía derrotado. Por haberse
perdido en las revueltas y vicisitudes de la
invasión griega el mandil, símbolo de que no
debe el monarca colmar la copa de la iniquidad
para que no se desborde la de la ira celeste;
por haber desaparecido, digo, el estandarte
de Cavé y su tradición de independencia,
llegaron los
persas, pueblo nobilísimo en su origen y de
altas facultades intelectuales, al atraso, al
servilismo y a la abyección en que hoy se pudren.

Fausto y Dafrosa

La aguardaba en el embarcadero a boca
de noche, y cuando divisó a lo lejos la barca,
que avanzaba al empuje de los brazos fuertes
de los remeros, abriendo estela de luz verdosa
en el mar fosforecente, al corazón de Fausto
se agolpó la sangre, y sus ojos se nublaron.
Venía o, mejor dicho, la traían, se la entregaban;
en su poder iba a estar aquella por
quien tantas veces había pasado la noche en
vela, febril, paladeando acíbar, desesperando
y mordiéndose los puños de rabia, o esperando
insensatamente.
¿Insensatamente? Criminalmente se diría
mejor. Por aquella que se reclinaba en la
proa, envuelta en blancos velos, en actitud
pensativa, Fausto había descendido a la delación
y al espionaje como un liberto, echando
negra mancha sobre el decoro de su estirpe
consular. Por ella había deslizado en los oídos
del emperador “apóstata” el consejo fatal al
ex prefecto Flaviano, y más de una velada, a
la claridad indecisa de la triple lámpara cubicularia,
las sombras del cortinaje dibujaron
ante los ojos espantados de Fausto la pálida
figura de un varón ilustre marcado en la frente
con el hierro que estigmatiza a los facinerosos…
Pero en aquel instante el musical
chapaleteo de los remos ahuyentaba remordimientos
y angustias, y de lo profundo de las
aguas la voz de las sirenas de la felicidad subía
como un himno…
Descendió Fausto al muelle con precipitación,
y cogiendo de manos de los esclavos el
taburete de cedro, lo presentó al pie de Dafrosa,
que prontamente, sin hacer hincapié,
saltó a las puntiagudas piedras. A la salutación,
al “¡Ave!” que en temblorosa voz articuló
Fausto, respondió ella con una sonrisa triste.
Y echaron a andar hacia la villa, sin que Fausto
se atreviese a ofrecer el antebrazo para
que Dafrosa se apoyase. Un poco de sobrealiento
de la matrona indicaba, sin embargo,
que no hubiese sido superfluo el auxilio.
En la terraza de la villa, alumbrada por
antorchas fijas en la pared, estaba dispuesto
un refresco de bienevenida; leche, frutas, pan
en flor, peces cocidos -los sencillos manjares
de que gusta una cristiana-. Se lo hizo observar
Fausto a Dafrosa, la cual, rompiendo uno
de los panes, los llevó a los labios, no sin
hacer antes la señal de la cruz. Quedáronse
solos Fausto y la tan deseada. Parpadeaban
las estrellas en el firmamento turquí, y el aire
columpiaba bocanadas de esencia de rosas
purpúreas, unas rosas que el mismo emperador
Juliano había traído de Alejandría para
adornar con festones de ellas el ara de la
Afrodita, porque se atribuían a su aroma virtudes
como de filtro para enajenar el corazón.
Fue Dafrosa quien rompió el peligroso silencio.
-Fausto -dijo con tranquila melancolía-,
¿quién nos dijera que nos encontraríamos así
otra vez? Cuando yo me confesaba llorando
de que no podía olvidarte, ¿iba a suponer que
el Sacro emperador me desterrase a vivir
contigo?
Indeciso Fausto, dudó entre caer a los
pies de la matrona y abrazar sus rodillas o
contestar algo -no sabía qué-. Entonces Dafrosa
echó atrás el velo blanco que envolvía el
óvalo de su rostro, y a la luz de las antorchas
Fausto pudo ver con asombro una cara consumida
por el dolor, unos ojos marchitos,
unas mejillas demacradas; el pelo, recogido
modestamente con cintas de lana violeta, no
era ya aquella rubia vedija, aureola de oro; ¡a
Dafrosa se le había vuelto el cabello todo gris,
del gris de las nubes, del gris de la ceniza
seca y hacinada en el hogar!
-Puedes mirarme impunemente, Fausto –
añadió ella-. Soy otra. La Dafrosa que conociste
no está ya en el mundo. Después de que
me contemples, te volverás a tu palacio de
Roma, dejándome sola en esta isla, donde
haré penitencia. He sido justamente castigada
por haberte querido, cariño involuntario que
yo no podía arrancar de mí por más que
hacía. Se llevaron a mi marido para matarle
poco a poco, y a mí me despreciaron. Lo merecía.
Ahora los malvados me entregan a ti,
quizá por creer que tú eres un peligro. Para
Dafrosa ya no hay peligros. Mírame así; despacio,
con atención; examíname. La misericordia
divina me ha quitado enteramente mi
hermosura.
Inmóvil permanecía Fausto, penetrado de
un sentimiento singular, diferente de cuantos
hasta entonces habían agitado su alma complicada
de romano de la decadencia, de amigo
del refinado filósofo, el césar Juliano. No hacía
mucho que en el palacio imperial, ante las
aras restauradas de la Kaleos helénica, habían
celebrado los dos amigos un pacto, especie de
misteriosa iniciación de un culto secreto, diverso
del vulgar paganismo que se saciaba
con los sacrificios de bueyes y terneros, con
las ceremonias impuras. Esta otra religión,
preferida por Juliano, reemplazaba la teogonía
y las supersticiones con la adoración de la
belleza suprema de la Forma en su armonía
divina, en su euritmia sacrosanta, cuya relación
percibe la inteligencia por encima de los
sentidos. Una estatua de mujer, perfectísima,
de líneas impecables, obra de Fidias, se erguía
sobre el ara, en mitad de la capillita o
cella donde el emperador cumplía el rito, derramando
las claras libaciones, quemando el
incienso sabeo en el pebetero de oro de exquisita
labor oriental. Y el Apóstata, tomando
de la mano a su amigo, le obligaba a postrarse
allí, murmurando: “Esta es la Diosa, ésta,
y no el triste Galileo, que ha traído la fealdad
al mundo.” Y, ahora Fausto, en presencia de
Dafrosa, la mujer tan codiciada cuando la poseía
Flaviano y ella vivía recluida al pie de sus
lares, por no descubrir en los ojos los pensamientos,
ahora Fausto advertía en sí mismo
un trastorno, una variación incomprensible.
Los afanes, los delirios, las ansias de posesión,
la fiebre pasional tanto tiempo sufrida,
alimentada por la Beldad, que ata las almas y
no las suelta hasta el sepulcro, habían desaparecido.
La forma adorada no existía, y
tampoco lo que se deriva de ella. En el mar
tranquilo habían enmudecido las sirenas cantoras;
en el cielo turquí las estrellas ya no
parpadeaban de amor. Las rosas no desprendían
ni un átomo de esencia: el rocío de la
noche probablemente congelaba sus cálices,
derramando en ellos una serenidad frígida.
Las tenaces ligaduras de la carne se rompían
en Fausto; su sangre, antes fuego, discurría
convertida en luz por las venas. Y acercándose
a Dafrosa, le tomó las manos y las llevó a
su frente, murmurando en un suspiro:
-Porque has perdido tu hermosura, te
quiero más. Te parecerá que es mentira, y a
mí ayer me lo parecía también, pero mira que
no te engaño.
No retiró las palmas Dafrosa. Este sencillo
contacto no infundía tanto horror a los cristianos
de aquellos siglos como a los actuales,
acaso porque entonces eran más castos en su
corazón. Las palmas de Dafrosa halagaron la
inclinada cabeza de Fausto, y acercando los
labios a su oído, susurró:
-Te creo. Es natural eso que me dices.
Tú, Fausto, hermano mío, eres cristiano también.
La crónica refiere que San Fausto sufrió el
martirio y que Santa Dafrosa recogió de noche
su cuerpo para que no lo devorasen los
perros, pagando esta obra de caridad con la
vida.

La palinodia

El cuento que voy a referir no es mío, ni
de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir
ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro:
Fabulam groecanica incipimus: es el relato de
una fábula griega. Pero esa fábula griega, no
de las más populares, tiene el sentido profundo
y el sabor a miel de todas sus hermanas;
es una flor del humano entendimiento, en
aquel tiempo feliz en que no se había divorciado
la razón y la fantasía, y de su consorcio
nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos
y arcanos.
Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro,
pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde
y haciendo antes una libación a las Euménides
con agua de pantano en que se
habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa
cicuta, entonó una sátira desolladora y
feroz contra Helena, esposa de Menelao y
causa de la guerra de Troya. Describía el vate
con una prolijidad de detalles que después
imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones
y desventuras acarreadas por la fatal
belleza de la Tindárida: los reinos privados de
sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas
entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos,
los guerreros que en el verdor de sus
años habían descendido a la región de las
sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun
lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado
este cuadro de desolación, vaciaba el
carcaj de sus agudas flechas, acribillando a
Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola
de ignominia y vergüenza a la faz de
Grecia toda.
Con gran asombro de Estesícoro, los griegos,
conformes en lamentar la funesta influencia
de Helena, no aprobaron, sin embargo,
la sátira. Acaso su misma virulencia desagradó
a aquel pueblo instintivamente delicado
y culto; acaso la piedad que infunde toda
mujer habló en favor de la culpable hija de
Tíndaro. Su detractor se ganó fama de procaz,
lengüilargo y desvergonzado; Helena,
algunas simpatías y mucha lástima. En vista
de este resultado, Estesícoro, con las orejas
gachas, como suele decirse, se encerró en su
casa, donde permaneció atacado de misantropía
y abrazado a su fea y adusta musa
vengadora.
El sueño había cerrado sus párpados una
noche, cuando a deshora creyó sentir que una
diestra fría y pesada como el mármol se posaba
en su mejilla. Despertó sobresaltado y, a
la claridad de la estrella que refulgía en la
frente de la aparición, reconoció nada menos
que al divino Pólux, medio hermano de Helena.
Un estremecimiento de terror serpeó por
las venas del satírico, que adivinó que Pólux
venía a pedirle estrecha cuenta del insulto.
-¿Qué me quieres? -exclamó alarmadísimo.
-Castigarte -declaró Pólux-; pero antes
hablemos. Dime por qué has lanzado contra
Helena esa sátira insolente; y sé veraz, pues
de nada te serviría mentir.
-¡Es cierto! -respondió Estesícoro-. ¡En
vano trataría un mortal de esconder a los inmortales
lo que lleva en su corazón! Como tú
puedes leer en él, sabes de sobra que la indignación
por los males que ocasionó tu hermana
y el dolor de ver a la patria afligida, me
dictaron ese canto.
-Porque leo en lo oculto sé que pretendes
engañarme -murmuró con desprecio Pólux-. Y
sin poseer mi perspicacia divina, los griegos,
han sabido también conocer tus móviles y tus
intenciones. No existe ejemplo, ¡oh poeta!, de
satírico que tenga por musa el bien general:
siempre esta hipócrita apariencia oculta miras
personales y egoístas. Tú viste la belleza de
mi hermana; tú la codiciaste, y no pudiste
sufrir que otro cogiese las rosas cuyo aroma
te enloquecía.
-Tu hermana ha ultrajado a la santa virtud
-declaró enfáticamente Estesícoro.
-Mi hermana no recibió de los dioses el
encargo de representar la virtud, sino la hermosura
-replicó Pólux, enojado-. Si hubiese
un mortal en quien se encarnasen a un mismo
tiempo la virtud, la hermosura y la sabiduría,
ése sería igual a los inmortales. ¿Qué digo?
Sería igual al mismo Jove, padre de los dioses
y los hombres; porque entre los demás que
se nutren de la ambrosía, los hay, como la
sacra Venus, en quienes sólo se cifra la belleza,
y otros, como la blanca Diana, en quienes
se diviniza la castidad. Si tanto te reconcomía
el deseo de zaherir a los malos, debiste hacer
blanco de tu sátira a algunas de las infinitas
mujeres que en Grecia, sin poder alardear de
la integridad y pureza de Diana, carecen de
las gracias y atractivos de Venus. La hermosura
merece veneración; la hermosura ha
tenido y tendrá siempre altares entre nosotros;
por la hermosura, Grecia será celebrada
en los venideros siglos. Ya que has perdido el
respeto a la hermosura, pierde el uso de los
sentidos, que no sirven para recrearte en
ella por la contemplación estética.
Y vibrando un rayo del astro resplandeciente
que coronaba su cabeza, Pólux reventó
el ojo derecho de Estesícoro. Aún no se había
extinguido el ¡ay! que arrancó al poeta el
agudo dolor, y apenas había desaparecido
Pólux, cuando apareció el otro Dióscuro, Cástor,
medio hermano también de Helena, hijo
de Leda y del sagrado cisne; y pronunciando
palabras de reprobación contra el ofensor de
su hermana, con una chispa desprendida de la
estrella que lucía sobre sus cabellos, quemó el
ojo izquierdo del satírico, dejándole ciego.
Alboreó poco después el día, mas no para el
malaventurado Estesícoro, sepultado en eterna
y negra noche. Levantándose como pudo,
buscó a tientas un báculo, y pidiendo por
compasión a los que cruzaban la calle que le
guiasen, fue a llamar a la puerta de su amigo
el filósofo Artemidoro, y derramando un torrente
de lágrimas, se arrojó en sus brazos,
clamando, entre gemidos desgarradores:
-¡Oh Artemidoro! ¡Desdichado de mí! ¡Ya
no la veré más! ¡Ya no volveré a disfrutar de
su dulce vista!
-¿A quién dices que no verás más? –
interrogó sorprendido el filósofo.
-¡A Helena, a Helena, la más hermosa de
las mujeres! -gritó el satírico llorando a moco
y baba.
-¿A Helena? ¿Pues no la has rebajado tú
en tus versos? -pronunció Artemidoro, más
atónito cada vez-. ¿No la has estigmatizado y
flagelado en una sátira quemante?
-¡Ay! ¡Por lo mismo! -sollozó Estesícoro,
dejándose caer al suelo y revolcándose en él-.
Ahora comprendo que mi sátira era un himno
a su hermosura… un himno vuelto del revés,
pero al fin un himno. Los celestes gemelos me
han castigado privándome de la vista, y las
tinieblas en que he de vivir son más densas,
porque no veré a la encarnación humana de la
forma divina, al ideal realizado en la tierra.
-No te aflijas y espera -dijo Artemidoro-;
tal vez consiga yo salvarte.
Cuando la incomparable Helena supo de
Artemidoro que su detractor Estesícoro sólo
lamentaba estar ciego por no poder admirar
sus hechizos, sonrió, halagada la insaciable
vanidad femenil, y murmuró con deliciosa
coquetería:
-Realmente, Artemidoro, ese vate es un
infeliz, un ser inofensivo; nadie le hace caso
en Grecia y yo, menos que nadie. No merece
tanto rigor y tanta desventura. Anúnciale que
voy a sanarle los ojos.
Y tomando en sus manos ebúrneas una
copa llena de agua de la fuente Castalia, bañó
con su linfa las pupilas hueras del satírico,
que al punto recobró la luz. Como el primer
objeto que vio fue Helena, se arrodilló transportado
prorrumpiendo en una oda sublime
de gratitud y arrepentimiento, que se llamó
Palinodia.

Prejaspes

Pensamos los occidentales haber inventado
la lealtad monárquica, y atribuimos el desarrollo
de este singular sentimiento a las
ideas cristianas, confundiendo los efectos que
debe inspirarnos Dios, suma Causa y Bien
sumo, con los que tienen por objeto a un
hombre nacido de mujer. Yo no sé si un sentimiento
se califica o descalifica por ser antiguo;
pero sé que la lealtad monárquica es tan
vieja como los más viejos cultos, y en apoyo
de esta opinión recordaré la aventura que le
sucedió al adictísimo Prejaspes.
Ciro había sido un soberano glorioso y
justo, pero su hijo y sucesor Cambises, a medida
que fue catando el vino del absoluto poder,
mostró los síntomas de la embriaguez
especial que ocasiona este terrible licor, destilado
con sudor humano, sangre y lágrimas.
Creyóse el centro de la vida y el ojo del mundo,
y contribuyó a engreírle más y a persuadirle
de que su voluntad no reconocía ley ni
freno, su incursión por el Egipto, reino que
había llegado a brillante esplendor de civilización
bajo el Faraón Amasis y que el persa rindió
y subyugó, entrando triunfante en las
magníficas ciudades de la ribera del Nilo, henchidas
de palacios, jardines en terrazas, obeliscos;
pirámides, esfinges y colosos de pórfido
y basalto. Dueño del Egipto Cambises, y
viendo su nombre grabado en caracteres jeroglíficos
en el pedestal de las estatuas naófaras
y en las columnas de los templos, se tuvo,
más que por mortal, por una divinidad como
Osiris, y los egipcios se postraron ante aquel
conquistador de tiara de oro, aquella luz pálida
venida del Oriente. Sólo hubo una clase
social que se resistió a tributar adoración a
Cambises, y fue la de los sacerdotes. La religión
era lo único que resistía en medio del
abatimiento de todos, y por lo mismo Cambises
tuvo empeño en humillarla y vencerla, en
satirizarla y, como hoy diríamos, ponerla en
solfa. No perdía ocasión de burlarse de aquel
culto tributado a dioses con cabezas de animales,
tan risibles para un adorador de la
Luz, el Fuego y el eterno Sol; y si casualmente
sorprendía alguna ceremonia de la religión
egipcia, ideaba bufonadas para escarnecerla.
Acertó a regresar impensadamente a Menfis
en ocasión en que se celebraba la fiesta del
sagrado buey Apis; y entrándose de rondón
por el templo, mandó que le sacasen allí inmediatamente
al bovino dios, y tirando de
cimitarra, le hirió de una cuchillada, que quiso
dar en el vientre y dio en el muslo. “Este dios
que sangra y muge es digno de vosotros”,
gritó a los egipcios, horrorizados de la profanación.
Entonces, el gran sacerdote, alzando
las manos a la bóveda celeste, profetizó que
el impío que hería al dios Apis recibiría herida
igual. Cambises mandó azotar mortalmente al
profeta, pero la profecía quedó grabada en la
mente de los egipcios como esperanza, como
vago terror en la del rey.
Tenía Cambises entre sus servidores al
mayordomo Prejaspes, hombre valeroso, capaz
de echarse al fuego por su monarca. Veía
Prejaspes en Cambises la forma de lo divino
sobre la Tierra, y entendía que un acto era
óptimo o pésimo, según a Cambises placía o
desplacía. Sin embargo, al mismo tiempo que
tan decidida abnegación, existía en el alma de
Prejaspes un instinto natural de veracidad y
de honradez, que le enseñaba a discernir el
valor moral de las acciones, y a darse cuenta
de su alcance, al menos en su propia conducta.
La única noción que Prejaspes no alcanzaba,
es que si hay regla moral para las acciones
humanas, esta regla obliga lo mismo o
más a los príncipes que a los vasallos, y
cuando las órdenes de los príncipes están con
la regla en contradicción, la obediencia sólo a
la regla es debida. No lo entendía así Prejaspes,
y hasta suponía, por exceso de nobleza
de ánimo, que su sangre y su vida entera y su
alma inmortal pertenecían a Cambises.
Sucedió, pues, que Cambises, conocedor
de la incondicional lealtad de su mayordomo,
preguntóle un día qué decían de su rey los
vasallos. Y como Prejaspes hubiese observado
que al monarca le enfurecía y exaltaba el beber,
contestóle lleno de buena intención y con
entereza y respeto: “Señor, opinan que eres
un soberano valeroso y grande; pero que te
gusta el vino en demasía.” No complació la
respuesta a Cambises, por lo mismo que exhalaba
el acre aroma de la verdad; frunció el
poblado entrecejo de azabache, y por sus ojos
cruzó un relámpago como el que despide el
puñal al salir de la vaina. Sin embargo, no
hizo la menor objeción (señal malísima), y
siguió hablando con agrado a su mayordomo.
Cosa de una semana después, al levantarse
de la mesa, hora en que solía Cambises
pasear por los jardines entreteniéndose en
tirar agudas flechas a los pajarillos, llamó a
Prejaspes y al hijo de Prejaspes, copero mayor
de palacio; y al verlos en su presencia,
dijo a Prejaspes en tono alegre: “¿Sabes que
he estado pensando en eso de que mis vasallos
comenten mi afición al vino? Porque capaces
serán de creer que soy algún insensato
y que el abuso de la bebida ha turbado mis
sentidos, nublado mis pupilas y debilitado
este brazo que puso al Egipto por alfombra de
mis pies. ¿Lo creerás? Yo mismo siento
aprensión y quiero hacer un ensayo. ¡Ea! Que
tu hijo se coloque ahí enfrente… Cuádrale
bien; échale atrás los brazos para que descubra
el pecho… Así… Voy a flechar el arco y
disparar… Si coloco la punta en mitad del
corazón, convendrás en que se engañan mis
súbditos y Cambises conserva íntegras sus
facultades.”
Prejaspes, silencioso, obedeció. Temblor
profundo sacudía sus miembros; gruesas gotas
de sudor helado asomaban en la raíz de
sus cabellos; un vértigo oscurecía sus ojos.
Pero aún le sostenía la esperanza quimérica
de que aquello fuese una chanza feroz, y no
más. Cambises tendió el arco, apuntó cuidadosa
y lentamente, pellizcó la cuerda; un silbido
desgarró el aire, y el hijo de Prejaspes
giró sobre sí mismo y cayó al suelo desplomado.
“¡Hola! -gritó Cambises-; aquí mis trinchantes…
Abrid el pecho de ese, a ver si el
hierro ha partido de medio a medio el corazón.”
Palpitaba éste débilmente aún cuando
se lo presentaron a Cambises, con la flecha
plantada en el centro, sin desviación de una
línea. Soltó el rey gozosa carcajada, y volvióse
hacia el anonadado Prejaspes, preguntándole
en tono de buen humor: “¿Qué tal? ¿Sé
yo disparar? ¿Sé acertar? ¿Conoces otro arquero
mejor que tu rey?” Tardó Prejaspes en
contestar a la regia chanza cosa de medio
minuto. Estaba inmóvil, y sus pupilas inmensamente
dilatadas, no sabían apartarse de
aquel corazón sangriento, tibio todavía -el
corazón de su dulce hijo-, cuyas débiles contracciones
expirantes a cada segundo parecían
decirle con misterio: “Padre, véngame.”
¡Arrancar aquella flecha misma, clavarla en la
tetilla de Cambises! ¡Oh ventura, oh goce!…
De pronto, Prejaspes volvió en sí: era el
rey, era su rey, su dueño, su árbitro, la imagen
del eterno Sol sobre la Tierra…; y devorándose
el labio en desesperada mordedura,
su lengua profirió esta respuesta cortesana:
“Señor, el dios Apolo no flecha mejor que
tú…” E inclinándose hasta el suelo, desapareció
para revolcarse a solas, para poder morderse
las manos y herirse el rostro y cubrirse
el cabello de ceniza.
Y en presencia de Cambises, Prejaspes
ocultó sus lágrimas. Fiel como el perro,
acompañóle siempre. Pasado el primer horrible
dolor, diríase que le amó más desde que
hubo entre los dos sangre y sacrificio. A su
lado estaba el día en que, montando Cambises
precipitadamente para sofocar una rebelión,
se hirió con su propia cimitarra en el
muslo, donde había herido al dios Apis; y a su
cabecera, cuando se gangrenó la herida y le
llevó a la sepultura, Prejaspes fue quien ungió
con aromas de nardo y cinamomo el cadáver,
y le colocó en las yertas sienes la tiara de oro.