¡Es terrible lo que quema el sol en los países
cálidos! Las gentes se vuelven muy morenas, y
en los países más tórridos su piel se quema
hasta hacerse negra. Pero ahora vais a oír la
historia de un sabio que de los países fríos pasó
sin transición a los cálidos, y creía que podría
seguir viviendo allí como en su tierra. Muy
pronto tuvo que cambiar de opinión. Durante el
día tuvo que seguir el ejemplo de todas las
personas juiciosas: permanecer en casa, con los
postigos de puertas y ventanas bien cerrados.
Hubiérase dicho que la casa entera dormía o que
no había nadie en ella. Para empeorar las cosas,
la estrecha calle de altos edificios, en la que
residía nuestro hombre, estaba orientada de
manera que en ella daba el sol desde el
mediodía hasta el ocaso; era realmente
inaguantable. El sabio de las tierras frías era un
hombre joven e inteligente; tenía la impresión
de estar encerrado en un horno ardiente, y
aquello lo afectó de tal modo que adelgazó
terriblemente, tanto, que hasta su sombra se
contrajo y redujo, volviéndose mucho más
pequeña que cuando se hallaba en su país; el sol
la absorbía también. Sólo se recuperaban al
anochecer, una vez el astro se había ocultado.
Era un espectáculo que daba gusto. No bien se
encendía la luz de la habitación, la sombra se
proyectaba entera en la pared, en toda su
longitud; debía estirarse para recobrar las
fuerzas. El sabio salía al balcón, para estirarse
en él, y en cuanto aparecían las estrellas en el
cielo sereno y maravilloso, se sentía pasar de
muerte a vida.
En todos los balcones de las casas – en los
países cálidos, todas las casas tienen balcones –
se veía gente; pues el aire es imprescindible,
incluso cuando se es moreno como la caoba.
Todo se animaba, arriba y abajo. Zapateros,
sastres y ciudadanos en general salían a la calle
con sus mesas y sillas, y ardía la luz, y más de
mil luces, y todos hablaban unos con otros y
cantaban, y algunos paseaban, mientras rodaban
coches y pasaban mulos, haciendo sonar sus
cascabeles. Desfilaban entierros al son de
cantos fúnebres, los golfillos callejeros
encendían petardos, repicaban las campanas; en
suma, que en la calle reinaba una gran
animación. Una sola casa, la fronteriza a la
ocupada por el sabio extranjero, se mantenía en
absoluto silencio, y, sin embargo, la habitaba
alguien, pues había flores en el balcón, flores
que crecían ubérrimas bajo el sol ardoroso, cosa
que habría sido imposible de no ser regadas;
alguien debía regarlas, pues, y, por tanto,
alguien debía de vivir en la casa. Al atardecer
abrían también el balcón, pero el interior
quedaba oscuro, por lo menos las habitaciones
delanteras; del fondo llegaba música. Al sabio
extranjero aquella música le parecía
maravillosa, pero tal vez era pura imaginación
suya, pues lo encontraba todo estupendo en los
países cálidos; ¡lástima que el sol quemara
tanto! El patrón de la casa donde residía le dijo
que ignoraba quién vivía enfrente; nunca se veía
a nadie, y en cuanto a la música, la encontraba
aburrida. Era como si alguien estudiase una
pieza, siempre la misma, sin lograr aprenderla.
«¡La sacaré!», piensa; pero no lo conseguirá,
por mucho que toque.
Una noche el forastero se despertó. Dormía con
el balcón abierto, el viento levantó la cortina, y
al hombre le pareció que del balcón fronterizo
venía un brillo misterioso; todas las flores
relucían como llamas, con los colores más
espléndidos, y en medio de ellas había una
esbelta y hermosa doncella; parecía brillar ella
también. El sabio se sintió deslumbrado, pero
hizo un esfuerzo para sacudiese el sueño y abrió
los ojos cuanto pudo. De un salto bajó de la
cama; sin hacer ruido se deslizó detrás de la
cortina, pero la muchacha había desaparecido, y
también el resplandor; las flores no relucían ya,
pero seguían tan hermosas como de costumbre;
la puerta estaba entornada, y en el fondo
resonaba una música tan deliciosa, que
verdaderamente parecía cosa de sueño. Era
como un hechizo; pero, ¿quién vivía allí?
¿Dónde estaba la entrada propiamente dicha?
La planta baja estaba enteramente ocupada por
tiendas, y no era posible que en éstas estuviera
la entrada.
Un atardecer se hallaba el sabio sentado en su
balcón; tenía la luz a su espalda, por lo que era
natural que su sombra se proyectase sobre la
pared de enfrente, al otro lado de la calle, entre
las flores del balcón; y cuando el extranjero se
movía, movíase también ella, como ya se
comprende.
– Creo que mi sombra es lo único viviente que
se ve ahí delante -dijo el sabio-. ¡Cuidado que
está graciosa, sentada entre las flores! La puerta
está entreabierta. Es una oportunidad que mi
sombra podría aprovechar para entrar adentro; a
la vuelta me contaría lo que hubiese visto.
¡Venga, sombra -dijo bromeando-, anímate y
sírveme de algo! Entra, ¿quieres? -y le dirigió
un signo con la cabeza, signo que la sombra le
devolvió-. Bueno, vete, pero no te marches del
todo -. El extranjero se levantó, y la sombra, en
el balcón fronterizo, levantóse a su vez; el
hombre se volvió, y la sombra se volvió
también. Si alguien hubiese reparado en ello,
habría observado cómo la sombra se metía, por
la entreabierta puerta del balcón, en el interior
de la casa de enfrente, al mismo tiempo que el
forastero entraba en su habitación, dejando caer
detrás de si la larga cortina.
A la mañana siguiente nuestro sabio salió a
tomar café y leer los periódicos. – ¿Qué
significa esto? -dijo al entrar en el espacio
soleado-. ¡No tengo sombra! Entonces será
cierto que se marchó anoche y no ha vuelto.
¡Esto sí que es bueno!
Le fastidiaba la cosa, no tanto por la ausencia de
la sombra como porque conocía el cuento del
hombre que había perdido su sombra, cuento
muy popular en los países fríos. Y cuando el
sabio volviera a su patria y explicara su
aventura, todos lo acusarían de plagiario, y no
quería pasar por tal. Por eso prefirió no hablar
del asunto, y en esto obró muy cuerdamente.
Al anochecer salió de nuevo al balcón, después
de colocar la luz detrás de él, pues sabía que la
sombra quiere tener siempre a su señor por
pantalla; pero no hubo medio de hacerla
comparecer. Se hizo pequeño, se agrandó, pero
la sombra no se dejó ver. El hombre la llamó
con una tosecita significativa: ¡ajem, ajem!,
pero en vano.
Era, desde luego, para preocuparse, aunque en
los países cálidos todo crece con gran rapidez, y
al cabo de ocho días observó nuestro sabio, con
gran satisfacción, que, tan pronto como salía el
sol, le crecía una sombra nueva a partir de las
piernas; por lo visto, habían quedado las raíces.
A las tres semanas tenía una sombra muy
decente, que, en el curso del viaje que
emprendió a las tierras septentrionales, fue
creciendo gradualmente, hasta que al fin llegó á
ser tan alta y tan grande, que con la mitad le
habría bastado.
Así llegó el sabio a su tierra, donde escribió
libros acerca de lo que en el mundo hay de
verdadero, de bueno y de bello. De esta manera
pasaron días y años; muchos años.
Una tarde estaba nuestro hombre en su
habitación, y he aquí que llamaron a la puerta
muy quedito.
– ¡Adelante! -dijo, pero no entró nadie. Se
levantó entonces y abrió la puerta: se presentó a
su vista un hombre tan delgado, que realmente
daba grima verlo. Aparte esto, iba muy bien
vestido, y con aire de persona distinguida.
– ¿Con quién tengo el honor de hablar? –
preguntó el sabio.
– Ya decía yo que no me reconocería -contestó
el desconocido-. Me he vuelto tan corpórea, que
incluso tengo carne y vestidos. Nunca pensó
usted en verme en este estado de prosperidad.
¿No reconoce a su antigua sombra? Sin duda
creyó que ya no iba a volver. Pues lo he pasado
muy bien desde que me separé de usted. He
prosperado en todos los aspectos. Me gustaría
comprar mi libertad, tengo medios para hacerlo
-. E hizo tintinear un manojo de valiosos dijes
que le colgaban del reloj, y puso la mano en la
recia cadena de oro que llevaba alrededor del
cuello. ¡Cómo refulgían los brillantes en sus
dedos! Y todos auténticos, además.
El Zorro y la Cigüeña
El señor Zorro la echó un día de
grande, y convidó a comer a su comadre la
Cigüeña. Todos los manjares se reducían a un
sopicaldo; era muy sobrio el anfitrión. El sopicaldo
fue servido en un plato muy llano. La
Cigüeña no pudo comer nada con su largo
pico, y el señor Zorro sorbió y lamió perfectamente
toda la escudilla.
Para vengarse de aquella burla, la Cigüeña
le convidó poco después. “¡De buena gana! le
contestó; con los amigos no gasto ceremonias.”
A la hora señalada, fue a casa de la
Cigüeña; hízole mil reverencias, y encontró la
comida a punto. Tenía muy buen apetito y
trascendía a gloria la vianda, que era un sabroso
salpicón de exquisito aroma. Pero
¿Cómo lo sirvieron? Dentro de una redoma,
de cuello largo y angosta embocadura. El pico
de la Cigüeña pasaba muy bien por ella, pero
no el hocico del señor Raposo. Tuvo que volver
en ayunas a su casa, orejas gachas, apretando
la cola y avergonzado, como sí, con
toda su astucia, le hubiese engañado una
gallina.
El Monaguillo
– I –
El pueblo aquel era de tan escasa importancia
que sólo conocían su nombre sus habitantes
y algunos de los que vivían en los lugares
más cercanos. Tenía una plaza grande,
pocas calles, cortas y estrechas, un paseo con
dos docenas de árboles y una fuente, un convento
ruinoso y una iglesia. Ésta era bastante
espaciosa, con columnas de piedra, ventanas
con cristales de colores, rotos los unos y sucios
los otros, varios altares con imágenes de
escaso mérito, lámparas de cristal o de metal
dorado, cuatro arañas antiguas, floreros
adornados con rosas y azucenas hechas por
manos más piadosas que hábiles y algunos
bancos de madera que ocupaban los días festivos
las mujeres y los niños, porque eran
contados los hombres que iban a oír misa en
aquel lugar.
El retablo del altar mayor, medio borrado
ya por la acción del tiempo, representaba la
Anunciación y casi lo ocultaba una Virgen de
talla, con el niño Jesús en los brazos, que tenía
delante. Llevaba la imagen una corona de
plata sobre sus negros cabellos e iba vestida
con una túnica azul y un manto encarnado,
obra todo de un escultor notable, aunque de
nombre desconocido. El rostro de la Virgen
era muy bello, lleno de dulzura y mansedumbre.
Miraban sus hermosos ojos al divino infante
y algunos ángeles estaban a los pies del
grupo del que eran ornato y complemento.
A los dos lados del altar había muchos exvotos
de cera, y sobre él dos candelabros y
algunos jarrones y vasos con flores naturales.
En aquella iglesia había poco culto; una misa
a las seis y otra a las nueve, una función solemne
a mediados de mayo en que se celebraba
la fiesta principal del pueblo y una novena
los días anteriores costeada por las devotas
del lugar, sin sermón y sin música.
De aquella iglesia era monaguillo hace algunos
años un muchacho llamado Miguel,
sobrino de un artista poco afortunado, que no
habiendo podido encontrar quien comprara
sus obras, se había refugiado en aquel pueblo
donde tenía una casa que heredó de su madre
y algunos amigos de la infancia. Su albergue
no podía ser más modesto; se componía de
un portal estrecho y largo, una cocina que
servía de poco, pues en ella apenas se guisaba
y por falta de leña resultaba tan triste como
fría, una salita en la que el hombre trabajaba
y una alcoba en la que dormían los dos.
Detrás de la casa había un patio con una parra,
un pozo y un banco de piedra. Ni una flor
crecía en él, nada que lo animase y embelleciese.
– II –
El artista, que era un escultor, había renunciado
hacía tiempo a sus estatuas y se
dedicaba a hacer figuritas de cera, que no
siempre vendía y los exvotos que para la iglesia
le encargaban. Era un hombre malo y descreído
que sólo había consentido en que su
sobrino, que era huérfano de padre y madre,
pasara gran parte del día en la parroquia y al
servicio de ella, porque el señor cura le daba
de comer y porque sacaba algunos cuartos de
las propinas que nunca le faltaban en bautizos,
bodas y funerales. Así el muchacho no le
era gravoso y en los ratos que le tenía en su
casa le enseñaba a hacer figurillas de barro y
de cera, prometiendo él, a pesar de sus pocos
años, llegar a ser un buen escultor.
-Tío, dijo un día Miguel al artista, si vendieras
velas en vez de estatuas, sacarías más
provecho, porque son muchas las que llevan a
la iglesia y arden en ella todos los días.
-¿Y qué falta hacen esas velas allí?- Preguntó
el escultor.
-Casi todas se las ponen a la Virgen del
Amparo.
-De esa cera que se consume podría yo
hacer muchas maravillas. ¿No sería bastante
que alumbrasen el altar con una lamparilla o
dos?
-No, tío; cuando hay muchas velas encendidas
la Virgen está más hermosa y parece
que el niño se sonríe. La iglesia está alegre,
brillan más los candelabros, adornan más las
flores y hasta se me figura que se reza mejor
allí. La luz de las lamparillas es triste y cuando
oscila desfigura las imágenes. No me da
miedo quedarme sólo en la iglesia cuando
arden los cirios, pero cuando no están encendidas
más que las lamparillas, cada silla me
parece un espectro y cada banco un ataúd.
El tío, que se llamaba Marcelo, sonrió y levantó
los hombros con un movimiento de profundo
desdén.
-¿Estás tú alguna vez de noche en la iglesia?-
le preguntó.
-Pocas veces, cuando hay alguna función al
día siguiente y necesitamos arreglarla.
-Pero eso no será por ahora…
-No, aún ha de pasarse mucho tiempo hasta
que haya alguna función en la parroquia.
Y no se habló más del asunto
Apenas habían transcurrido ocho días
cuando una devota que había prometido una
solemne novena a la Virgen si ganaba un pleito
que tenía entablado con un pariente quiso,
en acción de gracias por haber obtenido tal
merced, cumplir lo que ofreciera. Y con tanta
prisa deseó que la función se hiciese, que el
párroco dio orden al sacristán y a los monaguillos
de que limpiaran y arreglaran la iglesia,
aunque tuviesen que trabajar hasta una
hora muy avanzada de la noche. Barrieron,
fregaron el suelo y los cristales, quitaron el
polvo y ya eran las doce y media cuando Tadeo,
el sacristán, que estaba rendido por
haber sido el que hiciera el trabajo más rudo,
dijo a los niños:
-Poco queda ya para terminar; las velas las
podéis poner sin mí y luego os iréis a acostar
como yo voy a hacerlo ahora mismo.
Y salió por la puerta que daba a la sacristía.
En un corredor al lado de ésta había una
escalera por la que se subía a la habitación
del cura, que estaba en la planta principal del
edificio y en el cuarto segundo vivía Tadeo
con su madre.
Los dos monaguillos, Miguel y Fermín pusieron
primero los cirios en los candelabros
del altar y luego aquel, que era mayor que su
compañero, se subió a una escalera para colocar
también las velas en las arañas que sólo
se usaban en las funciones más solemnes.
Una vez terminada la limpieza había quedado
el templo casi a obscuras, pues no lo
alumbraban más que las lamparillas colocadas
cerca de la Virgen del Amparo y delante de un
Cristo que había a la entrada de la iglesia.
Para ver si debía de poner alguna vela por allí
miró Miguel desde lo alto de la escalera y le
pareció que en el confesonario del párroco se
había movido un bulto negro. Como se acordara
entonces de los efectos de la débil luz de
las lamparillas de que había hablado algunos
días antes, creyó que allí no había nada y que
el miedo le hacía ver fantasmas como otras
veces. Porque el pobre niño no estaba muy
tranquilo de noche en el sombrío templo y sin
más compañía que una criatura más pequeña
que él. Fermín, que no había advertido nada,
se acercó a la puerta de la iglesia para convencerse
de que el sacristán había echado el
cerrojo y recogido las llaves, y, viendo que así
lo había hecho, volvió al lado de Miguel y le
dijo:
-Me mandó Tadeo que nos fuéramos por la
sacristía, pero es ya muy tarde para volver a
nuestras casas, yo no me atrevo a salir ahora
por las calles, ¿y tú?
-Yo tampoco, contestó Miguel.
-¿Quieres que pidamos a Tadeo hospitalidad
por esta noche?
-Ya se habrá dormido y si llamamos se va
a asustar su madre.
-Pues entonces, prosiguió Fermín, podemos
quedarnos en los bancos de la sacristía
hasta mañana.
-Pero cerraremos bien la puerta que comunica
con la iglesia, añadió Miguel.
Así lo hicieron y un instante después dormían
los dos tranquilamente en el improvisado
y duro lecho.
– III –
A la mañana siguiente los llamó el sacristán
y Miguel se apresuró a ir a la iglesia, de la
que abrió la puerta.
Apenas volvió a ésta la espalda, un hombre
se deslizó con sigilo desde el confesonario del
cura párroco hasta la salida del templo, que
franqueó sin ninguna dificultad.
La plaza estaba desierta. El hombre se envolvió
bien en su capa y se dirigió a la calle
más próxima por la que desapareció rápidamente.
Dos o tres viejas, que eran las más madrugadoras,
entraron en la parroquia un cuarto
de hora después de haberse abierto su puerta,
atraídas por la campana que tocaba para
la misa de seis.
Lo primero que hicieron fue inspeccionarlo
todo, para ver, por el número de velas y por
el arreglo de la iglesia en general, la importancia
de la novena que había de empezar
aquella tarde. Estuvieron allí murmurando un
rato; les parecía que aquello estaba muy pobre
para dar las gracias por una merced tan
señalada y que tanto dinero había de proporcionar
a la que pagaba la función.
Fermín entró para arreglar el altar y una de
las viejas, la suegra del alcalde, le detuvo
para preguntar en voz que creía baja, aunque
no lo era, porque la buena mujer no se oía
por ser bastante sorda:
-¿No van a encender las arañas?
-Sí, señora.
-¿Todas?
-Me parece que sí.
-¿Por qué no tienen puestas las velas como
los candelabros?
El muchacho se encogió de hombros como
diciendo:
-Esta buena señora tiene tan mal la vista
como el oído ¿acaso no las puso anoche Miguel?
Otra de las viejas, la madre del zapatero,
se acercó con misterio a la sorda y le dijo:
-¿Por qué habrán quitado los exvotos de la
izquierda del altar mayor? Yo di aquel brazo
de cera, que ofrecí cuando lo tuve tan malo
de resultas de una caída, para que lo dejasen
ahí siempre, y no he de consentir que lo quiten
para poner otra cosa.
Fermín tenía ya el altar arreglado, dos velas
encendidas, el misal en el atril abierto y
sobre una mesita, que había a la derecha en
el presbiterio, las vinajeras, la campanilla y
una palmatoria. Al ir a entrar en la sacristía
miró maquinalmente hacia el techo y se reflejó
en su cara el mayor asombro. Acababa de
ver que en las arañas no había ninguna vela
puesta. ¿En qué consistía aquello? Fue al punto
en busca de Miguel que se quedó atónito
cuando le refirió lo observado y lo mismo les
pasó a Tadeo y a los dos curas.
Se inspecciono todo; la puerta de la iglesia
no había sido forzada, los monaguillos no
habían salido, pues para mayor prueba de su
inocencia resultó que el sacristán se había
llevado distraídamente con las llaves de la
iglesia las de la sacristía, que daba también a
la plaza, por lo tanto era seguro que los dos
niños no habían pasado la noche fuera de allí.
Ellos declararon que no lo habían intentado
siquiera.
Lo cierto era que las velas de las arañas y
muchos exvotos de cera habían desaparecido.
¿Por qué calló Miguel que en el confesonario
del párroco había creído ver un bulto negro?
Al pronto fue por no juzgar el hecho real
sino hijo de su imaginación excitada por el
miedo, después por una vaga sospecha. ¿Sería
el ladrón su tío? ¿Cómo descubrirle si era
él? ¿Cómo delatar al hombre que le había
servido de padre? Pero si era Marcelo el que
se había quedado escondido en la iglesia, figurándose
que a esa hora ya no entraría nadie
y podría robar la cera, ¿cuándo y por dónde
se había marchado? ¿Cómo no le habían
visto salir?
– IV –
El cura mandó a Miguel a la cerería por
otras velas para las arañas y no encontró bastantes
allí; entonces fue a su casa a decir a su
tío el apuro en que se veía.
-Yo no tengo aquí velas, ya lo sabes; le
contestó bruscamente.
Y el buen niño con esto se marchó tan
tranquilo murmurando:
-Gracias a Dios no ha sido él; que me perdone
el mal juicio.
Quitando velas de aquí y de allá, en la sacristía
y en la iglesia, se reunieron las que
hacían falta en las arañas y por la tarde, a las
cuatro en punto, empezó la novena que resultó
de lo mejor que se había hecho en aquella
iglesia. El altar de la Virgen estaba muy bonito,
pero a Miguel le parecía que la imagen le
miraba con profunda tristeza y que el niño no
se sonreía como otras veces.
Mucho se habló en el pueblo de aquel robo
audaz, pero fue imposible descubrir al autor
de él que no había dejado el menor rastro de
su paso por la iglesia.
Entretanto a Miguel, aunque no había visto
en su casa ninguna vela, se le figuraba que
Marcelo tenía más cantidad de cera que los
días anteriores para hacer sus figuritas. El
hombre estaba silencioso y sombrío, trabajaba
sin gusto y hasta sin arte. Los exvotos no
le resultaban bien y cuando iban a comprárselos
les ponían faltas y muchas veces no se los
querían tomar.
En cambio, cuando el monaguillo hacía alguna
figurita de Santo, resultaba más bonita;
por lo que el escultor decidió dejar para el
niño toda aquella cera.
Miguel empezó a hacer con ella una imagen
de la Virgen del Amparo, y ya la tenía
casi concluida, cuando a consecuencia de una
reyerta fue herido de gravedad Marcelo una
noche al salir de la taberna. Avisados el médico
y el párroco, el uno le hizo la primera cura
y el segundo permaneció con el tío del monaguillo
largo rato. Cuando el herido se quedó
solo parecía más tranquilo. Al entrar Miguel
en la alcoba, le dijo con voz apenas perceptible:
-Lleva a la Virgen del Amparo esa imagen
que has hecho suya para que me ponga bueno.
Y el niño, apenas oyó esta orden, encargando
a una vecina de la casa de al lado que
acompañase al herido, cogió la figura que
representaba a la Virgen y las demás que
había terminado y corrió a la iglesia depositando
todo aquello en el altar mayor. Y le pareció
entonces que en el rostro de la Virgen
venerada en aquel templo asomaba una expresión
dulce y tranquila, y que le dirigía el
niño una de sus más divinas sonrisas.
-Ahí tienes toda la cera que era tuya, Madre
mía, murmuró, que sirva para la salvación
del cuerpo y del alma de mi tío, porque tú y
yo sabemos bien que él fue el autor del robo…
Marcelo se curó, hizo y vendió muchos exvotos
y con una parte del producto de ellos,
pudo ofrecer varias velas a la Virgen del Amparo
transformándose por completo después
de su enfermedad y llegando a ser un hombre
religioso y honrado.
En cuanto a Miguel fue un notable escultor,
tallando preciosas imágenes que le dieron
justa fama y grandes bienes de fortuna.
Los Vecinos
Cualquiera habría dicho que algo importante
ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo,
no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que
se mecían en el agua como los que se habían
puesto de cabeza – pues saben hacerlo -, de
pronto se pusieron a nadar precipitadamente
hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron
bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos
podían oírse a gran distancia. El agua se agitó
violentamente, y eso que unos momentos antes
estaba tersa como un espejo, en el que se
reflejaban uno por uno los árboles y arbustos de
las cercanías y la vieja casa de campo con los
agujeros de la fachada y el nido de golondrinas,
pero muy especialmente el gran rosal cuajado
de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy
adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro
puesto del revés. Pero en cuanto el agua se
agitaba, todo se revolvía, y la pintura se
esfumaba. Dos plumas que habían caído de los
patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre
las olas, como si soplase el viento; y, sin
embargo, no lo había. Por fin quedaron
inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura
y volvió a reflejar claramente la fachada con el
nido de golondrinas y el rosal con cada una de
sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas
lo ignoraban porque nadie se lo había dicho. El
sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes
hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo
parecido a lo que nos sucede a las personas
cuando estamos sumidos en nuestros
pensamientos.
– ¡Qué bella es la vida! -decía cada una de las
rosas-. Lo único que desearía es poder besar al
sol, por ser tan cálido y tan claro.
– Y también quisiera besar las rosas de debajo
del agua: ¡se parecen tanto a nosotras! Y besaría
también a las dulces avecillas del nido, que
asoman la cabeza piando levemente; no tienen
aún plumas como sus padres. Son buenos los
vecinos que tenemos, tanto los de arriba como
los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida!
Aquellos pajarillos de arriba y de abajo – los
segundos no eran sino el reflejo de los primeros
en el agua – eran gurriatos, hijos de gorriones;
habían ocupado el nido abandonado por las
golondrinas el año anterior, y se encontraban en
él como en su propia casa.
– ¿Son patitos los que allí nadan? -preguntaron
los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas
de las palmípedas.
– ¡No preguntéis tonterías! -replicó la madre-.
¿No veis que son plumas, prendas de vestir
vivas como las que yo llevo y que vosotros
llevaréis también, sólo que las nuestras son más
finas? Por lo demás, me gustaría tenerlas aquí
en el nido, pues son muy calientes. Quisiera
saber de qué se espantaron los patos. Habrá
sucedido algo en el agua. Yo no he sido, aunque
confieso que he piado un poco fuerte. Esas
cabezotas de rosas deberían saberlo, pero no
saben nada; mirarse en el espejo y despedir
perfume, eso es cuanto saben hacer. ¡Qué
vecinas tan aburridas!
– ¡Escuchad los pajarillos de arriba! -dijeron las
rosas-, hacen ensayos de canto. No saben
todavía, pero ya vendrá. ¡Qué bonito debe ser
saber cantar! Es delicioso tener vecinos tan
alegres.
En aquel momento llegaron, galopando, dos
caballos; venían a abrevar; un zagal montaba
uno de ellos, despojado de todas sus prendas de
vestir, excepto el sombrero, grande y de anchas
alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo,
y se metió con su cabalgadura en la parte más
profunda de la balsa; al pasar junto al rosal
cortó una de sus rosas, se la prendió en el
sombrero, para ir bien adornado, y siguió
adelante. Las otras rosas miraban a su hermana
y se preguntaban mutuamente: – ¿Adónde va? –
pero ninguna lo sabía.
– A veces me gustaría salir a correr mundo -dijo
una de las flores a sus compañeras-. Aunque
también es muy hermoso este rincón verde en
que vivimos. Durante el día brilla el sol y nos
calienta, y por la noche, el cielo es aún más
bello; podemos verlo a través de los agujeritos
que tiene.
Se refería a las estrellas; pensaba que eran
agujeros del cielo. ¡No llegaba a más la ciencia
de las rosas!
– Nosotros traemos vida y animación a estos
parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de
golondrina son de buen agüero, dice la gente;
por eso se alegran de tenernos. Pero aquel
vecino, el gran rosal que se encarama por la
pared, produce humedad. Espero que se marche
pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo
sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a
lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los
años se marchitan, lo sé por mi madre. La
campesina las conserva en sal, y entonces tienen
un nombre francés que no sé pronunciar, ni me
importa; luego las esparce por la ventana
cuando quiere que huela bien. ¡Y ésta es toda su
vida! No sirven más que para alegrar los ojos y
el olfato. Ya lo sabéis, pues.
Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron
a danzar en el aire tibio, y las nubes adquirieron
sus tonalidades rojas, presentóse el ruiseñor y
cantó a las rosas que en este mundo lo bello se
parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero
las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus
propias loanzas, y cualquiera lo habría pensado
también. No se les ocurrió que eran ellas el
objeto de su canto; sin embargo,
experimentaron un gran placer y se preguntaban
si tal vez los gurriatos no se volverían a su vez
ruiseñores.
– He comprendido muy bien lo que cantó el
pájaro -dijeron los gurriatos-. Sólo una palabra
quisiera que me explicasen: ¿qué significa «lo
bello»?
– No es nada -respondió la madre-, es una
simple apariencia. Allá arriba, en la finca de los
señores, donde las palomas tienen su casa
propia y todos los días se les reparten guisantes
y grano – yo he comido también con ellas, y
algún día vendréis vosotros: dime con quién
andas y te diré quién eres -, pues en aquella
finca tienen dos pájaros de cuello verde y un
mechoncito de plumas en la cabeza. Pueden
extender la cola como si fuese una gran rueda;
tienen todos los colores, hasta el punto de que
duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos
reales, y son la belleza. Sólo con que los
desplumasen un poquitín, casi no se
distinguirían de nosotros. ¡Me entraban ganas
de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran
tan grandotes!.
– Pues yo los voy a picotear -exclamó el
benjamín de los gurriatos; el mocoso no tenía
aún plumas.
En el cortijo vivía un joven matrimonio que se
quería tiernamente; los dos eran laboriosos y
despiertos, y su casa era un primor de bien
cuidada. Los domingos por la mañana salía la
mujer, cortaba un ramo de las rosas más bellas y
las ponía en un florero, en el centro del armario.
– ¡Ahora me doy cuenta de que es domingo! –
decía el marido, besando a su esposa; y luego se
sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos,
mientras el sol penetraba por las ventanas,
iluminando las frescas rosas y a la enamorada
pareja.
– ¡Este espectáculo me aburre! -dijo la gorriona,
que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y
echó a volar.
Lo mismo hizo una semana después, pues cada
domingo ponían rosas frescas en el florero, y el
rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los
gorrioncitos, que ya tenían plumas, hubieran
querido lanzarse a volar con su madre, pero ésta
les dijo: – ¡Quedaos aquí! – y se estuvieron
quietecitos. Ella se fue, pero, como suele ocurrir
con harta frecuencia, de pronto quedó cogida en
un lazo hecho de crines de caballo, que unos
muchachos habían colocado en una rama. Las
crines aprisionaron fuertemente la pata de la
gorriona, tanto, que parecía que iban a partirla.
¡Qué dolor y qué miedo! Los chicos cogieron el
pájaro, oprimiéndole terriblemente: – ¡Sólo es
un gorrión! -dijeron; pero no lo soltaron, sino
que se lo llevaron a casa, golpeándolo en el pico
cada vez que chillaba.
En la casa había un viejo entendido en el arte de
fabricar jabón para la barba y para las manos,
jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre
y trotamundos; al ver el gorrión que traían los
niños, del que, según ellos, no sabían qué hacer,
preguntóles:
– ¿Queréis que lo pongamos guapo?
Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo
de la gorriona al oír aquellas palabras. El viejo
abrió su caja – que contenía colores bellísimos -,
tomó una buena porción de purpurina y,
cascando un huevo que le proporcionaron los
chiquillos, separó la clara y untó con ella todo el
cuerpo del avecilla, espolvoreándolo luego con
el oro. Y de este modo quedó la gorriona
dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues
se moría de miedo. Después, el jabonero
arrancó un trapo rojo del forro de su vieja
chaqueta, lo cortó en forma de cresta y lo pegó
en la cabeza del pájaro.
– ¡Ahora veréis volar el pájaro de oro! -dijo,
soltando al animalito, el cual, presa de mortal
terror, emprendió el vuelo por el espacio
soleado. ¡Dios mío, y cómo relucía! Todos los
gorriones, y también una corneja que no estaba
ya en la primera edad, se asustaron al verlo,
pero se lanzaron en su persecución, ávidos de
saber quién era aquel pájaro desconocido.
– ¿De dónde, de dónde? -gritaba la corneja.
– ¡Espera un poco, espera un poco! -decían los
gorriones. Pero ella no estaba para aguardar;
dominada por el miedo y la angustia, se dirigió
en línea recta hacia su casa. Poco le faltaba para
desplomarse rendida, pero cada vez era mayor
el número de sus perseguidores, grandes y
chicos; algunos se disponían incluso a atacarla.
– ¡Fijaos en ése, fijaos en ése! -gritaban todos.
– ¡Fijaos en ése, Fijaos en ése! -gritaron también
sus crías cuando a madre llegó al nido-.
Seguramente es un pavito, tiene todos los
colores, y hace daño a los ojos, como dijo
madre. ¡Pip! ¡Es la belleza! -. Y arremetieron
contra ella a picotazos, impidiéndole posarse en
el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada,
que no fue capaz de decir ¡pip!, y mucho
menos, claro está, ¡soy vuestra madre! Las otras
aves la agredieron también, le arrancaron todas
las plumas, y la pobre cayó ensangrentada en
medio del rosal.
– ¡Pobre animal! -dijeron las rosas-. ¡Ven, te
ocultaremos! ¡Apoya la cabecita sobre nosotras!
La gorriona extendió por última vez las alas,
luego las oprimió contra el cuerpo y expiró en
el seno de la familia vecina de las frescas y
perfumadas rosas.
– ¡Pip! -decían los gurriatos en el nido -, no
entiendo dónde puede estar nuestra madre. ¿No
será una treta suya, para que nos despabilemos
por nuestra cuenta y nos busquemos la comida?
Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ¿quién
de nosotros se quedará con ella, cuando llegue
la hora de constituir una familia?
– Pues ya veréis cómo os echo de aquí, el día en
que amplíe mi hogar con mujer e hijos – dijo el
más pequeño.
– ¡Yo tendré mujer e hijos antes que tú! -replicó
el segundo.- ¡Yo soy el mayor! -gritó un
tercero. Todos empezaron a increparse, a
propinarse aletazos y picotazos, y, ¡paf!, uno
tras otro fueron cayendo del nido; pero aún en
el suelo seguían peleándose. Con la cabeza de
lado, guiñaban el ojo dirigido hacia arriba: era
su modo de manifestar su enfado.
Sabían ya volar un poquitín; luego se
ejercitaron un poco más y por último,
convinieron en que, para reconocerse si alguna
vez se encontraban por esos mundos de Dios,
dirían tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas
con el pie izquierdo.