Una hermosa mañana de Junio salió la niña
Margarita a pasear con su aya. Era hija única
y sus padres le otorgaban hasta los caprichos
más raros y más costosos. De esto resultaba
que era muy voluntariosa y no podía soportar
la menor contradicción.
Habían estado primero en una frondosa
alameda y luego penetraron en una calle a
cuyos dos lados se veían preciosos jardines.
La institutriz, que conocía de nombre o de
trato a los propietarios de la mayor parte de
ellos, iba diciendo a la niña quiénes eran, y
esta la escuchaba con indiferencia exclamando
a cada momento cuando se paraba delante
de una verja:
-¡Hermosos claveles! pero los de mi jardín
son más dobles.
-Mira qué dalias, pero las mías tienen colores
más variados.
-Repara qué jazmines y qué heliotropos,
pero me agradan más los que cultiva mi jardinero.
Al llegar a la última de aquellas posesiones,
Margarita se detuvo y el aya le dijo:
-Esta ignoro de quién es, aunque se ha
vendido hace ya algunos años.
Por la puerta de hierro se veía una espaciosa
plazoleta con una bella fuente en el centro,
las estatuas a los lados de las cuatro estaciones,
árboles seculares por cuyos troncos
trepaba verde hiedra y una infinidad de flores
de puros matices, admirablemente combinados,
entre las que descollaba un hermoso rosal
cuajado de capullos y con una sola rosa
completamente abierta.
Aquella rosa blanca, de un tamaño extraordinario,
era de una belleza tal que jamás
recordaba Margarita haber visto nada semejante.
-Dámela -dijo la niña al aya señalando con
su mano la flor.
-¿Pero cómo puedo cogerla? -preguntó la
institutriz alarmada por aquel extraño capricho.
-Llama y pídela al que abra.
Bien comprendía la pobre mujer que aquello
era imposible, pero sabía que contrariar a
Margarita era perder la plaza que desempeñaba
y tiró de la campanilla.
Un jardinero apareció detrás de los hierros,
pero no abrió la puerta.
-¿Qué quieren Vds.? -preguntó.
-¿Podríamos comprar esa rosa? -dijo el aya
con tímido acento.
-Aquí no se venden flores -contestó el jardinero
bruscamente.
-Esa nada más, la niña tiene capricho y…
-A mi amo no le importa eso -interrumpió
aquel hombre-; precisamente ese rosal es
todo su encanto, no sé cuantos años ha tardado
en lograr una flor semejante y no la daría
por todo el oro de la tierra. Es un hombre
ya de edad, sabio, extraño; ha dedicado su
vida al cultivo de plantas raras y no hay para
el más goce ni más ilusión en el mundo.
-¿Tiene familia?
-Es viudo y su única hija se le murió; está
enterrada debajo de ese rosal y a eso atribuye
el amo la belleza de sus flores. Era una
niña rubia, blanca y pálida como esa rosa; el
señor no permite que nadie se aproxime ahí
ni para quitar una hoja seca, sólo lo puede
tocar él. Si estuvieseis dentro del jardín, veríais
que al otro lado del rosal hay una lápida
en la que se lee el nombre de la niña: Rosa.
Mucho le ha costado a mi amo que le dejasen
enterrar a su hija en esta posesión que compró
hace pocos años, pero como cuenta con
buenas influencias, lo logró al fin. Siento mucho
no complacer a Vds., cualquier flor puedo
darles menos las del rosal.
-Yo quiero la rosa blanca -gritó Margarita-,
no me marcho sin ella.
-Pero si es imposible -dijo el aya.
-No hay nada imposible cuando lo pido yo.
El jardinero cansado de oírla, se despidió y
se alejó de nuevo.
La institutriz no podía apartar a Margarita
de allí. En balde le hacía toda clase de ofrecimientos
para que esperase tener aquella flor
otro día unas veces, otras trataba de atemorizarla
recordando que había brotado sobre la
tierra que guardaba el cuerpo de una niña;
una atracción extraña obligaba a la discípula a
no moverse de aquel sitio desde donde divisaba
la rosa blanca, objeto de sus deseos.
-No hay otra en el país igual -decía Margarita.
-Haremos que las siembren semejantes en
el jardín de casa.
-Para eso hay que esperar muchos años y
yo la necesito ahora.
Cogió el cordón de la campanilla y lo agitó
repetidas veces, pero el jardinero que veía
desde corta distancia lo que ocurría, no se
volvió a acercar.
Margarita lloraba, gritaba, maltrataba a su
aya y esta al fin se vio en la precisión de
hacerla andar a viva fuerza para que volviese
al lado de sus padres. ¡Pero en qué estado
llegó! Roto el vestido, sin sombrero, que
había perdido en el camino, con el semblante
encendido, los ojos brillantes y las facciones
descompuestas, y el aya con señales inequívocas
de numerosos mordiscos y arañazos.
La institutriz contó lo ocurrido en breves
palabras y los padres se alarmaron al ver el
estado de la niña. Supieron con terror que se
había detenido en el campo a beber agua de
una fuente, a pesar de las súplicas de su aya,
y no tardaron en advertir las consecuencias
de todo aquello, hijas de la mala educación
que habían dado a Margarita.
La niña cayó gravemente enferma y en el
delirio de la fiebre no hablaba más que de la
rosa blanca. Los mejores médicos habían sido
llamados para asistir a Margarita y en vano
agotaban para ella los recursos de su ciencia.
La inconsolable madre, que no se había
apartado ni un momento de su hija, salió de
su casa una tarde con gran extrañeza de todos.
No dijo a nadie donde iba ni se hizo
acompañar por ninguno de sus criados. Se
dirigió rápidamente a casa de aquel señor que
se dedicaba al cultivo de plantas raras.
Algo le costó ser recibida porque el sabio
huía todo trato social, pero al oír que una mujer
bañado el rostro en llanto, quería hablarle,
hizo una excepción en su favor y la madre de
Margarita logró ser introducida en el despacho
donde estaba el dueño de la casa arreglando
por orden, en una caja con divisiones, varias
semillas.
-Señor -dijo ella-,V. puede salvar a mi niña,
es la única que tengo, todo mi amor, mi
sólo consuelo. El origen de la enfermedad que
va a arrebatármela es haber deseado ardientemente
una rosa blanca que crece en el jardín
de V.; se la negaron y volvió a mi casa en
el más lamentable estado. Yo abrigo la esperanza
de que si le llevo esa flor se mejorará.
-Señora -contestó él-, no debemos satisfacer
todos los caprichos de los niños.
-Aseguro a V. que cuando se ponga buena,
la educaré de otro modo, enseñándole a soportar
las contrariedades de la vida. Pero hoy
está enferma, no me niegue lo que le suplico;
V. también ha sido padre y no oirá mis ruegos
con indiferencia.
-Ese rosal -murmuró el caballero-, ha brotado
junto al sepulcro de mi hija y para mí es
una profanación tocar esas flores. Cuando
bajo por las noches al jardín, esa rosa me
parece que es ella, que su perfume es el de
su inocencia; su blancura la de su rostro y su
belleza la de su alma. Pero no seré yo, padre
desconsolado, el que contribuya al pesar de
una madre; tome V. esa flor que es mi encanto,
por que los otros capullos no han abierto
todavía, y ella pueda evitar que otros viertan
las lágrimas que yo he derramado desde hace
algunos años.
Llamó y, al presentarse un criado, dio orden
de que el jardinero cortase la rosa blanca.
La madre de Margarita le echó mil bendiciones
comprendiendo el sacrificio que aquel
hombre hacía, cuando al llevarle la rosa vio
que la besaba con respeto.
Al llegar la dama a su casa la niña continuaba
lo mismo. La madre se acercó al lecho
y colocó ante los ojos de Margarita aquella
hermosa flor. La enferma la miró, sacó una de
sus manos de debajo de los ropas y cogiendo
la rosa aspiró su aroma primero y sonrió dulcemente
después. Enseguida se quedó dormida,
sin haber soltado la flor.
Poco a poco se fue mejorando la niña. Su
madre había colocado en un precioso vaso de
cristal la rosa blanca y varias veces al día la
llevaba a la alcoba para que Margarita la viese.
Los padres recobraban su contento y la
casa iba tomando otra vez su aspecto ordinario.
El aya estaba asombrada al ver que su
discípula no había tenido ningún otro capricho.
El carácter de Margarita había cambiado
mucho durante la enfermedad; ¿sería acaso
influencia de la rosa blanca?
Cuando se mejoró y pudo salir, su primer
deseo fue visitar al sabio que había dado la
flor a su madre.
Esta se prestó a acompañarla y las dos
fueron recibidas por el caballero en su mismo
despacho.
-Vengo a darle las gracias por la rosa -dijo
la niña-; ya se ha secado, pero la guardaré
así siempre. Quiero parecerme a su hija de V.
y venir a verle todos los días para consolarle.
Cuando me llevaron la flor, me figuré que veía
a una niña que me mandaba todo esto y me
decía que fuese buena. Debía ser su hija de V.
Lléveme al jardín para que rece ante su sepulcro
y el rosal que nació a su lado.
Bajaron y hallaron que tenía muchas rosas
abiertas, todas tan hermosas como la primera.
El caballero estaba muy conmovido, comprendiendo
que algo extraño le ligaba a aquella
niña que tenía la edad de la suya cuando
esta murió.
Margarita cumplió lo ofrecido y fue a ver al
caballero diariamente; este la recibió al principio
con agrado y acabó por no poder vivir
sin ella.
La niña fue siempre buena y cariñosa, nadie
tuvo la menor observación que hacerle y
todo el mundo atribuía aquel cambio a la flor.
Margarita y el caballero cuidaron con esmero
el rosal, que cada año dio mayor número
de rosas blancas.
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La Copa Encantada
Luciano era un niño muy goloso y, lo que
es peor, demasiado aficionado al vino. Su
madre tenía que echar las llaves a todos los
armarios porque, al menor descuido, el muchacho
cogía los bollos, las onzas de chocolate
y los dulces que sabía guardaban en los
aparadores del comedor. En cuanto al vino,
apenas podía se apoderaba de una botella y
bebía, llenándola después con agua para que
la falta no se advirtiese.
Pero su familia lo conocía, porque Luciano,
que tenía en estado normal un carácter dulce,
alegre y cariñoso, en cuanto probaba el vino,
se encolerizaba sin motivo, se ponía taciturno
y no podía tolerar ni la más ligera demostración
de cariño. Además de esto hablaba en la
mesa, lo cual tenía prohibido, durante las comidas,
y tiraba al suelo una parte de los manjares
que le servían en su plato.
Vivía con sus padres y él un joven, sobrino
de aquellos, que estaba estudiando al cuidado
de sus tías, teniendo su habitación no lejos de
la de Luciano. Había viajado bastante con su
padre por Oriente y, deseando descansar,
salía poco, ocupándose solamente de sus libros.
El niño no tenía fácil entrada en el cuarto
de su primo Diego, porque, como todo lo revolvía,
el estudiante le había prohibido que
estuviese allí, pero esto no impedía que Luciano
hubiera visto por el agujero de la llave
que el joven tenía sobre su mesa una botella,
que debía contener un vino delicioso, y una
pequeña copa de cristal tallado.
¡Con qué placer hubiese probado Luciano
aquel líquido!
Por fin, una noche, minutos antes de acostarse
el niño, su padre llamó a Diego, este
salió de la habitación dejando la puerta entreabierta,
y el muchacho, aprovechando aquel
descuido, se deslizó en el cuarto, siendo lo
primero que vio la copa y la botella.
-No tendré tiempo de echarle agua para
ocultar lo que beba -dijo Luciano-, así es que
apenas tomaré para que no se note.
Destapó la botella, vertió un poco de vino
en la copa de cristal, tapó aquella de nuevo y
bebió con precipitación, saliendo de la pieza
en que estaba, antes de que volviese Diego.
El vino le supo bien, aunque no era muy
dulce, y sintió no haber podido saborearlo
mejor por la intranquilidad en que estuvo temiendo
que le vieran.
Se fue a su alcoba y se acostó.
Estaba algo agitado y creyó que no podría
dormirse.
De repente notó que su cuarto se agrandaba
de una manera extraordinaria y que se
animaban los juguetes que había sobre una
mesa en frente de la cama.
Una casa de campo que tenía, abría sus
puertas y ventanas, asomándose en una de
estas una robusta aldeana que sacudía las
persianas y las limpiaba con un plumero después.
Otra ordeñaba una cabra gris, echando
la leche en un jarro de metal muy reluciente;
las vacas salían del establo para buscar la
verde hierba; los árboles daban grata sombra,
siendo mucho más altos que la casa y el perro
ladraba, cerca de una valla de madera, a un
muchacho que echaba granos de trigo a media
docena de gallinas. Y, caso raro, aquellos
objetos con los que él había jugado por la
mañana, eran de tamaño natural y todos
habían adquirido movimiento. Volvió la vista
hacia la derecha y vio que de su arca de Noé
con animales de madera, salían aquellos animales
grandes y con vida, rugiendo los unos,
corriendo los otros, saltando los más vivos,
armando un ruido y una confusión indescriptibles.
¿Cómo no oirían aquello sus padres y su
primo que no acudían a verlo?
Miró a la izquierda y vio a sus soldados que
hacían el ejercicio primero, marchaban después
y, por último, disparaban el cañón dentro
de su propia alcoba.
Luego todo se confundía, apareciendo los
soldados en la granja, los pastores sin rebaño
en el arca de Noé y las fieras junto al cañón.
Por último hubo una verdadera lluvia de juguetes
sobre su cama, el sable que le habían
prometido, el casco con plumas que debían
comprarle para su cumpleaños, la capa para
torear, el Nacimiento ofrecido para Pascua;
todo caía sobre él sin lastimarle. La luz de la
lamparilla se apagó y Luciano no pudo ver
más.
A la mañana siguiente, los juguetes inmóviles
y pequeños presentaban su aspecto de
costumbre y los que cayeron sobre la cama
habían desaparecido. Fue una decepción para
Luciano a quien ya sus pobres muñecos no
agradaban.
Durante algunos días Diego no volvió a dejar
abierta la puerta de su cuarto. Un día Luciano,
no pudiendo resistir más, pidió a su
primo un poco de vino.
-Pero no digas nada a mamá -murmuró el
niño hablando bajo.
Se hallaban en el corredor y Diego, riendo,
entró en su cuarto sin dejar a Luciano que le
siguiese, y salió con una botella en la mano.
-Toma, pero un sorbo nada más -dijo.
El niño bebió y se marchó contento. Se
acostó y tardó en dormirse, pero no ocurrió
nada de lo que él esperaba.
-La otra vez que bebí -pensaba Luciano-, vi
cosas raras y bonitas, ¿cómo ahora no me
sucede lo mismo? ¡Ah, ya caigo! Aquello no
consistía en el vino y como he bebido en botella…
la copa está encantada y a ella se debió
lo ocurrido. El primer día que Diego salga
volveré a beber allí.
Y así fue en efecto. Una noche que su primo
se marchó al teatro por excepción, a causa
de que se estrenaba una obra de un amigo
suyo, Luciano entró en la habitación del joven,
cogió la botella y echó en la copa mayor
cantidad de vino que la primera vez, bebiéndola
con deleite.
Luego se fue a su cuarto y se acostó.
Al cabo de un momento observó que las
blancas paredes de su alcoba se cubrían de
fúnebres paños; que en el lugar de la mesa
había una gran caldera y que los juguetes se
trocaban los unos en monstruos de desconocidas
formas y los otros en negros demonios.
Estos, asidos de las manos, bailaron una danza
infernal, después cogieron a los monstruos
y los arrojaron a la caldera de las que salían
unas llamas que abrasaban el cuerpo del niño,
aunque estaban a alguna distancia. Por último
los demonios cogieron un tizón cada uno y los
fueron colocando sobre el pecho y el estómago
de Luciano, que se iba quemando lentamente.
Pidió agua, y como por encanto, apareció
en medio de la estancia la copa de cristal tallado
con un líquido color de fuego. Luciano
sacó un brazo, que se alargó desmesuradamente
hasta llegar a la copa, la tomó en la
mano, bebió su contenido y empezó a quemarse
por dentro al mismo tiempo que por
fuera. Gritó, se revolvió en su lecho y así pasó
algunas horas hasta que a por fin los diablos
desaparecieron y pudo ver los blancos muros
de su cuarto y la mesa cargada de juguetes.
Pero su malestar no se calmaba; el líquido
que bebió en la copa continuaba abrasándole
interiormente.
A la siguiente mañana se sentía mal y sus
padres y su primo le obligaron a contar lo que
le había pasado. Llorando, y ofreciendo no
hacerlo más, refirió lo ocurrido, y entonces
Diego dijo a sus tíos:
-Desde mi viaje a Oriente adquirí la costumbre
de tomar opio y me traje de allí unas
botellas para beber en muy pequeñas dosis.
La primera vez, como Luciano apenas lo probó,
tuvo ensueños agradables; la segunda, al
pedirme vino, como no sabía lo que había
hecho anteriormente, le di un poco de ese
Jerez que ustedes me regalaron para que bebiese
durante las largas noches de estudio;
en cuanto a la tercera, debió tomar mayor
cantidad y a haber seguido así esto le habría
producido la muerte.
-No, no -gritaba el niño-, es que la copa
está encantada; pero yo seré bueno, ya no
beberé nunca más.
Algo tardó en reponerse, pero cumplió lo
ofrecido y jamás volvió a probar vino ninguno.
También tomó aborrecimiento a los dulces y
demás golosinas, por si acaso estaban envenenados.
El temor que aquello le causó duró tanto
que Diego, para animarle, se vio obligado a
romper en su presencia la pequeña copa de
cristal tallado, con lo que el niño se calmó no
dudando que así habían terminado para siempre
los encantamientos.
El Pozo Mágico
Una tarde, que los padres aún no habían
vuelto de trabajar en el campo, se hallaba
Juanito en su bonita casa compuesta de dos
pisos, al cuidado de una anciana encargada
de atender a las faenas de la cocina, mientras
sus amos procuraban sacar de una ingrata
tierra lo preciso para el sustento de todo el
año.
La casa era el sólo bien que los dos labradores
habían logrado salvar después de varias
malas cosechas; era herencia de los padres
de ella y por nada en el mundo la hubieran
vendido o alquilado.
Juanito se hallaba en la sala, una habitación
grande, alta de techo, con dos ventanas
que daban al campo, amueblada con sillas de
Vitoria, un rústico sofá, una cómoda, con una
infinidad de baratijas encima, y dos mesas.
A una de las ventanas, que estaba abierta,
se acercó por la parte de fuera un hombre
mal encarado, vestido pobremente y con un
fuerte garrote en la mano. Hizo seña a Juanito
de que se acercara y le preguntó, cuando el
muchacho estuvo próximo, donde se encontraba
su padre.
-En el campo grande -contestó el niño.
-¿Y dónde es eso? -prosiguió el hombre.
-Por lo visto es V. forastero cuando no lo
sabe. Mire por donde yo señalo con la mano.
Ese sendero de ahí enfrente tuerce a la izquierda,
sale a una explanada, luego…
-No hay quien lo entienda -interrumpió el
hombre-; y el caso es que urge verlo para el
ajuste de los garbanzos y de la cebada. ¿No
podrías acompañarme?
-Mis padres me han prohibido salir de casa,
y si falto a su orden me castigarán.
-Más podrán castigarte si pierden la renta
por ti.
-¿Y qué he de hacer entonces?
-Acompañarme si quieres y si no dejarlo
que haré el trato con otro labrador.
-Es que -prosiguió el niño-, dicen que hay
dos secuestradores en el país y por eso mis
padres temen que salga.
-Yo te respondo de que yendo conmigo no
los encontrarás; además llevo un buen palo
para defenderte.
-¿Los ha visto V.?
-Sí, iban a caballo, camino del molino viejo.
-Entonces no hay temor porque tenemos
que ir al lado opuesto. Vamos.
Juanito salió guiando al hombre por la senda
que antes indicara.
La tarde era clara y serena, brillaba el sol
en un cielo sin nubes y el calor se dejaba sentir
con fuerza porque ni un árbol daba sombra
a aquel campo sembrado de trigo a derecha e
izquierda. Un estrecho sendero conducía al
lugar, aún muy distante, donde los padres del
niño se hallaban trabajando. Pero antes de
llegar a la explanada de que hablara Juanito,
el hombre lanzó un silbido extraño y un joven
se presentó casi enseguida llevando un caballo
de la brida. A una seña del que había obligado
al pequeño Juan a salir de su casa, el
joven montó y el niño se vio cogido por unos
robustos brazos y colocado sobre el caballo
también. Gritó pidiendo auxilio, pero al instante
un pañuelo fue puesto sobre su boca
para ahogar su voz y ya no hubo defensa posible
para la infeliz criatura.
El caballo iba a galope y Juanito veía al pasar
con vertiginosa rapidez, los carros cargados
de paja que volvían al pueblo, las yuntas
que, terminados los trabajos, iban a encerrar,
algunos labradores que se retiraban a sus
hogares; pero todo de lejos y sin que ningún
hombre fijase su atención en él.
A pesar de aquella carrera, el camino le
pareció muy largo; al fin el joven hizo parar al
caballo, bajó al niño y, sin soltarle, abrió una
puerta que conducía a un vasto terreno que
debió ser jardín en otro tiempo, le introdujo
allí, volvió a cerrar con llave; y le dejó solo sin
ocuparse al parecer más de él.
Juanito no pudo contener sus lágrimas al
ver las altas tapias que hacían de aquel paraje
una prisión imposible de dejar. Anduvo
después largo rato, hasta que rendido se paró
en un ángulo del terreno donde había un pozo
rodeado de jaramagos y florecillas silvestres.
Aquel sitio inculto tenía un misterioso encanto
para él.
Llegó la noche, y cansado, sintiendo hambre
y sed, se echó no lejos del pozo y al fin se
durmió.
A la mañana siguiente uno de los bandidos,
el primero que vio, fue a despertarle y le obligó
a firmar un papel para sus padres en el
que les decía que los secuestradores le matarían
si no les entregaba quinientos duros por
su rescate.
-Y es la verdad -añadió el hombre-, si no
pagan te tiraremos a ese pozo.
Los labradores en balde buscaron aquel dinero;
en tan breve plazo nadie quería comprarles
su casa ni dar nada a préstamo.
Juanito, que no había comido desde el día,
anterior, sentía indefinible malestar y a veces
le parecía que una nube velaba sus ojos.
Llegó la noche y los bandidos no parecieron.
E niño se acercó al pozo y ¡cosa rara!
creyó ver que en el fondo brillaba una luz.
-¿Estaré soñando? -se preguntó Juan.
Y siguió mirando, pero el pozo era muy
hondo y no se veía si tenía agua o estaba seco.
Poco después una voz, de mujer o de niño,
cantó dentro del pozo el siguiente romance
con una música dulce y un tanto monótona:
Había en una ciudad
un bello y juicioso niño
a quien unos malhechores
lograron tener cautivo.
Le llevaron engañado
a una casa con sigilo
donde había un gran terreno
que antes jardín hubo sido,
rodeado de altas tapias,
con arbustos ya marchitos,
árboles mustios o secos
y un pozo medio escondido
en un bosque de rastrojo,
de gran abandono indicio.
Pidieron por el muchacho
un rescate los bandidos,
mas siendo los padres pobres
y careciendo de amigos,
en balde fueron buscando
aquel oro apetecido
precio de la libertad
del idolatrado hijo.
Por vengarse, los ladrones
presto hubieron decidido
arrojar en aquel pozo
al pobre muchacho vivo,
y sin escuchar sus ruegos,
aquellos hombres indignos,
levantándole en sus brazos
le lanzaron al abismo.
Antes de llegar al fondo
los ángeles, también niños,
quizá hermanos por el alma
del prisionero afligido,
trocaron las duras piedras
por un césped duro y fino
y bellas flores silvestres
de nombres desconocidos
que en algún jardín del cielo
acaso hubieron cogido,
y entonces el secuestrado,
sin esperar tal prodigio,
halló al caer aquel lecho
donde se quedó dormido…
La voz se fue extinguiendo poco a poco, y
Juanito no oyó las últimas palabras del romance.
Pero aquel canto le había llenado de
esperanza; sabía que si le arrojaban al pozo
no tendría nada que temer. Miró hacia el fondo
y observó que la luz, que poco antes viera
brillar, había desaparecido.
Se echó sobre la hierba y esperó con relativa
tranquilidad la vuelta de los malvados
secuestradores. Estos llegaron a las doce de
la noche: muy disgustados por que los padres
de Juanito no habían depositado el dinero en
el sitio indicado, pues los infelices no habían
encontrado ni la vigésima parte de lo pedido.
-Le arrojaremos al pozo mágico -dijo el
más joven señalando al niño-. Esos rústicos
no habrán dejado de dar aviso de lo que ocurre
a la guardia civil y, para probar que no
somos nosotros los secuestradores, tenemos
que desembarazarnos del chico. ¿Cómo creerían
que no éramos culpables si hallaban al
muchacho con nosotros?
-Y ¿no le buscarán en el pozo? Y a propósito
de este, ¿por qué le llamas mágico? –
preguntó el otro bandido.
-Porque algunas veces se oyen en él gritos
y en el pueblo aseguran que está encantado.
-¿Y tú lo crees?
-Yo no, pero lo llamo así por costumbre
que tengo de oírlo.
Siguieron hablando y por último se acercaron
a Juanito y, sin atender a sus ruegos, le
arrojaron al pozo.
El pobre niño perdió el conocimiento antes
de llegar al fondo, así es que no supo si había
allí el lecho de flores hecho por los ángeles
sus hermanos.
Cuando volvió en sí se halló en un pequeño
cuarto acostado en una humilde cama. Un
hombre y una muchacha velaban junto a él.
El primero, sin hacerle pregunta alguna, le dio
algún alimento que reanimó sus fuerzas,
mientras la segunda le miraba con cariñosa
curiosidad.
Cuando el hombre salió, Juanito se atrevió
a preguntar a la niña dónde se encontraba.
-Mi padre me había prohibido hablarte para
que no te fatigaras -dijo ella-, pero ya que te
muestras curioso… ¿Has oído cantar en el
pozo mágico?
-Sí; ¿quién cantaba?
-¿Eso qué importa? Todo lo que decía el
romance se ha realizado. En el fondo del pozo
no había agua ni duras piedras, has caído
sobre paja y heno. Luego mi padre te ha cogido
en sus brazos y te ha traído aquí para
avisar a tu familia a la que conoce y quiere
porque tu padre le salvó la vida cuando los
dos eran soldados. Desde el fondo del pozo se
oye todo lo que traman los secuestradores y
mi padre ha evitado por eso algunos crímenes.
La casa que ellos ocupan está en la parte
alta del camino y la nuestra en la más baja; el
pozo tiene una abertura que pone en comunicación
esta vivienda con la otra, obra que
hicieron unos contrabandistas en otro tiempo,
pero que los secuestradores ignoran. Hay un
camino subterráneo que llega a nuestro pequeño
jardín. Para que tu ilusión fuese más
completa, puse margaritas y amapolas en el
fondo del pozo, pero como te desmayaste no
lo has visto. Ya iremos allí otro día.
La llegada del padre de la muchacha puso
término a la conversación; pero como a la
mañana siguiente Juanito estuviese ya bueno,
tuvo deseos de ver el fondo del pozo con su
nueva amiga. Esta abrió una puerta que había
en un cobertizo que daba al jardín y ambos
penetraron en un subterráneo estrecho y
húmedo, llegando al fin al pozo donde Juanito
había caído. El niño cogió unas margaritas y
prometió que las guardaría siempre.
Sobre sus cabezas se oía un fuerte altercado;
era que iban a prender a los secuestradores.
Estos querían probar su inocencia negando
haber robado a Juan y, casi habían convencido
a sus perseguidores, cuando una voz
infantil dijo desde el fondo del pozo:
-Sí, son ellos los que me robaron, lo declaro
para que no hagan lo mismo con otros niños.
-¡El pozo mágico! -exclamó el más joven
de los secuestradores.
Aprovechando su estupor, los que iban en
su busca se apoderaron de él. El otro se defendió
a tiros; una de las balas hirió mortalmente
a su compañero y él cayó al suelo
también muerto por uno de sus contrarios.
Aquella misma tarde, Juanito fue devuelto
sus padres que no podían creer fuese cierta la
ventura de volver a verle, pues ya imaginaban
que hubiese sido asesinado.
¡Con cuánta efusión se abrazaron luego los
dos antiguos soldados! El padre de Juanito al
saber que su amigo y su hija eran muy pobres,
se los llevó a su casa donde compartieron
con la familia los trabajos del campo,
abandonando aquellos su humilde vivienda.
La comunicación con el pozo fue tapiada y el
terreno donde se ocultaban los secuestradores
convertido en hermosa huerta.
Juanito sintió siempre el más vivo afecto
por la muchacha a la que hacía cantar muy a
menudo aquel romance que le oyó por primera
vez en el fondo del pozo mágico.
Pedro y Perico
Ocho años hacía que el príncipe Pedro
había contraído matrimonio con la princesa
Rosalía, la mujer más buena y más hermosa
de su época, sin que Dios hubiese bendecido
su unión dándoles un hijo. Los sobrinos, presuntos
herederos de aquellos vastos dominios,
se regocijaban interiormente al pensar
que uno de ellos sería el sucesor de sus inmensas
riquezas y podría disponer un día de
sus pueblos y de sus vasallos. Tenían ya toda
una corte de aduladores que se creían seguros
de ser los futuros ministros, generales y
títulos de la nación.
Pero he aquí que cuando estaban más confiados
corrió por el país, en voz baja primero,
públicamente después, la nueva de que la
princesa iba a ser madre, por lo que había
encargado que se celebrasen funciones en
acción de gracias en todas las iglesias del
principado.
Los sobrinos viéndose despojados súbitamente
por aquel heredero importuno, empezaron
a conspirar contra él antes de que naciese.
-Le haremos incapaz de reinar -dijeron-,
será un imbécil, la adulación matará el germen
de todo lo bueno y cuando falte su padre
le derribaremos sin dificultad del trono.
-Para eso -aconsejaron otros-, le apartaremos
de sus padres, dándole preceptores sin
ilustración primero, y malos consejeros después.
Estas palabras fueron repetidas a la princesa
por un fiel servidor, que las escuchó casualmente,
llenando de dolor y de terrores el
alma de la bondadosa Rosalía.
Se prepararon grandes fiestas para cuando
se verificase el nacimiento; bailes, iluminaciones,
banquetes y conciertos en diferentes
puntos de la capital para que pudiesen disfrutarlas
todas las clases sociales.
También se destinó una gran cantidad
obras benéficas. Una de ellas consistía en
acoger en el palacio a los niños que nacieran
cuando el heredero del principado, los varones
para que fuesen sus pajes después y las
hembras para educarlas en un colegio que
fundaría la princesa. Todos habían de llevar el
mismo nombre, Pedro los muchachos y Rosalía
las niñas.
Al fin, el 1.º de marzo; la princesa dio a luz
un hermoso niño que fue presentado a la corte.
Y el mismo día nacieron solamente seis
niñas y un niño, hijos casi todos de humildes
trabajadores del principado.
Las niñas con sus madres fueron instaladas
en la planta baja del palacio; en cuanto al
niño, tuvo la desgracia de quedar huérfano a
poco de nacer y se le tomó una nodriza. El
padre, un pobre idiota que se pasaba media
vida bebiendo, fue socorrido con una buena
cantidad en metálico y no se volvió a saber de
él.
El príncipe Pedro se criaba muy robusto,
tenía el cabello y los ojos negros como su
padre y había quien advertía entre ellos gran
semejanza, aunque no tuviesen ninguna.
El futuro paje Perico era más débil, aunque
no enfermizo, con el pelo oscuro también y
los ojos claros.
El tiempo fue pasando y los sobrinos no
descansaban para llevar a cabo sus proyectos.
Todo parecía también favorecerlos: mientras
el pequeño Perico se mostraba cada día más
gracioso, más inteligente y más simpático, el
príncipe Pedro, a quien apenas permitían que
aprendiese a hablar, tenía un carácter irascible,
le molestaba la gente y no demostraba
cariño a nadie.
Mucho debían sufrir los príncipes, sus padres,
si bien es verdad que los hábiles cortesanos,
haciéndose esclavos de la etiqueta, no
les dejaban ver más que contadas veces a su
niño. La princesa sobre todo parecía siempre
preocupada y recelosa, aunque intentaba
ocultar sus sensaciones a las perspicaces miradas
de sus súbditos.
En los pueblos vecinos empezaba a cundir
la nueva de que el pequeño Pedro no tenía
inteligencia ninguna y que no podría ser el
heredero del principado.
Cuando salían juntos Pedro y Perico, siendo
este ya el paje favorito, todas las miradas se
fijaban con simpatía en el segundo y con pesar
en el primero. El tierno servidor tenía que
sufrir mil caprichos e impertinencias de su
joven amo, haciendo el duro aprendizaje de la
vida desde su infancia.
Para animar al príncipe a que estudiase,
Perico compartía con él las lecciones y le
aventajaba en todo; es verdad que el preceptor
elegido por los sobrinos procuraba que el
hijo de Rosalía no supiese nada; todo al parecer
se conjuraba contra el príncipe y su desgraciada
esposa, dándoles un heredero incapaz
de llegar a ser su sucesor.
Así lograron que Pedro, entrado ya en la
adolescencia, fuese también cobarde y que el
pueblo le mirara con prevención. En cambio
Perico era arrojado cual ninguno y varias veces
combatió con denuedo por defender a su
compañero de estudios y de juegos.
Tenían los dos jóvenes quince años cuando
el príncipe, aquel modelo de esposos y de
padres, que tanto bien hizo a su patria y con
tan sincero afecto amó a su pueblo, cayó enfermo
de mucha gravedad.
Los sobrinos se agitaron más al ver próximo
el día en que habían de heredarle con perjuicio
de su primo. ¿Cómo no habían de derrotar
a una débil mujer y a un idiota?
Al fin una noche se dio en el palacio la triste
nueva de que el esposo de Rosalía acababa
de morir.
-¡El príncipe ha muerto! ¡Viva el príncipe! –
dijo el primer ministro al pueblo usando la
conocida fórmula empleada al fallecimiento de
un rey.
Durante nueve días nadie vio a la princesa
ni a su hijo. Después de los funerales se juzgó
indispensable proclamar heredero al joven
príncipe, lo que disgustaba a los nobles, a la
clase media y al pueblo. Todos debían tener
representantes en el palacio para asistir a la
ceremonia y veían con temor el instante en
que fuera su señor aquel ser tan mal dotado
por la naturaleza.
El gran salón presentaba un aspecto brillante.
Las damas vestían de gala, los caballeros
de uniforme y la viuda había suprimido su
luto para aquel acto solemne. A su lado se
hallaban Pedro y Perico, ambos con lujosos
trajes de terciopelo bordados de oro.
La princesa recibió a varias comisiones, y
al ir estas a doblar la rodilla ante el nuevo
señor, Rosalía, muy pálida y muy conmovida,
pronunció estas palabras:
-Deteneos y no prestéis acatamiento a
quien no lo debe tener. Nobles de esta tierra,
bravos guerreros, pueblo amado; el heredero
de mi buen esposo no es el que suponéis. Mi
hijo es el que creíais paje y el paje es el que
juzgabais príncipe.
Entonces en breves y persuasivas frases
les contó lo ocurrido al nacimiento de su niño,
como habían resuelto envolver en la sombra
su inteligencia, hacerle odioso a sus súbditos
fieles y como también al conocer los inicuos
planes de los sobrinos de su esposo había ella
tenido la luminosa idea de sustituir al día siguiente
del nacimiento al hijo adorado por el
desvalido huérfano. Los niños tan pequeños
se parecen todos, ¿quién había de advertir
aquel singular cambio?
-El príncipe que os doy -prosiguió Rosalía-,
será bueno, valiente y generoso; acostumbrado
a obedecer se mostrará compasivo con
sus servidores; habiendo defendido al que
creía su señor, ha sido bravo, y no dejará que
ofendan a su pueblo; no habiendo poseído
fortuna, será modesto y no pedirá impuestos
a nadie.
-¡Viva el príncipe Pedro! -exclamaron muchos.
Y hubo hombre que gritó:
-¡Viva Perico!
Los dos jóvenes estaban asombrados. Pedro
veía que perdía su poder; en cuanto al
antiguo paje se explicaba entonces varias
cosas que antes habían sido incomprensibles
para él. Recordaba que algunas noches se
había despertado al recibir los amorosos besos
de una mujer cuya semejanza con Rosalía
era notable, que apenas abría los ojos huía la
hermosa visión; que otras veces era un hombre
igual al príncipe Pedro el que se acercaba
a su cama y que los más ilustres señores vigilaban
su cuarto y velaban su sueño. Él amaba
a los príncipes como a sus padres y le parecía
que había nacido para realizar grandes empresas;
su porvenir como paje era poco halagüeño.
Los sobrinos del difunto príncipe trataron
de negar el hecho, pero Rosalía añadió:
-Todos los que asististeis a la presentación
de mi hijo cuando nació recordaréis, porque
así intencionalmente lo hizo constar nuestro
fiel primer ministro, que el niño tenía una señal
en el brazo derecho; mirad los brazos de
Pedro y de Perico y veréis cual es nuestro
legítimo heredero.
Hecha la prueba se vio en efecto que la señal,
bastante distinta, estaba en el brazo del
antiguo paje.
Entonces este se acercó a la princesa, prodigándose
madre e hijo las caricias más tiernas.
El adolescente fue proclamado príncipe, y
sus primos, que el pueblo quiso desterrar, no
tuvieron más remedio, al ser perdonados, que
someterse a él y a su madre.
Pedro obtuvo una brillante posición más en
armonía con sus gustos e inteligencia y fue
siempre el mejor amigo de Perico el paje, al
que nunca se acostumbró a mirar como a su
príncipe y al que llamó con la familiaridad de
otros tiempos.
Fue un digno descendiente de Pedro y de
Rosalía y nunca se vio Señor más querido y
más respetado.