Erase una vez un rey que vivía muy feliz con
su hija, que era su única descendencia. De
pronto, sin embargo, la princesa trajo un niño al
mundo y nadie sabía quién era el padre. El rey
estuvo mucho tiempo sin saber qué hacer. Al
final ordenó que la princesa fuera a la iglesia
con el niño y le pusiera en la mano un limón, y
aquel al que se lo diera sería el padre del niño y
el esposo de la princesa. Así lo hizo; sin
embargo, antes se había dado orden de que no
se dejara entrar en la iglesia nada más que a
gente noble. Pero había en la ciudad un
muchacho pequeño, encorvado y jorobado que
no era demasiado listo y por eso le llamaban
Hans el tonto, y se coló en la iglesia con los demás
sin que nadie le viera, y cuando el niño
tuvo que entregar el limón fue y se lo dio a
Hans el tonto. La princesa se quedó espantada,
y el rey se puso tan furioso que hizo que la
metieran con el niño y Hans el tonto en un tonel
y lo echaran al mar. El tonel pronto se alejó de
allí flotando, y cuando estaban ya solos en alta
mar la princesa se lamentó y dijo:
-Tú eres el culpable de mi desgracia, chico
repugnante, jorobado e indiscreto. ¿Para qué te
colaste en la iglesia si el niño no era en absoluto
de tu incumbencia?
-Oh, sí -dijo el tonto-, me parece a mí que sí
que lo era, pues yo deseé una vez que tuvieras
un hijo, y todo lo que yo deseo se cumple.
-Si eso es verdad, desea que nos llegue aquí
algo de comer.
-Eso también puedo hacerlo-dijo Hans el
tonto, y deseó tina fuente bien llena de patatas.
A la princesa le hubiera gustado algo mejor,
pero como tenía tanta hambre le ayudó a
comerse las patatas.
Citando ya estuvieron hartos dijo Hans el
tonto:
-¡Ahora deseo que tengamos un hermoso
barco! Y apenas lo había dicho se encontraron
en un magnífico barco en el que había de todo
lo que pudieran de sear en abundancia.
El timonel navegó directamente hacia tierra,
y cuando llegaron y todos habían bajado, dijo
Hans el tonto:
-¡Ahora que aparezca allí un palacio!
Y apareció allí un palacio magnífico, y
llegaron unos criados con vestidos dorados e
hicieron pasar al palacio a la princesa y al niño,
y cuando estaban en medio del salón dijo Hans
el tonto:
-¡Ahora deseo convertirme en un joven e
inteligente príncipe!
Y entonces perdió su joroba y se volvió
hermoso y recto y amable, y le gustó mucho a la
princesa y se convirtió en su esposo.
Así vivieron felices una temporada. Un día el
viejo rey iba con su caballo y se perdió y llegó
al palacio. Se asombró mucho porque jamás lo
había visto antes y entró en él. La princesa
reconoció enseguida a su padre, pero él a ella,
no, pues, además, pensaba que se había ahogado
en el mar hacía ya mucho tiempo. Ella le sirvió
magníficamente bien y cuando el viejo rey ya se
iba a ir le metió en el bolsillo un vaso de oro sin
que él se diera cuenta. Pero una vez que se
había marchado ya de allí en su caballo ella
envió tras él a dos jinetes para que le detuvieran
y comprobaran si había robado el vaso de oro, y
cuando lo encontraron en su bolsillo se lo llevaron
de nuevo al palacio. Le juró a la princesa
que él no lo había robado y que no sabía cómo
había ido a parar a su bolsillo.
-Por eso debe uno guardarse mucho de
considerar enseguida culpable a alguien -dijo
ella, y se dio a conocer.
El rey entonces se alegró mucho, y vivieron
muy felices juntos; y cuando él se murió, Hans
el tonto se convirtió en rey.
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La Chusma
Había una vez un gallito que le dijo a la
gallinita:
-Las nueces están maduras.
Vayamos juntos a la montarla y démonos un
buen festín antes de que la ardilla se las lleve
todas.
-Sí -dijo la gallinita-, varaos a darnos ese
gusto.
Se fueron los dos juntos y, como el día era
claro, se quedaron hasta por la tarde. Yo no sé
muy bien si fue por lo mucho que habían
comido o porque se volvieron muy arrogantes,
pero el caso es que no quisieron regresar a casa
andando y el gallito tuvo que construir un pequeño
coche con cáscaras de nuez. Cuando
estuvo terminado, la gallinita se montó y le dijo
H
al gallito:
-Anda, ya puedes engancharte al tiro.
-¡No! -dijo el gallito-. ¡Vaya, lo que me
faltaba! ¡Prefiero irme a casa andando antes que
dejarme enganchar al tiro! ¡Eso no era lo
acordado! Yo lo que quiero es hacer de cochero
y sentarme en el pescante, pero tirar yo… ¡Eso
sí que no lo haré!
Mientras así discutían, llegó un pato
graznando:
-¡Eh, vosotros, ladrones! ¡Quién os ha
mandado venir a mi montaña (le las nueces? ¡lo
vais a pagar caro!
Dicho esto, se abalanzó sobre el gallito. Pero
el gallito tampoco perdió el tiempo y arremetió
contra el pato y luego le clavó el espolón con
tanta fuerza que éste, le suplicó clemencia y,
como castigo, accedió a dejarse enganchar al
tiro del coche. El gallito se sentó en el pescante
e hizo de cochero, y partieron al galope.
-¡Pato, corre todo lo que puedas!
Cuando habían recorrido un trecho del
camino se encontraron a dos caminantes: un
alfiler y una aguja de coser. Los dos caminantes
les echaron el alto y les dijeron que pronto sería
completamente de noche, por lo que ya no
podrían dar ni un paso más, que, además, el
camino estaba muy sucio y que si podían montarse
un rato; habían estado a la puerta de la
taberna del sastre y tomando cerveza se les
había hecho demasiado tarde. El gallito, como
era gente flaca que no ocupaba mucho sitio, les
dejó montar, pero tuvieron que prometerle que
no lo pisarían.
A última hora de la tarde llegaron a una
posada y, como no querían seguir viajando de
noche y el pato, además, ya no andaba muy bien
y se iba cayendo de un lado a otro, entraron en
ella. El posadero al principio puso muchos
reparos y dijo que su casa ya estaba llena, pero
probablemente también pensó que aquellos
viajeros no eran gente distinguida. Al fin, sin
embargo, cedió cuando le dijeron con buenas
palabras que le darían el huevo que la gallinita
había puesto por el camino y también podría
quedarse con el pato, que todos los días ponía
uno.
Entonces se hicieron servir a cuerpo de rey y
se dieron la buena vida.
Por la mañana temprano, cuando apenas
empezaba a clarear y en la casa aún dormían
todos, el gallito despertó a la gallinita, recogió
el huevo, lo cascó de un picotazo y ambos se lo
comieron; la cáscara, en cambio, la tiraron al
fogón. Después se dirigieron a la aguja de coser,
que todavía estaba durmiendo, la agarraron de
la cabeza y la metieron en el cojín del sillón del
posadero; el alfiler, por su parte, lo metieron en
la toalla. Después, sin más ni más, se marcharon
volando sobre los campos. El pato, que había
querido dormir al raso y se había quedado en el
patio, les oyó salir zumbando, se despabiló y
encontró un arroyo y se marchó nadando arroyo
abajo mucho más deprisa que cuando tiraba del
coche. Un par de horas después el posadero se
levantó de la cama, se lavó y cuando fue a
secarse con la toalla se desgarró la cara con el
alfiler. Luego se dirigió a la cocina y quiso
encenderse una pipa, pero cuando llegó al fogón
las cáscaras del huevo le saltaron a los ojos.
-Esta mañana todo acierta a ciarme en la
cabeza -dijo, y se sentó enojado en su sillón-.
¡Ay, ay, ay!
La aguja de coserle había acertado e n un
sitio aún peor, y no precisamente en la cabeza.
Entonces se puso muy furioso y sospechó de los
huéspedes que habían llegado tan tarde la noche
anterior, pero cuando fue a buscarlos vio que se
habían marchado. Así juró que no volvería a
admitiren su casita chusma como aquélla, que
corre mucho, no paga nada y encima lo
agradece con malas pasadas.