Aunque los historiadores apenas le nombran,
Higinio fue de los más íntimos amigos
de Alejandro Magno. No se menciona a Higinio,
tal vez porque no tuvo la trágica muerte
de Filotas, de Parmeion, y de aquel Clitos a
quien Alejandro amaba entrañablemente, y a
quien así y todo, en una orgía atravesó de
parte a parte; y sin embargo (si no mienten
documentos descubiertos por el erudito Julios
Tiefenlehrer), Higinio gozó de tanta privanza
con el conquistador de Persia, como demostrarán
los hechos que voy a referir, apoyándome,
por supuesto, en la respetabilísima
autoridad del sabio alemán antes citado.
Compañero de infancia de Alejandro,
Higinio se crió con el héroe. Juntos jugaron y
se bañaron en Pela, en los estanques del jardín
de Olimpias, y juntos oyeron las lecciones
de Aristóteles. La leche y la miel de la sabiduría
la gustaron, así puede decirse, en un mismo
plato; y en un mismo cáliz libaron el néctar
del amor, cuando deshojaron la primera
guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa
de la gentil hetera Ismeria. Grabó su afecto
con sello más hondo el batirse juntos en la
memorable jornada de Queronea, en la cual
quedó toda Grecia por Filipo, padre de Alejandro.
Los dos amigos, que frisaban en los diecinueve
años entonces, mandaron el ala izquierda
del ejército, y destruyeron por completo
la famosa “legión sagrada” de los tebanos.
La noche que siguió a tan magnífica victoria,
Higinio pudo haber conseguido el generalato;
Alejandro se lo brindaba, con hartos
elogios a su valor. Pero Higinio, cubierto aún
de sangre, sudor y polvo, respondió dulcemente
a los ofrecimientos de su amigo y príncipe:
-No acepto el generalato, porque habiéndome
portado bien hoy, tal recompensa y tan
alta dignidad me obligarían en conciencia a
portarme todavía mejor en otras ocasiones
que sobreviniesen, y no puedo comprometerme
a amanecer cada día con más valor y
más fortuna. Además, de las enseñanzas de
nuestro maestro Aristóteles saco yo en limpio
que el hombre, habitualmente, debe vivir en
paz y no en guerra. Queda demostrado que
no soy ningún medroso. El que ha combatido
a tu lado en Queronea ya tiene derecho a
plantar un laurel en el sagrado bosque de
Marte. Déjame de batallas y dame otro puesto
cerca de ti, Alejandro, porque te quiero bien y
te serviré fielmente.
Alejandro, cuya sangre hervía pidiendo
luchas y glorias, se conformó mal de su grado
a los deseos de Higinio, y le nombró su gran
copero. Era cargo en extremo descansado y
de alta confianza, pues sus funciones consistían
en custodiar y servir la copa de oro reservada
al príncipe, a fin de que nadie pudiese
depositar en ella ponzoña. El oficio de Higinio
le permitía vivir en constante comunicación
con Alejandro, y cuando éste subió al trono,
sucediendo a su padre, asesinado por Pausanias,
los cortesanos auguraron a Higinio brillante
carrera. Poco tardaron en verse desmentidos
tales pronósticos: Higinio continuó
presentando, recogiendo y custodiando la ya
regia copa, sin mezclarse en intrigas ni aspirar
a otras grandezas.
Mientras tanto, Alejandro asombraba al
universo con sus campañas y triunfos, y ofrecía
a Grecia, en compensación de la perdida
libertad, páginas de luz para la Historia.
Conteniendo a los bárbaros y sojuzgando
el inmenso Imperio de Asia, bien pronto se
vio dueño del mundo Alejandro. Cuando, después
de dejar trazado el emplazamiento de
Alejandría, y de entrar vencedor en Babilonia
y Ecbtana, el hijo de Filipo se declaró “hijo de
Júpiter” y decretó su propia apoteosis, Higinio
-que hacía mucho tiempo no departía con su
rey, limitándose a servirle la copa en silenciofue
despertado a las altas horas de la noche
de orden de Alejandro que le llamaba a su
cabecera. La recién hecha deidad no podía
dormir, y reclamaba cuidados y consuelos…
-Señor -dijo Higinio-, celebro poder
hablarte sin testigos, como antaño. Justamente
deseaba rogarte que me consientas dejar
tu servicio y retirarme a mi casita del Ática,
donde poseo olivos y colmenas.
-¡Bonita ocasión escoges para abandonarme!
-exclamó furioso Alejandro-. ¡Por el
intento merecías que te mandase crucificar!
¿Deseas riquezas? Pide cuanto se te antoje…
Pero ¿marcharte? Ni lo sueñes. ¿Y de dónde
nace esa manía?
-Ya que lo preguntas -contestó Higinio-,
lo vas a saber. Yo fui amigo y servidor de un
hombre; pero ahora parece que ese hombre
se ha vuelto dios. No tengo vocación al sacerdocio.
Desde que has ascendido a hijo de Júpiter
Hamnon, hermano de Apolo, me inspiras
temor y frialdad. El Alejandro que yo amaba
no existe. Has ascendido al Olimpo. Él es inmortal,
yo mortal. No nos entendemos. Por
otra parte, la idea que me he formado de un
dios, según la sublime doctrina de Aristóteles…
-¡Dale con Aristóteles! -interrumpió el
conquistador-. ¡Como le atrape, a ese sí que
le crucifico! ¡Y alto, para que todos lo vean!
-Crucifica, pero escucha. Prescindamos de
Aristóteles y supongamos que, en efecto, eres
dios. Pues si eres dios, yo no puedo cometer
sacrilegio; yo no puedo seguir envenenándote.
-¿Envenenarme tú? -gritó Alejandro incorporándose
convulso sobre su lecho de
marfil incrustado de oro-. ¡Ahora comprendo
por qué un fuego constante abrasa mis venas;
ahora comprendo por qué no descanso
sino en horrible modorra; ahora me explico
las visiones y las pesadillas que de noche me
asaltan y empapan mis sienes en sudor frío!
¡Envenenarme tú! -y con súbito acceso de
ternura suspiró-. ¿Y por qué quieres mi muerte,
tú, mi amigo de la niñez, mi hermano de
armas en Queronea?
Higinio, conmovido, se arrojó a los pies
de Alejandro, y éste abrió los brazos; los dos
amigos juntaron sus rostros y mezclaron sus
cabelleras, y el copero declaró, en tono muy
diverso del de antes:
-Señor, dulce amado mío, si te enveneno,
es contra mi voluntad y por orden tuya… Esas
visiones, esas torturas de que te quejas proceden
de la doble embriaguez en que vives:
estás ebrio de poder y de vino añejo… Antes
sólo me pedías la copa dos o tres veces en
cada comida; desde que el Asia te ha inoculado
su molicie y sus vicios, me duelen las manos
de tanto recoger la copa vacía y extendértela
colmada… Tu alma se ha turbado, la
demencia te ronda, te habitúas a la crueldad,
hieres a tus leales y morirás joven, sin que
nadie necesite pegarte una puñalada, como a
tu padre. No quiero ser cómplice, y me voy.
Alejandro, pensativo, seguía estrechando
el cuello y la cabeza de su amigo contra su
pecho.
-Tienes razón, amado -murmuró al fin
con sinceridad generosa-. Pero el hábito de
beber se ha arraigado en mí, y si no bebo, me
caigo a pedazos. ¿Qué haré? Aconséjame.
-No puedo -declaró Higinio- curarte la borrachera
del poder; pero trataré de salvarte
de la otra sin que te prives de tu gusto. Fíate
en mí y verás.
En efecto, los días que siguieron a esta
conversación, Alejandro continuó bebiendo
copas tan rebosantes y tantas en número como
siempre. No obstante, poco a poco notó
con placer gran mejoría. Gradualmente se
despejaba su cabeza, se tranquilizaban sus
nervios, volvía a sus miembros el vigor y la
alegría a su espíritu. Vastos planes maduraban
en su cerebro, sobrehumanas empresas
bullían en su imaginación heroica. Pasmado y
enajenado preguntó a Higinio el secreto, sin
que éste se prestase a revelarlo. Pero un cierto
Arsotas, juglar persa, adulador y afeminado,
que divertía mucho al rey, le dio la clave
del enigma.
-Tu gran copero, ¡oh divino Alejandro!,
echa cada día una gota de cera en el fondo de
tu copa. Así, insensiblemente, reduce su cabida
y acorta tus libaciones. Bebes cada día una
gota menos. ¡El osado Higinio se atreve a engañar
a su soberano y a cercenar sus deleites!
Quedó Alejandro sorprendido; después su
sorpresa se convirtió en enojo. ¡Tratarle como
a un chiquillo! ¡Embaucarle con un artificio
así! ¡Ah! No lo consentiría. ¿Qué se figuraba
Higinio? Y una mañana mandó registrar y limpiar
la copa, y a la tarde estableció sus famosos
certámenes de intemperancia, apostando
a beber con los más pellejos de su ejército.
Higinio entonces desapareció; probablemente
se retiraría al Ática. En cuanto a Alejandro,
nadie ignora la ocasión y modo de su muerte:
después de vaciar, con alarde jactancioso, no
su propia copa, sino la enorme llamada de
Hércules, cayó redondo, dando un grito. La
fiebre que allí mismo se apoderó de él le
arrebató del mundo a los treinta y dos años
de edad, en la plenitud de la vida y de la gloria.
Rikki-Tikki-Tavi
Ojo-Rojo, desde el hueco redondo,
a Piel Arrugada le lanzó el cohombro.
Escuchad el gran reto de animal sin miedo:
Nag, ven, la muerte va a ser el fin de tus
sueños.
Ojo a ojo, dos cabezas, odio puro.
Nag, guarda la distancia, el mejor conjuro.
No olvides, Nag, cobra, la lucha es a muerte,
y el triunfo, regalo de astucia y de suerte.
Dieron mil vueltas en el duro suelo.
Nag, corre a esconder tu piel sucia muy lejos.
Quisiste mi muerte y fue toda tuya.
Te dejó sin vida la diosa Fortuna.
HE AQUÍ LA HISTORIA DE LA GRAN
BATALLA que Rikki-Tikki-Tavi libró, totalmente
solo, en un cuarto de aseo del gran bungaló,
en el cuartel de Segowlee. Contó con la
ayuda de Darzee, el pájaro-sastre, y de Chuchundra,
la rata almizclera, que jamás anda
por el centro de las habitaciones, pues se
desliza bien pegado a las paredes, que le dio
buenos consejos. Pero Rikki-Tikki-Tavi sostuvo
la auténtica lucha. Era una mangosta*, y
se parecía a un gato por la piel y la cola. Sus
ojos y la punta del hocico, siempre nervioso,
eran de color rosa. Podía rascarse cualquier
parte del cuerpo con cualquiera de sus patas
delanteras o traseras, la que escogiera. Su
cola podía hincharse hasta imitar una brocha.
Y su grito de guerra, mientras, deslizándose,
parecía reptar sobre la hierba, era: «¡Rikktikk-
tikki-tikki-tchk!».
Un día, una de esas impresionantes inundaciones
de verano la arrancó de la madriguera
en la que vivía con sus padres. Pateando,
asustada, cloqueando como una gallina,
llegó al fin a una zanja que estaba al borde
de un camino. Tuvo la suerte de encontrar allí
un menudo haz de hierbas, y se aferró a él.
No se enteró de lo que pasó después, porque
perdió el conocimiento. Cuando lo recobró,
estaba tumbada a pleno sol en medio de un
sendero de un jardín, por cierto, muy descuidado,
y un niño, a su lado, decía:
––Mira, una mangosta muerta. Vamos a
celebrar un funeral por ella.
––No ––le contestó su madre––, vamos a
cogerla y a secarla. Quizá no esté realmente
muerta.
La cogieron y la llevaron a casa. Allí, un
hombre grueso la mantuvo un momento en el
aire y aseguró que no estaba muerta, sino
medio ahogada. La envolvieron entre algodones,
la calentaron, y el pequeño animal abrió
los ojos y estornudó.
Ahora ––dijo el hombre, un inglés que
acababa de trasladarse al bungaló––, no la
asustéis, y veremos qué hace.
Es casi imposible asustar a una mangosta,
porque está devorada por la curiosidad de la
punta de la nariz a la cola. La consigna de la
familia de las mangostas es: «Corre y entérate
». Y Rikki-Tikki era una auténtica mangosta.
Se fijó en el algodón y se dio cuenta de
que no era comestible. Correteó con curiosidad
a lo largo y ancho de la mesa, se sentó,
se alisó la piel, se rascó y, dando un salto, se
subió al hombro del niño.
––No te asustes, Teddy ––le dijo su padre––.
Es su manera de hacer amigos.
––Me hace cosquillas en la barbilla ––se
sonrió Teddy.
Rikki-Tikki miró hacia abajo, al hueco que
se abría entre la camisa del niño y su cuello,
curioseó, jugueteando, en su oído, y saltó al
suelo, donde se rascó la nariz.
––¡Vaya! ––exclamó la madre de Teddy––,
ty eso es un animal salvaje? Supongo que se
ha familiarizado con nosotros porque hemos
sido buenos con ella.
––Todas las mangostas se comportan así –
–le aclaró su marido––. Si Teddy no la tira de
la cola o intenta meterla en una jaula, saldrá
y entrará en la casa sin parar. Vamos a darle
algo de comer.
Le dieron un pequeño pedazo de carne
cruda. A Rikki-Tikki le gustó muchísimo, y
cuando lo terminó, salió a la galería, se sentó
al sol y esponjó su piel para que se le secara
por completo. Luego empezó a sentirse mejor.
––Todavía hay muchas cosas que ver en
esta casa ––se dijo––. Más que las que toda
mi familia junta podría encontrar en toda su
vida. Yo me quedaré aquí y las encontraré.
Pasó todo el día dando vueltas por la casa.
Casi se ahogó en el cuarto de baño, metió su
nariz en el tintero que había en el escritorio,
y se la quemó oliscando el extremo del puro
del hombre grande, porque se subió a su regazo
para enterarse de cómo escribía. Cuando
cayó la tarde, se fue a la habitación de
Teddy para ver cómo se encendían las lámparas
de queroseno*, y cuando el niño subió a
la cama, Rikki-Tikki hizo lo mismo. El matrimonio
entró ––como siempre–– para ver a su
hijo, y Rikki-Tikki estaba despierta, sentada
sobre la almohada.
––No me gusta eso ––dijo la madre de
Teddy––. Puede morder al niño.
––No lo hará ––le contestó el padre––.
Teddy está más seguro con este pequeño
animal que con un perro de presa. Si ahora
entrara una serpiente…
Pero la madre de Teddy no quería ni pensar
en algo tan horrible.
Por la mañana, Rikki-Tikki se fue a desayunar
a la galería, sentada en un hombro de
Teddy, y le dieron un plátano y huevo duro.
Se sentó por turno en el regazo de los tres,
porque toda mangosta bien educada aspira a
convertirse algún día en un animal doméstico,
y disponer de habitaciones por las que
corretear. La madre de RikkiTikki, que había
vivido en la casa del general en Segowlee, le
había enseñado cómo actuar si algún día se
encontraba con hombres blancos.
Luego, Rikki-Tikki salió al jardín para inspeccionarlo.
Era un jardín enorme, cuidado a
medias, con rosales tan grandes como cenadores,
de los llamados Marshal Niel. También
había naranjos y limas, bambúes y una gran
extensión de hierba alta. Rikki-Tikki se relamió:
«Esto es un magnífico cazadero», pensó, y
su cola se esponjó.
Luego, corriendo locamente de un lado para
otro, lo exploró todo. De repente oyó unas
voces lastimeras que salían de un espino.
Eran Darzee, el pájaro-sastre, y su esposa.
Su nido era precioso. Habían cosido dos
grandes hojas y habían llenado el hueco de
algodón y pelusa. El nido se balanceaba,
mientras ellos, sentados en los bordes, lloraban.
––¿Qué pasa? ––les preguntó Rikki-Tikki.
––Nos ha golpeado la desgracia ––le respondió
Darzee––. Una de nuestras crías se
cayó del nido ayer, y Nag se la comió.
––Hummm, sí, eso es muy triste ––dijo
Rikki-Tikki––. Pero yo soy aquí un extraño.
¿Quién es Nag? Darzee y su mujer, en vez de
contestar, se refugiaron en el nido. De la espesa
hierba que crecía al pie del arbusto, salió
un sonido sordo… un horrible sonido frío,
que hizo que Rikki-Tikki retrocediera. Luego,
lentamente, fueron emergiendo de la hierba
la cabeza y el capuchón de Nag, la gran cobra
negra, que medía un metro y medio, desde la
lengua hasta la cola. Cuando ya estaba casi
completamente visible, empezó a balancearse,
como los dientes de león agitados por el
aire, y miró a RikkiTikki con sus malignos
ojos de serpiente, que nunca cambian de expresión,
piensen lo que piensen.
––¿Quién es Nag? ––exclamó en tono
triunfal––. Yo soy Nag. El gran dios Brahma
nos puso el signo distintivo cuando la primera
cobra extendió su capucha para que el sol no
le molestara mientras dormía. Y ahora, ¡mírame
y échate a temblar!
Ensanchó su cuello más que nunca, y Rikki-
Tikki vio una marca como de gafas en la
parte de atrás. Parecía un cierre en forma de
corchete. Durante un instante, el miedo hizo
presa en él. Pero a una mangosta el miedo no
le dura más que un instante, y aunque Rikki-
Tikki no se había encontrado aún con una cobra
viva, su madre lo había alimentado con
cobras muertas, y sabía muy bien que una
mangosta adulta tiene como misión en la vida
combatir y matar a las serpientes. Nag lo sabía
también, y en el fondo de su corazón de
hielo sintió miedo.
––¡Vaya! ––dijo Rikki-Tikki, cuya cola
había adquirido el máximo volumen––, con
marca o sin ella, ¿te parece bien comer, pajarillos
caídos del nido?
Nag disimulaba sus pensamientos y observaba
los movimientos de la hierba tras RikkiTikki.
Sabía bien que la presencia de mangostas
en el jardín significaba, tarde o temprano,
su muerte y la de su familia, pero quiso burlar
la vigilancia de Rikki-Tikki. Bajó un poco la
cabeza y la ladeó.
––Dialoguemos un momento ––le dijo––.
Tú comes huevos tan a gusto. ¿Por qué no
puedo yo comer pájaros?
––¡Detrás! ¡Mira detrás de ti! ––le cantó
Darzee. Rikki-Tikki no perdió ni un segundo.
Dio en el aire el mayor salto que pudo, y justo
debajo de él, la cabeza de Nagaina, la pérfida
esposa de Nag, pasó como una flecha. Se
le había acercado por detrás mientras hablaba,
para ajustarle las cuentas. Falló por los
pelos. Se oyó un feroz silbido de contrariedad.
Rikki-Tikki cayó casi encima del lomo de
Nagaina. Una vieja mangosta habría sabido
que ése era el momento justo de romper la
columna vertebral de su enemiga de un solo
bocado. Pero Rikki-Tikki tuvo miedo del terrible
latigazo que la cobra le lanzó con la cola.
Le dio un mordisco, pero no con demasiada
fuerza, y de un salto se vio libre de la
amenaza que representaba aquella cola sangrante,
dejando a Nagaina herida y rabiosa.
––¡Darzee, eres malvado! ––dijo Nag, azotando
el aire en torno al nido, que se asentaba
firmemente en el espino. Darzee lo había
construido fuera del alcance de las serpientes,
y el nido se limitó a oscilar de izquierda a
derecha.
Rikki-Tikki sintió que sus ojos se habían
vuelto rojos y brillantes, y cuando los ojos de
una mangosta adquieren esa coloración, es
que está rabiosa. Se sentó sobre la cola y las
patas traseras, como si fuera un pequeño
canguro. Miraba a su alrededor y los dientes
le rechinaban de rabia. Pero Nag y Nagaina
habían desaparecido en la hierba. Cuando
una serpiente falla un golpe, se calla y no deja
traslucir lo que hará luego. Rikki-Tikki ni
siquiera intentó seguirlas. No estaba preparada
para luchar contra dos serpientes a la
vez. Se fue trotando hasta el camino enarenado,
cerca de la casa, y se sentó para pensar
tranquilamente. Se encontraba ante un
problema muy serio. Si leéis libros antiguos
de historia natural, descubriréis que cuando
una mangosta entra en fiero combate con
una serpiente y es mordida por ella, se va a
comer una hierba que la cura. Pero ésa no es
una verdad científica. La victoria sólo es
cuestión de rapidez de mirada y agilidad de
patas. A cada intento de la serpiente, un salto
de la mangosta. Y como ninguna mirada es
capaz de seguir el movimiento de la cabeza
de una serpiente cuando ataca, la realidad de
los hechos es todavía mas extraordinaria que
la hierba mas mágica. Rikki-Tikki sabía que él
era una joven mangosta macho, y estaba
mas que satisfecho de haber podido esquivar
un ataque por la espalda. Eso le dio una gran
confianza en sí mismo, y cuando Teddy llegó
corriendo por el caminillo, Rikki-Tikki estaba
preparado para dejarse acariciar.
Pero en el momento en que Teddy se inclinaba,
el polvo se removió y se oyó una voz
tenue:
––¡Cuidado! ¡Soy la muerte!
Se trataba de Karait, la minúscula serpiente
color tierra, a la que le encanta dormir entre
el polvo. Su mordedura es tan peligrosa
como la de una cobra, pero es tan pequeña
que nadie piensa en ella, y por eso hace estragos
entre las personas.
Los ojos de Rikki-Tikki se inyectaron de
nuevo en sangre, y se acercó a Karait con ese
paso único, entre el balanceo y la ondulación,
heredado de su familia. Parece extraño y hasta
cómico, pero está tan perfectamente equilibrado
que el animal puede salir disparado en
cualquier dirección. Y cuando se trata de serpientes,
ese movimiento representa una gran
ventaja. Lo que no sabía Rikki-Tikki es que
haría algo mucho mas peligroso que luchar
contra Nag. Porque Karait era tan pequeña y
podía darse la vuelta a tal velocidad, que si
no le mordía exactamente detrás de la cabeza,
recibiría la picadura de Karait en un ojo o
en el labio. Pero Rikki no lo sabia. Tenia los
ojos completamente rojos, y se balanceaba
hacia atrás y hacia delante, buscando un objetivo.
Karait atacó. Rikki dio un salto de costado
e intentó llegar al cuerpo a cuerpo, pero
la perversa serpiente del polvo dio un latigazo
en el aire, a la distancia de un cabello de su
espalda. Rikki-Tikki se vio obligada a saltar
por encima del cuerpo de la serpiente, mientras
la cabeza de ésta estuvo a punto de
apresar sus patas.
Teddy gritó a las personas que había en la
casa:
––¡Venid a ver esto! Nuestra mangosta está
a punto de matar una serpiente.
Rikki-Tikki oyó chillar a la madre de Teddy.
Su padre salió a toda prisa, con un palo en la
mano. Pero antes de que llegaran, Karait
había lanzado un ataque alocado que le permitió
a Rikki-Tikki, de un salto, caer sobre la
espalda de la serpiente. Recogió cuanto pudo
la cabeza entre las patas delanteras y mordió
la columna vertebral de la serpiente. La mordedura
paralizó a Karait, y Rikki-Tikki se preparaba
para comérsela entera, empezando
por la cola, según la costumbre de su familia,
cuando pensó que, si quería conservar su
fuerza y su viveza, no debería engordar.
Se fue a tomar un baño de polvo bajo los
ricinos*, mientras el padre de Teddy golpeaba
el cadáver de Karait. «¿Para qué, reflexionó
Rikki-Tikki, si yo he hecho todo lo que
había que hacer?» Entonces la madre de
Teddy la cogió, la abrazó estrechamente y le
dijo con voz cariñosa pero fuerte que había
salvado de la muerte a su hijo. Y el padre declaró
en tono solemne que la había enviado la
Providencia, mientras Teddy miraba todo con
ojos llenos de espanto. A Rikki-Tikki le divertía
mucho el alboroto que se traían, aunque,
evidentemente, no entendía nada. La madre
de Teddy podría haber acariciado al niño
exactamente igual por haber jugado en el
polvo. Rikki se divirtió muchísimo.
Por la tarde, a la hora de la cena, moviéndose
tranquilamente entre los vasos de vino,
podría haberse atiborrado, pero se acordó de
Nag y de Nagaina y, aunque le gustaba dejarse
alabar y acariciar por la madre de Teddy,
y auparse al hombro de éste, sus ojos se
inyectaban en sangre de cuando en cuando y
lanzaba su prolongado grito de guerra:
«¡Rikk––tikk––tikki––tikki––tchk!».
Teddy se la llevó a la cama, y se empeñó
en que durmiera pegado a su barbilla. Rikki-
Tikki estaba demasiado bien educado como
para morder o arañar, pero en cuanto Teddy
se durmió, se fue a hacer la ronda nocturna
alrededor de la casa, y en la oscuridad cayó
sobre Chuchundra, la rata almizclera, que se
arrastraba junto a una pared. Chuchundra es
un animal pequeño que vive siempre lleno de
miedo. Se lamenta en voz alta toda la noche,
pero no se atreve a correr por el centro de las
habitaciones.
––No me mates ––le suplicó Chuchundra,
a punto de llorar––. Rikki-Tikki, no me mates.
––¿Piensas que quien mata serpientes se
va a rebajar a matar ratas como tú? ––le
contestó Rikki-Tikki con desdén.
––Los que matan serpientes al final mueren
en sus fauces ––dijo Chuchundra, más
quejumbrosa que nunca––. ¿Y cómo sabré yo
con seguridad que Nag no me atacará, confundiéndome
contigo, una noche bien oscura?
––No hay el menor peligro ––respondió
Rikki-Tikki––. Además, sé que Nag está en el
jardín y tú no te dejas ver en el.
––Mi primo Chua, la rata, me ha dicho… –
–empezó Chuchundra, y luego se calló.
––¿Qué te ha dicho?
––¡Chitón! Nag está en todas partes, Rikki-
Tikki. Tendrías que haber hablado con
Chua en el jardín.
––No lo he hecho. Así que tienes que decírmelo.
Rápido, Chuchundra, o te muerdo.
Chuchundra se sentó y se puso a llorar con
tanta fuerza que las lágrimas resbalaban por
sus bigotes. ––Soy un pobre infeliz ––dijo
entre sollozos––. Jamás he tenido el valor de
lanzarme hasta el centro de una habitación.
¡Chitón! No debo decir nada. ¿No te das
cuenta, Rikki-Tikki?
La mangosta se puso a la escucha. La casa
estaba envuelta en un silencio total, pero se
oía un débil crisscriss, un ruido tan leve como
el que produce una avispa acariciando el cristal
de una ventana. Era el roce tenue y seco
de las escamas de una serpiente sobre los
ladrillos.
––Se trata de Nag o Nagaina ––murmuró
como para sí mismo–– a punto de entrar por
el conducto de salida del cuarto de baño. Tienes
razón, Chuchundra, debería haber hablado
con Chua.
Se llegó sigilosamente hasta el cuarto de
baño de Teddy. No encontró nada allí. Luego,
al de la madre de Teddy. En la parte baja del
muro encalado habían retirado un ladrillo para
desaguar el cuarto de baño y, en el momento
en que Rikki-Tikki se deslizaba dentro
de la habitación, cuando se acercaba a la bañera,
escuchó a Nag y a Nagaina cuchicheando
fuera, al claro de luna. ––Cuando no haya
ni un solo ser humano en la casa ––le decía
Nagaina a su marido––, ella tendrá que irse.
Y entonces el jardín volverá a ser nuestro.
Entra sin ruido, que el hombre que ha matado
a Karait es el primero al que hay que
morder. Después vienes y me lo cuentas. Y
luego nos iremos las dos juntas al encuentro
de Rikki-Tikki.
––Pero ¿estás segura de que saldremos
ganando matando a los humanos? ––
preguntó Nag.
––Del todo. Cuando nadie habitaba el
bungaló, ¿teníamos una mangosta en el jardín
? En cuanto se quede vacío, seremos los
reyes. Y acuérdate de que en cuanto los huevos
que hemos puesto en el melonar se
abran ––y eso puede ocurrir mañana mismo–
–, nuestros hijos necesitarán mucho espacio
y mucha tranquilidad.
––No había pensado en eso ––dijo Nag––.
Voy ahora mismo. Pero será inútil que nos
pongamos a buscar inmediatamente a Rikki-
Tikki. Yo mataré al hombre y a su mujer, y
luego al niño si me da tiempo, y dejaré la casa
sin hacer ruido alguno. Entonces el bungaló
se quedará vacío y Rikki-Tikki tendrá que
irse.
Un estremecimiento de rabia y odio recorrió
a la mangosta. A continuación, la cabeza
de Nag apareció por el conducto, seguida por
el metro y medio de su cuerpo frío. Aunque
Rikki-Tikki estaba totalmente dominado por la
cólera, se asustó mucho al comprobar su longitud.
Nag se hizo un ovillo, levantó la cabeza,
e inspeccionó el cuarto de baño, que estaba
en la más absoluta oscuridad. Rikki-Tikki
advertía el brillo de sus ojos.
––Veamos, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá.
Y si la ataco en tierra, en campo abierto,
todas las ventajas serán para ella. ¿Qué
hacer? ––se dijo Rikki-Tikki.
Nag se balanceaba en todas direcciones.
Luego, Rikki-Tikki escuchó cómo bebía en el
jarro que se empleaba para llenar la bañera.
––Está bien ––dijo la serpiente––. Cuando
Karait murió, el hombre gordo llevaba un
bastón. Quizá lo tenga todavía. Pero cuando
mañana por la mañana venga a bañarse, seguro
que no lo tendrá. Le voy a esperàr aquí.
Nagaina… ¿me oyes? Voy a esperar aquí,
bien fresquito, hasta que se haga de día.
No se oyó respuesta alguna fuera. Rikki-
Tikki comprendió que Nagaina se había ido.
Nag se ovilló en torno al fondo del jarro, y
Rikki-Tikki se quedó como muerto, totalmente
quieto donde se encontraba. Al cabo de
una hora se puso en movimiento, músculo
tras músculo, y avanzó hacia el jarro. Nag
estaba dormido, y Rikki-Tikki tuvo tiempo de
mirar su espalda poderosa, y de buscar el
mejor sitio para hacer presa en el. «Si no le
rompo los riñones con el primer ataque ––
pensó Rikki––, mantendrá la capacidad de
lucha. Y si lucha… adiós, Rikki.» Consideró el
grosor del cuello bajo la capucha. Era demasiado
para el. Y una mordedura cerca de la
cola no conseguiría mas que enfurecer a Nag
hasta el paroxismo. «Es preciso atacarle en la
cabeza», se dijo al fin. «La cabeza, por encima
del capuchón. Y una vez que haya hecho
presa ahí, no soltarla por nada del mundo.»
Entonces atacó. La cabeza de Nag estaba a
unos dedos del jarro, bajo su curva. Cuando
sus dientes se clavaron, Rikki se arqueó contra
la arcilla roja, para atenazar contra el
suelo la cabeza de la serpiente. No pudo
guardar este punto de apoyo más que un segundo,
aunque sacó de su posición toda la
ventaja posible. Después se vio zarandeado
de un lado a otro, en todas las direcciones,
en el suelo, de arriba abajo y en grandes círculos.
Pero tenía los ojos rojos y aprisionaba
con firmeza a su presa, mientras ésta pegaba
latigazos en el suelo. Tiró un bote de hojalata,
la jabonera y un cepillo. Y golpeó terriblemente
a Rikki-Tikki contra el metal esmaltado
de la bañera. Manteniendo siempre la
presa, cerraba sus mandíbulas cada vez mas,
pues estaba seguro de morir a fuerza de golpes,
y por el honor de su familia, prefería que
le encontraran así, con los dientes apretados,
hundidos en el cuerpo de la cobra. Le daba
vueltas la cabeza, y tenía la impresión de que
estaba hecho añicos, cuando, de repente, se
oyó tras el como un enorme trueno. Un aire
abrasador le hizo perder el conocimiento, y
sintió que una llama roja le quemaba la piel.
El hombre, despertado por el ruido, había
hecho fuego con una escopeta de caza, alcanzando
a Nag justo detrás de la capucha.
Rikki seguía manteniendo su presa. Tenía
los ojos cerrados, porque ahora estaba completamente
seguro de que la cabeza ya no se
movía. El hombre lo cogió diciendo:
Alicia, de nuevo la mangosta. Esta vez es
ella la que nos ha salvado la vida.
Entonces, la madre de Teddy entró en la
habitación, pálida, vio lo que quedaba de
Nag, y Rikki-Tikki se fue sigilosamente a la
habitación de Teddy, donde pasó la mitad de
la noche sacudiéndose suavemente para
comprobar si estaba o no hecha trocitos.
Cuando llegó la mañana, tenía agujetas en
todo el cuerpo, pero estaba satisfecho del
trabajo realizado. «Y ahora le ha llegado el
turno a Nagaina, que será peor que cinco Nag
juntos. Y no se puede saber cuándo nacerán
sus crías. ¡Santo cielo! Tengo que ir a hablar
con Darzee», se dijo.
Sin esperar al desayuno, corrió hacia el
espino en el que Darzee, triunfal, cantaba a
voz en grito. La noticia de la muerte de Nag
había recorrido todo el jardín, porque el barrendero
había arrojado su cuerpo a la basura.
––¡Oye, estúpido montón de plumas! ––
gritó Rikki-Tikki encolerizado––. ¿Es el mejor
momento para cantar?
––¡Nag está muerto… muerto… y bien
muerto! ––cantaba Darzee––. El valiente Rikki-
Tikki lo ha cogido por la cabeza y ha tenido
el valor de no soltar la presa. Ha llegado el
hombre con el bastón que hace «buuum» ¡y
Nag ha caído, partido en dos! Jamás volverá
a comerse a mis crías.
––Muy bien, pero ¿dónde está Nagaina ––
preguntó.
––Nagaina ha llegado hasta el conducto de
la sala de baño, y ha llamado a Nag ––
respondió Darzee––. Pero Nag ha salido en el
extremo de un palo. El barrendero ha enroscado
ahí su cuerpo y lo ha tirado al basurero.
Cantemos en honor del gran Rikki-Tikki, Rikki-
Tikki, el de los ojos rojos ––y después,
Darzee hinchó el cuello y siguió cantando.
––Si pudiera alcanzar tu nido, lo destruiría
y lanzaría al suelo a tus crías. Darzee, no
haces las cosas cuando y como debes. Tú estás
ahí arriba, seguro en tu nido. Pero yo,
aquí abajo, vivo en plena guerra. Deja de
cantar un momento, Darzee.
––Por amor al grande, al hermoso Rikki-
Tikki, me paro ––dijo Darzee––. ¿Qué te pasa
?
––Por tercera vez, ¿dónde se encuentra
Nagaina? ––Sobre el montón de basura, cerca
de las caballerizas. Llora la muerte de Nag.
¡Qué grande es Rikki-Tikki, el de los dientes
blancos!
––¡Olvídate de mis dientes! ¿Sabes dónde
guarda sus huevos?
––En el melonar, junto al muro, donde el
sol da con fuerza casi todo el día. Hace semanas
que los oculta allí.
––¿Y no se te ha ocurrido decírmelo? ¿En
el lado más próximo al muro?
––Rikki-Tikki, no te comerás esos huevos,
¿verdad? ––¿Comérmelos? No exactamente.
Darzee, si no has perdido el juicio por completo,
vete enseguida hacia los establos, simula
que se te ha roto un ala, y haz que Nagaina
te persiga hasta este espino. Tengo que
ir al melonar, y si fuera ahora, ella me vería.
Darzee era un poco tonto, incapaz de retener
más de una idea en la cabeza. Y porque
sabía que las crías de Nagaina nacían de huevos
semejantes a los suyos, opinaba que no
había que destruirlos. Pero su mujer razonaba
muy bien, y sabía que los huevos de cobra
acaban por producir cobras jóvenes. Echó a
volar desde el nido, y dejó a Darzee la misión
de mantener calientes a las crías y continuar
cantando la muerte de Nag. Darzee se parecía
mucho a los hombres en ciertos aspectos.
Voló hasta donde estaba Nagaina, cerca
del montón de basura, y empezó a lamentarse:
––¡Ay, se me ha roto un ala! El niño de la
casa me ha lanzado una piedra y me la ha
partido.
Luego empezó a aletear, absolutamente
desesperada.
Nagaina levantó la cabeza y silbó:
––Tú avisaste a Rikki-Tikki cuando yo estaba
a punto de matarle. No has escogido el
mejor sitio para cojear ––y se fue acercando
a ella, arrastrándose por el polvo.
––¡El niño me la ha roto con una piedra! –
–gritó de nuevo la esposa de Darzee.
––Bien, quizá te consuele, después de tu
muerte, pensar que yo le ajustaré las cuentas
al niño. Mi marido yace esta mañana sobre
un montón de basura, pero antes de la noche,
el pequeño de la casa reposará en una
inmovilidad absoluta. ¿Por qué tratas de huir?
No te escaparás de mí. Pequeña idiota, mírame.
La esposa de Darzee se guardó muy bien
de hacerlo, porque un pájaro que mira a una
serpiente a los ojos se asusta de tal manera
que ya es incapaz de hacer un solo movimiento.
La esposa de Darzee continuó aleteando,
sin levantar nunca el vuelo, y Nagaina
empezó a arrastrarse más aprisa hacia
ella.
Rikki-Tikki las oyó alejarse de las caballerizas
y subir por el camino. Entonces echó a
correr a toda velocidad hacia el melonar que
se encontraba cerca del muro. Allí, en la paja
tibia extendida alrededor de los melones,
muy hábilmente ocultos, descubrió veinticinco
huevos, del mismo grosor más o menos que
los de la gallina Bantam, pero recubiertos de
una piel blanquecina en vez de cáscara.
––No me he adelantado ni un solo día ––
dijo, porque se había dado cuenta de que las
crías estaban ovilladas en el interior, y sabía
que, en cuanto naciesen, cada una de ellas
podría matar a un hombre o a una mangosta.
Con un mordisco arrancó la piel de los huevos
y, poniendo toda su alma en la tarea, aplastó
a las jóvenes cobras. Luego revolvió la paja
varias veces para asegurarse de que no había
olvidado ninguno. Al final no quedaban más
que tres huevos. Se echó a reír, pero entonces
oyó la aguda voz de la esposa de Darzee:
––Rikki-Tikki, he llevado a Nagaina hacia
la casa y ha alcanzado la galería y, ¡ven inmediatamente…
quiere matar!
Rikki-Tikki aplastó dos huevos, se llevó el
tercero en la boca, se retiró del melonar dando
un salto hacia atrás, y se precipitó hacia la
galería con la mayor rapidez que le permitieron
sus patas. Teddy, su padre y su madre se
encontraban allí, ante su desayuno, pero Rikki-
Tikki vio que no comían. Estaban petrificados
en sus asientos, con la cara lívida. Nagaina
se había enroscado sobre la estera, muy
cerca de la silla de Teddy; tenía a su alcance
la pierna del niño y se balanceaba de derecha
a izquierda, cantando triunfalmente:
––Hijo del hombre que ha matado a Nag –
–silbaba––, no te muevas. Todavía no estoy
preparada. Esperad un poco. Quedaos absolutamente
inmóviles los tres. Si os movéis, os
atacaré, y si no, también. ¡Insensatos, os
habéis atrevido a matar a mi Nag!
Los ojos de Teddy estaban clavados en los
de su padre, que sólo murmuraba:
––Tranquilo, Teddy. No hay que moverse.
Teddy, tranquilo.
Entonces llegó Rikki-Tikki y gritó:
––¡Date la vuelta, Nagaina, date la vuelta!
Ven a luchar.
––Cada cosa a su tiempo ––dijo ella, sin
volver los ojos––. A ti te ajustaré las cuentas
más tarde. Mira a tus amigos, Rikki-Tikki. Están
pálidos e inmóviles, tienen miedo. No se
atreven a moverse, y si das un solo paso
hacia delante, los atacaré.
––Vete a ver tus huevos ––exclamó Rikki-
Tikki––, en el melonar, cerca del muro. Vete
a verlos, Nagaina.
La gran serpiente dio media vuelta y vio el
huevo en el suelo de la galería.
––¡Ay! ¡Dámelo! ––gritó.
Rikki-Tikki puso el huevo entre sus patas.
Tenía los ojos inyectados en sangre.
––¿Qué precio estás dispuesta a pagar por
un huevo de serpiente? ¿Por una joven cobra
? ¿Por una joven cobra real? ¿Por el último,
el último de la nidada? Las hormigas están
a punto de comerse los restantes allí,
cerca del melonar.
Nagaina giró en redondo, olvidando todo
por aquel único huevo. Y Rikki-Tikki vio que
el padre de Teddy tendía bruscamente una
mano, atrapaba a Teddy por un hombro y lo
retiraba al lado opuesto de la mesita, donde
se encontraban las tazas de té, sano y salvo,
fuera del alcance de Nagaina.
––¡Engañada! ¡Engañada! ¡Engañada!
¡Rikk––tikki––tck-tck! ––se burló Rikki-Tikki–
–. El niño está sano y salvo y fui yo quien cogió
a Nag por el capuchón ayer por la noche,
en el cuarto de baño ––luego se puso a saltar
como loco, con las cuatro patas a la vez, y
con la cabeza casi a ras del suelo––. Me sacudió
en todos los sentidos, pero no consiguió
que lo soltara. Estaba muerto antes de que el
hombre lo partiera en dos trozos. Soy yo el
que lo hizo. ¡Rikki-Tikki––tck––tck! Ven,
pues, Nagaina, ven a luchar conmigo. Tu viudedad
se va a terminar enseguida.
Nagaina comprobó que había perdido la
ocasión de matar a Teddy, y el huevo continuaba
entre las garras de Rikki-Tikki.
––Dame al último de mis huevos y me iré
para no volver jamás ––dijo ella, mientras se
desinflaba su capuchón.
––Sí, te irás para no volver. Porque te vas
con Nag al basurero. ¡Lucha, pobre viuda! ¡El
hombre ha ido a buscar su escopeta! ¡Lucha!
Rikki-Tikki saltaba alrededor de Nagaina,
cerca, pero siempre fuera de su alcance. Sus
ojillos brillaban como dos carbones encendidos.
Nagaina se replegó sobre sí misma y se
lanzó contra el. Rikki-Tikki saltó hacia atrás.
La cobra atacó unas cuantas veces más. Cada
vez que lo hacía, su cabeza golpeaba contra
la estera del suelo de la galería. Luego se replegaba
como si fuese la cuerda de un reloj.
Entonces, Rikki-Tikki empezó a dar vueltas
alrededor de Nagaina, que lo seguía con la
vista, girando la cabeza. Su cola hacía un ruido
parecido al de las hojas secas arrastradas
por el viento.
Rikki-Tikki se había olvidado del huevo que
permanecia en el suelo. Nagaina se fue acercando
a él, mientras Rikki-Tikki descansaba
un poco, y acabó por cogerlo con la boca. Entonces
se dirigió a las escaleras y escapó como
una flecha hacia el camino, perseguida
por Rikki-Tikki. Cuando una cobra huye de la
muerte, adquiere la rapidez de una tralla*
sobre el cuello de un caballo.
Rikki-Tikki debía atrapar a Nagaina o sus
problemas comenzarían de nuevo. Ella escapaba
en línea recta hacia el arbusto espinoso,
y Rikki-Tikki, al correr, oía que Dar zee seguía
cantando su estúpido himno triunfal. Pero
su esposa era más inteligente. Voló desde
su nido al encuentro de Nagaina, y empezó a
batir sus alas sobre la cabeza de la cobra.
Ésta se contentó con desinflar su capuchón y
continuó su camino. Pero esos segundos perdidos
permitieron que Rikki-Tikki la alcanzase,
y cuando Nagaina se lanzó de cabeza al
agujero, parecido al de las ratas, en el que
había vivido con Nag, los pequeños dientes
blancos de la mangosta hicieron presa en su
cola, y se lanzó al interior de la madriguera
detrás de ella. Muy pocas mangostas, aunque
sean muy viejas y muy listas, se atreven a
seguir a una cobra cuando se mete en un
agujero. En ése, la oscuridad era total. Y Rikki-
Tikki no sabía si aquel túnel podría ensancharse,
y ofrecer a Nagaina el espacio suficiente
para revolverse y atacar. Siguió ferozmente
enganchada, con las patas separadas
para que le sirvieran de freno en la pendiente
de tierra caliente y húmeda.
Entonces, la hierba que crecía a la entrada
del agujero dejó de moverse y Darzee gritó:
––Rikki-Tikki ha muerto. Cantemos un
himno a su muerte. Ha muerto el valiente
Rikki-Tikki, porque seguramente Nagaina lo
matará bajo tierra.
Improvisó una lúgubre canción, pero
cuando cantaba la parte más sombría y dolorida,
la hierba empezó a moverse y Rikki-
Tikki, completamente sucio, salió tranquilamente
del agujero, como si nada hubiera pasado,
limpiándose los bigotes. Darzee se paró,
lanzando un grito. Rikki-Tikki, de una sacudida,
se quitó de encima parte del polvo y
estornudó.
––Se acabó ––dijo––, la viuda no volverá a
salir.
Rikki-Tikki se ovilló sobre la hierba y se
durmió al instante. Durmió y durmió hasta
bien entrada la tarde, porque el día había resultado
muy fatigoso.
Ahora ––dijo cuando se despertó––, me
vuelvo a la casa. Cuenta todo al barbudo de
frente roja, Darzee, y él hará saber a todos
los habitantes de jardín que Nagaina ha
muerto.
El barbudo de frente roja es un pájaro que
hace un ruido muy parecido al de un martillo
sobre un recipiente de cobre. Y si hace siempre
ese ruido, se debe a que, en la India, es
el pregonero en todos los jardines, y lanza las
noticias a los cuatro vientos a quien quiera
escucharle. Al avanzar sobre el camino, Rikki-
Tikki le oyó decir:
––¡Atención! ¡Atención! ––y luego, como si
fuese un gong de mesa, en forma de notas
sostenidas––: ¡Dingdong––tock! ¡Nag ha
muerto… dong! ¡Nagaina ha muerto! ¡Ding––
dong––tock!
Cuando Rikki llegó a la casa, Teddy, su
madre, que seguía todavía muy pálida, porque
se había desmayado, y su padre salieron
y estuvieron a punto de llorar sobre él. Y
aquella tarde comió hasta hartarse, todo lo
que le ofrecieron. Luego, absolutamente lleno,
se fue a la cama sobre un hombro de
Teddy. Allí seguía cuando su madre, bastante
más tarde, entró para echar una ojeada.
––La mangosta nos ha salvado la vida, lo
mismo que a Teddy ––le dijo a su marido––.
¿Te das cuenta? ¡Nos ha salvado la vida a los
tres!
Rikki-Tikki se despertó sobresaltado. Todas
las mangostas tienen el sueño ligero.
Ah, bueno, sois vosotros. ¿Qué os preocupa
? Todas las cobras están muertas, y si no
lo estuviesen, aquí estoy yo.
Rikki-Tikki tenía derecho a sentirse orgulloso
de sí mismo. Pero no se vanaglorió demasiado,
y siguió protegiendo el jardín como
debe hacerlo una mangosta, con sus dientes,
con sus saltos, con sus mordiscos. Nunca una
cobra más se atrevió a asomar la cabeza por
el jardín.
MELOPEA DE DARZEE
(CANTADA EN HONOR DE RIKKI-TIKKI)
Yo, que soy sastre y cantor,
me siento feliz como nadie.
Lanzo mi orgullo al espacio,
satisfecho del nido que hago.
El compás de mi canto sube y baja,
como el suave balanceo de mi casa.
Arrullar puedo a tus pequeños,
madre. Sube tu canto hasta el cielo.
Ya no hay mal que nos azote.
La muerte y su capirote
se fueron de nuestro jardín.
El terror que se escondía en las rosas,
ya no es más que una cosa
muerta y arrojada al estiércol.
Pero, ¿quién nos libró de él?
Dime su nombre y su nido.
Rikki-Tikki, siempre presta,
Rikki, con sus ojos encendidos,
Rikki-Tikki, la de los blancos colmillos,
Rikki-Tikki, la de ojos encendidos.
Que los pájaros la agasajen,
con sus colas bien extendidas.
Las notas del ruiseñor
se harán homenaje y preces.
Rikki-Tikki, la de ojos encendidos
y cola siempre henchida.
(En este punto, Rikki-Tikki interrumpió a
Darzee
y se ha perdido el resto de la canción.)
El Último día
De todos los días de nuestra vida, el más santo
es aquel en que morimos; es el último día, el
grande y sagrado día de nuestra transformación.
¿Te has detenido alguna vez a pensar
seriamente en esa hora suprema, la última de tu
existencia terrena?
Hubo una vez un hombre, un creyente a
machamartillo, según decían, un campeón de la
divina palabra, que era para él ley, un celoso
servidor de un Dios celoso. He aquí que la
Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte,
con su cara severa de ultratumba.
– Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo,
tocándole los pies con su dedo gélido; y sus pies
quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la
frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma
salió en pos del ángel exterminador.
Pero en los breves segundos que transcurrieron
entre el momento en que sintió el contacto de la
Muerte en el pie y en la frente y el corazón,
desfiló por la mente del moribundo, como una
enorme oleada negra, todo lo que la vida le
había aportado e inspirado. Con una mirada
recorrió el vertiginoso abismo y con un
pensamiento instantáneo abarcó todo el camino
inconmensurable. Así, en un instante, vio en
una ojeada de conjunto, la miríada incontable de
estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan
en el espacio infinito.
En un momento así, el terror sobrecoge al
pecador empedernido que no tiene nada a que
agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en
el vacío insondable. El hombre piadoso, en
cambio, descansa tranquilamente su cabeza en
Dios y se le entrega como un niño:
– ¡Hágase en mí Tu voluntad!
Pero aquel moribundo no se sentía como un
niño; se daba cuenta de que era un hombre. No
temblaba como el pecador, pues se sabía
creyente. Se había mantenido aferrado a las
formas de la religión con toda rigidez; eran
millones, lo sabía, los destinados a seguir por el
ancho camino de la condenación; con el hierro y
el fuego habría podido destruir aquí sus
cuerpos, como serían destrozadas sus almas y
seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su
camino iba directo al cielo, donde la gracia le
abría las puertas, la gracia prometedora.
Y el alma siguió al ángel de la muerte, después
de mirar por última vez al lecho donde yacía la
imagen del polvo envuelta en la mortaja, una
copia extraña del propio yo. Y volando llegaron
a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de
que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecía
recortada, distendida, desatada y dispuesta en
hileras, arreglada artificiosamente como los
antiguos jardines franceses; se celebraba una
especie de baile de disfraces.
– ¡Ahí tienes la vida humana! -dijo el ángel de la
muerte.
Todos los personajes iban más o menos
disfrazados; no todos los que vestían de seda y
oro eran los más nobles y poderosos, ni todos
los que se cubrían con el ropaje de la pobreza
eran los más bajos e insignificantes. Era una
mascarada asombrosa, y lo más sorprendente de
ella era que todos se esforzaban cuidadosamente
en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno
tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y
entonces asomaba una cabeza de animal: en
uno, la de un mono, con su risa sardónica; en
otro, la de un feo chivo, de una viscosa
serpiente o de un macilento pez.
Era la bestia que todos llevamos dentro, la que
arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo
avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas,
mientras los demás la apartaban, diciendo:
«¡Mira! ¡Ahí está, ahí está!», y cada uno ponía
al descubierto la miseria del otro.
– ¿Qué animal vivía en mí? -preguntó el alma
errante; y el ángel de la muerte le señaló una
figura orgullosa. Alrededor de su cabeza
brillaba una aureola de brillantes colores, pero
en el corazón del hombre se ocultaban los pies
del animal, pies de pavo real; la aureola no era
sino la cola abigarrada del ave.
Cuando prosiguieron su camino, otras grandes
aves gritaron perversamente desde las ramas de
los árboles, con voces humanas muy
inteligibles:
– Peregrino de la muerte, ¿no te acuerdas de mí?
Eran los malos pensamientos y las
concupiscencias de los días de su vida, que
gritaban: «¿No te acuerdas de mí?».
Por un momento se espantó el alma, pues
reconoció las voces, los malos pensamientos y
deseos que se presentaban como testigos de
cargo.
– ¡Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra
naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero
mis pensamientos no se convirtieron en actos, el
mundo no vio sus malos frutos -. Y apresuró el
paso, para escapar de aquel horrible griterío;
mas los grandes pajarracos negros la
perseguían, describiendo círculos a su
alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como
para que el mundo entero los oyese. El alma se
puso a brincar como una corza acosada, y a
cada salto ponía el pie sobre agudas piedras,
que le abrían dolorosas heridas. – ¿De dónde
vienen estas piedras cortantes? Yacen en el
suelo como hojas marchitas.
– Cada una de ellas es una palabra imprudente
que se escapó de tus labios, y que hirió a tu
prójimo mucho más dolorosamente de como
ahora las piedras te lastiman los pies.
– ¡Nunca pensé en ello! -dijo el alma.
– No juzguéis si no queréis ser juzgados -resonó
en el aire.
– ¡Todos hemos pecado! -dijo el alma,
volviendo a levantarse-. Yo he observado
fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que
pude, no soy como los demás.
Así llegaron a la puerta del cielo, y el ángel
guardián de la entrada preguntó:
– ¿Quién eres? Dime cuál es tu fe y pruébamela
con tus acciones.
– He guardado rigurosamente los
mandamientos. Me he humillado a los ojos del
mundo, he odiado y perseguido la maldad y a
los malos, a los que siguen por el ancho camino
de la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y
fuego, si puedo.
– ¿Eres entonces un adepto de Mahoma? –
preguntó el ángel.
– ¿Yo? ¡Jamás!
– Quien empuñe la espada morirá por la espada,
ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso
un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés:
«Ojo por ojo, diente por diente»; un hijo de
Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu
pueblo?
– ¡Soy cristiano!
– No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos.
La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación,
amor y gracia.
– ¡Gracia! -resonó en los etéreos espacios; la
puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó
hacia la incomparable magnificencia.
Pero la luz que de ella irradiaba eran tan
cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de
retroceder como ante una espada desnuda; y las
melodías sonaban dulces y conmovedoras,
como ninguna lengua humana podría expresar.
El alma, temblorosa, se inclinó más y más,
mientras penetraba en ella la celeste claridad; y
entonces sintió lo que nunca antes había
sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su
pecado. Se hizo la luz en su pecho.
– Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice
porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo
malo… ¡eso sí que fue cosa mía!
Y el alma se sintió deslumbrada por la purísima
luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta
en sí misma, postrada, inmadura para el reino de
los cielos, y, pensando en la severidad y la
justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la
palabra «gracia».
Y, no obstante, vino la gracia, la gracia
inesperada.
El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el
amor de Dios se derramaba, se vertía en él en
plenitud inagotable.
– ¡Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma
humana! -cantaron los ángeles.
Todos, todos retrocederemos asustados como
aquella alma el día postrero de nuestra vida
terrena, ante la grandiosidad y la gloria del
reino de los cielos. Nos inclinaremos
profundamente y nos postraremos humildes, y,
no obstante, nos sostendrá Su Amor y Su
Gracia, y volaremos por nuevos caminos,
purificados, ennoblecidos y mejores,
acercándonos cada vez más a la magnificencia
de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos
entrar en la eterna claridad.
El color de los pájaros (cuento tradicional de Oriente)
Al principio de los tiempos todos los pájaros eran de color marrón, sólo se diferenciaban en el nombre y la forma. Pero sintieron envidia de los colores de las flores y decidieron que llamarían a la Madre Naturaleza para que les cambiara de color. Ella estuvo de acuerdo, pero les puso una condición: tendrían que pensar muy bien el color que cada uno quería porque solamente podrían cambiar una vez.
La encargada de comunicar la noticia por todo el planeta fue el Águila:
—Aviso a todos los pájaros. Reunión con la Madre Naturaleza para cambiar de color la próxima semana en el Claro del Bosque —gritaba mientras volaba.
Los pájaros pasaron una semana muy nerviosos, pensando cuál sería el color que iban a elegir. Llegado el gran día, todos se reunieron muy alborotados alrededor de la Madre Naturaleza. La primera que se decidió fue la Urraca:
— Quiero ser negra con algunas plumas de tono azul cuando les dé el sol, blanco el pecho y blanca la punta de las alas.
La Madre tomó su paleta y la coloreó, mientras el resto de los pájaros comentaban lo elegantes que eran los colores elegidos por la Urraca.
El Periquito fue el siguiente en elegir:
—Yo quiero manchas blancas, azules y amarillas por todo el cuerpo. Todos estuvieron de acuerdo en que esos colores le favorecían mucho.
El Pavo Real se acercó contorneándose y con su voz chillona pidió:
—Para mi hermosa cola quiero colores que se vean desde muy lejos: azules, verdes, amarillos, rojos y dorados.
Los demás pájaros sonrieron ya que conocían lo presumido que era el Pavo Real.
El Canario se acercó veloz:
—Como me gusta mucho la luz, quiero parecerme a un rayo de sol. Píntame de amarillo.
El Loro llegó chillando:
—Para que el resto de los animales me puedan ver, quiero que me pongas los colores más llamativos de tu paleta.
Todos pensaron que era muy atrevido al elegir esos colores, pero el Loro se alejó muy contento.
Poco a poco, el resto de los pájaros fueron pasando por las manos de la Madre Naturaleza.
Cuando los colores de la paleta se habían acabado y los pájaros lucían orgullosos sus nuevos vestidos, ella recogió sus utensilios de pintura y se dispuso a volver a su hogar. Pero de repente una voz le hizo volver la cabeza. Por el camino venía corriendo un pequeño Gorrión:
—Espera, espera, por favor —gritaba—, todavía falto yo. Estaba muy lejos y he tardado mucho tiempo en llegar volando. Yo también quiero cambiar de color.
La Madre Naturaleza le miró apenada:
—Ya no quedan colores en mi paleta.
—Bueno, no pasa nada —dijo el Gorrión tristemente mientras se alejaba cabizbajo por el camino—, de todas formas el color marrón tampoco está tan mal.
—Espera —gritó la Madre Naturaleza—, he encontrado una pequeña gota de color amarillo en mi paleta.
El Gorrión se acercó corriendo muy contento. La Madre Naturaleza mojó su pincel en la gota y agachándose tiernamente le pintó una pequeñísima mancha en la comisura del pico.
Por eso, si te fijas detenidamente en los gorriones, podrás descubrir el último color que la Madre Naturaleza utilizó para colorear a todas las aves del mundo.