Cada vez que muere un niño bueno, baja del
cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en
brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus
grandes alas blancas, emprende el vuelo por
encima de todos los lugares que el pequeñuelo
amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para
ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá
arriba más hermosas aún que en el suelo.
Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas
aquellas flores, pero a la que más le gusta le da
un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede
ya cantar en el coro de los bienaventurados.
He aquí lo que contaba un ángel de Dios
Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un
niño muerto; y el niño lo escuchaba como en
sueños. Volaron por encima de los diferentes
lugares donde el pequeño había jugado, y
pasaron por jardines de flores espléndidas.
– ¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el
cielo? -preguntó el ángel.
Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero
una mano perversa había tronchado el tronco,
por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes
capullos semiabiertos, colgaban secas en todas
direcciones.
– ¡Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo;
junto a Dios florecerá.
Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por
sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los
ojos.
Recogieron luego muchas flores magníficas,
pero también humildes ranúnculos y violetas
silvestres.
– Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niño; y
el ángel asintió con la cabeza, pero no
emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era
de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos
se quedaron en la gran ciudad, flotando en el
aire por uno de sus angostos callejones, donde
yacían montones de paja y cenizas; había
habido mudanza: veíanse cascos de loza,
pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros,
todo ello de aspecto muy poco atractivo.
Entre todos aquellos desperdicios, el ángel
señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se
había desprendido un terrón, con las raíces, de
una gran flor silvestre ya seca, que por eso
alguien había arrojado a la calleja.
– Vamos a llevárnosla -dijo el ángel-. Mientras
volamos te contaré por qué.
Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a
su relato:
– En aquel angosto callejón, en una baja bodega,
vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su
nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo
que pudo hacer en su vida fue cruzar su
diminuto cuartucho sostenido en dos muletas;
su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de
verano, unos rayos de sol entraban hasta la
bodega, nada más que media horita, y entonces
el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se
transparentaba la sangre en sus flacos dedos,
que mantenía levantados delante el rostro,
diciendo: «Sí, hoy he podido salir». Sabía del
bosque y de sus bellísimos verdores
primaverales, sólo porque el hijo del vecino le
traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre
la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del
árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban
los pájaros.
Un día de primavera, su vecinito le trajo
también flores del campo, y, entre ellas venía
casualmente una con la raíz; por eso la
plantaron en una maceta, que colocaron junto a
la cama, al lado de la ventana. Había plantado
aquella flor una mano afortunada, pues, creció,
sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el
muchacho enfermo fue el jardín más
espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra.
La regaba y cuidaba, preocupándose de que
recibiese hasta el último de los rayos de sol que
penetraban por la ventanuca; la propia flor
formaba parte de sus sueños, pues para él
florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la
vista; a ella se volvió en el momento de la
muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno.
Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el
año la plantita ha seguido en la ventana,
olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la
arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la
flor, la pobre florecilla marchita que hemos
puesto en nuestro ramillete, pues ha
proporcionado más alegría que la más bella del
jardín de una reina.
– Pero, ¿cómo sabes todo esto? -preguntó el
niño que el ángel llevaba al cielo.
– Lo sé -respondió el ángel-, porque yo fui aquel
pobre niño enfermo que se sostenía sobre
muletas. ¡Y bien conozco mi flor!
El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó
la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y
en el mismo momento se encontraron en el
Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y
la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto
contra su corazón, y al instante le salieron a éste
alas como a los demás ángeles, y con ellos se
echó a volar, cogido de las manos. Nuestro
Señor apretó también contra su pecho todas las
flores, pero a la marchita silvestre la besó,
infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el
coro de angelitos que rodean al Altísimo,
algunos muy de cerca otros formando círculos
en torno a los primeros, círculos que se
extienden hasta el infinito, pero todos
rebosantes de felicidad. Y todos cantaban,
grandes y chicos, junto con el buen chiquillo
bienaventurado y la pobre flor silvestre que
había estado abandonada, entre la basura de la
calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.
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El Elfo del Rosal
En el centro de un jardín crecía un rosal,
cuajado de rosas, y en una de ellas, la más
hermosa de todas, habitaba un elfo, tan
pequeñín, que ningún ojo humano podía
distinguirlo. Detrás de cada pétalo de la rosa
tenía un dormitorio. Era tan bien educado y tan
guapo como pueda serlo un niño, y tenía alas
que le llegaban desde los hombros hasta los
pies. ¡Oh, y qué aroma exhalaban sus
habitaciones, y qué claras y hermosas eran las
paredes! No eran otra cosa sino los pétalos de la
flor, de color rosa pálido.
Se pasaba el día gozando de la luz del sol,
volando de flor en flor, bailando sobre las alas
de la inquieta mariposa y midiendo los pasos
que necesitaba dar para recorrer todos los
caminos y senderos que hay en una sola hoja de
tilo. Son lo que nosotros llamamos las
nervaduras; para él eran caminos y sendas, ¡y
no poco largos! Antes de haberlos recorrido
todos, se había puesto el sol; claro que había
empezado algo tarde.
Se enfrió el ambiente, cayó el rocío, mientras
soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa.
El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa
se había cerrado y no pudo entrar, y ninguna
otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no
poco. Nunca había salido de noche, siempre
había permanecido en casita, dormitando tras
los tibios pétalos. ¡Ay, su imprudencia le iba a
costar la vida!
Sabiendo que en el extremo opuesto del jardín
había una glorieta recubierta de bella
madreselva cuyas flores parecían trompetillas
pintadas, decidió refugiarse en una de ellas y
aguardar la mañana.
Se trasladó volando a la glorieta. ¡Cuidado!
Dentro había dos personas, un hombre joven y
guapo y una hermosísima muchacha; sentados
uno junto al otro, deseaban no tener que
separarse en toda la eternidad; se querían con
toda el alma, mucho más de lo que el mejor de
los hijos pueda querer a su madre y a su padre.
– Y, no obstante, tenemos que separarnos -decía
el joven- Tu hermano nos odia; por eso me
envía con una misión más allá de las montañas
y los mares. ¡Adiós, mi dulce prometida, pues
lo eres a pesar de todo!
Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una
rosa después de haber estampado en ella un
beso, tan intenso y sentido, que la flor se abrió.
El elfo aprovechó la ocasión para introducirse
en ella, reclinando la cabeza en los suaves
pétalos fragantes; desde allí pudo oír
perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio
cuenta de que la rosa era prendida en el pecho
del doncel. ¡Ah, cómo palpitaba el corazón
debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el
elfo no pudo pegar el ojo.
Pero la rosa no permaneció mucho tiempo
prendida en el pecho. El hombre la tomó en su
mano, y, mientras caminaba solitario por el
bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y
fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Éste
podía percibir a través de la hoja el ardor de los
labios del joven; y la rosa, por su parte, se había
abierto como al calor del sol más cálido de
mediodía.
Acercóse entonces otro hombre, sombrío y
colérico; era el perverso hermano de la
doncella. Sacando un afilado cuchillo de
grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del
enamorado mientras éste besaba la rosa. Luego
le cortó la cabeza y la enterró, junto con el
cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo.
– Helo aquí olvidado y ausente -pensó aquel
malvado-; no volverá jamás. Debía emprender
un largo viaje a través de montes y océanos. Es
fácil perder la vida en estas expediciones, y ha
muerto. No volverá, y mi hermana no se
atreverá a preguntarme por él.
Luego, con los pies, acumuló hojas secas sobre
la tierra mullida, y se marchó a su casa a través
de la noche oscura. Pero no iba solo, como
creía; lo acompañaba el minúsculo elfo,
montado en una enrollada hoja seca de tilo que
se había adherido al pelo del criminal, mientras
enterraba a su víctima. Llevaba el sombrero
puesto, y el elfo estaba sumido en profundas
tinieblas, temblando de horror y de indignación
por aquel abominable crimen.
El malvado llegó a casa al amanecer. Quitóse el
sombrero y entró en el dormitorio de su
hermana. La hermosa y lozana doncella, yacía
en su lecho, soñando en aquél que tanto la
amaba y que, según ella creía, se encontraba en
aquellos momentos caminando por bosques y
montañas. El perverso hermano se inclinó sobre
ella con una risa diabólica, como sólo el
demonio sabe reírse. Entonces la hoja seca se le
cayó del pelo, quedando sobre el cubrecamas,
sin que él se diera cuenta. Luego salió de la
habitación para acostarse unas horas. El elfo
saltó de la hoja y, entrándose en el oído de la
dormida muchacha, contóle, como en sueños, el
horrible asesinato, describiéndole el lugar donde
el hermano lo había perpetrado y aquel en que
yacía el cadáver. Le habló también del tilo
florido que crecía allí, y dijo: «Para que no
pienses que lo que acabo de contarte es sólo un
sueño, encontrarás sobre tu cama una hoja
seca».
Y, efectivamente, al despertar ella, la hoja
estaba allí.
¡Oh, qué amargas lágrimas vertió! ¡Y sin tener a
nadie a quien poder confiar su dolor!
La ventana permaneció abierta todo el día; al
elfo le hubiera sido fácil irse a las rosas y a
todas las flores del jardín; pero no tuvo valor
para abandonar a la afligida joven. En la
ventana había un rosal de Bengala; instalóse en
una de sus flores y se estuvo contemplando a la
pobre doncella. Su hermano se presentó
repetidamente en la habitación, alegre a pesar
de su crimen; pero ella no osó decirle una
palabra de su cuita.
No bien hubo oscurecido, la joven salió
disimuladamente de la casa, se dirigió al
bosque, al lugar donde crecía el tilo, y,
apartando las hojas y la tierra, no tardó en
encontrar el cuerpo del asesinado. ¡Ah, cómo
lloró, y cómo rogó a Dios Nuestro Señor que le
concediese la gracia de una pronta muerte!
Hubiera querido llevarse el cadáver a casa, pero
al serle imposible, cogió la cabeza lívida, con
los cerrados ojos, y, besando la fría boca,
sacudió la tierra adherida al hermoso cabello.
– ¡La guardaré! -dijo, y después de haber
cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvió a su
casa con la cabeza y una ramita de jazmín que
florecía en el sitio de la sepultura.
Llegada a su habitación, cogió la maceta más
grande que pudo encontrar, depositó en ella la
cabeza del muerto, la cubrió de tierra y plantó
en ella la rama de jazmín.
– ¡Adiós, adiós! -susurró el geniecillo, que, no
pudiendo soportar por más tiempo aquel gran
dolor, voló a su rosa del jardín. Pero estaba
marchita; sólo unas pocas hojas amarillas
colgaban aún del cáliz verde.
– ¡Ah, qué pronto pasa lo bello y lo bueno! –
suspiró el elfo. Por fin encontró otra rosa y
estableció en ella su morada, detrás de sus
delicados y fragantes pétalos.
Cada mañana se llegaba volando a la ventana de
la desdichada muchacha, y siempre encontraba
a ésta llorando junto a su maceta. Sus amargas
lágrimas caían sobre la ramita de jazmín, la cual
crecía y se ponía verde y lozana, mientras la
palidez iba invadiendo las mejillas de la
doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florecían
blancos capullitos, que ella besaba. El perverso
hermano no cesaba de reñirle, preguntándole si
se había vuelto loca. No podía soportarlo, ni
comprender por qué lloraba continuamente
sobre aquella maceta. Ignoraba qué ojos
cerrados y qué rojos labios se estaban
convirtiendo allí en tierra. La muchacha
reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de
la rosa solía encontrarla allí dormida; entonces
se deslizaba en su oído y le contaba de aquel
anochecer en la glorieta, del aroma de la flor y
del amor de los elfos; ella soñaba dulcemente.
Un día, mientras se hallaba sumida en uno de
estos sueños, se apagó su vida, y la muerte la
acogió, misericordiosa. Encontróse en el cielo,
junto al ser amado.
Y los jazmines abrieron sus blancas flores y
esparcieron su maravilloso aroma característico;
era su modo de llorar a la muerta.
El mal hermano se apropió la hermosa planta
florida y la puso en su habitación, junto a la
cama, pues era preciosa, y su perfume, una
verdadera delicia. La siguió el pequeño elfo de
la rosa, volando de florecilla en florecilla, en
cada una de las cuales habitaba una almita, y les
habló del joven inmolado cuya cabeza era ahora
tierra entre la tierra, y les habló también del
malvado hermano y de la desdichada hermana.
– ¡Lo sabemos -decía cada alma de las flores-, lo
sabemos! ¿No brotamos acaso de los ojos y de
los labios del asesinado? ¡Lo sabemos, lo
sabemos! -. Y hacían con la cabeza unos gestos
significativos.
El elfo no lograba comprender cómo podían
estarse tan quietas, y se fue volando en busca de
las abejas, que recogían miel, y les contó la
historia del malvado hermano, y las abejas lo
dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la
mañana siguiente, dieran muerte al asesino.
Pero la noche anterior, la primera que siguió al
fallecimiento de la hermana, al quedarse
dormido el malvado en su cama junto al oloroso
jazmín, se abrieron todos los cálices; invisibles,
pero armadas de ponzoñosos dardos, salieron
todas las almas de las flores y, penetrando
primero en sus oídos, le contaron sueños de
pesadilla; luego, volando a sus labios, le
hirieron en la lengua con sus venenosas flechas.
– ¡Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se
retiraron de nuevo a las flores blancas del
jazmín.
Al amanecer y abrirse súbitamente la ventana
del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la
reina de las abejas y todo el enjambre, que venía
a ejecutar su venganza.
Pero ya estaba muerto; varias personas que
rodeaban la cama dijeron: – El perfume del
jazmín lo ha matado.
El elfo comprendió la venganza de las flores y
lo explicó a la reina de las abejas, y ella, con
todo el enjambre, revoloteó zumbando en torno
a la maceta. No había modo de ahuyentar a los
insectos, y entonces un hombre se llevó el tiesto
afuera; mas al picarle en la mano una de las
abejas, soltó él la maceta, que se rompió al tocar
el suelo.
Entonces descubrieron el lívido cráneo, y
supieron que el muerto que yacía en el lecho era
un homicida.
La reina de las abejas seguía zumbando en el
aire y cantando la venganza de las flores, y
cantando al elfo de la rosa, y pregonando que
detrás de la hoja más mínima hay alguien que
puede descubrir la maldad y vengarla.
La Sirenita
En alta mar el agua es azul como los pétalos de
la más hermosa centaura, y clara como el cristal
más puro; pero es tan profunda, que sería inútil
echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar
el fondo. Habría que poner muchos
campanarios, unos encima de otros, para que,
desde las honduras, llegasen a la superficie.
Pero no creáis que el fondo sea todo de arena
blanca y helada; en él crecen también árboles y
plantas maravillosas, de tallo y hojas tan
flexibles, que al menor movimiento del agua se
mueven y agitan como dotadas de vida. Toda
clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por
entre las ramas, exactamente como hacen las
aves en el aire. En el punto de mayor
profundidad se alza el palacio del rey del mar;
las paredes son de coral, y las largas ventanas
puntiagudas, del ámbar más transparente; y el
tejado está hecho de conchas, que se abren y
cierran según la corriente del agua. Cada una de
estas conchas encierra perlas brillantísimas, la
menor de las cuales honraría la corona de una
reina.
Hacía muchos años que el rey del mar era
viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno
de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero
muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce
ostras en la cola, mientras que los demás nobles
sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo
demás, era digna de todos los elogios,
principalmente por lo bien que cuidaba de sus
nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis,
y todas bellísimas, aunque la más bella era la
menor; tenía la piel clara y delicada como un
pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago
más profundo; como todas sus hermanas, no
tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.
Las princesas se pasaban el día jugando en las
inmensas salas del palacio, en cuyas paredes
crecían flores. Cuando se abrían los grandes
ventanales de ámbar, los peces entraban
nadando, como hacen en nuestras tierras las
golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y
los peces se acercaban a las princesas,
comiendo de sus manos y dejándose acariciar.
Frente al palacio había un gran jardín, con
árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus
frutos brillaban como oro, y las flores parecían
llamas, por el constante movimiento de los
pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena
finísima, azul como la llama del azufre. De
arriba descendía un maravilloso resplandor
azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía
la impresión de estar en las capas altas de la
atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.
Cuando no soplaba viento, se veía el sol;
parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba
luz.
Cada princesita tenía su propio trocito en el
jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía
en gana. Una había dado a su porción forma de
ballena; otra había preferido que tuviese la de
una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya
circular, como el sol, y todas sus flores eran
rojas, como él. Era una chiquilla muy especial,
callada y cavilosa, y mientras sus hermanas
hacían gran fiesta con los objetos más raros
procedentes de los barcos naufragados, ella sólo
jugaba con una estatua de mármol, además de
las rojas flores semejantes al sol. La estatua
representaba un niño hermosísimo, esculpido en
un mármol muy blanco y nítido; las olas la
habían arrojado al fondo del océano. La
princesa plantó junto a la estatua un sauce
llorón color de rosa; el árbol creció
espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el
niño de mármol, proyectando en el arenoso
fondo azul su sombra violeta, que se movía a
compás de aquéllas; parecía como si las ramas y
las raíces jugasen unas con otras y se besasen.
Lo que más encantaba a la princesa era oír
hablar del mundo de los hombres, de allá arriba;
la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de
barcos y ciudades, de hombres y animales. Se
admiraba sobre todo de que en la tierra las
flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar
no olían a nada; y la sorprendía también que los
bosques fuesen verdes, y que los peces que se
movían entre los árboles cantasen tan
melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que
la abuela llamaba peces, para que las niñas
pudieran entenderla, pues no habían visto nunca
aves.
– Cuando cumpláis quince años -dijo la abuelase
os dará permiso para salir de las aguas,
sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver
los barcos que pasan; entonces veréis también
bosques y ciudades.
Al año siguiente, la mayor de las hermanas
cumplió los quince años; todas se llevaban un
año de diferencia, por lo que la menor debía
aguardar todavía cinco, hasta poder salir del
fondo del mar y ver cómo son las cosas en
nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las
demás que al primer día les contaría lo que
viera y lo que le hubiera parecido más hermoso;
pues por más cosas que su abuela les contase
siempre quedaban muchas que ellas estaban
curiosas por saber.
Ninguna, sin embargo, se mostraba tan
impaciente como la menor, precisamente
porque debía esperar aún tanto tiempo y porque
era tan callada y retraída. Se pasaba muchas
noches asomada a la ventana, dirigiendo la
mirada a lo alto, contemplando, a través de las
aguas azuloscuro, cómo los peces correteaban
agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también
a ver la luna y las estrellas, que a través del
agua parecían muy pálidas, aunque mucho
mayores de como las vemos nosotros. Cuando
una nube negra las tapaba, la princesa sabía que
era una ballena que nadaba por encima de ella,
o un barco con muchos hombres a bordo, los
cuales jamás hubieran pensado en que allá abajo
había una joven y encantadora sirena que
extendía las blancas manos hacia la quilla del
navío.
Llegó, pues, el día en que la mayor de las
princesas cumplió quince años, y se remontó
hacia la superficie del mar.
A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo
más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo
que había pasado bajo la luz de la luna, en un
banco de arena, con el mar en calma,
contemplando la cercana costa con una gran
ciudad, donde las luces centelleaban como
millares de estrellas, y oyendo la música, el
ruido y los rumores de los carruajes y las
personas; también le había gustado ver los
campanarios y torres y escuchar el tañido de las
campanas.
¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana
menor! Cuando, ya anochecido, salió a la
ventana a mirar a través de las aguas azules, no
pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con
sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son
de las campanas, que llegaba hasta el fondo del
mar.
Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso
para subir a la superficie y nadar en todas
direcciones. Emergió en el momento preciso en
que el sol se ponía, y aquel espectáculo le
pareció el más sublime de todos. De un extremo
el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las
nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de
describir su belleza! Habían pasado encima de
ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez
volaba aún, semejante a un largo velo blanco,
una bandada de cisnes salvajes; volaban en
dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un
momento desapareció el tinte rosado del mar y
de las nubes.
Al cabo de otro año tocóle el turno a la hermana
tercera, la más audaz de todas; por eso remontó
un río que desembocaba en el mar. Vio
deliciosas colinas verdes cubiertas de
pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban
entre magníficos bosques; oyó el canto de los
pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la
sirena tuvo que sumergirse varias veces para
refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña
bahía se encontró con una multitud de
chiquillos que corrían desnudos y chapoteaban
en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los
pequeños huyeron asustados, y entonces se le
acercó un animalito negro, un perro; jamás
había visto un animal parecido, y como ladraba
terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a
refugiarse en alta mar. Nunca olvidaría aquellos
soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel
de chiquillos, que podían nadar a pesar de no
tener cola de pez.
La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida;
no se movió del alta mar, y dijo que éste era el
lugar más hermoso; desde él se divisaba un
espacio de muchas millas, y el cielo semejaba
una campana de cristal. Había visto barcos, pero
a gran distancia; parecían gaviotas; los
graciosos delfines habían estado haciendo
piruetas, y enormes ballenas la habían cortejado
proyectando agua por las narices como
centenares de surtidores.
Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su
cumpleaños caía justamente en invierno; por
eso vio lo que las demás no habían visto la
primera vez. El mar aparecía intensamente
verde, v en derredor flotaban grandes icebergs,
parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho
mayores que los campanarios que construían los
hombres. Adoptaban las formas más
caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se
había sentado en la cúspide del más
voluminoso, y todos los veleros se desviaban
aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su
larga cabellera ondeando al impulso del viento;
pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto
de nubes, y habían estallado relámpagos y
truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba
los enormes bloques de hielo que brillaban a la
roja luz de los rayos. En todos los barcos
arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa
de angustia y de terror; pero ella habla seguido
sentada tranquilamente en su iceberg
contemplando los rayos azules que
zigzagueaban sobre el mar reluciente.
La primera vez que una de las hermanas salió a
la superficie del agua, todas las demás quedaron
encantadas oyendo las novedades y bellezas que
había visto; pero una vez tuvieron permiso para
subir cuando les viniera en gana, aquel mundo
nuevo pasó a ser indiferente para ellas. Sentían
la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes
afirmaron que sus parajes submarinos eran los
más hermosos de todos, y que se sentían muy
bien en casa.
Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se
cogían de la mano y subían juntas a la
superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más
bellas que cualquier humano y cuando se
fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los
barcos que corrían peligro de naufragio, y con
arte exquisito cantaban a los marineros las
bellezas del fondo del mar, animándolos a no
temerlo; pero los hombres no comprendían sus
palabras, y creían que eran los ruidos de la
tormenta, y nunca les era dado contemplar las
magnificencias del fondo, pues si el barco se iba
a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio
del rey del mar sólo llegaban cadáveres.
Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del
brazo, subían a la superficie del océano, la
menor se quedaba abajo sola, mirándolas con
ganas de llorar; pero una sirena no tiene
lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento.
– Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me
gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los
hombres que lo habitan.
Y como todo llega en este mundo, al fin
cumplió los quince años. – Bien, ya eres mayor –
le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven,
que te ataviaré como a tus hermanas-. Y le puso
en el cabello una corona de lirios blancos; pero
cada pétalo era la mitad de una perla, y la
anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la
cola de la princesa como distintivo de su alto
rango.
– ¡Duele! -exclamaba la doncella.
– Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la
anciana.
La doncella de muy buena gana se habría
sacudido todas aquellos adornos y la pesada
diadema, para quedarse vestida con las rojas
flores de su jardín; pero no se atrevió a
introducir novedades. – ¡Adiós! – dijo,
elevándose, ligera y diáfana a través del agua,
como una burbuja.
El sol acababa de ocultarse cuando la sirena
asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes
relucían aún como rosas y oro, y en el rosado
cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y
bella; el aire era suave y fresco, y en el mar
reinaba absoluta calma. Había a poca distancia
un gran barco de tres palos; una sola vela estaba
izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y
en cubierta se veían los marineros por entre las
jarcias y sobre las pértigas. Había música y
canto, y al oscurecer encendieron centenares de
farolillos de colores; parecía como si ondeasen
al aire las banderas de todos los países. La joven
sirena se acercó nadando a las ventanas de los
camarotes, y cada vez que una ola la levantaba,
podía echar una mirada a través de los cristales,
límpidos como espejos, y veía muchos hombres
magníficamente ataviados. El más hermoso,
empero, era el joven príncipe, de grandes ojos
negros. Seguramente no tendría mas allá de
dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y
por eso se celebraba la fiesta. Los marineros
bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe
se dispararon más de cien cohetes, que brillaron
en el aire, iluminándolo como la luz de día, por
lo cual la sirena, asustada, se apresuró a
sumergirse unos momentos; cuando volvió a
asomar a flor de agua, le pareció como si todas
las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca
había visto fuegos artificiales. Grandes soles
zumbaban en derredor, magníficos peces de
fuego surcaban el aire azul, reflejándose todo
sobre el mar en calma. En el barco era tal la
claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y
no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el
joven príncipe! Estrechaba las manos a los
marinos, sonriente, mientras la música sonaba
en la noche.
Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía
apartar los ojos del navío ni del apuesto
príncipe. Apagaron los faroles de colores, los
cohetes dejaron de elevarse y cesaron también
los cañonazos, pero en las profundidades del
mar aumentaban los ruidos. Ella seguía
meciéndose en la superficie, para echar una
mirada en el interior de los camarotes a cada
vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su
marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a
medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se
iba cubriendo de nubes; en la lejanía
zigzagueaban ya los rayos. Se estaba
preparando una tormenta horrible, y los marinos
hubieron de arriar nuevamente las velas. El
buque se balanceaba en el mar enfurecido, las
olas se alzaban como enormes montañas negras
que amenazaban estrellarse contra los mástiles;
pero el barco seguía flotando como un cisne,
hundiéndose en los abismos y levantándose
hacia el cielo alternativamente, juguete de las
aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía
aquello un delicioso paseo, pero los marineros
pensaban muy de otro modo. El barco crujía y
crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los
embates del mar. El palo mayor se partió como
si fuera una caña, y el barco empezó a
tambalearse de un costado al otro, mientras el
agua penetraba en él por varios puntos. Sólo
entonces comprendió la sirena el peligro que
corrían aquellos hombres; ella misma tenía que
ir muy atenta para esquivar los maderos y restos
flotantes. Unas veces la oscuridad era tan
completa, que la sirena no podía distinguir nada
en absoluto; otras veces los relámpagos daban
una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los
hombres del barco. Buscaba especialmente al
príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse
en las profundidades del mar. Su primer
sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a
tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que
los humanos no pueden vivir en el agua, y que
el hermoso joven llegaría muerto al palacio de
su padre. No, no era posible que muriese; por
eso echó ella a nadar por entre los maderos y las
planchas que flotaban esparcidas por la
superficie, sin parar mientes en que podían
aplastarla. Hundiéndose en el agua y elevándose
nuevamente, llegó al fin al lugar donde se
encontraba el príncipe, el cual se hallaba casi al
cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas
empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se
cerraban, y habría sucumbido sin la llegada de
la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del
agua y se abandonó al impulso de las olas.
Algo
– ¡Quiero ser algo! – decía el mayor de cinco
hermanos. – Quiero servir de algo en este
mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que
sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los
hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los
fabrico, haré algo real y positivo.
– Sí, pero eso es muy poca cosa – replicó el
segundo hermano. – Tu ambición es muy
humilde: es trabajo de peón, que una máquina
puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es
algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio.
Quien lo profesa es admitido en el gremio y se
convierte en ciudadano, con su bandera propia y
su casa gremial. Si todo marcha bien, podré
tener oficiales, me llamarán maestro, y mi
mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser
algo.
– ¡Tonterías! – intervino el tercero. – Ser albañil
no es nada. Quedarás excluido de los
estamentos superiores, y en una ciudad hay
muchos que están por encima del maestro
artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu
condición de maestro no te librará de ser lo que
llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré
arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del
pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el
reino de la inteligencia. Habré de empezar
desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré
de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy
acostumbrado a tocarme con sombrero de seda.
Iré a comprar aguardiente y cerveza para los
oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me
agrada, pero imaginaré que no es sino una
comedia, libertades propias del Carnaval.
Mañana, es decir, cuando sea oficial,
emprenderé mi propio camino, sin preocuparme
de los demás. Iré a la academia a aprender
dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y
mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia,
y me pongan, además, algún título delante y
detrás, y venga edificar, como otros hicieron
antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi
fortuna. ¡Ese algo vale la pena!
– Pues eso que tú dices que es algo, se me antoja
muy poca cosa, y hasta te diré que nada – dijo el
cuarto. – No quiero tomar caminos trillados. No
quiero ser un copista. Mi ambición es ser un
genio, mayor que todos vosotros juntos. Crearé
un estilo nuevo, levantaré el plano de los
edificios según el clima y los materiales del
país, haciendo que cuadren con su sentimiento
nacional y la evolución de la época, y les
añadiré un piso, que será un zócalo para el
pedestal de mi gloria.
– ¿Y si nada valen el clima y el material? –
preguntó el quinto. – Sería bien sensible, pues
no podrían hacer nada de provecho. El
sentimiento nacional puede engreírse y perder
su valor; la evolución de la época puede escapar
de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya
veo que en realidad ninguno de vosotros llegará
a ser nada, por mucho que lo esperéis. Pero
haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros;
me quedaré al margen, para juzgar y criticar
vuestras obras. En este mundo todo tiene sus
defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz.
Esto será algo.
Así lo hizo, y la gente decía de él: «
Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una
cabeza despejada. Pero no hace nada ». Y, sin
embargo, por esto precisamente era algo.
Como veis, esto no es más que un cuento, pero
un cuento que nunca se acaba, que empieza
siempre de nuevo, mientras el mundo sea
mundo.
Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco
hermanos? Escuchadme bien, que es toda una
historia.
El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que
por cada uno recibía una monedita, y aunque
sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas
se obtenía un brillante escudo. Ahora bien,
dondequiera que vayáis con un escudo, a la
panadería, a la carnicería o a la sastrería, se os
abre la puerta y sólo tenéis que pedir lo que os
haga falta. He aquí lo que sale de los ladrillos.
Los hay que se rompen o desmenuzan, pero
incluso de éstos se puede sacar algo.
Una pobre mujer llamada Margarita deseaba
construirse una casita sobre el malecón. El
hermano mayor, que tenía un buen corazón,
aunque no llegó a ser más que un sencillo
ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos
pocos enteros por añadidura. La mujer se
construyó la casita con sus propias manos. Era
muy pequeña; una de las ventanas estaba
torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo
de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien
que mal, la casuca era un refugio, y desde ella
se gozaba de una buena vista sobre el mar,
aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban
contra el malecón, salpicando con sus gotas
salobres la pobre choza, y tal como era, ésta
seguía en pie mucho tiempo después de estar
muerto el que había cocido los ladrillos.
El segundo hermano conocía el oficio de
albañil, mucho mejor que la pobre Margarita,
pues lo había aprendido tal como se debe.
Aprobado su examen de oficial, se echó la
mochila al hombro y entonó la canción del
artesano:
Joven yo soy, y quiero correr mundo,
e ir levantando casas por doquier,
cruzar tierras, pasar el mar profundo,
confiado en mi arte y mi valer.
Y si a mi tierra regresara un día
atraído por el amor que allí dejé,
alárgame la mano, patria mía,
y tú, casita que mía te llamé.
Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad
de maestro, y contruyó casas y más casas, una
junto a otra, hasta formar toda una calle.
Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba
el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para
él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden
construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no
te responden, lo hará la gente en su lugar,
diciendo: « Sí, es verdad, la calle le ha
construido una casa ». Era pequeña y de
pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con
su novia se volvió liso y brillante; y de
cada piedra de la pared brotó una flor, con lo
que las paredes parecían cubiertas de preciosos
tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz.
La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y
los oficiales y aprendices gritaban « ¡Hurra por
nuestro maestro! ». Sí, señor, aquél llegó a ser
algo. Y murió siendo algo.
Vino luego el arquitecto, el tercero de los
hermanos, que había empezado de aprendiz,
llevando gorra y haciendo de mandadero, pero
más tarde había ascendido a arquitecto, tras los
estudios en la Academia, y fue honrado con los
títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas
de la calle habían edificado una para el hermano
albañil, a la calle le dieron el nombre del
arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya.
Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo
título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban
por ser de familia distinguida, y cuando murió,
su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es
algo. Y su nombre quedó en el extremo de la
calle y como nombre de calle siguió viviendo en
labios de todos. Esto también es algo, sí señor.
Siguió después el genio, el cuarto de los
hermanos, el que pretendía idear algo nuevo,
aparte del camino trillado, y realzar los edificios
con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero
se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso
sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las
banderas de los gremios, música, flores en la
calle y elogios en el periódico; en su honor se
pronunciaron tres panegíricos, cada uno más
largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho
en extremo, pues le gustaba mucho que
hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un
monumento, de un solo piso, es verdad, pero
esto es algo.
El tercero había muerto, pues, como sus tres
hermanos mayores. Pero el último, el
razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo
en su papel, pues así pudo decir la última
palabra, que es lo que a él le interesaba. Como
decía la gente, era la cabeza clara de la familia.
Pero le llegó también su hora, se murió y se
presentó a la puerta del cielo, por la cual se
entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él
iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a
su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la
de la casa del malecón.
– De seguro que será para realzar el contraste
por lo que me han puesto de pareja con esta
pobre alma – dijo el razonador -. ¿Quien sois,
abuelita? ¿Queréis entrar también? – le
preguntó.
Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando
que el que le hablaba era San Pedro en persona.
– Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la
vieja Margarita de la casita del malecón.
– Ya, ¿y qué es lo que hicisteis allá abajo?
– Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda
valerme la entrada aquí. Será una gracia muy
grande de Nuestro Señor, si me admiten en el
Paraíso.
– ¿Y cómo fue que os marchasteis del mundo? –
siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues
al hombre le aburría la espera.
– La verdad es que no lo sé. El último año lo
pasé enferma y pobre. Un día no tuve más
remedio que levantarme y salir, y me encontré
de repente en medio del frío y la helada.
Seguramente no pude resistirlo. Le contaré
cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero
hasta entonces lo había aguantado. El viento se
calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel,
como Vuestra Señoría debe saber. La capa de
hielo entraba en el mar hasta perderse de vista.
Toda la gente de la ciudad había salido a pasear
sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a
bailar, y también creo que había música y
merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre
cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta
el anochecer. Había salido ya la luna, pero su
luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y
entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y
el mar subía una maravillosa nube blanca. Me
quedé mirándola y vi un punto negro en su
centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo
que aquello significaba – pues soy vieja y tengo
experiencia, – aunque no es frecuente ver el
signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi
vida lo había visto dos veces, y sabía que
anunciaba una espantosa tempestad, con una
gran marejada que sorprendería a todos aquellos
desgraciados que allí estaban, bebiendo,
saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había
salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía
prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba
cuenta de lo que yo observaba! Sentí una
angustia terrible, y me entró una fuerza y un
vigor como hacía mucho tiempo no habla
sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana;
no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos,
y vi a muchas personas que corrían y saltaban
por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los
hurras de los chicos y los cantos de los mozos y
mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras
tanto la blanca nube con el punto negro iba
creciendo por momentos. Grité con todas mis
fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban
demasiado lejos. La tempestad no tardaría en
estallar, el hielo se resquebrajaría y haría
pedazos, y todos aquéllos, hombres y mujeres,
niños y mayores, se hundirían en el mar, sin
salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo
no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que
viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me
inspiró la idea de pegar fuego a mí cama.
Más valía que se incendiara mi casa, a que
todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el
fuego, vi la roja llama, salí a la puerta… pero
allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas.
Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo
por la ventana y por encima del tejado. Los
patinadores las vieron y acudieron corriendo en
mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada.
Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir,
pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire,
como el tronar de muchos cañones. La ola de
marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la
gente pudo llegar al malecón, donde las chispas
me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en
cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y
por esto he venido aquí, a la puerta del cielo.
Dicen que está abierta para los pobres como yo.
Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece,
me dejarán entrar?
Abrióse en esto la puerta del cielo, y un ángel
hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna
de paja, una de las que había en su cama cuando
la incendió para salvar a los que estaban en
peligro. La paja se transformó en oro, pero en
un oro que crecía y echaba ramas, que se
trenzaban en hermosísimos arabescos.
– ¿Ves? – dijo el ángel al razonador – esto lo ha
traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada,
bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un
triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos,
traer uno. De seguro que estaría mal hecho,
siendo obra de tus manos, pero algo valdría la
buena voluntad. Por desgracia, no puedes
volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la
casita del malecón, intercedió por él:
– Su hermano me regaló todos los ladrillos y
trozos con los que pude levantar mi humilde
casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No
servirían todos aquellos trozos como un ladrillo
para él? Es una gracia que pido. La necesita
tanto, y puesto que estamos en el reino de la
gracia…
– Tu hermano, a quien tú creías el de más cortos
alcances – dijo el ángel – aquél cuya honrada
labor te parecía la más baja, te da su óbolo
celestial. No serás expulsado. Se te permitirá
permanecer ahí fuera reflexionando y reparando
tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no
hayas hecho una buena acción.
– Yo lo habría sabido decir mejor – pensó el
pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es
algo.