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La Gota de Agua

– I –
Jamás se vio un matrimonio más dichoso
que el de D. Juan de Dios Cordero -médico
cirujano de un pueblo demasiado grande para
pasar por aldea, y demasiado pequeño para
ser considerado como ciudad-; y doña Fermina
Alamillos, ex-profesora de bordados en un
colegio de la corte, y en la actualidad rica
propietaria y labradora. Hacía veinte años que
se habían casado, no llevando ella más dote
que su excelente corazón, ni él más dinero en
su bolsillo que 60 reales; y a pesar de esta
pobreza, conocida su proverbial honradez, sin
recibir ninguna herencia inesperada, al cabo
de cinco lustros, el señor y la señora de Cordero
eran los primeros contribuyentes del
lugar. ¡Pero qué miserias habían pasado durante
esos cinco lustros! En aquella casa apenas
se comía, se dormía en un humilde lecho,
y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado
cualquier campesino.
Cuando alguien preguntaba a doña Fermina
por qué no teniendo hijos a quienes legar
su fortuna había ahorrado tanto dinero a costa
de su bienestar y acaso de su salud, la
buena señora respondía: «Hice como la hormiga,
trabajé durante el verano de mi vida,
para tener alimento, paz y albergue en mi
invierno. He cumplido cincuenta años; si vivo
veintitantos o treinta más -que bien puede
esperarlo, la que como yo, sólo encuentra en
su casa gratos placeres-, daré por bien empleada
mi antigua pobreza, que hoy me brinda
una existencia serena y desahogada».
Juan de Dios no tenía más opinión que la
de su mujer; a él le había tocado trabajar
como médico-cirujano, y a su esposa economizar
lo ganado en aquel pueblo a fuerza de
sudores y fatigas, porque no todos los enfermos
pagaban; unos por falta de recursos, y
los más porque se morían. Esta era la única
mancha que tenía Juan de Dios sobre su conciencia;
muchos de los pacientes, a los que
había dado pasaporte para el otro mundo, no
estaban condenados a morir. Acostumbrado a
curar siempre con sangrías, había precipitado
con ellas el fin de bastantes desgraciados;
pero cuentan, que a pesar de eso, el honrado
doctor, hombre excelente, dormía como un
bienaventurado, y que jamás se le apareció
en sueños ninguna de sus víctimas.
Acababa de acostarse Juan de Dios, serían
las nueve de una noche fría y lluviosa del mes
de Marzo, cuando llamaron a la puerta. Marido
y mujer se sobresaltaron; hubo una ligera
polémica sobre si debía abrirse o no, y ya era
cosa resuelta que no se abriría, porque este
fue el parecer de la esposa, cuando entró la
criada en la habitación de sus amos, y dijo:
-Señor, avisan a usted con urgencia para
una enferma.
-No puede ir -gritó doña Fermina.
-Mujer, por Dios -suplicó el marido…
-Te vas a resfriar.
-¿Y si por no constiparme se muere esa
desgraciada?
-¿Y si coges una pulmonía y te mueres tú?
-Iré bien abrigado.
-Vamos, no lo consiento.
-¿Qué respondo al criado de la señora baronesa?
-preguntó la criada.
-¡Ah! ¡Se trata de la señora baronesa! –
exclamó Fermina abriendo con asombro los
ojos-; eso es otra cosa.
Entre las debilidades de aquella honrada
mujer, pues todos las tenemos, era la principal
su deseo de tratar a personas de elevada
alcurnia. Hacía más de un año que la baronesa
vivía en el pueblo con su marido y su hijo,
y doña Fermina no había encontrado una ocasión
propicia para introducirse en su casa;
nunca se había visto una familia de mejor
salud; al fin un individuo de los principales,
reclamaba los cuidados científicos de Juan de
Dios, éste salvaría a la paciente y la amistad
entre la ilustre dama y la antigua profesora,
llegaría a ser un hecho real y positivo.
-Di al criado de la señora baronesa -se
atrevió a murmurar Juan de Dios -que no me
siento bien y que me es imposible ir.
-¿Qué estás diciendo? -exclamó la esposa-.
¿Dejarás morir a esa señora?
-Por no resfriarme, por no darte un disgusto…
-No, esposo mío, no te resfriarás. Ponte el
abrigo forrado de pieles, la bufanda, la capa,
el gorro bajo el sombrero y ve en coche. ¿Ha
mandado el suyo la baronesa?
-Sí, señora -contestó la criada.
-Pues anda, Juan de Dios, no te detengas,
así no te pondrás enfermo.
Diez minutos después salía el médico de su
casa.
Doña Fermina, rebosando de satisfacción,
no pudo conciliar el sueño en el resto de la
noche.
– II –
Juan de Dios volvió a las nueve de la mañana
del siguiente día. Su esposa fue a su
encuentro con la ligereza propia de una niña,
y apenas vio a su marido, le preguntó:
-¿Qué quería la baronesa? ¿Te ha recibido
bien? ¿Te ha ofrecido la casa? ¿Te ha rogado
que vaya a visitarla o te ha dicho que ella
vendrá primero a verme? ¿No me contestas?
-Cuando acabes de preguntar, Fermina.
-Pues ya he concluido.
-La baronesa estaba enferma, y solo me ha
hablado de lo referente a su dolencia; no me
ha preguntado por ti.
-¡Qué grosería!
-La baronesa, dos horas después de mi llegada,
dio a luz una robusta niña, que ha sido
recibida con verdadero júbilo, pues ya sabes
que no tenía más que un hijo y ella deseaba
vivamente una hija.
-Y después, ¿qué has hecho?
-Ya dejaba tranquila a la ilustre señora, ya
salía de su casa y me disponía a volver a la
mía, cuando una mujer pobremente vestida
me llamó. «¿Es usted el doctor?» me preguntó.
Y al oír mi respuesta afirmativa, añadió:
«¿Puede usted asistir a una vecina mía?»
¿Cómo negarme a hacerlo? Subí a una humilde
boardilla, y encontré a una infeliz joven
que se hallaba en el mismo caso que la baronesa.
Comparé lo que acababa de dejar con lo
que estaba viendo: en el palacio muebles lujosos,
ricas colgaduras, luces, espejos, suntuosos
trajes, un esposo amante, amigos solícitos,
criados esperando con interés la feliz
nueva… En la boardilla, desnudas paredes,
vigas carcomidas, un jergón, harapos, soledad,
tristeza. Aquella desgraciada acababa de
quedar viuda; su marido no le había dejado
recursos de ningún género y ella se moría de
hambre y de pena. Dio a luz otra niña, flaca y
que no parecía tener más que un soplo de
vida. Pero acaso no muera: nace con mala
estrella para dejar tan pronto el mundo. Perdona
Fermina si le di, sin contar con tu beneplácito,
una moneda de plata a aquella mujer.
-Que trabaje.
-Su estado no se lo permite: ya trabajará.
-Casi todas las que están en el último grado
de miseria, tienen la culpa de lo que les
sucede.
-Ella me ha pedido ayuda y protección.
-Yo también fui pobre, trabajé, y ahora disfruto
un grato bienestar; que haga lo mismo y
no será desgraciada.
Fermina estaba de mal humor, porque la
baronesa no había preguntado por ella, y por
eso hablaba de ese modo; por lo demás su
corazón era bellísimo, y al siguiente día encargó
a su marido que enviase ropas, caldo y
otras cosas a la pobre viuda.
– III –
Esta no fue tan digna de compasión como
era de suponer. Un acontecimiento inesperado
vino a sacarla de aquella situación angustiosa.
La nodriza que había buscado la baronesa
para criar a su hija tuvo que volver a su
pueblo al mes de nacer la pequeña Camila, y
no encontrándose ninguna con la premura
necesaria, Juan de Dios le propuso a la mujer
de la boardilla, que se había restablecido por
completo, gracias a los cuidados de doña
Fermina. La joven fue admitida con la condición
de que había de buscar alguna persona
que se encargase de su niña. Así esta, la pobre
Benigna, por ser desgraciada en todo, no
gozó, ni en los primeros meses de su vida, las
caricias de su madre. Fue confiada a una vecina,
que la crió al propio tiempo que a un
hijo suyo, y únicamente cuando la niña anduvo
sola y dio poco que hacer, se consintió al
ama de Camila que llevase a Benigna consigo.
Camila era muy bonita, Benigna fea, medio
raquítica, solo tenía hermosos cabellos castaños
y grandes ojos azules, en los que ya se
reflejaban la bondad y el candor de su alma.
Cuando Camila no necesitó ama, doña
Fermina y Juan de Dios quisieron llevarse a la
viuda a su servicio; ella no consintió, y acaso
de aquella negativa nacieron todas las desgracias
de su hija. Tal vez el médico y su mujer
hubieran adoptado a la niña, legándole en
su testamento su fortuna, que harto lo prueba
que así lo hicieron más tarde con una huérfana
que acogieron; pero a la madre de Benigna
le deslumbró el brillo de un título, y no consintió
en abandonar a la baronesa.
Doña Fermina no realizó jamás su dorado
sueño de ser amiga, ni aun conocida de la
ilustre dama.
– IV –
Ya tenían las niñas seis años, cuando la
nodriza murió. Benigna, que la quería tiernamente,
sintió un inmenso vacío en su derredor;
pero en la infancia se olvida fácilmente, y
poco tardó en compartir los juegos de Camila.
Una tarde, la hija de la bella señora y la
huérfana, sentadas ambas sobre la alfombra,
vestían y peinaban una gran muñeca, mientras
la baronesa, no lejos de ellas, conversaba
con varios de sus amigos. Su vista se fijó en
las dos niñas, que no advirtieron la atención
de que eran objeto.
-¿Pero quién diría -exclamó riéndose y
comparando la esbelta y graciosa figura de su
hija con el defectuoso cuerpo y el feo rostro
de Benigna-, que estas dos criaturas han nacido
en el mismo día? Vean ustedes: Camila le
lleva más de la cabeza.
-¡Ah! Camila es encantadora -dijo un admirador
de la madre.
-¿Y cómo consiente usted que su niña, que
está tan bien educada, pase tantos ratos al
lado de esa chicuela? -preguntó otro.
-Es su hermana de leche. Camila le tiene
algún cariño a causa sin duda de que nunca la
contraria, y a mí me da pena sacarla de mi
casa.
-¿No tiene padres?
-Su madre, única persona que le quedaba
en el mundo, murió el verano pasado.
Nadie volvió a ocuparse de las niñas, hasta
que Camila se incomodó porque Benigna
había dejado caer inadvertidamente la muñeca.
Su diminuta mano golpeó repetidas veces
el rostro de su compañera de juego, que se
alejó llorando.
La baronesa tomó en sus brazos a Camila,
y para calmarla prometió comprarle nuevos
juguetes. Benigna se dirigió a su cuarto, y
después de enjugar sus lágrimas se consoló
de la ingratitud de su joven ama, viendo la
colección de muñecas rotas que aquella le
había dado, y formándolas junto a la pared
para que se sostuvieran de pie. Allí se puso a
imitar las conversaciones que oía a los señores
y a los criados, haciéndose ella representar
por una muñeca de agraciado rostro que
distaba mucho de parecérsele.
– V –
Pasaron los años y Camila fue llevada a un
colegio; su hermano había empezado antes su
educación. Benigna no aprendió nada; en casa
de la baronesa la vestían y la alimentaban
del mismo modo que daban de comer y cuidaban
a los perritos preferidos de los amos,
para que viviesen, sin ocuparse de nada más.
Benigna cambió poco; al llegar a la adolescencia
no tenía ni aun esa belleza propia de
los quince años. Su rostro carecía de atractivos,
su talle de la esbeltez de la juventud, su
estatura era pequeña, solo había en sus grandes
ojos azules una melancólica y dulce expresión,
que hubiese podido impresionar algunos
corazones, si alguien se hubiese dignado
fijarse en ellos; pero a Benigna no la miraban
ni los criados de la baronesa.
Al cumplir los quince años sacaron a Camila
del colegio: era una señorita bien educada,
pero fría, egoísta y orgullosa. Benigna había
puesto todo su cariño en ella; así es que al
verla, olvidando la diferencia de clases, fue a
echarse en los brazos de su hermana de leche,
pero esta la rechazó con dureza. Benigna
se apartó de ella con el corazón destrozado.
El hijo del barón tenía diez y nueve años:
también él volvió a la casa paterna después
de haber estudiado y viajado. No era tan vanidoso
como su hermana, pero su carácter se
asemejaba bastante al de esta. Benigna los
veía como a dos ídolos, a los que adoraba de
lejos, sin que los ídolos se dignasen concederle
ni la más insignificante de las gracias.
Una noche, era más de la una, la pobre niña
velaba en su cuarto, cuando oyó pasos
furtivos en el corredor. Salió sobresaltada y
vio al joven que se dirigía a un aposento no
lejano del de su madre.
-Benigna -dijo retrocediendo al verla-; he
perdido mucho en el juego, y necesito dinero;
¿dónde guardan mis padres el suyo? Tú debes
saberlo.
-No lo sé, señor, y aunque lo supiera lo callaría.
-Eres una imbécil, pero me es indiferente
que lo calles; yo lo averiguaré.
Y siguió su camino a pesar de las súplicas
de la joven.
A la mañana siguiente la baronesa notó la
falta de una crecida cantidad de dinero. Los
criados dijeron que habían oído por la noche
hablar a Benigna con un hombre. Ella no negó
que a esa hora estaba levantada; pero no
reveló, por cariño al joven, lo que este le
había dicho, y él en su egoísmo lo ocultó también.
El barón y su esposa no dieron parte a
la policía, y encerraron a la niña en su cuarto
hasta que descubriese a quién había entregado
el dinero.
Benigna tuvo siempre una salud delicada;
le causó una dolorosísima impresión verse
tratada de tan inicuo modo, y cayó gravemente
enferma. Juan de Dios, el que asistió a la
madre cuando el nacimiento de la niña, fue
llamado para asistir a esta en su postrera enfermedad.
Una tarde, era en el mes de Mayo, Camila
fue enviada por su madre para informarse del
estado de Benigna.
-No le quedan muchas horas de vida –
contestó el doctor.
La joven alzó los ojos, que fijó de un modo
extraño en su hermana de leche.
-D. Juan -dijo señalando a Camila-; ¿por
qué si nacimos juntas, vivió ella entre el fausto
y los halagos de la suerte, y yo no tuve ni
familia ni hogar?
-Bienaventurados los que lloran, hija mía –
contestó Juan de Dios.
-¿Por qué nació hermosa, por qué vive feliz,
por qué no le dirigen injustas acusaciones?
-El Señor lo sabe; piensa en que hay otra
vida de dicha y recompensa para los que sufren
en esta.
-¿Quién se acordará de mí después que
muera?
Benigna se incorporó en el lecho. Su habitación,
situada en el piso bajo, tenía vistas al
jardín. Desde su cama se divisaban árboles,
flores y una fuente. Había llovido, y en las
hojas de los tilos brillaban algunas gotas de
agua. La niña vio caer dos de ellas; la una fue
a perderse en la fuente, agitando levemente
su superficie, la otra cayó al suelo y no dejó
huella ninguna en la arena.
-Así somos nosotras -murmuró Benigna-;
Camila la gota de agua que enriquece la fuente,
yo la que absorbe la tierra, sin que de ella
quede rastro ni memoria. Acaso sea mejor;
nadie me sentirá en el mundo, y mis padres
me esperarán en el cielo. Cuando ella muera
su familia no tendrá consuelo. ¡Pobres gotas
de agua! Yo tampoco os miré hasta hoy, y
quizá vosotras descendéis de las nubes para
llorar mi prematuro fin. A la tierra vais como
yo: ¡cuántas humedeceréis la que ha de cubrir
mi sepultura!
Y aun habló más Benigna, pero poco a poco
sus ideas fueron menos lúcidas, y en su
delirio refirió, sin sospecharlo, cómo se habla
hecho el robo y nombró al autor de él. Los
padres lo supieron con espanto; el hijo declaró
que era cierto, y la baronesa y su esposo
encargaron a Juan de Dios que nada dijese.
-Que los criados no sospechen la conducta
de mi hijo -murmuró la madre-. ¿Qué importa
que acusen del robo a Benigna? ¿Qué tenía
esa muchacha que perder? Ni nombre, ni familia,
ni hogar…
No respetaron ni su memoria; ¡pobre gota
de agua!

El Coche Misterioso

A la niña Casilda del Río y de Capua.
José y Teresa tenían dos hijos, el mayor,
Miguel, que contaba ya doce años y la menor
Carolina que acababa de cumplir seis. Como
los padres se dedicaban a los trabajos del
campo, pues la mujer ayudaba al marido en
aquellas faenas, la niña quedaba siempre al
cuidado de su hermano, encargando a este
que no la perdiera de vista porque Carolina
era tan traviesa como pacífico Miguel.
El pobre muchacho era esclavo de sus deberes
y a veces se veía burlado por la niña
que salía a la calle para jugar con otras criaturas
de su edad. Estas escapatorias causaban
serios disgustos a Miguel, que antes de
encontrar a su hermana ya imaginaba si se
había caído al pozo, si la había atropellado
algún caballo, o si la había robado un gitano
de aquellos que solían pasar por el pueblo,
para vender una cabalgadura en la ciudad
próxima procurando engañar al más cándido
de sus habitantes.
Una tarde, Miguel se entretenía leyendo un
libro de cuentos que le había prestado el hijo
del maestro de escuela, y cuando echó de ver
que había faltado a su obligación no vigilando
a Carolina halló, no sin espanto, que la silla
donde había visto sentada por última vez a la
niña estaba vacía, quedando junto a ella la
muñeca de cartón que aquella había vestido
con uno de sus trajes viejos.
Miguel soltó precipitadamente el libro, entró
en la sala, en la cocina, en los dormitorios,
registró los muebles, llamó con angustia a su
hermana y salió luego al patio donde encontró
la puerta entornada.
-Por allí se ha escapado -exclamó.
Daba a una calle estrecha con escasos edificios.
Vio a dos chiquillos que jugaban y les
preguntó si habían visto a Carolina.
-Se ha ido en coche -le contestó uno-, en
un coche negro que acaba de pasar por aquí.
Miguel, sin pensar en que dejaba sola la
casa y con la puerta del patio abierta, echó a
correr hacia el camino de la ciudad y vio a
bastante distancia un coche que se alejaba
con alguna rapidez.
El muchacho era ágil y emprendió una carrera
desesperada, tanto que llegó a alcanzar
el carruaje antes de que pasara un cuarto de
hora desde que lo divisó.
Se fijó entonces en el coche; estaba pintado
de negro, excepto las ruedas que eran
amarillas; iba herméticamente cerrado y la
portezuela que tenía detrás parecía que llevaba
echada una llave. Una cortina ocultaba el
único cristal que era de color entre azulado y
verde, así es que en el interior debía reinar
una oscuridad completa. Tiraban del coche
dos caballos flacos y feos y los guiaba desde
el pescante un negro vestido con prendas
encarnadas y amarillas.
A Miguel le impuso algún respeto aquel
hombre y apenas se atrevió a preguntarle si
había, visto a una niña, dando las señas de su
hermana.
-En una calle estrecha -contestó el negro-,
la vi jugando en compañía de dos chicos.
Pero Miguel no creyó aquel engaño y decidió
seguir al carruaje hasta que se agotasen
sus fuerzas. Felizmente no necesitó andar
mucho. Antes de llegar a la ciudad, el negro
detuvo los caballos ante una posada de miserable
aspecto, entró en el patio, desenganchó
los caballos y abriendo la portezuela hizo bajar
a un anciano que vestía de un modo tan
extraño como él. Cerró después de nuevo y
ambos entraron en la sala donde se hallaban
ya algunos viajeros.
Miguel se escondió entre unos barriles vacíos
y cuando se alejaron los dos misteriosos
personajes se aproximó al coche.
-¡Carolina! -exclamó.
Le pareció escuchar un lamento dentro del
carruaje, pero por más que hizo no logró abrir
la portezuela.
Volvió a ocultarse al ver que el negro entraba
en el patio, traía una cazuela con comida
y, metiéndose en el coche, la dejó allí, sin
duda, pensó el niño, para que su hermana no
se muriese de hambre.
-¡Quieta o te pego! -dijo el negro con enfado,
amenazando a alguien que Miguel no veía-;
si intentas salirte te costará caro.
El niño hubiese deseado defender a Carolina
que, según sospechaba, quería escaparse
para ir a su encuentro, pero ¿qué podía él,
débil y pequeño, contra aquel hombre que era
una especie de gigante y que quizás estaría
armado y vengaría su atrevimiento maltratando
a la niña?
El negro se alejó de nuevo y Miguel se
acercó otra vez al coche para que su hermana
supiese que él estaba allí y hasta cierto punto
velaba por ella.
Carolina no le contestaba, pero Miguel lo
atribuía al temor de que volviese el terrible
negro.
Pasaron así algunas horas, y el niño se
durmió en un rincón del patio. Cuando se
despertó empezaba a clarear el cielo. Se
asomó a la sala de la posada y vio profundamente
dormidos, apoyadas las cabezas sobre
la mesa, al negro y al anciano.
Una idea cruzó por su mente; puesto que
el coche tenía un cristal ¿no podía romperlo y
sacar por allí a su hermana?
Cogió una piedra y dio tan fuertes golpes
que pronto quedó una abertura bastante
grande para que pudiese pasar un niño. Rápidamente
saltaron por ella tres figuras pequeñas
con trajes encarnados; una se subió por
las rejas de la casa hasta llegar al tejado, otra
penetró en la sala y se puso a comer un resto
de pan; en cuanto a la tercera fue a ocultarse
entre los barriles, temiendo sin duda un castigo.
Miguel miró por el cristal roto el interior
del coche y pudo convencerse de que no
había nadie más en él.
Al volverse encontró a su lado al temido
negro, que se había levantado hacía un instante.
-¡Al ladrón! -gritó cogiendo al chico por el
cuello.
Al oír sus voces, se despertaron el anciano
y otros hombres que dormían en la sala y
Miguel no vio en su derredor más que brazos
levantados en ademán hostil y rostros amenazadores.
Contó lo ocurrido, pero casi nadie le atendió;
sólo el viejo pareció darle algún crédito.
-Nosotros -dijo a Miguel-, llevamos estos
monos de pueblo en pueblo para que luzcan
sus habilidades, que son muchas, sobre todo
las de la mona que está en el tejado, y con lo
que sacamos vivimos. Como aman la libertad,
los tenemos encerrados en ese coche, mandado
construir expresamente para nosotros y
para ellos. Ahora, en castigo de tu falta, te
encargarás de encerrar a los monos, tarea
que no es fácil, y pagarás el cristal roto para
que podamos seguir nuestro viaje.
Miguel indicó que no tenía dinero, pero uno
de los presentes, vidriero de oficio, se comprometió
a poner el cristal, quedándose en
cambio con la chaqueta del muchacho que
estaba casi nueva. La idea de que cogiera a
los monos fue de más difícil realización; el
pobre niño anduvo en balde detrás de ellos
durante algunas horas sin conseguir alcanzarlos;
al fin, como los monos tenían hambre,
acudieron para que les dieran de almorzar a
la voz de su amo, y este después logró encerrarlos
de nuevo en el coche.
Miguel, convencido ya de que Carolina no
había sido robada por el anciano y por el negro,
emprendió triste y cabizbajo la vuelta al
lugar. ¿Cómo se presentaría en su casa sin
chaqueta, y qué razón daría que explicase la
desaparición de su hermana?
Iba entregado a estos pensamientos,
cuando antes de llegar al pueblo vio un grupo
numeroso que se dirigía en su busca. Al frente
se hallaban sus padres y Carolina. Esta, al
conocer al niño de lejos, echó a correr, abrazó
a Miguel llorando, y le dijo:
-¡Gracias a Dios que te encontramos! Perdóname
porque he sido muy mala para ti. Me
escondí en la casa de Pedro y Marcelino y les
encargué que te hiciesen creer, cuando fueses
a preguntar por mí, que me había ido en lo
que llamaban en el pueblo el coche misterioso.
Cuando supe que te habías marchado detrás
del carruaje, te llamé, pero estabas ya
lejos y no me oíste. Te esperé el resto de la
tarde y toda la noche; me dijeron nuestros
padres que yo tendría la culpa si te había pasado
algo, y no dejé de llorar ayer y hoy. Ya
verás como soy buena, te prometo que no me
escaparé más de casa.
Miguel besó a su hermanita y se arrojó
luego en los brazos de sus padres, a quienes
refirió en breves palabras lo ocurrido.
Carolina no faltó a lo que ofreciera, jamás
salió a la calle sin permiso de Miguel; si alguna
vez estaba a punto de olvidarlo, su hermano
le recordaba su extraña aventura, y la niña
se sentaba de nuevo a coser o a jugar con su
muñeca de cartón.
Al año siguiente volvió al pueblo el negro
guiando el coche misterioso, y los dos hombres
y los tres mohos dieron una función en la
plaza de la que aún guardan recuerdo los chicos
del lugar, particularmente Miguel y Carolina.
La niña miró con predilección a la mona
con la que llegó a confundirla su hermano
cuando iba en el interior del carruaje.

La Princesa Helena

Aquel príncipe tan amado de sus súbditos,
casado con la princesa Rosalía, que presenté
a mis lectores en el cuento titulado Pedro y
Perico, tenía un hermano menor llamado Enrique
que, al morir sus padres, había heredado
también numerosos Estados y grandes
bienes de fortuna.
Así como los primeros no habían tenido de
su feliz unión más que un hijo, Enrique y su
esposa la princesa Amalia no temían más que
una niña, a la que habían dado el nombre de
Elena.
La heredera del principado, porque en él
podían las hembras ser sucesoras, era una
criatura bellísima, de cabellos rubios y ojos
azules, frente despejada y tez blanca teñida
de un ligero sonrosado.
Rodeada de cuidados solícitos, la princesita
podía vivir tranquila, si no contenta, en el
soberbio palacio donde habitaba. Y si digo que
no vivía contenta es porque la princesa amaba
todo aquello de que se la privaba, correr
por el campo, tener por amigas a niñas de su
edad, ser expansiva sin que se tomasen sus
demostraciones por familiaridades poco en
armonía con su alto rango, no estar constantemente
vigilada, en fin olvidar aquella etiqueta
con que la mortificaban desde por la
mañana hasta por la noche.
Tenía varios profesores y un aya encargada
de no separarse de ella ni un segundo.
Cuando Elena paseaba en su carruaje, miraba
con envidia a las niñas que jugaban sin
que nadie se lo impidiera, y con placer hubiera
cambiado su suerte por la de cualquiera de
aquellas criaturas.
Una tarde del mes de Mayo iba la princesa,
como de costumbre, en coche con su aya y
otro individuo de su alta servidumbre por los
alrededores de la ciudad. Hacía un tiempo
magnífico, los árboles, completamente cubiertos
de ramaje, formaban una bóveda sombría,
la tierra estaba cubierta de césped y de flores;
los pájaros cantaban alegremente; el
cielo, que apenas se divisaba entre las verdes
hojas, tenía un hermoso azul, estaba completamente
despejado, y a lo lejos se veía un
ancho río con algunas lanchas de pescadores.
-¡Qué feliz sería yo si me bajase para pasear!
-exclamó la princesa.
El aya miró al caballero, y este, que quería
mucho a la niña, dijo:
-Verdaderamente por una vez bien podría
darse ese gusto a su alteza.
Apenas hubo pronunciado estas palabras,
Elena dio orden de que parase el coche; se
bajó seguida de los dos individuos de su servidumbre
y, diciendo al cochero que la esperase
allí, echó a andar yendo detrás de todos
el lacayo. Este era un muchacho de pocos
amos y viendo a otros chicos de su edad que
estaban jugando a la pelota, como él no tenía
tampoco aquellos ratos de expansión, dejó
que se alejaran un poco la princesa y sus
acompañantes y propuso a los niños ser de la
partida, a lo que ellos accedieron gozosos.
Elena corría sin separarse mucho del aya y
de su servidor. Al fin, al llegar a una plazoleta,
de la que la niña prometió no salir, el caballero
dijo a la dama:
-Mientras la niña juguetea, bien podemos
nosotros conversar un rato, haciendo grato
paréntesis a la enojosa etiqueta de palacio.
Guillermina, que era un tanto curiosa, se
embelesó con los sucedidos que su compañero,
con gracia y donaire, le fue explicando, y
así entretenida pasó algún tiempo, hasta que
recordando sus deberes, buscó con la vista a
la princesa. Elena había desaparecido. El aya
y Federico la llamaron, corrieron en distintas
direcciones, interrogaron al lacayo, que se
había cansado de jugar y había vuelto al lado
del carruaje; todo en vano, nadie había visto
a la princesita, ni ella acudía a sus voces.
Ya muy tarde regresaron a palacio; con
verdadera pena y con temor profundo refirieron
los dos servidores a los príncipes lo ocurrido
y los amantes padres, desesperados,
locos, hicieron que se buscase a la niña por
todo el principado, a pesar de que suponían
que no podía estar lejos, e hicieron encerrar
en estrecha prisión a Guillermina, a Federico,
al cochero y al lacayo.
Poco se tardó en saber por casi toda la nación
el extraordinario suceso; los unos suponían
que el aya y el servidor habían dado
muerte a la princesa, otros que la habían escondido
en alguna cueva con el objeto de que
a la muerte de los príncipes la sucesión fuese
para algún protegido de ellos y la niña no pudiera
presentarse a pedir la herencia, estando
muy bien vigilada; algunos, los menos, los
creían inocentes e imaginaban que Elena
había sido robada por otra persona.
Ello fue que el tiempo pasó y nadie dio noticias
de la princesita. Guillermina y los tres
servidores seguían presos e incomunicados y
los príncipes apenas salían de su palacio sufriendo
amargos pesares para los que no
hallaban consuelo.
¿Qué había sido en realidad de la niña?
Viendo que su aya y su acompañante no se
ocupaban de ella, Elena echó a correr tras
una mariposa blanca y no se detuvo hasta
que llegó junto al río. Allí había una barca mal
amarrada con una cuerda.
-¡Qué hermoso debe ser embarcarse! –
exclamó la princesa.
Y se metió en la lancha. Soltó la cuerda y
la frágil embarcación se fue alejando poco a
poco. Quiso entonces retroceder, pero no era
tiempo y, como los otros botes no estaban
hacia allí, nadie pudo auxiliarla.
Una hora después pasó en otra barca un
pescador que, adivinando sin duda algo de lo
ocurrido, recogió a Elena dejando la lancha en
que iba ella abandonada. Pero aquel hombre
era extranjero y en balde interrogó a la princesa
en su idioma, porque la niña no le comprendió.
Elena estaba seriamente alarmada, lo que
no le había ocurrido hasta entonces, y suplicaba
al pescador que la llevase a su palacio.
Era aquel extranjero un hombre honrado y
caritativo que se había visto obligado a dejar
su país porque, habiendo un hermano suyo
cometido un crimen, todos le miraban con
horror en su tierra, aunque él era inocente, y
había huido al principado aquel con su mujer
y dos hijos de corta edad, en busca de mejor
fortuna.
Vivían en una pequeña población que contaba
escasos habitantes, y se mantenían con
los productos de la pesca que el iba a vender
a la ciudad a un antiguo amigo suyo.
La mujer y los niños del extranjero acogieron
a la princesa con cariño, la hicieron comer
manjares que ella jamás había probado y luego
la acostaron con la otra niña en una pobre
cama donde la princesita no tardó en quedarse
profundamente dormida.
Al siguiente día tuvo que hacer la misma
vida que los extranjeros, ayudar a la niña a
limpiar la casa, comer modestamente y jugar
algo con las dos criaturas a las que entendía
un poco, porque ya habían empezado a
aprender la lengua del país, lo que no ocurría
a sus padres. Contó su historia Elena, pero
pareció a los chicos tan inverosímil que no la
creyeron ni le dieron importancia ninguna. A
aquel lugar no habían llegado las pesquisas
que se hicieron para buscar a la princesa,
pues nadie imaginaba que se hubiera refugiado
allí.
La niña aprendió a coser y otras muchas
cosas útiles que no sabía, y el pescador y su
mujer, viéndola de carácter tan dulce y bondadoso,
le tomaron cariño y se hicieron cuenta
de que tenían una hija más.
Sus lujosas ropas se echaron a perder
cuando llevó algún tiempo de estar en aquella
población, y la princesita fue vestida pobremente
como los otros dos niños. Las joyas
que llevaba, que consistían en dos pulseras,
un medallón con cadena de oro y algunas sortijas,
fueron vendidas a las mujeres más ricas
de la comarca para emplear su producto en
efectos más útiles para Elena; así ella no conservó
nada de lo que llevaba puesto cuando
salió de su palacio. Como era naturalmente
elegante y no ocultaba su historia a los muchachos
que con ella jugaban en el pueblo,
estos le hacían burla y le daban el nombre
que por derecho propio le correspondía, por
más que allí nadie creía que la historia fuese
real; la llamaban la princesa Elena.
Sus mismos protectores, que ya comprendían
perfectamente su idioma, sí la creían hija
de algún gran señor, pero no la heredera del
principado.
Así se pasaron algunos años sin que ningún
acontecimiento fuera a alterar en lo más mínimo
la vida de aquellas buenas gentes. Pero
he aquí que un día llegó a una posada un caballero
y contó al dueño de ella lo ocurrido a
los príncipes, añadiendo que no se explicaba
como la princesita no había parecido ni viva ni
muerta. El posadero se calló, pero apenas el
señor se alejó del lugar, llamó a su mujer y le
dijo:
-¿Sabes que la historia contada por Elena
ha resultado cierta? Ella es la heredera del
trono; pero mira que buena, ocasión se nos
presenta para hacer de nuestra hija Clara una
princesa; tiene la misma edad que la otra
niña, sabe esa historia, es inteligente y, con
poco que le expliquemos, hará creer que es la
princesa que se perdió hace años. Como
pruebas, presentamos las dos pulseras que le
compré cuando el pescador extranjero tuvo
que venderlas, y así nadie dudará que nuestra
Clara es la princesa Elena.
La mujer aprobó el plan y se lo dijeron a la
niña, que era por su carácter muy a propósito
para hacer la sustitución. Clara era vanidosa y
no pudo menos de divulgar el secreto del posadero
para que se supiera que ella iba a ser
princesa. Enseguida todos los padres que tenían
hijas de aquella edad próximamente y
que también habían comprado las joyas de la
princesita, pensaron hacer lo propio, reuniéndose
en un momento tres falsas princesas que
salieron el mismo día para la capital del principado.
El pescador extranjero, que comprendió
que la verdadera princesa era la que él tenía
en su casa, se embarcó en su lancha con Elena
y partió en busca de los príncipes Enrique
y Amalia, los inconsolables padres de la niña.
Pronto se divulgó por la capital la noticia de
que la princesa había sido hallada en una modesta
población. Algunos señores quisieron
ser los que llevasen a palacio a la niña, y el
uno se encargó de presentar a Clara y los
otros a las llamadas Mariana y Clotilde que
eran las que poseían, como pruebas de su
identidad, las joyas que habían pertenecido a
la princesa.
Enrique y Amalia, al saber que había tres
criaturas que decían ser Elena, se hallaban
muy preocupados y citaron en su palacio a las
presuntas herederas del trono.
El pescador y su protegida se presentaron
también, aunque no había en la nación nadie
que se interesase por ellos.
Los príncipes con algunos de sus vasallos
se hallaban en un gran salón cuando fueron
las cuatro niñas llevadas a su presencia.
Clara, Mariana y Clotilde iban bien vestidas
y lucían las joyas de la princesa, que un hábil
platero había agrandado para ellas, excepto el
medallón y la cadena, que pertenecían a la
segunda, y que habían quedado tales como
eran. Elena, con su modesto traje y su aire
tímido fue la que excitó menos la atención.
Una después de otra refirieron la historia con
idénticos detalles, casi con más las que llevaban
el papel estudiado que la que sabía lo
ocurrido realmente.
Los cortesanos no se atrevían a decir nada;
los unos encontraban que Clara tenía el porte
distinguido de Amalia, los otros que Clotilde
era muy semejante en la mirada a Enrique, y
los más que Mariana, que era rubia y con los
ojos azules, se parecía a la niña que se perdió.
El príncipe se retiró a otra instancia con
sus súbditos más notables para deliberar.
Nadie podía resolver el conflicto.
De repente el bufón, que era un hombrecillo
de la estatura de un niño de dos años, con
una cabeza descomunal y una joroba enorme,
se detuvo ante Enrique y le dijo tratándole
con la familiaridad que le era propia:
-Había una vez un gran señor que tenía
frecuentes accesos de melancolía. Le regalaron
un mono y este distrajo a su amo de tal
manera, que ya no necesitó más para ser feliz.
Pero he aquí que un día se perdió el mono
y el señor volvió a tener sus ratos de tristeza.
Se ofreció una fuerte suma al que lo llevase a
palacio y antes de los tres días le presentaron
una docena de monos tan iguales al suyo que
nadie podía distinguirlos. El señor mandó
abrir las puertas de su mansión y dio orden
de que los dejasen sueltos. La mayor parte de
ellos entró; uno se dirigió a la sala, otros al
despacho, cual a la galería de cuadros o a la
biblioteca. Uno pasó a la cocina y se fue derecho
al sitio donde le daban de comer. -«Este
es mi mono», dijo el señor. Pagó al que se lo
había llevado y despidió a los otros. Príncipe
Enrique, aplícate el cuento. Aunque hace siete
años que se perdió la princesa, algún recuerdo
debe guardar de su palacio. Suelta a las
cuatro chicuelas y comprenderás cuál es tu
hija.
No era malo el consejo y además nadie
había dado otro mejor.
Clara fue la primera que recibió la orden de
buscar su cuarto y, como era natural, se detuvo
en la alcoba que encontró más próxima.
Sin decirle si había acertado o no, se la hizo
volver a la sala.
Mariana fue más lejos, parándose en otra
alcoba precedida de un tocador lujoso; Clotilde
hizo poco más o menos lo mismo.
Elena, que era la última, pasó por aquellos
dormitorios sin fijar la atención en ellos y no
se detuvo hasta llegar a un oratorio.
-Aquí me parece que estaba -murmuró-,
pero mi cama la han quitado.
Entró en otra pieza en la que había, entre
otros muebles, un armario, lo abrió y sacó de
él una muñeca vestida de blanco.
-Esta es la que me regaló Guillermina, mi
aya -prosiguió.
Pero todo lo que hablaba no lo decía para
que lo oyesen, parecía en aquel momento
creerse sola y transportada a otros tiempos.
Sacó entre varios objetos los retratos de
sus padres como eran algunos años antes,
porque la pena los había cambiado tanto que
ya no parecían los mismos, y los besó con
profundo respeto.
-Otra prueba aún -dijo el príncipe Enrique-;
que vayan las niñas al jardín.
Fueron en efecto, pero apenas habían entrado
en él, un perro se dirigió hacia ellas,
ladró alegremente y luego, moviendo la cola,
lamió las manos de Elena y le prodigó otras
caricias.
-¡Pobre León! -exclamó ella-, ¿te acuerdas
todavía de mí?
Y le besó con cariño.
Ya no quedaba la menor duda, la única niña
que no poseía la menor prueba de ser la
hija de Enrique, era la princesa Elena.
Los padres no cesaban de abrazarla y los
súbditos vitoreaban a los tres.
Las niñas se volvieron a su pueblo, no castigándose
a los padres por haberlo rogado así
la princesa; Guillermina, Federico y los otros
servidores fueron puestos en libertad; al bufón,
que era de carácter triste, se le permitió
que no hiciese reír más a nadie en palacio,
pero que continuase en él, y el pescador y su
familia obtuvieron grandes riquezas, porque la
princesita los quiso siempre con ternura recordando
lo que por ella habían hecho.
Los príncipes y su hija fueron completamente
dichosos y algunos años después la
princesa Elena se casó con su primo Pedro
reuniéndose en un principado los vastos dominios
de los dos.

La Hija del Gigante

En la ciudad donde vivía, que era una de
las mejores de España, le llamaban León el
Grande. Tenía una estatura verdaderamente
extraordinaria, como no se ve ya en estos
tiempos, ni aún en los países donde son los
hombres más altos. Su rostro era franco y
simpático, su carácter dulce y bueno, su alma
candorosa como la de un niño. Dotado de una
fuerza excepcional, sólo la empleaba para
defender al débil; así es que era temido por
los unos e inspiraba vivas simpatías o profundo
cariño a los otros. Era rico, había perdido a
toda su familia y su única aspiración era formarse
una, porque era entusiasta de los encantos
del hogar. Pero la cuestión de hallar
novia era para él difícil, porque siendo excesivamente
tímido, no se atrevía a hacer el amor
a ninguna muchacha.
Una vez, pasando por una plaza, vio asomada
a una ventana una joven cuya belleza le
cautivó; a la mañana siguiente, que era un
domingo, la esperó a la puerta de su casa
para ir a la misma misa que ella. La doncella
no salió hasta las diez; pero al verla a su lado
León sufrió una decepción terrible, porque era
de tan corta estatura que no podía menos de
hacer una figura ridícula a su lado; desistió de
la conquista porque algunos de sus amigos se
rieron al verle junto a la joven, que no podía
mirarle sin molestia.
Cuando iba a un baile, no tomaba parte en
la fiesta porque ninguna mujer alcanzaba a su
brazo para bailar con él. Su estatura colosal le
causaba más disgustos que beneficios.
Al fin un amigo que había sido de su padre
le habló de una señorita a quien él conocía,
en estos términos:
-Desde hace un año soy tutor de una muchacha
que reúne las mejores condiciones
para ser tu esposa. Es bella, honrada, rica y
tiene una estatura que, aunque no llega ni
con mucho a la tuya, no resultaría mal al lado
de un gigante como tú. Los demás hombres
parecen muñecos cuando pasan junto a ella.
Ven mañana a comer a mi casa, te presentaré
a Fernanda, que así se nombra, y si no te
parece fea y ella te encuentra bien, yo me
encargo de arreglar la boda, con lo que habré
labrado vuestra felicidad y la mía, pues no sé
qué hacer de esta pupila que no cabe en ninguna
parte. Será preciso construir una casa
muy alta de techo para vosotros, porque no
es cosa que la lleves a la que hoy habitas,
que debe contar muchos siglos. Es verdad,
que en las modernas no podrías estar en pie y
harto haces cuando visitas a alguien con sentarte
en sillas y comer en mesas que para ti
son bajas. Conque no faltes a las siete en
punto.
Claro está que León no faltó. Miró por primera
vez sin la menor molestia a una mujer y
esta no le desagradó ni él a ella tampoco.
Desde entonces visitó a menudo a su anciano
amigo, y antes de que pasase un mes el gigante
ya había declarado su amor a la joven y
ella le había correspondido.
Se verificó la boda al cabo de algún tiempo
y fueron a habitar una hermosa casa de dos
pisos construida expresamente para ellos,
pero que en su exterior tenía la altura de las
de cuatro.
León y Fernanda vivieron allí completamente
felices, salían poco y recibían contadas
visitas; era para los dos tan incómodo hacerlas
como que se las hiciesen, porque las sillas
tan altas no permitían a ninguno de los amigos
apoyar los pies en el suelo y, aunque para
subsanar esa falta habían mandado llevar
unas banquetas, los asientos no resultaban
nunca cómodos.
Al año de matrimonio, Fernanda tuvo una
niña que, aunque muy hermosa no parecía
llegase a ser de la extraordinaria altura de sus
padres. Pero al poco tiempo empezó a crecer
de tal modo que pronto no le sirvió la cuna, ni
hubo niñera que pudiese tenerla en sus brazos.
Mientras estaba en la casa de los padres la
cogían ya el uno, ya el otro, y para salir idearon
comprarle un coche tirado por un borriquillo,
llevando a la niña bien sujeta al asiento
para que no se cayese.
Si aquella familia hubiera sido pobre,
habría podido ganar una fortuna mostrándose
al público por dinero en algún local.
La hija del gigante, como todo el mundo la
llamaba, nombrábase Camila y era una criatura
bellísima, de carácter dulce y tan miedosa
que hasta de una mosca se asustaba. Nunca
logró jurar con niñas de su edad, porque su
estatura la hacía parecer de muchos más
años; así es que no pudiendo amoldar sus
gustos a los de sus compañeras, resultaba
que no se divertía. León veía con pesar que
su hija iba a ser tan alta como él; a los diez
años era casi igual a su madre y ya no le
permitían tomar parte en los juegos fuera de
su casa porque todo el mundo se reía de ella.
Por esa época tuvo una gran pena León; su
esposa, la tierna compañera de su hogar, murió
después de una enfermedad muy breve. El
esposo y la hija no hallaban consuelo para
aquel dolor.
Viendo que pasados algunos meses, la
aflicción del viudo y de la niña no se mitigaba,
los médicos aconsejaron a León que hiciese
un viaje, y él resolvió poner en práctica aquel
proyecto. Pero para realizarlo era preciso
hacer con el buque, pues el viaje iba a ser por
mar, lo mismo que se había hecho con la casa;
construirlo expresamente para León y
para Camila. Esto los detuvo algún tiempo,
pero al fin lograron su deseo embarcándose
en el buque de su propiedad una hermosa
mañana.
La niña iba muy asustada y sufrió además
las molestias del mareo; así es que apenas
salía de su camarote. Su padre la acompañaba
casi siempre, pues verse al lado de ella era
ya la sola ventura que a León le quedaba.
Viajaron por todas las partes del mundo, deteniéndose
en muchos de sus países más notables
para ofrecer a Camila algún descanso.
Al fin ella se acostumbró a ir a bordo, el mareo
cesó, el temor al mar fue disminuyendo y
León vio tranquila y más contenta a su niña.
Una noche, poco después de haberse acostado
el gigante, le fue a buscar uno de los
marinos que le acompañaban en el buque y le
dijo en voz baja para que Camila, que dormía
en la cámara contigua, no le oyese:
-La noche está obscura, el mar agitado, todo
anuncia la proximidad de una tormenta.
-¿Corremos peligro? -preguntó León.
-Sí, y por eso he venido a avisarle. Con un
tiempo como el de hoy y un buque como este
de poca resistencia, no sé lo que podrá ocurrir.
-¿No sería posible ir a tierra?
-Estamos lejos de la costa.
-¿Entonces, qué hacer?
-Prepararse a arrostrar el riesgo que vamos
a correr en breve.
Apenas se alejó al marino, León hizo que
su hija se levantase y, aunque no le dijo lo
que les amenazaba, la previno que anunciaban
una tormenta. Camila no quiso separarse
de su padre y temblando esperó a que se realizasen
los tristes pronósticos.
La tempestad que estalló a poco fue horrible.
La niña lloraba abrazada a su padre, que
en vano trataba de calmar su agitación.
Cuando oyó que el buque hacía agua y que no
había salvación posible, Camila perdió el conocimiento.
Algunas horas permaneció sin darse cuenta
de lo que en su derredor pasaba. Al volver en
sí, se halló en un hermoso campo a la orilla
del mar. Era de noche y en el cielo brillaban la
luna y millares de estrellas sin que ni la más
ligera nube indicase la pasada tormenta. Árboles
gigantescos de grueso tronco y grandes
hojas de diversos matices, desde el verde
más claro al más oscuro; flores desconocidas
en su mayor parte, de vivos colores y embriagador
aroma; pájaros preciosos que iban a
refugiarse en sus nidos; una aldea formada
de chozas; algunos animales, al parecer domésticos,
pero que Camila no recordaba,
haber visto nunca; un calor sofocante y una
soledad absoluta en lo que a los mortales se
refiere; he aquí lo que halló la hija del gigante
cuando volvió de su desmayo. Ni su padre, ni
los marinos, ni el buque habían dejado el menor
rastro.
Camila advirtió que su ropa estaba mojada
y que tenía una ligera herida en una mano.
Para que León hubiese abandonado a su niña
era preciso que hubiera muerto; así la pobre
criatura que se creyó ya sola en el mundo, no
pudo contener el llanto y ocultó el rostro entre
sus manos vertiendo copiosas lágrimas. A
su pena se unía el temor de estar en un sitio
desconocido, de noche y abandonada.
Una música de instrumentos metálicos, así
como platillos o hierros, vino a distraerla y no
tardó en ver por un sendero, distinto de aquel
en que ella estaba, una comitiva de negros y
negras llevando en unas angarillas el cuerpo
inerte de una mujer. Algunos de los hombres
tocaban aquella música que ella había oído,
pero todo quedó en silencio cuando llegaron a
una plazoleta donde se pararon.
En, el centro había una gran piedra que
apartaron, dejando un hoyo profundo descubierto.
Después de ejecutar una danza acompasada,
cogieron el cuerpo de la mujer y lo
depositaron en el hoyo. Los negros lanzaron
grandes gritos y luego echaron sobre el cadáver
flores, ramas, joyas de más brillo que
valor y hasta armas. Tocaron de nuevo sus
instrumentos de metal y cubrieron con la piedra
aquella sepultura. Sobre ella depositaron
pieles y otros objetos y volvieron a emprender
su marcha lentamente.
Camila vio con terror que aquella turba
tomaba el camino donde ella se hallaba y el
mismo miedo le impidió ocultarse para que no
la descubrieran. Pronto estuvo rodeada por
los negros y las negras que lanzaban gritos de
algazara. La hicieron levantarse para que los
siguiera, pues la niña estaba sentada, y el
asombro de los salvajes no tuvo límites cuando
observaron que Camila era mucho más
alta que ellos.
-¡Una mujer blanca! -dijo uno en su idioma,
que la hija del gigante no comprendía.
-¡Una doncella hermosa! -prosiguió otro.
-¡Qué buen manjar!
-¡Qué gran hallazgo!
Un negro, el que parecía el jefe, que era
joven y hermoso, pues no tenía las facciones
abultadas de los de su raza, les habló así:
-Nuestra reina ha muerto; le hemos pedido
que nos indique cual debe ser su sucesora, y
nos ha enviado a esta niña blanca para reemplazarla.
Llevémosla en triunfo al palacio y
que las mujeres de esta tierra le ofrezcan bellas
telas y ricas joyas.
-¡Viva la reina! -gritaron los negros.
Con ramas formaron prontamente una silla
de manos, donde colocaron a la fuerza a la
asustada Camila. La niña creyó llegado su
último momento y empezó a llorar llamando a
su padre. Entonces el hermoso negro procuró
tranquilizarla hablándole con dulzura y
haciéndole comprender que no debía temer
nada. La llevaron a una ciudad de más importancia,
donde fue recibida por el ejército de
aquel país, que se componía de mujeres negras,
generalmente bellas, dotadas de singular
valor y energía, como nos han descrito a
las amazonas de África. Camila, la criatura
más medrosa que se ha visto, no tuvo más
remedio que ponerse al frente de ellos y
hacer arriesgadas excursiones a los pueblos
vecinos.
Poco a poco, y gracias al hermoso jefe, pudo
aprender el idioma de aquellos salvajes
que la adoraban y civilizarlos un tanto. Lo que
no logró evitar, fue que la casaran con el joven
negro; pero él se mostró tan apasionado
y tan sumiso con ella, que acabó por acostumbrarse
al color de su esposo y le quiso
realmente.
Algunos años más tarde, unos exploradores
que llegaron a aquella parte desconocida
de África, fueron hechos prisioneros y presentados
a la reina. Entre ellos iba León, que
había recorrido una infinidad de tierras en
busca de su hija, a la que perdió cuando el
naufragio de su buque, en el que habían perecido
todos menos los dos.
Camila, a la que llamaban la reina Mila, reconoció
a su padre, y a aquel encuentro siguió
una conmovedora escena. León no podía
creer en su felicidad. Después de las primeras
expansiones, la joven le presentó a su esposo
y a sus hijas que, a la edad de dos y cuatro
años, ya prometían ser de la misma raza de
gigantes que su abuelo y su madre.
El pobre León suspiró melancólicamente al
ver a aquella familia de ébano, pues las niñas
eran negras como su padre; pero conociendo
que la reina Mila era feliz, se dijo:
-Más vale, después de todo, que se haya
casado aquí; su marido es bueno y quién sabe
el hombre que le hubiera tocado en suerte.
No siempre son negros los salvajes, ni viven
en el interior de África.
León no se separó ya de la joven, y la ayudó
con su experiencia y sus consejos a gobernar
aquel país, donde tanto los reyes como
los súbditos gozaron un grato bienestar.
Allí no volvió a entrar ningún europeo; sólo
la casualidad hizo que la joven fuera arrojada
a aquellas orillas, y el amor paternal que León
lograse encontrarla al cabo de algunos años.
En España todo el mundo creyó que la hija
del gigante y este habían perecido en el naufragio.