– I –
Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre
de 1867. Las calles de Madrid llenas
de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas
iluminadas, asombro de los lugareños que
vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban
un aspecto bello y animado. En muchas
casas se empezaban a encender las luces
de los nacimientos, que habían de ser el
encanto de una gran parte de los niños de la
corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia
la cena, compuesta, entre otras cosas,
de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable
besugo.
En una de las principales calles, dos pobres
seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes
sexos, pálidos y andrajosos, vendían
cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal
se presentaba la venta aquella noche para
Víctor y Josefina; solo un borracho se había
acercado a ellos, les había pedido dos cajas a
cada uno y se había marchado sin pagar, a
pesar de las ardientes súplicas de los niños.
Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices
lavanderas, ambas viudas, que habitaban una
misma boardilla. Víctor vendía arena por la
mañana y fósforos por la noche. Josefina,
durante el día ayudaba a su madre, si no a
lavar, porque no se lo permitían sus escasas
fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a
la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada
por el viento. Las dos lavanderas eran
hermanas, y Víctor, que tenía doce años,
había tomado bajo su protección a su prima,
que contaba escasamente nueve.
Nunca había estado Josefina más triste que
el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la
quería tiernamente, pudiera explicarse la causa
de aquella melancolía. Si le preguntaba, la
niña se contentaba con suspirar y nada respondía.
Llegada la noche, la tristeza de Josefina
había aumentado y la pobre criatura no
había cesado de llorar, sin que Víctor lograse
consolarla.
-Estás enferma -dijo el niño-, y como no
vendemos nada, creo que será lo mejor que
nos vayamos a descansar con nuestras madres.
Josefina cogió su cestita, Víctor hizo lo
mismo con su caja, y tomando de la mano a
su prima, empezaron a andar lentamente.
Al pasar por delante de una casa, oyeron
en un cuarto bajo ruido de panderetas y tambores,
unido a algunas coplas cantadas por
voces infantiles. Las maderas de las ventanas
no estaban cerradas y se veía a través de los
cristales un vivo resplandor. Víctor se subió a
la reja y ayudó a hacer lo mismo a Josefina.
Vieron una gran sala: en uno de sus lados,
muy cerca de la reja, un inmenso nacimiento
con montes, lagos cristalinos, fuentes naturales,
arcos de ramaje, figuras de barro representando
la sagrada familia, los reyes magos,
ángeles, esclavos y pastores, chozas y palacios,
ovejas y pavos, todo alumbrado por millares
de luces artísticamente colocadas.
En el centro del salón había un hermoso
árbol, el árbol de Navidad, costumbre apenas
introducida entonces en España, cubierto de
brillantes hojas y de ricos y variados juguetes.
Unos cincuenta niños bailaban y cantaban;
iban bien vestidos, estaban alegres, eran
felices.
-¡Quién tuviera eso! -murmuró Josefina sin
poder contenerse más.
-¿Es semejante deseo el que te ha atormentado
durante el día? -preguntó Víctor.
-Sí -contestó la niña-; todos tienen nacimiento,
todos menos nosotros.
-Escucha, Josefina: este año no puedo proporcionarte
un nacimiento porque me has
dicho demasiado tarde que lo querías, pero te
prometo que el año que viene, en igual noche,
tendrás uno que dará envidia a cuantos
muchachos haya en nuestra vecindad.
Se alejaron de aquella casa y continuaron
más contentos su camino. Cuando llegaron a
su pobre morada, las dos lavanderas no advirtieron
que Josefina había llorado ni que
Víctor estaba pensativo.
– II –
Desde el año siguiente Víctor fue a trabajar
a casa de un carpintero, donde estaba ocupado
la mayor parte del día. Josefina iba siempre
al río con su madre y crecía cada vez más
débil y más pálida. Pasaba las primeras horas
de la noche al lado de su primo; pero ya no
vendían juntos cajas de fósforos, sino se quedaban
en su boardilla enseñando la lectura el
niño a la niña, la que hacía rápidos progresos.
Apenas Josefina se acostaba, Víctor sacaba
de un baúl viejo una gran caja y hacía, con lo
que guardaba en ella, figuritas de madera o
de barro, que luego pintaba con bastante
acierto. Al cabo de algunos meses, cuando ya
tuvo acabadas muchas figuras, se dedicó a
hacer casas, luego montañas de cartón; por
último, una fuente. Víctor había nacido artista;
pintó un cielo claro y transparente, iluminado
por la blanca luna y multitud de estrellas,
brillando una más que todas las otras, la
que guió a los Magos al humilde portal.
El maestro de Víctor no tardó en señalarle
un pequeño jornal, del que la madre del niño
le daba una cantidad insignificante para su
desayuno, encontrando él, gracias a una increíble
economía, el medio de ahorrar algunos
cuartos para comprar varios cerillos y velas
de colores.
Todo marchaba conforme su deseo, cuando
al llegar el mes de Noviembre cayó Josefina
gravemente enferma. El médico que por caridad
la asistía, declaró que el mal sería muy
largo y el resultado funesto para la pobre niña.
Víctor, que pasaba el día trabajando en el
taller, no supo la desgracia que le amenazaba,
porque su madre se la calló con el mayor
cuidado.
– III –
Llegó el 24 de Diciembre de 1868. Durante
el día Víctor buscó por los paseos ramas, hizo
con ellas graciosos arcos y al anochecer los
llevó a su vivienda, que estaba débilmente
iluminada por una miserable lámpara. Una
cortina vieja y remendada ocultaba el lecho
donde se hallaba acostada Josefina.
Víctor formó una mesa con el tablado que
le servía de cama, abrió el baúl, colocó sobre
las tablas los arcos de ramaje, las montañas,
la fuente, a la que hizo un depósito para que
corriese el agua en abundancia, las graciosas
figuritas; poniendo por dosel el firmamento
que él había pintado y detrás una infinidad de
luces que le daban un aspecto fantástico.
Todo estaba ya en su lugar, cuando empezaron
a sonar en la calle varios tambores tocados
con estrépito por los muchachos de
aquel barrio.
-¿Qué día es hoy? -preguntó Josefina.
-El 24 de Diciembre -contestó su madre,
que se hallaba junto a la cama.
La niña suspiró, tal vez recordando el nacimiento
del año anterior, tal vez presintiendo
que no vería otra Noche-Buena.
Víctor se acercó a su prima muy despacio,
descorrió la cortina y miró a Josefina para ver
el efecto que en ella causaba su obra. La niña
juntó sus manos, lo vio todo, contemplándolo
con profunda admiración, y rompió a llorar de
alegría y de agradecimiento…
El médico entró en aquel instante.
-¡Qué hermoso nacimiento! -exclamó.
-Lo ha hecho mi hijo -contestó la lavandera.
-Muchacho -dijo el doctor-, si me lo vendes
te daré por él lo que quieras. Tengo una hija
que será feliz si se lo llevo, pues ninguno de
los que ha visto le satisface y ella deseaba
que fuera como es el tuyo.
-No lo vendo, señor -replicó Víctor-, es de
Josefina.
El médico pulsó a la enferma y la encontró
mucho peor.
-Volveré mañana… si es preciso -dijo al
salir.
-Víctor, canta algo para que sea este un
nacimiento alegre como el de aquellos niños
que vimos el año pasado, murmuró con voz
débil Josefina.
El niño obedeció y empezó a cantar coplas
dedicadas a su prima, que improvisaba fácilmente;
solo que en lugar de cantarlas delante
del nacimiento lo hacía junto a la cama, teniendo
una mano de Josefina entre las suyas.
Poco a poco la niña se fue durmiendo, las
luces del nacimiento se apagaron y Víctor advirtió
que la mano de su prima estaba helada.
Pasó el resto de la noche al lado de ella, intentando,
aunque en balde, calentar aquella
mano tan fría.
– IV –
A la mañana siguiente fue el médico, y
apenas se acercó a la cama vio que la pobre
Josefina estaba muerta. La desesperación de
la infeliz madre y de Víctor no es para descrita.
Llegado el día 26, el doctor se sorprendió
al ver entrar al niño en su casa.
-Señor -le dijo-, el 24 de este mes no quise
vender a V. el nacimiento que había hecho
para Josefina, y hoy vengo a suplicarle que
me lo compre para pagar el entierro de mi
prima, pues lo que se ha gastado lo debo a mi
maestro que me ha adelantado una cantidad.
He querido saber siempre dónde está su
cuerpo.
-Nada más justo, hijo mío -contestó el doctor,
conmovido al ver la pena de Víctor-; yo te
daré cuanto desees.
Y pagó el nacimiento triple de lo que valía.
-Su hija de V. lo disfrutará hasta el día de
Reyes-, continuó el muchacho, y esto la consolará
de haber estado el 24 y el 25 sin nacimiento.
Más tarde fue él mismo a colocarlo, después
de haber asistido solo al entierro de Josefina.
La madre de la niña estuvo a punto de
perder el juicio, y durante muchos días su
hermana y su sobrino tuvieron que mantenerla,
porque la desgraciada no podía siquiera
trabajar.
– V –
Algunos años después el doctor se paseaba
el día de difuntos por el cementerio general
del Sur. Iba mirando con indiferencia las tumbas
que hallaba a su alrededor, cuando excitó
su atención vivamente una colocada en el
suelo, sobre la que se veía una preciosa cruz
de madera tallada. Debajo de dicha cruz se
leía en la piedra el nombre de Josefina. Se
disponía a seguir su camino, cuando un joven
le llamó, obligándole a detenerse.
-¿Qué se le ofrece a V.? -preguntó el médico.
-¿No se acuerda V. ya de mí? -dijo el que
le había parado-; soy Víctor, el que le vendió
aquel nacimiento para su hija.
-¡Ah, sí! -exclamó el doctor-; aquel nacimiento
fue después de mis nietos, y aún deben
conservarse de él algunas figurillas… ¿Y
qué te haces ahora?
-Para llorar menos a Josefina he querido
familiarizarme con la muerte, y soy enterrador.
Aquí velo su tumba, cuya cruz he hecho,
riego las flores que la rodean, la visito diariamente
y a todas horas. Me han dicho que trate
a otras mujeres, que ame a alguna; pero
no puedo complacer a los que esto me aconsejan.
Doctor, no se ría V. de mí, si le digo
que veo a Josefina, porque es cierto. De noche
sueño con ella y me dice siempre que me
aguarda. Me ha citado para un día aún muy
lejano y no puedo faltar a su cita. Entre tanto,
van pasando los meses y los años, y estoy
tranquilo considerando lo fácil que es morir y
lo necio que es el que se quita la vida, que
por larga que parezca es siempre corta. Yo no
me mataré nunca, porque para merecer a
Josefina debo permanecer todavía en este
valle de lágrimas. ¿Se acuerda V. de ella?
-Sí, hijo mío -contestó el médico.
-Yo nunca olvidaré aquella noche que para
todos fue Noche-Buena y quizá solo para mí
fue noche mala.
-Víctor, conformidad y valor -dijo el doctor
despidiéndose y estrechando la mano del joven.
-Tal vez dirá que he perdido el juicio –
murmuró Víctor cuando se vio solo-; si es así,
en esta falta de razón está mi ventura.
Y mientras esto pensaba, el doctor se alejaba
diciendo:
-¡Pobre loco!