La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la
ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre
una ventaja, pero es innegable que podría ser
más hermosa de lo que es en realidad; todo
alrededor son campos lisos, y el bosque queda a
mucha distancia. Sin embargo, cuando nos
encontramos a gusto en un lugar, siempre
descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo
echaremos de menos, aunque nos hallemos en el
sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es
admitir que en verano tienen su belleza los
arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos
extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en
el mar; y así lo creían en particular Knud y
Juana, hijos de dos familias vecinas, que
jugaban juntos y se reunían atravesando a
rastras los groselleros. En uno de los jardines
crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y
debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los
niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que
el árbol estaba muy cerca del río, y los
chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el
ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos – de no
ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los
dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto
miedo al agua, que en verano no había modo de
llevarlo a la playa, donde tan a gusto
chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo
hacía objeto de la burla general, y él tenía que
aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que
navegaba en un bote de vela en la Bahía de
Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella
vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y
después lo cubrió por entero. Desde el momento
en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no
soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo
como prueba al sueño de Juana. Éste era su
orgullo, mas no por eso se acercaba al mar.
Los pobres padres se reunían con frecuencia, y
Knud y Juana jugaban en los jardines y en el
camino plantado de sauces que discurría a lo
largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos
árboles, pues tenían las copas como podadas,
pero no los habían plantado para adorno, sino
para utilidad; más hermoso era el viejo sauce
del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho,
jugaban a menudo los dos amiguitos. En la
ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado,
en la que, durante la feria anual, se instalan
verdaderas calles de puestos que venden cintas
de seda, calzados y todas las cosas imaginables.
Había entonces un gran gentío, y generalmente
llovía; además, apestaba a sudor de las
chaquetas de los campesinos, aunque olía
también a exquisito alajú, del que había toda
una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era
que el hombre que lo vendía se alojaba, durante
la feria, en casa de los padres de Knud, y,
naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño
pan de especias, del que participaba también
Juana. Pero había algo que casi era más
hermoso todavía: el comerciante sabía contar
historias de casi todas las cosas, incluso de sus
turrones, y una velada explicó una que produjo
tal impresión en los niños, que jamás pudieron
olvidarla;
por eso será conveniente que la oigamos
también nosotros, tanto más, cuanto que es muy
breve.
– Sobre el mostrador – empezó el hombre –
había dos moldes de alajú, uno en figura de un
hombre con sombrero, y el otro en forma de
mujer sin sombrero, pero con una mancha de
oropel en la cabeza; tenían la cara de lado,
vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde
aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que
mirar así a una persona. El hombre llevaba en el
costado izquierdo una almendra amarga, que era
el corazón, mientras la mujer era dulce toda
ella. Estaban para muestra en el mostrador, y
llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se
enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin
embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha
de salir algo de tal situación.
«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el
primero en hablar», pensaba ella; no obstante,
se habría dado por satisfecha con saber que su
amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más
ambiciosos, como siempre son los hombres;
soñaba que era un golfo callejero y que tenía
cuatro chelines, con los cuales se compraba la
mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas
en el mostrador, y cada día estaban más secos; y
los pensamientos de ella eran cada vez más
tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con
haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se
rompió por la mitad.
«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que
habría resistido un poco más», pensó él.
– Y ésta es la historia y aquí están los dos – dijo
el turronero. – Son notables por su vida y por su
silencioso amor, que nunca conduce a nada.
¡Vedlos ahí! – y dio a Juana el hombre, sano y
entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños
les había emocionado tanto el cuento, que no
tuvieron ánimos para comerse la enamorada
pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos
figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al
muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano
como en invierno, de un rico tapiz de hiedra;
pusieron al sol los pasteles, entre los verdes
zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños
la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la
encontraron maravillosa; y cuando volvieron a
mirar a la pareja de alajú, un muchacho
grandote se había comido ya la mujer
despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños
se echaron a llorar, y luego – y es de suponer
que lo hicieron para que el pobre hombre no
quedase solo en el mundo – se lo comieron
también; pero en cuanto a la historia, no la
olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el
sauce o junto al saúco, y la niña cantaba
canciones bellísimas con su voz argentina. A
Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la
garganta, pero al menos se sabía la letra, y más
vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre
ella la señora de la quincallería, se detenían a
escuchar a Juana. – ¡Qué voz más dulce! –
decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían
durar siempre. Las dos familias vecinas se
separaron; la madre de la niña había muerto, el
padre deseaba ir a Copenhague, para volver a
casarse y buscar trabajo; quería establecerse de
mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los
vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre
todo lloraron los niños; los padres se
prometieron mutuamente escribirse por lo
menos una vez al año.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya
mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más
tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en
Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita!
Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar
de que no distaba más de cinco millas de Kjöge.
Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo
despejado, Knud había visto sus torres, y el día
de la confirmación distinguió claramente la
brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra
Señora.
¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se
acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para
los de Knud. Las cosas les iban muy bien en
Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz,
iba a tener una gran suerte; había ingresado en
el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y
enviaba un escudo a sus queridos vecinos de
Kjöge para que celebrasen unas alegres
Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la
niña había añadido de su puño y letra estas
palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las
noticias eran muy agradables; pero también se
llora de alegría. Día tras día Juana había
ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el
muchacho que también ella se acordaba de él, y
cuanto más se acercaba el tiempo en que
ascendería a oficial zapatero, más claramente se
daba cuenta de que estaba enamorado de Juana
y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que
le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus
labios y tiraba con mayor fuerza del hilo,
mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la
lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde
luego que no sería mudo, como los dos moldes
de alajú; la historia había sido una buena
lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al
hombro, y por primera vez en su vida se dispuso
a trasladarse a Copenhague; ya había
encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida
quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora
16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo
de oro, pero luego pensó que seguramente los
encontraría mucho más hermosos en
Copenhague. Se despidió de sus padres, y un
día lluvioso de otoño emprendió el camino de la
capital; las hojas caían de los árboles, y calado
hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a
la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre
de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el
nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que
tan bien le sentaba; antes había usado siempre
gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los
muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era
para dar vértigo la manera cómo la gente se
apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de
Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa
no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo
invitó a tomar café.
– Juana estará contenta de verte – dijo el padre -.
Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una
muchacha que me da muchas alegrías y, Dios
mediante, me dará más aún. Tiene su propia
habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre
llamó delicadamente a la puerta, como si fuese
un forastero, y entraron – ¡qué hermoso era allí!
-. Seguramente en todo Kjöge no había un
aposento semejante: ni la propia Reina lo
tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas,
cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de
terciopelo auténtico y en derredor flores y
cuadros, además de un espejo en el que uno casi
podía meterse, pues era grande como una
puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y,
sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya
crecida, muy distinta de como la imaginara,
sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no
se encontraría otra como ella; ¡qué fina y
delicada! La primera mirada que dirigió a Knud
fue la de una extraña, pero duró sólo un
instante; luego se precipitó hacia él como si
quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó.
Sí, estaba muy contenta de volver a ver al
amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en
sus ojos? Y después empezó a preguntar y a
contar, pasando desde los padres de Knud hasta
el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce,
como los llamaba, cual si fuesen personas; pero
bien podían pasar por tales, si lo habían sido los
pasteles de alajú. De éstos habló también y de
su mudo amor, cuando estaban en el mostrador
y se partieron… y la muchacha se reía con toda
el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas
de Knud, y su corazón palpitaba con violencia
desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y
ella fue también la causante – bien se fijó Knud
– de que sus padres lo invitasen a pasar la velada
con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia
mano una taza luego cogió un libro y se puso a
leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo
que leía trataba de su amor, hasta tal punto
concordaba con sus pensamientos. Luego cantó
una sencilla canción, pero cantada por ella se
convirtió en toda una historia; era como si su
corazón se desbordase en ella. Sí,
indudablemente quería a Knud. Las lágrimas
rodaron por las mejillas del muchacho sin poder
él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra
de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero
ella le estrechó la mano y le dijo:
– Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre
como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones
después de las cuales no es posible dormir, y
Knud se pasó la noche despierto.
Dentro de Mil Años
Sí, dentro de mil años la gente cruzará el
océano, volando por los aires, en alas del vapor.
Los jóvenes colonizadores de América acudirán
a visitar la vieja Europa. Vendrán a ver nuestros
monumentos y nuestras decaídas ciudades, del
mismo modo que nosotros peregrinamos ahora
para visitar las decaídas magnificencias del Asia
Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.
El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán
fluyendo aún; el Mont-blanc continuará
enhiesto con su nevada cumbre, la auroras
boreales proyectarán sus brillantes resplandores
sobre las tierras del Norte; pero una generación
tras otra se ha convertido en polvo, series
enteras de momentáneas grandezas han caído en
el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo
el túmulo donde el rico harinero, en cuya
propiedad se alza, se mandó instalar un banco
para contemplar desde allí el ondeante campo
de mieses que se extiende a sus pies.
– ¡A Europa! -exclamarán las jóvenes
generaciones americanas-. ¡A la tierra de
nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros
recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa!
Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la
travesía es más rápida que por el mar; el cable
electromagnético que descansa en el fondo del
océano ha telegrafiado ya dando cuenta del
número de los que forman la caravana aérea. Ya
se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se
vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía;
han avisado que no se les despierte hasta que
estén sobre Inglaterra. Allí pisarán el suelo de
Europa, en la tierra de Shakespeare, como la
llaman los hombres de letras; en la tierra de la
política y de las máquinas, como la llaman
otros. La visita durará un día: es el tiempo que
la apresurada generación concede a la gran
Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue por el túnel del canal hacia
Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón.
Se cita a Molière, los eruditos hablan de una
escuela clásica y otra romántica, que florecieron
en tiempos remotos, y se encomia a héroes,
vates y sabios que nuestra época desconoce,
pero que más tarde nacieron sobre este cráter de
Europa que es París.
La aeronave vuela por sobre la tierra de la que
salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario
donde Calderón cantó sus dramas en versos
armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos
viven aún en los valles floridos, y en estrofas
antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra.
Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo
hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma.
Hoy está decaída, la Campagna es un desierto;
de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro
solitario, y aun se abrigan dudas sobre su
autenticidad.
Y luego a Grecia, para dormir una noche en el
lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo;
poder decir que se ha estado allí, viste mucho.
El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de
descansar unas horas y visitar el sitio donde
antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores
lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta
que estuvo el jardín del harén en tiempos de los
turcos.
Continúa el itinerario aéreo, volando sobre las
ruinas de grandes ciudades que se levantaron a
orillas del caudaloso Danubio, ciudades que
nuestra época no conoce aún; pero aquí y allá –
sobre lugares ricos en recuerdos que algún día
saldrán del seno del tiempo – se posa la
caravana para reemprender muy pronto el
vuelo.
Al fondo se despliega Alemania – otrora
cruzada por una densísima red de ferrocarriles y
canales – el país donde predicó Lutero, cantó
Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su
tiempo. Nombres ilustres brillaron en las
ciencias y en las artes, nombres que ignoramos.
Un día de estancia en Alemania y otro para el
Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para
Noruega, la tierra de los antiguos héroes y de
los hombres eternamente jóvenes del
Septentrión. Islandia queda en el itinerario de
regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla está
extinguido, pero como la losa eterna de la
leyenda, la prepotente isla rocosa sigue
incólume en el mar bravío.
– Hay mucho que ver en Europa -dice el joven
americano- y lo hemos visto en ocho días. Se
puede hacer muy bien, como el gran viajero –
aquí se cita un nombre conocido en aquel
tiempo – ha demostrado en su famosa obra:
Cómo visitar Europa en ocho días.
El Gallo y la Perla
Un día cierto Gallo, escarbando el suelo,
encontró una perla, y se la dio al primer lapidario
que halló a mano. “Fina me parece, le
dijo, al dársela; pero para mí vale más cualquier
grano de mijo o avena.”
Un ignorantón heredó un manuscrito, y lo
llevó en el acto a la librería vecina. “Paréceme
cosa de mérito, le dijo al librero; pero,
para mí, vale más cualquier florín o ducado.”
Toomai el de los Elefantes
Quiero recordar lo que fui en otro tiempo.
Estoy enfermo de cadena y cuerda.
Recordaré mi antigua fuerza, y en el bosque
mis grandes peleas.
Jamás venderé al hombre mi espalda por
un puñado de azúcar de caña.
Huiré, y volveré con mis amigos, a las más
altas montañas.
Caminaré toda la noche, hasta las luces
del alba,
acariciado por el beso inmaculado del viento
y de las aguas.
Olvidaré cadenas y grilletes, romperé mis
crueles amarres,
volveré a visitar a mis amigos, ellos, libres
como gavilanes.
DESDE HACÍA CUARENTA Y SIETE ANOS,
Kala Nag, que quiere decir Serpiente Negra,
servía al gobierno de la India de todas las
formas en las que un elefante puede hacerlo.
Y como había cumplido los veinte cuando le
capturaron, tenía ya cerca de setenta años.
Una buena edad para un elefante. Se acordaba,
por ejemplo, de haber tirado, con un
grueso cojín de cuero que le protegía la frente,
de un cañón profundamente atascado. Y
eso antes de la guerra de Afganistán, en
1842, n, cuando todavía no había alcanzado la
plenitud de su fuerza. Su madre, Radha Pyari,
Radha la Bien Amada, que había sido capturada
con él, le había dicho, antes de que su
hijo perdiera sus defensas de leche, que los
elefantes miedosos siempre están expuestos
al daño. Kala Nag sabía que se trataba de un
buen consejo, porque la primera vez que vio
estallar un obús*, retrocedió con un enorme
bramido y cayó sobre unos fusiles, con la bayoneta*
calada, que formaban una especie de
cono. Le pincharon en lo más delicado del
cuerpo. Por eso, antes de cumplir los veinticinco
años, no tenía miedo a nada, de manera
que se había convertido en el preferido y
mejor cuidado de todos los elefantes al servicio
del gobierno de la India. Había transportado
tiendas de más de seiscientos kilos, en
una marcha emprendida por el norte de la
India. Le habían izado a un navío con una
grúa, y después de dos días de travesía, le
habían hecho llevar sobre lomos un mortero,
en un país extraño y rocoso, muy lejos del
suyo. Había visto al emperador Teodoro, tendido
sin vida en Magdala. Luego había vuelto,
siempre a bordo del navío, merecedor, como
dicen los soldados, de la medalla al mérito en
la guerra de Abisinia. Diez años más tarde vio
morir a sus hermanos de frío, de epilepsia, de
hambre y de insolación en un lugar llamado
Aki Musjid. Después, le enviaron a miles de
kilómetros al sur para transportar y almacenar
enormes vigas de madera de teca en los
inmensos almacenes de Moulmein. Estuvo a
punto de morir por el ataque de un joven elefante
que se insubordinó. Más tarde, le retiraron
de los almacenes para que ayudara, junto
con algunas docenas de congéneres, entrenados
para esa tarea, en la captura de elefantes
salvajes en los montes Gato. En la India,
los elefantes gozan de una protección del
gobierno, que ha dictado unas leyes muy severas
para conseguirlo. Hay todo un servicio
ministerial que se ocupa exclusivamente de
perseguirlos, capturarlos, domarlos y enviarlos
a los cuatro puntos cardinales del país, allí
donde se necesite su trabajo.
Kala Nag medía algo más de tres metros
de altura. Le habían cortado las colmillos, dejándoselos
de un metro y medio de largo. Y
habían rodeado el extremo de los mismos con
unos anillos de cobre, para evitar que se le
astillaran. Pero podía hacer lo mismo, con esa
especie de muñones, que cualquier otro elefante
salvaje con sus colmillos enteros y afilados
como puntas de acero.
Pasaba interminables semanas obligando a
subir montañas a elefantes dispersos, orientándolos
con grandes precauciones, hasta
que los cuarenta o cincuenta monstruos salvajes
eran engañados, penetraban en la última
corraliza*, y la enorme puerta, formada
por gruesos troncos, caía con estrépito detrás
del último, impidiéndoles toda posibilidad de
huida. A una señal dada, Kala Nag entraba en
aquella especie de pandemonium* inquieto y
bramador, normalmente de noche, cuando la
luz vacilante de las antorchas dificulta el cálculo
de las distancias, escogía al adulto mayor
y más agresivo, y le reducía al silencio a
fuerza de golpes y topetazos, mientras los
hombres, montados en otros elefantes, inmovilizaban
con cuerdas a los más pequeños.
No había nada en el arte de combatir que
no supiera Kala Nag, el viejo y astuto Serpiente
Negra, pues en más de una ocasión
había hecho frente a tigres heridos. Enroscaba
cuidadosamente la trompa, para ponerla
al abrigo de todo peligro, y lanzaba al aire,
tirándolo de costado, al temible felino, con un
rápido movimiento de cabeza, un golpe como
de hoz que había inventado él mismo. Lo
arrojaba por tierra y se arrodillaba sobre él
con todo el peso de sus enormes rodillas,
hasta la muerte del peligroso animal, momento
que acompañaba con un suspiro y un
rugido. Allí quedaba sobre la tierra, abandonada,
una masa casi viscosa, peluda y rayada,
que Kala Nag se limitaba luego a arrastrar
por la cola.
––Sí ––decía Toomai padre, su cornac, hijo
de Toomai el Negro, que lo había llevado a
Abisinia, y nieto de Toomai el de los Elefantes,
que había asistido a su captura––, a nada
teme Serpiente Negra, salvo a mí. Tres de
nuestras generaciones lo han alimentado y
cuidado, y verá una cuarta.
––También me teme a mí ––dijo Toomai,
el pequeño, estirándose para mostrar su altura,
que sobrepasaría escasamente un metro
veinte; llevaba por toda ropa un trapo liado al
cuerpo.
Tenía diez años. Era el hijo mayor de
Toomai, y, según la costumbre, reemplazaría
a su padre sobre el cuello de Kala Nag cuando
se hiciera mayor y fuera capaz de manejar
el ankus, la pesada aguijada* para elefantes,
hierro que habían pulido, gracias al uso, su
padre, su abuelo y su bisabuelo. Sabía lo que
decía. Había nacido a la sombra de Kala Nag,
había jugado con su trompa antes de aprender
a andar, le había llevado al abrevadero en
cuanto unió dos pasos, y Kala Nag jamás
habría soñado en desobedecer las órdenes de
su débil voz aguda, como tampoco soñó en
matarlo cuando Toomai, el padre, acercó al
moreno recién nacido hasta sus defensas y le
ordenó saludar a su futuro dueño.
––Sí ––dijo el pequeño Toomai––, me teme
––luego se aproximó a Kala Nag a grandes
zancadas, le insultó llamándole cerdo
grasiento, y le hizo levantar las patas una
tras otra––. Bueno ––continuó––, tú eres un
gran elefante ––movió su cabeza greñuda, y
repitió lo que había escuchado de su padre:
Aunque el gobierno pague los elefantes, en
realidad son nuestros, de los cornacs. Cuando
seas viejo, Kala Nag, vendrá un rajá rico, te
comprará por tu talla y tus buenas maneras,
y entonces sólo tendrás que llevar aros de
oro en las orejas, una gran silla dorada sobre
el lomo, una gualdrapa* en los flancos, y
abrir la marcha en los desfiles reales. Yo iré
sentado sobre tu cuello, amigo Kala Nag, sujetando
un ankus de plata, y los hombres nos
precederán con bastones de oro gritando:
«¡Abrid paso al elefante del rey!». Será maravilloso,
Kala Nag, pero no tan agradable
como cazar en la jungla, como lo hacemos
ahora.
––¡Bueno! ––dijo Toomai, el padre––. Eres
todavía un niño, y tan salvaje como un búfalo
joven. Correr por parajes desolados no es el
mejor empleo al servicio del gobierno. Me
hago viejo y no me gustan los elefantes salvajes.
Que me construyan unas cuadras de
ladrillo, con un compartimento para cada elefante,
unas grandes estacas para amarrarlos
bien, y caminos anchos y largos para hacer
ejercicio en vez de ese perpetuo ir y venir de
un campamento a otro. Los cuarteles de
Cawnpore eran muy agradables. Muy cerca
de las cuadras había un bazar y sólo teníamos
que trabajar tres horas al día.
El pequeño Toomai recordó la zona de
Cawnpore, y calló. Prefería con mucho la vida
en el campamento, y detestaba esos caminos
anchos y largos, así como los grandes fardos
de forraje que había que recoger en los sitios
señalados, y las horas interminables en las
que no había nada que hacer excepto mirar a
Kala Nag, que se movía impaciente entre las
estacas que lo tenían casi inmovilizado.
Lo que le gustaba al pequeño Toomai era
subir por pistas que sólo un elefante se atreve
a ascender, y los descensos casi vertiginosos
hasta el fondo de los valles; la visión fugaz
de los elefantes salvajes al pastar; el sálvese
quien pueda del jabalí y del pavo real,
asustados por las pisadas de Kala Nag; las
lluvias tibias y cegadoras que hacían humear
las montañas y los valles; las mañanas de
niebla, cuando nadie sabía dónde montarían
el campamento por la noche; las batidas incansables,
llenas de precauciones, y la última
tarde, la carrera loca, el ruido salvaje y la barahúnda
desenfrenada, cuando los elefantes,
asustados, se precipitan a la empalizada*
como piedras desprendidas al azar por una
avalancha, y al descubrir que no pueden salir,
se lanzan enloquecidos contra los enormes
troncos, de los que se los aleja a fuerza de
gritos, de antorchas llameantes que se blanden
ante ellos, y de cartuchos de pólvora,
descargados sobre sus enormes cuerpos.
Allí, hasta un niño podía ser útil, y Toomai
valía por tres. Cogía su tea encendida, la agitaba
y chillaba con los más valientes. Pero el
mejor momento era cuando comenzaban a
salir los elefantes, y la keddah, es decir, el
corral formado por la empalizada, parecía el
retrato del fin del mundo. Los hombres tenían
que comunicarse por señas, porque era imposible
hacerse oír. Entonces, el pequeño
Toomai ––cubierta la espalda con el cabello
desteñido por el sol–– trepaba a lo alto de un
poste sacudido por las vibraciones, desde
donde, iluminado por las antorchas, parecía
un duende. Cuando el tumulto remitía por un
momento, se oían los agudos gritos de ánimo
que le lanzaba a Kala Nag, dominando el barritar,
el ruido, el chasquear de las cuerdas y
los bufidos de los elefantes atados.
––¡Mail, mail, Kala Nag! ¡Dant do!
¡Somalo! ¡Maro! ¡Mar! ¡Cuidado con el poste!
¡Arré! ¡Arré! ¡Hai! i Ya¡! ¡Hiaa––ah! ––
gritaba, mientras el combate, que parecía a
muerte, en el que estaban enzarzados Kala
Nag y el elefante salvaje, se desarrollaba por
toda la extensión de la gran corraliza; y los
cazadores veteranos se secaban el sudor que
les caía a los ojos con el tiempo justo para
hacer una señal con la cabeza al pequeño
Toomai, que bailaba de alegría en lo alto del
tronco.
Pero no se contentaba con bailar. Una noche
se deslizó desde su tronco, se coló en el
terreno de los elefantes, y arrojó a un cornac
el cabo de una cuerda, que había recogido.
Kala Nag lo vio, lo rescató con su trompa y se
lo entregó a Toomai, el padre, que le dio un
pescozón y lo devolvió a su sitio.
A la mañana siguiente le riñó.
––¿No te bastan unos establos estupendos,
construidos con ladrillos, o transportar
tiendas, que pareces necesitar ir a robar los
elefantes de tu propio jefe, como si fueras un
furtivo? Y para que te vayas enterando, los
imbéciles de los cazadores, que cobran menos
que yo, han ido con el cuento a Petersen
Sahib.
Al pequeño Toomai le entró miedo. No sabía
demasiado sobre los blancos, pero Petersen
Sahib, a sus ojos, era el blanco más importante
del mundo entero. Era el jefe de todas
las operaciones de la keddah: el hombre
que capturaba a todos los elefantes para el
gobierno de la India, y que sabía, sobre sus
costumbres, más que nadie en este mundo.
––¿Qué… qué va a suceder? ––preguntó el
pequeño Toomai.
––Lo peor que puedas imaginarte. Petersen
Sahib es un insensato. Y si no, ¿por qué
se iba a dedicar a la caza de esos demonios
furiosos? Quizá exija que empieces a cazar
elefantes, que duermas en cualquier sitio, en
junglas infestadas de fiebres, para terminar
pisoteado hasta morir en la keddah. Ha sido
una suerte que esta historia absurda haya
terminado sin incidente alguno. La semana
próxima finalizarán las capturas y nosotros
seremos enviados a nuestros respectivos
hogares. Pero, hijo, estoy muy enfadado al
comprobar que te inmiscuyes en el trabajo de
los Assamais, esa gentuza de la jungla. Kala
Nag me obedece a mí solamente. Por eso entro
yo con él en la keddah. Pero sus labores
se reducen al combate, no ayuda a inmovilizar
a los otros. Así, yo me siento a gusto,
sentado, como corresponde a un cornac. No
como un simple cazador, sino, lo has oído
bien, como un cornac, un hombre al que se le
da una pensión cuando termina sus servicios.
¿Va a resultar que la familia de Toomai el de
los Elefantes sólo sirve para ser pisoteada en
el fango de la keddah? ¡Fuera de aquí, perdido,
desastrado, degenerado! Anda y asea a
Kala Nag, mírale bien las orejas, y cuida de
que no tenga espinas en los pies. De lo contrario,
Petersen te prenderá, y hará de ti un
cazador, un mero ojeador de elefantes, de
esos que siguen sus huellas, un oso de la jungla.
¡Puafffl ¡Vete de aquí ahora mismo!
El pequeño Toomai se fue sin decir palabra,
pero le contó todas sus penas a Kala Nag
mientras examinaba sus plantas.
––¿Qué me importa? ––dijo el pequeño
Toomai, levantando el borde de la enorme
oreja derecha de Kala Nag––. Me han acusado
ante Petersen Sahib y quizá… quizá… quizá…
¿quién sabe? Oye, mira qué espina acabo
de arrancarte.
Siguieron a éste unos cuantos días empleados
en reunir a los elefantes; en obligarlos
a caminar para que no se comportaran
locamente en la bajada hacia los llanos, y en
hacer inventario de las mantas, cuerdas y
otros objetos estropeados o perdidos en el
bosque.
Petersen Sahib llegó sobre su montura,
Pudmini, una elefanta de gran inteligencia.
Había pagado a los empleados de otros dos
campamentos, situados en las montañas,
porque la estación tocaba a su fin, y, ahora,
un encargado indígena, sentado a una mesa
colocada bajo un árbol, entregaba el salario a
los cazadores. Cada hombre, una vez conforme,
regresaba junto a su elefante, y se
colocaba en la fila que estaba a punto de emprender
la marcha. Los ojeadores y domadores,
los hombres que tenían un puesto fijo en
la keddah, que pasaban todo el año en la
jungla, estaban montados en los elefantes
que formaban parte de los efectivos regulares
de Petersen Sahib. O se apoyaban contra los
árboles, descansando el fusil al brazo, se burlaban
de los cornacs que se iban, y se reían
cuando los animales recién capturados rompían
las filas y echaban a correr.
Toomai, el padre, se acercó al contable,
seguido del pequeño Toomai, y Machua Appa,
el jefe de los ojeadores, dijo en voz baja a
uno de sus amigos:
Ahí va uno que está hecho de la pasta de
los buenos cazadores. Es una pena que a ese
gallito de la jungla lo releguen ahora a mudar
el plumaje en los llanos.
Petersen Sahib estaba muy atento a todo
lo que pasaba y se decía, como debe ser
cuando se acecha al animal más silencioso
que existe, el elefante salvaje. Se vol vió sobre
el lomo de Pudmini, donde estaba echado
cuan largo era.
––¿Qué? No sabía que entre los cornacs de
los llanos hubiera alguien capaz de enlazar a
un elefante, ni siquiera después de muerto.
––No se trata de un hombre, sino de un
chico. Entró en la keddah, en la última cacería,
y le lanzó la cuerda a Barmao, que intentaba
separar de su madre al joven macho que
tiene una mancha en la paletilla.
Machua Appa señaló con el dedo al pequeño
Toomai, Petersen Sahib lo miró y Toomai
hizo una profunda reverencia, a modo de saludo,
tocando casi el suelo con la cabeza.
––¿Él? ¿Lanzar una cuerda? ¡Pero si es
más pequeño que una estaca! Niño, ¿cómo te
llamas? ––le preguntó Petersen Sahib.
Toomai estaba demasiado asustado para
hablar, pero Kala Nag se hallaba detrás de él.
Toomai le hizo una señal con la mano, el elefante
lo levantó con la trompa y lo mantuvo a
la altura de la frente de Pudmini, de cara al
gran Petersen Sahib. Entonces Toomai se cubrió
el rostro con las manos, porque no era
más que un niño, y salvo en lo tocante a los
elefantes, era tan tímido como un muchacho.
––¡Oh! ––dijo Petersen Sahib, sonriendo
bajo su bigote––. ¿Y cómo le has enseñado a
un elefante a hacer eso? ¿Para robar el trigo
verde, que se seca sobre el tejado de las casas
?
––Trigo verde no, protector del pobre…,
pero sí melones ––contestó Toomai.
Cuando lo oyeron, todos los hombres que
estaban sentados por allí cerca rompieron a
reír. La mayor parte de ellos, cuando tenía su
edad, había enseñado el mismo truco a los
elefantes. Toomai estaba suspendido a más
de dos metros del suelo, pero en aquel momento
le habría gustado estar a dos metros
bajo tierra.
––Sahib, es Toomai, mi hijo ––dijo Toomai,
el padre, frunciendo el ceño––. Este chico
es una cosa mala, y acabará en prisión,
Sahib.
––Permíteme dudarlo ––respondió Petersen
Sahib––. Un niño capaz de enfrentarse a
toda una keddah a su edad, no acaba en la
cárcel. Mira, muchacho, aquí tienes cuatro
annas para que te compres dulces, porque
tienes un cerebro pequeño, pero excelente,
bajo esa melena. Llegado el momento, es posible
que te conviertas en un gran cazador.
Toomai, el padre, frunció el entrecejo más
que nunca.
––Sin embargo ––prosiguió Petersen
Sahib––, no quiero que olvides nunca que las
keddah no se hacen para jugar.
––¿No podré entrar nunca, Sahib? ––
preguntó Toomai, lanzando un suspiro.
––Ven a buscarme cuando hayas visto bailar
a los elefantes ––Petersen Sahib sonrió de
nuevo––, y te dejaré entrar en todas las keddah.
Estalló la risa, porque lo de «ver bailar a
los elefantes» es un dicho cómico muy antiguo
que significa nunca. En lo más profundo
de los bosques hay grandes claros lla mados
salas de baile de los elefantes, pero eso es lo
único que se sabe sobre sus danzas. Y aún
más, esos lugares se han descubierto por pura
casualidad, y todavía nadie ha visto bailar
a los elefantes. Cuando un cornac se vanagloria
de su habilidad y de su valor, los otros le
preguntan: «¿Cuándo has visto tú bailar a los
elefantes?».
Kala Nag depositó en tierra a Toomai,
quien de nuevo saludó hasta rozar el suelo
con la frente, salió con su padre, y entregó a
su madre la moneda de cuatro annas. Su
madre amamantaba al hermano pequeño de
Toomai. Todos se acomodaron sobre el lomo
de Kala Nag, y la columna ondulante de elefantes
descendió, entre bramidos y gritos
agudos, por el sendero que conduce a los llanos.
Fue un viaje muy movido gracias a los
nuevos, que, en cada vado, causaban problemas,
y a quienes continuamente había que
animar o golpear.
Toomai, el padre, aguijoneaba duramente
a Kala Nag porque estaba consumido por la
rabia. Pero el pequeño Toomai se sentía demasiado
feliz para hablar. Había llamado la
atención de Petersen Sahib, éste le había dado
dinero, y se imaginaba como un soldado
raso, entresacado de las filas para recibir los
elogios de su comandante en jefe.
––¿Qué quería decir Petersen Sahib cuando
se refirió al baile de los elefantes? ––
terminó por preguntar a su madre con un tono
lleno de dulzura.
Toomai, el mayor, le oyó y lanzó un gruñido.
––Que tú jamás debes convertirte en uno
de esos bufalos de montaña que son los rastreadores.
Eso quería decir. ¡Vamos! ¡Adelante!
¿Por qué nos detenemos?
Un cornac se volvió furioso, dos o tres elefantes
por delante, gritando:
––Trae aquí a Kala Nag, y que de unos
cuantos golpes a este joven que llevo, para
enseñarle a comportarse como es debido.
¿Por qué ha tenido que escogerme a mí Petersen
Sahib, a mí, para bajar con vosotros,
burros de los arrozales? Pon en línea tu elefante
con el mío, Toomai, y que le meta sus
colmillos en la piel. Por todos los dioses de las
montañas, estos nuevos elefantes están poseídos
por el maligno, o bien es que olfatean
a sus compañeros que siguen en la selva.
Kala Nag golpeó en las costillas a aquel
elefante salvaje, y le dejó sin respiración,
mientras decía Toomai, el padre:
––Con la última captura hemos barrido de
estas montañas a los elefantes. La culpa la
tienes tú, que no sabes guiarlo. ¿Es que tengo
yo la obligación de mantener el orden en
toda la columna?
––Escuchad ––dijo el otro cornac––.
¡Hemos barrido las montañas! ¡Vaya! ¡Vaya!
¡Sabéis mucho vosotros, hombres de la llanura!
Todo el mundo, salvo un negado que jamás
ha visto la jungla, sabría que los elefantes
han intuido que se han acabado las batidas
de esta estación. En consecuencia, esta
noche, todos los elefantes salvajes… Pero
¿para qué malgastar mi sabiduría con una
tortuga de agua dulce?
––¿Qué van a hacer? ––gritó el joven
Toomai.
––¡Pequeño! ¿Estás ahí? Te lo voy a decir
porque tienes la cabeza fría. Van a bailar, y
tu padre, que ha barrido la montaña de elefantes,
hará muy bien en poner una cadena
doble a las patas de los animales esta noche.
––¿Qué cuento es ése? Hace cuarenta
años que, de padres a hijos, nos ocupamos
de los elefantes, y jamás hemos escuchado
historias sobre esos bailes.
––Sí, pero es que un hombre de las llanuras
que vive en una cabaña, no conoce más
que sus cuatro muros. Bien, destraba a tus
elefantes esta noche, y verás lo que pasa. En
cuanto a su danza, he visto el sitio en el
que… ¡Bapree-Bap! Pero ¿cuántos meandros
hace este endiablado Di-hang? He aquí otro
vado, que los elefantillos deberán cruzar a
nado. Alto, vosotros, atrás.
Y así, charlando, discutiendo y chapoteando
en los ríos que tenían que vadear, cubrieron
la primera etapa, que desembocaba en
una especie de campamento de acogida para
los elefantes nuevos, que habían perdido la
paciencia mucho antes de llegar. Allí los encadenaron
a todos por las patas traseras a
unos postes gruesos y cortos (a los nuevos,
con unas cuerdas suplementarias), y les pusieron
el forraje a su alcance. A las doce del
día siguiente, los cornacs de montaña se volvieron
adonde estaba Petersen Sahib, después
de haber recomendado a los cornacs de
las llanuras que redoblasen su atención esa
noche, y se echaran a reír cuando les preguntaron
por qué.
El joven Toomai se encargó de dar de comer
a Kala Nag y, a la caída de la tarde, recorrió
el campamento. Con una felicidad que
no le cabía en el cuerpo se fue en busca de
un tamtan. Cuando un niño indio tiene el corazón
henchido, no se pone a correr como un
loco, ni a armar alboroto. Se sienta y se regala
algo parecido a una fiesta para él solo.
¡Al pequeño Toomai le había dirigido la palabra
Petersen Sahib! Si no hubiera encontrado
lo que buscaba, habría estallado. Pero el comerciante
que vendía dulces en el campamento
le prestó un tamtan ––esos tamborcillos
que se golpean con la palma de la mano–
–, se sentó con las piernas cruzadas delante
de Kala Nag, cuando las estrellas salieron a
saludar brilantes a la noche, con el tamtan
sobre las rodillas, y empezó a tocar sin descanso.
Y cuanto más pensaba en el gran
honor que se le había hecho, más tocaba, él
solo, sentado en uno de los montones de forraje
destinados a los elefantes. Todo era silencio
a su alrededor, y tocar le hacía feliz.
Los elefantes nuevos tiraban de las cuerdas,
lanzaban de cuando en cuando fuertes
barritos, que parecían más bien lamentos, y
escuchó que su madre, en la barraca central
del campamento, intentaba dormir a su hermano
pequeño entonando una canción muy
antigua, muy antigua, sobre el gran dios Siva,
que en otro tiempo prescribió a los animales
lo que tienen que comer. Es una canción
de cuna relajante, y he aquí su primera
estrofa:
Siva, sembrador de cosechas y dueño de
los vientos,
sentado al iniciarse un nuevo día, hará
mucho tiempo,
dio a cada uno su parte, comida, trabajo y
destino,
desde el rey omnipotente hasta el más pobre
mendigo.
Todo nos lo ha dado el más alto dios, Siva.
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! Lo hizo todo.
Al camello, la joroba, para los bueyes la
hierba,
y para ti, mi niño, mi pecho de madre tierna.
Toomai la acompañaba con un alegre tonctonc
al final de cada verso, hasta que, sin poder
aguantar el sueño, se acostó sobre la
hierba junto a Kala Nag. Finalmente, los elefantes
se acostaron, uno tras otro, según su
costumbre, dejando a Kala Nag, el último de
su fila por la derecha, de pie, balanceándose
con suavidad con las orejas hacia delante,
atentas al viento nocturno que soplaba dulcemente
desde las montañas. El aire mecía
los sonidos de la noche, que, juntos, creaban
un gran silencio: el entrechocar de las cañas
de bambú, el fru-fru que produce el correr de
algo entre los matorrales, el arañar y el grito
ronco de un pájaro medio dormido ––los pájaros
velan durante la noche más a menudo
de lo que nos imaginamos––, una caída de
agua prodigiosamente lejana… El pequeño
Toomai durmió un rato, y cuando se despertó,
la luz de luna resplandecía y Kala Nag seguía
de pie, con sus orejas alerta. El muchacho
se dio la vuelta, haciendo crujir la hierba,
y contempló la enorme curva del espinazo del
elefante, que le ocultaba la mitad de las estrellas.
Entonces oyó algo, como si el espesor
del silencio fuera atravesado por un alfiler.
Era como el sonido de un cuerno de caza, pero
emitido por un elefante salvaje.
Todos los elefantes, bien alineados, se levantaron
de un salto, como alcanzados por
un tiro. Sus barritos acabaron por despertar a
los cornacs, que salieron, hundieron las piquetas
con la ayuda de grandes martillos,
tendieron aquí una cuerda y anudaron allá
otra. Todo recobró la tranquilidad. Uno de los
elefantes nuevos casi había arrancado su
poste. Toomai, el padre, liberó a Kala Nag,
para trabar a otro animal, contentándose con
deslizar una simple cuerda de fibra alrededor
de la pata de su elefante y recordándole después
que continuaba atado. Su padre y su
abuelo habían hecho lo mismo cientos de veces
antes que el. Kala Nag no respondió la
orden con su gargarismo habitual. Se quedó
inmóvil, mirando a lo lejos, a un lugar iluminado
por la Luna, con la cabeza ligeramente
levantada y las orejas desplegadas como gigantes
abanicos hacia las enormes ondulaciones
de los montes Gato.
––Ocúpate de el si se agita durante la noche
––dijo Toomai, el padre, a Toomai, su
hijo.
Después volvió al cobertizo y se durmió. El
pequeño Toomai también iba a dormirse,
cuando oyó que la cuerda de coco se rompía
con un ruido seco. Y Kala Nag se separó lenta,
silenciosamente de su poste, como se
desliza una nube hacia la desembocadura de
un valle. El pequeño Toomai se puso a correr
detrás de él, a la luz de la Luna, llamándole
en voz baja:
––¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame, Kala
Nag!
El elefante se volvió sin hacer ruido alguno,
dio tres pasos hacia atrás para encontrarse
con el niño, bajó su trompa, lo levantó rápidamente,
lo depositó sobre su lomo, y sin
apenas darle tiempo de aferrarse a sus costados
con las rodillas, se internó en el bosque.
Se produjo entonces, en las filas de los
elefantes, un barritar furioso. Luego, el silencio
se cerró y Kala Nag se puso en marcha. A
veces, un haz de hierba alta le barría los flancos
como una ola azota los costados de un
barco; otras notaba que una rama colgante
de pimienta silvestre le arañaba el lomo, o
bien una caña de bambú se rompía por donde
él había metido antes sus hombros. Pero se
desplazaba sigilosamente, avanzando por el
espeso bosque de Gato como a través de una
humareda. Subía, pero aunque el pequeño
Toomai se había fijado en las estrellas, que
se veían entre los claros, no podía adivinar en
qué dirección iban.
Después, Kala Nag llegó a la cima de una
ladera y se paró un momento. Toomai distinguía
las puntas de los árboles, una enorme
piel extendida a lo largo de kilómetros y kilómetros
a la claridad de la Luna, y la bruma
de un blanco azulado sobre el río, al fondo,
muy lejos. Se inclinó hacia delante y miró. Y
se dio cuenta de que el bosque se había despertado
y bullía de vida y ruidos. Un gran
murciélago marrón, de los que comen fruta,
pasó rozándole una oreja. Un puerco espín
entrechocó sus púas, que resonaron en la espesura.
Y en la oscuridad, entre los árboles,
escuchó cómo un jabalí hocicaba y resoplaba
con tremenda impaciencia entre la tierra
húmeda y caliente.
Después las ramas se cerraron por encima
de el. Kala Nag partió lentamente. Luego
descendió al valle, ya no con un paso tranquilo,
sino como un cañón loco sobre un talud
abrupto. Sus enormes miembros se movían
con la regularidad de los pistones de un motor,
cubriendo más de dos metros de una sola
zancada, y la piel de su espalda crujía al formar
enormes arrugas en las articulaciones.
La maleza se abría violentamente ante el
avance del elefante, con un ruido de tela rasgada.
Los árboles jóvenes, que apartaba con
sus hombros, a derecha e izquierda, se enderezaban
de golpe y le azotaban los costados.
Como lanzaba la cabeza a un lado y a otro
para abrirse paso, larguísimas guirnaldas de
lianas se enredaban en sus defensas. Entonces,
el pequeño Toomai se aplastó sobre la
enorme nuca, por miedo de que una rama, en
su balanceo, lo arrojara al suelo. En ese momento
le habría gustado mucho encontrarse
en el campamento.
La hierba se hacía esponjosa por el agua.
Los pies de Kala Nag, al afirmarse en el suelo,
hacían un ruido, primero de chapoteo, y
luego de ventosa. La bruma noc turna, en el
fondo del valle, casi entumecía de frío al pequeño
Toomai. Se notó un chapuzón y un pisoteo,
y una corriente de agua. Kala Nag entró
en el río a grandes zancadas, tanteando
con mucho cuidado el camino que tenía que
seguir.
Por encima del rumor del agua, que hacía
remolinos en las patas del elefante, Toomai
escuchó más chapuzones y barritos, que le
llegaban de los dos extremos del río. La neblina,
a su alrededor, parecía llena de sombras
ondulantes y sinuosas.
––¡Ah! ––se le escapó a media voz, castañeteando
los dientes––. El pueblo elefante
está en vela esta noche. Seguro que habrá
baile.
Kala Nag salió del agua haciendo mucho
ruido, vació la trompa y continuó la ascensión.
Pero ahora ya no estaba solo, ni tenía
que abrirse camino. Ya estaba hecho. En una
extensión bastante grande, justo delante de
él, la hierba de la jungla, tumbada, parecía
intentar recobrar su fuerza y levantarse de
nuevo. Muchos elefantes debían haber pasado
por allí hacía escasos minutos. El pequeño
Toomai se volvió: detrás de él un enorme
adulto salvaje, con unos ojos de cerdo que
brillaban como carbones encendidos, salía de
las aguas del río cubiertas por la niebla. Después
los árboles se cerraron a su alrededor y
continuaron la ascensión, en medio de barritos
y ruidos de ramas rotas.
Al final, Kala Nag se paró entre dos troncos
en lo más alto de la montaña. Formaban
parte de un círculo de árboles que delimitaba
un espacio irregular de alre dedor de dos hectáreas,
y, en toda aquella explanada, como
constató el pequeño Toomai, el suelo, de tan
apisonado, estaba tan duro como un ladrillo.
Algunos árboles habían crecido en el centro
del claro, pero su corteza había desaparecido,
y la madera blanca de debajo aparecía completamente
pulida y brillante bajo las manchas
de la luz de la luna. Algunas lianas se
descolgaban desde las ramas más altas, y sus
flores blancas, enceradas, y semejantes a
clemátides, descendían como embebidas en
un profundo sueño. Pero en el claro no había
la más mínima brizna de hierba, sólo tierra
apisonada.
La luz de la luna daba a todo un tono gris
acerado, salvo a los sitios donde había elefantes,
cuyas sombras eran oscuras como
tinta. El pequeño Toomai miraba, conteniendo
el aliento, con los ojos saliéndosele de las
órbitas. Y mientras miraba, los elefantes, cada
vez más numerosos, avanzaban con paso
rítmico hacia el claro, emergiendo de entre
los troncos de los árboles. El pequeño Toomai
no sabía contar más que hasta diez. Contó y
recontó con los dedos, pero acabó por perder
la cuenta de las decenas, y se hizo un lío.
Desde el otro lado le llegaba el ruido de los
elefantes, que aplastaban la maleza, subiendo
con dificultad la pendiente. Pero en cuanto
llegaban al interior del círculo se movían como
fantasmas.
Había machos salvajes con blancas defensas,
con frutos, ramas y hojas entre los pliegues
de la piel del cuello y en las orejas.
Había gruesas hembras, solemnes en su caminar,
acompañadas por elefantillos, unas
crías vocingleras con la piel de un negro rosado
y una altura de algo más de un metro,
que corrían bajo sus vientres. Y jóvenes cuyos
colmillos, de los que se sentían muy orgullosos,
empezaban a apuntar. También
había viejas damas descarnadas, con caras
angulosas e inquietas trompas rugosas, como
de corcho. Viejos machos orgullosos y fieros,
con unas cicatrices que cubrían sus paletillas
y costados, con ronchas de heridas mal curadas,
rastro de viejas peleas, que afeaban sus
cuerpos, y les caían de las espaldas grandes
plastones de lodo, recuerdo de los solitarios
baños de barro. Uno de ellos, con una defensa
rota, tenía en el costado la señal de un
gran golpe: el hueco terrible que dejan, al
retirarse, las garras de un tigre.
Allí estaban de pie, cabeza con cabeza, o
paseando arriba y abajo por el campo en parejas,
o haciendo extraños y suaves movimientos
o meciéndose en soledad, y había
docenas.
Toomai sabía que mientras se quedara inmóvil
sobre el lomo de Kala Nag, no le pasaría
nada. Porque ni siquiera en la barahúnda
tremenda de una keddah, jamás un elefante
salvaje levanta la trompa para descabalgar a
un hombre del cuello de un elefante domesticado.
Y esos elefantes pensaban entonces en
cualquier cosa, menos en los hombres. Durante
un momento se pusieron tensos, con
las orejas dirigidas hacia delante, al oír unos
ruidos metálicos en el bosque. Pero se trataba
de Pudmini, la elefanta favorita de Petersen
Sahib, que había partido limpiamente la
cadena, y subía la cuesta gruñendo y resoplando.
Debía de haber roto los postes y llegado
directamente de su campamento. El pequeño
Toomai vio a otro elefante, al que no
conocía, cuyo lomo y pecho tenían profundas
desolladuras, producidas por las cuerdas. Él
también parecía haberse escapado de alguno
de los campamentos de los alrededores. Finalmente
no se escuchó a elefante alguno
avanzar por el bosque. Entonces, con su paso
ondulante, Kala Nag abandonó el lugar en el
que se encontraba, entre los árboles, para
mezclarse con la multitud, entre cloqueos y
ásperos susurros guturales. A continuación,
todos los elefantes empezaron a moverse y a
charlar en su lengua.
Siempre recostado, el pequeño Toomai
descubrió, al bajar la mirada, docenas y docenas
de lomos enormes, de orejas que se
batían nerviosas, de trompas en movimiento,
y de ojillos inquietos. Escuchó el ruido del entrechocar
de los colmillos, el susurro de sus
trompas al entrelazarse, el roce de los costados
y de los hombros enormes de aquella
multitud, mientras las colas golpeaban y cortaban
el aire, produciendo un silbido seco.
Luego, una nube cubrió la luna y se hizo noche
cerrada. Pero los elefantes no dejaron
por eso de empujarse, de apretarse los unos
contra los otros, de emitir aquellos ruidos guturales,
con el mismo ritmo tranquilo y regular.
Kala Nag estaba totalmente rodeado y
Toomai no tenía posibilidad alguna de salir de
aquella reunión descolgándose del cuello del
elefante. Cerró los dientes y sintió un escalofrío.
En una keddah tenía, al menos, las luces
de las antorchas, y los gritos. Pero aquí estaba
solo en medio de las tinieblas y, además,
una trompa le había tocado la rodilla.
Un elefante lanzó un barrito que todos los
demás secundaron durante cinco o diez segundos
terribles. El rocío caía desde los árboles
sobre los lomos invisibles, en forma de
gruesas gotas de lluvia, y se elevó un ruido
sordo, suave al principio, que el pequeño
Toomai no pudo reconocer. Pero el ruido creció,
y Kala Nag levantó una de sus patas delanteras,
luego la otra, y después las afirmó
en el suelo, uno, dos, uno, dos, con la regularidad
de un martillo pilón. Ahora, los elefantes
golpeaban el suelo todos a la vez, y aquello
sonaba como un conjunto de tambores
guerreros a la entrada de una caverna. El rocío
cayó de los árboles hasta la última gota, y
el ruido continuó. La tierra parecía retemblar
hasta sus entrañas. Toomai se tapó los oídos,
pero entonces una trepidación única y gigantesca
le atravesó de parte a parte. Era el
martilleo de centenares de pies sobre la tierra
desnuda. Una o dos veces notó que Kala Nag
y los demás se adelantaban unos cuantos pasos.
Los golpes sordos se convertían en un
rumor de vegetación llena de savia, pisoteada.
Al cabo de un par de minutos, el estruendo
se reanudaba. Un árbol pareció rajarse o
lamentarse cerca del niño. Extendió los brazos
y tocó la corteza, pero Kala Nag avanzó,
siempre golpeando con las patas. Ya no sabía
en qué claro del bosque se encontraba. Ya no
le llegaba ningún sonido. Sólo una vez uno o
dos elefantillos lanzaron un vagido. Entonces
escuchó un ruido sordo, un frotar de pies y el
clamor continuó. Duró dos horas enteras, y al
pequeño Toomai le dolía todo el cuerpo. Pero
por el olor del aire sabía que la aurora estaba
cerca.
Nació el día, un manto rojo pálido detrás
de las montañas, y el ruido cesó con el primer
rayo, como si la luz hubiera sido una orden.
El estruendo seguía aún reso nando en
su cabeza, y el pequeño Toomai todavía no
había cambiado de posición, cuando ya no se
veía a elefante alguno, salvo a Kala Nag,
Pudmini y al que llevaba las señales de las
cuerdas. Ninguna marca, ni roce, ni murmullo
sobre las pendientes, indicaba dónde estaban
los demás.
El pequeño Toomai siguió mirando fijamente,
con unos ojos desorbitados. El claro
del bosque se había agrandado. Los árboles
eran más numerosos en el centro, pero, a los
lados, toda la maleza, y hasta la hierba,
había desaparecido. El pequeño Toomai miró
una vez más. Ahora comprendía el porqué del
golpeteo con los pies. Los elefantes habían
ensanchado el espacio pateado. Habían convertido
los juncos y las cañas de yute en una
masa, ésta en pequeños fragmentos, estos
fragmentos en fibras menudas, y éstas en
tierra compacta.
––¡Auch! ––exclamó el pequeño Toomai,
cuando sintió que se le cerraban los ojos––.
Mi señor Kala Nag, sigamos a Pudmini y vayamos
al campamento de Petersen Sahib. Si
no, me caeré de tu cuello.
El tercer elefante miró cómo se iban los
otros dos, lanzó un resoplido, dio media vuelta
y se fue por su propio camino. Quizá formara
parte de la casa de algún reyezuelo indígena,
a cincuenta, sesenta o cien millas de
allí.
Dos horas más tarde, mientras Petersen
Sahib desayunaba, los elefantes, cuyas cadenas
habían sido duplicadas aquella noche,
empezaron a barritar. Pudmini, embarrada
hasta lo alto del lomo, y Kala Nag, con las
patas doloridas, entraron, medio arrastrándose,
en el campamento. El pequeño Toomai
apareció con una cara de color gris y el cabello
lleno de hojas y empapado de rocío, pero
intentó saludar a Petersen Sahib y exclamó
con una voz desfallecida:
––El baile… ¡El baile de los elefantes! ¡Lo
he visto…! ¡Me muero!
Cuando Kala Nag se echó, resbaló desde
su cuello, desmayado. Pero como parece que
los niños indígenas no tienen nervios, al cabo
de dos horas se despertó muy contento, en la
hamaca de Petersen Sahib, con el traje de
caza del mismo capataz como almohada, y
con un vaso de leche con brandy y un poco
de quinina* en el estómago. Mientras los veteranos
e hirsutos cazadores de la jungla, con
barba de muchos días, le miraban como si
fuera un aparecido, sentados en tres filas delante
de él, contó su aventura en términos
concisos, como lo haría un niño, y concluyó
diciendo:
––Y ahora, si una sola de mis palabras es
mentira, que me muera aquí mismo. Enviad
unos hombres allí. Verán que los elefantes,
pateando el terreno, han agran dado su salón
de baile. Verán las huellas que conducen hasta
allí por decenas y decenas. Han aumentado
su espacio con los pies. Lo he visto todo.
Kala Nag me ha llevado y lo he visto. Además,
a Kala Nag casi no le sostienen las piernas.
El pequeño Toomai se acostó y durmió toda
la tarde, hasta casi el comienzo del crepúsculo.
Y mientras él dormía, Petersen Sahib
y Machua Appa siguieron la huella de los dos
elefantes en las montañas, hasta una distancia
de quince millas. Petersen Sahib había
pasado dieciocho años de su vida como cazador,
pero, hasta el momento, no había descubierto
un salón de baile de elefantes. Machua
Appa no tuvo que mirar dos veces el
claro del bosque para comprender lo que
había ocurrido allí la noche anterior, y sólo
necesitó arañar con un dedo del pie la tierra
apisonada, laminada por los elefantes.
––¡Ese chico dice la verdad! ––exclamó––.
Todo esto es de la noche pasada y he descubierto
hasta setenta pistas que franqueaban
el río. Mira, Sahib, dónde los hierros de las
trabas de Pudmini han arrancado la corteza
de este árbol. Sí, también ella ha venido hasta
aquí.
Se miraron, y luego miraron el suelo y el
cielo con ojos asombrados, porque las costumbres
de los elefantes sobrepasan lo que el
espíritu de los hombres, negros o blancos,
pueden penetrar.
––Señor, durante cuarenta años he seguido
a los elefantes, pero, si la memoria no me
falla, jamás un niño ha visto lo que éste. Por
todos los dioses de las montañas, es… No sé
qué pensar.
Cuando volvieron al campamento, se había
hecho la hora de la cena. Petersen Sahib cenó
solo en su tienda. Pero mandó distribuir
entre sus hombres dos corderos y algunas
aves, y ración doble de harina, de arroz y de
sal, porque estaba seguro de que se celebraría
una fiesta.
Toomai, el padre, había llegado rápidamente
desde el campamento de los llanos, en
busca de su hijo y de su elefante. Pero ahora
que ya los había encontrado, los miraba como
si los dos le atemorizasen. Hubo fiesta alrededor
del fuego, que lanzaba al aire sus alegres
llamas ante los elefantes, atados a sus
postes correspondientes. El pequeño Toomai
fue el héroe de aquella celebración. Los cazadores
de elefantes, grandes, con la piel tostada
por el sol, los rastreadores, los cornacs y
los laceros, y los que conocían todos los secretos
del arte de domar a los elefantes más
peligrosos, se lo pasaron de uno a otro y le
hicieron una señal en la frente con la sangre
de un gallo salvaje muerto recientemente,
para asegurar a todos que era un hombre de
los bosques, un iniciado, con derecho de ciudadanía
en todas las junglas. Al fin, cuando
las llamas se extinguieron, y la luz roja de las
ascuas teñía también de sangre a los elefantes,
Machua Appa, jefe de todas las keddah,
álter ego de Petersen Sahib, que en cuarenta
años no había visto un camino empedrado,
Machua Appa, tan grande que no se le conocía
más que por Machua Appa, dio un salto, y
alzando al pequeño Toomai por encima de su
cabeza, gritó:
––¡Escuchad, hermanos! ¡Escuchad también
vosotros, los que estáis en esas filas,
porque es Machua Appa el que habla! En adelante
este pequeño no se llamará el pequeño
Toomai, sino Toomai el de los Elefantes, como
su antepasado. Lo que ningún hombre ha
visto, él lo ha visto durante toda una noche.
Le acompañan el favor del pueblo de los elefantes
y de los dioses de la jungla. Se convertirá
en un gran rastreador de huellas. ¡Será
más grande que yo, Machua Appa! ¡Seguirá
la pista todavía fresca, la pista antigua y la
que hay entre las dos, con una vista absolutamente
segura! Jamás sufrirá daño alguno
en ninguna keddah cuando se deslice bajo el
vientre de los adultos salvajes para atarles
las patas, y si resbala delante de un macho a
punto de atacar, ese macho le reconocerá y
no le atacará. ¡Ahiai! ¡Señores que estáis
aherrojados ––pasó corriendo ante los postes––,
he aquí al pequeño que os ha visto
bailar, en vuestros lugares secretos, espectáculo
que jamás ha contemplado hombre alguno!
¡Señores, rendidle honores! ¡Saludad a
Toomai el de los Elefantes! ¡Salaam karo,
hijos míos! ¡Gunga Pershad, aha! ¡Hira Guj,
Bírchi Guj, Kuttar Guj, aha! ¡Pudmini, tú que
le has visto durante la danza, y tú también,
Kala Nag, perla de mis elefantes! ¡Aha! ¡Todos
a coro! ¡A Toomai el de los Elefantes, Barrao!
A ese grito salvaje, todos los elefantes de
la fila elevaron sus trompas hasta la frente, y
rompieron en un saludo, el sonido ensordecedor
de sus barritos, que sólo el virrey de las
Indias puede escuchar, el Salaam de la keddah.
¡Pero esa vez era en honor de Toomai, que
había visto lo que no había conseguido ver
hombre alguno, el baile de los elefantes, por
la noche, él solo, en los montes Garo!
SIVA Y EL SALTAMONTES
(CANCIÓN DE CUNA DE LA MADRE DE
TODMAI)
Siva, sembrador de cosechas y dueño de
los vientos,
sentado al iniciarse un nuevo día, hará
mucho tiempo,
dio a cada uno su parte, comida, trabajo y
destino,
desde el rey omnipotente hasta el mas pobre
mendigo.
Todo nos lo ha dado el más alto dios, Siva.
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! Lo hizo todo.
Al camello, la joroba, para los bueyes la
hierba,
y para ti, mi niño, mi pecho de madre tierna.
Al rico le dio su trigo, y al pobre, su pobre
mijo,
migajas al hombre santo, de puerta en
puerta mendigo.
Al tigre buenos rebaños, sucia carroña al
buitre,
huesos y trapos al lobo, noches de luna
rondando.
Nada muy noble a sus ojos, nada tan feo y
tan malo.
Parbati los vio venir y marchar, estando
siempre a su lado,
pensó a su marido engañar, hacerle objeto
de mofa.
Robó un saltamontes, y le hizo en su pecho
alcoba.
Logró engañar así a Siva, el providente,
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! Mira despacio. ¿Qué
sientes?
Gigantesco es el camello, enorme el buey
en el prado.
Pero este animal es pequeño, oh mi hijo
bien amado.
Cuando se acabó el reparto, ella le dijo
riendo:
«Señor, alimentaste a millares, y tu olvido
entiendo».
Rió Siva y contestó: di a cada uno su parte,
también a eso pequeño, con que quisiste
engañarme.
Lo sacó de su pecho, Parbati, una engañada
ladrona,
y vio que el pequeño insecto se fue derecho
a una hoja.
Lo vio, se desmayó temblorosa, haciendo
oración a Siva,
que de nadie se olvidó, a todos dio su comida.
Siva lo ha dado todo, el providente,
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! como un regalo…
al camello, la joroba, para los bueyes la
hierba,
y para ti, mi niño, mi pecho de madre tierna.