La casa era espaciosa, con la fachada pintada
de azul; se componía de tres pisos, tenía
dos puertas y muchas ventanas, algunas con
reja. Una torre con una cruz indicaba dónde
se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un
extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados
árboles, cuyas ramas se enlazaban entre
sí formando caprichosos arcos, algunas
flores de fácil cultivo y una fuente con una
estatua mutilada.
Una puerta de hierro daba a una calle de
regular apariencia; otra pequeña, bastante
vieja y que no se abría casi nunca, al campo.
Este presentaba en aquella estación, a mediados
de la primavera, un bello aspecto con
sus verdes espigas, sus encendidas amapolas
y sus Poéticas margaritas.
¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada?
Un gallardo joven tocaba la guitarra con
bastante gracia y de vez en cuando entonaba
una dulce canción. Al compás de la música
bailaban dos alegres parejas, mientras un
caballero las contemplaba sonriendo, como
recordando alguna época no muy lejana en
que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.
Un anciano de venerable aspecto, el jefe
sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba
melancólicamente en compañía de un
hombre de menos edad, y algunos otros se
encontraban sentados en bancos de piedra o
sillas rústicas, hablando animadamente.
Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando
las flores de un rosal, se veía a una joven
de incomparable hermosura, vestida de blanco.
Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía
una estatua de mármol.
Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era
blanca, pálida, con perfectas facciones, manos
delicadas, pies de niña.
¿Estaba contando sus penas a las rosas?
¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir
la causa de su dolor?
Más de un cuarto de hora permaneció en el
mismo sitio y en la misma postura, hasta que
la sacó de su ensimismamiento un bello joven
que se aproximó cautelosamente a ella.
-¿Estás sola? -le preguntó en voz baja.
La mujer se estremeció al oír aquellas palabras
y no contestó.
-¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? –
prosiguió él-. No temas, está lejos, muy lejos,
paseando con su amigo y confidente Raimundo.
¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido
por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado
hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste
en su idea de casarte con otro porque no
soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es
esta una resolución irrevocable?
-No es ese su proyecto ahora -contestó la
joven con apasionado acento-. Viendo que no
puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga
a que me case con otro, quiere que sea
monja.
-¿Y lo serás?
-Nunca. La vida del convento me espanta,
porque en mis oraciones mezclaría sin cesar
tu recuerdo al de Dios.
-¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has
criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos
en nuestra infancia?
-Desde la edad de cinco años te quiero todo
lo que puede amar mi corazón.
¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a
la feria de Santa Marta y me compraste la
primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de
aquel en que me diste el primer ramo de flores?
Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste
la primera carta de amor?
-Sí -murmuró él-, y del primer vals que
bailamos, y de la primera flor que me diste y
que ya marchita conservo con uno de tus rizos
en la caja de mis recuerdos, y de los anillos
que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?
La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y
no respondió.
-Mira el mío -prosiguió el apasionado doncel-;
jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo,
tu padre no habrá consentido en que
lleves la sortija y te la habrá quitado…
-Silencio, Salvador -interrumpió Aurora-,
alguien se acerca.
Se separaron precipitadamente; él se ocultó
y la niña continuó mirando los rosales.
El anciano de los cabellos blancos se
aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y
luego continuó su camino.
-¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto!
-exclamó Aurora-. ¿Por qué habré nacido tan
desgraciada?
Cinco minutos después Salvador se encontraba
de nuevo al lado de ella.
-Esta vida que llevamos no es soportable –
murmuró el joven-; vigilados a todas horas
por tu tirano, hace años que apenas podemos
cambiar algunas palabras, y día llegará en
que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres
huir conmigo?
-No me atrevo.
-Yo abriré esa puerta que da al campo, débil
obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en
un coche, partiremos a la ciudad más próxima,
de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu
padre pierda nuestro rastro; viviremos felices
en una casita humilde, pero poética, que embellecerás
con tu presencia. ¿No consientes?
-Nos hallarán.
-No temas. La ocasión se presenta ahora
mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre
que habla con tu primo que está tocando para
que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa
de ti y menos de mí, a quien cree ausente;
ven, amada mía.
Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia
aquel lado del jardín, en que estaba la puerta
pequeña.
Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se
oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo
del parque, o en la calle quizás, y esto fue
causa de que todos fijasen su atención en
aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y
de su compañera.
-¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia?
-continuó él.
Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya,
y dejaba que él la guiase.
La llave de la puerta estaba quitada, pero
la madera era vieja. Salvador era fuerte y
vigoroso, y después de un rato de infructuosos
intentos, logró por fin abrir.
-¡Libres! -exclamó el joven-, libres y para
siempre.
Ella dirigió una última mirada al jardín y siguió
de buen grado a su amante. Anduvieron
por espacio de más de dos horas sin cambiar
más que algunas palabras. Ella se sintió fatigada
por fin, y quiso descansar.
Se sentaron en el campo, cerca de un
arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor,
casi un niño, comiendo con excelente apetito
un pedazo de pan que cortaba con un cuchillo.
Sus cabras triscaban entre la verde hierba,
sin que él las perdiese de vista.
-¡Qué feliz eres, muchacho! -exclamó Salvador-.
Te contentas con vivir al aire libre,
tomando una miserable comida y en una
eterna soledad. ¿No lees nunca?
-No sé leer -contestó el niño.
-¿No hablas jamás?
-Sí, señor, con mis cabras. Les pongo
nombres, por los que atienden; las acaricio y
noto que me lo agradecen, mientras que los
hombres me pegan o se ríen de mí.
-¿No tienes padres?
-No, señor; no los he conocido.
-¿Y amigos tampoco?
-¿Quién había de querer ser amigo de un
miserable como yo?
-¿Ni amores?
Una sonrisa estúpida se dibujó en los labios
del pastorcillo, que dijo:
-No me disgusta Anica, la pastora.
-¿Y se lo has dicho?
-Sí.
-Y ella, ¿qué te ha contestado?
-Que soy un animal.
-Es decir, ¿que te desprecia?
-Mi amo asegura que es muy difícil saber lo
que siente y lo que piensa una mujer, y que a
veces quieren más las que parecen amar menos.
¡Como no podemos ver lo que pasa en su
corazón!
-Es verdad, muchacho; nunca habrás dicho
una cosa más cierta.
Mientras hablaban Salvador y el pastorcillo,
Aurora, rendida por el cansancio de aquella
larga caminata, y quizá también por sus emociones,
se había quedado dormida. Su hermosa
e interesante cabeza descansaba sobre uno
de sus brazos y parecía estar tan tranquila
como si reposase sobre un mullido lecho.
Algunas pardas nubes empañaban el puro
azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían
reemplazado al sofocante calor de aquel día,
que más bien parecía de estío que primaveral.
Continuados suspiros se escapaban del pecho
de Salvador, algo agitado por lo extraño
de la situación en que se encontraba. ¿Dónde
pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía por
aquellos contornos alguna morada conocida
en la que ambos pudieran pasar la noche?
Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.
La voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.
-Todas mis cabras son dóciles menos una –
dijo-, vea usted esa, siempre busca la ocasión
de escaparse, y el día en que menos lo espere
me dará un disgusto. ¡Eh! ¡Negrilla, Negrilla!
Pero la llamada Negrilla, que era obscura
como la noche, lejos de atender a la voz del
niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez
hacia otro rebaño muy distante.
El pastor entonces dejó el resto de su pan
y su cuchillo en el suelo y echó a correr, lanzándose
en persecución de la fugitiva.
-¡Si pudiese yo ver lo que pasa en el corazón
de Aurora! -exclamó Salvador, recordando
las palabras del muchacho… – y sin embargo,
nada más fácil, ella duerme y puedo
averiguar si es mi imagen la que reina en él.
Cogió el cuchillo, acercó su oído al pecho
de la joven y allí, donde oyó sus acompasados
latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda
punta. Ella no hizo ni el menor movimiento,
sus labios conservaron su sonrisa, su rostro
su serena expresión.
-No tiene más que sangre -murmuró-, en
su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima!
¡Yo creí que me adoraba!
Contemplando a la joven, no vio venir al
pastor seguido del caballero anciano, del que
paseaba con él y de otros dos hombres.
-¡Por fin los encontramos! -exclamó el que
Salvador llamaba padre de Aurora-, allí los
veo.
-¿Y dice usted que son dos locos que se
han escapado de la casa donde por orden de
sus familias los tenía usted con otros enfermos
de la misma clase? -preguntó el pastor
con trémula voz.
-Sí, mientras acudíamos a otro demente
que estaba en un acceso de furor, han huido
sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se
hablasen, porque padecían el mismo mal,
eran dos locos de amor; temía graves consecuencias
si se reunían alguna vez.
-Por fortuna llegamos a tiempo -dijo uno
de los criados-, mírelos usted allí, señor doctor,
parecen tranquilos.
Antes de aproximarse al loco vieron el
horrible desenlace de aquel drama.
-¿Qué has hecho, Aurelio? -preguntó el anciano
acercándose al supuesto Salvador,
nombre del amante de la niña.
-Ver el corazón de Aurora -contestó impasible-,
pero su amor era un sueño, no he
hallado mi imagen en él.
-¡Desgraciado, has asesinado a esa pobre
niña! ¡Infortunada Clotilde!
-Se llamaba Aurora y era mi amada, la que
tú, su infame padre, me negaste en matrimonio
porque no era rico.
Y quiso lanzarse sobre él, pero los dos
criados se lo impidieron.
-Sujetadle -ordenó el compañero del anciano,
que era un médico más joven.
A viva fuerza se llevaron al demente;
mientras los dos sabios conducían el inanimado
cuerpo de la niña.
El pastor contempló los dos grupos con su
mirada estúpida y oyó la extraña orden que
daba el viejo a los demás:
-La muerta a la capilla; y el vivo a una jaula.