El Relato del Niño

Una vez, hace ya muchos años, hubo un
caminante que partió para un prolongado
viaje. Era un viaje mágico, que parecía muy
largo al comienzo y muy corto cuando llegó a
la mitad de la ruta.
Anduvo a lo largo de un sendero oscuro
durante un breve espacio de tiempo, sin divisar
a nadie, hasta que se encontró frente a
un hermoso niño. Entonces le preguntó:
“¿Qué haces aquí?”. Y el niño contestó: “Juego
siempre. ¡Ven y juega conmigo!”
Pues bien, él jugó con el niño durante todo
ese día, y ambos estaban muy alegres. El
cielo parecía tan azul, el sol tan brillante, el
agua tan clara, las hojas muy verdes, las flores
muy bellas; y oyeron cantar a tantos pájaros
y vieron tan gran cantidad de mariposas
que todo les pareció maravillosamente hermoso.
Todo eso, cuando hacía buen tiempo.
Si llovía, les gustaba contemplar las gotas
que caían y percibir el olor de frescos aromas.
Cuando el viento soplaba era delicioso
escucharlo e imaginar lo que quería decir al
lanzarse desde su guarida (solían preguntarse
dónde estaba situada) silbando y aullando,
empujando a las nubes, doblando los árboles,
rugiendo en las chimeneas, sacudiendo la
casa y haciendo bramar con furia al mar.
Pero, mejor aun cuando nevaba; porque
nada les gustaba más que admirar los copos
que caían con rapidez, formando una espesa
alfombra, como plumón que cayera de millares
de pájaros blancos, y observar cuán liso y
profundo era el alud; y escuchar nada más
que silencio sobre rutas y caminos. Disponían
en abundancia de los mejores juguetes del
mundo y de los más admirables libros de figuras;
todos referidos a cimitarras, babuchas
y turbantes, duendes, gigantes, hadas, enanos
y barbas azules; a riquezas, a selvas y
cavernas, todo moderno, todo verídico.
Pero un día, de súbito, el viajero perdió de
vista al chiquillo. Lo llamó por su nombre muchas
veces sin obtener respuesta. Entonces
siguió su camino y recorrió un trecho breve,
sin encontrar a nadie, hasta que divisó a un
niño muy hermoso, a quien preguntó: “¿Qué
haces aquí?”
Y el niño contestó: “Estudio continuamente,
ven y aprende conmigo”.
Entonces, el viajero, instruyóse acerca de
Júpiter y Juno, de griegos y romanos y no sé
cuántas cosas más que yo no podría contar
porque muy pronto olvidó mucho de lo que
había estudiado. Pero no siempre estudiaban:
también practicaban los más divertidos juegos
conocidos.
Cenaban en verano sobre el río y patinaban
sobre el hielo en invierno; siempre activos,
ya en pie, ya montando a caballo; en el
cricket y en todo juego de pelota que yo no
sé mencionar. Nadie podía vencerlos. Gozaban
también de vacaciones, asistían a fiestas
donde bailaban hasta medianoche y a teatros
verdaderos donde contemplaban palacios de
oro y plata que se elevaban sobre la tierra y
admirando, al mismo tiempo, todas las maravillas
del mundo.
En cuanto a amigos, tenían tantos y tan
leales, que carezco de tiempo para enumerarlos
uno a uno. Todos eran jóvenes como el
hermoso niño y jamás habían de ser extraños
el uno al otro en el transcurso de toda la vida.
Pero, aun así, un día, en medio de tantos
placeres, el viajero perdió al niño, como antes
perdiera al chiquillo, y después de llamarlo
en vano, prosiguió su viaje. Caminó así
un corto trecho hasta divisar a un joven a
quien preguntó: “¿Qué haces aquí?”. Y el joven
respondió: “Vivo eternamente enamorado.
Ven y ama conmigo.”
El viajero siguió entonces al joven y de inmediato
encontráronse frente a la niña más
hermosa que se viera jamás. Exactamente
igual a Fanny, los cabellos y los oyuelos de
Fanny, y se reía y sonrojaba como ella lo hace
mientras estoy hablando. Entonces, el joven
se enamoró al instante, como alguien a
quien no quiero mencionar, la primera vez
que vino hacia aquí y vio a Fanny. ¡Bien! era
objeto de bromas algunas veces, como alguien
que yo sé debe soportarlas de Fanny.
Discutían otras; como sé que alguien y Fanny
acostumbran. Luego hacían las paces y se
sentaban en la oscuridad; se escribían cartas
diariamente; nunca eran felices estando separados
y siempre buscábanse el uno al otro,
aun cuando simulaban lo contrario; se comprometieron
en Navidad; están sentados muy
juntos cerca del fuego y han de casarse muy
pronto, exactamente como alguien a quien no
quiero mencionar y Fanny.
Pero el viajero lo perdió de vista un día,
como sucedió con el resto de sus amigos, y
luego de llamarlo para que volviera, sin tener
éxito, continuó su camino. En esta forma recorrió
un corto trecho sin ver a nadie hasta
que se enfrentó con un hombre de edad mediana,
a quien preguntó: “¿Qué haces aquí?”
Y su respuesta fue: “Estoy siempre ocupado.
Ven y trabaja conmigo.”
En esta forma comenzó ayudando al caballero,
y juntos emprendieron el camino del
bosque. Todo el tiempo fue empleado en cruzarlo,
sólo que al principio aparecía verde y
abierto como en primavera; y poco a poco
comenzó a oscurecer y espesarse como en el
verano; aun varios de los arbustos que brotaron
más temprano volvíanse castaños. El caballero
no estaba solo, sino acompañado por
una dama de la misma edad, su esposa, y
ambos tenían hijos que también les acompañaban.
En esta forma avanzaron juntos por el
bosque, cortando árboles y trazando un sendero
a través de las ramas y las hojas caídas,
llevando pesadas cargas y trabajando en
forma intensa. Algunas veces avanzaban por
largas avenidas verdes que desembocaban en
bosques más profundos aún. Allí oían una
vocecilla muy distante que gritaba: “¡Padre,
padre, soy un nuevo hijo! ¡Detente y llévame
contigo!”. Al mismo tiempo una figura menuda,
que se agrandaba al adelantarse, acudía
corriendo a reunírsele. No bien hubo llegado,
todos se agrupaban a su alrededor, besándole
y dándole la bienvenida, y juntos proseguían
el camino.
Algunas veces alcanzaron varias avenidas
a la vez, y todos permanecían en silencio,
interrumpido por la voz de uno de los hijos,
que decía: “Padre, me voy al mar”. Y otro
que agregaba: “Padre, me voy a la India”. Y
otro: “Padre, iré a buscar fortuna donde pueda”.
Y el último: “Padre, me voy al cielo”.
Entonces, con muchas lágrimas de despedida,
se fueron, y ellos continuaron solos, recorriendo
avenidas, mientras cada hijo seguía
su camino; el que fue al cielo, se elevó en el
aire dorado, y desapareció.
Siempre que estas separaciones tenían lugar,
el viajero miraba al caballero y lo veía
contemplar el cielo por entre los árboles,
cuando el día empezaba a declinar y la noche
se acercaba. Observó también que sus cabellos
se volvían grises. Pero nunca pudo descansar
por mucho tiempo, pues, debía alcanzar
la meta y necesitaba estar siempre en
acción.
Al fin hubo tantos alejamientos que no
quedó ningún hijo, y sólo el caminante, el
caballero y la dama continuaron juntos el
viaje. El bosque ya era amarillo, luego se tornó
castaño, y las hojas de los árboles, aun
hasta los de la floresta, comenzaron a caer.
Entonces llegaron hasta una avenida más
oscura aún que las anteriores, donde eran
empujados hacia adelante sin permitírselos
mirar atrás, cuando la dama se detuvo.
-Esposo mío -dijo-, siento que me llaman.
Escucharon entonces una voz que en lo alto
decía: “¡Madre, madre!”.
Era la voz del primer hijo, y ella agregó:
-¡Me voy al cielo!
El padre suplicó:
-¡Todavía no, te lo ruego! ¡La noche ya se
acerca; espera un poco más!
Pero la voz continuó: “¡Madre, madre!”,
sin hacerle caso, a pesar de su cabello ya
completamente blanco y de las lágrimas que
rodaban por su rostro.
La madre, empujaba ya hacia la sombra
de la oscura avenida, continuaba rodeando
con sus brazos el cuello de su marido, mientras
lo besaba, diciéndole:
-Mi adorado, me llaman y debo irme. Se
fue, y los dos quedaron solos, entonces. Y
continuaron juntos hasta llegar muy cerca del
final del bosque, tan cerca que podían observar
entre los árboles la puesta del sol, que
teñía el cielo de un color brillante.
Entonces, una vez más, mientras se abría
camino entre las ramas, el viajero perdió a su
amigo. Llamó y llamó, pero no obtuvo respuesta;
y cuando salió del bosque y contempló
el sol ocultándose en un horizonte
purpúreo, divisó a un anciano sentado sobre
un árbol caído. Le preguntó entonces:
-¿Qué haces aquí?
Y el anciano contestó con una sonrisa tranquila:
-Estoy siempre recordando. ¡Ven y recuerda
conmigo!
El peregrino se sentó al lado del anciano,
de frente al sereno anochecer; y todos sus
amigos volvieron en silencio y permanecieron
a su alrededor. El lindo chiquillo, el niño hermoso,
el joven enamorado, el padre, la madre
y los hijos, todos estaban allí y nadie se
perdió de vista.
Entonces los amó a todos y fue cariñoso e
indulgente con ellos; siempre le complacía
contemplarlos mientras era honrado y amado.
Y pienso que el viajero debes ser tú, querido
abuelo, porque ese fue tu modo de obrar
para con nosotros y también es la forma en
que nosotros te hemos respondido.

La Encina y la Caña

Dijo la Encina a la Caña: “Razón tienes
para quejarte de la naturaleza: un pajarillo es
para ti grave peso; la brisa más ligera, que
riza la superficie del agua, te hace bajar la
cabeza. Mi frente, parecida a la cumbre del
Cáucaso, no sólo detiene los rayos del sol;
desafía también la tempestad. Para ti, todo
es aquilón; para mí, céfiro. Si nacieses, a lo
menos, al abrigo de mi follaje, no padecerías
tanto: yo te defendería de la borrasca. Pero
casi siempre brotas en las húmedas orillas del
reino de los vientos. ¡Injusta ha sido contigo
la naturaleza! –Tu compasión, respondió la
Caña, prueba tu buen natural; pero no te
apures. Los vientos no son tan temibles para
mí como para ti. Me inclino y me doblo, pero
no me quiebro. Hasta el presente has podido
resistir las mayores ráfagas sin inclinar el
espinazo; pero hasta el fin nadie es dichoso.”
Apenas dijo estas palabras, de los confines
del horizonte acude furibundo el más terrible
huracán que engendró el septentrión. El árbol
resiste, la caña se inclina; el viento redobla
sus esfuerzos, y tanto porfía, que al fin
arranca de cuajo la Encina que elevaba la
frente al cielo y hundía sus pies en los dominios
del Tártaro.

Los Zánganos y las Abejas

Por la obra se conoce al obrero.
Sucedió que algunos panales de miel no
tenían dueño. Los Zánganos los reclamaban,
las Abejas se oponían; llevóse el pleito al tribunal
de cierta Avispa: ardua era la cuestión;
testigos deponían haber visto volando al rededor
de aquellos panales unos bichos alados,
de color oscuro, parecidos a las Abejas;
pero los Zánganos tenían las mismas señas.
La señora Avispa, no sabiendo qué decidir,
abrió de nuevo el sumario, y para mayor ilustración,
llamó a declarar a todo un hormiguero;
pero ni por esas pudo aclarar la duda.
“¿Me queréis decir a qué viene todo esto?
preguntó una Abeja muy avisada. Seis meses
hace que está pendiente el litigio, y nos encontramos
lo mismo que el primer día. Mientras
tanto, la miel se está perdiendo. Ya es
hora de que el juez se apresure; bastante le
ha durado la ganga. Sin tantos autos ni providencias,
trabajemos los Zánganos y nosotras,
y veremos quien sabe hacer panales tan
bien concluídos y tan repletos de rica miel.”
No admitieron los Zánganos, demostrando
que aquel arte era superior a su destreza, y
la Avispa adjudicó la miel a sus verdaderos
dueños.
Así debieran decidirse todos los procesos.
La justicia de moro es la mejor. En lugar de
código, el sentido común. No subirían tanto
las costas. No sucedería como pasa muchas
veces, que el juez abre la ostra, se la come, y
les da las conchas a los litigantes.

Un Hombre de cierta Edad y sus dos Amantes

Un hombre de edad madura, más
pronto viejo que joven, pensó que era tiempo
de casarse. Tenía el riñón bien cubierto, y por
tanto, donde elegir; todas se desvivían por
agradarle. Pero nuestro galán no se apresuraba.
Piénsalo bien, y acertarás.
Dos viuditas fueron las preferidas. La una,
verde todavía; la otra, más sazonada, pero
que reparaba con auxilio del arte lo que había
destruido la naturaleza. Las dos viuditas, jugando
y riendo, le peinaban y arreglaban la
cabeza. La más vieja le quitaba los pocos
pelos negros que le quedaban, para que el
galán se le pareciese más. La más joven a su
vez, le arrancaba las canas; y con esta doble
faena, nuestro buen hombre quedó bien
pronto sin cabellos blancos ni negros.
“Os doy gracias, les dijo, oh señoras mías,
que tan bien me habéis trasquilado. Más es lo
ganado que lo perdido, porque ya no hay que
hablar de bodas. Cualquiera de vosotras que
escogiese, querría hacerme vivir a su gusto y
no al mío. Cabeza calva no es buena para
esas mudanzas: muchas gracias, pues, por la
lección.”