El Nido de Cisnes

Entre los mares Báltico y del Norte hay un
antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En
él nacieron y siguen naciendo cisnes que jamás
morirán.
En tiempos remotos, una bandada de estas aves
voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes
llanuras de Milán; aquella bandada de cisnes
recibió el nombre de longobardos.
Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban
la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó
en el trono imperial y extendió sus amplias alas
blancas a modo de escudo, para protegerlo.
Fueron los varingos.
En la costa de Francia resonó un grito de
espanto ante la presencia de los cisnes
sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las
alas, y el pueblo rogaba:
– ¡Dios nos libre de los salvajes normandos!
Sobre el verde césped de Inglaterra se posó el
cisne danés, con triple corona real sobre la
cabeza y extendiendo sobre el país el cetro de
oro.
Los paganos de la costa de Pomerania hincaron
la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la
bandera de la cruz y la espada desnuda.
– Todo eso ocurrió en épocas remotísimas –
dirás.
También en tiempos recientes se han visto volar
del nido cisnes poderosos.
Hízose luz en el aire, hízose luz sobre los
campos del mundo; con sus robustos aleteos, el
cisne disipó la niebla opaca, quedando visible el
cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra.
Fue el cisne Tycho Brahe.
– Sí, en aquel tiempo – dices -. Pero, ¿y en
nuestros días?
Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo.
Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de
oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las
rocas de Noruega se levantaron más altas,
iluminadas por el sol de la Historia. Oyóse un
murmullo entre los abetos y los abedules; los
dioses nórdicos, sus héroes y sus nobles
matronas, se destacaron sobre el verde oscuro
del bosque.
Vimos un cisne que batía las alas contra la peña
marmórea, con tal fuerza que la quebró, y las
espléndidas figuras encerradas en la piedra
avanzaron hasta quedar inundadas de luz
resplandeciente, y los hombres de las tierras
circundantes levantaron la cabeza para
contemplar las portentosas estatuas.
Vimos un tercer cisne que hilaba la hebra del
pensamiento, el cual da ahora la vuelta al
mundo de país en país, y su palabra vuela con la
rapidez del rayo.
Dios Nuestro Señor ama al viejo nido de cisnes
construido entre los mares Báltico y Norte.
Dejad si no que otras aves prepotentes se
acerquen por los aires con propósito de
destruirlo. ¡No lo lograrán jamás! Hasta las
crías implumes se colocan en circulo en el
borde del nido; bien lo hemos visto. Recibirán
los embates en pleno pecho, del que manará la
sangre; mas ellos se defenderán con el pico y
con las garras.
Pasarán aún siglos, otros cisnes saldrán del
nido, que serán vistos y oídos en toda la
redondez del Globo, antes de que llegue la hora
en que pueda decirse en verdad:
– Es el último de los cisnes, el último
canto que sale de su nido.

Historia de una Madre

Estaba una madre sentada junto a la cuna de su
hijito, muy afligida y angustiada, pues temía
que el pequeño se muriera. Éste, en efecto,
estaba pálido como la cera, tenía los ojitos
medio cerrados y respiraba casi
imperceptiblemente, de vez en cuando con una
aspiración profunda, como un suspiro. La
tristeza de la madre aumentaba por momentos al
contemplar a la tierna criatura.
Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y
pobre, envuelto en un holgado cobertor, que
parecía una manta de caballo; son mantas que
calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo
más crudo del invierno; en la calle todo aparecía
cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento
cortante.
Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había
quedado dormido, la madre se levantó y puso a
calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para
reanimar al anciano. Éste se había sentado junto
a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su
lado y se estuvo contemplando al pequeño, que
respiraba fatigosamente y levantaba la manita.
– ¿Crees que vivirá? -preguntó la madre-. ¡El
buen Dios no querrá quitármelo!
El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un
gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser
afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos,
y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la
cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y
se quedó un momento como aletargada; pero
volvió en seguida en sí, temblando de frío.
– ¿Qué es esto? -gritó, mirando en todas
direcciones. El viejo se había marchado, y la
cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El
reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la gran
pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo,
¡paf!, y las agujas se detuvieron.
La desolada madre salió corriendo a la calle, en
busca del hijo. En medio de la nieve había una
mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le
dijo:
– La Muerte estuvo en tu casa; lo sé, pues la vi
escapar con tu hijito. Volaba como el viento.
¡Jamás devuelve lo que se lleva!
– ¡Dime por dónde se fue! -suplicó la madre-.
¡Enséñame el camino y la alcanzaré!
– Conozco el camino -respondió la mujer
vestida de negro pero antes de decírtelo tienes
que cantarme todas las canciones con que
meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí muchas
veces, pues soy la Noche. He visto correr tus
lágrimas mientras cantabas.
– ¡Te las cantaré todas, todas! -dijo la madre-,
pero no me detengas, para que pueda alcanzarla
y encontrar a mi hijo.
Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la
madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró; y
fueron muchas las canciones, pero fueron aún
más las lágrimas. Entonces dijo la Noche:
– Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque
de abetos. En él vi desaparecer a la Muerte con
el niño.
Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino,
y la mujer no sabía por dónde tomar.
Levantábase allí un zarzal, sin hojas ni flores,
pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas
de nieve y hielo.
– ¿No has visto pasar a la Muerte con mi hijito?
– Sí -respondió el zarzal- pero no te diré el
camino que tomó si antes no me calientas
apretándome contra tu pecho; me muero de frío,
y mis ramas están heladas.
Y ella estrechó el zarzal contra su pecho,
apretándolo para calentarlo bien; y las espinas
se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a
grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas
hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal
era el ardor con que la acongojada madre lo
había estrechado contra su corazón! Y la planta
le indicó el camino que debía seguir.
Llegó a un gran lago, en el que no se veía
ninguna embarcación. No estaba bastante
helado para sostener su peso, ni era tampoco
bastante somero para poder vadearlo; y, sin
embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si
quería encontrar a su hijo. Echóse entonces al
suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero
¡qué criatura humana sería capaz de ello! Mas la
angustiada madre no perdía la esperanza de que
sucediera un milagro.
– ¡No, no lo conseguirás! -dijo el lago-. Mejor
será que hagamos un trato. Soy aficionado a
coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas
más puras que jamás he visto. Si estás dispuesta
a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te
conduciré al gran invernadero donde reside la
Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de
ellos es una vida humana.
– ¡Ay, qué no diera yo por llegar a donde está
mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a
llorar con más desconsuelo aún, y sus ojos se le
desprendieron y cayeron al fondo del lago,
donde quedaron convertidos en preciosísimas
perlas. El lago la levantó como en un columpio
y de un solo impulso la situó en la orilla
opuesta. Se levantaba allí un gran edificio, cuya
fachada tenía más de una milla de largo. No
podía distinguirse bien si era una montaña con
sus bosques y cuevas, o si era obra de
albañilería; y menos lo podía averiguar la pobre
madre, que había perdido los ojos a fuerza de
llorar.
– ¿Dónde encontraré a la Muerte, que se marchó
con mi hijito? -preguntó.
– No ha llegado todavía -dijo la vieja sepulturera
que cuida del gran invernadero de la Muerte-.
¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar?
– El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-.
Es misericordioso, y tú lo serás también.
¿Dónde puedo encontrar a mi hijo?
– Lo ignoro -replicó la mujer-, y veo que eres
ciega. Esta noche se han marchitado muchos
árboles y flores; no tardará en venir la Muerte a
trasplantarlos. Ya sabrás que cada persona tiene
su propio árbol de la vida o su flor, según su
naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en
ellas palpita un corazón; el corazón de un niño
puede también latir. Atiende, tal vez reconozcas
el latido de tu hijo, pero, ¿qué me darás si te
digo lo que debes hacer todavía?
– Nada me queda para darte -dijo la afligida
madre pero iré por ti hasta el fin del mundo.
– Nada hay allí que me interese -respondió la
mujer pero puedes cederme tu larga cabellera
negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A
cambio te daré yo la mía, que es blanca, pero
también te servirá.
– ¿Nada más? -dijo la madre-. Tómala
enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso
cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la
nieve.
Entraron entonces en el gran invernadero de la
Muerte, donde crecían árboles y flores en
maravillosa mezcolanza. Había preciosos,
jacintos bajo campanas de cristal, y grandes
peonías fuertes como árboles; y había también
plantas acuáticas, algunas lozanas, otras
enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y
cangrejos negros se agarraban a sus tallos.
Crecían soberbias palmeras, robles y plátanos, y
no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada
árbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era
una vida humana; la persona vivía aún: éste en
la China, éste en Groenlandia o en cualquier
otra parte del mundo. Había grandes árboles
plantados en macetas tan pequeñas y angostas,
que parecían a punto de estallar; en cambio,
veíanse míseras florecillas emergiendo de una
tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor.
La desolada madre fue inclinándose sobre las
plantas más diminutas, oyendo el latido del
corazón humano que había en cada una; y entre
millones reconoció el de su hijo.
– ¡Es éste! -exclamó, alargando la mano hacia
una pequeña flor azul de azafrán que colgaba de
un lado, gravemente enferma.
– ¡No toques la flor! -dijo la vieja-. Quédate
aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy
esperando de un momento a otro, no dejes que
arranque la planta; amenázala con hacer tú lo
mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es
responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso
no debe arrancarse ninguna.
De pronto sintióse en el recinto un frío glacial, y
la madre ciega comprendió que entraba la
Muerte.
– ¿Cómo encontraste el camino hasta aquí? –
preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que yo?
– ¡Soy madre! -respondió ella.
La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor
de azafrán, pero la mujer interpuso las suyas
con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una
de sus hojas. La Muerte sopló sobre sus manos
y ella sintió que su soplo era más frío que el del
viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron
inertes.
– ¡Nada podrás contra mí! -dijo la Muerte.
– ¡Pero sí lo puede el buen Dios! -respondió la
mujer.
– ¡Yo hago sólo su voluntad! -replicó la Muerte-
. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles y
flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la
tierra desconocida; y tú no sabes cómo es y lo
que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo.
– ¡Devuélveme mi hijo! -rogó la madre,
prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las
manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la
Muerte:
– ¡Las arrancaré todas, pues estoy desesperada!
– ¡No las toques! -exclamó la Muerte-. Dices
que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra
madre tan desdichada como tú.
– ¡Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las
flores-. ¿Quién es esa madre?
– Ahí tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he
sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía que
eran los tuyos. Tómalos, son más claros que
antes. Mira luego en el profundo pozo que está
a tu lado; te diré los nombres de las dos flores
que querías arrancar y verás todo su porvenir,
todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a
punto de destruir.
Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia
ver cómo una de las flores era una bendición
para el mundo, ver cuánta felicidad y ventura
esparcía a su alrededor.
La vida de la otra era, en cambio, tristeza y
miseria, dolor y privaciones.
– Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la
Muerte.
– ¿Cuál es la flor de la desgracia y cuál la de la
ventura? -preguntó la madre.
– Esto no te lo diré -contestó la Muerte-. Sólo
sabrás que una de ellas era la de tu hijo. Has
visto el destino que estaba reservado a tu propio
hijo, su porvenir en el mundo.
La madre lanzó un grito de horror: – ¿Cuál de
las dos era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la
incertidumbre! Pero si es el desgraciado, líbralo
de la miseria, llévaselo antes. ¡Llévatelo al reino
de Dios! ¡Olvídate de mis lágrimas, olvídate de
mis súplicas y de todo lo que dije e hice!
– No te comprendo -dijo la Muerte-. ¿Quieres
que te devuelva a tu hijo o prefieres que me
vaya con él adonde ignoras lo que pasa?
La madre, retorciendo las manos, cayó de
rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro
Señor:
– ¡No me escuches cuando te pida algo que va
contra Tu voluntad, que es la más sabia! ¡No me
escuches! ¡No me escuches!
Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras
la Muerte se alejaba con el niño, hacia el mundo
desconocido.

El Lino

El lino estaba florido. Tenía hermosas flores
azules, delicadas como las alas de una polilla, y
aún mucho más finas. El sol acariciaba las
plantas con sus rayos, y las nubes las regaban
con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino
como a los niños pequeños cuando su madre los
lava y les da un beso por añadidura. Son
entonces mucho más hermosos, y lo mismo
sucedía con el lino.
– Dice la gente que me sostengo
admirablemente -dijo el lino- y que me alargo
muchísimo; tanto, que hacen conmigo una
magnífica pieza de tela. ¡Qué feliz soy! Sin
duda soy el más feliz del mundo. Vivo con
desahogo y tengo porvenir. ¡Cómo vivifica el
sol, y cómo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha
es completa. Soy el ser más feliz del mundo
entero.
– ¡Sí, sí, sí! -dijeron las estacas de la valla-, tú
no conoces el mundo, pero lo que es nosotras,
nosotras tenemos nudos -y crujían
lamentablemente:
Ronca que ronca carraca,
ronca con tesón.
Se terminó la canción.
– No, no se terminó -dijo el lino-. El sol luce por
la mañana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco
y siento cómo florezco. ¡Soy dichoso, dichoso,
más que ningún otro!
Pero un día vinieron gentes que, agarrando al
lino por el copete, lo arrancaron de raíz,
operación que le dolió. Lo pusieron luego al
agua como para ahogarlo, y a continuación
sobre el fuego, como para asarlo. ¡Horrible!
«No siempre pueden marchar bien las cosas –
suspiró el lino.- Hay que sufrir un poco, así se
aprende».
Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino
fue partido y roto, secado y peinado. Él ya no
sabía qué pensar de todo aquello. Luego fue a
parar a la rueca, ¡y ronca que ronca! No había
manera de concentrar las ideas.
«¡He sido enormemente feliz! -pensaba en
medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las
cosas buenas de que se ha gozado. ¡Alegría,
alegría, vamos!» -. Así gritaba aún, cuando
llegó al telar, donde se transformó en una
magnífica pieza de tela. Todas las plantas de
lino entraron en una pieza.
– ¡Pero esto es extraordinario! Jamás lo hubiera
creído. Sí, la fortuna me sigue sonriendo, a
pesar de todo. Las estacas sabían bien lo que se
decían con su
Ronca que ronca, carraca,
ronca con tesón.
La canción no ha terminado aún, ni mucho
menos. No ha hecho más que empezar. ¡Es
magnífico! Sí, he sufrido, pero en cambio de mí
ha salido algo; soy el más feliz del mundo. Soy
fuerte y suave, blanco y largo. ¡Qué distinto a
ser sólo una planta, incluso dando flores! Nadie
te cuida, y sólo recibes agua cuando llueve.
Ahora hay quien me atiende: la muchacha me
da la vuelta cada mañana, y al anochecer me
riega con la regadera. La propia señora del
Pastor ha pronunciado un discurso sobre mí,
diciendo que soy el lino mejor de la parroquia.
No puede haber una dicha más completa.
Llegó la tela a casa y cayó en manos de las
tijeras. ¡Cómo la cortaban, y qué manera de
punzarla con la aguja! ¡Verdaderamente no
daba ningún gusto! Pero de la tela salieron doce
prendas de ropa blanca, de aquellas que es
incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las
personas. ¡Nada menos que doce prendas!
– ¡Mirad! ¡Ahora sí que de mí ha salido algo!
Éste era, pues, mi destino. Es espléndido; ahora
presto un servicio al mundo, y así es como debe
ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos
convertido en doce, y, sin embargo, seguimos
siendo uno y el mismo, somos una docena. ¡Qué
sorpresas tiene la suerte!
Pasaron años, ya no podían seguir sirviendo.
– Algún día tendrá que venir el final -decía cada
prenda-. Bien me habría gustado durar más
tiempo, pero no hay que pedir imposibles.
Fueron cortadas a trozos y convertidas en
trapos, por lo que creyeron que estaban listos
definitivamente, pues los descuartizaron,
estrujaron y cocieron (¡qué sé yo lo que hicieron
con ellos!), y he aquí que quedaron
transformados en un hermoso papel blanco.
– ¡Caramba, vaya sorpresa! ¡Y sorpresa
agradable además! -dijo el papel-. Soy ahora
más fino que antes, y escribirán en mí. ¡Las
cosas que van a escribir! Ésta sí que es una
suerte fabulosa -. Y, en efecto, escribieron en él
historias maravillosas, y la gente escuchaba
embobada su lectura, pues eran narraciones de
la mejor índole, de las que hacen a los hombres
mejores y más sabios de lo que fueran antes; era
una verdadera bendición lo que decían aquellas
palabras escritas.
– Esto es más de cuanto había soñado mientras
era una florecita del campo. ¡Cómo podía
ocurrírseme que un día iba a llevar la alegría y
el saber a los hombres! ¡Aún ahora no acierto a
comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios
Nuestro Señor sabe que nada he hecho por mí
mismo, nada más que lo que caía dentro de mis
humildes posibilidades. Y, con todo, me depara
gozo tras gozo. Cada vez que pienso: «¡Se
terminó la canción!», me encuentro elevado a
una condición mejor y más alta. Seguramente
me enviarán ahora a viajar por el mundo entero,
para que todos los hombres me lean. Es lo más
probable. Antes daba flores azules; ahora, en
lugar de flores, tengo los más bellos
pensamientos. ¡Soy el más feliz del mundo!
Pero el papel no salió de viaje, sino que fue
enviado a la imprenta, donde todo lo que tenía
escrito se imprimió para confeccionar un libro,
o, mejor dicho, muchos centenares de libros;
pues de esta manera un número infinito de
personas podrían extraer de ellos mucho más
placer y provecho que si el único papel original
hubiese recorrido todo el Globo, con la
seguridad de que a mitad de camino habría
quedado ya inservible.
«Sí, esto es indudablemente lo más satisfactorio
de todo -pensó el papel escrito-. No se me había
ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con
todos los honores, como si fuese el abuelo. Y
han escrito sobre mí; justamente sobre mí
fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo
me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede
hacerse algo positivo. ¡Qué contento estoy, y
qué feliz me siento!».
Después envolvieron el papel, formando un
paquetito, y lo pusieron en un cajón.
– Cumplida la misión, conviene descansar -dijo
el papel-. Es lógico y razonable recogerse y
reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta
ahora no supe lo que se encerraba en mí.
«Conócete a ti mismo», ahí está el progreso.
¿Qué vendrá después?. De seguro que algún
adelanto; ¡siempre adelante!
Un día echaron todo el papel a la chimenea,
pues iban a quemarlo en vez de venderlo al
tendero para envolver mantequilla y azúcar.
Habían acudido los chiquillos de la casa y
formaban círculo; querían verlo arder, y
contemplar las rojas chispas en el papel hecho
ceniza, aquellas chispas que parecían correr y
extinguirse una tras otra con gran rapidez – son
los niños que salen de la escuela, y la última
chispa es el maestro; a menudo cree uno que se
ha marchado ya, y resulta que vuelve a
presentarse por detrás.
Y todo el papel formaba un montón en el fuego.
¡Qué modo de echar llamas! «¡Uf!», dijo, y en
un santiamén estuvo convertido todo él en una
llama, que se elevó mucho más de lo que hiciera
jamás la florecita azul del lino, y brilló mucho
más también que la blanca tela de hilo. Todas
las letras escritas adquirieron instantáneamente
un tono rojo, y todas las palabras e ideas
quedaron convertidas en llamas.
– ¡Ahora subo en línea recta hacia el Sol! –
exclamó en el seno de la llama, y pareció como
si mil voces lo dijeran al unísono; y la llama se
elevó por la chimenea y salió al exterior. Más
sutiles que las llamas, invisibles del todo a los
humanos ojos, flotaban seres minúsculos,
iguales en número a las flores que había dado el
lino. Eran más ligeros aún que la llama que
hablan producido, y cuando ésta se extinguió,
quedando del papel solamente las negras
cenizas, siguieron ellos bailando todavía un
ratito, y allí donde tocaban dejaban sus huellas,
las chispas rojas. Los niños salían de la escuela,
y el maestro, el último de todos. Daba gozo
verlo; los niños de la casa, de pie, cantaban
junto a las cenizas apagadas:
Ronca que ronca, carraca,
ronca con tesón.
¡Se terminó la canción!
Pero los minúsculos seres invisibles decían a
coro:
– ¡La canción no ha terminado, y esto es lo más
hermoso de todo! Lo sé, y por eso soy el más
feliz del mundo.
Mas esto los niños no pueden oírlo ni
entenderlo, ni tienen por qué entenderlo, pues
los niños no necesitan saberlo todo.

El Aeronauta

– I –
-¿No sabes lo que ocurre, Micaela?
-¿Cómo lo he de saber? Salgo de mi casa
ahora, y a ti, Claudio, es al primero que he
encontrado.
-Pues ha sucedido el caso más extraño que
se ha presenciado en la aldea; todos estamos
llenos de asombro y no es para menos.
-Cuenta, cuenta.
-Volvía anoche de pescar como de costumbre
con dos compañeros, Pedro y Sebastián.
-No era la noche muy serena.
-No por cierto; silbaba el viento, el mar estaba
agitado, la luna se velaba a ratos, las
estrellas aparecían tristes y pálidas. No se
veía más luz que la que arde en la torre de
Santa María, la iglesia donde se venera a
nuestra patrona bendita; lo demás de la aldea
se hallaba envuelto en las sombras. De pronto
vemos venir por el aire una embarcación desconocida,
una lancha pequeña con una vela
enorme obscura y tan hinchada que parecía
redonda, la cual fue a estrellarse contra el
acantilado. El solo hombre que tripulaba la
barca lanzó un grito de horror y al ver el peligro
que corría se arrojó al mar donde hubiese
perecido a no socorrerle mis compañeros y
yo. La singular embarcación se hizo pedazos y
no tardó en desaparecer bajo las aguas. El
hombre estaba herido, con el vestido hecho
jirones, desnuda la cabeza, las manos ensangrentadas,
descompuesto el semblante.
¿Quién era aquél ser que navegaba por el aire
como nosotros sobre el mar? Pedro y yo le
mirábamos con receloso temor, y acaso no le
hubiéramos socorrido si Sebastián no hubiera
mostrado empeño por salvarle. Como el tiempo
fuese a cada momento más desapacible,
ganamos la orilla silenciosa y solitaria a aquellas
horas. Pedro no quiso encargarse del
herido por no aumentar sus gastos, él que tan
pobre y desgraciado es; Sebastián alegó para
lo mismo que tenía mujer y muchos hijos, y
siendo su casa reducida no le era posible llevarle
a ella; yo… no sé, lo que dije, pero la
verdadera razón es que no me agradaba la
compañía de aquel hombre excepcional. Entre
los tres le condujimos a la quinta de don Remigio
Rey, el señor más rico y más caritativo
de nuestra aldea. No ignoras que entiende
algo de medicina y que como este lugar tiene
el mismo médico que otros tres o cuatro no
recibimos diariamente la visita del doctor,
siendo don Remigio quien nos asiste cuando
viene una enfermedad repentina. Llamamos y
un criado nos abrió la puerta.
-¿Qué ocurre? -preguntó.
-Traemos un enfermo.
-Mi amo descansa.
-Llámale por caridad -dijo Sebastián-, si
esperamos a mañana quizá será tarde.
No parecía muy dispuesto a complacernos,
acaso nos hubiese arrojado de allí, si el dueño
de la casa, que se había vestido precipitadamente,
no se hubiera presentado para enterarse
de lo que pasaba. Nos hizo entrar, y
después que le referimos lo ocurrido, nos
despidió quedándose con aquel misterioso
personaje.
-¿Y qué más? -preguntó Micaela al ver que
Claudio se detenía.
-Al rayar el alba -prosiguió el pescador-, he
vuelto a casa de don Remigio; allí me han
dicho que el herido está enfermo de algún
cuidado, que tiene una fuerte calentura y se
teme que acabe en un ataque cerebral. Que
las pocas palabras que ha pronunciado son de
un idioma que no es latín, porque el cura no
le ha entendido, ni francés porque don Remigio
lo habla a la perfección. ¿Qué ha de ser
nada de eso?
-¿Por qué?
-¿No comprendes, Micaela, que este hombre
navegaba por el cielo entre las estrellas,
que se ha caído a nuestro mundo desde otro,
y que allí no se hablará ni español, ni francés,
ni latín?
-¡Ay qué miedo! ¿Y le has visto hoy?
-Me hicieron pasar a la alcoba.
-¿Y cómo es?
-Parece alto, y digo parece porque le he
visto acostado; es rubio, con barba poblada y
fino bigote, representa unos veinticinco años,
tiene bellas facciones, los ojos, que abrió un
instante, grandes, de un azul oscuro, es blanco,
pálido, pero esto tal vez sea efecto de su
estado excepcional. La ropa, aunque destrozada,
es inmejorable y de buen corte como si
llegara de una capital o cosa así. Es un buen
mozo.
-Pero viene del otro mundo…
-Eso sospechamos cuantos le hemos visto.
-¿Habrá cundido mucho la noticia?
-Todavía no.
-Pues corro a contarla. Adiós, Claudio.
-Hasta la vista, Micaela.
– II –
Don Remigio Rey, el señor de aquella aldea,
su protector, su médico, su amo, era un
hombre de unos cincuenta años, ágil, fuerte,
de carácter afable y bondadoso, la providencia
de los pobres. Se había casado en una
capital de provincia, en la que residió algún
tiempo, con una virtuosa señora de la que
había tenido dos hijos, María y Santiago. Recibieron
ambos educación esmerada y acaso
soñaron con vivir un día en la corte, pero los
padres, sin cuidarse de sus aspiraciones y sus
gustos, los encerraron en aquel pobre lugar,
en el que la triste niña no tenía más distracción
que pasear a la orilla del Océano, descifrar
alguna música o leer un rato; ni el muchacho
más aliciente que la caza. La extraordinaria
llegada de aquel viajero debía necesariamente
romper la monotonía de su vida.
La señora de Rey, como mujer de experiencia,
prohibió a María que entrase en la
habitación donde con agitado sueño descansaba
el desconocido, pero no hizo lo propio
con Santiago que pasaba largos ratos contemplando
el hermoso y pálido rostro de
aquel hombre bajado del cielo, según la
creencia popular. Así es que el joven, que
tenía un año menos que su hermana, no cesaba
de referirle hasta el más insignificante
movimiento del herido, los suspiros que se
escapaban de su pecho, las palabras incomprensibles
que salían de sus labios, y María
ardía en deseos de verle, aunque solo fuese
un instante.
A los dos días de su llegada, habiendo salido
don Remigio y estando entregada a sus
quehaceres domésticos doña Mercedes, llamó
Santiago a su hermana que bordaba un pañuelo
junto a una ventana desde la que se
divisaba el mar.
-Ven a ver al forastero -dijo el joven.
-No -respondió ella-, que nuestros padres
me reñirán.
-¿Van acaso a saberlo?
-No importa, me han dicho que no entre y
debo obedecer.
-He registrado su ropa y no lleva en ella
ningún papel, solo un pañuelo marcado con
una W. Es fino, como la tela de todas las
prendas con que estaba vestido el pobre viajero.
-¿Ha abierto los ojos?
-A veces, pero no se fija en nada.
-¿Ha vuelto a hablar?
-Pide algo, pero no le entiendo.
-¿Le han dado alimento?
-Ninguno.
-¿Y agua?
-Tampoco.
-Quizá el desgraciado tiene sed. ¿Has observado
si sus labios están secos?
-No; tú entenderías de eso más que yo.
-Sí… pero no debo ir.
La joven guardó silencio y al cabo de un
instante preguntó:
-¿Dónde está nuestra madre?
-Dando de comer a las palomas.
-¿Se marchó al palomar hace mucho?
-Unos diez minutos, poco más o menos.
-Suele estar media hora; quedan veinte…
Santiago, llévame a ver al herido.
Una vez tomada esta resolución, los dos
hermanos se dirigieron rápidamente hacia el
cuarto donde se hallaba el viajero acostado en
una humilde cama. Tenía una bella figura,
melancólica palidez, manos blancas que cogían
las sábanas con fuerza convulsiva. Al acercarse
María, al oír su dulce voz que le preguntaba,
ora en español, ora en francés qué deseaba,
abrió los ojos que fijó en las puras facciones
de la niña, y luego miró hacia una copa
que habían colocado a alguna distancia de su
lecho. María la acercó a los labios del enfermo
que bebió con avidez, y pronunció una sola
palabra que no se parecía absolutamente en
nada a gracias en los dos citados idiomas.
-¿Es usted italiano? -le preguntó la joven.
Hizo él una señal negativa.
-¿Alemán?
Obtuvo la misma respuesta.
-¿Inglés?
Contestó afirmativamente, añadiendo frases
que los dos hermanos no entendieron.
-Entonces no viene del cielo -murmuró
Santiago.
-¿Lo has creído alguna vez? -dijo María.
-¿Porqué no, cuando todos los del pueblo lo
aseguran?
-Porque son unos ignorantes.
Él no podía decir de dónde llegaba, no los
comprendía, lo mismo que los dos hermanos
a él. A pesar de sus vastos conocimientos se
había negado a aprender más lengua que el
idioma patrio, no presintiendo que algún día
había de serle necesario otro. En inglés les
preguntó:
-¿Dónde estoy? ¿Qué tierra es esta? ¿Dónde
me habéis encontrado y por qué me habéis
socorrido? ¿Estaba yo solo? En ese caso ¿qué
ha sido de mi compañero de expedición?
¿quién ha recogido mi globo, que perdido en
los aires, vagaba por el espacio hacía algunos
días sin que pudiésemos adivinar donde caeríamos?
¿De qué me han servido mis estudios
si he sido juguete de mis sueños, de mis esperanzas
y de mi ambición?
Y María entre tanto le decía en español,
hablando en voz alta y marcando mucho las
frases para ver si lograba hacerse entender:
-¿Tiene usted familia? Dígalo en tal caso
para que la avisemos que se ha salvado milagrosamente
de la muerte. ¿De dónde es usted?
¿Desea comer algo? ¿Beber más?
Mi padre es bastante hábil y le curará; yo
se lo pediré a Dios y a la Virgen y mi madre
también, que es excelente, aunque finja ser
algo severa con mi hermano y conmigo para
educarnos mejor. Cuando usted se levante,
iremos a ver el pueblo; es pequeño, pero no
feo, que no puede serlo un lugar con casitas
blancas como palomas, obscuras montañas,
mar agitado, cielo azul y frondosos bosques.
Una gran joya con perlas, zafiros y esmeraldas
parece a lo lejos.
-Pero una joya que a ti no te agrada –
interrumpió Santiago.
-Te equivocas; hoy me parece más bonita.
-¡Qué poco semejante es el idioma que usted
habla al mío! -exclamó el enfermo, que no
había comprendido nada y que tampoco podía
darse a entender-; ¿que tierra es esta? Ni mi
desgraciado amigo ni yo sabíamos dónde
iríamos a parar. No teníamos víveres, la válvula
estaba inutilizada, hacía días que nos
hallábamos en inminente peligro. El estudio
no nos seducía ya, el hambre y la sed nos
aniquilaban; como a través de un velo, veo al
pobre Jorge despedirse de mí y perderse en el
espacio. ¿Por qué abandonó el globo? ¿Fue
creyendo salvarse o por salvarme a mí? Todo
me dice que el infeliz ha muerto. Niña de negros
ojos, dime el nombre de tu patria, sepa
yo al menos donde estoy y cuantas leguas me
separan de la amada tierra donde nací, de mi
buena madre y mis jóvenes hermanas. Ellas
no tienen los cabellos obscuros como tú, la
mirada brillante y la tez morena, ellas son
blancas como la nieve, rubias como ese rayo
de sol que penetra por la ventana, y sus ojos
son azules como ese cielo que se divisa desde
aquí y que me prueba que me hallo en un
país meridional. Son jóvenes como tú, mi angelical
Catalina y mi dulce Matilde, estarán
pensando, llorando y rezando por mí, y… quizá
no volveré a verlas.
-El tiempo se pasa volando, caballero, mi
madre va a venir, me retiro.
-La fortuna, diez años de vida, todo lo diera
por estrecharlas una vez entre mis brazos.
-Está cuidando las palomas a las que es
muy aficionada, pero no tardará en volver y si
me hallase aquí…
-¿No me comprendes?
-¿Quiere usted algo?
-Aprende mi idioma, por Dios.
-Mañana volveré, caballero.
– III –
Así lo hizo María. Cuando sus padres se ausentaban
iba a visitar al herido, acompañada
de Santiago que miraba con la mayor curiosidad
al extranjero. Este se reponía lentamente,
pues su espíritu sufría más que su cuerpo.
El desgraciado no tenía ropa, ni dinero y se
veía obligado a aceptarlo todo de don Remigio.
Varias veces había empezado a escribir,
pero el cansancio le rendía antes de acabar la
carta: había intentado poner un telegrama,
pero no le habían entendido, ni había en
aquel lugar estación telegráfica. La desesperación
del joven no tenía límites, y solo conseguía
calmarle la presencia de María que
adivinaba algunos de sus deseos, realizándolos
al instante. Ella le enseñaba un poco de
español nombrándole los objetos que tenía a
la vista; él repetía las palabras y las conservaba
en su memoria, pero no podía sostener
una conversación con la joven. De esto resultó
que los temores de la señora de Rey se
realizaron, que su hija se enamoró del forastero
sintiendo por él una pasión pura y vehemente,
y que la desgracia fue mayor de lo
que sospechó la previsora madre, puesto que
el inglés, a quien solo distraía la niña, no correspondió
a aquel sentimiento amoroso más
que con una sincera amistad, estando decidido
a partir en cuanto pudiese para no volver a
aquella hospitalaria tierra. Su estado físico se
mejoró al fin, pero el moral inspiró al médico
serios cuidados. Aquel enfermo que no podía
decir lo que sentía, que tenía un gran pesar
porque no regresaba a su país, ni sabía de su
familia; aquel amante de la ciencia por la que
había abandonado al uno y a la otra, que
pensaba en su compañero de viaje, al que
juzgaba muerto para prolongar su vida, estaba
eternamente triste y le parecía que insultaban
su pena aquel sol siempre radiante y
aquel cielo azul y despejado.
Una mañana logró al fin escribir una larga
epístola. Puso el sobre, lo cerró y dio aquel
pliego a Santiago que al punto se le entregó a
María. Estaba dirigido a una señora llamada
Juana Smith y lo enviaba a Londres. La niña
ordenó a su hermano que llevase aquella carta
al correo, que le pusiera un sello, procurando
disimular su pena porque no dudaba
que al recibir aquel aviso la madre del viajero
le haría volver enseguida a su lado. Mucho
lloró la pobre joven y aun tenía los ojos enrojecidos
cuando entró en el cuarto del convaleciente.
Él la miró asombrado, le preguntó medio
en inglés y medio en español la causa de
sus lágrimas y María sin contestarle inclinó la
cabeza sobre el pecho. Acaso adivinó entonces
el amor de la niña, porque no la interrogó
más, mostrándose desde entonces más retraído
con ella.
Los días fueron pasando, lentos para el viajero,
rápidos para la joven.
Una tarde que aquel se hallaba sentado
junto a la ventana contemplando el mar, oyó
de pronto el alegre ruido de las campanillas
de dos mulas y el sonido de un carruaje. Era
el que conducía a los pasajeros desde la cercana
villa a aquella aldea. Detrás del coche
que al fin apareció a corta distancia de la casa,
corrían algunos chicos del pueblo gritando
y riendo porque en el interior iban tres señoras
con largos abrigos y grandes sombreros,
cabellos muy rubios y rizados, ojos azules sin
expresión y mejillas rojas en la madre y sonrosadas
en las hijas.
Al verlas bajar cuando el carruaje se detuvo,
el inglés lanzó una exclamación de júbilo,
salvó corriendo la distancia que le separaba
de las viajeras, y después de hacerlas entrar
y de cerrar la puerta para entregarse sin importunos
testigos a las expansiones de su
alegría, las abrazó con cariño.
-¡Madre, Catalina, Matilde! ¡Qué feliz soy al
volver a estrecharos contra mi corazón!
-¡Walter querido! -exclamaron ellas prodigándole
tiernas caricias.
María y Santiago llegaron en aquel instante
y el joven los presentó a su familia. Miráronse
con curiosidad primero, con interés después;
la señora de Smith alargó por fin su mano a
los amigos de su hijo y las dos hermanas besaron
a la niña.
Almorzaron con los señores de Rey,
hablándose los unos y los otros sin entenderse.
Por la noche la señora de Smith quiso saldar
sus cuentas con don Remigio entregándole
una crecida suma, que el caritativo caballero
rehusó con dignidad.
-Déselo usted a los pobres -murmuró-; yo
a Dios gracias nada necesito.
María estaba cada vez más triste; comprendía
que el momento de la separación se
aproximaba.
En efecto, a la mañana siguiente, la señora
de Smith y sus hijos debían partir a la vecina
ciudad para dirigirse desde allí a Inglaterra.
Las tres damas repitieron sus palabras de
reconocimiento a los señores de Rey y a los
jóvenes y subieron al carruaje que las había
conducido la víspera. Walter se despidió a su
vez de don Remigio, de su esposa y de Santiago.
Al aproximarse a María, estrechó entre
sus ardorosas manos las frías y trémulas de la
niña, diciéndole:
-Mi primer cuidado al llegar a Londres será
buscar un profesor que me enseñe el idioma
de usted; quiero escribirle y entender lo que
me escriba. Jamás olvidaré su afecto y su
tierno interés. En ninguna parte me hubiesen
asistido como aquí. Usted me contará lo que
hace, sus amores, los detalles de su boda
cuando se case, me hablará de su nueva familia,
de su felicidad que deseo más ardientemente
que la mía. Yo ¿qué le referiré? mis
viajes, mis estudios, mi gloria si la alcanzo…
-¿Volverá usted a subir en globo?-preguntó
María.
-¿Por qué no? En cuanto llegue a mi patria
tal vez. Echaré de menos ¿por qué negarlo?
para mis viajes aéreos al fiel amigo que me
acompañaba y cuyo cuerpo destrozado se ha
encontrado al pie de una montaña, según mi
madre me ha dicho. ¡Pero hay tantos amantes
de la ciencia! Otro vendrá conmigo y reemplazará
en todo, menos en mi afecto, a mi
inolvidable Jorge. Adiós, María, acuérdese de
mí.
El joven subió al coche muy conmovido, sin
que la niña, que no podía contener sus lágrimas,
le dirigiesen una palabra más.
– IV –
Lentamente trascurrió el tiempo para los
dos hijos de don Remigio Rey. Ya no les agradaba
su tranquila existencia, ya la aldea era
insoportable para ellos y tristes y pensativos
paseaban a la orilla del mar deseando un
cambio completo en su vida.
Algunas veces hablaban del inglés, de
aquel Walter Smith que se presentó ante ellos
como una aparición, del que no habían vuelto
a saber nada, aunque calculaban que podía
haber aprendido de sobra el español. ¿Había
olvidado su promesa? Era más que probable.
Los padres de María habían concertado el
casamiento de la joven con un pariente lejano
de doña Mercedes, el que se había establecido
en la aldea con el solo objeto de tratar a la
joven y hacerse amar de ella. Santiago aconsejaba
también a su hermana que se casase.
-¿Cuál es tu porvenir? -le preguntaba-;
nuestros padres se van haciendo viejos y su
anhelo es dejarte colocada porque yo no soy
un gran apoyo para ti. Algún día también podré
crearme una familia y entonces, a pesar
de que mi cariño no te faltará nunca, te encontrarás
muy sola.
-No amo a José -contestaba siempre María.
-¿Amas a otro?
-A nadie.
-Yo hubiese querido para esposo tuyo a un
hombre como Walter Smith; pero cuando este
no ha vuelto a ocuparse de nosotros, prueba
es de que su afecto no duró más que la breve
temporada que estuvo al lado nuestro, y no
debemos pensar más en él.
María suspiraba al pronunciar su hermano
estas palabras y no le respondía. Al fin, mucho
tiempo después de la partida del aeronauta,
recibió la joven una carta fechada en
Londres, que estaba escrita en un español
bastante correcto y que decía poco más o
menos así:
«Si usted, amiga María, hubiese continuado
siendo mi profesora, hace muchos meses
que hablaría su idioma a la perfección; pero
por desgracia no he encontrado un buen
maestro hasta hace poco y esta ha sido la
causa de mi inconcebible y prolongado silencio.
¿Para que escribirle si usted no me había
de comprender?
Acaso me habrá juzgado ingrato, pero el
cielo sabe que no lo soy; recuerdo siempre
con melancólico placer los días que con usted
he pasado y en los que se me aparecía como
el arco-iris después de la tempestad. Terrible
era la que reinaba en mi alma, y si no me
volví loco, lo he debido únicamente a usted.
He hecho desde que me alejé de España un
viaje más de recreo que de estudio; nada
ocurrió durante él digno de mención, no hubo
peligros, ni impresiones, ni ningún descubrimiento
notable; he visto desde una inmensa
altura, en la barquilla de mi globo, que es
nuevo y le he puesto el nombre de usted,
montañas que no son las de su aldea, y mares
cuyas olas no han arrullado su cuna jamás;
no he deseado descender sobre las unas
ni sobre los otros; no he querido añadir un
capítulo a la novela empezada en ese rincón
de la tierra y que no se acabará nunca.
Usted y yo hemos nacido con alas; pero a
usted se las cortaron desde que vino al mundo
y no cruzará jamás el espacio; yo en cambio
solo vivo feliz en él y mis amores y mis
amistades no se hallan aquí abajo; debo querer
como se quiere en el cielo.
Usted se casará algún día con un ser que,
aunque no la comprenda, la admirará; yo no
me crearé una familia, porque moriré de un
modo desgraciado y no envolveré a nadie en
mi desdicha. Estoy plenamente convencido de
ello, y sin embargo, no desisto de mis viajes
aéreos y pronto, muy pronto emprenderé
uno, el último tal vez.
¿Quién sabe si cuando llegue esta carta, a
sus manos no existiré ya?
Conozco su corazón generoso y sé que derramará
algunas lágrimas por mí, y sin embargo,
yo no quisiera que me llorase; sus ojos
son tan bellos como tranquilos y no los debe
empañar ni la más ligera nube.
Acaso advertirá usted en mi carta un tinte
de melancolía que no me es dado desechar;
mi alma está algo enferma y no comprendo lo
que podrá curarla.
Quizá será por la inactividad forzosa en
que he vivido durante tanto tiempo, por eso
quiero extender de nuevo mis alas y volar
lejos, muy lejos.
Adiós, María, deseo que no me olvide usted,
que me consagre un recuerdo como a un
hermano querido en pago del afecto fraternal
que me inspira. He nacido en un país donde la
amistad no se finge ni se vende; al decirle
que cuenta con la mía es igual que si le asegurase
que no hay en la tierra peligro ni desgracia
que no arrostrase por usted, su afectísimo
WALTER SMITH».
Mucho lloró la pobre niña al leer estas líneas,
mucho rezó para que Dios librase de
todo peligro al intrépido aeronauta, pero los
días de aquel extranjero a quien amaba ardientemente
estaban contados y María no
tuvo ya más cartas de él.
– V –
Apenas habían trascurrido dos semanas,
recibió don Remigio Rey un periódico de la
corte hallándose con toda su familia en el espacioso
comedor de la casa.
Lo estaba leyendo en voz baja alzándola
solo cuando algún párrafo llamaba su atención
y comprendía que era de interés para su
mujer y sus hijos. Ya había leído muchos indiferentes
para María, cuando el bienhechor de
aquella aldea, exclamó:
-¡Pobre joven! ¡Cuánto siento haberle conocido!
-¿A quién? -preguntó doña Mercedes.
-A aquel inglés que se albergó en nuestra
casa hace tiempo, cuando herido y desesperado
estuvo a punto de morir.
-¿Qué le ha sucedido? -interrogó Santiago-
, que no olvidaba nunca a Walter.
-Oíd -prosiguió don Remigio. Y leyó lo siguiente:
«Los periódicos ingleses nos dan cuenta de
la última ascensión en su globo Mary del célebre
e ilustrado aeronauta Mr. Smith.
»Sabido es que este noble joven, en época
aun no lejana cayó en el mar después de un
peligrosísimo viaje, debiendo su salvación a
unos humildes pescadores de una de las más
miserables aldeas de nuestra España, según
ha referido la prensa de Londres.
»Mr. Smith ha sido esta vez menos afortunado;
después de algunos días de incesantes
riesgos, el aeronauta y dos amigos que le
acompañaron en su ascensión, se han estrellado
contra unas rocas donde el destrozado
globo, que bajaba con una rapidez vertiginosa,
los arrojó.
»Como ninguno de los viajeros ha sobrevivido
a la catástrofe, se ignoran por completo
los detalles de la expedición.
»Los cuerpos de los tres tenían numerosas
heridas y contusiones.
»Los cadáveres han sido entregados a las
respectivas familias, habiendo asistido al entierro
una muchedumbre inmensa que fue a
rendir el último tributo de cariño, admiración
y respeto a los distinguidos aeronautas que
en lo más hermoso de su juventud habían
dedicado, su vida al estudio y a la ciencia.
»Mr. Smith era muy amante de España y
poseía nuestro idioma; había publicado unos
artículos sobre nuestro país, por ellos sabíamos
que había caído una vez en cierta aldea…
»
-¿Qué tienes María, te has puesto mala? –
interrumpió doña Mercedes.
En efecto, la pobre niña que tanto había
amado a Walter desde que le vio, al oír su
trágico fin había perdido el conocimiento.
Mucho lloró a su amigo, y el recuerdo de
este no se borró de su mente jamás. Diariamente
leía la única carta que recibiera del
inglés; entonces le parecía que él la hablaba,
que le veía, que le escuchaba, que no había
de separarse nunca de él.
El tiempo mitigó su pena, pero nada más.
Dos años después consintió en casarse con
su primo que, hombre vulgar y un tanto grosero,
no la hizo feliz.
La vida de la joven se pasó triste y solitaria;
fue fiel a su esposo, y sin embargo, si él
hubiera tenido más corazón y más inteligencia,
hubiera comprendido que en su alma solo
reinaba la imagen de un muerto.
Frecuentemente se sentaba mirando al mar
y contemplaba las nubes, ya pardas; ya rojas,
estremeciéndose cuando un pájaro cruzaba el
espacio, porque al aparecer como un punto
negro en el horizonte un recuerdo asaltaba su
mente.
María esperaba siempre algo que había
descendido ya una vez del cielo, creyendo que
aun podía de nuevo descender.