– I –
El cura del pueblo de C… vivía con su hermano,
militar retirado, con la mujer de este,
virtuosa señora sin más deseo que el de
agradar a su marido, y con los tres hijos de
aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel,
contaba apenas diez y seis años.
El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia
sobre la familia, que nada hacía sin
consultarle y al que miraba como a un oráculo;
a él estaba encomendada la educación de
los niños, él debía decidir la carrera que habían
de seguir, tuviesen vocación o no, y en
cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino
se comprometía a costear la enseñanza de
sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero
porvenir.
Una noche se hallaba reunida la familia en
una sala pequeña que tenía dos ventanas con
vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un
periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba
los cristales de sus gafas y Javier y Mateo,
los dos hijos menores, trataban en vano
de descifrar un problema difícil, mientras Miguel,
con una gramática latina en la mano, a
la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando
una música lejana, que tal vez ninguno
más que él lograba percibir.
-¡Qué aplicación! -exclamó de repente don
Antonino.
Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier
echó un borrón de tinta en el cuaderno
que tenía delante, Mateo dio con el codo a su
hermano para advertirle que prestase más
atención, y Miguel leyó algunas líneas de
gramática conteniendo a duras penas un bostezo.
-Tengo unos sobrinos que son tres alhajas
-prosiguió el buen sacerdote.
Juan, el militar retirado, suspendió la lectura,
miró a su prole, cuya actitud debió dejarle
satisfecho, y esperó a que su hermano continuase
hablando.
-Es preciso pensar en dar carrera a estos
chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo,
¿qué desearías tú ser?
-Yo -respondió el niño algo turbado-, quisiera
ser médico, si no tiene V. inconveniente
en ello.
-¿Y por qué?
-¿Por qué? repitió el muchacho; mire V., yo
no sé bien porqué, pero se me figura que es
porque los médicos se hacen ricos, y algunos
hasta gastan coche.
-¿Y tú, Javier?
-Yo tío, con permiso de V., quisiera ser
poeta.
-¿Qué carrera es esa, niño?
-Yo no sé decir a V.; pero debe ser buena
porque ellos cantan el cielo, la tierra, el mar y
otras cosas más extrañas, y prueban a veces
que ven lo que nadie ha visto, y que saben lo
que los demás ignoran.
-¿Y tú, Miguel?
-Yo -exclamó alzando los ojos-, quiero ser
militar como mi padre.
-¿Y por qué?
-Para alcanzar gloria, aturdirme con el estruendo
de las batallas y llevar con honra el
nombre de ustedes, que es el de muchos valientes.
Don Antonino movió la cabeza en señal de
desaprobación.
-He aquí -dijo al cabo-, tres chicos que no
conocen su verdadera vocación. He visto los
progresos que han hecho en sus diversos estudios,
y aseguro que Mateo hará un excelente
arquitecto, Javier un erudito maestro de
escuela y Miguel un buen sacerdote. Estas son
las carreras que debéis seguir, si vuestro padre
no se opone a ello, que no creo me dé ese
disgusto.
-Hágase todo como deseas -contestó Juan.
Mateo y Javier parecieron conformarse y
volvieron a estudiar su problema; en cuanto a
Miguel, cogió con distracción su libro, en el
que no fijó los ojos, clavando su mirada no en
el cielo, para ganar el cual, su tío iba a educarle,
sino en la ventana de una casita en la
que brillaba una luz y en cuyo interior sonaban
todavía los dulces acordes de un piano.
Entretanto decía el buen cura:
-Ya ves, Juan, qué contentos están los chicos;
he acertado su vocación.
– II –
No era costumbre desobedecer a Don Antonino,
y los niños siguieron los estudios elegidos
por él, sin que ninguno de ellos replicase;
pero si el sacerdote hubiese visto a solas
a los muchachos, hubiera observado que Mateo
se escapaba de su casa para ir al Hospital
a acompañar al médico en sus visitas diarias,
que Javier emborronaba cuartillas escribiendo
renglones desiguales, y que Miguel vestía el
viejo uniforme de su padre, que manejaba sus
armas, y, lo que más le hubiera alarmado,
que trazaba en las paredes y en el suelo con
la punta de la espada un nombre de mujer:
Margarita.
¿Quién era Margarita? Una joven, casi una
niña, que vivía en la casa que miraba siempre
Miguel, hija de un antiguo profesor de piano,
actual organista de la iglesia de C… Se habían
conocido hacía pocos meses y los dos se
amaban sin darse cuenta de lo que sentían.
A pesar de que su pasión era un misterio
para Miguel, que creía querer a la joven con
un afecto fraternal, se oponía a la voluntad de
su tío y pensaba rebelarse contra ella en
cuanto se presentase una ocasión.
Así se pasaron los días, los meses y aún los
años, y llegó una noche en la que Margarita y
Miguel se declararon que se amaban y advirtieron
con placer que el padre de la joven,
lejos de oponerse a aquellos amores, los patrocinaba.
-Yo iré mañana a ver a tu padre para que
te permita seguir la carrera que deseas y te
cases con mi hija, puesto que os queréis, le
dijo.
Aquella noche D. Antonino llamó a su sobrino
mayor y le habló de esta manera:
-Ya has estudiado en C… cuanto podías
para seguir la carrera eclesiástica; ahora es
menester que partas para que acabes tus estudios.
-Tío, -replicó con firmeza el joven-, tiempo
es ya de que V. se desengañe y sepa que he
hecho esos estudios por complacerle y que
estoy decidido a no ser sacerdote.
-¿Cómo? ¿He escuchado bien? -preguntó el
cura.
-No tengo vocación para serlo; además estoy
enamorado y quiero casarme con la mujer
a quien amo.
-¿No hay más, piensas tú -prosiguió D. Antonino-,
que decir eso para abandonar tu carrera?
Nos has engañado vilmente, me has
obligado a gastar mis ahorros y ese es un
robo que has hecho a tus padres, a tus hermanos
y a mí. ¿Qué carrera emprenderás
ahora que nos has dejado sin recursos?
-Una que no costará a V. nada; mañana
sentaré plaza de soldado. Quedo profundamente
reconocido a las bondades de V., pero
no me encuentro con valor para renunciar al
mundo. Tío, V. nació para ser eclesiástico y yo
no; deje V. que cada cual siga sus inclinaciones
y vaya por el camino que ellas le tracen.
-Tus hermanos tampoco querían ser lo que
serán y me han obedecido.
-Tío, Mateo no será jamás arquitecto ni Javier
maestro de escuela; el tiempo lo dirá.
Y el tiempo se encargó, en efecto, de realizar
la profecía de Miguel.
– III –
Juan se encolerizó con su hijo apenas supo
su determinación, no porque le desagradase
que Miguel fuese soldado, sino porque al serlo
desobedecía a Don Antonino. La madre quiso
disuadir al joven de su empeño, pero tampoco
logró nada. En cuando al organista y a su
hija, no se atrevieron a rogarle que se quedase
en el pueblo, porque al complacer al cura
tenía que renunciar para siempre a Margarita.
Esta y Miguel se juraron un amor eterno, y
el joven se alejó del lugar, prometiendo a su
amada no volver hasta que fuese digno de
alcanzar su mano.
Una semana después, Javier abandonaba
su casa huyendo a la corte en busca de aventaras.
Mateo era, por lo tanto, el único hijo
que le quedaba al desgraciado Juan.
Este y su mujer, alarmados por la ausencia
de Miguel y la fuga de Javier, decidieron dejar
a Mateo seguir la carrera que desease, y el
muchacho, al cabo de algunos años, fue médico,
contra la voluntad de su tío, que sostenía
siempre que el chico tenía disposición para
ser un gran arquitecto.
Miguel escribía con frecuencia a sus padres
y a Margarita. Gracias a su trabajo y a su
buen comportamiento, el joven había llegado
a ser oficial, y sólo esperaba ganar el grado
de capitán para volver a su pueblo y casarse
con la hija del organista.
En cuanto a Javier, nadie había vuelto a
saber de él, ni aun su hermano Mateo, por el
que tenía marcada predilección.
Hacía bastantes años que ambos jóvenes
habían abandonado su país, cuando llegó a
este una nueva, que llenó de espanto a Juan
y a su familia. Había estallado la guerra civil,
y uno de los regimientos mandados para apaciguar
la insurrección era aquel del cual era
Miguel teniente.
Muchas promesas hizo la madre, no pocas
hizo la novia para que la Virgen le librase; y la
primera noticia que de él tuvieron fue que en
un encuentro habido con las tropas rebeldes
se había portado con tanto valor, que había
obtenido el deseado grado de capitán.
– IV –
Poco después fue adversa la suerte al pobre
joven. Hecho prisionero en una emboscada
que hábilmente preparó el enemigo; él y
muchos de sus compañeros fueron traidoramente
encarcelados, juzgados en consejo de
guerra y sentenciados a muerte, debiendo ser
fusilados en una explanada dos días después
de dicha sentencia. La víspera por la noche,
Miguel y sus compañeros, que eran en su mayor
parte soldados, se hallaban reunidos en la
habitación más elevada de un castillo. Algunos
escribían a sus familias y sus novias,
otros meditaban tristemente: los menos,
dormían.
Miguel, asomado a una ventana, apoyadas
las manos en los cruzados hierros, pensaba
en su tranquila infancia, en sus padres, en sus
hermanos, en su tío, en la mujer por la que
había buscado la gloria y ambicionado la fortuna,
en su risueño hogar, en todo aquel pasado
tan hermoso.
-¡Y morir así, murmuraba, prisionero, sin
hallar quien me defienda ni me ampare, ver
insultado mi nombre por el enemigo! Si
hubiera muerto en una acción de guerra, no
me lamentaría de mi suerte. Eso buscaba: o
la muerte o la fama. ¡Padre, padre! –
prosiguió-, yo no fui para ti el hijo sumiso que
anhelabas, falté a tu voluntad, me opuse a
tus deseos, y Dios me castiga cruelmente. Y
tú, madre de alma, ¿cómo resistirás esta pena?
¿Pasaste tanto por mí, para que hallase
tan triste desenlace mi existencia? ¿No he de
encontrar un medio de morir con honra?
Y el joven sacudía los barrotes de la ventana,
contemplando con envidia el abismo que
se abría bajo ella. Allí pasó la noche, pálido,
agitado, sin escuchar apenas al sacerdote
enviado para prepararle a morir.
Al fin la luz del alba, que empezaba a iluminar
débilmente la tierra, le sacó de su estupor;
entregó al cura las cartas que la tarde
anterior había escrito para su familia y aguardó
con indecible angustia que fueran a buscarle
para la terrible ejecución. La hora se
acercaba, ya no habla medio de salvarse.
-¡Madre de los Desamparados, santa patrona
de mi bendita tierra -pronunció en voz
baja y con acento desesperado-; si me libras
de esta muerte ignominiosa, prometo consagrarme
para siempre a tu Divino Hijo!
Después se quedó sereno y esperó con
más resignación la hora de su muerte.
Las seis sonaron en el reloj del castillo, entraron
en él algunos soldados y dieron orden
a los prisioneros de ponerse en marcha. Todos
obedecieron, mudos y sombríos, atravesaron
corredores, bajaron estrechas escaleras,
salieron de la prisión y se dirigieron a la
explanada, en la que aguardaban más soldados
y oficiales rebeldes.
Debían fusilar primero a los jefes, y Miguel
estaba designado para morir el cuarto.
Vendaron los ojos a los dos primeros, uno
después de otro; hicieron fuego, y cayeron
aquellos valientes; iban a hacer lo propio con
el tercero, cuando llegó una ordenanza con un
pliego que entregó a un oficial. El contenido
de éste era que las tropas leales se acercaban
para salvar a seis compañeros indefensos; y
era menester prepararse todos para el combate.
-Que tomen las armas contra los suyos –
gritó un oficial-; vuelvan a su prisión entre
tanto.
Así se salvó Miguel, pero lejos de combatir
contra sus hermanos, halló medio de evadirse
con otros soldados, y ayudó con su arrojo a
librar a los infelices prisioneros.
Aún tomó parte en varios combates, y un
año después de haberse salvado de una
muerte segura, volvió al pueblo, donde participó
a sus padres y a su tío su resolución de
ser sacerdote. Viviendo en aquel lugar Margarita,
Miguel no quería verla, para no desmayar
en el cumplimiento de su deber, y así, mientras
Mateo y su madre permanecieron en C…,
Juan, D. Antonino y el joven salieron de allí
por algún tiempo.
– V –
Una noche de estío se hallaban Mateo y su
madre en una habitación del piso bajo de su
casa, en aquella misma donde el anciano sacerdote
decidió el porvenir de sus tres sobrinos
al empezar esta historia. Como entonces,
se oía a lo lejos el piano de Margarita, pero
nadie lo escuchaba. Mateo leía y su madre
hacía labor, sentados ambos junto a la mesa.
Serían las diez cuando un hombre se detuvo
delante de la ventana, miró el interior de la
pieza desde la plaza, obscura y solitaria, y
murmuró con voz apenas perceptible el nombre
de Mateo.
El médico lo oyó y también su madre; el
primero se puso en pie tratando de reconocer
aquel acento, la segunda no vaciló un instante
y corrió hacia la ventana con los brazos abiertos,
pronunciando estas palabras:
-¡Hijo mío!
Poco después Javier entraba en la casa y
estrechaba contra su pecho a su madre y a su
hermano.
Luego que escuchó la historia de Miguel,
empezó la suya en estos términos:
-En busca de aventuras, soñando con la
gloria, sin dinero, pero lleno de esperanzas e
ilusiones partí de mi pueblo a pie, y me marché
a Madrid, no sé cómo. ¿Quién recuerda ya
las privaciones que pasé y los desengaños
que sufrí? Trascurrió el tiempo, escribí, mis
obras alcanzaron buen éxito: ¡fui poeta! Vosotros,
encerrados en este lugar, no sabéis lo
que embriagan los laureles, las alegrías que
causa la vanidad satisfecha, el deseo realizado.
Un día me acordé de que en este rincón
del mundo, mis padres y mis hermanos llorarían
mi ausencia: perdonadme si no fue en las
horas felices de mi vida, sino en una en que
sufrí una derrota, la primera, una de esas
caídas de las que difícilmente se levanta uno.
He venido aquí a buscar vuestro cariño, vuestros
consuelos; madre, soy desgraciado.
-¡Tú también! -exclamó ella-; sin embargo,
has hecho tu gusto, ¿dónde está, pues, la
felicidad?
-Los tres hermanos -prosiguió Javier-, teniendo
en cuenta nuestras aspiraciones,
hemos seguido la senda que nos habíamos
trazado. Miguel ha sido militar, Mateo médico,
yo poeta; el primero ha trocado el uniforme
por la sotana, impulsado por los sucesos; el
segundo es un pobre doctor de aldea, que
nunca irá en el coche con que soñó; yo un
poeta escarnecido hoy, olvidado mañana;
esto me prueba, madre mía, que la vocación
no sirve para nada sin la bendición de los padres
y la ayuda de la Providencia, y que bien
dijo el que aseguró que la suerte no es de
quien la busca, sino de quien la halla.
– VI –
Algunos años después murió D. Antonino, y
Miguel fue nombrado para sustituirle, cura
párroco de C… Dos días hacía que había llegado,
cuando le llamaron para una boda; las
amonestaciones habían corrido en vida del
otro cura, y no quería el novio aplazar el casamiento
por el cambio de sacerdote.
Cuando este salió al altar, los novios esperaban
ya en el templo. La novia, si bien era
muy hermosa, no se hallaba en la primera
juventud. Iba vestida sencillamente de negro
y estaba extraordinariamente pálida. El novio
era un rico labrador de fisonomía bastante
vulgar.
Decíase que el matrimonio se hacía por
conveniencia, porque la desposada habla
quedado huérfana y sin amparo.
Cuando estuvo todo dispuesto, los novios
se acercaron al párroco; ella alzó los ojos,
fijándolos por un momento en el cura, llevó
sus manos al corazón como queriendo contener
sus latidos y se apoyó en el brazo de la
madrina, que apenas tuvo tiempo de sostener
a la joven para que no cayese al suelo. Miguel
la miró un instante, en sus ojos brilló un fuego
extraño, pero calmó en seguida su emoción
y esperó, al parecer tranquilo, que pasase
el desvanecimiento de Margarita, pues era
ella, para empezar la ceremonia.
La novia también se dominó por fin y se
puso de rodillas junto a su prometido, que no
observó que las manos de la joven temblaban,
y que casi no se oía su voz ahogada por
el llanto. El cura de C… casó a la única mujer
que había amado en la tierra, y cuando hubo
consumado el sacrificio, se retiró a su casa y
se encerró en su cuarto.
Sacó un libro de oraciones para fortalecer
su espíritu, y luego, en voz muy baja, como
no queriendo escucharse ni él mismo, murmuró
-Hoy he apurado el cáliz de la amargura
uniendo a Margarita a otro hombre. Al hacerlo,
he comprendido que ella me quiere todavía
y que yo no la he olvidado todo lo que debiera.
Es preciso que no nos veamos más en
este mundo. El espíritu es débil en el hombre,
que ha nacido para los goces de la tierra y
anhela conseguir los del cielo. Mañana partiré
de este lugar. ¡Madre de los Desamparados,
santa patrona de mi bendito pueblo, creo que
estarás contenta de mí!
Sor María
Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella
el mundo ya? Había sido el compañero de su
infancia, el que había enjugado sus primeras
lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido
el primer suspiro que exhaló su pecho
virginal. Ella le había amado con toda su alma,
con todo el entusiasmo de la primera
juventud.
Cómo él no la había correspondido? Blanca
tenía algunos años menos que él; aún era
niña cuando Bernardo era hombre; una mujer
malvada y astuta conquistó el corazón del
joven y logró ser conducida al pie de los altares,
donde fueron unidos en eterno lazo.
Blanca buscó un consuelo en la religión; no
había en la tierra remedio a su pesar y volvió
los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba
se elevaba un sombrío convento, de altos muros,
fuertes rejas y espesas celosías, y allí se
encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas
de su madre, ni atender a los consejos
de su padre, ni escuchar los ruegos de sus
amigos.
El día en que fue llevada al templo, vio a
Bernardo en el camino. Él la miró con una
indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar
que el hombre a quien tanto quería no debía
ser feliz.
Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje,
él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra,
quién sabe si le hubiera pedido perdón por su
conducta, porque Bernardo era culpable,
había adivinado el amor de Blanca, lo había
alentado con vanas esperanzas, abandonándola
sin remordimientos después.
La niña trocó sus galas por el severo traje
religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni
de acción, empezó la vida de convento resignada
y acaso indiferente; martirizó su cuerpo
con ayunos y penitencias, y pasó casi todas
las horas dedicada a las oraciones.
Pero en balde intentó sujetar también el
pensamiento; no se había hecho religiosa por
vocación, sino para mitigar sus penas, y el
recuerdo del hombre querido le asaltaba sin
cesar, lo mismo en el interior de su celda, que
en el austero templo, que en el coro cuando,
con las otras monjas, rezaba con monótono
acento o elevaba cantando himnos de gloria al
Creador.
Los días se deslizaban iguales, siempre
tristes; ella no tomaba parte en nada de lo
que ocurría en el convento, apenas sabía los
nombres de las religiosas, y cuando la abadesa
la amonestaba por alguna involuntaria distracción,
oía sus palabras sin sentimiento por
la ligera falta cometida, en la que incurría de
nuevo muchas veces.
Por el triste patio adornado de raquíticos
árboles y mustias flores, paseaba melancólica
y solitaria huyendo en cuanto le era dado de
halagadores fantasmas y locas ilusiones, pensando
a su pesar en el ingrato, causa de su
desgracia y su clausura.
El año de novicia se pasó así. Llegó la época
de pronunciar para siempre los votos, de
renunciar a todo lo terreno, al amor, al hogar,
a la familia. ¿No podía entonces volver al seno
de esta, vivir para el mundo?
Bernardo estaba casado y no había esperanza
de felicidad para ella. Blanca pronunció
sus votos.
Dos días después las campanas de la iglesia
doblaron tristemente, las paredes se cubrieron
de negros paños, un túmulo se elevó
en el centro, rodeado de amarillentas velas;
varios bancos fueron colocados uno en el
frente, otros a los lados del catafalco, y poco
a poco empezaron a llenarse, ocupándolos
varios hombres, al parecer de elevada clase,
todos vestidos de negro.
Dio principio el funeral. Las monjas oraban
desde el coro por el eterno descanso de la
difunta, porque era una mujer.
Acabada la misa y rezados los responsos,
dos hombres se pararon delante de la celosía,
tras de la cual se hallaban las religiosas.
-¿Quién ha muerto? -preguntó uno.
-La mujer de Bernardo Gómez -contestó el
otro-; hace hoy nueve días.
Blanca se estremeció al oírlo y se puso
densamente pálida.
Al retirarse a su celda lloró amargamente,
considerando que cuando ella se unió a Jesucristo,
el hombre a quien tanto había amado
era libre.
Paseando por el patio aquella tarde, triste
y sola, como de costumbre, se inclinó para
coger una flor y vio junto a la planta una carta
rota en menudos pedazos; le pareció que
conocía la letra, guardó los papeles, y al subir
a su celda se entregó al minucioso y difícil
trabajo de unir aquellos fragmentos. La carta
decía así: «Blanca mía, después de un año de
crueles, pero merecidos sufrimientos, soy
libre. No renuncio a tu amor, sin él no puedo
vivir y espero me perdones. Necesito verte y
hablarte; ¿hay algún medio de conseguirlo?
Tuyo, Bernardo».
La abadesa había abierto la carta de amor
profano dirigida a una de sus hijas y la había
roto; a no ser así la novicia hubiera salido del
convento.
Poco después los periódicos de aquella ciudad
daban cuenta de dos sucesos ocurridos el
mismo día y a la misma hora.
El conocido abogado D. Bernardo Gómez se
había suicidado, no pudiendo sin duda resistir
la pena que le produjo la reciente muerte de
su esposa, y la joven religiosa, que se llamó
en el mundo Blanca, y en el claustro Sor María,
había muerto repentinamente.
¿Quién sabe si sus almas subieron juntas
por el celeste espacio, y la de la triste e inocente
joven logró el perdón de la de su ingrato
y criminal amante, para que entrase con
ella en el Paraíso?
La Sirenita
En alta mar el agua es azul como los pétalos de
la más hermosa centaura, y clara como el cristal
más puro; pero es tan profunda, que sería inútil
echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar
el fondo. Habría que poner muchos
campanarios, unos encima de otros, para que,
desde las honduras, llegasen a la superficie.
Pero no creáis que el fondo sea todo de arena
blanca y helada; en él crecen también árboles y
plantas maravillosas, de tallo y hojas tan
flexibles, que al menor movimiento del agua se
mueven y agitan como dotadas de vida. Toda
clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por
entre las ramas, exactamente como hacen las
aves en el aire. En el punto de mayor
profundidad se alza el palacio del rey del mar;
las paredes son de coral, y las largas ventanas
puntiagudas, del ámbar más transparente; y el
tejado está hecho de conchas, que se abren y
cierran según la corriente del agua. Cada una de
estas conchas encierra perlas brillantísimas, la
menor de las cuales honraría la corona de una
reina.
Hacía muchos años que el rey del mar era
viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno
de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero
muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce
ostras en la cola, mientras que los demás nobles
sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo
demás, era digna de todos los elogios,
principalmente por lo bien que cuidaba de sus
nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis,
y todas bellísimas, aunque la más bella era la
menor; tenía la piel clara y delicada como un
pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago
más profundo; como todas sus hermanas, no
tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.
Las princesas se pasaban el día jugando en las
inmensas salas del palacio, en cuyas paredes
crecían flores. Cuando se abrían los grandes
ventanales de ámbar, los peces entraban
nadando, como hacen en nuestras tierras las
golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y
los peces se acercaban a las princesas,
comiendo de sus manos y dejándose acariciar.
Frente al palacio había un gran jardín, con
árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus
frutos brillaban como oro, y las flores parecían
llamas, por el constante movimiento de los
pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena
finísima, azul como la llama del azufre. De
arriba descendía un maravilloso resplandor
azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía
la impresión de estar en las capas altas de la
atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.
Cuando no soplaba viento, se veía el sol;
parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba
luz.
Cada princesita tenía su propio trocito en el
jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía
en gana. Una había dado a su porción forma de
ballena; otra había preferido que tuviese la de
una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya
circular, como el sol, y todas sus flores eran
rojas, como él. Era una chiquilla muy especial,
callada y cavilosa, y mientras sus hermanas
hacían gran fiesta con los objetos más raros
procedentes de los barcos naufragados, ella sólo
jugaba con una estatua de mármol, además de
las rojas flores semejantes al sol. La estatua
representaba un niño hermosísimo, esculpido en
un mármol muy blanco y nítido; las olas la
habían arrojado al fondo del océano. La
princesa plantó junto a la estatua un sauce
llorón color de rosa; el árbol creció
espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el
niño de mármol, proyectando en el arenoso
fondo azul su sombra violeta, que se movía a
compás de aquéllas; parecía como si las ramas y
las raíces jugasen unas con otras y se besasen.
Lo que más encantaba a la princesa era oír
hablar del mundo de los hombres, de allá arriba;
la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de
barcos y ciudades, de hombres y animales. Se
admiraba sobre todo de que en la tierra las
flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar
no olían a nada; y la sorprendía también que los
bosques fuesen verdes, y que los peces que se
movían entre los árboles cantasen tan
melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que
la abuela llamaba peces, para que las niñas
pudieran entenderla, pues no habían visto nunca
aves.
– Cuando cumpláis quince años -dijo la abuelase
os dará permiso para salir de las aguas,
sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver
los barcos que pasan; entonces veréis también
bosques y ciudades.
Al año siguiente, la mayor de las hermanas
cumplió los quince años; todas se llevaban un
año de diferencia, por lo que la menor debía
aguardar todavía cinco, hasta poder salir del
fondo del mar y ver cómo son las cosas en
nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las
demás que al primer día les contaría lo que
viera y lo que le hubiera parecido más hermoso;
pues por más cosas que su abuela les contase
siempre quedaban muchas que ellas estaban
curiosas por saber.
Ninguna, sin embargo, se mostraba tan
impaciente como la menor, precisamente
porque debía esperar aún tanto tiempo y porque
era tan callada y retraída. Se pasaba muchas
noches asomada a la ventana, dirigiendo la
mirada a lo alto, contemplando, a través de las
aguas azuloscuro, cómo los peces correteaban
agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también
a ver la luna y las estrellas, que a través del
agua parecían muy pálidas, aunque mucho
mayores de como las vemos nosotros. Cuando
una nube negra las tapaba, la princesa sabía que
era una ballena que nadaba por encima de ella,
o un barco con muchos hombres a bordo, los
cuales jamás hubieran pensado en que allá abajo
había una joven y encantadora sirena que
extendía las blancas manos hacia la quilla del
navío.
Llegó, pues, el día en que la mayor de las
princesas cumplió quince años, y se remontó
hacia la superficie del mar.
A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo
más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo
que había pasado bajo la luz de la luna, en un
banco de arena, con el mar en calma,
contemplando la cercana costa con una gran
ciudad, donde las luces centelleaban como
millares de estrellas, y oyendo la música, el
ruido y los rumores de los carruajes y las
personas; también le había gustado ver los
campanarios y torres y escuchar el tañido de las
campanas.
¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana
menor! Cuando, ya anochecido, salió a la
ventana a mirar a través de las aguas azules, no
pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con
sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son
de las campanas, que llegaba hasta el fondo del
mar.
Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso
para subir a la superficie y nadar en todas
direcciones. Emergió en el momento preciso en
que el sol se ponía, y aquel espectáculo le
pareció el más sublime de todos. De un extremo
el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las
nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de
describir su belleza! Habían pasado encima de
ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez
volaba aún, semejante a un largo velo blanco,
una bandada de cisnes salvajes; volaban en
dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un
momento desapareció el tinte rosado del mar y
de las nubes.
Al cabo de otro año tocóle el turno a la hermana
tercera, la más audaz de todas; por eso remontó
un río que desembocaba en el mar. Vio
deliciosas colinas verdes cubiertas de
pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban
entre magníficos bosques; oyó el canto de los
pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la
sirena tuvo que sumergirse varias veces para
refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña
bahía se encontró con una multitud de
chiquillos que corrían desnudos y chapoteaban
en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los
pequeños huyeron asustados, y entonces se le
acercó un animalito negro, un perro; jamás
había visto un animal parecido, y como ladraba
terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a
refugiarse en alta mar. Nunca olvidaría aquellos
soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel
de chiquillos, que podían nadar a pesar de no
tener cola de pez.
La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida;
no se movió del alta mar, y dijo que éste era el
lugar más hermoso; desde él se divisaba un
espacio de muchas millas, y el cielo semejaba
una campana de cristal. Había visto barcos, pero
a gran distancia; parecían gaviotas; los
graciosos delfines habían estado haciendo
piruetas, y enormes ballenas la habían cortejado
proyectando agua por las narices como
centenares de surtidores.
Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su
cumpleaños caía justamente en invierno; por
eso vio lo que las demás no habían visto la
primera vez. El mar aparecía intensamente
verde, v en derredor flotaban grandes icebergs,
parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho
mayores que los campanarios que construían los
hombres. Adoptaban las formas más
caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se
había sentado en la cúspide del más
voluminoso, y todos los veleros se desviaban
aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su
larga cabellera ondeando al impulso del viento;
pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto
de nubes, y habían estallado relámpagos y
truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba
los enormes bloques de hielo que brillaban a la
roja luz de los rayos. En todos los barcos
arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa
de angustia y de terror; pero ella habla seguido
sentada tranquilamente en su iceberg
contemplando los rayos azules que
zigzagueaban sobre el mar reluciente.
La primera vez que una de las hermanas salió a
la superficie del agua, todas las demás quedaron
encantadas oyendo las novedades y bellezas que
había visto; pero una vez tuvieron permiso para
subir cuando les viniera en gana, aquel mundo
nuevo pasó a ser indiferente para ellas. Sentían
la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes
afirmaron que sus parajes submarinos eran los
más hermosos de todos, y que se sentían muy
bien en casa.
Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se
cogían de la mano y subían juntas a la
superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más
bellas que cualquier humano y cuando se
fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los
barcos que corrían peligro de naufragio, y con
arte exquisito cantaban a los marineros las
bellezas del fondo del mar, animándolos a no
temerlo; pero los hombres no comprendían sus
palabras, y creían que eran los ruidos de la
tormenta, y nunca les era dado contemplar las
magnificencias del fondo, pues si el barco se iba
a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio
del rey del mar sólo llegaban cadáveres.
Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del
brazo, subían a la superficie del océano, la
menor se quedaba abajo sola, mirándolas con
ganas de llorar; pero una sirena no tiene
lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento.
– Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me
gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los
hombres que lo habitan.
Y como todo llega en este mundo, al fin
cumplió los quince años. – Bien, ya eres mayor –
le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven,
que te ataviaré como a tus hermanas-. Y le puso
en el cabello una corona de lirios blancos; pero
cada pétalo era la mitad de una perla, y la
anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la
cola de la princesa como distintivo de su alto
rango.
– ¡Duele! -exclamaba la doncella.
– Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la
anciana.
La doncella de muy buena gana se habría
sacudido todas aquellos adornos y la pesada
diadema, para quedarse vestida con las rojas
flores de su jardín; pero no se atrevió a
introducir novedades. – ¡Adiós! – dijo,
elevándose, ligera y diáfana a través del agua,
como una burbuja.
El sol acababa de ocultarse cuando la sirena
asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes
relucían aún como rosas y oro, y en el rosado
cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y
bella; el aire era suave y fresco, y en el mar
reinaba absoluta calma. Había a poca distancia
un gran barco de tres palos; una sola vela estaba
izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y
en cubierta se veían los marineros por entre las
jarcias y sobre las pértigas. Había música y
canto, y al oscurecer encendieron centenares de
farolillos de colores; parecía como si ondeasen
al aire las banderas de todos los países. La joven
sirena se acercó nadando a las ventanas de los
camarotes, y cada vez que una ola la levantaba,
podía echar una mirada a través de los cristales,
límpidos como espejos, y veía muchos hombres
magníficamente ataviados. El más hermoso,
empero, era el joven príncipe, de grandes ojos
negros. Seguramente no tendría mas allá de
dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y
por eso se celebraba la fiesta. Los marineros
bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe
se dispararon más de cien cohetes, que brillaron
en el aire, iluminándolo como la luz de día, por
lo cual la sirena, asustada, se apresuró a
sumergirse unos momentos; cuando volvió a
asomar a flor de agua, le pareció como si todas
las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca
había visto fuegos artificiales. Grandes soles
zumbaban en derredor, magníficos peces de
fuego surcaban el aire azul, reflejándose todo
sobre el mar en calma. En el barco era tal la
claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y
no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el
joven príncipe! Estrechaba las manos a los
marinos, sonriente, mientras la música sonaba
en la noche.
Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía
apartar los ojos del navío ni del apuesto
príncipe. Apagaron los faroles de colores, los
cohetes dejaron de elevarse y cesaron también
los cañonazos, pero en las profundidades del
mar aumentaban los ruidos. Ella seguía
meciéndose en la superficie, para echar una
mirada en el interior de los camarotes a cada
vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su
marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a
medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se
iba cubriendo de nubes; en la lejanía
zigzagueaban ya los rayos. Se estaba
preparando una tormenta horrible, y los marinos
hubieron de arriar nuevamente las velas. El
buque se balanceaba en el mar enfurecido, las
olas se alzaban como enormes montañas negras
que amenazaban estrellarse contra los mástiles;
pero el barco seguía flotando como un cisne,
hundiéndose en los abismos y levantándose
hacia el cielo alternativamente, juguete de las
aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía
aquello un delicioso paseo, pero los marineros
pensaban muy de otro modo. El barco crujía y
crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los
embates del mar. El palo mayor se partió como
si fuera una caña, y el barco empezó a
tambalearse de un costado al otro, mientras el
agua penetraba en él por varios puntos. Sólo
entonces comprendió la sirena el peligro que
corrían aquellos hombres; ella misma tenía que
ir muy atenta para esquivar los maderos y restos
flotantes. Unas veces la oscuridad era tan
completa, que la sirena no podía distinguir nada
en absoluto; otras veces los relámpagos daban
una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los
hombres del barco. Buscaba especialmente al
príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse
en las profundidades del mar. Su primer
sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a
tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que
los humanos no pueden vivir en el agua, y que
el hermoso joven llegaría muerto al palacio de
su padre. No, no era posible que muriese; por
eso echó ella a nadar por entre los maderos y las
planchas que flotaban esparcidas por la
superficie, sin parar mientes en que podían
aplastarla. Hundiéndose en el agua y elevándose
nuevamente, llegó al fin al lugar donde se
encontraba el príncipe, el cual se hallaba casi al
cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas
empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se
cerraban, y habría sucumbido sin la llegada de
la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del
agua y se abandonó al impulso de las olas.
Ginesillo el tonto o la casa del duende
El tren correo acababa de llegar a la estación
de Santa Marina y de él se apeó, entre
otras muchas personas, un viajero joven,
sencillo pero elegantemente vestido, que iba
sin duda para asistir a las fiestas del citado
pueblo, que empezaban aquella noche.
No sabía el caballero que ya no se encontraba
en la posada, con honores de fonda, ni
una habitación disponible; juzgaba cosa fácil
tener albergue en la pequeña población. A la
primera pregunta que hizo sobre el particular
pudo comprender el error en que estaba; todo
había sido cedido o alquilado a parientes, parroquianos
o amigos, hasta las guardillas,
hasta los pajares, hasta las cuadras.
-¿Qué voy a hacer si no hallo dónde pasar
la noche? -se preguntó el viajero.
Andando a la casualidad vio en una calle
estrecha, fea y sucia, una casa muy vieja,
compuesta de dos pisos, con ventanas, detrás
de la que se extendía un mal cuidado jardín.
Todo parecía indicar que el citado edificio estaba
abandonado por completo; los cristales
cubiertos de polvo y telarañas, los muros en
estado medio ruinoso, la puerta un tanto desvencijada.
Pegado en ella se veía un papel
amarillento en el que apenas podían leerse
estas palabras, escritas con una letra gruesa
y desigual: «Se alquila o se vende. En el número
8 darán razón.» La casa tenía el número
4, por consiguiente el forastero encontró sin
dificultad el lugar donde podían darle noticias
respecto a aquel viejo edificio. Una niña de
diez a once años se hallaba a la entrada ocupándose
en recoger alguna ropa lavada que
había tendido al sol para que se secase.
-¿Se puede ver la casa que tiene el número
4? -preguntó el caballero.
La muchacha le miró con verdadero asombro
y no respondió.
-He visto que se alquila o se vende –
prosiguió él-, y como me figuro que no ha de
ser cara, tomándola por unos días resuelvo el
difícil problema de tener dónde dormir en este
pueblo durante las fiestas.
-¿Pero de veras quiere usted entrar ahí? –
murmuró al fin la niña.
-Si no hay inconveniente…
-Inconveniente no, pero…
-Explícate con claridad -dijo el viajero
viendo que ella no proseguía.
-Es el caso, repuso la niña, que esa casa,
llamada la del duende, no se abre hace lo
menos veinte años, y durante ese tiempo nadie
ha venido a pedir a mi padre la llave para
verla.
-¿Y por qué se llama del duende? –
interrogó el joven.
-¡Ah! no es sin razón, caballero. Vivía en
ella hace mucho tiempo un avaro muy viejo y
muy rico. Tenía guardado su oro en un agujero
que nadie conocía y, a pesar de esto, él
notaba que las monedas iban disminuyendo
poco a poco. Un día se escondió para sorprender
al ladrón, y vio que era un duendecillo
muy pequeño. Cuando el avaro quiso acercarse
a él, el duende desapareció como por
encanto. Desde entonces el viejo vivió con
gran desasosiego y algunos dijeron que se
había vuelto loco, siendo su manía que le robaban.
Lo cierto es que una mañana amaneció
muerto y, aun que se dijo que se había
suicidado en un acceso de locura, nadie dudó
en el pueblo que el duende le había asesinado
para robarle, pues no se encontró nada de su
dinero. La casa quedó abandonada, habitándola
sólo el duende, que continúa en ella,
aunque no le ve nadie.
¿Y cómo se sabe que continúa?
-Porque durante la noche se ilumina todo el
piso alto y porque cuanto se le pone a la
puerta desaparece al dar las doce.
Y siguió contando al forastero cómo para
apaciguar al duende era preciso hacerle obsequios
de más o menos valor, pero que él admitía
siempre. Si enfermaba una gallina, para
que no muriese, la dueña depositaba una cesta
con algunos huevos a la puerta de la casa
del duende; si era una vaca, se le ponía una
cantarita de leche; si se presentaba mal la
cosecha, se hacía el ofrecimiento, que más
adelante se cumplía si resultaba buena o aun
mediana, de darle un saco con el mejor trigo;
el duende aceptaba las ofertas y tenía la
amabilidad de devolver, pero vacíos, la cesta,
la cantarita y el saco. Nadie le veía cuando
recogía los regalos, porque ¡salía tan tarde!
nada menos que a las doce de la noche,
cuando allí todo el mundo se acostaba a las
nueve en verano y a las ocho en invierno.
A pesar de estas noticias, el forastero insistió
en que quería pasar allí la noche, y la muchacha
le dijo que esperase a que su padre
llegara para que le entregase la llave. Antes
de que esto ocurriese, apareció en aquella
calle un grupo compuesto de una docena de
chicos que perseguían a un pobre niño de
fisonomía dulce y simpática, vestido humildemente
con un pantalón remendado y una
blusa azul algo descolorida por el uso. Iba sin
gorra y llevaba los pies descalzos.
-Ahí viene Ginesillo el tonto -murmuró la
niña.
-¿Y quién es el que tal nombre lleva? preguntó
el caballero.
-Es el hijo de la tía Micaela, viuda de Nicolás
el tonto.
-¿Y son todos tontos en esa familia?
-Si el padre lo era ¿qué quiere usted que
sea el hijo?
Entre tanto los muchachos empujaban a
Ginés hacia la casa del duende, resistiéndose
el niño, en cuyo rostro se marcaba un profundo
terror, a acercarse allí.
-¡Que le haga una visita al duende! –
exclamó un chico.
-Ofrezcámosle a Ginesillo para que se acaben
los tontos del pueblo -añadió otro.
-Y que se quede con él y no devuelva más
que la blusa -prosiguió un tercero.
-Metámosle por una ventana que tenga los
vidrios rotos -dijo el primero que había hablado.
El viajero tuvo que intervenir en el asunto
y, gracias a su energía, los muchachos dejaron
en paz a Ginesillo. Éste, apenas se vio
libre, echó a correr, no sin dirigir antes una
mirada de gratitud a su defensor.
Poco después llegó el padre de la niña que
entregó al joven la llave de la casa del duende
para que la viera.
Era un edificio feo y sin comodidades de
ningún género en su interior. Sólo dos cosas
excitaron la atención del caballero: la primera,
que en una de las guardillas había un catre
con un colchón en el que se notaba que
una persona había dormido, y la otra, que en
la cocina se veían restos de comida y en una
de las hornillas algunos carbones que pareían
haber sido apagados poco antes. Aquello no
podía ser del tiempo del avaro, muerto hacía
nada menos que veinte años, y si había dicho
verdad la muchacha, nadie había entrado allí
después de aquel trágico suceso.
En otra pieza del piso principal vio una cama
algo mejor que la de la guardilla, que
pensó elegir para pasar la noche. El resto del
mobiliario estaba deteriorado y cubierto de
polvo.
El forastero alquiló la casa por quince días,
pagó adelantado y se fue luego a comer a la
posada.
Al pasar por la calle peor del pueblo, vio a
la entrada de su mala choza a Ginesillo el tonto
y a su madre, una pobre mujer de la que
todos se burlaban, igual que de su hijo, por lo
que produjo al caballero la más profunda
compasión.
Después de cenar y presenciar una parte
de las fiestas nocturnas, el joven se dirigió
tranquilamente hacia la casa llamada del
duende. Al divisarla de lejos le pareció que,
en efecto, el piso superior estaba iluminado,
pero al acercarse más advirtió que era el reflejo
de la luna en los cristales, puesto que al
llegar junto a la casa aquella luz había desaparecido.
-Todo será lo mismo -murmuró el joven-,
en esto no debe haber una palabra de verdad.
Delante de la puerta vio una jarra con miel,
una cesta con fruta y una botella con vino.
Abrió, subió la escalera y entró en el cuarto
que había elegido para alcoba. Allí una bujía,
pues había comprado un paquete de ellas en
el pueblo, y se echó vestido en la cama. Al
mirar su reloj vio que marcaba las once y media
y, recordando que el duende recogía a las
doce sus provisiones, se asomó a la ventana y
estuvo en acecho, cuidando de no llamar la
atención ni asustar al habitante de la singular
casa.
Al sonar la primera campanada, el joven
noto que la puerta se abría sin ruido y que un
brazo corto, que terminaba en una mano pequeña,
cogía la jarra primero y después la
cesta y la botella.
Una vez hecho esto volvió a cerrar despacio
y el caballero oyó unos ligeros pasos por
la escalera. Apagó su bujía, pero cuando se
acercó a la puerta de su alcoba no vio nada ni
pudo averiguar más. Aunque no muy tranquilo,
volvió a echarse en la cama y, después de
luchar algunos minutos con el sueño, se quedó
profundamente dormido.
A la mañana siguiente vio la jarra, la cesta
y la botella vacías junto a la puerta de la casa.
A nadie dijo lo que había ocurrido el día
precedente, se pasó la tarde disfrutando de
todas las fiestas, y hasta muy entrada la noche
no regresó a su nuevo domicilio.
Le pareció indigno el temor que había sentido
el día antes y decidió hacer algunas averiguaciones
respecto al duende. Pero, aunque
se asomó a las doce, registró la casa y observó
todos los rincones, no hubo nada de particular
y llegó a pensar que lo visto la noche
anterior había sido un sueño.
A la siguiente se disponía a echarse en la
cama, cuando oyó en la pieza de arriba ligero
rumor de pasos.
-¿Será algún gato? -se preguntó el forastero-;
sólo un duende podría andar de esa manera.
Es preciso que suba despacio y que me
entere bien de lo que pasa.
Dejó transcurrir un cuarto de hora y luego,
procurando hacer el menor ruido posible, subió
la escalera y llegó a la guardilla, pero no
encontró a nadie allí.
A la noche siguiente ocurrió lo mismo respecto
a los ligeros pasos, y cuando se dirigía
hacia la escalera halló ante sí la puerta cerrada
con llave que le impidió seguir sus investigaciones.
No dudó ya que el duende sabía su
presencia en la casa y que huía de él; así es
que decidió esconderse para sorprender al
que se ocultaba. Al otro día, en vez de permanecer
en su cuarto, se quedó en la guardilla
detrás de la puerta. Apenas había pasado
una hora oyó las leves pisadas, y el duende
penetró en su alcoba, donde no encendió luz.
Al caballero le pareció un hombrecillo de corta
estatura, pero no hubiera podido asegurar
nada, porque apenas se veía en la habitación,
débilmente iluminada por un plateado rayo de
luna que penetraba por las rendijas de la ventana.
El joven sacó entonces una bujía que
había llevado, aplicó una cerilla y no pudo
contener un movimiento de sorpresa al ver
echado ya en el catre, a Ginesillo el tonto. El
niño se levantó extendiendo sus suplicantes
manos hacía él, y le habló de este modo:
-No me pierda usted, no descubra a nadie
que me ha visto.
-Pues explícame sin reticencias ni falsedades
tu presencia en esta casa.
-Sí, señor -balbuceó el niño-; siéntese usted
y se lo diré todo.
Y cuando el forastero hubo ocupado la única
silla que había allí, empezó la historia en
estos términos.
-Usted sabe bien que en todos los pueblos
hay algún pícaro que se finge tonto, y el de
Santa Marina hace veinte años robó al señor
que vivía en esta casa, sin que nadie lo sospechase.
Mi padre, que lo vio, no quiso delatarle
porque había sido amigo suyo; pero
desde entonces se le halló más preocupado y
más silencioso cada día, por lo que al morir el
ladrón -a quien no aprovechó el robo, pues
apenas vivió tres meses después de cometerlo-
fue tenido él por tonto también. Mi pobre
padre sufrió mucho con eso, porque nadie
quería darle trabajo, y se vio obligado a gastar
poco a poco sus economías.
Apenas murió, después de una breve enfermedad,
mi madre tuvo que ponerse a servir
para mantenerme, y yo heredé la fama de
tonto que tenía mi padre, por mi carácter tímido
y medroso. Cuando fui mayor, pensé
sacar partido de lo que llamaban mi tontería,
en provecho de mi madre. -El pueblo entero
se ríe de mí, me dije, pues yo me reiré más
de él. -Y una noche me introduje en la casa
del duende y vi que no había en ella nada
extraño, y que mi madre y yo podíamos dormir
perfectamente, dejando bien cerrada
nuestra choza, ella en la cama del avaro y yo
en el catre donde descansaba un criado a
quien después echó. Estas noches usted le ha
quitado la cama a mi madre, que se ha quedado
en nuestra cabaña. Entramos aquí por la
puerta del jardín, pues tenemos todas las llaves
de la casa que el ladrón, que las mandó
hacer, se dejó un día olvidadas en la nuestra
después de cometer el robo, y contando una
historia hoy, inventado un suceso raro mañana,
logré que nadie dudase de la existencia
del duende y que le hicieran ofrecimientos de
huevos, pan, leche y otras cosas con las que
nos mantenemos mi madre y yo. Lo que los
dos ganamos trabajando, cuando hay en qué,
lo ahorramos, y el día que tengamos bastante
dinero nos iremos muy lejos para vivir en paz.
Esto es cuanto puedo decirle, caballero.
-Pero eso -dijo el joven-, no me explica tu
terror cuando querían encerrarte en la casa
del duende…
-Era fingido, yo no temía nada.
-Pues entonces eres un gran actor.
-Sí, señor, pero encargado siempre del papel
de tonto.
El forastero le prometió callar y lo cumplió,
dándole antes de marcharse una cantidad de
dinero para que el niño y su infeliz madre pudieran
dejar más pronto aquel lugar y la miserable
vida que en él llevaban. Les ofreció
también su apoyo para que lograran trabajar,
sacando buen producto, en la ciudad que él
habitaba.
Al día siguiente pudo ver cómo se burlaban
del chico los muchachos, pero al partir llevaba
la convicción de que la persona más inteligente
de Santa Marina era aquel niño a quien
llamaban Ginesillo el tonto.