Siendo ya viejos Severo y Benigno, amigos
desde la infancia, compañeros de estudios
después, solteros ambos, habían decidido
vivir juntos uniendo sus modestas rentas para
pasar el resto de sus días algo mejor.
Severo había perdido muy niño a sus padres,
creciendo sin afectos de familia y careciendo
de los dulces encantos del hogar. Ya
hombre, había dedicado su existencia a la
ciencia, coleccionando antigüedades primero,
minerales y plantas raras después, siendo su
último encanto las aves y los insectos, por lo
cual vivía en el campo, habiendo alquilado
una sencilla casa con jardín. No menos duro
su corazón que aquellos minerales que fueron
el solo placer de su juventud, jamás conoció
las inefables dichas del amor, quizá porque en
su niñez le faltaron las caricias maternales y
no pudo compartir con algún hermano los
juegos y las efímeras penas de los años infantiles.
Benigno había vivido con sus padres y una
hermana hasta los veinticinco años. A esa
edad, perdió en pocos meses a los primeros y
vio casarse a la bella joven, que, con su fraternal
cariño, hubiera podido dulcificar los
pesares de su orfandad. Benigno amó después
a una hermosa mujer, que jamás compartió
su sentimiento, pero aquellas amarguras
y este desengaño no mataron en él el
germen de lo bueno que encerraba su alma, y
aunque no volvió a amar, ni pensó nunca en
casarse, su corazón latía ansioso de cariño, y
así acogió con júbilo la proposición que le
hiciera Severo, muchos años después, de vivir
unidos.
Un amigo con quien conversar a todas
horas, con quien evocar los recuerdos, ya que
las ilusiones y las esperanzas estaban muertas,
un ser que había conocido a su familia y
con el que podría hablar de ella, ante quien
podría llorar a sus amados muertos, porque la
excelente hermana había partido también a
un mundo mejor; esto era cuanto deseaba
Benigno en el último tercio de su existencia.
De carácter bueno y sencillo, se amoldaba
pronto a los gustos ajenos; así es que, aunque
jamás se había dedicado a coleccionar
insectos y aves, no tardó en aficionarse a
ellos pasando largas horas en el despacho de
Severo contemplando a los unos o disecando
a las otras.
Habitaba con los dos viejos una criada, casi
de la misma edad que ellos; mujer fría como
uno de sus amos, pero servicial y buena como
el otro. No había más sirvientes porque Benigno
y Severo cuidaban el jardín.
Una tarde que habían salido los dos amigos,
el uno al campo en busca de orugas, el
otro a comprar unos libros en la ciudad, ocurrió
un suceso que vino a alterar en parte la
monotonía de la vida de los tres viejos.
Al llegar Severo cerca de la puerta del jardín,
de la que se había llevado una de las llaves,
vio junto a la tapia un pequeño bulto
blanco que se movía. Ya a su lado, oyó un
gemido que le pareció de una criatura, pero
apenas se fijó en aquello, y cuidando que no
se cayesen las orugas que llevaba, abrió la
puerta y penetró en su jardín.
Media hora después llegaba Benigno con
dos o tres tomos de Historia Natural de diversos
autores en la mano, y antes de abrir la
puerta con una llave igual a la que tenía Severo,
un débil quejido le hizo detenerse. Miró
en su derredor y vio a su vez el pequeño bulto
blanco. El buen viejo dejó caer los libros y
corrió hacia donde se hallaba el tierno ser que
parecía reclamar su amparo.
Era una niña envuelta en unos trapos, una
niña rubia y de ojos negros, que alguna madre,
infeliz o desnaturalizada, había depositado
allí.
La pobre criatura miraba vagamente a Benigno
y en sus labios parecía dibujarse ya una
sonrisa. Debía contar pocos meses y era muy
pequeña y delgada. El anciano la contemplaba
con profunda emoción, y al fin, olvidándose
de sus libros, que no se cuidó de recoger,
penetró en el jardín con la niña.
-Mira, Severo -exclamó cuando llegó al
despacho-; te traigo una avecilla que sin duda
se cayó de un nido, pero no para que forme
parte de tu colección muerta, sino para que
nos alegre con sus gorjeos dentro de nuestra
jaula.
Severo no pudo dominar un gesto de disgusto
al ver de lo que se trataba.
-Supongo -dijo-, que eso será una broma y
que no pensarás en conservar aquí ese muñeco.
-Te engañas -replicó Benigno-, no arrojaré
a la calle lo que Dios puso junto a mi puerta.
¡Un niño se mantiene con tan poco! Leche,
mucha leche y algo de pan. Compraré para lo
primero una cabra que vivirá comiendo lo que
halle en el campo, y en cuanto a lo segundo
le bastarán las migas que siempre sobran en
nuestra mesa.
-Pero crecerá…
-Entonces comerá lo que nosotros. Aunque
no soy rico, puedo mantener a esta niña, porque
es una niña, Severo, una niña preciosa a
la que querré como a mi hija y que me llamará
padre. ¿Acaso no apruebas mi conducta?
-Si eso te agrada o te entretiene -dijo el
frío egoísta-, no me puedo oponer a tu deseo,
pero procura que no entre mucho en mi despacho
cuando ande sola.
La criada tampoco acogió muy bien a la niña,
pero viendo que no había más remedio
que admitirla, se comprometió a cuidarla. Era
buena cristiana, y sospechando que no la
habían bautizado, la llevó al día siguiente a la
parroquia donde le pusieron un nombre cualquiera
que la débil criatura no escuchó jamás.
Pasó algún tiempo. Severo se ocupaba de
sus crisálidas, próximas a romper el capullo
convirtiéndose en mariposas, y quería que
Benigno compartiese su entusiasmo, pero
cada vez que le hablaba de ello el excelente
anciano respondía:
-Yo también guardo mi crisálida, que un
día tendrá alas y se hará mariposa. Pero las
alas de ella serán las de la inteligencia, y sus
bellos colores darán luz a mi vejez.
Desde entonces Benigno llamó siempre a la
niña su mariposa, y cuando ella empezó a
comprender no atendió por otro nombre.
El tiempo pasaba despacio, pero Mariposa
iba estando cada día más bonita y su protector
se complacía en mirarla, esperando con
paciencia a que pronunciase su primera palabra
y a que diera su primer paso. Estaba casi
siempre en el jardín, y cuando los pájaros
cantaban, gritaba con júbilo, como si comprendiese
lo que entre sí decían. Las flores la
acariciaban con su aroma, reemplazando los
besos de una madre, que acaso no había recibido
jamás. Benigno la quería con todas las
fuerzas de su alma, había concentrado en
aquella niña su ternura; pero no sabía enseñarla
a hablar y no se atrevía a hacerla andar
más que breves instantes, porque el pobre
anciano se cansaba de inclinarse tanto para
sostenerla.
Al fin, como todo llega, Mariposa anduvo y
habló. A Benigno le llamaba papá y mamá a
la vieja criada. Severo no era más que el coco.
Una tarde, éste, lleno de júbilo, mostró a
Benigno una mariposa de alas azules que
había roto aquel día su crisálida. Pero al volar
por vez primera, el insecto desapareció a su
vista y Severo la buscó inútilmente.
Al encender la lámpara por la noche; la
mariposa, atraída por la luz, fue a quemarse
en ella, perdiendo Severo uno de sus más
bellos y raros ejemplares, lo que le ocasionó
hondo disgusto.
A la mañana siguiente estaba tan profundamente
abstraído, que salió al campo olvidando
cerrar la puerta.
Mariposa, que contaba ya dos años y medio,
jugaba con algunas florecillas, y poco a
poco se fue acercando a la salida del jardín. Al
ver ante sí aquel terreno con árboles gigantes,
aquel suelo sembrado de margaritas y
amapolas, se encaminó hacia allí y siguió una
ancha senda que estaba cortada por un riachuelo.
Ella no había visto nunca tanta agua; se
sentó a la orilla, se inclinó un poco y vio su
imagen reflejada en la cristalina corriente.
-Una nena -dijo señalando con su dedo índice.
Y se acercó más. No sabiendo el peligro
que la amenazaba, la tierna criatura continuó
avanzando, perdió pie y el pequeño río la
arrastró sin que nadie escuchara su débil grito.
Benigno, al no hallarla en la casa, corrió al
jardín, y al ver la puerta abierta, tuvo un triste
presentimiento.
Siguió a la casualidad el mismo camino que
Mariposa, y encontró el cuerpo de la niña cerca
del río donde las aguas lo habían arrojado.
Mariposa estaba muerta.
Benigno la cogió en sus brazos y besó llorando
los restos del único ser que hacía venturosa
su ancianidad.
Iba con su preciosa carga, cuando encontró
a Severo.
-Estoy desolado por mi mariposa, dijo éste
a su amigo.
-Tu mariposa -replicó Benigno con amargura-;
empleó sus alas para buscar el fuego que
debía consumirla; la mía tenía también, aunque
invisibles, las alas del ángel, y apenas ha
podido volar, las ha elevado para buscar el
camino del cielo de donde nunca debió bajar.
Tú tendrás otras mariposas azules; en cuanto
a mí, solo cuando me muera me será devuelta
mi Mariposa. ¿Qué objeto tendrá en lo sucesivo
mi vida?
Severo se encogió de hombros murmurando:
-¡Bah, por una muñeca! Los chiquillos se
reemplazan, todos son iguales, pero no ocurre
lo propio con los insectos.
Aquellos dos hombres, tan amigos hasta
entonces, no pudieron comprenderse ni simpatizar
ya nunca.
La niña, fue enterrada a expensas de su
protector en una sencilla sepultura; no faltaron
en ella las más hermosas flores mientras
vivió Benigno, flores que fueron a besar sus
hermanas las mariposas.
El Jabalí de Bronce
En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza
del Granduca, corre una calle transversal que, si
mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella,
frente a una especie de mercado de hortalizas,
se levanta la curiosa figura de un jabalí de
bronce, esculpido con mucho arte. Agua
límpida y fresca fluye de la boca del animal,
que con el tiempo ha tomado un color verde
oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo
hubiesen pulimentado – y así es en efecto – por
la acción de los muchos centenares de
chiquillos y pobres que, cogiéndose a él con las
manos, acercan la boca a la del animal para
beber. Es un bonito cuadro el de la bien
dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz
medio desnudo, que aplica su fresca boca al
hocico de bronce.
A cualquier forastero que llegue a Florencia le
es fácil encontrar el lugar; no tiene más que
preguntar por el jabalí de bronce al primer
mendigo que encuentre, seguro que lo guiarán a
él.
Era un anochecer del invierno; las montañas
aparecían cubiertas de nieve, pero en el cielo
brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es
tan luminosa como un día gris de invierno de
los países nórdicos; y le gana aún, pues el aire
brilla y adquiere relieve, mientras que en el
Norte el techo de plomo, frío y lúgubre,
deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo,
ese suelo húmedo y frío que un día cubrirá su
ataúd.
Un chiquillo harapiento se había pasado todo el
día sentado en el jardín del Gran Duque, bajo el
tejado de pinos, donde incluso en invierno
florecen las rosas por millares; un chiquillo que
podía pasar por la imagen de Italia, tal era de
hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo
de aspecto. Sufría hambre y sed, nadie le daba
un céntimo y al oscurecer – hora de cerrar el
jardín – el portero lo echó. Durante un largo rato
se estuvo entregado a sus ensueños en el puente
que cruza el Arno, contemplando las estrellas
que se reflejaban en el agua, entre él y el
magnífico puente de mármol «della Trinitá».
Se dirigió luego hacia el jabalí de bronce, hincó
la rodilla al llegar a él y, pasando los brazos
alrededor del cuello de la figura, aplicó la boca
al reluciente hocico y bebió a grandes tragos de
su fresca agua. Al lado yacían unas hojas de
lechuga y dos o tres castañas; aquello fue su
cena. En la calle no había ni un alma; el
chiquillo estaba completamente solo; sentóse
sobre el dorso del jabalí, se apoyó hacia delante,
de manera que su rizada cabecita descansara
sobre la del animal, y, sin darse cuenta, quedóse
profundamente dormido.
Al sonar la medianoche, el jabalí de bronce se
estremeció, y el niño oyó que decía: – ¡agárrate
bien, chiquillo, que voy a correr! -. Y
emprendió la carrera, con él a cuestas. ¡Extraño
paseo! Primero llegaron a la Piazza del
Granduca, donde el caballo de bronce de la
estatua del príncipe los acogió relinchando. El
policromo escudo de armas de las antiguas
casas consistoriales brillaba como si fuese
transparente, mientras el David de Miguel
Ángel blandía su honda. Por doquier rebullía
una vida sorprendente. Los grupos de bronce
que representan Perseo y el rapto de las Sabinas
se agitaban frenéticamente; de la boca de las
mujeres surgió un grito de mortal angustia, que
resonó en la gran plaza solitaria.
El jabalí de bronce se detuvo en el Palazzo degli
Uffizi, bajo la arcada donde se reúne la nobleza
en las fiestas de carnaval. – Agárrate bien –
repitió el animal -, vamos a subir por esta
escalera -. El niño permanecía callado, entre
tembloroso y feliz.
Entraron en una larga galería, que él conocía
muy bien; ya antes había estado en ella. De las
paredes colgaban magníficos cuadros, y había
estatuas y bustos, todo iluminado por vivísima
luz, como en pleno día. Pero lo más hermoso
vino cuando se abrieron las puertas que daban
acceso a una sala contigua. El niño no había
olvidado cuán magnífico era aquello, pero
nunca lo había visto tan esplendoroso como
aquella noche.
Había allí una maravillosa mujer desnuda, como
sólo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel
de los grandes maestros. Movía los graciosos
miembros, delfines saltaban a sus pies, la
inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la
llama la Venus de Médicis. Todo en torno
relucían las estatuas de mármol, en las que la
piedra aparecía animada por la vida del espíritu:
figuras de hombres magníficos, uno afilando la
espada – por eso se le llama el Afilador -, más
allá el grupo de los Pugilistas; la espada era
aguzada, y los combatientes luchaban por la
Diosa de la Belleza.
El chiquillo estaba como deslumbrado por todo
aquel esplendor; las paredes ardían de color, y
todo era vida y movimiento. Podían verse dos
Venus, representando la Venus terrena, turgente
y ardorosa, tal como Tiziano la había apretado
sobre su corazón. Eran dos soberbias figuras
femeninas. Los bellos miembros desnudos se
extendían sobre los muelles almohadones; el
pecho se levantaba, y la cabeza se movía
dejando caer los abundantes rizos en torno a los
bien curvados hombros, mientras los oscuros
ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero
ninguno de aquellos personajes osaba salir por
completo de su marco. La propia Diosa de la
Belleza, los Pugilistas y el Afilador,
permanecían en sus puestos, pues la Gloria que
irradiaba de la Madonna, de Jesús y San Juan,
los mantenía sujetos. Las imágenes de los
santos no eran ya imágenes, sino los santos en
persona.
¡Qué esplendor y qué belleza de sala en sala! Y
el niño lo veía todo; el jabalí de bronce
avanzaba paso a paso por entre toda aquella
magnificencia. Una visión eclipsaba a la otra,
pero una sola imagen se fijó en el alma del niño,
seguramente por los niños alegres y dichosos
que aparecían en ella, y que el pequeño ya había
visto antes a la luz del día.
Son muchos los que pasan por delante de aquel
cuadro sin apenas reparar en él, y, sin embargo,
encierra un tesoro de poesía. Es Cristo
descendiendo a los infiernos; pero a su
alrededor no se ve a los condenados, sino a los
paganos. El florentino Angiolo Bronzino pintó
aquel cuadro, lo más sublime del cual es la
certeza reflejada en el rostro de los niños, de
que irán al cielo: dos de ellos se abrazan ya;
uno, muy chiquitín, tiende la mano a otro que
está aún en el abismo, y se señala a sí mismo,
como diciendo: «¡Me voy al cielo!». Todos los
restantes permanecen indecisos, esperando o
inclinándose humildemente ante Jesús Nuestro
Señor.
El niño empleó en la contemplación de aquel
cuadro mucho más rato que en todos los demás.
El jabalí de bronce seguía parado delante de él.
Se percibió un leve suspiro; ¿salía de la pintura
o del pecho del animal? El niño extendió el
brazo hacia los sonrientes pequeñuelos del
cuadro, y entonces el jabalí prosiguió su
camino, saliendo por el abierto vestíbulo.
– ¡Gracias, y Dios te bendiga, buen animal! –
exclamó el muchacho, acariciando a su
montura, que bajaba saltando las escaleras.
– ¡Gracias, y Dios te bendiga a ti! – respondió el
jabalí -. Yo te he prestado un servicio, y tú me
has prestado otro a mí, pues sólo con una
criatura inocente sobre el lomo me son dadas
fuerzas para correr. ¿Ves?, hasta puedo entrar
dentro del círculo de luz que viene de la
lámpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A
todas partes puedo llevarte, excepto a la iglesia;
pero si tú estás conmigo, puedo mirar a su
interior a través de la puerta abierta. No te apees
de mi espalda; si lo haces, caeré muerto, tal
como me ves durante el día en la calle de la
Porta Rossa.
– Me quedaré contigo, mi buen animal –
respondió el niño; y el jabalí emprendió veloz
carrera por las calles de Florencia, no
deteniéndose hasta llegar a la plaza donde se
levanta la iglesia de Santa Croce.
Zenana
Alejandro Magno es de esos caracteres
históricos que se prestan igualmente a severa
censura y a hiperbólica alabanza. Atrae en
virtud de un contraste vigoroso. Es ya luz, ya
tinieblas, pero grande siempre. La complejidad
de su alma extraordinaria se explica por
antecedentes de familia y de educación. Era
hijo de Filipo (que reunía a un valor de león
una sensualidad de cerdo) y de Olimpias, reina
de arrestos viriles, capaz de ajusticiar a
sus enemigos por su propia mano, y de mirar
con tan despreciativa majestad a doscientos
soldados encargados de asesinarla, que se
volvieron sin hacerlo, declarando no poder
resistir aquella mirada dominadora y terrible.
Era alumno de Aristóteles, cuyo solo nombre
lo dice todo, y durante ocho años había bebido
de tal fuente la sabiduría, que sirve para
templar y engrandecer el ánimo, y la ciencia
política, que señala rumbos gloriosos a la ambición.
Y en un espíritu donde la levadura de
todas las pasiones humanas fermentaba al
lado de las nociones de todos los ideales divinos,
tenían que surgir, entre impulsos atroces
y violentas concupiscencias, bellos rasgos de
continencia, piedad y magnanimidad, y hasta
poéticos romanticismos, semejantes al que da
asunto a este cuento.
La casualidad ha traído a mi poder algunas
monografías que dejó inéditas el doctísimo
alemán Julius Tiefenlehrer, y que forma
parte de las doscientas setenta y cinco que
este profesor de la Universidad de Gotinga
consagró a esclarecer la biografía de Alejandro;
las cuales consultan fructuosamente y
rebañan sin escrúpulos los más recientes historiadores.
Parece que la leyenda contenida
en la monografía que hoy saco a luz, es la
misma que representa una tapicería gótica
perteneciente al barón de Rothschild, y en la
cual, con donoso anacronismo, Alejandro luce
una armadura de punta en blanco, del siglo
XIV, y Zenana el luengo corpiño, el brial y el
ancho tocado de las damas contemporáneas
de la Santa Sede en Aviñón.
Ha de saberse que Alejandro, después de
aniquilar a Darío y hacerse dueño de Persia,
fue corrompido por la muelle y refinada vida
asiática y por el servilismo de aquellas razas
que, a diferencia de los griegos, se postraban
ante el rey tributándole honores divinos. Pero,
en los primeros tiempos, antes de que el vencedor
se dejase vencer por las delicias que
reblandecen el alma, luchó para sobreponerse
y conservar sus energías morales, y esta lucha,
sostenida por un hombre omnipotente,
debe serle contada más gloriosa que la victoria
de Arbelas.
Claro es que entre las tentaciones de que
se veía asaltado Alejandro a cada instante,
descollaba la tentación de la mujer, dulcísima
asechanza en que caen las almas grandes,
igual o acaso más hondo que las pequeñas.
No son más hermosas que las griegas las
hijas de la Susiana, y acaso sus formas no se
prestan tanto a que el pincel las reproduzca;
pero en cambio poseen un hechizo perturbador,
que enciende la fantasía y subyuga potencias
y sentidos. Los rostros pálidos y prolongados
como la luna en su creciente (según
la comparación del poeta Firdusi), donde se
abren los labios sinuosos, color de cinabrio,
parecidos a una flor de sangre; los ojos luengos,
de negrísimas y pobladas pestañas, “lagos
a la sombra”, dice una canción persa; los
cuerpos flexibles, delgados de cintura y que
en lo alto se ensanchan a manera de jarrón
que contiene dos tersas magnolias; el cutis
impregnado de aromas sabeos, el pie diminuto
encerrado en la delicada babucha de piel
de serpiente bordada de perlas, el vestir artificioso,
las gasas que muestran y encubren
hábilmente el tesoro de la beldad, los cabellos
rizados con primor, los brazos lánguidos que
saben ceñirse a guisa de anillos de culebra,
otros tantos anzuelos y redes para Alejandro,
de los cuales no acertaba a desenvolverse. Y
como quiera que a cada instante venían a su
tienda o a su palacio damas persas a impetrar
clemencia o justicia, Alejandro, conociéndose
y no queriendo prevaricar en sus funciones de
árbitro del mundo, ideó un extraño preservativo:
al acercarse una mujer, cubríase el rostro
y los ojos con un paño de púrpura, y así
las recibía y escuchaba, creyendo ellas que
era misterio de la majestad real lo que sólo
era prevención contra la humana flaqueza.
Acaeció, pues, que estando prisionero de
un general de Alejandro el sátrapa Artasiro -y
habiéndose resuelto que si el sátrapa no entregaba
pingües tesoros que suponían ocultos
le matarían cortándole en pedazos-, la única
hija del sátrapa, Zenana, se dio arte para llegar
hasta el rey, con propósito de abrazar sus
rodillas y librar a su padre del suplicio. El
candor y la pureza de Zenana se revelaban en
la sencillez no estudiada de su atavío; vestida
ya de luto, sin adornos ni joyas, con el cabello
suelto, sólo por natural efecto de la gracia
juvenil podría agradar. Y es preciso que, a
fuer de verídica, añada que Zenana no era
tampoco lo que se llama una hermosura, ni
menos poseía el hechizo malvado de las grandes
cortesanas de Babilonia, que saben con
añagazas y tretas enredar un albedrío. Sin
embargo, Alejandro, al oír que una mujer moza
solicitaba audiencia, se echó el paño por
cara y hombros, y así la recibió.
El no ver la faz augusta prestó ánimo a la
tímida Zenana: arrojóse a los pies del macedón,
y bañándolos con muchas lágrimas, expuso
el objeto de su venida. Notando que
Alejandro la escuchaba atentísimo y al parecer
con extraña complacencia, explicó detenidamente
el caso. Y así que hubo oído la promesa
de que su padre tenía salva la vida,
Zenana, después de estrechar otra vez las
rodillas de Alejandro, desapareció, yendo a
ocultarse con su nodriza en una cueva cercana
a Babilonia, pues temía ser perseguida y
ultrajada por los mismos que intentaban matar
al sátrapa.
Pocos días después de este suceso,
habiendo notado Higinio, el mayor amigo y
confidente de Alejandro, que éste andaba
asaz pensativo, cabizbajo y melancólico, le
preguntó la causa, y Alejandro, exhalando un
suspiro, respondió:
-Es una cosa extraña, querido Higinio, lo
que me sucede. Ya sabes que, para precaverme,
recibo a las mujeres con el rostro cubierto,
porque las hermosas persas hacen
daño a los ojos. ¡Ay! ¿De qué me ha servido?
¡Ya veo que el enemigo más allá de los ojos
tiene su fortaleza! Recordarás que últimamente
me pidió audiencia una dama, hija del sátrapa
Artasiro; y yo, fiel a mi propósito, no
alcé el trozo de púrpura que me impedía verla.
Pero escuché su voz, y no hay arpa hebrea
ni lira eolia que a la cadencia de esa voz pueda
compararse. El corazón me salta al recordar
la música de esa voz. A solas repito palabras
que ella pronunció, por evocar mejor el
recuerdo del tono con que las dijo. No sé cómo
no atropellé por todo y no la detuve aquí
cautiva, para seguir oyéndola: creo que fue
efecto del mismo encanto que la voz me produjo.
Estaba que ni me atrevía a respirar. Y
ahora, de día, de noche, tengo aquella voz en
los oídos, sueño con ella, y sólo puede aliviar
mi mal oírla resonar otra vez. Ya lo sabes.
Búscame a Zenana, tráemela aquí, porque si
no, conozco que perderé el juicio.
Obedeció Higinio prontamente, y puso en
movimiento numerosa cohorte, a fin de descubrir
a la misteriosa beldad; por tal la tenía.
Bien escondida estaba Zenana, pero al fin se
averiguó su refugio, e Higinio, antes de llevarla
a la presencia de Alejandro, la enteró de
cómo el rey, prendado de su voz, se moría
por ella. La joven persa, al saber esto, murmuró
dulcemente, con su voz melodiosa, que
la emoción timbraba:
-Gloria es para mí haber causado tal impresión
en el gran rey; pero la placa de plata
bruñida en que contemplo mi rostro después
del baño y el tocado, me dice que no soy bella;
Alejandro, al verme, perderá las ilusiones.
Temo su indignación, y temo ante todo que
recaiga su cólera sobre mi padre. ¿Por qué no
le haces creer a Alejandro que estoy obligada
por un voto a los dioses a presentarme cubierta
la cara con un velo? Yo no he visto a
Alejandro; él no me verá… y así tal vez consiga
evitar su enojo.
Pareció a Higinio tan excelente el ardid de
la discreta Zenana, que estuvo conforme, y la
misma noche la condujo a los jardines del
gineceo de Alejandro. Embriagado éste con la
divina voz de la joven persa, se resignó a la
condición de velo, y hasta encontró en ella un
misterio picante y un singular hechizo.
Le parecía que aquel amor velado y despojado
del vulgar incentivo de unas facciones
más o menos lindas, era algo delicado y original,
que no había gustado nunca. El casto
imán de aquel velo triunfó de las desnudeces
y la licencia impúdica de las otras damas persas,
obstinadas en requerir al héroe.
-Habla y no te descubras, murmuraba
tiernamente Alejandro, sentado cerca de una
fuente donde la luna fingía en el agua de los
surtidores continuo desgrane de perlas; y las
rosas del Gulistán, que después se llamaron
de Alejandro, dejaban caer sobre las cabezas
de los amantes perfumados pétalos.
Fue el amor de Zenana el más largo e intenso
de cuantos disfrutó Alejandro en su corta
vida.
Visión del Baluarte
Es otoño. Estamos en lo alto del baluarte
contemplando el mar, surcado por numerosos
barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se
destaca, altiva, a la luz del sol poniente. A
nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y
nos rodean árboles magníficos, cuyo amarillo
follaje va desprendiéndose de las ramas. Al
fondo hay casas lóbregas, con empalizadas, y en
el interior, donde el centinela efectúa su
monótono paseo, todo es angosto y tétrico; pero
más tenebroso es todavía del otro lado de la
enrejada cárcel, donde se hallan los presidiarios,
los delincuentes peores.
Un rayo del sol poniente entra en la desnuda
celda, pues el sol brilla sobre los buenos y los
malos. El preso, hosco y rudo, dirige una
mirada de odio al tibio rayo. Un pajarillo vuela
hasta la reja. El pájaro canta para los buenos y
los malos. Su canto es un breve trino, pero el
pájaro se queda allí, agitando las alas. Se
arranca una pluma y se esponja las del cuello; y
el mal hombre encadenado lo mira. Una
expresión más dulce se dibuja en su hosca cara;
un pensamiento que él mismo no comprende
claramente, brota en su pecho; un pensamiento
que tiene algo de común con el rayo de sol que
entra por la reja, y con las violetas que tan
abundantes crecen allá fuera en primavera.
Luego resuena el cuerno de los cazadores,
melódicos y vigorosos. El pájaro se asusta y se
echa a volar, alejándose de la reja del preso; el
rayo de sol desaparece, y vuelve a reinar la
oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazón
de aquel hombre malo; pero el sol ha brillado, y
el pájaro ha cantado.
¡Seguid resonando, hermosos toques del cuerno
de caza! El atardecer es apacible, el mar está en
calma, terso como un espejo.