El alcalde estaba de pie ante la ventana abierta;
lucía camisa de puños planchados y un alfiler en
la pechera, y estaba recién afeitado. Lo había
hecho con su propia mano, y se había producido
una pequeña herida; pero la había tapado con un
trocito de papel de periódico.
– ¡Oye, chaval! – gritó.
El chaval era el hijo de la lavandera; pasaba por
allí y se quitó respetuosamente la gorra, cuya
visera estaba doblada de modo que pudiese
guardarse en el bolsillo. El niño, pobremente
vestido pero con prendas limpias y
cuidadosamente remendadas, se detuvo
reverente, cual si se encontrase ante el Rey en
persona.
– Eres un buen muchacho – dijo el alcalde -, y
muy bien educado. Tu madre debe de estar
lavando ropa en el río. Y tú irás a llevarle eso
que traes en el bolsillo, ¿no? Mal asunto, ese de
tu madre. ¿Cuánto le llevas?
– Medio cuartillo – contestó el niño a media voz,
en tono asustado.
– ¿Y esta mañana se bebió otro tanto? –
prosiguió el hombre.
– No, fue ayer – corrigió el pequeño.
– Dos cuartos hacen un medio. No vale para
nada. Es triste la condición de esa gente. Dile a
tu madre que debiera avergonzarse. Y tú
procura no ser un borracho, aunque mucho me
temo que también lo serás. ¡Pobre chiquillo!
Anda, vete.
El niño siguió su camino, guardando la gorra en
la mano, por lo que el viento le agitaba el rubio
cabello y se lo levantaba en largos mechones.
Torció al llegar al extremo de la calle, y por un
callejón bajó al río, donde su madre, de pies en
el agua junto a la banqueta, golpeaba la pesada
ropa con la pala. El agua bajaba en impetuosa
corriente – pues habían abierto las esclusas del
molino, – arrastrando las sábanas con tanta
fuerza, que amenazaba llevarse banqueta y todo.
A duras penas podía contenerla la mujer.
– ¡Por poco se me lleva a mí y todo! – dijo -.
Gracias a que has venido, pues necesito
reforzarme un poquitín. El agua está fría, y
llevo ya seis horas aquí. ¿Me traes algo?
El muchacho sacó la botella, y su madre,
aplicándosela a la boca, bebió un trago.
– ¡Ah, qué bien sienta! ¡Qué calorcito da! Es lo
mismo que tomar un plato de comida caliente, y
sale más barato. ¡Bebe, pequeño! Estás pálido,
debes de tener frío con estas ropas tan delgadas;
estamos ya en otoño. ¡Uf, qué fría está el agua!
¡Con tal que no caiga yo enferma! Pero no será.
Dame otro trago, y bebe tú también, pero un
sorbito solamente; no debes acostumbrarte,
pobre hijito mío.
Y subió a la pasarela sobre la que estaba el
pequeño y pasó a la orilla; el agua le manaba de
la estera de junco que, para protegerse, llevaba
atada alrededor del cuerpo, y le goteaba también
de la falda.
– Trabajo tanto, que la sangre casi me sale por
las uñas; pero no importa, con tal que pueda
criarte bien y hacer de ti un hombre honrado,
hijo mío.
En aquel momento se acercó otra mujer de más
edad, pobre también, a juzgar por su porte y sus
ropas. Cojeaba de una pierna, y una enorme
greña postiza le colgaba encima de un ojo, con
objeto de taparlo, pero sólo conseguía hacer
más visible que era tuerta. Era amiga de la
lavandera, y los vecinos la llamaban «la coja del
rizo».
– Pobre, ¡cómo te fatigas, metida en esta agua
tan fría! Necesitas tomar algo para entrar en
calor; ¡y aún te reprochan que bebas unas gotas!
-. Y le contó el discurso que el alcalde había
dirigido a su hijo. La coja lo había oído,
indignada de que al niño se le hablase así de su
madre, censurándola por los traguitos que
tomaba, cuando él se daba grandes banquetazos
en el que el vino se iba por botellas enteras.
– Sirven vinos finos y fuertes – dijo -, y muchos
beben más de lo que la sed les pide. Pero a eso
no lo llaman beber. Ellos son gente de
condición, y tú no vales para nada.
– ¡Conque esto te dijo, hijo mío! – balbuceó la
mujer con labios temblorosos -. ¡Que tienes una
madre que no vale nada! Tal vez tenga razón,
pero no debió decírselo a la criatura. ¡Con lo
que tuve que aguantar, en casa del alcalde!
– Serviste en ella, ¿verdad? cuando aún vivían
sus padres; muchos años han pasado desde
entonces. Muchas fanegas de sal han
consumido, y les habrá dado mucha sed – y la
coja soltó una risa amarga -. Hoy se da un gran
convite en casa del alcalde; en realidad debieran
haberlo suspendido, pero ya era tarde, y la
comida estaba preparada. Hace una hora llegó
una carta notificando que el más joven de los
hermanos acaba de morir en Copenhague. Lo sé
por el criado.
– ¡Ha muerto! – exclamó la lavandera,
palideciendo.
– Sí – respondió la otra -. ¿Tan a pecho te lo
tomas? Claro, lo conociste, pues servías en la
casa.
– ¡Ha muerto! Era el mejor de los hombres. No
van a Dios muchos como él – y las lágrimas le
rodaban por las mejillas -. ¡Dios mío! Me da
vueltas la cabeza. Debe ser que me he bebido la
botella, y es demasiado para mí. ¡Me siento tan
mal! – y se agarró a un vallado para no caerse.
– ¡Santo Dios, estás enferma, mujer! – dijo la
coja -. Pero tal vez se te pase. ¡No, de verdad
estás enferma! Lo mejor será que te acompañe a
casa.
– Pero, ¿y la ropa?
– Déjala de mi cuenta. Cógete a mi brazo. El
pequeño se quedará a guardar la ropa; luego yo
volveré a terminar el trabajo; ya quedan pocas
piezas.
La lavandera apenas podía sostenerse.
– Estuve demasiado tiempo en el agua fría.
Desde la madrugada no había tomado nada, ni
seco ni mojado. Tengo fiebre. ¡Oh, Jesús mío,
ayúdame a llegar a casa! ¡Mi pobre hijito! –
exclamó, prorrumpiendo a llorar.
Al niño se le saltaron también las lágrimas, y se
quedó solo junto a la ropa mojada. Las dos
mujeres se alejaron lentamente, la lavandera
con paso inseguro. Remontaron el callejón,
doblaron la esquina y, cuando pasaban por
delante de la casa del alcalde, la enferma se
desplomó en el suelo. Acudió gente.
La coja entró en la casa a pedir auxilio, y el
alcalde y los invitados se asomaron a la
ventana.
– ¡Otra vez la lavandera! – dijo -. Habrá bebido
más de la cuenta; no vale para nada. Lástima
por el chiquillo. Yo le tengo simpatía al
pequeño; pero la madre no vale nada.
Reanimaron a la mujer y la llevaron a su mísera
vivienda, donde la acostaron enseguida.
Su amiga corrió a prepararle una taza de
cerveza caliente con mantequilla y azúcar;
según ella, no había medicina como ésta. Luego
se fue al lavadero, acabó de lavar la ropa,
bastante mal por cierto, – pero hay que aceptar
la buena voluntad – y, sin escurrirla, la guardó
en el cesto.
Al anochecer se hallaba nuevamente a la
cabecera de la enferma. En la cocina de la
alcaldía le habían dado unas patatas asadas y
una buena lonja de jamón, con lo que cenaron
opíparamente el niño y la coja; la enferma se
dio por satisfecha con el olor, y lo encontró muy
nutritivo.
Acostóse el niño en la misma cama de su
madre, atravesado en los pies y abrigado con
una vieja alfombra toda zurcida y remendada
con tiras rojas y azules.
La lavandera se encontraba un tanto mejorada;
la cerveza caliente la había fortalecido, y el olor
de la sabrosa cena le había hecho bien.
– ¡Gracias, buen alma! – dijo a la coja -. Te lo
contaré todo cuando el pequeño duerma. Creo
que está ya dormido. ¡Qué hermoso y dulce está
con los ojos cerrados! No sabe lo que sufre su
madre. ¡Quiera Dios Nuestro Señor que no haya
de pasar nunca por estos trances! Cuando yo
servía en casa del padre del alcalde, que era
Consejero, regresó el más joven de los hijos,
que entonces era estudiante. Yo era joven,
alborotada y fogosa pero honrada, eso sí que
puedo afirmarlo ante Dios – dijo la lavandera -.
El mozo era alegre y animado, y muy bien
parecido. Hasta la última gota de su sangre era
honesta y buena. Jamás dio la tierra un hombre
mejor. Era hijo de la casa, y yo sólo una criada,
pero nos prometimos fidelidad, siempre dentro
de la honradez. Un beso no es pecado cuando
dos se quieren de verdad. Él lo confesó a su
madre; para él representaba a Dios en la Tierra,
y la señora era tan inteligente, tan tierna y
amorosa. Antes de marcharse me puso en el
dedo su anillo de oro. Cuando hubo partido, la
señora me llamó a su cuarto. Me habló con
seriedad, y no obstante con dulzura, como sólo
el bondadoso Dios hubiera podido hacerlo, y me
hizo ver la distancia que mediaba entre su hijo y
yo, en inteligencia y educación. «Ahora él sólo
ve lo bonita que eres, pero la hermosura se
desvanece. Tú no has sido educada como él; no
sois iguales en la inteligencia, y ahí está el
obstáculo. Yo respeto a los pobres – prosiguió -;
ante Dios muchos de ellos ocuparán un lugar
superior al de los ricos, pero aquí en la Tierra
no hay que desviarse del camino, si se quiere
avanzar; de otro modo, volcará el coche, y los
dos seréis víctimas de vuestro desatino. Sé que
un buen hombre, un artesano, se interesa por ti;
es el guantero Erich. Es viudo, no tiene hijos y
se gana bien la vida. Piensa bien en esto». Cada
una de sus palabras fue para mí una cuchillada
en el corazón, pero la señora estaba en lo cierto,
y esto me obligó a ceder. Le besé la mano
llorando amargas lágrimas, y lloré aún mucho
más cuando, encerrándome en mi cuarto, me
eché sobre la cama. Fue una noche dolorosa;
sólo Dios sabe lo que sufrí y luché. Al siguiente
domingo acudí a la Sagrada Misa a pedir a Dios
paz y luz para mi corazón. Y como si Él lo
hubiera dispuesto, al salir de la iglesia me
encontré con Erich, el guantero. Yo no dudaba
ya; éramos de la misma clase y condición, y él
gozaba incluso de una posición desahogada. Por
eso fui a su encuentro y cogiéndole la mano, le
dije: «¿Piensas todavía en mí?». «Sí, y mis
pensamientos serán siempre para ti sola», me
respondió. «¿Estás dispuesto a casarte con una
muchacha que te estima y respeta, aunque no te
ame? Pero quizás el amor venga más tarde».
«¡Vendrá!», dijo él, y nos dimos las manos. Me
volví yo a la casa de mi señora; llevaba
pendiente del cuello, sobre el corazón, el anillo
de oro que me había dado su hijo; de día no
podía ponérmelo en el dedo, pero lo hice a la
noche al acostarme, besándolo tan fuertemente
que la sangre me salió de los labios. Después lo
entregué a la señora, comunicándole que la
próxima semana el guantero pedirla mi mano.
La señora me estrechó entre sus brazos y me
besó; no dijo que no valía para nada, aunque
reconozco que entonces yo era mejor que ahora;
pero ¡sabía tan poco del mundo y de sus
infortunios! Nos casamos por la Candelaria, y el
primer año lo pasamos bien; tuvimos un criado
y una criada; tú serviste entonces en casa.
– ¡Oh, y qué buen ama fuiste entonces para mí! –
exclamó la coja -. Nunca olvidaré lo
bondadosos que fuisteis tú y tu marido. – Eran
buenos tiempos aquellos… No tuvimos hijos por
entonces. Al estudiante, no volví a verlo jamás.
O, mejor dicho, sí, lo vi una vez, pero no él a
mí. Vino al entierro de su madre. Lo vi junto a
su tumba, blanco como yeso y muy triste, pero
era por su madre. Cuando, más adelante, su
padre murió, él estaba en el extranjero; no vino
ni ha vuelto jamás a su ciudad natal. Nunca se
casó, lo sé de cierto. Era abogado. De mí no se
acordaba ya, y si me hubiese visto, difícilmente
me habría reconocido. ¡Me he vuelto tan fea! Y
es así como debe ser.
Luego le contó los días difíciles de prueba, en
que se sucedieron las desgracias. Poseían
quinientos florines, y en la calle había una casa
en venta por doscientos, pero sólo sería rentable
derribándola y construyendo una nueva. La
compraron, y el presupuesto de los albañiles y
carpinteros elevóse a mil veinte florines. Erich
tenía crédito; le prestaron el dinero en
Copenhague, pero el barco que lo traía
naufragó, perdiéndose aquella suma en el
naufragio.
– Fue entonces cuando nació este hijo mío, que
ahora duerme aquí. A su padre le acometió una
grave y larga enfermedad; durante nueve meses,
tuve yo que vestirlo y desnudarlo. Las cosas
marchaban cada vez peor; aumentaban las
deudas, perdimos lo que nos quedaba, y mi
marido murió. Yo me he matado trabajando, he
luchado y sufrido por este hijo, he fregado
escaleras y lavado ropa, basta o fina, pero Dios
ha querido que llevase esta cruz. Él me redimirá
y cuidará del pequeño.
Y se quedó dormida.
A la mañana sintióse más fuerte; pensó que
podría reanudar el trabajo. Estaba de nuevo con
los pies en el agua fría, cuando de repente le
cogió un desmayo. Alargó convulsivamente la
mano, dio un paso hacia la orilla y cayó,
quedando con la cabeza en la orilla y los pies en
el agua. La corriente se llevó los zuecos que
calzaba con un manojo de paja en cada uno. Allí
la encontró la coja del rizo cuando fue a traerle
un poco de café.
Entretanto, el alcalde le había enviado recado a
su casa para que acudiese a verlo cuanto antes,
pues tenía algo que comunicarle. Pero llegó
demasiado tarde. Fue un barbero para sangrarla,
pero la mujer había muerto.
– ¡Se ha matado de una borrachera! – dijo el
alcalde.
La carta que daba cuenta del fallecimiento del
hermano contenía también copia del testamento,
en el cual se legaban seiscientos florines a la
viuda del guantero, que en otro tiempo sirviera
en la casa de sus padres. Aquel dinero debería
pagarse, contante y sonante, a la legataria o a su
hijo.
– Algo hubo entre ellos – dijo el alcalde -.
Menos mal que se ha marchado; toda la
cantidad será para el hijo; lo confiaré a personas
honradas, para que hagan de él un artesano
bueno y capaz.
Dios dio su bendición a aquellas palabras.
El alcalde llamó al niño a su presencia, le
prometió cuidar de él, y le dijo que era mejor
que su madre hubiese muerto, pues no valía
para nada.
Condujeron el cuerpo al cementerio, al
cementerio de los pobres; la coja plantó un
pequeño rosal sobre la tumba, mientras el
muchachito permanecía de pie a su lado.
– ¡Madre mía! – dijo, deshecho en lágrimas -.
¿Es verdad que no valía para nada?
– ¡Oh, sí, valía! – exclamó la vieja, levantando
los ojos al cielo.
– Hace muchos años que yo lo sabía, pero
especialmente desde la noche última. Te digo
que sí valía, y que lo mismo dirá Dios en el
cielo. ¡No importa que el mundo siga afirmando
que no valía para nada!.
La Casa Vieja
Había en una callejuela una casa muy vieja,
muy vieja; tenía casi trescientos años, según
podía leerse en las vigas, en las que estaba
escrito el año, en cifras talladas sobre una
guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había
también versos escritos en el estilo de los
tiempos pasados, y sobre cada una de las
ventanas en la viga, se veía esculpida una cara
grotesca, a modo de caricatura. Cada piso
sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado
habían puesto una gotera con cabeza de dragón;
el agua de lluvia salía por sus fauces, pero
también por su barriga, pues la canal tenía un
agujero.
Todas las otras casas de la calle eran nuevas y
bonitas, con grandes cristales en las ventanas y
paredes lisas; bien se veía que nada querían
tener en común con la vieja, y seguramente
pensaban:
«¿Hasta cuándo seguirá este viejo armatoste,
para vergüenza de la calle? Además, el balcón
sobresale de tal modo que desde nuestras
ventanas nadie puede ver lo que pasa allí. La
escalera es ancha como la de un palacio y alta
como la de un campanario. La barandilla de
hierro parece la puerta de un panteón, y además
tiene pomos de latón. ¡Habráse visto!».
Frente por frente había también casas nuevas
que pensaban como las anteriores; pero en una
de sus ventanas vivía un niño de coloradas
mejillas y ojos claros y radiantes, al que le
gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como
a la de la luna. Se entretenía mirando sus
decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras
imaginando los cuadros más singulares y el
aspecto que años atrás debía de ofrecer la calle,
con sus escaleras, balcones y puntiagudos
hastiales; veía pasar soldados con sus alabardas
y correr los canalones como dragones y
vestiglos. Era realmente una casa notable. En el
piso alto vivía un anciano que vestía calzón
corto, casaca con grandes botones de latón y
una majestuosa peluca. Todas las mañanas iba a
su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la
limpieza y hacía los recados; aparte él, el
anciano de los calzones cortos vivía
completamente solo en la vetusta casona. A
veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo
saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le
correspondía de igual modo. Así se conocieron,
y entre ellos nació la amistad, a pesar de no
haberse hablado nunca; pero esto no era
necesario.
El chiquillo oyó cómo sus padres decían:
– El viejo de enfrente parece vivir con
desahogo, pero está terriblemente solo.
El domingo siguiente el niño cogió un objeto, lo
envolvió en un pedazo de papel, salió a la
puerta y dijo al mandadero del anciano:
– Oye, ¿quieres hacerme el favor de dar esto de
mi parte al anciano señor que vive arriba?
Tengo dos soldados de plomo y le doy uno,
porque sé que está muy solo.
El viejo sirviente asintió con un gesto de agrado
y llevó el soldado de plomo a la vieja casa.
Luego volvió con el encargo de invitar al niño a
visitar a su vecino, y el niño acudió, después de
pedir permiso a sus padres.
Los pomos de latón de la barandilla de la
escalera brillaban mucho más que de
costumbre; diríase que los habían pulimentado
con ocasión de aquella visita; y parecía que los
trompeteros de talla, que estaban esculpidos en
la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con
todas sus fuerzas y con los carrillos mucho más
hinchados que lo normal. «¡Taratatrá! ¡Que
viene el niño! ¡Taratatrá!», tocaban; y se abrió
la puerta. Todas las paredes del vestíbulo
estaban cubiertas de antiguos cuadros
representando caballeros con sus armaduras y
damas vestidas de seda; y las armas rechinaban,
y las sedas crujían. Venía luego una escalera
que, después de subir un buen trecho, volvía a
bajar para conducir a una azotea muy decrépita,
con grandes agujeros y largas grietas, de las que
brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el
patio y las paredes estaban revestidas de verdor,
y aun no siendo más que un terrado, parecía un
jardín. Había allí viejas macetas con caras
pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero
las flores crecían a su antojo, como plantas
silvestres. De uno de los tiestos se
desparramaban en todos sentidos las ramas y
retoños de una espesa clavellina, y los retoños
hablaban en voz alta, diciendo: «¡He recibido la
caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha
prometido una flor para el domingo, una
florecita para el domingo!».
Pasó luego a una habitación cuyas paredes
estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado
de flores doradas.
El dorado se desluce
pero el cuero queda,
decían las paredes.
Había sillones de altos respaldos, tallados de
modo pintoresco y con brazos a ambos lados.
«¡Siéntese! ¡Tome asiento! -decían-. ¡Ay!
¡Cómo crujo! Seguramente tendré la gota, como
el viejo armario. La gota en la espalda, ¡ay!».
Finalmente, el niño entró en la habitación del
mirador, en la cual estaba el anciano.
– Muchas gracias por el soldado de plomo,
amiguito mío -dijo el viejo-. Y mil gracias
también por tu visita.
«¡Gracias, gracias!», o bien «¡crrac, crrac!», se
oía de todos los muebles. Eran tantos, que casi
se estorbaban unos a otros, pues, todos querían
ver al niño.
En el centro de la pared colgaba el retrato de
una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil,
pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado
y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni
«gracias» ni «crrac», pero miraba al pequeño
con ojos dulces. Éste preguntó al viejo:
-¿ De dónde lo has sacado?
– Del ropavejero de enfrente -respondió el
hombre-. Tiene muchos retratos. Nadie los
conoce ni se preocupa de ellos, pues todos están
muertos y enterrados; pero a ésta la conocí yo
en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que
murió.
Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y
cubierto con cristal, un ramillete de flores
marchitas; seguramente habrían sido cogidas
también medio siglo atrás, tan viejas parecían.
El péndulo del gran reloj marcaba su tictac, y
las manecillas giraban, y todas las cosas de la
habitación se iban volviendo aún más viejas;
pero ellos no lo notaron.
– En casa dicen -observó el niño- que vives muy
solo.
– ¡Oh! -sonrió el anciano-, no tan solo como
crees. A menudo vienen a visitarme los viejos
pensamientos, con todo lo que traen consigo, y,
además, ahora has venido tú. No tengo por qué
quejarme.
Entonces sacó del armario un libro de estampas,
entre las que figuraban largas comitivas, coches
singularísimos como ya no se ven hoy día,
soldados y ciudadanos con las banderas de las
corporaciones: la de los sastres llevaba unas
tijeras sostenidas por dos leones; la de los
zapateros iba adornada con un águila, sin
zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues
los zapateros lo quieren tener todo doble, para
poder decir: es un par. ¡Qué hermoso libro de
estampas!
El anciano pasó a otra habitación a buscar
golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la
vieja casa no carecía de encantos.
– No lo puedo resistir! -exclamó de súbito
el soldado de plomo desde su sitio
encima de la cómoda-. Esta casa está
sola y triste. No; quien ha conocido la
vida de familia, no puede habituarse a
esta soledad. ¡No lo resisto! El día se
hace terriblemente largo, y la noche,
más larga aún. Aquí no es como en tu
casa, donde tu padre y tu madre charlan
alegremente, y donde tú y los demás
chiquillos estáis siempre alborotando.
¿Cómo puede el viejo vivir tan solo?
¿Imaginas lo que es no recibir nunca un
beso, ni una mirada amistosa, o un árbol
de Navidad? Una tumba es todo lo que
espera. ¡No puedo resistirlo!
El Niño Travieso
Érase una vez un anciano poeta, muy bueno y
muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa,
el tiempo se puso muy malo; fuera llovía a
cántaros, pero el anciano se encontraba muy a
gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa, en
la que ardía un buen fuego y se asaban
manzanas.
– Ni un pelo de la ropa les quedará seco a los
infelices que este temporal haya pillado fuera de
casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos
sentimientos.
– ¡Ábrame! ¡Tengo frío y estoy empapado! –
gritó un niño desde fuera. Y llamaba a la puerta
llorando, mientras la lluvia caía furiosa, y el
viento hacía temblar todas las ventanas.
– ¡Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta.
Estaba ante ella un rapazuelo completamente
desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos
rubios. Tiritaba de frío; de no hallar refugio,
seguramente habría sucumbido, víctima de la
inclemencia del tiempo.
– ¡Pobre pequeño! -exclamó el compasivo
poeta, cogiéndolo de la mano-. ¡Ven conmigo,
que te calentaré! Voy a darte vino y una
manzana, porque eres tan precioso.
Y lo era, en efecto. Sus ojos parecían dos
límpidas estrellas, y sus largos y ensortijados
bucles eran como de oro puro, aun estando
empapados. Era un verdadero angelito, pero
estaba pálido de frío y tirítaba con todo su
cuerpo. Sostenía en la mano un arco magnifico,
pero estropeado por la lluvia; con la humedad,
los colores de sus flechas se habían borrado y
mezclado unos con otros.
El poeta se sentó junto a la estufa, puso al
chiquillo en su regazo, escurrióle el agua del
cabello, le calentó las manitas en las suyas y le
preparó vino dulce. El pequeño no tardó en
rehacerse: el color volvió a sus mejillas, y,
saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del
anciano poeta.
– ¡Eres un rapaz alegre! -dijo el viejo-. ¿Cómo
te llamas?
– Me llamo Amor -respondió el pequeño-. ¿No
me conoces? Ahí está mi arco, con el que
disparo, puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el
buen tiempo, y la luna brilla.
– Pero tienes el arco estropeado -observó el
anciano.
– ¡Mala cosa sería! -exclamó el chiquillo, y,
recogiéndolo del suelo, lo examinó con
atención-. ¡Bah!, ya se ha secado; no le ha
pasado nada; la cuerda está bien tensa. ¡Voy a
probarlo! -. Tensó el arco, púsole una flecha y,
apuntando, disparó certero, atravesando el
corazón del buen poeta.- ¡Ya ves que mi arco no
está estropeado! -dijo, y, con una carcajada, se
marchó. ¡Habíase visto un chiquillo más malo!
¡Disparar así contra el viejo poeta, que lo había
acogido en la caliente habitación, se había
mostrado tan bueno con él y le había dado tan
exquisito vino y sus mejores manzanas!
El buen señor yacía en el suelo, llorando;
realmente le habían herido en el corazón.
-¡Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo
contaré a todos los chiquillos buenos, para que
estén precavidos y no jueguen con él, pues
procurará causarles algún daño.
Todos los niños y niñas buenos a quienes contó
lo sucedido se pusieron en guardia contra las
tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de
las suyas, pues realmente es de la piel del
diablo. Cuando los estudiantes salen de sus
clases, él marcha a su lado, con un libro debajo
del brazo y vestido con levita negra. No lo
reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que
es también un estudiante, y entonces él les clava
una flecha en el pecho. Cuando las muchachas
vienen de escuchar al señor cura y han recibido
ya la confirmación él las sigue también. Sí,
siempre va detrás de la gente. En el teatro se
sienta en la gran araña, y echa llamas para que
las personas crean que es una lámpara, pero
¡quiá!; demasiado tarde descubren ellas su
error. Corre por los jardines y en torno a las
murallas. Sí, un día hirió en el corazón a tu
padre y a tu madre. Pregúntaselo, verás lo que
te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso
este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a
todo el mundo. Piensa que un día disparó, una
flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso
hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo
olvida. ¡Caramba con este diablillo de Amor!
Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que
es.
Las Flores de la Pequeña Ida
– ¡Mis flores se han marchitado! -exclamó la
pequeña Ida.
– Tan hermosas como estaban anoche, y ahora
todas sus hojas cuelgan mustias. ¿Por qué será
esto? -preguntó al estudiante, que estaba
sentado en el sofá. Le tenía mucho cariño, pues
sabía las historias más preciosas y divertidas, y
era muy hábil además en recortar figuras
curiosas: corazones con damas bailando, flores
y grandes castillos cuyas puertas podían abrirse.
Era un estudiante muy simpático.
– ¿Por qué ponen una cara tan triste mis flores
hoy? -dijo, señalándole un ramillete
completamente marchito.
– ¿No sabes qué les ocurre? -respondió el
estudiante-. Pues que esta noche han ido al
baile, y por eso tienen hoy las cabezas
colgando.
– ¡Pero si las flores no bailan! -repuso Ida.
– ¡Claro que sí! -dijo el estudiante-. En cuanto
oscurece y nosotros nos acostamos, ellas
empiezan a saltar y bailar. Casi todas las noches
tienen sarao.
– ¿Y los niños no pueden asistir?
– Claro que sí -contestó el estudiante-. Las
margaritas y los muguetes muy pequeñitos.
– ¿Dónde bailan las flores? -siguió preguntando
la niña.
– ¿No has ido nunca a ver las bonitas flores del
jardín del gran palacio donde el Rey pasa el
verano?. Claro que has ido, y habrás visto los
cisnes que acuden nadando cuando haces señal
de echarles migas de pan. Pues allí hacen unos
bailes magníficos, te lo digo yo.
– Ayer estuve con mamá -dijo Ida-; pero habían
caído todas las hojas de los árboles, ya no
quedaba ni una flor. ¿Dónde están? ¡Tantas
como había en verano!
– Están dentro del palacio -respondió el
estudiante-. Has de saber que en cuanto el Rey y
toda la corte regresan a la ciudad, todas las
flores se marchan corriendo del jardín y se
instalan en palacio, donde se divierten de lo
lindo. ¡Tendrías que verlo! Las dos rosas más
preciosas se sientan en el trono y hacen de Rey
y de Reina. Las rojas gallocrestas se sitúan de
pie a uno y otro lado y hacen reverencias; son
los camareros. Vienen luego las flores más
lindas y empieza el gran baile; las violetas
representan guardias marinas, y bailan con los
jacintos y los azafranes, a los que llaman
señoritas. Los tulipanes y las grandes azucenas
de fuego son damas viejas que cuidan de que se
baile en debida forma y de que todo vaya bien.
– Pero -preguntó la pequeña Ida-, ¿nadie les dice
nada a las flores por bailar en el palacio real?
– El caso es que nadie está en el secreto -,
respondió el estudiante-. Cierto que alguna vez
que otra se presenta durante la noche el viejo
guardián del castillo, con su manojo de llaves,
para cerciorarse de que todo está en regla; pero
no bien las flores oyen rechinar la cerradura, se
quedan muy quietecitas, escondidas detrás de
los cortinajes y asomando las cabecitas. «Aquí
huele a flores», dice el viejo guardián, «pero no
veo ninguna».
– ¡Qué divertido! -exclamó Ida, dando una
palmada-. ¿Y no podría yo ver las flores?
– Sí -dijo el estudiante-. Sólo tienes que
acordarte, cuando salgas, de mirar por la
ventana; enseguida las verás. Yo lo hice hoy. En
el sofá había estirado un largo lirio de Pascua
amarillo; era una dama de la corte.
– ¿Y las flores del Jardín Botánico pueden ir
también, con lo lejos que está?
– Sin duda -respondió el estudiante -, ya que
pueden volar, si quieren. ¿No has visto las
hermosas mariposas, rojas, amarillas y blancas?
Parecen flores, y en realidad lo han sido. Se
desprendieron del tallo, y, agitando las hojas
cual si fueran alas, se echaron a volar; y como
se portaban bien, obtuvieron permiso para volar
incluso durante el día, sin necesidad de volver a
la planta y quedarse en sus tallos, y de este
modo las hojas se convirtieron al fin en alas de
veras. Tú misma las has visto. Claro que a lo
mejor las flores del Jardín Botánico no han
estado nunca en el palacio real, o ignoran lo
bien que se pasa allí la noche. ¿Sabes qué? Voy
a decirte una cosa que dejaría pasmado al
profesor de Botánica que vive cerca de aquí ¿lo
conoces, no? Cuando vayas a su jardín contarás
a una de sus flores lo del gran baile de palacio;
ella lo dirá a las demás, y todas echarán a volar
hacia allí. Si entonces el profesor acierta a salir
al jardín, apenas encontrará una sola flor, y no
comprenderá adónde se han metido.
– Pero, ¿cómo va la flor a contarlo a las otras?
Las flores no hablan.
– Lo que se dice hablar, no -admitió el
estudiante-, pero se entienden con signos ¿No
has visto muchas veces que, cuando sopla un
poco de brisa, las flores se inclinan y mueven
sus verdes hojas? Pues para ellas es como si
hablasen.
– ¿Y el profesor entiende sus signos? -preguntó
Ida.
– Supongo que sí. Una mañana salió al jardín y
vio cómo una gran ortiga hacía signos con las
hojas a un hermoso clavel rojo. «Eres muy
lindo; te quiero», decía. Mas el profesor, que no
puede sufrir a las ortigas, dio un manotazo a la
atrevida en las hojas que son sus dedos; mas la
planta le pinchó, produciéndole un fuerte
escozor, y desde entonces el buen señor no se
ha vuelto a meter con las ortigas.
– ¡Qué divertido! -exclamó Ida, soltando la
carcajada.
– ¡Qué manera de embaucar a una criatura! –
refunfuñó el aburrido consejero de Cancillería,
que había venido de visita y se sentaba en el
sofá. El estudiante le era antipático, y siempre
gruñía al verle recortar aquellas figuras tan
graciosas: un hombre colgando de la horca y
sosteniendo un corazón en la mano – pues era
un robador de corazones -, o una vieja bruja
montada en una escoba, llevando a su marido
sobre las narices. Todo esto no podía sufrirlo el
anciano señor, y decía, como en aquella
ocasión:
– ¡Qué manera de embaucar a una criatura!
¡Vaya fantasías tontas!
Mas la pequeña Ida encontraba divertido lo que
le contaba el estudiante acerca de las flores, y
permaneció largo rato pensando en ello. Las
flores estaban con las cabezas colgantes,
cansadas, puesto que habían estado bailando
durante toda la noche. Seguramente estaban
enfermas. Las llevó, pues, junto a los demás
juguetes, colocados sobre una primorosa mesita
cuyo cajón estaba lleno de cosas bonitas. En la
camita de muñecas dormía su muñeca Sofía, y
la pequeña Ida le dijo:
– Tienes que levantarte, Sofía; esta noche habrás
de dormir en el cajón, pues las pobrecitas flores
están enfermas y las tengo que acostar en la
cama, a ver si se reponen -. Y sacó la muñeca,
que parecía muy enfurruñada y no dijo ni pío; le
fastidiaba tener que ceder su cama.
Ida acostó las flores en la camita, las arropó con
la diminuta manta y les dijo que descansasen
tranquilamente, que entretanto les prepararía té
para animarlas y para que pudiesen levantarse al
día siguiente. Corrió las cortinas en torno a la
cama para evitar que el sol les diese en los ojos.
Durante toda la velada estuvo pensando en lo
que le había contado el estudiante; y cuando iba
a acostarse, no pudo contenerse y miró detrás de
las cortinas que colgaban delante de las
ventanas, donde estaban las espléndidas flores
de su madre, jacintos y tulipanes, y les dijo en
voz muy queda:
– ¡Ya sé que esta noche bailaréis! -. Las flores
se hicieron las desentendidas y no movieron ni
una hoja. Mas la pequeña Ida sabía lo que sabía.
Ya en la cama, estuvo pensando durante largo
rato en lo bonito que debía ser ver a las bellas
flores bailando allá en el palacio real. «¿Quién
sabe si mis flores no bailarán también?». Pero
quedó dormida enseguida.
Despertó a medianoche; había soñado con las
flores y el estudiante a quien el señor Consejero
había regañado por contarle cosas tontas. En el
dormitorio de Ida reinaba un silencio absoluto;
la lámpara de noche ardía sobre la mesita, y
papá y mamá dormían a pierna suelta.
-¿Estarán mis flores en la cama de Sofía? -se
preguntó-. Me gustaría saberlo -. Se incorporó
un poquitín y miró a la puerta, que estaba
entreabierta. En la habitación contigua estaban
sus flores y todos sus juguetes. Aguzó el oído y
le pareció oír que tocaban el piano, aunque muy
suavemente y con tanta dulzura como nunca lo
había oído. «Sin duda todas las flores están
bailando allí», pensó. «¡Cómo me gustaría
verlo!». Pero no se atrevía a levantarse, por
temor a despertar a sus padres.
– ¡Si al menos entrasen en mi cuarto!- dijo; pero
las flores no entraron, y la música siguió
tocando primorosamente. Al fin, no pudo
resistir más, aquello era demasiado hermoso.
Bajó quedita de su cama, se dirigió a la puerta y
miró al interior de la habitación. ¡Dios santo, y
qué maravillas se veían!