Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores,
criados e incluso los amigos eran dichosos y
alegres, pues acababa de nacer un heredero, un
hijo, y tanto la madre como el niño estaban
perfectamente.
Se había velado la luz de la lámpara que
iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas
ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas
sedas. La alfombra era gruesa y mullida como
musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a
esta tentación cedió también la enfermera, y se
quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo
andaba bien y felizmente. El espíritu protector
de la casa estaba a la cabecera de la cama;
diríase que sobre el niño, reclinado en el pecho
de la madre, se extendía una red de rutilantes
estrellas, cada una de las cuales era una perla de
la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida
habían aportado sus dones al recién nacido;
brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el
amor; en suma, todo cuanto el hombre puede
desear en la Tierra.
– Todo lo han traído – dijo el espíritu protector.
– ¡No! – oyóse una voz cercana, la del ángel
custodio del niño -. Hay un hada que no ha
traído aún su don, pero vendrá, lo traerá algún
día, aunque sea de aquí a muchos años. Falta
aún la última perla.
– ¿Falta? Aquí no puede faltar nada, y si fuese
así hay que ir en busca del hada poderosa.
¡Vamos a buscarla!
– ¡Vendrá, vendrá! Hace falta su perla para
completar la corona.
– ¿Dónde vive? ¿Dónde está su morada?
Dímelo, iré a buscar la perla.
– Tú lo quieres – dijo el ángel bueno del niño –
yo te guiaré dondequiera que sea. No tiene
residencia fija, lo mismo va al palacio del
Emperador como a la cabaña del más pobre
campesino; no pasa junto a nadie sin dejar
huella; a todos les aporta su dádiva, a unos un
mundo, a otros un juguete. Habrá de venir
también para este niño. ¿Piensas tú que no todos
los momentos son iguales? Pues bien, iremos a
buscar la perla, la última de este tesoro.
Y, cogidos de la mano, se echaron a volar hacia
el lugar donde a la sazón residía el hada.
Era una casa muy grande, con oscuros
corredores, cuartos vacíos y singularmente
silenciosa; una serie de ventanas abiertas
dejaban entrar el aire frío, cuya corriente hacía
ondear las largas cortinas blancas.
En el centro de la habitación se veía un ataúd
abierto, con el cadáver de una mujer joven aún.
Lo rodeaban gran cantidad de preciosas y
frescas rosas, de tal modo que sólo quedaban
visibles las finas manos enlazadas y el rostro
transfigurado por la muerte, en el que se
expresaba la noble y sublime gravedad de la
entrega a Dios.
Junto al féretro estaban, de pie, el marido y los
niños, en gran número; el más pequeño, en
brazos del padre. Era el último adiós a la madre;
el esposo le besó la mano, seca ahora como hoja
caída, aquella mano que hasta poco antes había
estado laborando con diligencia y amor.
Gruesas y amargas lágrimas caían al suelo, pero
nadie pronunciaba una palabra; el silencio
encerraba allí todo un mundo de dolor. Callados
y sollozando, salieron de la habitación.
Ardía un cirio, la llama vacilaba al viento,
envolviendo el rojo y alto pabilo. Entraron
hombres extraños, que colocaron la tapa del
féretro y la sujetaron con clavos; los martillazos
resonaron por las habitaciones y pasillos de la
casa, y más fuertemente aún en los corazones
sangrantes.
– ¿Adónde me llevas? – preguntó el espíritu
protector -. Aquí no mora ningún hada cuyas
perlas formen parte de los dones mejores de la
vida.
– Pues aquí es donde está, ahora, en este
momento solemne – replicó el ángel custodio,
señalando un rincón del aposento; y allí, en el
lugar donde en vida la madre se sentara entre
flores y estampas, desde el cual, como hada
bienhechora del hogar había acogido amorosa al
marido, a los hijos y a los amigos, y desde
donde, cual un rayo de sol, había esparcido la
alegría por toda la casa, como el eje y el
corazón de la familia, en aquel rincón había
ahora una mujer extraña, vestida con un largo y
amplio ropaje: era la Aflicción, señora y madre
ahora en el puesto de la muerta. Una lágrima
ardiente rodó por su seno y se transformó en
una perla, que brillaba con todos los colores del
arco iris. Recogióla el ángel, y entonces,
adquirió el brillo de una estrella de siete
matices.
– La perla de la aflicción, la última, que no
puede faltar. Realza el brillo y el poder de las
otras. ¿Ves el resplandor del arco iris, que une
la tierra con el cielo? Con cada una de las
personas queridas que nos preceden en la
muerte, tenemos en el cielo un amigo más con
quien deseamos reunirnos. A través de la noche
terrena miramos las estrellas, la última
perfección. Contémplala, la perla de la
aflicción; en ella están las alas de Psique, que
nos levantarán de aquí.