Ambos habían nacido el mismo día en un
pueblo de los más pobres de la Coruña. Sus
padres eran parientes lejanos, y cada cual
tenía ya, al venir los muchachos al mundo,
seis o siete chiquillos, que vivían mal alimentados
y casi desnudos junto a las vacas que
constituían toda la fortuna de aquellas familias.
Les pusieron por nombres, al uno Cosme y
al otro Damián.
Los niños fueron buenos amigos desde sus
primeros años, a pesar de la diferencia de
gustos y de caracteres. Cosme era activo,
amante del estudio, inteligente; y Damián,
por el contrario, perezoso, torpe y de escaso
talento. Los dos sacaban las vacas a pastar en
el campo, y mientras Damián, echado en la
hierba, procuraba dormir o no hacer nada,
Cosme deletreaba en cualquier papel o libro
viejo que buscaba sin que nadie supiera cómo,
y en el que estudiaba solo, pues sus padres
no le mandaban a la escuela, yendo únicamente
el hermano mayor.
El tiempo pasó así para los dos chicos, hasta
que un día sus familias decidieron que salieran
del pueblo en busca de trabajo, muy
escaso allí.
-¿Y dónde iremos? -preguntó Damián.
-Donde haya en qué ganar un pedazo de
pan -le dijo su padre.
-¿Iremos juntos? -interrogó Cosme.
-Como queráis -les contestaron.
Los dos niños se despidieron de sus respectivas
familias y partieron sin llevar más
equipaje que un poco de ropa vieja atada en
la punta de un palo, algunas monedas, escasas
y de corto valor, y un escapulario que les
puso la abuela de Cosme.
Damián caminaba triste y silencioso; su
compañero iba más animado, contemplando
con placer, ya la verde campiña que cruzaban,
ya el cristalino río o el arroyo donde mitigaban
su sed, o los altos campanarios y las
casitas blancas de los pueblos.
Damián se cansaba pronto de andar, y tenían
que detenerse a menudo, lo que no era
del agrado de Cosme, que deseaba verse en
alguna población de más importancia.
Comían poco y mal en las posadas de más
pobre aspecto, dormían bajo los árboles o en
cualquiera tierra inculta, y a pesar de eso, su
modesto capital disminuía de tal manera,
porque las monedas que lo componían eran
de cobre, que a los pocos días de haber salido
de su aldea ya no poseían casi nada.
Fueron, por fin, admitidos como segadores,
trabajaron con ahínco para un labrador muy
rico de un lugar, y al terminar la faena, con el
dinero que cobraron pudieron continuar su
viaje.
-Pero ¿dónde quieres ir, que nunca acabamos
de andar? -preguntaba Damián, que se
hallaba rendido.
-Pues a la capital -respondía Cosme. Todo
esto con un marcado acento gallego, del que
hago gracia a mis lectores, pero que ellos
suplirán si así les place. Al cabo entraron en la
ciudad anhelada, Damián más desanimado
que nunca y Cosme más lleno de ilusiones.
Fueron, al pronto, areneros los dos.
-No pasaremos de aquí -decía el primero-,
no servimos para otra cosa; y tú verás cómo
en la vida tendremos un cuarto.
-Pues yo pienso ser millonario -decía el
otro-; no hay nada que en el mundo no se
logre con buena voluntad y perseverancia.
Durante la noche, Cosme seguía aprendiendo
lo que podía, mientras su amigo dormía,
ya en una obra en construcción o en alguna
posada, según tenían o no dinero. Enterado
el buen galleguito de que había escuelas
gratuitas para niños pobres, logró ser admitido
en una sin que pudiese hacer que Damián
le imitase.
Al cabo de un año, Cosme leía y escribía
perfectamente, por lo que fue recomendado
por su maestro a un rico comerciante, que le
recibió con agrado, haciéndole que trabajase
en su casa.
Damián seguía vendiendo arena, y después
fue aguador; pero como era tan holgazán;
decía que la cuba le pesaba, y no cumplía
bien en ninguna parte.
Cosme salió de la tienda para ir al escritorio,
de allí pasó a ser secretario, y, como era
listo y tenía inventiva, fue colocado al servicio
de un personaje, al que ayudó a hacer fortuna.
Los dos galleguitos dejaron de verse por
completo. Damián vivía en un cuarto muy
malo, que compartía con una docena de compañeros;
Cosme habitaba una gran casa, propiedad
de su amo, y vivía con extraordinario
lujo.
Damián se hizo mozo de cuerda, y en una
ocasión llevó los muebles de Cosme, sin atreverse
a presentarse a él por temor de ser conocido
Una tarde, yendo Damián por una de las
principales calles con una mesa a cuestas,
hubo de tropezarle un carruaje, que le derribó
el mueble, sin hacerle daño felizmente. Al
volverse encolerizado, vio que ocupaba el
coche un caballero, a quien a duras penas
logró reconocer. Era Cosme, que había heredado
la inmensa fortuna de su amo, muerto
hacía pocos meses.
Vio a su antiguo compañero, se informó de
lo que hacía, y al saber que era pobre y desgraciado,
le arrojó un bolsillo lleno de plata,
gracias al cual pudo Damián vivir algún tiempo
con más descanso.
Siguieron separados. Cosme fue elegido
diputado primero y nombrado gobernador
después. Damián no pasó de mozo de cuerda.
Hacía ya muchos años que no habían visto
ni su pueblo ni a su familia; los dos tuvieron a
la vez la idea de volver a contemplar al uno y
de abrazar a la otra. Salió Damián primero, y,
no sin trabajo, logró pagar un asiento de tercera
en el tren que debía dejarle a pocas leguas
de su tierra.
Al llegar a esta, y después de mirarla con
los ojos llenos de lágrimas, observó que estaba
engalanada, cosa que le extrañó muchísimo,
pues no era la fiesta del patrón, ni estaba
siquiera cerca. Habían levantado artísticos
arcos de ramaje, algunas ventanas lucían colgaduras,
y los músicos del pueblo, una docena
de mozos que Damián había dejado muy
pequeños, esperaban a la entrada del lugar
dispuestos a tocar a una señal convenida.
Aunque era por la tarde y el sol enviaba
sus vivos rayos a la tierra, algunos muchachos
se preparaban a disparar cohetes al propio
tiempo que empezase la música.
Al fin llegó un hombre, montado en un mal
caballo, exclamando:
-¡Ya viene! ¡ya viene!
Poco después se divisó un coche abierto,
en el que iban sentados un caballero elegantemente
vestido, llevando a su izquierda al
alcalde de aquel pueblo.
-¡Viva el gobernador! -gritó la muchedumbre
que esperaba ansiosa cerca del primer
arco.
Y aquel grito se extinguió bien pronto,
apagado por la música de los instrumentos,
que tocaban un precioso pasa-calle.
Se lanzaron al aire los primeros cohetes, a
los que siguieron atronadoras bombas; las
mujeres arrojaron flores al carruaje, y el gobernador,
conmovido, saludaba a derecha e
izquierda con afecto.
-¡Pues si es Cosme! -exclamó Damián-. ¡No
se da poco tono! ¡En coche y todo, como si
fuera un personaje!
Poco después averiguó que el pobre galleguito
que muchos años antes salió del lugar
con él, volvía siendo gobernador de la provincia.
Fue presentado a Cosme, que le recibió con
cariño, pero sin la familiaridad que Damián
hubiera deseado.
-¿Qué te haces? -preguntó el gobernador a
su antiguo compañero.
-Pues, nada -contestó el otro-; no he tenido
suerte; al paso que V. E….
Y no pudo menos de sonreírse al dar este
tratamiento al que fue su amigo de la infancia.
-Pienso comprar aquí unas tierras –
prosiguió Cosme-…, hacer una granja… Si
quieres…
-¿Ser su administrador?
-No; te dejaré que guardes las vacas.
-¡Quién había de decir -exclamó con amargura
Damián-, que los dos galleguitos que
echaron a volar en un día tendrían al regresar
a su tierra tan diversa suerte!
-Es que hay muchas maneras de volar -dijo
el gobernador-; vuela el insecto, que se detiene
en lo más inmundo, y el águila, que se
eleva a la mayor altura. Tú nunca quisiste ser
nada, y lo has lo grado.
El pueblo seguía aclamándole; Damián se
separó de él, murmurando mientras se alejaba:
-Me parece que me ha llamado mosca…
¡Ah, si no fuera porque le necesito!…
Category Archives: Julia Asensi
La Mariposa
Siendo ya viejos Severo y Benigno, amigos
desde la infancia, compañeros de estudios
después, solteros ambos, habían decidido
vivir juntos uniendo sus modestas rentas para
pasar el resto de sus días algo mejor.
Severo había perdido muy niño a sus padres,
creciendo sin afectos de familia y careciendo
de los dulces encantos del hogar. Ya
hombre, había dedicado su existencia a la
ciencia, coleccionando antigüedades primero,
minerales y plantas raras después, siendo su
último encanto las aves y los insectos, por lo
cual vivía en el campo, habiendo alquilado
una sencilla casa con jardín. No menos duro
su corazón que aquellos minerales que fueron
el solo placer de su juventud, jamás conoció
las inefables dichas del amor, quizá porque en
su niñez le faltaron las caricias maternales y
no pudo compartir con algún hermano los
juegos y las efímeras penas de los años infantiles.
Benigno había vivido con sus padres y una
hermana hasta los veinticinco años. A esa
edad, perdió en pocos meses a los primeros y
vio casarse a la bella joven, que, con su fraternal
cariño, hubiera podido dulcificar los
pesares de su orfandad. Benigno amó después
a una hermosa mujer, que jamás compartió
su sentimiento, pero aquellas amarguras
y este desengaño no mataron en él el
germen de lo bueno que encerraba su alma, y
aunque no volvió a amar, ni pensó nunca en
casarse, su corazón latía ansioso de cariño, y
así acogió con júbilo la proposición que le
hiciera Severo, muchos años después, de vivir
unidos.
Un amigo con quien conversar a todas
horas, con quien evocar los recuerdos, ya que
las ilusiones y las esperanzas estaban muertas,
un ser que había conocido a su familia y
con el que podría hablar de ella, ante quien
podría llorar a sus amados muertos, porque la
excelente hermana había partido también a
un mundo mejor; esto era cuanto deseaba
Benigno en el último tercio de su existencia.
De carácter bueno y sencillo, se amoldaba
pronto a los gustos ajenos; así es que, aunque
jamás se había dedicado a coleccionar
insectos y aves, no tardó en aficionarse a
ellos pasando largas horas en el despacho de
Severo contemplando a los unos o disecando
a las otras.
Habitaba con los dos viejos una criada, casi
de la misma edad que ellos; mujer fría como
uno de sus amos, pero servicial y buena como
el otro. No había más sirvientes porque Benigno
y Severo cuidaban el jardín.
Una tarde que habían salido los dos amigos,
el uno al campo en busca de orugas, el
otro a comprar unos libros en la ciudad, ocurrió
un suceso que vino a alterar en parte la
monotonía de la vida de los tres viejos.
Al llegar Severo cerca de la puerta del jardín,
de la que se había llevado una de las llaves,
vio junto a la tapia un pequeño bulto
blanco que se movía. Ya a su lado, oyó un
gemido que le pareció de una criatura, pero
apenas se fijó en aquello, y cuidando que no
se cayesen las orugas que llevaba, abrió la
puerta y penetró en su jardín.
Media hora después llegaba Benigno con
dos o tres tomos de Historia Natural de diversos
autores en la mano, y antes de abrir la
puerta con una llave igual a la que tenía Severo,
un débil quejido le hizo detenerse. Miró
en su derredor y vio a su vez el pequeño bulto
blanco. El buen viejo dejó caer los libros y
corrió hacia donde se hallaba el tierno ser que
parecía reclamar su amparo.
Era una niña envuelta en unos trapos, una
niña rubia y de ojos negros, que alguna madre,
infeliz o desnaturalizada, había depositado
allí.
La pobre criatura miraba vagamente a Benigno
y en sus labios parecía dibujarse ya una
sonrisa. Debía contar pocos meses y era muy
pequeña y delgada. El anciano la contemplaba
con profunda emoción, y al fin, olvidándose
de sus libros, que no se cuidó de recoger,
penetró en el jardín con la niña.
-Mira, Severo -exclamó cuando llegó al
despacho-; te traigo una avecilla que sin duda
se cayó de un nido, pero no para que forme
parte de tu colección muerta, sino para que
nos alegre con sus gorjeos dentro de nuestra
jaula.
Severo no pudo dominar un gesto de disgusto
al ver de lo que se trataba.
-Supongo -dijo-, que eso será una broma y
que no pensarás en conservar aquí ese muñeco.
-Te engañas -replicó Benigno-, no arrojaré
a la calle lo que Dios puso junto a mi puerta.
¡Un niño se mantiene con tan poco! Leche,
mucha leche y algo de pan. Compraré para lo
primero una cabra que vivirá comiendo lo que
halle en el campo, y en cuanto a lo segundo
le bastarán las migas que siempre sobran en
nuestra mesa.
-Pero crecerá…
-Entonces comerá lo que nosotros. Aunque
no soy rico, puedo mantener a esta niña, porque
es una niña, Severo, una niña preciosa a
la que querré como a mi hija y que me llamará
padre. ¿Acaso no apruebas mi conducta?
-Si eso te agrada o te entretiene -dijo el
frío egoísta-, no me puedo oponer a tu deseo,
pero procura que no entre mucho en mi despacho
cuando ande sola.
La criada tampoco acogió muy bien a la niña,
pero viendo que no había más remedio
que admitirla, se comprometió a cuidarla. Era
buena cristiana, y sospechando que no la
habían bautizado, la llevó al día siguiente a la
parroquia donde le pusieron un nombre cualquiera
que la débil criatura no escuchó jamás.
Pasó algún tiempo. Severo se ocupaba de
sus crisálidas, próximas a romper el capullo
convirtiéndose en mariposas, y quería que
Benigno compartiese su entusiasmo, pero
cada vez que le hablaba de ello el excelente
anciano respondía:
-Yo también guardo mi crisálida, que un
día tendrá alas y se hará mariposa. Pero las
alas de ella serán las de la inteligencia, y sus
bellos colores darán luz a mi vejez.
Desde entonces Benigno llamó siempre a la
niña su mariposa, y cuando ella empezó a
comprender no atendió por otro nombre.
El tiempo pasaba despacio, pero Mariposa
iba estando cada día más bonita y su protector
se complacía en mirarla, esperando con
paciencia a que pronunciase su primera palabra
y a que diera su primer paso. Estaba casi
siempre en el jardín, y cuando los pájaros
cantaban, gritaba con júbilo, como si comprendiese
lo que entre sí decían. Las flores la
acariciaban con su aroma, reemplazando los
besos de una madre, que acaso no había recibido
jamás. Benigno la quería con todas las
fuerzas de su alma, había concentrado en
aquella niña su ternura; pero no sabía enseñarla
a hablar y no se atrevía a hacerla andar
más que breves instantes, porque el pobre
anciano se cansaba de inclinarse tanto para
sostenerla.
Al fin, como todo llega, Mariposa anduvo y
habló. A Benigno le llamaba papá y mamá a
la vieja criada. Severo no era más que el coco.
Una tarde, éste, lleno de júbilo, mostró a
Benigno una mariposa de alas azules que
había roto aquel día su crisálida. Pero al volar
por vez primera, el insecto desapareció a su
vista y Severo la buscó inútilmente.
Al encender la lámpara por la noche; la
mariposa, atraída por la luz, fue a quemarse
en ella, perdiendo Severo uno de sus más
bellos y raros ejemplares, lo que le ocasionó
hondo disgusto.
A la mañana siguiente estaba tan profundamente
abstraído, que salió al campo olvidando
cerrar la puerta.
Mariposa, que contaba ya dos años y medio,
jugaba con algunas florecillas, y poco a
poco se fue acercando a la salida del jardín. Al
ver ante sí aquel terreno con árboles gigantes,
aquel suelo sembrado de margaritas y
amapolas, se encaminó hacia allí y siguió una
ancha senda que estaba cortada por un riachuelo.
Ella no había visto nunca tanta agua; se
sentó a la orilla, se inclinó un poco y vio su
imagen reflejada en la cristalina corriente.
-Una nena -dijo señalando con su dedo índice.
Y se acercó más. No sabiendo el peligro
que la amenazaba, la tierna criatura continuó
avanzando, perdió pie y el pequeño río la
arrastró sin que nadie escuchara su débil grito.
Benigno, al no hallarla en la casa, corrió al
jardín, y al ver la puerta abierta, tuvo un triste
presentimiento.
Siguió a la casualidad el mismo camino que
Mariposa, y encontró el cuerpo de la niña cerca
del río donde las aguas lo habían arrojado.
Mariposa estaba muerta.
Benigno la cogió en sus brazos y besó llorando
los restos del único ser que hacía venturosa
su ancianidad.
Iba con su preciosa carga, cuando encontró
a Severo.
-Estoy desolado por mi mariposa, dijo éste
a su amigo.
-Tu mariposa -replicó Benigno con amargura-;
empleó sus alas para buscar el fuego que
debía consumirla; la mía tenía también, aunque
invisibles, las alas del ángel, y apenas ha
podido volar, las ha elevado para buscar el
camino del cielo de donde nunca debió bajar.
Tú tendrás otras mariposas azules; en cuanto
a mí, solo cuando me muera me será devuelta
mi Mariposa. ¿Qué objeto tendrá en lo sucesivo
mi vida?
Severo se encogió de hombros murmurando:
-¡Bah, por una muñeca! Los chiquillos se
reemplazan, todos son iguales, pero no ocurre
lo propio con los insectos.
Aquellos dos hombres, tan amigos hasta
entonces, no pudieron comprenderse ni simpatizar
ya nunca.
La niña, fue enterrada a expensas de su
protector en una sencilla sepultura; no faltaron
en ella las más hermosas flores mientras
vivió Benigno, flores que fueron a besar sus
hermanas las mariposas.
El Altar de la Virgen
Se acercaban las fiestas de la Virgen de
Agosto que debían celebrarse en el pueblo de
*** con más esplendor que nunca. La función
de iglesia prometía estar brillante; la víspera
al anochecer debía cantarse una Salve y la
Letanía en la parroquia, después haber fuegos
artificiales en la plaza, verbena en la misma,
acaso baile, pues se susurraba, que algunos
mozos del lugar, aficionados a la música, tocarían
las guitarras hasta media noche, para
animar a sus paisanos, y después darían serenatas
a las jóvenes más hermosas de ***.
A una media hora del pueblo, en un bosquecillo
de viejos árboles cubiertos de verde
ramaje, se elevaba un modesto altar en el
que se invocaba una bella estatua representando
a la Virgen María llevando al Niño Jesús
en sus brazos. Nadie recordaba la época en
que se había descubierto aquella estatua; sólo
se sabía que desde tiempo inmemorial el 15
de Agosto iban los habitantes de los lugares
vecinos en peregrinación hasta allí y que la
Virgen les otorgaba todo lo que con gran devoción
le pedían.
Las muchachas eran generalmente las encargadas
de adornar el altar, y aquel año lo
habían sido las de dos familias que vivían cercanas
al bosquecillo. Cada una se componía
de un matrimonio y una hija, siendo ambas
niñas de la misma edad, circunstancia por la
que, más bien que por sus gustos e inclinaciones,
eran amigas inseparables.
Regina tenía diez años; era hermosa, elegante,
pero altiva; sus padres ricos labradores,
no se negaban jamás a satisfacer sus
caprichos, y los tres habitaban una preciosa
quinta rodeada de un extenso jardín.
Aurora era sencilla, dulce, afable, menos
bella pero más simpática que su compañera,
hija de humildes campesinos que vivían en
una modesta casita situada en un verde prado.
Dos días antes de las fiestas se reunieron
Regina y Aurora en casa de la primera.
-Veamos -dijo Regina- ¿qué has pensado
hacer para adornar el altar?
-Yo -respondió tímidamente Aurora- pienso,
con ayuda de mi padre, formar un arco de
ramaje que sirva de dosel a la Virgen, adornándolo
todo con margaritas, amapolas y
campanillas blancas o azules, y con esas
mismas flores que se trasplantan fácilmente,
cubrir la tierra, alfombra sobre la que podrán
pasar los peregrinos. Pienso también ponerle
luces, muchas luces, para que desde lejos
parezcan estrellitas del cielo.
-¿Y nada más?
-Nada más.
Regina se sonrió desdeñosamente, y dijo
después:
-Todo eso, Aurora, no vale nada, y nuestro
altar con tus flores del campo sería un altar
muy pobre. No te impediré que coloques tus
margaritas y tus amapolas; pero a su lado
pondremos camelias, tulipanes y otras preciosas
plantas que conservan con cuidado en las
estufas de mi jardín. Mis flores serán más
dignas de la Virgen que las tuyas.
-¿Por qué?
-Porque son más ricas.
-¿Es decir -murmuró Aurora tristementeque
siendo yo más pobre que tú, la Virgen me
querrá menos?
-No seas simple, eso no se pregunta.
-¿Qué más tienen las niñas que las flores?
-Yo no conozco la causa; lo único que puedo
asegurarte es que mis flores llamarán más
la atención que las tuyas, sino a la Virgen, al
menos a los hombres.
A la mañana siguiente, Regina hizo llevar
al bosque las plantas más raras de su jardín
para colocarlas junto al altar, se pusieron por
su orden una infinidad de farolitos de colores
alrededor de aquel, en tanto que Aurora y su
padre formaban el arco de ramaje y trasplantaban
las flores silvestres que tomaban vida
en la nueva tierra que ocultaba sus raíces. El
arco fue también adornado con las mismas
flores, y el altar con una profusión de cirios.
La orgullosa Regina miraba con desdén a la
sencilla Aurora, y exclamaba interiormente:
-¡Qué humillada se verá mañana cuando
compare el efecto que producen sus dones
con el que harán los míos!
Aquella noche las dos niñas se acostaron
temprano y no asistieron a las fiestas que
acabaron antes de lo que todos esperaban. A
eso de las diez una fuerte tormenta seguida
de copiosa lluvia dispersó los alegres grupos e
hizo imposible que se quemasen los fuegos
artificiales. El día siguiente amaneció más
sereno, si bien algunas pardas nubes empañaban
el puro azul del cielo.
Regina y Aurora se dirigieron hacia el altar,
y apenas se hubo acercado la primera se quedó
parada y confusa. Sus plantas tan bellas
en la estufa, se inclinaban lacias y marchitas:
el temporal las había agostado en una noche.
Los faroles se habían roto o estropeado
igualmente. En cambio los cirios dados por
Aurora continuaban derechos sobre el altar, y
sus flores, hijas de los campos, las rojas
amapolas, las blancas margaritas de corazón
de oro, las azules campanillas, parecían lucir
con más gala y esplendor que nunca sus bellos
matices, adornando sus cálices las perlas
del rocío.
Regina lloró de rabia y desesperación, quiso
enviar a su casa por otras flores, pero era
ya tarde; apenas se habían encendido las luces
empezaron a llegar los peregrinos.
-¡Qué hermoso está el altar! -exclamaban
algunas mozas- ¡qué buena idea la de alfombrar
el suelo de flores!
-Todo es obra de la hija de Claudio, de Aurora
-decían otras.
Regina no quiso oír más, nadie se ocupaba
de ella, así es que decidió alejarse. Su amiga
se ofreció a acompañarla.
Por el camino encontraron al padre de Aurora,
al que esta entristecida por el pesar de
Regina, refirió lo que había pasado.
-Niñas mías -les dijo Claudio- eso es una
lección que Dios os da para que juzguéis las
cosas tales como son. Vosotras habéis sido
las que habéis cuidado primero y elegido después
esas flores para el altar de la Virgen.
Regina estaba orgullosa de su don. Aurora
desconfiaba del suyo. A la Santa Madre de
Dios le agradan las flores modestas y los corazones
sencillos; nada es más bello que lo
que produce la naturaleza; ni las plantas ni
las niñas necesitan falsos adornos para ser
hermosas, ni para ser buenas. De hoy en adelante
no sintáis orgullo por nada, dedicaos
ambas a cuidar las flores, pero no desdeñéis
jamás a las que nacen en el prado sin saber
quién las sembró; pensad que las plantas raras
y costosas, sólo esparcen su aroma en los
invernáculos, y que el perfume de las flores
silvestres sube desde el verde prado hasta el
mismo cielo; por eso son esas las flores que
más ama y protege la Virgen María.
La Vocación
– I –
El cura del pueblo de C… vivía con su hermano,
militar retirado, con la mujer de este,
virtuosa señora sin más deseo que el de
agradar a su marido, y con los tres hijos de
aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel,
contaba apenas diez y seis años.
El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia
sobre la familia, que nada hacía sin
consultarle y al que miraba como a un oráculo;
a él estaba encomendada la educación de
los niños, él debía decidir la carrera que habían
de seguir, tuviesen vocación o no, y en
cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino
se comprometía a costear la enseñanza de
sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero
porvenir.
Una noche se hallaba reunida la familia en
una sala pequeña que tenía dos ventanas con
vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un
periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba
los cristales de sus gafas y Javier y Mateo,
los dos hijos menores, trataban en vano
de descifrar un problema difícil, mientras Miguel,
con una gramática latina en la mano, a
la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando
una música lejana, que tal vez ninguno
más que él lograba percibir.
-¡Qué aplicación! -exclamó de repente don
Antonino.
Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier
echó un borrón de tinta en el cuaderno
que tenía delante, Mateo dio con el codo a su
hermano para advertirle que prestase más
atención, y Miguel leyó algunas líneas de
gramática conteniendo a duras penas un bostezo.
-Tengo unos sobrinos que son tres alhajas
-prosiguió el buen sacerdote.
Juan, el militar retirado, suspendió la lectura,
miró a su prole, cuya actitud debió dejarle
satisfecho, y esperó a que su hermano continuase
hablando.
-Es preciso pensar en dar carrera a estos
chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo,
¿qué desearías tú ser?
-Yo -respondió el niño algo turbado-, quisiera
ser médico, si no tiene V. inconveniente
en ello.
-¿Y por qué?
-¿Por qué? repitió el muchacho; mire V., yo
no sé bien porqué, pero se me figura que es
porque los médicos se hacen ricos, y algunos
hasta gastan coche.
-¿Y tú, Javier?
-Yo tío, con permiso de V., quisiera ser
poeta.
-¿Qué carrera es esa, niño?
-Yo no sé decir a V.; pero debe ser buena
porque ellos cantan el cielo, la tierra, el mar y
otras cosas más extrañas, y prueban a veces
que ven lo que nadie ha visto, y que saben lo
que los demás ignoran.
-¿Y tú, Miguel?
-Yo -exclamó alzando los ojos-, quiero ser
militar como mi padre.
-¿Y por qué?
-Para alcanzar gloria, aturdirme con el estruendo
de las batallas y llevar con honra el
nombre de ustedes, que es el de muchos valientes.
Don Antonino movió la cabeza en señal de
desaprobación.
-He aquí -dijo al cabo-, tres chicos que no
conocen su verdadera vocación. He visto los
progresos que han hecho en sus diversos estudios,
y aseguro que Mateo hará un excelente
arquitecto, Javier un erudito maestro de
escuela y Miguel un buen sacerdote. Estas son
las carreras que debéis seguir, si vuestro padre
no se opone a ello, que no creo me dé ese
disgusto.
-Hágase todo como deseas -contestó Juan.
Mateo y Javier parecieron conformarse y
volvieron a estudiar su problema; en cuanto a
Miguel, cogió con distracción su libro, en el
que no fijó los ojos, clavando su mirada no en
el cielo, para ganar el cual, su tío iba a educarle,
sino en la ventana de una casita en la
que brillaba una luz y en cuyo interior sonaban
todavía los dulces acordes de un piano.
Entretanto decía el buen cura:
-Ya ves, Juan, qué contentos están los chicos;
he acertado su vocación.
– II –
No era costumbre desobedecer a Don Antonino,
y los niños siguieron los estudios elegidos
por él, sin que ninguno de ellos replicase;
pero si el sacerdote hubiese visto a solas
a los muchachos, hubiera observado que Mateo
se escapaba de su casa para ir al Hospital
a acompañar al médico en sus visitas diarias,
que Javier emborronaba cuartillas escribiendo
renglones desiguales, y que Miguel vestía el
viejo uniforme de su padre, que manejaba sus
armas, y, lo que más le hubiera alarmado,
que trazaba en las paredes y en el suelo con
la punta de la espada un nombre de mujer:
Margarita.
¿Quién era Margarita? Una joven, casi una
niña, que vivía en la casa que miraba siempre
Miguel, hija de un antiguo profesor de piano,
actual organista de la iglesia de C… Se habían
conocido hacía pocos meses y los dos se
amaban sin darse cuenta de lo que sentían.
A pesar de que su pasión era un misterio
para Miguel, que creía querer a la joven con
un afecto fraternal, se oponía a la voluntad de
su tío y pensaba rebelarse contra ella en
cuanto se presentase una ocasión.
Así se pasaron los días, los meses y aún los
años, y llegó una noche en la que Margarita y
Miguel se declararon que se amaban y advirtieron
con placer que el padre de la joven,
lejos de oponerse a aquellos amores, los patrocinaba.
-Yo iré mañana a ver a tu padre para que
te permita seguir la carrera que deseas y te
cases con mi hija, puesto que os queréis, le
dijo.
Aquella noche D. Antonino llamó a su sobrino
mayor y le habló de esta manera:
-Ya has estudiado en C… cuanto podías
para seguir la carrera eclesiástica; ahora es
menester que partas para que acabes tus estudios.
-Tío, -replicó con firmeza el joven-, tiempo
es ya de que V. se desengañe y sepa que he
hecho esos estudios por complacerle y que
estoy decidido a no ser sacerdote.
-¿Cómo? ¿He escuchado bien? -preguntó el
cura.
-No tengo vocación para serlo; además estoy
enamorado y quiero casarme con la mujer
a quien amo.
-¿No hay más, piensas tú -prosiguió D. Antonino-,
que decir eso para abandonar tu carrera?
Nos has engañado vilmente, me has
obligado a gastar mis ahorros y ese es un
robo que has hecho a tus padres, a tus hermanos
y a mí. ¿Qué carrera emprenderás
ahora que nos has dejado sin recursos?
-Una que no costará a V. nada; mañana
sentaré plaza de soldado. Quedo profundamente
reconocido a las bondades de V., pero
no me encuentro con valor para renunciar al
mundo. Tío, V. nació para ser eclesiástico y yo
no; deje V. que cada cual siga sus inclinaciones
y vaya por el camino que ellas le tracen.
-Tus hermanos tampoco querían ser lo que
serán y me han obedecido.
-Tío, Mateo no será jamás arquitecto ni Javier
maestro de escuela; el tiempo lo dirá.
Y el tiempo se encargó, en efecto, de realizar
la profecía de Miguel.
– III –
Juan se encolerizó con su hijo apenas supo
su determinación, no porque le desagradase
que Miguel fuese soldado, sino porque al serlo
desobedecía a Don Antonino. La madre quiso
disuadir al joven de su empeño, pero tampoco
logró nada. En cuando al organista y a su
hija, no se atrevieron a rogarle que se quedase
en el pueblo, porque al complacer al cura
tenía que renunciar para siempre a Margarita.
Esta y Miguel se juraron un amor eterno, y
el joven se alejó del lugar, prometiendo a su
amada no volver hasta que fuese digno de
alcanzar su mano.
Una semana después, Javier abandonaba
su casa huyendo a la corte en busca de aventaras.
Mateo era, por lo tanto, el único hijo
que le quedaba al desgraciado Juan.
Este y su mujer, alarmados por la ausencia
de Miguel y la fuga de Javier, decidieron dejar
a Mateo seguir la carrera que desease, y el
muchacho, al cabo de algunos años, fue médico,
contra la voluntad de su tío, que sostenía
siempre que el chico tenía disposición para
ser un gran arquitecto.
Miguel escribía con frecuencia a sus padres
y a Margarita. Gracias a su trabajo y a su
buen comportamiento, el joven había llegado
a ser oficial, y sólo esperaba ganar el grado
de capitán para volver a su pueblo y casarse
con la hija del organista.
En cuanto a Javier, nadie había vuelto a
saber de él, ni aun su hermano Mateo, por el
que tenía marcada predilección.
Hacía bastantes años que ambos jóvenes
habían abandonado su país, cuando llegó a
este una nueva, que llenó de espanto a Juan
y a su familia. Había estallado la guerra civil,
y uno de los regimientos mandados para apaciguar
la insurrección era aquel del cual era
Miguel teniente.
Muchas promesas hizo la madre, no pocas
hizo la novia para que la Virgen le librase; y la
primera noticia que de él tuvieron fue que en
un encuentro habido con las tropas rebeldes
se había portado con tanto valor, que había
obtenido el deseado grado de capitán.
– IV –
Poco después fue adversa la suerte al pobre
joven. Hecho prisionero en una emboscada
que hábilmente preparó el enemigo; él y
muchos de sus compañeros fueron traidoramente
encarcelados, juzgados en consejo de
guerra y sentenciados a muerte, debiendo ser
fusilados en una explanada dos días después
de dicha sentencia. La víspera por la noche,
Miguel y sus compañeros, que eran en su mayor
parte soldados, se hallaban reunidos en la
habitación más elevada de un castillo. Algunos
escribían a sus familias y sus novias,
otros meditaban tristemente: los menos,
dormían.
Miguel, asomado a una ventana, apoyadas
las manos en los cruzados hierros, pensaba
en su tranquila infancia, en sus padres, en sus
hermanos, en su tío, en la mujer por la que
había buscado la gloria y ambicionado la fortuna,
en su risueño hogar, en todo aquel pasado
tan hermoso.
-¡Y morir así, murmuraba, prisionero, sin
hallar quien me defienda ni me ampare, ver
insultado mi nombre por el enemigo! Si
hubiera muerto en una acción de guerra, no
me lamentaría de mi suerte. Eso buscaba: o
la muerte o la fama. ¡Padre, padre! –
prosiguió-, yo no fui para ti el hijo sumiso que
anhelabas, falté a tu voluntad, me opuse a
tus deseos, y Dios me castiga cruelmente. Y
tú, madre de alma, ¿cómo resistirás esta pena?
¿Pasaste tanto por mí, para que hallase
tan triste desenlace mi existencia? ¿No he de
encontrar un medio de morir con honra?
Y el joven sacudía los barrotes de la ventana,
contemplando con envidia el abismo que
se abría bajo ella. Allí pasó la noche, pálido,
agitado, sin escuchar apenas al sacerdote
enviado para prepararle a morir.
Al fin la luz del alba, que empezaba a iluminar
débilmente la tierra, le sacó de su estupor;
entregó al cura las cartas que la tarde
anterior había escrito para su familia y aguardó
con indecible angustia que fueran a buscarle
para la terrible ejecución. La hora se
acercaba, ya no habla medio de salvarse.
-¡Madre de los Desamparados, santa patrona
de mi bendita tierra -pronunció en voz
baja y con acento desesperado-; si me libras
de esta muerte ignominiosa, prometo consagrarme
para siempre a tu Divino Hijo!
Después se quedó sereno y esperó con
más resignación la hora de su muerte.
Las seis sonaron en el reloj del castillo, entraron
en él algunos soldados y dieron orden
a los prisioneros de ponerse en marcha. Todos
obedecieron, mudos y sombríos, atravesaron
corredores, bajaron estrechas escaleras,
salieron de la prisión y se dirigieron a la
explanada, en la que aguardaban más soldados
y oficiales rebeldes.
Debían fusilar primero a los jefes, y Miguel
estaba designado para morir el cuarto.
Vendaron los ojos a los dos primeros, uno
después de otro; hicieron fuego, y cayeron
aquellos valientes; iban a hacer lo propio con
el tercero, cuando llegó una ordenanza con un
pliego que entregó a un oficial. El contenido
de éste era que las tropas leales se acercaban
para salvar a seis compañeros indefensos; y
era menester prepararse todos para el combate.
-Que tomen las armas contra los suyos –
gritó un oficial-; vuelvan a su prisión entre
tanto.
Así se salvó Miguel, pero lejos de combatir
contra sus hermanos, halló medio de evadirse
con otros soldados, y ayudó con su arrojo a
librar a los infelices prisioneros.
Aún tomó parte en varios combates, y un
año después de haberse salvado de una
muerte segura, volvió al pueblo, donde participó
a sus padres y a su tío su resolución de
ser sacerdote. Viviendo en aquel lugar Margarita,
Miguel no quería verla, para no desmayar
en el cumplimiento de su deber, y así, mientras
Mateo y su madre permanecieron en C…,
Juan, D. Antonino y el joven salieron de allí
por algún tiempo.
– V –
Una noche de estío se hallaban Mateo y su
madre en una habitación del piso bajo de su
casa, en aquella misma donde el anciano sacerdote
decidió el porvenir de sus tres sobrinos
al empezar esta historia. Como entonces,
se oía a lo lejos el piano de Margarita, pero
nadie lo escuchaba. Mateo leía y su madre
hacía labor, sentados ambos junto a la mesa.
Serían las diez cuando un hombre se detuvo
delante de la ventana, miró el interior de la
pieza desde la plaza, obscura y solitaria, y
murmuró con voz apenas perceptible el nombre
de Mateo.
El médico lo oyó y también su madre; el
primero se puso en pie tratando de reconocer
aquel acento, la segunda no vaciló un instante
y corrió hacia la ventana con los brazos abiertos,
pronunciando estas palabras:
-¡Hijo mío!
Poco después Javier entraba en la casa y
estrechaba contra su pecho a su madre y a su
hermano.
Luego que escuchó la historia de Miguel,
empezó la suya en estos términos:
-En busca de aventuras, soñando con la
gloria, sin dinero, pero lleno de esperanzas e
ilusiones partí de mi pueblo a pie, y me marché
a Madrid, no sé cómo. ¿Quién recuerda ya
las privaciones que pasé y los desengaños
que sufrí? Trascurrió el tiempo, escribí, mis
obras alcanzaron buen éxito: ¡fui poeta! Vosotros,
encerrados en este lugar, no sabéis lo
que embriagan los laureles, las alegrías que
causa la vanidad satisfecha, el deseo realizado.
Un día me acordé de que en este rincón
del mundo, mis padres y mis hermanos llorarían
mi ausencia: perdonadme si no fue en las
horas felices de mi vida, sino en una en que
sufrí una derrota, la primera, una de esas
caídas de las que difícilmente se levanta uno.
He venido aquí a buscar vuestro cariño, vuestros
consuelos; madre, soy desgraciado.
-¡Tú también! -exclamó ella-; sin embargo,
has hecho tu gusto, ¿dónde está, pues, la
felicidad?
-Los tres hermanos -prosiguió Javier-, teniendo
en cuenta nuestras aspiraciones,
hemos seguido la senda que nos habíamos
trazado. Miguel ha sido militar, Mateo médico,
yo poeta; el primero ha trocado el uniforme
por la sotana, impulsado por los sucesos; el
segundo es un pobre doctor de aldea, que
nunca irá en el coche con que soñó; yo un
poeta escarnecido hoy, olvidado mañana;
esto me prueba, madre mía, que la vocación
no sirve para nada sin la bendición de los padres
y la ayuda de la Providencia, y que bien
dijo el que aseguró que la suerte no es de
quien la busca, sino de quien la halla.
– VI –
Algunos años después murió D. Antonino, y
Miguel fue nombrado para sustituirle, cura
párroco de C… Dos días hacía que había llegado,
cuando le llamaron para una boda; las
amonestaciones habían corrido en vida del
otro cura, y no quería el novio aplazar el casamiento
por el cambio de sacerdote.
Cuando este salió al altar, los novios esperaban
ya en el templo. La novia, si bien era
muy hermosa, no se hallaba en la primera
juventud. Iba vestida sencillamente de negro
y estaba extraordinariamente pálida. El novio
era un rico labrador de fisonomía bastante
vulgar.
Decíase que el matrimonio se hacía por
conveniencia, porque la desposada habla
quedado huérfana y sin amparo.
Cuando estuvo todo dispuesto, los novios
se acercaron al párroco; ella alzó los ojos,
fijándolos por un momento en el cura, llevó
sus manos al corazón como queriendo contener
sus latidos y se apoyó en el brazo de la
madrina, que apenas tuvo tiempo de sostener
a la joven para que no cayese al suelo. Miguel
la miró un instante, en sus ojos brilló un fuego
extraño, pero calmó en seguida su emoción
y esperó, al parecer tranquilo, que pasase
el desvanecimiento de Margarita, pues era
ella, para empezar la ceremonia.
La novia también se dominó por fin y se
puso de rodillas junto a su prometido, que no
observó que las manos de la joven temblaban,
y que casi no se oía su voz ahogada por
el llanto. El cura de C… casó a la única mujer
que había amado en la tierra, y cuando hubo
consumado el sacrificio, se retiró a su casa y
se encerró en su cuarto.
Sacó un libro de oraciones para fortalecer
su espíritu, y luego, en voz muy baja, como
no queriendo escucharse ni él mismo, murmuró
-Hoy he apurado el cáliz de la amargura
uniendo a Margarita a otro hombre. Al hacerlo,
he comprendido que ella me quiere todavía
y que yo no la he olvidado todo lo que debiera.
Es preciso que no nos veamos más en
este mundo. El espíritu es débil en el hombre,
que ha nacido para los goces de la tierra y
anhela conseguir los del cielo. Mañana partiré
de este lugar. ¡Madre de los Desamparados,
santa patrona de mi bendito pueblo, creo que
estarás contenta de mí!