– I –
El pueblo aquel era de tan escasa importancia
que sólo conocían su nombre sus habitantes
y algunos de los que vivían en los lugares
más cercanos. Tenía una plaza grande,
pocas calles, cortas y estrechas, un paseo con
dos docenas de árboles y una fuente, un convento
ruinoso y una iglesia. Ésta era bastante
espaciosa, con columnas de piedra, ventanas
con cristales de colores, rotos los unos y sucios
los otros, varios altares con imágenes de
escaso mérito, lámparas de cristal o de metal
dorado, cuatro arañas antiguas, floreros
adornados con rosas y azucenas hechas por
manos más piadosas que hábiles y algunos
bancos de madera que ocupaban los días festivos
las mujeres y los niños, porque eran
contados los hombres que iban a oír misa en
aquel lugar.
El retablo del altar mayor, medio borrado
ya por la acción del tiempo, representaba la
Anunciación y casi lo ocultaba una Virgen de
talla, con el niño Jesús en los brazos, que tenía
delante. Llevaba la imagen una corona de
plata sobre sus negros cabellos e iba vestida
con una túnica azul y un manto encarnado,
obra todo de un escultor notable, aunque de
nombre desconocido. El rostro de la Virgen
era muy bello, lleno de dulzura y mansedumbre.
Miraban sus hermosos ojos al divino infante
y algunos ángeles estaban a los pies del
grupo del que eran ornato y complemento.
A los dos lados del altar había muchos exvotos
de cera, y sobre él dos candelabros y
algunos jarrones y vasos con flores naturales.
En aquella iglesia había poco culto; una misa
a las seis y otra a las nueve, una función solemne
a mediados de mayo en que se celebraba
la fiesta principal del pueblo y una novena
los días anteriores costeada por las devotas
del lugar, sin sermón y sin música.
De aquella iglesia era monaguillo hace algunos
años un muchacho llamado Miguel,
sobrino de un artista poco afortunado, que no
habiendo podido encontrar quien comprara
sus obras, se había refugiado en aquel pueblo
donde tenía una casa que heredó de su madre
y algunos amigos de la infancia. Su albergue
no podía ser más modesto; se componía de
un portal estrecho y largo, una cocina que
servía de poco, pues en ella apenas se guisaba
y por falta de leña resultaba tan triste como
fría, una salita en la que el hombre trabajaba
y una alcoba en la que dormían los dos.
Detrás de la casa había un patio con una parra,
un pozo y un banco de piedra. Ni una flor
crecía en él, nada que lo animase y embelleciese.
– II –
El artista, que era un escultor, había renunciado
hacía tiempo a sus estatuas y se
dedicaba a hacer figuritas de cera, que no
siempre vendía y los exvotos que para la iglesia
le encargaban. Era un hombre malo y descreído
que sólo había consentido en que su
sobrino, que era huérfano de padre y madre,
pasara gran parte del día en la parroquia y al
servicio de ella, porque el señor cura le daba
de comer y porque sacaba algunos cuartos de
las propinas que nunca le faltaban en bautizos,
bodas y funerales. Así el muchacho no le
era gravoso y en los ratos que le tenía en su
casa le enseñaba a hacer figurillas de barro y
de cera, prometiendo él, a pesar de sus pocos
años, llegar a ser un buen escultor.
-Tío, dijo un día Miguel al artista, si vendieras
velas en vez de estatuas, sacarías más
provecho, porque son muchas las que llevan a
la iglesia y arden en ella todos los días.
-¿Y qué falta hacen esas velas allí?- Preguntó
el escultor.
-Casi todas se las ponen a la Virgen del
Amparo.
-De esa cera que se consume podría yo
hacer muchas maravillas. ¿No sería bastante
que alumbrasen el altar con una lamparilla o
dos?
-No, tío; cuando hay muchas velas encendidas
la Virgen está más hermosa y parece
que el niño se sonríe. La iglesia está alegre,
brillan más los candelabros, adornan más las
flores y hasta se me figura que se reza mejor
allí. La luz de las lamparillas es triste y cuando
oscila desfigura las imágenes. No me da
miedo quedarme sólo en la iglesia cuando
arden los cirios, pero cuando no están encendidas
más que las lamparillas, cada silla me
parece un espectro y cada banco un ataúd.
El tío, que se llamaba Marcelo, sonrió y levantó
los hombros con un movimiento de profundo
desdén.
-¿Estás tú alguna vez de noche en la iglesia?-
le preguntó.
-Pocas veces, cuando hay alguna función al
día siguiente y necesitamos arreglarla.
-Pero eso no será por ahora…
-No, aún ha de pasarse mucho tiempo hasta
que haya alguna función en la parroquia.
Y no se habló más del asunto
Apenas habían transcurrido ocho días
cuando una devota que había prometido una
solemne novena a la Virgen si ganaba un pleito
que tenía entablado con un pariente quiso,
en acción de gracias por haber obtenido tal
merced, cumplir lo que ofreciera. Y con tanta
prisa deseó que la función se hiciese, que el
párroco dio orden al sacristán y a los monaguillos
de que limpiaran y arreglaran la iglesia,
aunque tuviesen que trabajar hasta una
hora muy avanzada de la noche. Barrieron,
fregaron el suelo y los cristales, quitaron el
polvo y ya eran las doce y media cuando Tadeo,
el sacristán, que estaba rendido por
haber sido el que hiciera el trabajo más rudo,
dijo a los niños:
-Poco queda ya para terminar; las velas las
podéis poner sin mí y luego os iréis a acostar
como yo voy a hacerlo ahora mismo.
Y salió por la puerta que daba a la sacristía.
En un corredor al lado de ésta había una
escalera por la que se subía a la habitación
del cura, que estaba en la planta principal del
edificio y en el cuarto segundo vivía Tadeo
con su madre.
Los dos monaguillos, Miguel y Fermín pusieron
primero los cirios en los candelabros
del altar y luego aquel, que era mayor que su
compañero, se subió a una escalera para colocar
también las velas en las arañas que sólo
se usaban en las funciones más solemnes.
Una vez terminada la limpieza había quedado
el templo casi a obscuras, pues no lo
alumbraban más que las lamparillas colocadas
cerca de la Virgen del Amparo y delante de un
Cristo que había a la entrada de la iglesia.
Para ver si debía de poner alguna vela por allí
miró Miguel desde lo alto de la escalera y le
pareció que en el confesonario del párroco se
había movido un bulto negro. Como se acordara
entonces de los efectos de la débil luz de
las lamparillas de que había hablado algunos
días antes, creyó que allí no había nada y que
el miedo le hacía ver fantasmas como otras
veces. Porque el pobre niño no estaba muy
tranquilo de noche en el sombrío templo y sin
más compañía que una criatura más pequeña
que él. Fermín, que no había advertido nada,
se acercó a la puerta de la iglesia para convencerse
de que el sacristán había echado el
cerrojo y recogido las llaves, y, viendo que así
lo había hecho, volvió al lado de Miguel y le
dijo:
-Me mandó Tadeo que nos fuéramos por la
sacristía, pero es ya muy tarde para volver a
nuestras casas, yo no me atrevo a salir ahora
por las calles, ¿y tú?
-Yo tampoco, contestó Miguel.
-¿Quieres que pidamos a Tadeo hospitalidad
por esta noche?
-Ya se habrá dormido y si llamamos se va
a asustar su madre.
-Pues entonces, prosiguió Fermín, podemos
quedarnos en los bancos de la sacristía
hasta mañana.
-Pero cerraremos bien la puerta que comunica
con la iglesia, añadió Miguel.
Así lo hicieron y un instante después dormían
los dos tranquilamente en el improvisado
y duro lecho.
– III –
A la mañana siguiente los llamó el sacristán
y Miguel se apresuró a ir a la iglesia, de la
que abrió la puerta.
Apenas volvió a ésta la espalda, un hombre
se deslizó con sigilo desde el confesonario del
cura párroco hasta la salida del templo, que
franqueó sin ninguna dificultad.
La plaza estaba desierta. El hombre se envolvió
bien en su capa y se dirigió a la calle
más próxima por la que desapareció rápidamente.
Dos o tres viejas, que eran las más madrugadoras,
entraron en la parroquia un cuarto
de hora después de haberse abierto su puerta,
atraídas por la campana que tocaba para
la misa de seis.
Lo primero que hicieron fue inspeccionarlo
todo, para ver, por el número de velas y por
el arreglo de la iglesia en general, la importancia
de la novena que había de empezar
aquella tarde. Estuvieron allí murmurando un
rato; les parecía que aquello estaba muy pobre
para dar las gracias por una merced tan
señalada y que tanto dinero había de proporcionar
a la que pagaba la función.
Fermín entró para arreglar el altar y una de
las viejas, la suegra del alcalde, le detuvo
para preguntar en voz que creía baja, aunque
no lo era, porque la buena mujer no se oía
por ser bastante sorda:
-¿No van a encender las arañas?
-Sí, señora.
-¿Todas?
-Me parece que sí.
-¿Por qué no tienen puestas las velas como
los candelabros?
El muchacho se encogió de hombros como
diciendo:
-Esta buena señora tiene tan mal la vista
como el oído ¿acaso no las puso anoche Miguel?
Otra de las viejas, la madre del zapatero,
se acercó con misterio a la sorda y le dijo:
-¿Por qué habrán quitado los exvotos de la
izquierda del altar mayor? Yo di aquel brazo
de cera, que ofrecí cuando lo tuve tan malo
de resultas de una caída, para que lo dejasen
ahí siempre, y no he de consentir que lo quiten
para poner otra cosa.
Fermín tenía ya el altar arreglado, dos velas
encendidas, el misal en el atril abierto y
sobre una mesita, que había a la derecha en
el presbiterio, las vinajeras, la campanilla y
una palmatoria. Al ir a entrar en la sacristía
miró maquinalmente hacia el techo y se reflejó
en su cara el mayor asombro. Acababa de
ver que en las arañas no había ninguna vela
puesta. ¿En qué consistía aquello? Fue al punto
en busca de Miguel que se quedó atónito
cuando le refirió lo observado y lo mismo les
pasó a Tadeo y a los dos curas.
Se inspecciono todo; la puerta de la iglesia
no había sido forzada, los monaguillos no
habían salido, pues para mayor prueba de su
inocencia resultó que el sacristán se había
llevado distraídamente con las llaves de la
iglesia las de la sacristía, que daba también a
la plaza, por lo tanto era seguro que los dos
niños no habían pasado la noche fuera de allí.
Ellos declararon que no lo habían intentado
siquiera.
Lo cierto era que las velas de las arañas y
muchos exvotos de cera habían desaparecido.
¿Por qué calló Miguel que en el confesonario
del párroco había creído ver un bulto negro?
Al pronto fue por no juzgar el hecho real
sino hijo de su imaginación excitada por el
miedo, después por una vaga sospecha. ¿Sería
el ladrón su tío? ¿Cómo descubrirle si era
él? ¿Cómo delatar al hombre que le había
servido de padre? Pero si era Marcelo el que
se había quedado escondido en la iglesia, figurándose
que a esa hora ya no entraría nadie
y podría robar la cera, ¿cuándo y por dónde
se había marchado? ¿Cómo no le habían
visto salir?
– IV –
El cura mandó a Miguel a la cerería por
otras velas para las arañas y no encontró bastantes
allí; entonces fue a su casa a decir a su
tío el apuro en que se veía.
-Yo no tengo aquí velas, ya lo sabes; le
contestó bruscamente.
Y el buen niño con esto se marchó tan
tranquilo murmurando:
-Gracias a Dios no ha sido él; que me perdone
el mal juicio.
Quitando velas de aquí y de allá, en la sacristía
y en la iglesia, se reunieron las que
hacían falta en las arañas y por la tarde, a las
cuatro en punto, empezó la novena que resultó
de lo mejor que se había hecho en aquella
iglesia. El altar de la Virgen estaba muy bonito,
pero a Miguel le parecía que la imagen le
miraba con profunda tristeza y que el niño no
se sonreía como otras veces.
Mucho se habló en el pueblo de aquel robo
audaz, pero fue imposible descubrir al autor
de él que no había dejado el menor rastro de
su paso por la iglesia.
Entretanto a Miguel, aunque no había visto
en su casa ninguna vela, se le figuraba que
Marcelo tenía más cantidad de cera que los
días anteriores para hacer sus figuritas. El
hombre estaba silencioso y sombrío, trabajaba
sin gusto y hasta sin arte. Los exvotos no
le resultaban bien y cuando iban a comprárselos
les ponían faltas y muchas veces no se los
querían tomar.
En cambio, cuando el monaguillo hacía alguna
figurita de Santo, resultaba más bonita;
por lo que el escultor decidió dejar para el
niño toda aquella cera.
Miguel empezó a hacer con ella una imagen
de la Virgen del Amparo, y ya la tenía
casi concluida, cuando a consecuencia de una
reyerta fue herido de gravedad Marcelo una
noche al salir de la taberna. Avisados el médico
y el párroco, el uno le hizo la primera cura
y el segundo permaneció con el tío del monaguillo
largo rato. Cuando el herido se quedó
solo parecía más tranquilo. Al entrar Miguel
en la alcoba, le dijo con voz apenas perceptible:
-Lleva a la Virgen del Amparo esa imagen
que has hecho suya para que me ponga bueno.
Y el niño, apenas oyó esta orden, encargando
a una vecina de la casa de al lado que
acompañase al herido, cogió la figura que
representaba a la Virgen y las demás que
había terminado y corrió a la iglesia depositando
todo aquello en el altar mayor. Y le pareció
entonces que en el rostro de la Virgen
venerada en aquel templo asomaba una expresión
dulce y tranquila, y que le dirigía el
niño una de sus más divinas sonrisas.
-Ahí tienes toda la cera que era tuya, Madre
mía, murmuró, que sirva para la salvación
del cuerpo y del alma de mi tío, porque tú y
yo sabemos bien que él fue el autor del robo…
Marcelo se curó, hizo y vendió muchos exvotos
y con una parte del producto de ellos,
pudo ofrecer varias velas a la Virgen del Amparo
transformándose por completo después
de su enfermedad y llegando a ser un hombre
religioso y honrado.
En cuanto a Miguel fue un notable escultor,
tallando preciosas imágenes que le dieron
justa fama y grandes bienes de fortuna.
Category Archives: Julia Asensi
La Casa donde Murió
– I –
Camino del pueblo de B…, situado cerca de
la capital de una provincia cuyo nombre no
hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado
por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando
el prometido de la joven, y yo.
Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba
porque empezaba el mes de Agosto, y
los cuatro guardábamos silencio. La señora de
López rezaba mentalmente para que Dios nos
llevase con bien al término de nuestro viaje;
Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando
que no reparaba en ello, y yo contemplaba la
deliciosa campiña por la que rodaba nuestro
coche.
Serían las seis cuando el carruaje se detuvo
a la entrada del pueblo; bajamos y nos
dirigimos a una capilla donde se veneraba a
Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la
madre de Cristina tenía particular devoción.
Mientras esta señora y su hija recitaban algunas
oraciones, Fernando me rogó que le siguiera
al cementerio, situado muy cerca de
allí, donde estaba su padre enterrado. Le
complací y penetramos en un patio cuadrado,
con las tapias blanqueadas, y en el que se
observaban algunas cruces de piedra o de
madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias
varias inscripciones un tanto confusas. En un
rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi
compañero no pareció fijarse al pronto.
Me enseñó la tumba de su padre, que era
sencilla, de mármol blanco, y comprendí que
no era únicamente por verla por lo que el joven
había llegado hasta allí. Observé que buscaba
alguna cosa que no encontraba, hasta
que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida
y desgreñada, que le estaba mirando
atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba
a alejarse, cuando la anciana se levantó y le
llamó por su nombre, obligándole a detenerse.
-¿Qué desea V., madre María? -la preguntó
en un tono que quería parecer sereno.
-Lo de siempre -contestó la vieja, en cuya
mirada noté cierto extravío-, preguntarte en
dónde has ocultado a mi niña. Diez años hace
que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me
han dicho en el pueblo que vienes aquí para
celebrar tu boda con otra.
-No ignora V., madre María, que su hija
murió hace diez años y que yo pagué su entierro
para que su hermoso cuerpo descansase
en este campo-santo. A mi vez le pregunto:
¿dónde se encuentra la tumba de la pobre
Teresa?
-¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué
la cruz que me indicaba el lugar donde me
decían que estaba ella, y ¿sabes lo que vi? Un
hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente
removida. Había cumplido el plazo,
y como nadie cuidó de renovarlo y pagar,
aquel rincón no pertenecía ya a mi hija y la
habían echado a la fosa donde arrojan a los
pobres, a los que entierran de limosna.
-¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero
para esa renovación -exclamó Fernando.
-No digo que no, pero la persona a quien
tú escribiste estaba gravemente enferma, en
dos meses no abrió tu carta y entonces ya era
tarde.
El joven bajó la cabeza y no replicó.
-¿Con quién te casas? -le preguntó la vieja.
-Con la señorita Cristina López.
-¿Y cuándo te casas?
-Dentro de tres días.
-Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu
desposada y no tardará en venir a buscarte.
-Madre María -dijo con tristeza el joven-,
Teresa no puede venir; los muertos no salen
de los sepulcros.
-Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy
vete en paz.
-Adiós -murmuró Fernando, dirigiéndose
hacia la salida del cementerio, donde yo le
seguí.
-Sin duda te habrá extrañado lo que acabas
de ver y oír -me dijo apenas estuvimos
fuera-; pero no será así cuando te cuente esa
historia de los primeros años de mi juventud,
que deseo conozcas en todos sus detalles.
Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin
duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas
visitan la casa que hemos de habitar y en la
que está mi tía, la futura madrina de mi boda
y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás
todo.
Cristina y su madre nos esperaban, en
efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía
de Fernando, que estaba situada en la plaza
del pueblo, haciendo esquina a una calle estrecha
y sombría, en la que, sin saber por
qué, entré con una profunda tristeza.
La tía del joven no me agradó; era una señora
de unos cincuenta años, alta, delgada,
con ojos grises muy pequeños, nariz larga
que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y
cabellos casi blancos recogidos en una gorra
de color oscuro. Estaba muy enferma, y como
había servido de madre a Fernando, este
había suplicado a la señora de López que la
boda se celebrase en el pueblo, para evitar a
su tía las molestias de un viaje que, aunque
corto; hubiera sido sumamente penoso para
ella.
Mientras Cristina y las dos señoras visitaban
la casa y recibían a los numerosos amigos
que acudieron al saber su llegada, Fernando,
que se había obstinado en no subir al piso
superior, me llamó, me hizo sentar a su lado,
y empezó la prometida historia en estos términos:
-Hace once años, cuando solo tenía yo
veinte y había acabado la carrera de abogado
en Madrid, mi padre me envió una temporada
a este pueblo para que hiciese una visita a su
única hermana, que es esa señora a quien
acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me
había educado sin sus consejos, lejos también
de mi padre, al que retenían fuera de su casa
constantes ocupaciones; así es, que puedo
asegurar que desconocía casi totalmente lo
que eran los goces de familia. Aunque heredero
de una mediana fortuna, no debía entrar
en posesión de ella hasta mi mayor edad;
tenía muchos compañeros de estudios, pero
ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir
que, hallándome casi solo en el mundo, me
apresuré a aceptar con júbilo lo que mi padre
me proponía, poniéndome en camino para
este pueblo con el alma inundada de dulces
emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo
esperaba? Seguramente no. Mi tía, a la que
no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva,
por más que se mostrara desde luego cariñosa
y tolerante conmigo; el pueblo me pareció
triste, a pesar de sus jardines y de las
pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes
poco simpáticos, aunque todos me saludaban
con afecto. Me dediqué a la caza,
estudié un tanto la botánica, y así se pasó un
mes, durante el cual llegué a reconciliarme
con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.
Una mañana, al volver a casa, encontré, al
pasar por una de las habitaciones, a una muchacha
de quince a diez y seis años, a la que
nunca recordaba haber visto, cosiendo con el
mayor afán. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y
aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no
fue tan pronto para que no hubiera observado
que tenía una frente blanca y pura que adornaban
hermosos cabellos castaños, ojos pardos
que lanzaban miradas francas o inocentes,
una boca pequeña, una nariz más graciosa
que perfecta y unas mejillas coloreadas por
un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero
pregunté a un criado quién era, sabiendo por
él que venía a coser casi todos los días a casa
de mi tía Catalina, que era huérfana de padre,
que mantenía a su madre enferma, de la que
era el único sostén, pues había perdido a sus
tres hijos mayores, no quedándole más amparo
y consuelo que aquella niña. La historia
me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa,
no habíamos amado nunca; empezamos
a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y
acabamos por adorarnos. Teresa no había
recibido una educación vulgar; hasta los doce
o trece años había estudiado en el convento
de religiosas del pueblo, saliendo de él a la
muerte de su padre, acaecida hacía cuatro
años.
No sé quién refirió a mi tía nuestros amores;
ello es que los supo, que me amonestó
con dureza, amenazándome con hacerme
marchar a Madrid, después de escribírselo
todo a mi padre; y desde entonces la joven
no volvió a mi casa, y tuve diariamente que
saltar las tapias de su jardín para verla y
hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues
también se oponía a nuestras amorosas relaciones.
Así estaban las cosas, cuando hace poco
más de diez años caí gravemente enfermo,
atacado de unas calenturas contagiosas. Mi
tía se alejó de mí, los criados se negaron a
asistirme, y entonces María y Teresa se ofrecieron
a ser mis enfermeras, no pudiendo
oponerse mi tía a ello porque mi estado era
cada vez más alarmante y exigía continuos
cuidados.
Desde el momento en que Teresa estuvo a
mi lado sentí un dulce bienestar, la fiebre
desaparecía por instantes; pero se me figuraba
ver que las mejillas de mi amada tomaban
tintes rojizos, que sus labios estaban comprimidos
y ardientes, que sus ojos brillaban con
un fuego extraño. La enfermedad que huía de
mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo
mal el que la devoraba.
-¿Qué tienes? -le pregunté.
-He pedido tanto a Dios que salvase tu vida
a costa de la mía -murmuró la joven-, que me
parece que por fin se ha dignado escucharme
y me voy a morir antes que tú.
Aquello era cierto; por la noche Teresa se
agravó tanto, que no pudo volver a su casa, y
mi tía le ofreció su cuarto y su cama para que
descansase; entonces estaba profundamente
agradecida a los tiernos cuidados de la joven.
Excusado es decir que doña Catalina pensaba
renunciar para siempre a su habitación y
a su lecho, temiendo el contagio de la enfermedad.
Me restablecí pronto, a medida que el estado
de la joven iba siendo peor. Estaba desesperado,
loco. Su madre también empezaba
a perder la razón. Un día me dijo el médico:
«Ya no hay remedio para este mal». Y ella
también murmuró a mi oído: «Me muero, pero
soy feliz, porque tú me amas y me amarás
siempre».
-¡Oh, te lo juro! -exclamé-; mi corazón y
mi mano no serán de otra mujer jamás.
-Eso lo sé mejor que tú -dijo sonriendo
dulcemente-; también sentiré celos desde
otro mundo de la mujer a quien ames, y no
consentiré que seas perjuro. No quieras a
otra, no te cases nunca; no hay un ser en la
tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te
aguardaré en el cielo.
Dos días después espiraba aquella angelical
criatura, que ofreció a Dios su vida a cambio
de la mía.
Su madre se volvió loca.
Pagué el entierro de Teresa; compré una
sepultura por diez años… ya sabes que hoy
ignoro dónde descansa su hermoso cuerpo;
envié una carta a mi tía, que no la leyó hasta
dos meses después de cumplirse el plazo,
porque ella también estaba enferma.
Decirte que durante estos diez años el recuerdo
de Teresa me ha perseguido constantemente,
sería faltar a la verdad; he amado a
otras mujeres, y hace cuatro años estuve a
punto de casarme con una hermosa joven;
pero la desgracia hizo que un mes antes de
verificarse nuestro enlace, los padres encontrasen
un pretendiente a la mano de mi amada
mejor que yo, y este me fue preferido por
ellos, y la novia tuvo que someterse a la voluntad
de sus tiranos.
Hoy adoro a Cristina y quiero unir su suerte
a la mía, como ya se han unido nuestras
almas. ¿Lo conseguiré? Temo que no. La fatalidad
me ha traído al pueblo donde vivió Teresa;
habito… esta morada llena con su recuerdo;
vengo a pasar los primeros días de mi
matrimonio en la casa donde ella murió, y un
secreto presentimiento me dice que Cristina
no llegará a ser esposa mía. Ahí tienes la historia
de mis amores: ¿crees que mi temor sea
fundado, o que la exaltación en que me hallo
es hija de mis pasadas desdichas?
Procuré tranquilizar a Fernando, y después;
mientras el joven se reunía a su bella
prometida, tuve deseos de ver aquella habitación
donde Teresa había muerto, y me hice
conducir a ella por un antiguo servidor de
doña Catalina.
– II –
Entré en una sala lujosamente amueblada;
pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la
puerta de un gabinetito en el que estaba la
alcoba donde murió la desgraciada niña. Un
lecho de madera tallada, algunas sillas de
tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y
algunos cuadros se veían en la pieza, todo
cubierto de polvo, señal evidente de que
aquella parte de la casa estaba abandonada
por completo. El gabinete tenía una sola ventana
con vistas a la calle estrecha y sombría,
a la que hacía esquina la casa de Fernando;
enfrente de la ventana había un armario de
espejo; a un lado de este estaba la puerta de
la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas
sillas iguales a las del dormitorio completaban
el mueblaje del gabinete que diez
años antes perteneció a la tía de Fernando.
Permanecí allí breves instantes, y luego,
llegada ya la hora de la cena, fui en busca de
la familia y de sus convidados, sentándonos
todos a una mesa suntuosamente servida. La
cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla,
un suceso imprevisto vino a turbar la
alegría de algunos y a causar profunda impresión
en el ánimo de Fernando. Las campanas
de la parroquia tocaban de una manera lúgubre;
su voz, siempre triste, parecía una queja
que hería nuestros oídos a la vez que nuestro
corazón.
-¿A qué tocan? -preguntó Cristina a un
criado que estaba cerca de ella.
-A agonía -contestó el hombre con tono indiferente-.
Aquí en los pueblos, señorita, se
toca por todo: cuando uno va a morir, cuando
muere, cuando es el funeral y…
-¿Quién está muriendo? -interrumpió Cristina.
-Una joven de diez y siete años.
-¿Cómo se llama? -preguntó Fernando, cuyo
rostro estaba lívido.
-Teresa -dijo el criado.
Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa;
Fernando bajó los ojos, y observé que sus
manos temblaban; en Cristina y su madre
sólo se advertía una profunda compasión
hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso
de su vida, en lo más florido de su juventud,
iba a abandonar esta tierra por un mundo
desconocido. Era Cristina tan dichosa, que
pensaba que la humanidad entera debía participar
de su ventura y no querer cambiarla por
todos los goces celestiales.
Fernando, pretextando que el calor que en
el comedor hacía era sofocante, pidió permiso
para retirarse un momento a la habitación
inmediata, y yo le seguí.
-¿Qué te pasa? -le pregunté.
-Se llama Teresa y tiene diez y siete años –
murmuró.
-Es una casualidad.
-Una casualidad así, ¿no te parece un mal
presagio tres días antes de mi boda?
Procuré distraerle, pero en vano; la campana
lanzaba un tañido más fúnebre todavía y
Fernando, que conocía aquel toque, me dijo
que la enferma había dejado de existir.
Le hice entrar de nuevo en el comedor, y
las dulces palabras de Cristina vencieron los
temores de Fernando, que permaneció tranquilo
hasta las doce de la noche, hora en que
todos nos despedimos hasta el día siguiente,
retirándonos cada cual a nuestras respectivas
habitaciones. La mía tenía una ventana con
vistas a la plaza y se hallaba situada debajo
de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me
era posible conciliar el sueño; me puse a leer
un rato, escribí otro, y, por último, me levanté
y empecé a pasear con alguna agitación
por la alcoba.
Un instante después noté cierto movimiento
en la de Fernando, oí abrir varias puertas
con sigilo, las pisadas que empezaron a sonar
sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo
lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi
presencia era necesaria al joven. Sin darme
cuenta de mis acciones, salí precipitadamente
en dirección al sitio donde murió Teresa.
Mi amigo se hallaba a dos pasos de la
puerta del gabinete sin atreverse a abrirla. Al
verme, no pareció extrañar que me hubiera
levantado, como si fuera la cosa más natural
del mundo, y extendiendo su mano hacia la
habitación cerrada, me dijo:
-Hace diez años no entro ahí.
-Ni hoy entrarás tampoco -exclamé con decisión-.
Tú estás loco y has empezado a contagiarme.
No debiste nunca volver a esta casa,
ni aun a este pueblo.
-Hace once años que mi tía es una madre
para mí; once años que sé lo que es el amor
filial; ¿querías que me casase lejos de ella?
-En buena hora; ya has cumplido con ese
deber; ¿pero es preciso que entres ahí?
-Una vez sola -dijo en tono suplicante-;
una sola para saber si Teresa permite que me
case con Cristina. Mira -añadió-, si al entrar
en su cuarto lo hallo todo como hace diez
años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho
tranquilo y soy feliz; si, por el contrario,
encuentro alguna alteración…
-Eres un niño -le interrumpí-; pero si no
deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad
sean contigo.
Sabía, por haberlo visto por la tarde, que
todo estaba igual en el cuarto donde murió
Teresa, y no vacilé más, dejando pasar al
joven al gabinete.
Fernando abrió la puerta, y murmuró:
-Hay luz dentro.
Me estremecí a pesar mío; un frío glacial se
apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y
yo vimos clara y distintamente en la alcoba de
Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros
paños, algunos hachones encendidos rodeando
un ataúd, en el que descansaban los yertos
despojos de una hermosa joven vestida de
blanco y coronada de flores. Al lado de ella
velaba una mujer en la que reconocí a la madre
María, la loca que hallé por la tarde en el
cementerio.
Fernando lanzó un grito extraño y se dejó
caer de rodillas ocultando el rostro con las
manos; yo cerré los ojos, di algunos pasos y
tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces
y vi el dormitorio oscuro y desierto.
-Estamos los dos locos -murmuré. Volví en
busca de Fernando y lo comprendí todo. Por
la tarde el criado había dejado inadvertidamente
abierta la ventana del gabinete; ésta,
como es sabido, daba a una calle estrecha, y
en la casa de enfrente, en una pobre habitación,
se hallaba el cadáver de aquella joven
desconocida, velado por la madre de Teresa.
Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del
armario colocado al lado de la puerta de la
alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del
estado excepcional en que Fernando y yo nos
hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba
en la propia casa de mi amigo. La presencia
de la madre María era natural allí, pues
según acostumbraba a hacer desde la muerte
de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver
de cualquiera joven que muriese en el
pueblo. La que había dejado de existir era
sobrina de la anciana y llevaba por eso el
nombre de su hija.
Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.
Le llamé repetidas veces y no me contestó
nada.
Algo extraño e invisible ocurrió en aquella
habitación; me pareció escuchar un confuso
aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme
en el armario para no caer.
-¡La casa donde murió! -exclamó Fernando
con voz apagada-; tenía que ser así. Amada
mía, espérame, ya voy.
Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi
amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y
las separé de su rostro, que parecía el de un
muerto. Después salí corriendo para llamar a
los criados en mi auxilio.
Media hora más tarde la señora de López,
Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo,
rodeábamos la cama donde descansaba Fernando.
-¡Cuánto duerme! -exclamó Cristina.
Me acerqué a él, hice una seña al sacerdote,
y éste puso una mano sobre el pecho de
Fernando, retrocediendo al punto, porque el
corazón de mi amigo no latía.
-¿Qué hay? -me preguntó doña Catalina; y
comprendiendo lo que pasaba añadió:
-Era lo único que me quedaba en el mundo;
cúmplase la voluntad de Dios.
El sacerdote pronunció en voz baja algunas
oraciones.
Me volví hacia la puerta y vi a la madre
María que, no sé cómo, se había introducido
hasta allí.
-Mi hija es feliz -murmuró-; me ha dicho
que Fernando y ella se han desposado ya;
sabía que esto no sucedería hasta que él viniese
al cuarto donde Teresa estuvo enferma,
a la casa donde murió. Diez años he aguardado;
¡alabado sea el Señor, que al fin me ha
concedido esta ventura!
El fantasma del bosque
¿Por qué habían nacido tan iguales aquellos
dos muchachos? No eran de la misma familia
ni vivían en la misma clase social. El uno, Guillermo,
era hijo único del señor del castillo, y
el otro, Paulino, de un pobre soldado. Tenían
entonces unos diez añitos, igual estatura, más
bien alta que baja para su edad, el cabello
castaño, los ojos negros, grandes y expresivos,
la tez morena y algo pálida, los labios
gruesos y los dientes blancos y pequeños.
Decíase que la madre de Paulino tenía veneración
por la castellana, encontrándole una
notable semejanza con la Virgen que en un
cuadro antiguo trazara un hábil pintor y que
se veneraba en la vieja iglesia de aquel pueblo.
Y que así como Guillermo era el vivo retrato
de la castellana, Paulino se parecía al
niño Jesús que tenía la Virgen en sus brazos,
igual en el rostro a la santa imagen que tanto
había mirado su madre antes de darle a luz.
Si en la parte física se asemejaban los dos
niños, no ocurría lo mismo en la moral. Guillermo
era bueno, caritativo y amable; Paulino
adusto, retraído y envidioso.
La castellana daba a la mujer del soldado
las prendas poco usadas por su hijo y Paulino
vertía amargo llanto al ponerse aquellas ropas
de desecho. ¿Por qué no había de ser él hijo
de padres ricos y nobles como Guillermo y
tener caballo, coche y juguetes? ¿Había alguna
razón para que todos saludaran con cariño
y respeto a aquel muchacho de su edad y a él
no se dignaran mirarle siquiera? ¡Cuánto
odiaba a aquel ser afortunado, nacido el mismo
año que él, pero halagado por los dones
de la fortuna, mientras Paulino carecía hasta
de lo más necesario para vivir?
Tuvo un inmenso júbilo cuando supo que
Guillermo, por deseo de su padre, iba a ser
enviado a un colegio en el extranjero; así al
menos no le vería, no pasaría el disgusto de
saber que aquel niño tenía todas las ventajas
sobre él, porque estudiando también se distinguía
por su aplicación y su talento.
Un enemigo del dueño del castillo llamado
Antolín, hombre de malas costumbres y corazón
perverso, contribuía a excitará Paulino y
avivaba aquel odio que ni Guillermo ni sus
padres conocían. Él también envidiaba a aquel
opulento señor, al que debía varios favores.
Llegó el día de partir el niño al colegio y
Paulino, después de despedirse de él, volvió a
su casa más triste y preocupado que de costumbre.
No por haberse alejado Guillermo fue el
otro muchacho más feliz; oía hablar a cada
paso de sus brillantes estudios, de sus exámenes,
que habían causado la admiración de
cuantos los habían presenciado, de las simpatías
que despertaba. Al fin tuvo la inmensa
alegría de que los dueños del castillo se fuesen
a vivir a una ciudad próxima, mientras él
permanecía con sus padres en el pueblo. Poco
después, habiéndose declarado una guerra, el
soldado partió en defensa de su patria. La
pobre esposa, casi ciega de tanto coser y de
tanto llorar, pasaba una vida bien triste porque
Paulino, al que cada día disgustaba más
su modesta vivienda, no acompañaba sino
muy contadas veces a su madre.
– II –
Un día que el niño había salido de su casa
con objeto de coger nidos en el campo, prolongó
su paseo más de lo debido, llegando a
un sitio que no conocía. Cansado, se sentó en
un banco de piedra y así le sorprendió la noche.
Era aquel un paraje tan solitario que no
había visto a nadie cruzar por él durante el
tiempo que había permanecido allí. De repente
divisó algo blanco, más alto que una persona,
que se adelantaba hacia el banco. Era
un fantasma gigantesco, sin cara, sin brazos y
sin pies, una enorme sombra blanca que a
Paulino le pareció que debía de haberse desprendido
de los peñascales. Aunque era valiente,
aquello le causó cierto espanto, el temor,
que produce siempre lo desconocido.
Ya había él oído hablar en el pueblo de
aquella extraña aparición, pero había tenido la
suerte de no encontrarla nunca. Era el terror
de los pacíficos habitantes por sus continuas
exigencias; si no le daban dinero, maltrataba
a los infelices que pasaban por el campo después
de vender los productos de sus huertas
en la villa cercana. Calumniaba a las mujeres,
insultaba a los hombres, pegaba a los niños, y
nadie se atrevía a hacerle frente creyéndole la
mayor parte de los aldeanos el alma de un
bandido famoso que hubo allí en otro tiempo
y que no quería recibir ni el mismo Satanás
en su reino.
Sin poder huir, Paulino se detuvo, esperando
que el fantasma le hablase.
-¿Quieres ser rico? le preguntó, ¿quieres
ser feliz? ¿quieres ocupar el lugar de Guillermo?
El niño no se atrevió a contestar.
-De tu respuesta afirmativa o negativa depende
tu porvenir. ¿Quieres?
-Sí, murmuró al fin el muchacho.
-Pues ve a casa de Antolín y allí te explicarán
lo que has de hacer.
Paulino se alejó rápidamente, en tanto que
el fantasma se internaba en el bosque.
Cuando el niño llegó a la casa de Antolín,
halló a la mujer de éste, a la que llamaban en
el pueblo la bruja, sentada delante de la puerta.
Al ver a Paulino, le habló con cariño y le
hizo entrar en su casa.
-¿Dónde está tu marido? preguntó él.
-Ha ido hoy de caza y hasta las once no
volverá, respondió ella; pero entra, que yo te
recibiré como Antolín.
-Tú podrás explicarme…
-Todo lo que quieras.
Hizo sentar al muchacho y le habló así:
-El padre de Guillermo envió el cochero al
pueblo de H… para que recogiese a su hijo
que volvía de su colegio a pasar las vacaciones
en la ciudad donde su familia habita. El
padre no pudo ir a buscar al niño ni tampoco
su madre, que está enferma. El cochero era
de toda confianza y hasta el citado pueblo fue
Guillermo desde el colegio con uno de los profesores,
que regresó en seguida a su país.
Pero he aquí que, sin saberse por qué causa,
el caballo se asustó y salió desbocado, tiró al
cochero del pescante y por último volcó el
carruaje. El cochero, temeroso de que le
achacasen la responsabilidad de lo ocurrido,
huyó, y el niño, mal herido, fue recogido por
nosotros. Tú eres pobre y desgraciado y tienes
ambición. Si quieres ser rico y feliz ponte
la ropa de Guillermo, hazte pasar por él, y
éste, vivo o muerto, ocupará tu lugar.
La tentación era muy grande para que Paulino
resistiera a ella.
Vio a Guillermo que estaba acostado en
una pobre cama, pálido, perdido el conocimiento,
y creyó que le quedaban pocas horas
de vida. Puesto que el niño iba a morir ¿qué
perjuicio podía causarle aquella sustitución?
Antolín, que llegó a su casa poco después,
acabó de convencerle. Paulino se despojó de
su humilde ropa y se puso la de Guillermo,
que parecía hecha para él. La bruja le peinó
como el otro niño y el parecido aun fue más
notable.
-En pago de este servicio, le dijo Antolín,
me darás todo el dinero que puedas; si dejas
de hacerlo descubriré la verdad y te volverás
a tu casa, después de recibir un castigo.
Paulino prometió pagar aquel favor y al día
siguiente partió para la ciudad en compañía
de Antolín. Nadie supo por entonces lo que
había sido del cochero.
La madre de Paulino fue avisada por la
bruja de que su hijo se había caído de un árbol;
vistieron a Guillermo con la ropa del otro
niño y la pobre ciega pudo engañarse al pronto
creyendo que aquel muchacho herido y
atacado de violenta calentura era realmente
su hijo.
– III –
Cuando Antolín volvió, ya tenía todo el dinero
que los señores habían dado a su supuesto
hijo para que lo gastara en limosnas y
diversiones.
-Esto va a ser una mina inagotable, dijo el
hombre, así podremos vivir sin trabajar, comiendo
bien y bebiendo mejor.
El papel que quería representar Paulino era
más difícil de lo que pensó.
El señor del castillo observó bien pronto
que el que creía Guillermo había atrasado en
sus estudios y le obligaba a estar todo el día
con el libro en la mano.
Era un hombre despótico, un verdadero tirano
en la casa, lo que Paulino ignoraba, porque
Guillermo no se había lamentado nunca
de esto con él. Ya no tenía el niño aquella
hermosa libertad de que disfrutaba cuando
era pobre, ya no salía solo por el campo, ni
podía hablar con ningún amigo, ni hacer su
gusto jamás.
Él creía antes que en las casas de los ricos
todo era felicidad y se convencía de que ésta
no se compra con dinero. A esto hay que
añadir lo que le costaba representar su papel
cuando le hablaban de cosas completamente
ignoradas y a las que no tenía más remedio
que contestar.
-Eres más torpe cada día, le decía el padre
de Guillermo; estoy deseando que vuelvas al
colegio.
Y al terminar las vacaciones allá le llevaron.
Se vio entre rígidos maestros, entre compañeros
de clase elevada que le trataban con
insultante altivez, pues, aunque le creían de
ilustre familia, se juzgaban superiores a él por
la educación. Y si triste había sido su vida en
la ciudad donde moraban los padres de Guillermo
aun lo era más en aquel colegio cuyos
profesores y condiscípulos eran extranjeros
en su mayor parte.
De pronto, y sin que supiera por qué, dejó
de recibir las cartas que todas las semanas le
enviaban los señores del castillo creyéndole
su hijo. El director del colegio sí tenía noticias
de ellos porque le pagaban mensualmente.
Llegaron las vacaciones y nadie le fue a buscar.
Pasó el verano casi solo y muy aburrido.
– IV –
Una noche tuvo un sueño que le causó profunda
impresión.
Se hallaba con su madre en su pobre casita
esperando a su padre; aquélla le acariciaba
como en otros tiempos y él era feliz pensando
en que si le faltaban riquezas le sobraba cariño.
Después llegó el soldado cubierto de laureles
y mientras les refería sus hazañas miraba
a su hijo con ternura y luego le entregaba
un reloj de oro, un bastón y otros objetos.
Pero de repente aparecía el fantasma y arrancaba
al niño de los brazos de sus padres para
arrojarle a un precipicio.
Se despertó sobresaltado y entonces pensó
en lo mucho que sus verdaderos padres le
amaban, en las privaciones que por él se
habían impuesto, arrepintiéndose sinceramente
de sus faltas.
Pero ¿cómo remediar éstas? Le pareció lo
mejor confesar su culpa y así lo hizo en una
sentida carta dirigida a los padres de Guillermo.
Quince días después enviaron en su busca
a un criado con el que partió para su pueblo.
¡Con que placer volvió a ver éste!
¡Sus altas montañas, sus hermosos bosques,
sus arroyos de agua cristalina, sus poéticas
casitas y el soberbio castillo del que
había querido ser amo!
Se dirigió ante todo a su antigua morada,
donde le esperaba su madre ya restablecida
de su dolencia, y su padre que había ganado
grados y cruces en el campo de batalla. Ambos
le concedieron pronto su perdón.
Allí supo que poco después de partir al colegio
habían averiguado los señores del castillo
el accidente ocurrido a su hijo por la llegada
del cochero, que había estado enfermo de
gravedad, que Guillermo también les había
escrito y que no dudaron que era Paulino el
que habían enviado al colegio y su hijo el que
estaba en el pueblo con la mujer del soldado.
Después supieron la intervención de Antolín
en el asunto, disfrazado de fantasma para
engañar mejor al niño, y por esto y por otros
delitos habían sido presos su mujer y él.
Decidieron dejar a Paulino en el colegio,
hasta que se arrepintiera de su falta, sin darle
parte de lo ocurrido. Guillermo perdonó de
todo corazón al que siempre quiso como a un
amigo.
Desde entonces Paulino fue feliz en su casa,
en la que ya no se vivía con la estrechez
de antes a causa del ascenso del soldado a
oficial, y comprendió que la dicha no consiste
en vivir en la opulencia, sino en el cariño puro
y desinteresado, en la paz de la familia, en la
conformidad con la suerte, y que lo mismo
puede albergarse en la casa del rico que en el
humilde hogar del pobre.
La Fuga
La casa era espaciosa, con la fachada pintada
de azul; se componía de tres pisos, tenía
dos puertas y muchas ventanas, algunas con
reja. Una torre con una cruz indicaba dónde
se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un
extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados
árboles, cuyas ramas se enlazaban entre
sí formando caprichosos arcos, algunas
flores de fácil cultivo y una fuente con una
estatua mutilada.
Una puerta de hierro daba a una calle de
regular apariencia; otra pequeña, bastante
vieja y que no se abría casi nunca, al campo.
Este presentaba en aquella estación, a mediados
de la primavera, un bello aspecto con
sus verdes espigas, sus encendidas amapolas
y sus Poéticas margaritas.
¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada?
Un gallardo joven tocaba la guitarra con
bastante gracia y de vez en cuando entonaba
una dulce canción. Al compás de la música
bailaban dos alegres parejas, mientras un
caballero las contemplaba sonriendo, como
recordando alguna época no muy lejana en
que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.
Un anciano de venerable aspecto, el jefe
sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba
melancólicamente en compañía de un
hombre de menos edad, y algunos otros se
encontraban sentados en bancos de piedra o
sillas rústicas, hablando animadamente.
Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando
las flores de un rosal, se veía a una joven
de incomparable hermosura, vestida de blanco.
Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía
una estatua de mármol.
Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era
blanca, pálida, con perfectas facciones, manos
delicadas, pies de niña.
¿Estaba contando sus penas a las rosas?
¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir
la causa de su dolor?
Más de un cuarto de hora permaneció en el
mismo sitio y en la misma postura, hasta que
la sacó de su ensimismamiento un bello joven
que se aproximó cautelosamente a ella.
-¿Estás sola? -le preguntó en voz baja.
La mujer se estremeció al oír aquellas palabras
y no contestó.
-¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? –
prosiguió él-. No temas, está lejos, muy lejos,
paseando con su amigo y confidente Raimundo.
¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido
por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado
hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste
en su idea de casarte con otro porque no
soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es
esta una resolución irrevocable?
-No es ese su proyecto ahora -contestó la
joven con apasionado acento-. Viendo que no
puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga
a que me case con otro, quiere que sea
monja.
-¿Y lo serás?
-Nunca. La vida del convento me espanta,
porque en mis oraciones mezclaría sin cesar
tu recuerdo al de Dios.
-¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has
criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos
en nuestra infancia?
-Desde la edad de cinco años te quiero todo
lo que puede amar mi corazón.
¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a
la feria de Santa Marta y me compraste la
primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de
aquel en que me diste el primer ramo de flores?
Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste
la primera carta de amor?
-Sí -murmuró él-, y del primer vals que
bailamos, y de la primera flor que me diste y
que ya marchita conservo con uno de tus rizos
en la caja de mis recuerdos, y de los anillos
que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?
La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y
no respondió.
-Mira el mío -prosiguió el apasionado doncel-;
jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo,
tu padre no habrá consentido en que
lleves la sortija y te la habrá quitado…
-Silencio, Salvador -interrumpió Aurora-,
alguien se acerca.
Se separaron precipitadamente; él se ocultó
y la niña continuó mirando los rosales.
El anciano de los cabellos blancos se
aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y
luego continuó su camino.
-¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto!
-exclamó Aurora-. ¿Por qué habré nacido tan
desgraciada?
Cinco minutos después Salvador se encontraba
de nuevo al lado de ella.
-Esta vida que llevamos no es soportable –
murmuró el joven-; vigilados a todas horas
por tu tirano, hace años que apenas podemos
cambiar algunas palabras, y día llegará en
que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres
huir conmigo?
-No me atrevo.
-Yo abriré esa puerta que da al campo, débil
obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en
un coche, partiremos a la ciudad más próxima,
de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu
padre pierda nuestro rastro; viviremos felices
en una casita humilde, pero poética, que embellecerás
con tu presencia. ¿No consientes?
-Nos hallarán.
-No temas. La ocasión se presenta ahora
mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre
que habla con tu primo que está tocando para
que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa
de ti y menos de mí, a quien cree ausente;
ven, amada mía.
Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia
aquel lado del jardín, en que estaba la puerta
pequeña.
Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se
oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo
del parque, o en la calle quizás, y esto fue
causa de que todos fijasen su atención en
aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y
de su compañera.
-¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia?
-continuó él.
Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya,
y dejaba que él la guiase.
La llave de la puerta estaba quitada, pero
la madera era vieja. Salvador era fuerte y
vigoroso, y después de un rato de infructuosos
intentos, logró por fin abrir.
-¡Libres! -exclamó el joven-, libres y para
siempre.
Ella dirigió una última mirada al jardín y siguió
de buen grado a su amante. Anduvieron
por espacio de más de dos horas sin cambiar
más que algunas palabras. Ella se sintió fatigada
por fin, y quiso descansar.
Se sentaron en el campo, cerca de un
arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor,
casi un niño, comiendo con excelente apetito
un pedazo de pan que cortaba con un cuchillo.
Sus cabras triscaban entre la verde hierba,
sin que él las perdiese de vista.
-¡Qué feliz eres, muchacho! -exclamó Salvador-.
Te contentas con vivir al aire libre,
tomando una miserable comida y en una
eterna soledad. ¿No lees nunca?
-No sé leer -contestó el niño.
-¿No hablas jamás?
-Sí, señor, con mis cabras. Les pongo
nombres, por los que atienden; las acaricio y
noto que me lo agradecen, mientras que los
hombres me pegan o se ríen de mí.
-¿No tienes padres?
-No, señor; no los he conocido.
-¿Y amigos tampoco?
-¿Quién había de querer ser amigo de un
miserable como yo?
-¿Ni amores?
Una sonrisa estúpida se dibujó en los labios
del pastorcillo, que dijo:
-No me disgusta Anica, la pastora.
-¿Y se lo has dicho?
-Sí.
-Y ella, ¿qué te ha contestado?
-Que soy un animal.
-Es decir, ¿que te desprecia?
-Mi amo asegura que es muy difícil saber lo
que siente y lo que piensa una mujer, y que a
veces quieren más las que parecen amar menos.
¡Como no podemos ver lo que pasa en su
corazón!
-Es verdad, muchacho; nunca habrás dicho
una cosa más cierta.
Mientras hablaban Salvador y el pastorcillo,
Aurora, rendida por el cansancio de aquella
larga caminata, y quizá también por sus emociones,
se había quedado dormida. Su hermosa
e interesante cabeza descansaba sobre uno
de sus brazos y parecía estar tan tranquila
como si reposase sobre un mullido lecho.
Algunas pardas nubes empañaban el puro
azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían
reemplazado al sofocante calor de aquel día,
que más bien parecía de estío que primaveral.
Continuados suspiros se escapaban del pecho
de Salvador, algo agitado por lo extraño
de la situación en que se encontraba. ¿Dónde
pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía por
aquellos contornos alguna morada conocida
en la que ambos pudieran pasar la noche?
Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.
La voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.
-Todas mis cabras son dóciles menos una –
dijo-, vea usted esa, siempre busca la ocasión
de escaparse, y el día en que menos lo espere
me dará un disgusto. ¡Eh! ¡Negrilla, Negrilla!
Pero la llamada Negrilla, que era obscura
como la noche, lejos de atender a la voz del
niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez
hacia otro rebaño muy distante.
El pastor entonces dejó el resto de su pan
y su cuchillo en el suelo y echó a correr, lanzándose
en persecución de la fugitiva.
-¡Si pudiese yo ver lo que pasa en el corazón
de Aurora! -exclamó Salvador, recordando
las palabras del muchacho… – y sin embargo,
nada más fácil, ella duerme y puedo
averiguar si es mi imagen la que reina en él.
Cogió el cuchillo, acercó su oído al pecho
de la joven y allí, donde oyó sus acompasados
latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda
punta. Ella no hizo ni el menor movimiento,
sus labios conservaron su sonrisa, su rostro
su serena expresión.
-No tiene más que sangre -murmuró-, en
su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima!
¡Yo creí que me adoraba!
Contemplando a la joven, no vio venir al
pastor seguido del caballero anciano, del que
paseaba con él y de otros dos hombres.
-¡Por fin los encontramos! -exclamó el que
Salvador llamaba padre de Aurora-, allí los
veo.
-¿Y dice usted que son dos locos que se
han escapado de la casa donde por orden de
sus familias los tenía usted con otros enfermos
de la misma clase? -preguntó el pastor
con trémula voz.
-Sí, mientras acudíamos a otro demente
que estaba en un acceso de furor, han huido
sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se
hablasen, porque padecían el mismo mal,
eran dos locos de amor; temía graves consecuencias
si se reunían alguna vez.
-Por fortuna llegamos a tiempo -dijo uno
de los criados-, mírelos usted allí, señor doctor,
parecen tranquilos.
Antes de aproximarse al loco vieron el
horrible desenlace de aquel drama.
-¿Qué has hecho, Aurelio? -preguntó el anciano
acercándose al supuesto Salvador,
nombre del amante de la niña.
-Ver el corazón de Aurora -contestó impasible-,
pero su amor era un sueño, no he
hallado mi imagen en él.
-¡Desgraciado, has asesinado a esa pobre
niña! ¡Infortunada Clotilde!
-Se llamaba Aurora y era mi amada, la que
tú, su infame padre, me negaste en matrimonio
porque no era rico.
Y quiso lanzarse sobre él, pero los dos
criados se lo impidieron.
-Sujetadle -ordenó el compañero del anciano,
que era un médico más joven.
A viva fuerza se llevaron al demente;
mientras los dos sabios conducían el inanimado
cuerpo de la niña.
El pastor contempló los dos grupos con su
mirada estúpida y oyó la extraña orden que
daba el viejo a los demás:
-La muerta a la capilla; y el vivo a una jaula.