Hace de esto más de cien años.
Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se
levantaba un viejo palacio, rodeado por un
profundo foso en el que crecían cañaverales,
juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta
principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se
inclinaban sobre las cañas.
Desde el valle llegaban sones de cuernos y
trotes de caballos; por eso la zagala se daba
prisa en sacar los gansos del puente antes de
que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a
todo galope, y la muchacha hubo de subirse de
un brinco a una de las altas piedras que
sobresalían junto al puente, para no ser
atropellada. Era casi una niña, delgada y
flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos
maravillosamente límpidos. Mas el noble
caballero no reparó en ellos; a pleno galope,
blandiendo el látigo, por puro capricho dio con
él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza
que la derribó.
– ¡Cada cosa en su sitio! -exclamó-. ¡El tuyo es
el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el
chiste le pareció gracioso, y los demás le
hicieron coro. Todo el grupo de cazadores
prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se
sumaron los ladridos de los perros. Era lo que
dice la canción:
«¡Borrachas llegan las ricas aves!».
Dios sabe lo rico que era.
La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de
las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella
pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En
cuanto los señores y la jauría hubieron
desaparecido por la puerta, ella trató de salir de
su atolladero, pero la rama se quebró, y la
muchachita cayó en medio del cañaveral,
sintiendo en el mismo momento que la sujetaba
una mano robusta. Era un buhonero, que,
habiendo presenciado toda la escena desde
alguna distancia, corrió en su auxilio.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al
noble en tono de burla y poniendo a la
muchacha en un lugar seco. Luego intentó
volver a adherir la rama quebrada al árbol; pero
eso de «cada cosa en su sitio» no siempre tiene
aplicación, y así la clavó en la tierra
reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta
convertirte en una buena flauta para la gente del
castillo -. Con ello quería augurar al noble y los
suyos un bien merecido castigo. Subió después
al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas;
no era bastante distinguido para ello. Sólo le
permitieron entrar en la habitación de la
servidumbre, donde fueron examinadas sus
mercancías y discutidos los precios. Pero del
salón donde se celebraba el banquete llegaba el
griterío y alboroto de lo que querían ser
canciones; no sabían hacerlo mejor. Resonaban
las carcajadas y los ladridos de los perros. Se
comía y bebía con el mayor desenfreno. El vino
y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los
canes favoritos participaban en el festín; los
señoritos los besaban después de secarles el
hocico con las largas orejas colgantes. El
buhonero fue al fin introducido en el salón, con
sus mercancías; sólo querían divertirse con él.
El vino se les había subido a la cabeza,
expulsando de ella a la razón. Le sirvieron
cerveza en un calcetín para que bebiese con
ellos, ¡pero deprisa! Una ocurrencia por demás
graciosa, como se ve. Rebaños enteros de
ganado, cortijos con sus campesinos fueron
jugados y perdidos a una sola carta.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero
cuando hubo podido escapar sano y salvo de
aquella Sodoma y Gomorra, como él la llamó-.
Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allá
arriba -. Y desde el vallado se despidió de la
zagala con un gesto de la mano.
Pasaron días y semanas, y aquella rama
quebrada de sauce que el buhonero plantara
junto al foso, seguía verde y lozana; incluso
salían de ella nuevos vástagos. La doncella vio
que había echado raíces, lo cual le produjo gran
contento, pues le parecía que era su propio
árbol.
Y así fue prosperando el joven sauce, mientras
en la propiedad todo decaía y marchaba del
revés, a fuerza de francachelas y de juego: dos
ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar
el carro.
No habían transcurrido aún seis años, cuando el
noble hubo de abandonar su propiedad
convertido en pordiosero, sin más haber que un
saco y un bastón. La compró un rico buhonero,
el mismo que un día fuera objeto de las burlas
de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron
cerveza en un calcetín. Pero la honradez y la
laboriosidad llaman a los vientos favorables, y
ahora el comerciante era dueño de la noble
mansión. Desde aquel momento quedaron
desterrados de ella los naipes. – ¡Mala cosa! –
decía el nuevo dueño-. Viene de que el diablo,
después que hubo leído la Biblia, quiso fabricar
una caricatura de ella e ideo el juego de cartas.
El nuevo señor contrajo matrimonio – ¿con
quién dirías? – Pues con la zagala, que se había
conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus
nuevos vestidos aparecía tan pulcra y
distinguida como si hubiese nacido en noble
cuna. ¿Cómo ocurrió la cosa? Bueno, para
nuestros tiempos tan ajetreados sería ésta una
historia demasiado larga, pero el caso es que
sucedió; y ahora viene lo más importante.
En la antigua propiedad todo marchaba a las mil
maravillas; la madre cuidaba del gobierno
doméstico, y el padre, de las faenas agrícolas.
Llovían sobre ellos las bendiciones; la
prosperidad llama a la prosperidad. La vieja
casa señorial fue reparada y embellecida; se
limpiaron los fosos y se plantaron en ellos
árboles frutales; la casa era cómoda, acogedora,
y el suelo, brillante y limpísimo. En las veladas
de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y
lino en el gran salón, y los domingos se leía la
Biblia en alta voz, encargándose de ello el
Consejero comercial, pues a esta dignidad había
sido elevado el ex-buhonero en los últimos años
de su vida. Crecían los hijos – pues habían
venido hijos -, y todos recibían buena
instrucción, aunque no todos eran inteligentes
en el mismo grado, como suele suceder en las
familias.
La rama de sauce se había convertido en un
árbol exuberante, y crecía en plena libertad, sin
ser podado. – ¡Es nuestro árbol familiar! -decía
el anciano matrimonio, y no se cansaban de
recomendar a sus hijos, incluso a los más
ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen
siempre.
Y ahora dejamos transcurrir cien años.
Estamos en los tiempos presentes. El lago se
había transformado en un cenagal, y de la
antigua mansión nobiliaria apenas quedaba
vestigio: una larga charca, con unas ruinas de
piedra en uno de sus bordes, era cuanto
subsistía del profundo foso, en el que se
levantaba un espléndido árbol centenario de
ramas colgantes: era el árbol familiar. Allí
seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un
sauce cuando se lo deja crecer en libertad.
Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz
hasta la copa, y que la tempestad lo había
torcido un poco; pero vivía, y de todas sus
grietas y desgarraduras, en las que el viento y la
intemperie habían depositado tierra fecunda,
brotaban flores y hierbas; principalmente en lo
alto, allí donde se separaban las grandes ramas,
se había formado una especie de jardincito
colgante de frambuesas y otras plantas, que
suministran alimento a los pajarillos; hasta un
gracioso acerolo había echado allí raíces y se
levantaba, esbelto y distinguido, en medio del
viejo sauce, que se miraba en las aguas negras
cada vez que el viento barría las lentejas
acuáticas y las arrinconaba en un ángulo de la
charca. Un estrecho sendero pasaba a través de
los campos señoriales, como un trazo hecho en
una superficie sólida.
En la cima de la colina lindante con el bosque,
desde la cual se dominaba un soberbio
panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso
y suntuoso, con cristales tan transparentes, que
habríase dicho que no los había. La gran
escalinata frente a la puerta principal parecía
una galería de follaje, un tejido de rosas y
plantas de amplias hojas. El césped era tan
limpio y verde como si cada mañana y cada
tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la
más ínfima brizna de hierba seca. En el interior
del palacio, valiosos cuadros colgaban de las
paredes, y había sillas y divanes tapizados de
terciopelo y seda, que parecían capaces de
moverse por sus propios pies; mesas con tablero
de blanco mármol y libros encuadernados en
tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica
la que allí residía, gente noble: eran barones.
El Ángel
Cada vez que muere un niño bueno, baja del
cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en
brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus
grandes alas blancas, emprende el vuelo por
encima de todos los lugares que el pequeñuelo
amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para
ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá
arriba más hermosas aún que en el suelo.
Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas
aquellas flores, pero a la que más le gusta le da
un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede
ya cantar en el coro de los bienaventurados.
He aquí lo que contaba un ángel de Dios
Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un
niño muerto; y el niño lo escuchaba como en
sueños. Volaron por encima de los diferentes
lugares donde el pequeño había jugado, y
pasaron por jardines de flores espléndidas.
– ¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el
cielo? -preguntó el ángel.
Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero
una mano perversa había tronchado el tronco,
por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes
capullos semiabiertos, colgaban secas en todas
direcciones.
– ¡Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo;
junto a Dios florecerá.
Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por
sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los
ojos.
Recogieron luego muchas flores magníficas,
pero también humildes ranúnculos y violetas
silvestres.
– Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niño; y
el ángel asintió con la cabeza, pero no
emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era
de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos
se quedaron en la gran ciudad, flotando en el
aire por uno de sus angostos callejones, donde
yacían montones de paja y cenizas; había
habido mudanza: veíanse cascos de loza,
pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros,
todo ello de aspecto muy poco atractivo.
Entre todos aquellos desperdicios, el ángel
señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se
había desprendido un terrón, con las raíces, de
una gran flor silvestre ya seca, que por eso
alguien había arrojado a la calleja.
– Vamos a llevárnosla -dijo el ángel-. Mientras
volamos te contaré por qué.
Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a
su relato:
– En aquel angosto callejón, en una baja bodega,
vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su
nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo
que pudo hacer en su vida fue cruzar su
diminuto cuartucho sostenido en dos muletas;
su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de
verano, unos rayos de sol entraban hasta la
bodega, nada más que media horita, y entonces
el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se
transparentaba la sangre en sus flacos dedos,
que mantenía levantados delante el rostro,
diciendo: «Sí, hoy he podido salir». Sabía del
bosque y de sus bellísimos verdores
primaverales, sólo porque el hijo del vecino le
traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre
la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del
árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban
los pájaros.
Un día de primavera, su vecinito le trajo
también flores del campo, y, entre ellas venía
casualmente una con la raíz; por eso la
plantaron en una maceta, que colocaron junto a
la cama, al lado de la ventana. Había plantado
aquella flor una mano afortunada, pues, creció,
sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el
muchacho enfermo fue el jardín más
espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra.
La regaba y cuidaba, preocupándose de que
recibiese hasta el último de los rayos de sol que
penetraban por la ventanuca; la propia flor
formaba parte de sus sueños, pues para él
florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la
vista; a ella se volvió en el momento de la
muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno.
Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el
año la plantita ha seguido en la ventana,
olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la
arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la
flor, la pobre florecilla marchita que hemos
puesto en nuestro ramillete, pues ha
proporcionado más alegría que la más bella del
jardín de una reina.
– Pero, ¿cómo sabes todo esto? -preguntó el
niño que el ángel llevaba al cielo.
– Lo sé -respondió el ángel-, porque yo fui aquel
pobre niño enfermo que se sostenía sobre
muletas. ¡Y bien conozco mi flor!
El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó
la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y
en el mismo momento se encontraron en el
Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y
la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto
contra su corazón, y al instante le salieron a éste
alas como a los demás ángeles, y con ellos se
echó a volar, cogido de las manos. Nuestro
Señor apretó también contra su pecho todas las
flores, pero a la marchita silvestre la besó,
infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el
coro de angelitos que rodean al Altísimo,
algunos muy de cerca otros formando círculos
en torno a los primeros, círculos que se
extienden hasta el infinito, pero todos
rebosantes de felicidad. Y todos cantaban,
grandes y chicos, junto con el buen chiquillo
bienaventurado y la pobre flor silvestre que
había estado abandonada, entre la basura de la
calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.
El Elfo del Rosal
En el centro de un jardín crecía un rosal,
cuajado de rosas, y en una de ellas, la más
hermosa de todas, habitaba un elfo, tan
pequeñín, que ningún ojo humano podía
distinguirlo. Detrás de cada pétalo de la rosa
tenía un dormitorio. Era tan bien educado y tan
guapo como pueda serlo un niño, y tenía alas
que le llegaban desde los hombros hasta los
pies. ¡Oh, y qué aroma exhalaban sus
habitaciones, y qué claras y hermosas eran las
paredes! No eran otra cosa sino los pétalos de la
flor, de color rosa pálido.
Se pasaba el día gozando de la luz del sol,
volando de flor en flor, bailando sobre las alas
de la inquieta mariposa y midiendo los pasos
que necesitaba dar para recorrer todos los
caminos y senderos que hay en una sola hoja de
tilo. Son lo que nosotros llamamos las
nervaduras; para él eran caminos y sendas, ¡y
no poco largos! Antes de haberlos recorrido
todos, se había puesto el sol; claro que había
empezado algo tarde.
Se enfrió el ambiente, cayó el rocío, mientras
soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa.
El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa
se había cerrado y no pudo entrar, y ninguna
otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no
poco. Nunca había salido de noche, siempre
había permanecido en casita, dormitando tras
los tibios pétalos. ¡Ay, su imprudencia le iba a
costar la vida!
Sabiendo que en el extremo opuesto del jardín
había una glorieta recubierta de bella
madreselva cuyas flores parecían trompetillas
pintadas, decidió refugiarse en una de ellas y
aguardar la mañana.
Se trasladó volando a la glorieta. ¡Cuidado!
Dentro había dos personas, un hombre joven y
guapo y una hermosísima muchacha; sentados
uno junto al otro, deseaban no tener que
separarse en toda la eternidad; se querían con
toda el alma, mucho más de lo que el mejor de
los hijos pueda querer a su madre y a su padre.
– Y, no obstante, tenemos que separarnos -decía
el joven- Tu hermano nos odia; por eso me
envía con una misión más allá de las montañas
y los mares. ¡Adiós, mi dulce prometida, pues
lo eres a pesar de todo!
Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una
rosa después de haber estampado en ella un
beso, tan intenso y sentido, que la flor se abrió.
El elfo aprovechó la ocasión para introducirse
en ella, reclinando la cabeza en los suaves
pétalos fragantes; desde allí pudo oír
perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio
cuenta de que la rosa era prendida en el pecho
del doncel. ¡Ah, cómo palpitaba el corazón
debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el
elfo no pudo pegar el ojo.
Pero la rosa no permaneció mucho tiempo
prendida en el pecho. El hombre la tomó en su
mano, y, mientras caminaba solitario por el
bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y
fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Éste
podía percibir a través de la hoja el ardor de los
labios del joven; y la rosa, por su parte, se había
abierto como al calor del sol más cálido de
mediodía.
Acercóse entonces otro hombre, sombrío y
colérico; era el perverso hermano de la
doncella. Sacando un afilado cuchillo de
grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del
enamorado mientras éste besaba la rosa. Luego
le cortó la cabeza y la enterró, junto con el
cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo.
– Helo aquí olvidado y ausente -pensó aquel
malvado-; no volverá jamás. Debía emprender
un largo viaje a través de montes y océanos. Es
fácil perder la vida en estas expediciones, y ha
muerto. No volverá, y mi hermana no se
atreverá a preguntarme por él.
Luego, con los pies, acumuló hojas secas sobre
la tierra mullida, y se marchó a su casa a través
de la noche oscura. Pero no iba solo, como
creía; lo acompañaba el minúsculo elfo,
montado en una enrollada hoja seca de tilo que
se había adherido al pelo del criminal, mientras
enterraba a su víctima. Llevaba el sombrero
puesto, y el elfo estaba sumido en profundas
tinieblas, temblando de horror y de indignación
por aquel abominable crimen.
El malvado llegó a casa al amanecer. Quitóse el
sombrero y entró en el dormitorio de su
hermana. La hermosa y lozana doncella, yacía
en su lecho, soñando en aquél que tanto la
amaba y que, según ella creía, se encontraba en
aquellos momentos caminando por bosques y
montañas. El perverso hermano se inclinó sobre
ella con una risa diabólica, como sólo el
demonio sabe reírse. Entonces la hoja seca se le
cayó del pelo, quedando sobre el cubrecamas,
sin que él se diera cuenta. Luego salió de la
habitación para acostarse unas horas. El elfo
saltó de la hoja y, entrándose en el oído de la
dormida muchacha, contóle, como en sueños, el
horrible asesinato, describiéndole el lugar donde
el hermano lo había perpetrado y aquel en que
yacía el cadáver. Le habló también del tilo
florido que crecía allí, y dijo: «Para que no
pienses que lo que acabo de contarte es sólo un
sueño, encontrarás sobre tu cama una hoja
seca».
Y, efectivamente, al despertar ella, la hoja
estaba allí.
¡Oh, qué amargas lágrimas vertió! ¡Y sin tener a
nadie a quien poder confiar su dolor!
La ventana permaneció abierta todo el día; al
elfo le hubiera sido fácil irse a las rosas y a
todas las flores del jardín; pero no tuvo valor
para abandonar a la afligida joven. En la
ventana había un rosal de Bengala; instalóse en
una de sus flores y se estuvo contemplando a la
pobre doncella. Su hermano se presentó
repetidamente en la habitación, alegre a pesar
de su crimen; pero ella no osó decirle una
palabra de su cuita.
No bien hubo oscurecido, la joven salió
disimuladamente de la casa, se dirigió al
bosque, al lugar donde crecía el tilo, y,
apartando las hojas y la tierra, no tardó en
encontrar el cuerpo del asesinado. ¡Ah, cómo
lloró, y cómo rogó a Dios Nuestro Señor que le
concediese la gracia de una pronta muerte!
Hubiera querido llevarse el cadáver a casa, pero
al serle imposible, cogió la cabeza lívida, con
los cerrados ojos, y, besando la fría boca,
sacudió la tierra adherida al hermoso cabello.
– ¡La guardaré! -dijo, y después de haber
cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvió a su
casa con la cabeza y una ramita de jazmín que
florecía en el sitio de la sepultura.
Llegada a su habitación, cogió la maceta más
grande que pudo encontrar, depositó en ella la
cabeza del muerto, la cubrió de tierra y plantó
en ella la rama de jazmín.
– ¡Adiós, adiós! -susurró el geniecillo, que, no
pudiendo soportar por más tiempo aquel gran
dolor, voló a su rosa del jardín. Pero estaba
marchita; sólo unas pocas hojas amarillas
colgaban aún del cáliz verde.
– ¡Ah, qué pronto pasa lo bello y lo bueno! –
suspiró el elfo. Por fin encontró otra rosa y
estableció en ella su morada, detrás de sus
delicados y fragantes pétalos.
Cada mañana se llegaba volando a la ventana de
la desdichada muchacha, y siempre encontraba
a ésta llorando junto a su maceta. Sus amargas
lágrimas caían sobre la ramita de jazmín, la cual
crecía y se ponía verde y lozana, mientras la
palidez iba invadiendo las mejillas de la
doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florecían
blancos capullitos, que ella besaba. El perverso
hermano no cesaba de reñirle, preguntándole si
se había vuelto loca. No podía soportarlo, ni
comprender por qué lloraba continuamente
sobre aquella maceta. Ignoraba qué ojos
cerrados y qué rojos labios se estaban
convirtiendo allí en tierra. La muchacha
reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de
la rosa solía encontrarla allí dormida; entonces
se deslizaba en su oído y le contaba de aquel
anochecer en la glorieta, del aroma de la flor y
del amor de los elfos; ella soñaba dulcemente.
Un día, mientras se hallaba sumida en uno de
estos sueños, se apagó su vida, y la muerte la
acogió, misericordiosa. Encontróse en el cielo,
junto al ser amado.
Y los jazmines abrieron sus blancas flores y
esparcieron su maravilloso aroma característico;
era su modo de llorar a la muerta.
El mal hermano se apropió la hermosa planta
florida y la puso en su habitación, junto a la
cama, pues era preciosa, y su perfume, una
verdadera delicia. La siguió el pequeño elfo de
la rosa, volando de florecilla en florecilla, en
cada una de las cuales habitaba una almita, y les
habló del joven inmolado cuya cabeza era ahora
tierra entre la tierra, y les habló también del
malvado hermano y de la desdichada hermana.
– ¡Lo sabemos -decía cada alma de las flores-, lo
sabemos! ¿No brotamos acaso de los ojos y de
los labios del asesinado? ¡Lo sabemos, lo
sabemos! -. Y hacían con la cabeza unos gestos
significativos.
El elfo no lograba comprender cómo podían
estarse tan quietas, y se fue volando en busca de
las abejas, que recogían miel, y les contó la
historia del malvado hermano, y las abejas lo
dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la
mañana siguiente, dieran muerte al asesino.
Pero la noche anterior, la primera que siguió al
fallecimiento de la hermana, al quedarse
dormido el malvado en su cama junto al oloroso
jazmín, se abrieron todos los cálices; invisibles,
pero armadas de ponzoñosos dardos, salieron
todas las almas de las flores y, penetrando
primero en sus oídos, le contaron sueños de
pesadilla; luego, volando a sus labios, le
hirieron en la lengua con sus venenosas flechas.
– ¡Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se
retiraron de nuevo a las flores blancas del
jazmín.
Al amanecer y abrirse súbitamente la ventana
del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la
reina de las abejas y todo el enjambre, que venía
a ejecutar su venganza.
Pero ya estaba muerto; varias personas que
rodeaban la cama dijeron: – El perfume del
jazmín lo ha matado.
El elfo comprendió la venganza de las flores y
lo explicó a la reina de las abejas, y ella, con
todo el enjambre, revoloteó zumbando en torno
a la maceta. No había modo de ahuyentar a los
insectos, y entonces un hombre se llevó el tiesto
afuera; mas al picarle en la mano una de las
abejas, soltó él la maceta, que se rompió al tocar
el suelo.
Entonces descubrieron el lívido cráneo, y
supieron que el muerto que yacía en el lecho era
un homicida.
La reina de las abejas seguía zumbando en el
aire y cantando la venganza de las flores, y
cantando al elfo de la rosa, y pregonando que
detrás de la hoja más mínima hay alguien que
puede descubrir la maldad y vengarla.
El Altar de la Virgen
Se acercaban las fiestas de la Virgen de
Agosto que debían celebrarse en el pueblo de
*** con más esplendor que nunca. La función
de iglesia prometía estar brillante; la víspera
al anochecer debía cantarse una Salve y la
Letanía en la parroquia, después haber fuegos
artificiales en la plaza, verbena en la misma,
acaso baile, pues se susurraba, que algunos
mozos del lugar, aficionados a la música, tocarían
las guitarras hasta media noche, para
animar a sus paisanos, y después darían serenatas
a las jóvenes más hermosas de ***.
A una media hora del pueblo, en un bosquecillo
de viejos árboles cubiertos de verde
ramaje, se elevaba un modesto altar en el
que se invocaba una bella estatua representando
a la Virgen María llevando al Niño Jesús
en sus brazos. Nadie recordaba la época en
que se había descubierto aquella estatua; sólo
se sabía que desde tiempo inmemorial el 15
de Agosto iban los habitantes de los lugares
vecinos en peregrinación hasta allí y que la
Virgen les otorgaba todo lo que con gran devoción
le pedían.
Las muchachas eran generalmente las encargadas
de adornar el altar, y aquel año lo
habían sido las de dos familias que vivían cercanas
al bosquecillo. Cada una se componía
de un matrimonio y una hija, siendo ambas
niñas de la misma edad, circunstancia por la
que, más bien que por sus gustos e inclinaciones,
eran amigas inseparables.
Regina tenía diez años; era hermosa, elegante,
pero altiva; sus padres ricos labradores,
no se negaban jamás a satisfacer sus
caprichos, y los tres habitaban una preciosa
quinta rodeada de un extenso jardín.
Aurora era sencilla, dulce, afable, menos
bella pero más simpática que su compañera,
hija de humildes campesinos que vivían en
una modesta casita situada en un verde prado.
Dos días antes de las fiestas se reunieron
Regina y Aurora en casa de la primera.
-Veamos -dijo Regina- ¿qué has pensado
hacer para adornar el altar?
-Yo -respondió tímidamente Aurora- pienso,
con ayuda de mi padre, formar un arco de
ramaje que sirva de dosel a la Virgen, adornándolo
todo con margaritas, amapolas y
campanillas blancas o azules, y con esas
mismas flores que se trasplantan fácilmente,
cubrir la tierra, alfombra sobre la que podrán
pasar los peregrinos. Pienso también ponerle
luces, muchas luces, para que desde lejos
parezcan estrellitas del cielo.
-¿Y nada más?
-Nada más.
Regina se sonrió desdeñosamente, y dijo
después:
-Todo eso, Aurora, no vale nada, y nuestro
altar con tus flores del campo sería un altar
muy pobre. No te impediré que coloques tus
margaritas y tus amapolas; pero a su lado
pondremos camelias, tulipanes y otras preciosas
plantas que conservan con cuidado en las
estufas de mi jardín. Mis flores serán más
dignas de la Virgen que las tuyas.
-¿Por qué?
-Porque son más ricas.
-¿Es decir -murmuró Aurora tristementeque
siendo yo más pobre que tú, la Virgen me
querrá menos?
-No seas simple, eso no se pregunta.
-¿Qué más tienen las niñas que las flores?
-Yo no conozco la causa; lo único que puedo
asegurarte es que mis flores llamarán más
la atención que las tuyas, sino a la Virgen, al
menos a los hombres.
A la mañana siguiente, Regina hizo llevar
al bosque las plantas más raras de su jardín
para colocarlas junto al altar, se pusieron por
su orden una infinidad de farolitos de colores
alrededor de aquel, en tanto que Aurora y su
padre formaban el arco de ramaje y trasplantaban
las flores silvestres que tomaban vida
en la nueva tierra que ocultaba sus raíces. El
arco fue también adornado con las mismas
flores, y el altar con una profusión de cirios.
La orgullosa Regina miraba con desdén a la
sencilla Aurora, y exclamaba interiormente:
-¡Qué humillada se verá mañana cuando
compare el efecto que producen sus dones
con el que harán los míos!
Aquella noche las dos niñas se acostaron
temprano y no asistieron a las fiestas que
acabaron antes de lo que todos esperaban. A
eso de las diez una fuerte tormenta seguida
de copiosa lluvia dispersó los alegres grupos e
hizo imposible que se quemasen los fuegos
artificiales. El día siguiente amaneció más
sereno, si bien algunas pardas nubes empañaban
el puro azul del cielo.
Regina y Aurora se dirigieron hacia el altar,
y apenas se hubo acercado la primera se quedó
parada y confusa. Sus plantas tan bellas
en la estufa, se inclinaban lacias y marchitas:
el temporal las había agostado en una noche.
Los faroles se habían roto o estropeado
igualmente. En cambio los cirios dados por
Aurora continuaban derechos sobre el altar, y
sus flores, hijas de los campos, las rojas
amapolas, las blancas margaritas de corazón
de oro, las azules campanillas, parecían lucir
con más gala y esplendor que nunca sus bellos
matices, adornando sus cálices las perlas
del rocío.
Regina lloró de rabia y desesperación, quiso
enviar a su casa por otras flores, pero era
ya tarde; apenas se habían encendido las luces
empezaron a llegar los peregrinos.
-¡Qué hermoso está el altar! -exclamaban
algunas mozas- ¡qué buena idea la de alfombrar
el suelo de flores!
-Todo es obra de la hija de Claudio, de Aurora
-decían otras.
Regina no quiso oír más, nadie se ocupaba
de ella, así es que decidió alejarse. Su amiga
se ofreció a acompañarla.
Por el camino encontraron al padre de Aurora,
al que esta entristecida por el pesar de
Regina, refirió lo que había pasado.
-Niñas mías -les dijo Claudio- eso es una
lección que Dios os da para que juzguéis las
cosas tales como son. Vosotras habéis sido
las que habéis cuidado primero y elegido después
esas flores para el altar de la Virgen.
Regina estaba orgullosa de su don. Aurora
desconfiaba del suyo. A la Santa Madre de
Dios le agradan las flores modestas y los corazones
sencillos; nada es más bello que lo
que produce la naturaleza; ni las plantas ni
las niñas necesitan falsos adornos para ser
hermosas, ni para ser buenas. De hoy en adelante
no sintáis orgullo por nada, dedicaos
ambas a cuidar las flores, pero no desdeñéis
jamás a las que nacen en el prado sin saber
quién las sembró; pensad que las plantas raras
y costosas, sólo esparcen su aroma en los
invernáculos, y que el perfume de las flores
silvestres sube desde el verde prado hasta el
mismo cielo; por eso son esas las flores que
más ama y protege la Virgen María.