Vivían en un pueblo dos hombres que se
llamaban igual: Colás, pero el uno tenía cuatro
caballos, y el otro, solamente uno. Para
distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los
cuatro caballos, y Colás el Chico al otro, dueño
de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó
a los dos, pues es una historia verdadera.
Durante toda la semana, Colás el Chico tenía
que arar para el Grande, y prestarle su único
caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro
sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la
semana: el domingo.
¡Había que ver a Colás el Chico haciendo
restallar el látigo sobre los cinco animales! Los
miraba como suyos, pero sólo por un día.
Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia
llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba
con el devocionario bajo el brazo para escuchar
al predicador, y veía a Colás el Chico labrando
con sus cinco caballos; y al hombre le daba
tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un
nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!»
– No debes decir esto -reprendióle Colás el
Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo.
Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el
Chico, olvidándose de que no debía decirlo,
volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!».
– Te lo advierto por última vez -dijo Colás el
Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a
tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás
ganado.
– Te prometo que no volveré a decirlo –
respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente
que lo saludó con un gesto de la cabeza y
nuestro hombre, muy orondo, pensando que era
realmente de buen ver el que tuviese cinco
caballos para arar su campo, volvió a restallar el
látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!».
– ¡Ya te daré yo tus caballos! -gritó el otro, y,
agarrando un mazo, diole en la cabeza al de
Colás el Chico, y lo mató.
– ¡Ay! ¡Me he quedado sin caballo! -se lamentó
el pobre Colás, echándose a llorar. Luego lo
despellejó, puso la piel a secar al viento, metióla
en un saco, que se cargó a la espalda, y
emprendió el camino de la ciudad para ver si la
vendía.
La distancia era muy larga; tuvo que atravesar
un gran bosque oscuro, y como el tiempo era
muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el
camino hasta que anochecía; ya era tarde para
regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de
que cerrase la noche.
A muy poca distancia del camino había una
gran casa de campo. Aunque los postigos de las
ventanas estaban cerrados, por las rendijas se
filtraba luz. «Esa gente me permitirá pasar la
noche aquí», pensó Colás el Chico, y llamó a la
puerta.
Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que
pedía el forastero le dijo que siguiese su
camino, pues su marido estaba ausente y no
podía admitir a desconocidos.
– Bueno, no tendré más remedio que pasar la
noche fuera -dijo Colás, mientras la mujer le
cerraba la puerta en las narices.
Había muy cerca un gran montón de heno, y
entre él y la casa, un pequeño cobertizo con
tejado de paja.
– Puedo dormir allá arriba -dijo Colás el Chico,
al ver el tejadillo-; será una buena cama. No
creo que a la cigüeña se le ocurra bajar a
picarme las piernas -pues en el tejado había
hecho su nido una auténtica cigüeña.
Subióse nuestro hombre al cobertizo y se
tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro,
en busca de una posición cómoda. Pero he aquí
que los postigos no llegaban hasta lo alto de la
ventana, y por ellos podía verse el interior.
En el centro de la habitación había puesta una
gran mesa, con vino, carne asada y un pescado
de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban
la aldeana y el sacristán, ella le servía, y a él se
le iban los ojos tras el pescado, que era su plato
favorito.
«¡Quién estuviera con ellos!», pensó Colás el
Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y
entonces vio que habla además un soberbio
pastel. ¡Qué banquete, santo Dios!
Oyó entonces en la carretera el trote de un
caballo que se dirigía a la casa; era el marido de
la campesina, que regresaba.
El marido era un hombre excelente, y todo el
mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no
podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía
uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por
eso el sacristán de la aldea había esperado a que
el marido saliera de viaje para visitar a su
mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor
que tenía. Al oír al hombre que volvía
asustáronse los dos, y ella pidió al sacristán que
se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía
muy bien la inquina de su esposo por los
sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno
las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el
marido lo observara y le pidiera cuentas.
– ¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del
cobertizo, al ver que desaparecía el banquete.
– ¿Quién anda por ahí? -preguntó el campesino
mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra,
que estarás mejor.
Entonces Colás le contó que se había
extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí
la noche.
– No faltaba más -respondióle el labrador-, pero
antes haremos algo por la vida.
La mujer recibió a los dos amablemente, puso la
mesa y les sirvió una sopera de papillas. El
campesino venía hambriento y comía con buen
apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en
aquel suculento asado, el pescado y el pastel
escondidos en el horno.
Debajo de la mesa había dejado el saco con la
piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad
para venderla. Como las papillas se le
atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la
piel seca produjo un chasquido.
– ¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo
que volvía a pisarlo y producía un chasquido
más ruidoso que el primero.
– ¡Oye! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el
dueño de la casa. – Nada, es un brujo -respondió
el otro-. Dice que no tenemos por qué comer
papillas, con la carne asada, el pescado y el
pastel que hay en el horno.
– ¿Qué dices? -exclamó el campesino, corriendo
a abrir el horno, donde aparecieron todas las
apetitosas viandas que la mujer había ocultado,
pero que él supuso que estaban allí por obra del
brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca;
trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres
se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce.
Entonces Colás volvió a oprimir el saco, y la
piel crujió de nuevo.
– ¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.
– Dice -respondió el muy pícaro- que también
ha hecho salir tres botellas de vino para
nosotros; y que están en aquel rincón, al lado
del horno.
La mujer no tuvo más remedio que sacar el vino
que había escondido, y el labrador bebió y se
puso alegre. ¡Qué no hubiera dado, por tener un
brujo como el que Colás guardaba en su saco!
– ¿Es capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-.
Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre.
– ¡Claro que sí! -replicó Colás-. Mi brujo hace
cuanto le pido. ¿Verdad, tú? -preguntó pisando
el saco y produciendo otro crujido-. ¿Oyes? Ha
dicho que sí. Pero el diablo es muy feo; será
mejor que no lo veas.
– No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es?
– Pues se parece mucho a un sacristán.
– ¡Uf! -exclamó el campesino-. ¡Sí que es feo!
¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a
un sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es
el diablo, lo podré tolerar por una vez. Hoy me
siento con ánimos; con tal que no se me acerque
demasiado…
– Como quieras, se lo pediré al brujo -, dijo
Colás, y, pisando el saco, aplicó contra él la
oreja.
– ¿Qué dice?
– Dice que abras aquella arca y verás al diablo;
está dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa,
que podría escaparse.
– Ayúdame a sostenerla -pidióle el campesino,
dirigiéndose hacia el arca en que la mujer había
metido al sacristán de carne y hueso, el cual se
moría de miedo en su escondrijo.
El campesino levantó un poco la tapa con
precaución y miró al interior.
– ¡Uy! -exclamó, pegando un salto atrás-. Ya lo
he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso!
Lo celebraron con unas copas y se pasaron
buena parte de la noche empinando el codo.
– Tienes que venderme el brujo -dijo el
campesino-. Pide lo que quieras; te daré aunque
sea una fanega de dinero.
– No, no puedo -replicó Colás-. Piensa en los
beneficios que puedo sacar de este brujo.
-¡Me he encaprichado con él! ¡Véndemelo! –
insistió el otro, y siguió suplicando.
– Bueno -avínose al fin Colás-. Lo haré porque
has sido bueno y me has dado asilo esta noche.
Te cederé el brujo por una fanega de dinero;
pero ha de ser una fanega rebosante.
– La tendrás -respondió el labriego-. Pero vas a
llevarte también el arca; no la quiero en casa ni
un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún
en ella!.
Colás el Chico dio al campesino el saco con la
piel seca, y recibió a cambio una fanega de
dinero bien colmada. El campesino le regaló
todavía un carretón para transportar el dinero y
el arca.
– ¡Adiós! -dijo Colás, alejándose con las
monedas y el arca que contenía al sacristán.
Por el borde opuesto del bosque fluía un río
caudaloso y muy profundo; el agua corría con
tanta furia, que era imposible nadar a contra
corriente. No hacía mucho que habían tendido
sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo
en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el
sacristán:
– ¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa
como si estuviese llena de piedras. Ya me voy
cansando de arrastrarla; la echaré al río, Si va
flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa.
Y la levantó un poco con una mano, como para
arrojarla al río.
– ¡Detente, no lo hagas! -gritó el sacristán desde
dentro. Déjame salir primero.
– ¡Dios me valga! -exclamó Colás, simulando
espanto-. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río
sin perder tiempo, que se ahogue!
– ¡Oh, no, no! -suplicó el sacristán-. Si me
sueltas te daré una fanega de dinero.
– Bueno, esto ya es distinto -aceptó Colás,
abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir
de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa,
donde Colás recibió el dinero prometido. Con el
que le había entregado el campesino tenía ahora
el carretón lleno.
«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando
de vuelta a su casa, desparramó el dinero en
medio de la habitación.
«¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando
vea que me he hecho rico con mi único
caballo!; pero no se lo diré».
Category Archives: Hans Christian Andersen
Cinco en una Vaina
Cinco guisantes estaban encerrados en una
vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era
verde también, creían que el mundo entero era
verde, y tenían toda la razón. Creció la vaina y
crecieron los guisantes; para aprovechar mejor
el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucía el
sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la
limpiaba y volvía transparente. El interior era
tibio y confortable, había claridad de día y
oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los
guisantes, en la vaina, iban creciendo y se
entregaban a sus reflexiones, pues en algo
debían ocuparse.
– ¿Nos pasaremos toda la vida metidos aquí? –
decían-. ¡Con tal de que no nos endurezcamos a
fuerza de encierro! Me da la impresión de que
hay más cosas allá fuera; es como un
presentimiento.
Y fueron transcurriendo las semanas; los
guisantes se volvieron amarillos, y la vaina,
también.
– ¡El mundo entero se ha vuelto amarillo! –
exclamaron; y podían afirmarlo sin reservas.
Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido
arrancada por las manos de alguien, y, junto con
otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una
chaqueta.
– Pronto nos abrirán -dijeron los guisantes,
afanosos de que llegara el ansiado momento.
– Me gustaría saber quién de nosotros llegará
más lejos -dijo el menor de los cinco-. No
tardaremos en saberlo.
– Será lo que haya de ser -contestó el mayor.
¡Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes
salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una
mano infantil; un chiquillo los sujetaba
fuertemente, y decía que estaban como hechos a
medida para su cerbatana. Y metiendo uno en
ella, sopló.
– ¡Heme aquí volando por el vasto mundo!
¡Alcánzame, si puedes! -y salió disparado.
– Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo-. Es
una vaina como Dios manda, y que me irá muy
bien-. Y allá se fue.
– Cuando lleguemos a nuestro destino podremos
descansar un rato -dijeron los dos siguientes-,
pero nos queda aún un buen trecho para rodar-,
y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a
parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella-.
¡Llegaremos más lejos que todos!
– ¡Será lo que haya de ser! – dijo el último al
sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar
contra la vieja tabla, bajo la ventana de la
buhardilla, justamente en una grieta llena de
musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió
amorosamente. Y allí se quedó el guisante
oculto, pero no olvidado de Dios.
– ¡Será lo que haya de ser! – repitió.
Vivía en la buhardilla una pobre mujer que se
ausentaba durante la jornada para dedicarse a
limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros
trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni
ánimos, a pesar de lo cual seguía en la pobreza.
En la reducida habitación quedaba sólo su única
hija, mocita delicada y linda que llevaba un año
en cama, luchando entre la vida y la muerte.
– ¡Se irá con su hermanita! -suspiraba la mujer-.
Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las
dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el
trabajo conmigo y se me llevó una. Bien
quisiera yo ahora que me dejase la que me
queda, pero seguramente a Él no le parece bien
que estén separadas, y se llevará a ésta al cielo,
con su hermana.
Pero la doliente muchachita no se moría; se
pasaba todo el santo día resignada y quieta,
mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan
de las dos.
Llegó la primavera; una mañana, temprano aún,
cuando la madre se disponía a marcharse a la
faena, el sol entró piadoso a la habitación por la
ventanuca y se extendió por el suelo, y la niña
enferma dirigió la mirada al cristal inferior.
– ¿Qué es aquello verde que asoma junto al
cristal y que mueve el viento?
La madre se acercó a la ventana y la entreabrió.
– ¡Mira! -dijo-, es una planta de guisante que ha
brotado aquí con sus hojitas verdes. ¿Cómo
llegaría a esta rendija? Pues tendrás un
jardincito en que recrear los ojos.
Acercó la camita de la enferma a la ventana,
para que la niña pudiese contemplar la tierna
planta, y la madre se marchó al trabajo.
– ¡Madre, creo que me repondré! -exclamó la
chiquilla al atardecer-. ¡El sol me ha calentado
tan bien, hoy! El guisante crece a las mil
maravillas, y también yo saldré adelante y me
repondré al calor del sol.
– ¡Dios lo quiera! -suspiró la madre, que
abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo,
puso un palito al lado de la tierna planta que tan
buen ánimo había infundido a su hija, para
evitar que el viento la estropease. Sujetó en la
tabla inferior un bramante, y lo ató en lo alto del
marco de la ventana, con objeto de que la planta
tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus
zarcillos a medida que se encaramase. Y, en
efecto, se veía crecer día tras día.
– ¡Dios mío, hasta flores echa! -exclamó la
madre una mañana- y entróle entonces la
esperanza y la creencia de que su niña enferma
se repondría. Recordó que en aquellos últimos
tiempos la pequeña había hablado con mayor
animación; que desde hacía varias mañanas se
había sentado sola en la cama, y, en aquella
posición, se había pasado horas contemplando
con ojos radiantes el jardincito formado por una
única planta de guisante.
La semana siguiente la enferma se levantó por
primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada
al sol, con la ventana abierta; y fuera se había
abierto también una flor de guisante, blanca y
roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó
amorosamente los delicados pétalos. Fue un día
de fiesta para ella.
– ¡Dios misericordioso la plantó y la hizo crecer
para darte esperanza y alegría, hijita! – dijo la
madre, radiante, sonriendo a la flor como si
fuese un ángel bueno, enviado por Dios.
Pero, ¿y los otros guisantes? Pues verás: Aquel
que salió volando por el amplio mundo,
diciendo: «¡Alcánzame si puedes!», cayó en el
canalón del tejado y fue a parar al buche de una
paloma, donde encontróse como Jonás en el
vientre de la ballena. Los dos perezosos
tuvieron la misma suerte; fueron también pasto
de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un
cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto,
el que pretendía volar hasta el Sol, fue a caer al
vertedero, y allí estuvo días y semanas en el
agua sucia, donde se hinchó horriblemente.
– ¡Cómo engordo! -exclamaba satisfecho-.
Acabaré por reventar, que es todo lo que puede
hacer un guisante. Soy el más notable de los
cinco que crecimos en la misma vaina.
Y el vertedero dio su beneplácito a aquella
opinión.
Mientras tanto, allá, en la ventana de la
buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes
y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus
hermosas manos sobre la flor del guisante y
daba gracias a Dios.
– El mejor guisante es el mío -seguía diciendo el
vertedero.
Abuelita
Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y
el pelo completamente blanco, pero sus ojos
brillan como estrellas, sólo que mucho más
hermosos, pues su expresión es dulce, y da
gusto mirarlos. También sabe cuentos
maravillosos y tiene un vestido de flores
grandes, grandes, de una seda tan tupida que
cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas,
muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes
que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un
libro de cánticos con recias cantoneras de plata;
lo lee con gran frecuencia. En medio del libro
hay una rosa, comprimida y seca, y, sin
embargo, la mira con una sonrisa de
arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos.
¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de
su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que
las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los
colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la
sala se impregna de su aroma; se esfuman las
paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor
se levanta el bosque, espléndido y verde, con
los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y
abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha
de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas,
elegante y graciosa; no hay rosa más lozana,
pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de
dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven,
vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe –
¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sí, y
vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y
por la mente de ella desfilan muchos
pensamientos y muchas figuras; el hombre
gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de
cánticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana
que contempla la rosa marchita guardada en el
libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla
de brazos, estaba contando una larga y
maravillosa historia.
– Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy
cansada; dejadme echar un sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó
dormida; pero el silencio se volvía más y más
profundo, y en su rostro se reflejaban la
felicidad y la paz; habríase dicho que lo bañaba
el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en
lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de
tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas
habían desaparecido, y en su boca se dibujaba
una sonrisa. El cabello era blanco como plata y
venerable, y no daba miedo mirar a la muerta.
Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida.
Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza,
pues ella lo había pedido así, con la rosa entre
las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio,
plantaron un rosal que floreció
espléndidamente, y los ruiseñores acudían a
cantar allí, y desde la iglesia el órgano
desgranaba las bellas canciones que estaban
escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la
difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba,
pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir
por la noche sin temor a coger una rosa de la
tapia del cementerio. Los muertos saben mucho
más de cuanto sabemos todos los vivos; saben
el miedo, el miedo horrible que nos causarían si
volviesen. Pero son mejores que todos nosotros,
y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el
féretro, y tierra dentro de él. El libro de
cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la
rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido
en polvo también. Pero encima siguen
floreciendo nuevas rosas y cantando los
ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías.
Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la
ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes.
Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a
abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando
besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que
yace ahora en la tumba convertida en polvo.
Algo
– ¡Quiero ser algo! – decía el mayor de cinco
hermanos. – Quiero servir de algo en este
mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que
sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los
hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los
fabrico, haré algo real y positivo.
– Sí, pero eso es muy poca cosa – replicó el
segundo hermano. – Tu ambición es muy
humilde: es trabajo de peón, que una máquina
puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es
algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio.
Quien lo profesa es admitido en el gremio y se
convierte en ciudadano, con su bandera propia y
su casa gremial. Si todo marcha bien, podré
tener oficiales, me llamarán maestro, y mi
mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser
algo.
– ¡Tonterías! – intervino el tercero. – Ser albañil
no es nada. Quedarás excluido de los
estamentos superiores, y en una ciudad hay
muchos que están por encima del maestro
artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu
condición de maestro no te librará de ser lo que
llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré
arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del
pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el
reino de la inteligencia. Habré de empezar
desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré
de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy
acostumbrado a tocarme con sombrero de seda.
Iré a comprar aguardiente y cerveza para los
oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me
agrada, pero imaginaré que no es sino una
comedia, libertades propias del Carnaval.
Mañana, es decir, cuando sea oficial,
emprenderé mi propio camino, sin preocuparme
de los demás. Iré a la academia a aprender
dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y
mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia,
y me pongan, además, algún título delante y
detrás, y venga edificar, como otros hicieron
antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi
fortuna. ¡Ese algo vale la pena!
– Pues eso que tú dices que es algo, se me antoja
muy poca cosa, y hasta te diré que nada – dijo el
cuarto. – No quiero tomar caminos trillados. No
quiero ser un copista. Mi ambición es ser un
genio, mayor que todos vosotros juntos. Crearé
un estilo nuevo, levantaré el plano de los
edificios según el clima y los materiales del
país, haciendo que cuadren con su sentimiento
nacional y la evolución de la época, y les
añadiré un piso, que será un zócalo para el
pedestal de mi gloria.
– ¿Y si nada valen el clima y el material? –
preguntó el quinto. – Sería bien sensible, pues
no podrían hacer nada de provecho. El
sentimiento nacional puede engreírse y perder
su valor; la evolución de la época puede escapar
de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya
veo que en realidad ninguno de vosotros llegará
a ser nada, por mucho que lo esperéis. Pero
haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros;
me quedaré al margen, para juzgar y criticar
vuestras obras. En este mundo todo tiene sus
defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz.
Esto será algo.
Así lo hizo, y la gente decía de él: «
Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una
cabeza despejada. Pero no hace nada ». Y, sin
embargo, por esto precisamente era algo.
Como veis, esto no es más que un cuento, pero
un cuento que nunca se acaba, que empieza
siempre de nuevo, mientras el mundo sea
mundo.
Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco
hermanos? Escuchadme bien, que es toda una
historia.
El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que
por cada uno recibía una monedita, y aunque
sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas
se obtenía un brillante escudo. Ahora bien,
dondequiera que vayáis con un escudo, a la
panadería, a la carnicería o a la sastrería, se os
abre la puerta y sólo tenéis que pedir lo que os
haga falta. He aquí lo que sale de los ladrillos.
Los hay que se rompen o desmenuzan, pero
incluso de éstos se puede sacar algo.
Una pobre mujer llamada Margarita deseaba
construirse una casita sobre el malecón. El
hermano mayor, que tenía un buen corazón,
aunque no llegó a ser más que un sencillo
ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos
pocos enteros por añadidura. La mujer se
construyó la casita con sus propias manos. Era
muy pequeña; una de las ventanas estaba
torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo
de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien
que mal, la casuca era un refugio, y desde ella
se gozaba de una buena vista sobre el mar,
aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban
contra el malecón, salpicando con sus gotas
salobres la pobre choza, y tal como era, ésta
seguía en pie mucho tiempo después de estar
muerto el que había cocido los ladrillos.
El segundo hermano conocía el oficio de
albañil, mucho mejor que la pobre Margarita,
pues lo había aprendido tal como se debe.
Aprobado su examen de oficial, se echó la
mochila al hombro y entonó la canción del
artesano:
Joven yo soy, y quiero correr mundo,
e ir levantando casas por doquier,
cruzar tierras, pasar el mar profundo,
confiado en mi arte y mi valer.
Y si a mi tierra regresara un día
atraído por el amor que allí dejé,
alárgame la mano, patria mía,
y tú, casita que mía te llamé.
Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad
de maestro, y contruyó casas y más casas, una
junto a otra, hasta formar toda una calle.
Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba
el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para
él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden
construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no
te responden, lo hará la gente en su lugar,
diciendo: « Sí, es verdad, la calle le ha
construido una casa ». Era pequeña y de
pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con
su novia se volvió liso y brillante; y de
cada piedra de la pared brotó una flor, con lo
que las paredes parecían cubiertas de preciosos
tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz.
La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y
los oficiales y aprendices gritaban « ¡Hurra por
nuestro maestro! ». Sí, señor, aquél llegó a ser
algo. Y murió siendo algo.
Vino luego el arquitecto, el tercero de los
hermanos, que había empezado de aprendiz,
llevando gorra y haciendo de mandadero, pero
más tarde había ascendido a arquitecto, tras los
estudios en la Academia, y fue honrado con los
títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas
de la calle habían edificado una para el hermano
albañil, a la calle le dieron el nombre del
arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya.
Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo
título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban
por ser de familia distinguida, y cuando murió,
su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es
algo. Y su nombre quedó en el extremo de la
calle y como nombre de calle siguió viviendo en
labios de todos. Esto también es algo, sí señor.
Siguió después el genio, el cuarto de los
hermanos, el que pretendía idear algo nuevo,
aparte del camino trillado, y realzar los edificios
con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero
se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso
sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las
banderas de los gremios, música, flores en la
calle y elogios en el periódico; en su honor se
pronunciaron tres panegíricos, cada uno más
largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho
en extremo, pues le gustaba mucho que
hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un
monumento, de un solo piso, es verdad, pero
esto es algo.
El tercero había muerto, pues, como sus tres
hermanos mayores. Pero el último, el
razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo
en su papel, pues así pudo decir la última
palabra, que es lo que a él le interesaba. Como
decía la gente, era la cabeza clara de la familia.
Pero le llegó también su hora, se murió y se
presentó a la puerta del cielo, por la cual se
entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él
iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a
su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la
de la casa del malecón.
– De seguro que será para realzar el contraste
por lo que me han puesto de pareja con esta
pobre alma – dijo el razonador -. ¿Quien sois,
abuelita? ¿Queréis entrar también? – le
preguntó.
Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando
que el que le hablaba era San Pedro en persona.
– Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la
vieja Margarita de la casita del malecón.
– Ya, ¿y qué es lo que hicisteis allá abajo?
– Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda
valerme la entrada aquí. Será una gracia muy
grande de Nuestro Señor, si me admiten en el
Paraíso.
– ¿Y cómo fue que os marchasteis del mundo? –
siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues
al hombre le aburría la espera.
– La verdad es que no lo sé. El último año lo
pasé enferma y pobre. Un día no tuve más
remedio que levantarme y salir, y me encontré
de repente en medio del frío y la helada.
Seguramente no pude resistirlo. Le contaré
cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero
hasta entonces lo había aguantado. El viento se
calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel,
como Vuestra Señoría debe saber. La capa de
hielo entraba en el mar hasta perderse de vista.
Toda la gente de la ciudad había salido a pasear
sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a
bailar, y también creo que había música y
merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre
cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta
el anochecer. Había salido ya la luna, pero su
luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y
entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y
el mar subía una maravillosa nube blanca. Me
quedé mirándola y vi un punto negro en su
centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo
que aquello significaba – pues soy vieja y tengo
experiencia, – aunque no es frecuente ver el
signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi
vida lo había visto dos veces, y sabía que
anunciaba una espantosa tempestad, con una
gran marejada que sorprendería a todos aquellos
desgraciados que allí estaban, bebiendo,
saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había
salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía
prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba
cuenta de lo que yo observaba! Sentí una
angustia terrible, y me entró una fuerza y un
vigor como hacía mucho tiempo no habla
sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana;
no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos,
y vi a muchas personas que corrían y saltaban
por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los
hurras de los chicos y los cantos de los mozos y
mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras
tanto la blanca nube con el punto negro iba
creciendo por momentos. Grité con todas mis
fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban
demasiado lejos. La tempestad no tardaría en
estallar, el hielo se resquebrajaría y haría
pedazos, y todos aquéllos, hombres y mujeres,
niños y mayores, se hundirían en el mar, sin
salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo
no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que
viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me
inspiró la idea de pegar fuego a mí cama.
Más valía que se incendiara mi casa, a que
todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el
fuego, vi la roja llama, salí a la puerta… pero
allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas.
Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo
por la ventana y por encima del tejado. Los
patinadores las vieron y acudieron corriendo en
mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada.
Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir,
pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire,
como el tronar de muchos cañones. La ola de
marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la
gente pudo llegar al malecón, donde las chispas
me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en
cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y
por esto he venido aquí, a la puerta del cielo.
Dicen que está abierta para los pobres como yo.
Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece,
me dejarán entrar?
Abrióse en esto la puerta del cielo, y un ángel
hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna
de paja, una de las que había en su cama cuando
la incendió para salvar a los que estaban en
peligro. La paja se transformó en oro, pero en
un oro que crecía y echaba ramas, que se
trenzaban en hermosísimos arabescos.
– ¿Ves? – dijo el ángel al razonador – esto lo ha
traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada,
bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un
triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos,
traer uno. De seguro que estaría mal hecho,
siendo obra de tus manos, pero algo valdría la
buena voluntad. Por desgracia, no puedes
volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la
casita del malecón, intercedió por él:
– Su hermano me regaló todos los ladrillos y
trozos con los que pude levantar mi humilde
casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No
servirían todos aquellos trozos como un ladrillo
para él? Es una gracia que pido. La necesita
tanto, y puesto que estamos en el reino de la
gracia…
– Tu hermano, a quien tú creías el de más cortos
alcances – dijo el ángel – aquél cuya honrada
labor te parecía la más baja, te da su óbolo
celestial. No serás expulsado. Se te permitirá
permanecer ahí fuera reflexionando y reparando
tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no
hayas hecho una buena acción.
– Yo lo habría sabido decir mejor – pensó el
pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es
algo.