Category Archives: Hans Christian Andersen

El Cuello de Camisa

Érase una vez un caballero muy elegante, que
por todo equipaje poseía un calzador y un peine;
pero tenía un cuello de camisa que era el más
notable del mundo entero; y la historia de este
cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía
ya la edad suficiente para pensar en casarse, y
he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con
una liga.
Dijo el cuello:
– Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y
lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre?
– ¡No se lo diré! -respondió la liga.
– ¿Dónde vive, pues? -insistió el cuello.
Pero la liga era muy tímida, y pensó que la
pregunta era algo extraña y que no debía
contestarla.
– ¿Es usted un cinturón, verdad? -dijo el cuello-,
¿una especie de cinturón interior?. Bien veo, mi
simpática señorita, que es una prenda tanto de
utilidad como de adorno.
– ¡Haga el favor de no dirigirme la palabra! –
dijo la liga.- No creo que le haya dado pie para
hacerlo.
– Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita –
replicó el cuello- no hace falta más motivo.
– ¡No se acerque tanto! -exclamó la liga-.
¡Parece usted tan varonil!
– Soy también un caballero fino -dijo el cuello-,
tengo un calzador y un peine -. Lo cual no era
verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero
le gustaba vanagloriarse.
– ¡No se acerque tanto! -repitió la liga-. No
estoy acostumbrada.
– ¡Qué remilgada! -dijo el cuello con tono
burlón; pero en éstas los sacaron del cesto, los
almidonaron y, después de haberlos colgado al
sol sobre el respaldo de una silla, fueron
colocados en la tabla de planchar; y llegó la
plancha caliente.
– ¡Mi querida señora -exclamaba el cuello-, mi
querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo
mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me
va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy!
¿Quiere casarse conmigo?
– ¡Harapo! -replicó la plancha, corriendo
orgullosamente por encima del cuello; se
imaginaba ser una caldera de vapor, una
locomotora que arrastraba los vagones de un
tren.
– ¡Harapo! -repitió.
El cuello quedó un poco deshilachado de los
bordes; por eso acudió la tijera a cortar los
hilos.
– ¡Oh! -exclamó el cuello-, usted debe de ser
primera bailarina, ¿verdad?. ¡Cómo sabe estirar
las piernas! Es lo más encantador que he visto.
Nadie sería capaz de imitarla.
– Ya lo sé -respondió la tijera.
– ¡Merecería ser condesa! -dijo el cuello-. Todo
lo que poseo es un señor distinguido, un
calzador y un peine. ¡Si tuviese también un
condado!
– ¿Se me está declarando, el asqueroso? –
exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un
corte que lo dejó inservible.
– Al fin tendré que solicitar la mano del peine.
¡Es admirable cómo conserva usted todos los
dientes, mi querida señorita! -dijo el cuello-.
¿No ha pensado nunca en casarse?
– ¡Claro, ya puede figurárselo! -contestó el
peine-. Seguramente habrá oído que estoy
prometida con el calzador.
– ¡Prometida! -suspiró el cuello; y como no
había nadie más a quien declararse, se las dio en
decir mal del matrimonio.
Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al
almacén de un fabricante de papel. Había allí
una nutrida compañía de harapos; los finos iban
por su lado, los toscos por el suyo, como exige
la corrección. Todos tenían muchas cosas que
explicar, pero el cuello los superaba a todos,
pues era un gran fanfarrón.
– ¡La de novias que he tenido! -decía-. No me
dejaban un momento de reposo. Andaba yo
hecho un petimetre en aquellos tiempos,
siempre muy tieso y almidonado. Tenía además
un calzador y un peine, que jamás utilicé.
Tenían que haberme visto entonces, cuando me
acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de
mi primera novia; fue una cinturilla, delicada,
elegante y muy linda; por mí se tiró a una
bañera. Luego hubo una plancha que ardía por
mi persona; pero no le hice caso y se volvió
negra. Tuve también relaciones con una primera
bailarina; ella me produjo la herida, cuya
cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi
propio peine se enamoró de mí; perdió todos los
dientes de mal de amores. ¡Uf!, ¡la de aventuras
que he corrido! Pero lo que más me duele es la
liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la bañera.
¡Cuántos pecados llevo sobre la conciencia! ¡Ya
es tiempo de que me convierta en papel blanco!
Y fue convertido en papel blanco, con todos los
demás trapos; y el cuello es precisamente la
hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su
historia. Y le está bien empleado, por haberse
jactado de cosas que no eran verdad.
Tengámoslo en cuenta, para no comportarnos
como él, pues en verdad no podemos saber si
también nosotros iremos a dar algún día al saco
de los trapos viejos y seremos convertidos en
papel, y toda nuestra historia, aún lo más íntimo
y secreto de ella, será impresa, y andaremos por
esos mundos teniendo que contarla.

Bajo el sauce

La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la
ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre
una ventaja, pero es innegable que podría ser
más hermosa de lo que es en realidad; todo
alrededor son campos lisos, y el bosque queda a
mucha distancia. Sin embargo, cuando nos
encontramos a gusto en un lugar, siempre
descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo
echaremos de menos, aunque nos hallemos en el
sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es
admitir que en verano tienen su belleza los
arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos
extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en
el mar; y así lo creían en particular Knud y
Juana, hijos de dos familias vecinas, que
jugaban juntos y se reunían atravesando a
rastras los groselleros. En uno de los jardines
crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y
debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los
niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que
el árbol estaba muy cerca del río, y los
chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el
ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos – de no
ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los
dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto
miedo al agua, que en verano no había modo de
llevarlo a la playa, donde tan a gusto
chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo
hacía objeto de la burla general, y él tenía que
aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que
navegaba en un bote de vela en la Bahía de
Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella
vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y
después lo cubrió por entero. Desde el momento
en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no
soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo
como prueba al sueño de Juana. Éste era su
orgullo, mas no por eso se acercaba al mar.
Los pobres padres se reunían con frecuencia, y
Knud y Juana jugaban en los jardines y en el
camino plantado de sauces que discurría a lo
largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos
árboles, pues tenían las copas como podadas,
pero no los habían plantado para adorno, sino
para utilidad; más hermoso era el viejo sauce
del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho,
jugaban a menudo los dos amiguitos. En la
ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado,
en la que, durante la feria anual, se instalan
verdaderas calles de puestos que venden cintas
de seda, calzados y todas las cosas imaginables.
Había entonces un gran gentío, y generalmente
llovía; además, apestaba a sudor de las
chaquetas de los campesinos, aunque olía
también a exquisito alajú, del que había toda
una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era
que el hombre que lo vendía se alojaba, durante
la feria, en casa de los padres de Knud, y,
naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño
pan de especias, del que participaba también
Juana. Pero había algo que casi era más
hermoso todavía: el comerciante sabía contar
historias de casi todas las cosas, incluso de sus
turrones, y una velada explicó una que produjo
tal impresión en los niños, que jamás pudieron
olvidarla;
por eso será conveniente que la oigamos
también nosotros, tanto más, cuanto que es muy
breve.
– Sobre el mostrador – empezó el hombre –
había dos moldes de alajú, uno en figura de un
hombre con sombrero, y el otro en forma de
mujer sin sombrero, pero con una mancha de
oropel en la cabeza; tenían la cara de lado,
vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde
aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que
mirar así a una persona. El hombre llevaba en el
costado izquierdo una almendra amarga, que era
el corazón, mientras la mujer era dulce toda
ella. Estaban para muestra en el mostrador, y
llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se
enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin
embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha
de salir algo de tal situación.
«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el
primero en hablar», pensaba ella; no obstante,
se habría dado por satisfecha con saber que su
amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más
ambiciosos, como siempre son los hombres;
soñaba que era un golfo callejero y que tenía
cuatro chelines, con los cuales se compraba la
mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas
en el mostrador, y cada día estaban más secos; y
los pensamientos de ella eran cada vez más
tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con
haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se
rompió por la mitad.
«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que
habría resistido un poco más», pensó él.
– Y ésta es la historia y aquí están los dos – dijo
el turronero. – Son notables por su vida y por su
silencioso amor, que nunca conduce a nada.
¡Vedlos ahí! – y dio a Juana el hombre, sano y
entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños
les había emocionado tanto el cuento, que no
tuvieron ánimos para comerse la enamorada
pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos
figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al
muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano
como en invierno, de un rico tapiz de hiedra;
pusieron al sol los pasteles, entre los verdes
zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños
la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la
encontraron maravillosa; y cuando volvieron a
mirar a la pareja de alajú, un muchacho
grandote se había comido ya la mujer
despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños
se echaron a llorar, y luego – y es de suponer
que lo hicieron para que el pobre hombre no
quedase solo en el mundo – se lo comieron
también; pero en cuanto a la historia, no la
olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el
sauce o junto al saúco, y la niña cantaba
canciones bellísimas con su voz argentina. A
Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la
garganta, pero al menos se sabía la letra, y más
vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre
ella la señora de la quincallería, se detenían a
escuchar a Juana. – ¡Qué voz más dulce! –
decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían
durar siempre. Las dos familias vecinas se
separaron; la madre de la niña había muerto, el
padre deseaba ir a Copenhague, para volver a
casarse y buscar trabajo; quería establecerse de
mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los
vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre
todo lloraron los niños; los padres se
prometieron mutuamente escribirse por lo
menos una vez al año.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya
mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más
tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en
Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita!
Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar
de que no distaba más de cinco millas de Kjöge.
Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo
despejado, Knud había visto sus torres, y el día
de la confirmación distinguió claramente la
brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra
Señora.
¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se
acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para
los de Knud. Las cosas les iban muy bien en
Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz,
iba a tener una gran suerte; había ingresado en
el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y
enviaba un escudo a sus queridos vecinos de
Kjöge para que celebrasen unas alegres
Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la
niña había añadido de su puño y letra estas
palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las
noticias eran muy agradables; pero también se
llora de alegría. Día tras día Juana había
ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el
muchacho que también ella se acordaba de él, y
cuanto más se acercaba el tiempo en que
ascendería a oficial zapatero, más claramente se
daba cuenta de que estaba enamorado de Juana
y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que
le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus
labios y tiraba con mayor fuerza del hilo,
mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la
lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde
luego que no sería mudo, como los dos moldes
de alajú; la historia había sido una buena
lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al
hombro, y por primera vez en su vida se dispuso
a trasladarse a Copenhague; ya había
encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida
quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora
16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo
de oro, pero luego pensó que seguramente los
encontraría mucho más hermosos en
Copenhague. Se despidió de sus padres, y un
día lluvioso de otoño emprendió el camino de la
capital; las hojas caían de los árboles, y calado
hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a
la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre
de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el
nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que
tan bien le sentaba; antes había usado siempre
gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los
muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era
para dar vértigo la manera cómo la gente se
apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de
Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa
no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo
invitó a tomar café.
– Juana estará contenta de verte – dijo el padre -.
Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una
muchacha que me da muchas alegrías y, Dios
mediante, me dará más aún. Tiene su propia
habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre
llamó delicadamente a la puerta, como si fuese
un forastero, y entraron – ¡qué hermoso era allí!
-. Seguramente en todo Kjöge no había un
aposento semejante: ni la propia Reina lo
tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas,
cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de
terciopelo auténtico y en derredor flores y
cuadros, además de un espejo en el que uno casi
podía meterse, pues era grande como una
puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y,
sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya
crecida, muy distinta de como la imaginara,
sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no
se encontraría otra como ella; ¡qué fina y
delicada! La primera mirada que dirigió a Knud
fue la de una extraña, pero duró sólo un
instante; luego se precipitó hacia él como si
quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó.
Sí, estaba muy contenta de volver a ver al
amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en
sus ojos? Y después empezó a preguntar y a
contar, pasando desde los padres de Knud hasta
el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce,
como los llamaba, cual si fuesen personas; pero
bien podían pasar por tales, si lo habían sido los
pasteles de alajú. De éstos habló también y de
su mudo amor, cuando estaban en el mostrador
y se partieron… y la muchacha se reía con toda
el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas
de Knud, y su corazón palpitaba con violencia
desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y
ella fue también la causante – bien se fijó Knud
– de que sus padres lo invitasen a pasar la velada
con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia
mano una taza luego cogió un libro y se puso a
leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo
que leía trataba de su amor, hasta tal punto
concordaba con sus pensamientos. Luego cantó
una sencilla canción, pero cantada por ella se
convirtió en toda una historia; era como si su
corazón se desbordase en ella. Sí,
indudablemente quería a Knud. Las lágrimas
rodaron por las mejillas del muchacho sin poder
él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra
de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero
ella le estrechó la mano y le dijo:
– Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre
como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones
después de las cuales no es posible dormir, y
Knud se pasó la noche despierto.

Dentro de Mil Años

Sí, dentro de mil años la gente cruzará el
océano, volando por los aires, en alas del vapor.
Los jóvenes colonizadores de América acudirán
a visitar la vieja Europa. Vendrán a ver nuestros
monumentos y nuestras decaídas ciudades, del
mismo modo que nosotros peregrinamos ahora
para visitar las decaídas magnificencias del Asia
Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.
El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán
fluyendo aún; el Mont-blanc continuará
enhiesto con su nevada cumbre, la auroras
boreales proyectarán sus brillantes resplandores
sobre las tierras del Norte; pero una generación
tras otra se ha convertido en polvo, series
enteras de momentáneas grandezas han caído en
el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo
el túmulo donde el rico harinero, en cuya
propiedad se alza, se mandó instalar un banco
para contemplar desde allí el ondeante campo
de mieses que se extiende a sus pies.
– ¡A Europa! -exclamarán las jóvenes
generaciones americanas-. ¡A la tierra de
nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros
recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa!
Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la
travesía es más rápida que por el mar; el cable
electromagnético que descansa en el fondo del
océano ha telegrafiado ya dando cuenta del
número de los que forman la caravana aérea. Ya
se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se
vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía;
han avisado que no se les despierte hasta que
estén sobre Inglaterra. Allí pisarán el suelo de
Europa, en la tierra de Shakespeare, como la
llaman los hombres de letras; en la tierra de la
política y de las máquinas, como la llaman
otros. La visita durará un día: es el tiempo que
la apresurada generación concede a la gran
Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue por el túnel del canal hacia
Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón.
Se cita a Molière, los eruditos hablan de una
escuela clásica y otra romántica, que florecieron
en tiempos remotos, y se encomia a héroes,
vates y sabios que nuestra época desconoce,
pero que más tarde nacieron sobre este cráter de
Europa que es París.
La aeronave vuela por sobre la tierra de la que
salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario
donde Calderón cantó sus dramas en versos
armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos
viven aún en los valles floridos, y en estrofas
antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra.
Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo
hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma.
Hoy está decaída, la Campagna es un desierto;
de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro
solitario, y aun se abrigan dudas sobre su
autenticidad.
Y luego a Grecia, para dormir una noche en el
lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo;
poder decir que se ha estado allí, viste mucho.
El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de
descansar unas horas y visitar el sitio donde
antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores
lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta
que estuvo el jardín del harén en tiempos de los
turcos.
Continúa el itinerario aéreo, volando sobre las
ruinas de grandes ciudades que se levantaron a
orillas del caudaloso Danubio, ciudades que
nuestra época no conoce aún; pero aquí y allá –
sobre lugares ricos en recuerdos que algún día
saldrán del seno del tiempo – se posa la
caravana para reemprender muy pronto el
vuelo.
Al fondo se despliega Alemania – otrora
cruzada por una densísima red de ferrocarriles y
canales – el país donde predicó Lutero, cantó
Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su
tiempo. Nombres ilustres brillaron en las
ciencias y en las artes, nombres que ignoramos.
Un día de estancia en Alemania y otro para el
Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para
Noruega, la tierra de los antiguos héroes y de
los hombres eternamente jóvenes del
Septentrión. Islandia queda en el itinerario de
regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla está
extinguido, pero como la losa eterna de la
leyenda, la prepotente isla rocosa sigue
incólume en el mar bravío.
– Hay mucho que ver en Europa -dice el joven
americano- y lo hemos visto en ocho días. Se
puede hacer muy bien, como el gran viajero –
aquí se cita un nombre conocido en aquel
tiempo – ha demostrado en su famosa obra:
Cómo visitar Europa en ocho días.

Cada Cosa en su Sitio

Hace de esto más de cien años.
Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se
levantaba un viejo palacio, rodeado por un
profundo foso en el que crecían cañaverales,
juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta
principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se
inclinaban sobre las cañas.
Desde el valle llegaban sones de cuernos y
trotes de caballos; por eso la zagala se daba
prisa en sacar los gansos del puente antes de
que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a
todo galope, y la muchacha hubo de subirse de
un brinco a una de las altas piedras que
sobresalían junto al puente, para no ser
atropellada. Era casi una niña, delgada y
flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos
maravillosamente límpidos. Mas el noble
caballero no reparó en ellos; a pleno galope,
blandiendo el látigo, por puro capricho dio con
él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza
que la derribó.
– ¡Cada cosa en su sitio! -exclamó-. ¡El tuyo es
el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el
chiste le pareció gracioso, y los demás le
hicieron coro. Todo el grupo de cazadores
prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se
sumaron los ladridos de los perros. Era lo que
dice la canción:
«¡Borrachas llegan las ricas aves!».
Dios sabe lo rico que era.
La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de
las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella
pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En
cuanto los señores y la jauría hubieron
desaparecido por la puerta, ella trató de salir de
su atolladero, pero la rama se quebró, y la
muchachita cayó en medio del cañaveral,
sintiendo en el mismo momento que la sujetaba
una mano robusta. Era un buhonero, que,
habiendo presenciado toda la escena desde
alguna distancia, corrió en su auxilio.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al
noble en tono de burla y poniendo a la
muchacha en un lugar seco. Luego intentó
volver a adherir la rama quebrada al árbol; pero
eso de «cada cosa en su sitio» no siempre tiene
aplicación, y así la clavó en la tierra
reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta
convertirte en una buena flauta para la gente del
castillo -. Con ello quería augurar al noble y los
suyos un bien merecido castigo. Subió después
al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas;
no era bastante distinguido para ello. Sólo le
permitieron entrar en la habitación de la
servidumbre, donde fueron examinadas sus
mercancías y discutidos los precios. Pero del
salón donde se celebraba el banquete llegaba el
griterío y alboroto de lo que querían ser
canciones; no sabían hacerlo mejor. Resonaban
las carcajadas y los ladridos de los perros. Se
comía y bebía con el mayor desenfreno. El vino
y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los
canes favoritos participaban en el festín; los
señoritos los besaban después de secarles el
hocico con las largas orejas colgantes. El
buhonero fue al fin introducido en el salón, con
sus mercancías; sólo querían divertirse con él.
El vino se les había subido a la cabeza,
expulsando de ella a la razón. Le sirvieron
cerveza en un calcetín para que bebiese con
ellos, ¡pero deprisa! Una ocurrencia por demás
graciosa, como se ve. Rebaños enteros de
ganado, cortijos con sus campesinos fueron
jugados y perdidos a una sola carta.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero
cuando hubo podido escapar sano y salvo de
aquella Sodoma y Gomorra, como él la llamó-.
Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allá
arriba -. Y desde el vallado se despidió de la
zagala con un gesto de la mano.
Pasaron días y semanas, y aquella rama
quebrada de sauce que el buhonero plantara
junto al foso, seguía verde y lozana; incluso
salían de ella nuevos vástagos. La doncella vio
que había echado raíces, lo cual le produjo gran
contento, pues le parecía que era su propio
árbol.
Y así fue prosperando el joven sauce, mientras
en la propiedad todo decaía y marchaba del
revés, a fuerza de francachelas y de juego: dos
ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar
el carro.
No habían transcurrido aún seis años, cuando el
noble hubo de abandonar su propiedad
convertido en pordiosero, sin más haber que un
saco y un bastón. La compró un rico buhonero,
el mismo que un día fuera objeto de las burlas
de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron
cerveza en un calcetín. Pero la honradez y la
laboriosidad llaman a los vientos favorables, y
ahora el comerciante era dueño de la noble
mansión. Desde aquel momento quedaron
desterrados de ella los naipes. – ¡Mala cosa! –
decía el nuevo dueño-. Viene de que el diablo,
después que hubo leído la Biblia, quiso fabricar
una caricatura de ella e ideo el juego de cartas.
El nuevo señor contrajo matrimonio – ¿con
quién dirías? – Pues con la zagala, que se había
conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus
nuevos vestidos aparecía tan pulcra y
distinguida como si hubiese nacido en noble
cuna. ¿Cómo ocurrió la cosa? Bueno, para
nuestros tiempos tan ajetreados sería ésta una
historia demasiado larga, pero el caso es que
sucedió; y ahora viene lo más importante.
En la antigua propiedad todo marchaba a las mil
maravillas; la madre cuidaba del gobierno
doméstico, y el padre, de las faenas agrícolas.
Llovían sobre ellos las bendiciones; la
prosperidad llama a la prosperidad. La vieja
casa señorial fue reparada y embellecida; se
limpiaron los fosos y se plantaron en ellos
árboles frutales; la casa era cómoda, acogedora,
y el suelo, brillante y limpísimo. En las veladas
de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y
lino en el gran salón, y los domingos se leía la
Biblia en alta voz, encargándose de ello el
Consejero comercial, pues a esta dignidad había
sido elevado el ex-buhonero en los últimos años
de su vida. Crecían los hijos – pues habían
venido hijos -, y todos recibían buena
instrucción, aunque no todos eran inteligentes
en el mismo grado, como suele suceder en las
familias.
La rama de sauce se había convertido en un
árbol exuberante, y crecía en plena libertad, sin
ser podado. – ¡Es nuestro árbol familiar! -decía
el anciano matrimonio, y no se cansaban de
recomendar a sus hijos, incluso a los más
ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen
siempre.
Y ahora dejamos transcurrir cien años.
Estamos en los tiempos presentes. El lago se
había transformado en un cenagal, y de la
antigua mansión nobiliaria apenas quedaba
vestigio: una larga charca, con unas ruinas de
piedra en uno de sus bordes, era cuanto
subsistía del profundo foso, en el que se
levantaba un espléndido árbol centenario de
ramas colgantes: era el árbol familiar. Allí
seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un
sauce cuando se lo deja crecer en libertad.
Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz
hasta la copa, y que la tempestad lo había
torcido un poco; pero vivía, y de todas sus
grietas y desgarraduras, en las que el viento y la
intemperie habían depositado tierra fecunda,
brotaban flores y hierbas; principalmente en lo
alto, allí donde se separaban las grandes ramas,
se había formado una especie de jardincito
colgante de frambuesas y otras plantas, que
suministran alimento a los pajarillos; hasta un
gracioso acerolo había echado allí raíces y se
levantaba, esbelto y distinguido, en medio del
viejo sauce, que se miraba en las aguas negras
cada vez que el viento barría las lentejas
acuáticas y las arrinconaba en un ángulo de la
charca. Un estrecho sendero pasaba a través de
los campos señoriales, como un trazo hecho en
una superficie sólida.
En la cima de la colina lindante con el bosque,
desde la cual se dominaba un soberbio
panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso
y suntuoso, con cristales tan transparentes, que
habríase dicho que no los había. La gran
escalinata frente a la puerta principal parecía
una galería de follaje, un tejido de rosas y
plantas de amplias hojas. El césped era tan
limpio y verde como si cada mañana y cada
tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la
más ínfima brizna de hierba seca. En el interior
del palacio, valiosos cuadros colgaban de las
paredes, y había sillas y divanes tapizados de
terciopelo y seda, que parecían capaces de
moverse por sus propios pies; mesas con tablero
de blanco mármol y libros encuadernados en
tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica
la que allí residía, gente noble: eran barones.