Las Cigüeñas

Sobre el tejado de la casa más apartada de una
aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña
madre estaba posada en él, junto a sus cuatro
polluelos, que asomaban las cabezas con sus
piquitos negros, pues no se habían teñido aún de
rojo. A poca distancia, sobre el vértice del
tejado, permanecía el padre, erguido y tieso;
tenía una pata recogida, para que no pudieran
decir que el montar la guardia no resultaba
fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal
era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi
mujer tenga una centinela junto al nido –
pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido.
Seguramente pensará todo el mundo que me
han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha
distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de
chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la
presencia de las cigüeñas, el más atrevido
rompió a cantar, acompañado luego por toda la
tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
– ¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron
los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a
chamuscar.
– No os preocupéis -los tranquilizó la madre-.
No les hagáis caso, dejadlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro,
mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas
burlándose; sólo uno de los muchachos, que se
llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse
de aquellos animales, y se negó a tomar parte en
el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía
tranquilizando a sus pequeños:
– No os apuréis -les decía-, mirad qué tranquilo
está vuestro padre, sosteniéndose sobre una
pata.
– ¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los
pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron
nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se
pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.
– ¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? –
preguntaron los polluelos.
– ¡No, claro que no! -dijo la madre-.
Aprenderéis a volar, pues yo os enseñaré; luego
nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Veréis
como se inclinan ante nosotras en el agua
cantando: «¡coax, coax!»; y nos las
zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
– ¿Y después? -preguntaron los pequeños.
– Después nos reuniremos todas las cigüeñas de
estos contornos y comenzarán los ejercicios de
otoño. Hay que saber volar muy bien para
entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el
que no sepa hacerlo como Dios manda, será
muerto a picotazos por el general. Así que es
cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción
empiece.
– Pero después nos van a ensartar, como decían
los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
– ¡Es a mí a quien debéis atender y no a ellos! –
regañóles la madre cigüeña-. Cuando se hayan
terminado los grandes ejercicios de otoño,
emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas,
lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y
bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas
triangulares de piedra terminadas en punta, que
se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y
son mucho más viejas de lo que una cigüeña
puede imaginar. También hay un río, que se sale
del cauce y convierte todo el país en un cenagal.
Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos
de ranas.
– ¡Ajá! -exclamaron los polluelos.
– ¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno
sino comer; y mientras nos damos allí tan buena
vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los
árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se
hielan, se resquebrajan y caen al suelo en
pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no
sabía explicarse mejor.
– ¿Y también esos chiquillos malos se hielan y
rompen a pedazos? -, preguntaron los polluelos.
– No, no llegan a romperse, pero poco les falta,
y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro;
vosotros, en cambio, volaréis por aquellas
tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda
todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían
crecido lo suficiente para poder incorporarse en
el nido y dominar con la mirada un buen
espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas
las mañanas provisto de sabrosas ranas,
culebrillas y otras golosinas que encontraba.
¡Eran de ver las exhibiciones con que los
obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás,
hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si
fuese una carraca y luego les contaba historias,
todas acerca del cenagal.
– Bueno, ha llegado el momento de aprender a
volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro
pollitos hubieron de salir al remate del tejado.
¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en
mantener el equilibrio con las alas, y cuán a
punto estaban de caerse- ¡Fijaos en mí! -dijo la
madre-. Debéis poner la cabeza así, y los pies
así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tenéis que
comportaros en el mundo -. Y se lanzó a un
breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un
saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se
cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
– ¡No quiero volar! -protestó uno de los
pequeños, encaramándose de nuevo al nido-.
¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
– ¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el
invierno? ¿Estás conforme con que te cojan
esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen
y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
– ¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez
al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha
destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en
el aire y mantenerse en él con las alas
inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí…!
¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de
darse prisa a poner de nuevo las alas en
movimiento. Y he aquí que otra vez se
presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez
entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvele a tu tierra!
– ¡Bajemos de una volada y saquémosles los
ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, dejadlos! –
replicó la madre-. Fijaos en mí, esto es lo
importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la
derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la
izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya
vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan
limpio y preciso, que mañana os permitiré
acompañarme al pantano. Allí conoceréis varias
familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy
simpáticas; me gustaría que mis pequeños
fuesen los más lindos de toda la concurrencia;
quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros.
Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
– ¿Y no nos vengaremos de esos rapaces
endemoniados? -preguntaron los hijos.
– Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os
remontaréis hasta las nubes y estaréis en el país
de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no
tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
– Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a
otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más
empeñado en cantar la canción de burla, y el
que había empezado con ella, era precisamente
un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá
de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que
tenía lo menos cien, pues era mucho más
corpulento que su madre y su padre. ¡Qué
sabían ellas de la edad de los niños y de las
personas mayores! Este fue el niño que ellas
eligieron como objeto de su venganza, por ser el
iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la
voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban
realmente indignadas, y cuanto más crecían,
menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su
madre hubo de prometerles que las dejaría
vengarse, pero a condición de que fuese el
último día de su permanencia en el país.
– Antes hemos de ver qué tal os portáis en las
grandes maniobras; si lo hacéis mal y el general
os traspasa el pecho de un picotazo, entonces
los chiquillos habrán tenido razón, en parte al
menos. Hemos de verlo, pues.
– ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su
aplicación. Se ejercitaban todos los días, y
volaban con tal ligereza y primor, que daba
gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron
a reunirse para emprender juntas el vuelo a las
tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el
invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras!.
Había que volar por encima de bosques y
pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo,
pues era muy largo el viaje que les esperaba.
Los pequeños se portaron tan bien, que
obtuvieron un «sobresaliente con rana y
culebra». Era la nota mejor, y la rana y la
culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
– ¡Ahora, la venganza! -dijeron.
– ¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-.
Ya he estado yo pensando en la más apropiada.
Sé donde se halla el estanque en que yacen
todos los niños chiquitines, hasta que las
cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los
padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí,
soñando cosas tan bellas como nunca mas
volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran
por tener uno de ellos, y todos los niños desean
un hermanito o una hermanita. Pues bien,
volaremos al estanque y traeremos uno para
cada uno de los chiquillos que no cantaron la
canción y se portaron bien con las cigüeñas.
– Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel
mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-,
qué hacemos con él?
– En el estanque yace un niñito muerto, que
murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para
él. Tendrá que llorar porque le habremos traído
un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro
muchachito bueno – no lo habréis olvidado, el
que dijo que era pecado burlarse de los animales
-, a aquél le llevaremos un hermanito y una
hermanita, y como el muchacho se llamaba
Pedro, todos vosotros os llamaréis también
Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las
cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen
llamándose así.