Erase una vez un hombre que tenía proyectado
un gran viaje, y al despedirse les preguntó
a sus tres hijas qué querían que les trajera.
La mayor quiso perlas, la segunda
diamantes, pero la tercera dijo:
-Querido padre, yo quiero una alondra
cantarina y saltarina.
-Sí, si la puedo conseguir la tendrás -dijo el
padre, y besó a las tres y se marchó.
Cuando le llegó el momento de regresar de
nuevo a casa tenía las perlas y los diamantes
para las dos mayores, pero la alondra cantarina
y saltarina para la más pequeña la había
buscado en vano por todas partes, y eso le daba
mucha pena, pues en realidad era su hija
favorita.
Su camino le llevó entonces por un bosque, y
en mitad de él había un magnífico palacio, y
cerca del palacio había un árbol, y arriba del
todo, en la copa del árbol, vio una alondra que
cantaba y saltaba.
-¡Vaya, me vienes que ni pintada! -exclamó.
Se puso muy contento y llamó a su criado y
le mandó que se subiera al árbol y atrapara al
animalito. Pero en cuanto éste se acercó al árbol
saltó de él un león y se sacudió y pegó tal
rugido que temblaron todas las hojas de los
árboles.
-¡Al que pretenda robarme mi alondra
cantarina y saltarina me lo como!
Entonces dijo el hombre:
-No sabía que el pájaro te pertenecía. ¿No
me lo podrías vender?
-¡No! -dijo el león-. No hay nada que te
pueda salvar, a no ser que me prometas darme
lo primero que te encuentres al llegar a casa. Si
lo haces, te perdonaré la vida y además te daré
el pájaro para tu hija.
El hombre, sin embargo, no quería y dijo:
-Podría ser mi hija pequeña, que es la que
más me quiere y siempre sale corriendo a mi
encuentro cuando vuelvo a casa.
Pero al criado le entró miedo y dijo:
-¡También podría ser un gato o un perro!
El hombre entonces se dejó convencer, cogió
con el corazón muy triste la alondra cantarina y
saltarina y le prometió al león que le daría lo
primero con lo que se encontrara en casa.
Y cuando entró en su casa lo primero que se
encontró no fue sino a su hija menor y más
querida, que vino corriendo y le besó y le
abrazó, y cuando vio que había traído una
alondra cantarina y saltarina se alegró todavía
más.
El padre, sin embargo, no pudo alegrarse,
sino que se echó a llorar y dijo:
-¡Ay, qué dolor, mi querida niña! ¡El
pequeño pájaro bien caro lo he comprado, pues
por él he tenido que prometer que te daría a un
león salvaje, y cuando te tenga te hará pedazos
y te comerá!
Y entonces le contó todo lo que había
ocurrido y le suplicó que no fuera, pasara lo que
pasara. Pero ella le consoló y le dijo:
-Queridísimo padre, si lo habéis prometido
tenéis que cumplir vuestra palabra; iré y ya
apaciguaré yo al león para poder volver sana y
salva a casa con vos.
A la mañana siguiente hizo que le indicaran
el camino y se internó confiada en el bosque. El
león, sin embargo, era un príncipe encantado y
durante el día era un león y con él toda su gente
se convertía en león, pero por la noche todos
recuperaban su figura habitual.
Cuando ella llegó la trató con muchísima
amabilidad y se celebró la boda, y por la noche
él era un hombre muy guapo, y a partir de
entonces velaron por la noche y durmieron
durante el día y vivieron felices juntos durante
una larga temporada.
Una vez llegó él y dijo:
-Mañana hay una fiesta en casa de tu padre
porque se casa tu hermana la mayor; si te
apetece ir te llevarán mis leones.
Ella dijo que sí, que le gustaría volver a ver a
su padre, y se fue allí y los leones la
acompañaron.
Cuando llegó hubo una gran alegría, pues
todos creían que había muerto hacía ya mucho
tiempo despedazada por el león.
Ella, sin embargo, les contó lo bien que le
iba y se quedó con ellos mientras duró la boda;
luego regresó de nuevo al bosque.
Cuando la segunda hija se casó y a ella la
invitaron de nuevo a la boda le dijo al león:
-Esta vez no quiero estar sola; tienes que
venirte conmigo.
El león, sin embargo, no quiso y le dijo que
eso era demasiado peligroso para él, pues si le
daba allí el rayo de alguna luz se transformaría
en una paloma y tendría que volar durante siete
años con las palomas. Pero ella no le dejó en
paz y le dijo que ya cuidaría de él y le protegería
de cualquier luz.
Así que se fueron los dos juntos y se llevaron
también a su pequeño hijo. Ella, sin embargo,
hizo que levantaran allí, alrededor de un salón,
un muro tan fuerte y tan grueso que no
penetrara ningún rayo, y allí tendría que
quedarse él cuando encendieran las luces de la
boda. Pero la puerta estaba hecha de madera
fresca y saltó y se abrió en ella una pequeña
grieta de la que nadie se dio cuenta.
Entonces se celebró la boda con gran boato,
pero cuando la comitiva salió de la iglesia y
pasó con muchísimas antorchas y velas al lado
del salón un rayo muy, muy fino cayó sobre el
príncipe, y en el mismo momento en que le rozó
se transformó, y cuando ella entró a buscarle no
le vio; allí lo único que había era una paloma
que le dijo:
-Siete años tengo que volar ahora por el
inundo, pero cada siete pasos dejaré caer una
roja gota de sangre y una pluma blanca que te
señalarán el camino, y si me sigues podrás
salvarme.
La paloma entonces salió volando por la
puerta y ella la siguió, y cada siete pasos caía
una gotita de sangre roja y una plumita blanca y
le señalaban el camino. Así, anduvo por el
ancho mundo sin parar y sin mirar atrás y sin
descansar, y ya casi habían pasado los siete
años; entonces se alegró mucho y pensó que ya
estaban salvados, pero aún le faltaba mucho
para eso.
Una vez, según iba andando, ya no cayó
ninguna plumita ni ninguna gotita roja de
sangre, y cuando abrió bien los ojos la paloma
había desaparecido. Y como pensó que ahí los
hombres no podían ayudarla, se subió al sol y le
dijo:
-Tú brillas sobre todas las cumbres y todas
las quebradas, ¿no has visto volar una blanca
palomita?
-No -le contestó el sol-, no he visto ninguna,
pero te regalo una cajita; ábrela cuando estés en
un gran apuro.
Le dio las gracias al sol y siguió adelante
hasta que se hizo de noche y salió la luna;
entonces le preguntó:
-Tú brillas toda la noche sobre todos los
campos y bosques, ¿no has visto volar ninguna
paloma blanca?
-No -dijo la luna-, no he visto ninguna, pero
te regalo un huevo; cáscalo cuando estés en un
gran apuro.
Le dio las gracias a la luna y siguió adelante
hasta que sopló el viento nocturno, y entonces
le preguntó:
-Tú soplas por todos los árboles y por debajo
de todas las hojitas, ¿no has visto volar ninguna
paloma blanca?
-No -dijo el viento nocturno-, no he visto
ninguna, pero les preguntaré a los otros tres
vientos, quizás ellos la hayan visto.
El viento del este y el viento del oeste
vinieron y dijeron que ellos no habían visto
nada, pero el viento del sur dijo:
-La blanca paloma la he visto yo. Se ha ido
volando al mar Rojo y allí se ha convertido de
nuevo en un león, pues ya han pasado los siete
años, y allí está luchando contra un dragón, pero
el dragón es una princesa encantada.
Entonces el viento nocturno le dijo a ella:
-Te voy a dar un consejo: vete al mar Rojo;
en la orilla derecha hay grandes cañas, cuéntalas
y córtate para ti la undécima y golpea con ella al
dragón; así el león podrá vencerlo y ambos
recuperarán también su figura humana. Luego
mira a tu alrededor y verás en la orilla del mar
Rojo al pájaro grifo; móntate en su lomo con tu
amado y el pájaro os cruzará el mar y os llevará
hasta casa. Aquí tienes también una nuez;
cuando estés en mitad del mar déjala caer e
inmediatamente se abrirá y crecerá sobre las
aguas un gran nogal en el que el grifo
descansará; si no pudiera descansar no sería lo
suficientemente fuerte para llevaros al otro lado
y si se te olvida dejar caer la nuez os arrojará al
mar.
Ella entonces fue y se lo encontró todo tal
como el viento nocturno había dicho, y cortó la
undécima caña y golpeó con ella al dragón e
inmediatamente el león le venció y ambos
recuperaron su cuerpo humano. Y cuando la
princesa, que antes era un dragón, se vio libre el
hombre la cogió en brazos, se montó en el
pájaro grifo y se la llevó de allí con él. Así que
la pobre, que había andado tanto, se quedó allí
abandonada de nuevo, pero dijo:
-Seguiré andando mientras el viento sople y
el gallo cante hasta que le encuentre.
Y siguió andando y recorrió largos, largos
caminos, hasta que finalmente llegó al palacio
en el que ambos vivían juntos; allí oyó que
pronto se iba a celebrar una fiesta en la que los
dos iban a casarse. Pero ella dijo:
-¡Dios me ayudará aún!
Y cogió la cajita que le había dado el sol y
dentro había un vestido tan reluciente como el
propio sol. Lo sacó y se lo puso, y subió al
palacio y todos se la quedaron mirando, hasta la
propia novia; y le gustó tanto el vestido que
pensó que podría ser su traje de novia y le
preguntó si no se lo podría vender.
-No lo vendo ni por dinero ni por bienes –
contestó-, pero sí por carne y por sangre.
La novia le preguntó qué quería decir con
eso y ella entonces contestó:
-Dejadme pasar una noche en la cámara
donde duerme el novio.
La novia no quería, pero al mismo tiempo
deseaba tener el vestido, así que finalmente
accedió, pero el ayuda de cámara tuvo que darle
de beber al príncipe un somnífero.
Cuando era ya de noche y el príncipe estaba
durmiendo la condujeron a la cámara y entonces
se sentó junto a la cama y dijo:
-Te he estado siguiendo siete años, he estado
con el sol, la luna y los vientos preguntando por
ti y te he ayudado a vencer al dragón, ¿es que
vas a olvidarte de mí por completo?
Pero el príncipe estaba tan profundamente
dormido que solamente le pareció como si el
viento zumbara fuera entre los abetos.
Cuando amaneció la volvieron a sacar de allí
y tuvo que entregar el vestido dorado; y como
eso tampoco le había servido de nada, se puso
muy triste, salió a un prado, se sentó y se echó a
llorar.
Y mientras estaba allí sentada se acordó del
huevo que le había dado la luna y lo cascó. ¡Oh!
¡De él salió una gallina clueca con doce pollitos
enteramente de oro que se pusieron a corretear a
su alrededor piando y luego se metieron de
nuevo bajo las alas de su madre, que no se
podía ver cosa más hermosa en el mundo entero!
Ella entonces se puso de pie y los hizo
corretear por el prado delante de ella hasta que
la novia miró por la ventana y al ver a los
animalitos le gustaron tanto que bajó
inmediatamente y le preguntó si no se los podría
vender.
-No los vendo ni por dinero ni por bienes,
pero sí por carne y por sangre. Dejadme dormir
otra noche en la cámara donde duerme el novio.
La novia dijo que sí y quiso engañarla como
la noche anterior, pero cuando el príncipe se fue
a la cama le preguntó a su ayuda de cámara qué
habían sido los murmullos y los susurros de la
noche anterior.
Entonces el ayuda de cámara se lo contó
todo: que le había tenido que dar de beber un
somnífero porque una pobre muchacha había
dormido en secreto en la cámara y que esa
noche le tenía que dar a beber otro. El príncipe
dijo:
-Vierte la bebida al lado de la cama.
Y por la noche la llevaron otra vez dentro y
cuando empezó a contar de nuevo su aciago
destino él reconoció enseguida por su voz que
era su querida esposa, y saltó de la cama y dijo:
-Ahora sí que estoy salvado de verdad.
Estaba como en un sueño, pues la princesa
extranjera me había hechizado para que te
olvidara, pero Dios me ha ayudado en el
momento oportuno.
Entonces los dos salieron a escondidas del
palacio en mitad de la noche, pues temían al
padre de la princesa, que era un mago.
Y se montaron en el pájaro grifo y éste los
llevó sobre el mar Rojo, y cuando estaban en
medio de él ella dejó caer la nuez.
Inmediatamente creció un gran nogal y el pájaro
descansó en él, y luego los llevó hasta su casa,
donde encontraron a su hijo, que se había hecho
grande y hermoso, y a partir de entonces
vivieron felices hasta el fin de sus días.
La Casa donde Murió
– I –
Camino del pueblo de B…, situado cerca de
la capital de una provincia cuyo nombre no
hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado
por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando
el prometido de la joven, y yo.
Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba
porque empezaba el mes de Agosto, y
los cuatro guardábamos silencio. La señora de
López rezaba mentalmente para que Dios nos
llevase con bien al término de nuestro viaje;
Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando
que no reparaba en ello, y yo contemplaba la
deliciosa campiña por la que rodaba nuestro
coche.
Serían las seis cuando el carruaje se detuvo
a la entrada del pueblo; bajamos y nos
dirigimos a una capilla donde se veneraba a
Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la
madre de Cristina tenía particular devoción.
Mientras esta señora y su hija recitaban algunas
oraciones, Fernando me rogó que le siguiera
al cementerio, situado muy cerca de
allí, donde estaba su padre enterrado. Le
complací y penetramos en un patio cuadrado,
con las tapias blanqueadas, y en el que se
observaban algunas cruces de piedra o de
madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias
varias inscripciones un tanto confusas. En un
rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi
compañero no pareció fijarse al pronto.
Me enseñó la tumba de su padre, que era
sencilla, de mármol blanco, y comprendí que
no era únicamente por verla por lo que el joven
había llegado hasta allí. Observé que buscaba
alguna cosa que no encontraba, hasta
que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida
y desgreñada, que le estaba mirando
atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba
a alejarse, cuando la anciana se levantó y le
llamó por su nombre, obligándole a detenerse.
-¿Qué desea V., madre María? -la preguntó
en un tono que quería parecer sereno.
-Lo de siempre -contestó la vieja, en cuya
mirada noté cierto extravío-, preguntarte en
dónde has ocultado a mi niña. Diez años hace
que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me
han dicho en el pueblo que vienes aquí para
celebrar tu boda con otra.
-No ignora V., madre María, que su hija
murió hace diez años y que yo pagué su entierro
para que su hermoso cuerpo descansase
en este campo-santo. A mi vez le pregunto:
¿dónde se encuentra la tumba de la pobre
Teresa?
-¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué
la cruz que me indicaba el lugar donde me
decían que estaba ella, y ¿sabes lo que vi? Un
hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente
removida. Había cumplido el plazo,
y como nadie cuidó de renovarlo y pagar,
aquel rincón no pertenecía ya a mi hija y la
habían echado a la fosa donde arrojan a los
pobres, a los que entierran de limosna.
-¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero
para esa renovación -exclamó Fernando.
-No digo que no, pero la persona a quien
tú escribiste estaba gravemente enferma, en
dos meses no abrió tu carta y entonces ya era
tarde.
El joven bajó la cabeza y no replicó.
-¿Con quién te casas? -le preguntó la vieja.
-Con la señorita Cristina López.
-¿Y cuándo te casas?
-Dentro de tres días.
-Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu
desposada y no tardará en venir a buscarte.
-Madre María -dijo con tristeza el joven-,
Teresa no puede venir; los muertos no salen
de los sepulcros.
-Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy
vete en paz.
-Adiós -murmuró Fernando, dirigiéndose
hacia la salida del cementerio, donde yo le
seguí.
-Sin duda te habrá extrañado lo que acabas
de ver y oír -me dijo apenas estuvimos
fuera-; pero no será así cuando te cuente esa
historia de los primeros años de mi juventud,
que deseo conozcas en todos sus detalles.
Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin
duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas
visitan la casa que hemos de habitar y en la
que está mi tía, la futura madrina de mi boda
y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás
todo.
Cristina y su madre nos esperaban, en
efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía
de Fernando, que estaba situada en la plaza
del pueblo, haciendo esquina a una calle estrecha
y sombría, en la que, sin saber por
qué, entré con una profunda tristeza.
La tía del joven no me agradó; era una señora
de unos cincuenta años, alta, delgada,
con ojos grises muy pequeños, nariz larga
que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y
cabellos casi blancos recogidos en una gorra
de color oscuro. Estaba muy enferma, y como
había servido de madre a Fernando, este
había suplicado a la señora de López que la
boda se celebrase en el pueblo, para evitar a
su tía las molestias de un viaje que, aunque
corto; hubiera sido sumamente penoso para
ella.
Mientras Cristina y las dos señoras visitaban
la casa y recibían a los numerosos amigos
que acudieron al saber su llegada, Fernando,
que se había obstinado en no subir al piso
superior, me llamó, me hizo sentar a su lado,
y empezó la prometida historia en estos términos:
-Hace once años, cuando solo tenía yo
veinte y había acabado la carrera de abogado
en Madrid, mi padre me envió una temporada
a este pueblo para que hiciese una visita a su
única hermana, que es esa señora a quien
acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me
había educado sin sus consejos, lejos también
de mi padre, al que retenían fuera de su casa
constantes ocupaciones; así es, que puedo
asegurar que desconocía casi totalmente lo
que eran los goces de familia. Aunque heredero
de una mediana fortuna, no debía entrar
en posesión de ella hasta mi mayor edad;
tenía muchos compañeros de estudios, pero
ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir
que, hallándome casi solo en el mundo, me
apresuré a aceptar con júbilo lo que mi padre
me proponía, poniéndome en camino para
este pueblo con el alma inundada de dulces
emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo
esperaba? Seguramente no. Mi tía, a la que
no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva,
por más que se mostrara desde luego cariñosa
y tolerante conmigo; el pueblo me pareció
triste, a pesar de sus jardines y de las
pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes
poco simpáticos, aunque todos me saludaban
con afecto. Me dediqué a la caza,
estudié un tanto la botánica, y así se pasó un
mes, durante el cual llegué a reconciliarme
con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.
Una mañana, al volver a casa, encontré, al
pasar por una de las habitaciones, a una muchacha
de quince a diez y seis años, a la que
nunca recordaba haber visto, cosiendo con el
mayor afán. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y
aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no
fue tan pronto para que no hubiera observado
que tenía una frente blanca y pura que adornaban
hermosos cabellos castaños, ojos pardos
que lanzaban miradas francas o inocentes,
una boca pequeña, una nariz más graciosa
que perfecta y unas mejillas coloreadas por
un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero
pregunté a un criado quién era, sabiendo por
él que venía a coser casi todos los días a casa
de mi tía Catalina, que era huérfana de padre,
que mantenía a su madre enferma, de la que
era el único sostén, pues había perdido a sus
tres hijos mayores, no quedándole más amparo
y consuelo que aquella niña. La historia
me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa,
no habíamos amado nunca; empezamos
a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y
acabamos por adorarnos. Teresa no había
recibido una educación vulgar; hasta los doce
o trece años había estudiado en el convento
de religiosas del pueblo, saliendo de él a la
muerte de su padre, acaecida hacía cuatro
años.
No sé quién refirió a mi tía nuestros amores;
ello es que los supo, que me amonestó
con dureza, amenazándome con hacerme
marchar a Madrid, después de escribírselo
todo a mi padre; y desde entonces la joven
no volvió a mi casa, y tuve diariamente que
saltar las tapias de su jardín para verla y
hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues
también se oponía a nuestras amorosas relaciones.
Así estaban las cosas, cuando hace poco
más de diez años caí gravemente enfermo,
atacado de unas calenturas contagiosas. Mi
tía se alejó de mí, los criados se negaron a
asistirme, y entonces María y Teresa se ofrecieron
a ser mis enfermeras, no pudiendo
oponerse mi tía a ello porque mi estado era
cada vez más alarmante y exigía continuos
cuidados.
Desde el momento en que Teresa estuvo a
mi lado sentí un dulce bienestar, la fiebre
desaparecía por instantes; pero se me figuraba
ver que las mejillas de mi amada tomaban
tintes rojizos, que sus labios estaban comprimidos
y ardientes, que sus ojos brillaban con
un fuego extraño. La enfermedad que huía de
mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo
mal el que la devoraba.
-¿Qué tienes? -le pregunté.
-He pedido tanto a Dios que salvase tu vida
a costa de la mía -murmuró la joven-, que me
parece que por fin se ha dignado escucharme
y me voy a morir antes que tú.
Aquello era cierto; por la noche Teresa se
agravó tanto, que no pudo volver a su casa, y
mi tía le ofreció su cuarto y su cama para que
descansase; entonces estaba profundamente
agradecida a los tiernos cuidados de la joven.
Excusado es decir que doña Catalina pensaba
renunciar para siempre a su habitación y
a su lecho, temiendo el contagio de la enfermedad.
Me restablecí pronto, a medida que el estado
de la joven iba siendo peor. Estaba desesperado,
loco. Su madre también empezaba
a perder la razón. Un día me dijo el médico:
«Ya no hay remedio para este mal». Y ella
también murmuró a mi oído: «Me muero, pero
soy feliz, porque tú me amas y me amarás
siempre».
-¡Oh, te lo juro! -exclamé-; mi corazón y
mi mano no serán de otra mujer jamás.
-Eso lo sé mejor que tú -dijo sonriendo
dulcemente-; también sentiré celos desde
otro mundo de la mujer a quien ames, y no
consentiré que seas perjuro. No quieras a
otra, no te cases nunca; no hay un ser en la
tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te
aguardaré en el cielo.
Dos días después espiraba aquella angelical
criatura, que ofreció a Dios su vida a cambio
de la mía.
Su madre se volvió loca.
Pagué el entierro de Teresa; compré una
sepultura por diez años… ya sabes que hoy
ignoro dónde descansa su hermoso cuerpo;
envié una carta a mi tía, que no la leyó hasta
dos meses después de cumplirse el plazo,
porque ella también estaba enferma.
Decirte que durante estos diez años el recuerdo
de Teresa me ha perseguido constantemente,
sería faltar a la verdad; he amado a
otras mujeres, y hace cuatro años estuve a
punto de casarme con una hermosa joven;
pero la desgracia hizo que un mes antes de
verificarse nuestro enlace, los padres encontrasen
un pretendiente a la mano de mi amada
mejor que yo, y este me fue preferido por
ellos, y la novia tuvo que someterse a la voluntad
de sus tiranos.
Hoy adoro a Cristina y quiero unir su suerte
a la mía, como ya se han unido nuestras
almas. ¿Lo conseguiré? Temo que no. La fatalidad
me ha traído al pueblo donde vivió Teresa;
habito… esta morada llena con su recuerdo;
vengo a pasar los primeros días de mi
matrimonio en la casa donde ella murió, y un
secreto presentimiento me dice que Cristina
no llegará a ser esposa mía. Ahí tienes la historia
de mis amores: ¿crees que mi temor sea
fundado, o que la exaltación en que me hallo
es hija de mis pasadas desdichas?
Procuré tranquilizar a Fernando, y después;
mientras el joven se reunía a su bella
prometida, tuve deseos de ver aquella habitación
donde Teresa había muerto, y me hice
conducir a ella por un antiguo servidor de
doña Catalina.
– II –
Entré en una sala lujosamente amueblada;
pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la
puerta de un gabinetito en el que estaba la
alcoba donde murió la desgraciada niña. Un
lecho de madera tallada, algunas sillas de
tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y
algunos cuadros se veían en la pieza, todo
cubierto de polvo, señal evidente de que
aquella parte de la casa estaba abandonada
por completo. El gabinete tenía una sola ventana
con vistas a la calle estrecha y sombría,
a la que hacía esquina la casa de Fernando;
enfrente de la ventana había un armario de
espejo; a un lado de este estaba la puerta de
la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas
sillas iguales a las del dormitorio completaban
el mueblaje del gabinete que diez
años antes perteneció a la tía de Fernando.
Permanecí allí breves instantes, y luego,
llegada ya la hora de la cena, fui en busca de
la familia y de sus convidados, sentándonos
todos a una mesa suntuosamente servida. La
cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla,
un suceso imprevisto vino a turbar la
alegría de algunos y a causar profunda impresión
en el ánimo de Fernando. Las campanas
de la parroquia tocaban de una manera lúgubre;
su voz, siempre triste, parecía una queja
que hería nuestros oídos a la vez que nuestro
corazón.
-¿A qué tocan? -preguntó Cristina a un
criado que estaba cerca de ella.
-A agonía -contestó el hombre con tono indiferente-.
Aquí en los pueblos, señorita, se
toca por todo: cuando uno va a morir, cuando
muere, cuando es el funeral y…
-¿Quién está muriendo? -interrumpió Cristina.
-Una joven de diez y siete años.
-¿Cómo se llama? -preguntó Fernando, cuyo
rostro estaba lívido.
-Teresa -dijo el criado.
Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa;
Fernando bajó los ojos, y observé que sus
manos temblaban; en Cristina y su madre
sólo se advertía una profunda compasión
hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso
de su vida, en lo más florido de su juventud,
iba a abandonar esta tierra por un mundo
desconocido. Era Cristina tan dichosa, que
pensaba que la humanidad entera debía participar
de su ventura y no querer cambiarla por
todos los goces celestiales.
Fernando, pretextando que el calor que en
el comedor hacía era sofocante, pidió permiso
para retirarse un momento a la habitación
inmediata, y yo le seguí.
-¿Qué te pasa? -le pregunté.
-Se llama Teresa y tiene diez y siete años –
murmuró.
-Es una casualidad.
-Una casualidad así, ¿no te parece un mal
presagio tres días antes de mi boda?
Procuré distraerle, pero en vano; la campana
lanzaba un tañido más fúnebre todavía y
Fernando, que conocía aquel toque, me dijo
que la enferma había dejado de existir.
Le hice entrar de nuevo en el comedor, y
las dulces palabras de Cristina vencieron los
temores de Fernando, que permaneció tranquilo
hasta las doce de la noche, hora en que
todos nos despedimos hasta el día siguiente,
retirándonos cada cual a nuestras respectivas
habitaciones. La mía tenía una ventana con
vistas a la plaza y se hallaba situada debajo
de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me
era posible conciliar el sueño; me puse a leer
un rato, escribí otro, y, por último, me levanté
y empecé a pasear con alguna agitación
por la alcoba.
Un instante después noté cierto movimiento
en la de Fernando, oí abrir varias puertas
con sigilo, las pisadas que empezaron a sonar
sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo
lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi
presencia era necesaria al joven. Sin darme
cuenta de mis acciones, salí precipitadamente
en dirección al sitio donde murió Teresa.
Mi amigo se hallaba a dos pasos de la
puerta del gabinete sin atreverse a abrirla. Al
verme, no pareció extrañar que me hubiera
levantado, como si fuera la cosa más natural
del mundo, y extendiendo su mano hacia la
habitación cerrada, me dijo:
-Hace diez años no entro ahí.
-Ni hoy entrarás tampoco -exclamé con decisión-.
Tú estás loco y has empezado a contagiarme.
No debiste nunca volver a esta casa,
ni aun a este pueblo.
-Hace once años que mi tía es una madre
para mí; once años que sé lo que es el amor
filial; ¿querías que me casase lejos de ella?
-En buena hora; ya has cumplido con ese
deber; ¿pero es preciso que entres ahí?
-Una vez sola -dijo en tono suplicante-;
una sola para saber si Teresa permite que me
case con Cristina. Mira -añadió-, si al entrar
en su cuarto lo hallo todo como hace diez
años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho
tranquilo y soy feliz; si, por el contrario,
encuentro alguna alteración…
-Eres un niño -le interrumpí-; pero si no
deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad
sean contigo.
Sabía, por haberlo visto por la tarde, que
todo estaba igual en el cuarto donde murió
Teresa, y no vacilé más, dejando pasar al
joven al gabinete.
Fernando abrió la puerta, y murmuró:
-Hay luz dentro.
Me estremecí a pesar mío; un frío glacial se
apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y
yo vimos clara y distintamente en la alcoba de
Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros
paños, algunos hachones encendidos rodeando
un ataúd, en el que descansaban los yertos
despojos de una hermosa joven vestida de
blanco y coronada de flores. Al lado de ella
velaba una mujer en la que reconocí a la madre
María, la loca que hallé por la tarde en el
cementerio.
Fernando lanzó un grito extraño y se dejó
caer de rodillas ocultando el rostro con las
manos; yo cerré los ojos, di algunos pasos y
tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces
y vi el dormitorio oscuro y desierto.
-Estamos los dos locos -murmuré. Volví en
busca de Fernando y lo comprendí todo. Por
la tarde el criado había dejado inadvertidamente
abierta la ventana del gabinete; ésta,
como es sabido, daba a una calle estrecha, y
en la casa de enfrente, en una pobre habitación,
se hallaba el cadáver de aquella joven
desconocida, velado por la madre de Teresa.
Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del
armario colocado al lado de la puerta de la
alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del
estado excepcional en que Fernando y yo nos
hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba
en la propia casa de mi amigo. La presencia
de la madre María era natural allí, pues
según acostumbraba a hacer desde la muerte
de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver
de cualquiera joven que muriese en el
pueblo. La que había dejado de existir era
sobrina de la anciana y llevaba por eso el
nombre de su hija.
Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.
Le llamé repetidas veces y no me contestó
nada.
Algo extraño e invisible ocurrió en aquella
habitación; me pareció escuchar un confuso
aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme
en el armario para no caer.
-¡La casa donde murió! -exclamó Fernando
con voz apagada-; tenía que ser así. Amada
mía, espérame, ya voy.
Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi
amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y
las separé de su rostro, que parecía el de un
muerto. Después salí corriendo para llamar a
los criados en mi auxilio.
Media hora más tarde la señora de López,
Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo,
rodeábamos la cama donde descansaba Fernando.
-¡Cuánto duerme! -exclamó Cristina.
Me acerqué a él, hice una seña al sacerdote,
y éste puso una mano sobre el pecho de
Fernando, retrocediendo al punto, porque el
corazón de mi amigo no latía.
-¿Qué hay? -me preguntó doña Catalina; y
comprendiendo lo que pasaba añadió:
-Era lo único que me quedaba en el mundo;
cúmplase la voluntad de Dios.
El sacerdote pronunció en voz baja algunas
oraciones.
Me volví hacia la puerta y vi a la madre
María que, no sé cómo, se había introducido
hasta allí.
-Mi hija es feliz -murmuró-; me ha dicho
que Fernando y ella se han desposado ya;
sabía que esto no sucedería hasta que él viniese
al cuarto donde Teresa estuvo enferma,
a la casa donde murió. Diez años he aguardado;
¡alabado sea el Señor, que al fin me ha
concedido esta ventura!
La Vieja Losa sepulcral
En una pequeña ciudad, toda una familia se
hallaba reunida, un atardecer de la estación en
que se dice que «las veladas se hacen más
largas», en casa del propietario de una granja.
El tiempo era todavía templado y tibio; habían
encendido la lámpara, las largas cortinas
colgaban delante de las ventanas, donde se
veían grandes macetas, y en el exterior brillaba
la luna; pero no hablaban de ella, sino de una
gran piedra situada en la era, al lado de la puerta
de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solían
colocar la vajilla de cobre bruñida para que se
secase al sol, y donde los niños gustaban de
jugar. En realidad era una antigua losa
sepulcral.
– Sí -decía el propietario-, creo que procede de
la iglesia derruida del viejo convento.
Vendieron el púlpito, las estatuas y las losas
funerarias. Mi padre, que en gloria esté, compró
varias, que fueron cortadas en dos para
baldosas; pero ésta sobró, y ahí la dejaron en la
era.
– Bien se ve que es una losa sepulcral -dijo el
mayor de los niños-. Aún puede distinguirse en
ella un reloj de arena y un pedazo de un ángel;
pero la inscripción está casi borrada; sólo queda
el nombre de Preben y una S mayúscula detrás;
un poco más abajo se lee Marthe. Es cuanto
puede sacarse, y aún todo eso sólo se ve cuando
ha llovido y el agua ha lavado la piedra.
– ¡Dios mío, pero si es la losa de Preben Svane y
de su mujer! -exclamó un hombre muy viejo;
por su edad hubiera podido ser el abuelo de
todos los reunidos en la habitación-. Sí, aquel
matrimonio fue uno de los últimos que
recibieron sepultura en el cementerio del
antiguo convento. Era una respetable pareja de
mis años mozos. Todos los conocían y todos los
querían; eran la pareja más anciana de la
ciudad. Corría el rumor de que poseían más de
una tonelada de oro, y, no obstante, vestían con
gran sencillez, con prendas de las telas más
bastas, aunque siempre muy aseados. Formaban
una simpática pareja de viejos, Preben y su
Marta. Daba gusto verlos sentados en aquel
banco de la alta escalera de piedra de la casa,
bajo las ramas del viejo tilo, saludando y
gesticulando, con su expresión amable y
bondadosa. En caritativos no había quien les
ganara; daban de comer a los pobres y los
vestían, y ejercían su caridad con delicadeza y
verdadero espíritu cristiano. La mujer murió la
primera; recuerdo muy bien el día. Era yo un
chiquillo y estaba con mi padre en casa del
viejo Preben, cuando su esposa acababa de
fallecer; el pobre hombre estaba muy
emocionado, y lloraba como un niño. El
cadáver se hallaba aún en el dormitorio
contiguo; Preben habló a mi padre y a varios
vecinos de lo solo que iba a encontrarse en
adelante, de lo buena que ella había sido, de los
muchos años que habían vivido juntos y de
cómo se habían conocido y enamorado. Yo era
muy niño, como he dicho, me limitaba a
escuchar; pero me causó una enorme impresión
oír al viejo y ver como iba animándose poco a
poco y le volvían los colores a la cara al contar
sus días de noviazgo, y cuán bonita había sido
ella, y los inocentes ardides de que él se había
valido para verla. Y nos habló también del día
de la boda; sus ojos se iluminaron, y el buen
hombre revivió aquel tiempo feliz… y he aquí
que ahora yacía ella muerta en el aposento
contiguo, y él, viejo también, hablando del
tiempo de la esperanza… sí, así van las cosas.
Entonces era yo un niño, y hoy soy viejo, tan
viejo como Preben Svane. Pasa el tiempo y todo
cambia. Me acuerdo muy bien del entierro; el
viejo Preben seguía detrás del féretro. Pocos
años antes, el matrimonio había mandado
esculpir su losa sepulcral, con la inscripción y
los nombres, todo excepto el año de la muerte;
al atardecer transportaron la piedra y la
aplicaron sobre la tumba… para volver a
levantarla un año más tarde, cuando el viejo
Preben fue a reunirse con su esposa. No dejaron
el tesoro del que hablaba la gente; lo que quedó
fue para una familia que residía muy lejos y de
la que nadie sabía la menor cosa. La casa de
entramado de madera, con el banco en lo alto de
la escalera de piedra bajo el tilo, fue derribada
por orden de la autoridad; era demasiado vieja y
ruinosa para dejarla en pie. Más tarde, cuando la
iglesia conventual corrió la misma suerte, y fue
cerrado el cementerio, la losa sepulcral de
Preben y su Marta fue a parar, como todo lo
demás de allí, a manos de quien quiso
comprarlo, y ha querido el azar que esta piedra
no haya sido rota a pedazos y usada para
baldosa, sino que se ha quedado en la era, lugar
de juego para los niños, plataforma para la
vajilla fregada de las sirvientas. La carretera
empedrada pasa hoy por encima del lugar donde
descansan el viejo Preben y su mujer. ¿Quién se
acuerda ya de ellos? -. Y el anciano meneó la
cabeza melancólicamente-. ¡Olvidados! Todo se
olvida -concluyó.
Y entonces se empezó a hablar de otras cosas;
pero el muchachito, un niño de grandes ojos
serios, se había subido a una silla y miraba a la
era, donde la luna enviaba su blanca luz a la
vieja losa, aquella piedra que antes le pareciera
siempre vacía y lisa, pero que ahora yacía allí
como una hoja entera de un libro de Historia.
Todo lo que el muchacho acaba de oír acerca de
Preben y su mujer vivía en aquella losa; y él la
miraba, y luego levantaba los ojos hacia la clara
luna, colgada en el alto cielo purísimo; era
como si el rostro de Dios brillase sobre la
Tierra.
– ¡Olvidado! Todo se olvida -se oyó en el
cuarto, y en el mismo momento un ángel
invisible besó al niño en el pecho y en la frente
y le murmuró al oído: – ¡Guarda bien la semilla
que te han dado, guárdala hasta el día de su
maduración! Por ti, hijo mío, esta inscripción
borrada, esta losa desgastada por la intemperie,
resucitará en trazos de oro para las generaciones
venideras. El anciano matrimonio volverá a
recorrer, cogido del brazo, las viejas calles, y se
sentará de nuevo, sonriente y con rojas mejillas,
en la escalera bajo el tilo, saludando a ricos y
pobres. La semilla de esta hora germinará a lo
largo de los años, para transformarse en un
florido poema. Lo bueno y lo bello no cae en el
olvido; sigue viviendo en la leyenda y en la
canción.
El mandil de cuero
No creáis que esto que voy a referir sucedió
en nuestros días ni en nuestras tierras, ni
que es invención o ficción. Si encierra alguna
moraleja aprovechable, consistirá en que la
historia tiene sentido y enseñanza. ¡Ay del
género humano si la Historia se redujese a la
opresión del débil por el fuerte, al triunfo de
la violencia!
Érase que se era un rey de Persia, a
quien muchos llaman Nemrod, pero que según
versiones más fundadas, debió de llamarse
Doac, y fue matador y sucesor de aquel
Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto.
Este Doac era mago brujo y sabidor;
pero en vez de ejercer su ciencia según la
habían ejercitado sus predecesores -fundando
ciudades, enseñando y propagando artes e
industrias, venciendo en singular batalla a los
divos o genios del mal, estableciendo las primeras
pesquerías de perlas, horadando las
primeras minas de turquesas, popularizando
el conocimiento del alfabeto y de los signos
que, trazados sobre ladrillo o piedra, conservan
al través de las edades el recuerdo de los
hechos insignes-, el empecatado Doac sólo
utilizó su magia para componer y destilar filtros
y venenos y refinar ingeniosos suplicios,
porque se deleitaba en el dolor, y los gemidos
eran para él regalada música. Hasta el reinado
de Doac, no sabían los persas cómo desgarra
las carnes un haz de varillas, ni cómo
aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta
qué enseñó Doac a sus súbditos, la crónica
responde que enseñó a azotar y ahorcar.
Cansado sin duda el Cielo, infligió a Doac
un padecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana,
al disponerse a gozar las delicias del
baño, notó el rey que en cada hombro le
había salido gruesa verruga, tamaña como un
huevo y de la mismísima figura que una cabeza
de serpiente: chata, verdosa, horrible.
Al principio no dolían las tales excrecencias;
pero no tardaron en ulcerarse y causar
atroz martirio, que determinaba en Doac accesos
de rabia, siendo lo peor que como no
quería enseñar a los médicos ni a persona
viviente su asqueroso alifafe, tenía que lavarse,
curarse y vestirse solo, y atender a las
úlceras con las plastas y ungüentos que encontraba
en su repertorio mágico.
Desesperado ya de tantas recetas que
habían salido vanas, y realizando nuevos conjuros,
un día amaneció con la persuasión de
que el único remedio eran los sesos de un
hombre, aplicados calientes aún a las enconadas
heridas.
No vaya nadie a asustarse de la ignorancia
que esto acusa en los tiempos de Doac,
pues aún en los nuestros hemos podido ver
que se receta el redaño del carnero, el pichón
abierto en canal y el trozo de carne de buey
sobre el lupus. Que la sangrienta medicina
sería algo eficaz se demuestra con que poco a
poco fueron vaciándose las prisiones del reino
de Persia; diariamente ejecutaban a dos presos
para sacarles el meollo. Mas no hay en el
mundo cosa que no se agote, y también los
criminales encerrados; así es que, cuando
faltó la ración de meollo fresco, se fijó un tributo
de dos hombres por día, que cobraban
sayones y verdugos enviados aquí y allá a
requisar. Solían éstos elegir, entre las familias
numerosas, el individuo enfermizo, deforme,
imposibilitado, el viejo, el inútil. Y ocurrió que,
enterándose Doac de esta circunstancia, montó
en furiosa cólera, jurando que si seguían
dándole el desecho y lo peor de los sesos de
sus vasallos, los degollaría a todos. Entonces
los
verdugos resolvieron sacrificar lo más florido
de Yspahan, para dejar al rey satisfecho.
No se determinaron, sin embargo, a buscar
víctimas entre la gente poderosa (magnates,
empleados de la casa real); pero, en los
primeros instantes, acordándose de que un
pobre herrero, llamado Cavé, tenía dos hijos
como dos pinos de oro, gallardos en extremo
y diestros en todos los ejercicios corporales; y
pareciéndoles buena presa, los sorprendieron
en la plaza pública, los degollaron, les abrieron
el cráneo y llevaron a Doac su masa cerebral
caliente todavía.
Hallábase Cavé trabajando en su forja,
cuando los vecinos, entre compasivos e indiscretos,
acudieron a darle la fatal nueva. Al
pronto pareció como si el mísero padre no se
hubiese enterado de la inaudita desventura
que le comunicaban: helado, inmóvil, mudo,
escuchó la relación del atroz caso. De súbito,
su pena estalló formidable, cual transporte de
león que rompe la cadera y arranca de un
zarpazo los hierros de la jaula. Lo que hizo
salvar a Cavé fue saber que precisamente por
ser sus hijos fuertes, inteligentes y hermosos,
los habían señalado para la cuchilla. “¡No dejarme
ni siquiera uno para consuelo! ¡Ah! ¡Juro
por la luz eterna del sol que me vengaré!”
Y el herrero, gritando así, blandía su enorme
martillo y al blandirlo, montañas de carne
bronceada, endurecida por el trabajo, se
acumulaban en su brazo desnudo y negro de
escoria.
Desciñéndose el amplio mandilón de cuero
que le protegía, Cavé lo ató a la punta de
un palo, y con el mandil por estandarte y el
martillo por arma, salió a la plaza profiriendo
clamores de maldición contra Doac. A la voz
del desesperado padre, sucedió un extraño
fenómeno: los habitantes de Yspahan, que
yacían aletargados y helados de miedo, recobraron
energía, sacudieron la modorra; al ver
que existía un hombre que se atrevía a enarbolar
un estandarte, corrieron a rodearle locos
de entusiasmo, y la sedición estalló tan repentina,
que el tirano sólo tuvo tiempo de huir
vergonzosamente con sus mujeres y sus tesoros.
Lejos ya de Yspahan, juntó Doac un ejército
de más de cien mil hombres, y volvió dispuesto
a disolver las hordas que un artesano
capitaneaba y que tenían por bandera sucio y
denegrido mandil de cuero. Pero avínole mal,
porque el bordado guión de Doac, de seda y
oro, recamado de perlas, ostentando por emblema
los siete planetas y la luna, hubo de
retroceder ante el pedazo de suela que solo
lucía los estigmas del trabajo y las huellas del
humano sudor, y la cabeza de Doac, goteando
sangre, lívida, contraída por la mueca de la
agonía, quedó hincada en el palo que sostenía
el mandil de cuero, mientras las tropas de
Cavé, habiendo despojado al tirano de sus
vestiduras, se reían a carcajadas de las dos
verrugas que en sus hombros figuraban cabezas
de serpiente…
Al ser saludado rey por su ejército, el
herrero se negó rotundamente a aceptar la
corona. Él mismo señaló para reinar al príncipe
Feridún, que después fue un gran monarca
y un sabio profundo, y enseñó a los persas la
astronomía, la medicina y la botánica. La única
gloria que cupo a Cavé, el herrero, se cifró
en su mandil, que Feridún tomó por estandarte
regio. Siempre que al entrar en batalla Feridún,
sin falso rubor ni respetos humanos,
colocaba ante sí aquel trozo de suela que representaba
la santidad del trabajo y la protesta
contra la injusticia y el abuso del poder,
era como si llevase un talismán: tenía la victoria
segura. Cuando se avergonzaba del
mandil de cuero, salía derrotado. Por haberse
perdido en las revueltas y vicisitudes de la
invasión griega el mandil, símbolo de que no
debe el monarca colmar la copa de la iniquidad
para que no se desborde la de la ira celeste;
por haber desaparecido, digo, el estandarte
de Cavé y su tradición de independencia,
llegaron los
persas, pueblo nobilísimo en su origen y de
altas facultades intelectuales, al atraso, al
servilismo y a la abyección en que hoy se pudren.