Sopa de Palillo de Morcilla

1. – Sopa de palillo de morcilla
* ¡Vaya comida la de ayer! – comentaba una
vieja dama de la familia ratonil dirigiéndose a
otra que no había participado en el banquete -.
Yo ocupé el puesto vigésimo-primero
empezando a contar por el anciano rey de los
ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a
los platos, puedo asegurarte que el menú fue
estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino,
vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de
todo.
Fue como si comiéramos dos veces. Todo el
mundo estaba de buen humor, y se contaron
muchos chistes y ocurrencias, como se hace en
las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de
nada, aparte los palillos de las morcillas, y por
eso dieron tema a la conversación. Imagínate
que hubo quien afirmó que podía prepararse
sopa con un palillo de morcilla. Desde luego
que todos conocíamos esta sopa de oídas, como
también la de guijarros, pero nadie la había
probado, y mucho menos preparado. Se
pronunció un brindis muy ingenioso en honor
de su inventor, diciendo que merecía ser el rey
de los pobres. ¿Verdad que es una buena
ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió
elevar al rango de esposa y reina a la doncella
del mundo ratonil que mejor supiese
condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó
señalado para dentro de un año.
– ¡No estaría mal! – opinó la otra rata -. Pero,
¿cómo se prepara la sopa?
– Eso es, ¿cómo se prepara? – preguntaron todas
las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas
habrían querido ser reinas, pero ninguna se
sentía con ánimos de afrontar las penalidades de
un viaje al extranjero para aprender la receta, y,
sin embargo, era imprescindible. Abandonar a
su familia y los escondrijos familiares no está al
alcance de cualquiera. En el extranjero no todos
los días se encuentra corteza de queso y de
tocino; uno se expone a pasar hambre, sin
hablar del peligro de que se te meriende un
gato.
Estas ideas fueron seguramente las que
disuadieron a la mayoría de partir en busca de la
receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres,
pero de casa humilde, se decidieron a
emprender el viaje.
Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar
quién tenía mejor suerte. Cada una se procuró
un palillo de morcilla, para no olvidarse del
objeto de su expedición; sería su báculo de
caminante.
Iniciaron el viaje el primero de mayo, y
regresaron en la misma fecha del año siguiente.
Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se
sabía, no había dado noticias de sí, y había
llegado ya el día de la prueba.
– ¡No puede haber dicha completa! – dijo el rey
de los ratones; y dio orden de que se invitase a
todos los que residían a muchas millas a la
redonda. Como lugar de reunión se fijó la
cocina. Las tres ratitas expedicionarias se
situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente,
se dispuso un palillo de morcilla envuelto en
crespón negro. Nadie debía expresar su opinión
hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey
dispuesto lo que procedía.
Vamos a ver lo que ocurrió.
2. De lo que había visto y aprendido la primera
ratita en el curso de su viaje
– Cuando salí por esos mundos de Dios – dijo la
viajera – iba creída, como tantas de mi edad, que
llevaba en mí toda la ciencia del universo. ¡Qué
ilusión! Hace falta un buen año, y algún día de
propina, para aprender todo lo que es menester.
Yo me fui al mar y embarqué en un buque que
puso rumbo Norte. Me habían dicho que en el
mar conviene que el cocinero sepa cómo salir
de apuros; pero no es cosa fácil, cuando todo
está atiborrado de hojas de tocino, toneladas de
cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo
de rey, pero de preparar la famosa sopa ni
hablar. Navegamos durante muchos días y
noches; a veces el barco se balanceaba
peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre
la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando
al fin llegamos a puerto, abandoné el buque;
estábamos muy al Norte.
Produce una rara sensación eso de marcharse de
los escondrijos donde hemos nacido, embarcar
en un buque que viene a ser como un nuevo
escondrijo, y luego, de repente, hallarte a
centenares de millas y en un país desconocido.
Había allí bosques impenetrables de pinos y
abedules, que despedían un olor intenso,
desagradable para mis narices. De las hierbas
silvestres se desprendía un aroma tan fuerte, que
hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras
que no. Había grandes lagos, cuyas aguas
parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero
que vistas desde cierta distancia eran negras
como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al
principio los tomé por espuma, tal era la
suavidad con que se movían en la superficie;
pero después los vi volar y andar; sólo entonces
me di cuenta de lo que eran. Por cierto que
cuando andan no pueden negar su parentesco
con los gansos. Yo me junté a los de mi especie,
los ratones de bosque y de campo, que, por lo
demás, son de una ignorancia espantosa,
especialmente en lo que a economía doméstica
se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de
mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con
palillos de morcilla resultó para ellos una idea
tan inaudita, que la noticia se esparció por el
bosque como un reguero de pólvora; pero todos
coincidieron en que el problema no tenía
solución. Jamás hubiera yo pensado que
precisamente allí, y aquella misma noche,
tuviese que ser iniciada en la preparación del
plato. Era el solsticio de verano; por eso,
decían, el bosque exhalaba aquel olor tan
intenso, y eran tan aromáticas las hierbas, los
lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros,
con los blancos cisnes en su superficie. A la
orilla del bosque, entre tres o cuatro casas,
habían clavado una percha tan alta como un
mástil, y de su cima colgaban guirnaldas y
cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y
mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en
quién cantaría mejor al son del violín del
músico. La fiesta duró toda la noche, desde la
puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan
intensa casi como la luz del día, pero yo no
tomé parte. ¿De qué le vendría a un ratoncito
participar en un baile en el bosque? Permanecí
muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo
muy prieto mi palillo. La luna iluminaba
principalmente un lugar en el que crecía un
árbol recubierto de musgo, tan fino, que me
atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de
nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de
los ojos.
De pronto llegaron, a paso de marcha, unos
lindísimos y diminutos personajes, que apenas
pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos,
pero mejor proporcionados. Llamábanse elfos y
llevaban vestidos primorosos, confeccionados
con pétalos de flores, con adornos de alas de
moscas y mosquitos, todos de muy buen ver.
Parecía como si anduviesen buscando algo, no
sabía yo qué, hasta que algunos se me
acercaron. El más distinguido señaló hacia mi
palillo y dijo:
«¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien
tallado! ¡Es espléndido!», y contemplaba mi
palillo con verdadero arrobo.
«Os lo prestaré, pero tenéis que devolvérmelo»,
les dije.
«¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una;
lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron
al lugar donde el musgo era más fino, y
clavaron el palillo en el suelo. Querían también
tener su árbol de mayo, y aquél resultaba como
hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron;
¡parecía nuevo!.
Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de
oro y lo adornaron con ondeantes velos y
banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal
inmaculada blancura a los rayos lunares, que me
dolían los ojos al mirarlos. Tomaron colores de
las alas de la mariposa, y los espolvorearon
sobre las telarañas, que quedaron cubiertas
como de flores y diamantes maravillosos, tanto,
que yo no reconocía ya mi palillo de morcilla.
En todo el mundo no se habrá visto un árbol de
mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó
la verdadera sociedad de los elfos; iban
completamente desnudos, y aquello era lo mejor
de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta,
aunque desde cierta distancia, porque yo era
demasiado grandota.
Empezó la música. Era como si sonasen
millares de campanitas de cristal, con sonido
lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que
cantaban, y parecióme distinguir también las
voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue
como si el bosque entero se sumase al
concierto; era un conjunto de voces infantiles,
sonido de campanas y canto de pájaros.
Cantaban melodías bellísimas, y todos aquellos
sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era
un verdadero concierto de campanillas y, sin
embargo, allí no había nada más que mi palillo
de morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen
encerrarse en él tantas cosas; pero todo depende
de las manos a que va uno a parar. Me
emocioné de veras; lloré de pura alegría, como
sólo un ratoncillo es capaz de llorar.
La noche resultó demasiado corta, pero allí
arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho.
Al alba se levantó una ligera brisa; rizóse la
superficie del agua de los lagos, y todos los
delicados y ondeantes velos y banderas volaron
por los aires. Las balanceantes glorietas de tela
de araña, los puentes colgantes y balaustradas, o
como quiera que se llamen, tendidos de hoja a
hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos
volvieron a traerme el palillo y me preguntaron
si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer.
Entonces les pedí que me explicasen la manera
de preparar la sopa de palillo de morcilla.
«Ya habrás visto cómo hacemos las cosas – dijo
el más distinguido, riéndose -. ¿A que apenas
reconocías tu palillo?».
«¡La verdad es que sois muy listos!», respondí,
y a continuación les expliqué, sin más
preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi
tierra esperaban de él.
«¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y
todo nuestro poderoso imperio – dije – con que
yo haya presenciado estas maravillas? No podré
reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved,
ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa. Y
aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para
la sobremesa, cuando la gente está ya harta».
Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos
en el cáliz de una morada violeta y me dijo:
«Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de
vuelta a tu país y en el palacio de tu rey, toca
con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán
violetas y se enroscarán a lo largo de todo el
palo, aunque sea en lo más riguroso del
invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo
nuestro y aún algo más por añadidura».
Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel
«algo más», la ratita tocó con el palillo el pecho
del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido
ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas,
que el Soberano ordenó a los ratones que
estaban más cerca del fuego, que metiesen en él
sus rabos para provocar cierto olor a
chamusquina, pues el de las violetas resultaba
irresistible. No era éste precisamente el perfume
preferido de la especie ratonil.
– Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que
mencionaste? – preguntó el rey de los ratones.
– Ahora viene lo que pudiéramos llamar el
efecto principal – respondió la ratita – y
haciendo girar el palillo, desaparecieron todas
las flores y quedó la varilla desnuda, que
entonces se empezó a mover a guisa de batuta.
«Las violetas son para el olfato, la vista y el
tacto – dijo el elfo -; pero tendremos que darte
también algo para el oído y el gusto».
Y la ratita se puso a marcar el compás, y
empezó a oírse una música, pero no como la
que había sonado en la fiesta de los elfos del
bosque, sino como la que se suele oír en las
cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de
repente; era como si el viento silbara por las
chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila
aporreaba los calderos de latón, y de pronto
todo quedó en silencio. Oyóse el canto del
puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no
sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía
la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se
preocupaba de la otra, como si cada cual
estuviese distraída con sus pensamientos. La
ratita seguía agitando la batuta con fuerza
creciente, las ollas espumeaban, borboteaban,
rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea.
¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la
propia ratita perdió el palo!
– ¡Vaya receta complicada! – exclamó el rey -.
¿Tardará mucho en estar preparada la sopa?
– Eso fue todo – respondió la ratita con una
reverencia.
– ¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que
decirnos la segunda – dijo el rey.
3. – De lo que contó la otra ratita
– Nací en la biblioteca del castillo – comenzó la
segunda ratita -. Ni yo ni otros varios miembros
de mi familia tuvimos jamás la suerte de entrar
en un comedor, y no digamos ya en una
despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he
visto una cocina. En la biblioteca pasábamos
hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio
adquirimos no pocos conocimientos. Llegónos
el rumor de la recompensa ofrecida por la
preparación de una sopa de palillos de morcilla,
y ante la noticia, mi vieja abuela sacó un
manuscrito. No es que supiera leer, pero había
oído a alguien leerlo en voz alta, y le había
chocado esta observación: «Cuando se es poeta,
se sabe preparar sopa con palillos de morcilla».
Me preguntó si yo era poetisa; díjele yo que ni
por asomo, y entonces ella me aconsejó que
procurase llegar a serlo. Me informé de lo que
hacía falta para ello, pues descubrirlo por mis
propios medios se me antojaba tan difícil como
guisar la sopa. Pero mi abuela había asistido a
muchas conferencias, y enseguida me respondió
que se necesitaban tres condiciones:
inteligencia, fantasía y sentimiento. «Si logras
hacerte con estas tres cosas – añadió – serás
poetisa y saldrás adelante con tu palillo de
morcilla». Así, me lancé por esos mundos hacia
Poniente, para llegar a ser poetisa.
La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal
para todas las cosas: las otras dos condiciones
no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante
todo, en busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve
a las hormigas y serás sabio; así dijo un día un
gran rey de los judíos. Lo sabía también por la
biblioteca, y ya no descansé hasta que hube
encontrado un gran nido de hormigas. Me puse
al acecho, dispuesta a adquirir la sabiduría.

Pegaojos

En todo el mundo no hay quien sepa tantos
cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los que sabe!
Al anochecer, cuando los niños están aún
sentados a la mesa o en su escabel, viene un
duende llamado Pegaojos; sube la escalera
quedito, quedito, pues va descalzo, sólo en
calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y,
¡chitón!, vierte en los ojos de los pequeñuelos
leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero
siempre bastante para que no puedan tener los
ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por
detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace
quedar dormidos. Pero no les duele, pues
Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que
se estén quietecitos, y para ello lo mejor es
aguardar a que estén acostados. Deben estarse
quietos y callados, para que él pueda contarles
sus cuentos.
Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos
se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un
traje de seda, pero es imposible decir de qué
color, pues tiene destellos verdes, rojos y
azules, según como se vuelva. Y lleva dos
paraguas, uno debajo de cada brazo.
Uno de estos paraguas está bordado con bellas
imágenes, y lo abre sobre los niños buenos;
entonces ellos durante toda la noche sueñan los
cuentos más deliciosos; el otro no tiene
estampas, y lo despliega sobre los niños
traviesos, los cuales se duermen como
marmotas y por la mañana se despiertan sin
haber tenido ningún sueño.
Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las
noches de una semana, a un muchachito que se
llamaba Federico, para contarle sus cuentos.
Son siete, pues siete son los días de la semana.
Lunes
* Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico
estuvo acostado-, verás cómo arreglo todo esto.
Y todas las flores de las macetas se convirtieron
en altos árboles, que extendieron las largas
ramas por debajo del techo y por las paredes, de
modo que toda la habitación parecía una
maravillosa glorieta de follaje; las ramas
estaban cuajadas de flores, y cada flor era más
bella que una rosa y exhalaba un aroma
delicioso; y si te daba por comerla, sabía más
dulce que mermelada.
Había frutas que relucían como oro, y no
faltaban pasteles llenos de pasas. ¡Un
espectáculo inolvidable! Pero al mismo tiempo
salían unas lamentaciones terribles del cajón de
la mesa, que guardaba los libros escolares de
Federico.
– ¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y,
dirigiéndose a la mesa, abrió el cajón. Algo se
agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era
una cifra equivocada que se había deslizado en
la operación de aritmética, y todo andaba
revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba a
hacerse pedazos. El pizarrín todo era saltar y
brincar atado a la cinta, como si fuese un
perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo
lograba. Pero lo peor era el cuaderno de
escritura. ¡Qué de lamentos y quejas! Partían el
alma. De arriba abajo, en cada página, se
sucedían las letras mayúsculas, cada una con
una minúscula al lado; servían de modelo, y a
continuación venían unos garabatos que
pretendían parecérseles y eran obra de Federico;
estaban como caídas sobre las líneas que debían
servirles para tenerse en pie.
– Mirad, os tenéis que poner así -decía la
muestra-. ¿Veis? Así, inclinadas, con un trazo
vigoroso.
– ¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! –
gimoteaban las letras de Federico-. Pero no
podemos; ¡somos tan raquíticas!
– Entonces os voy a dar un poco de aceite de
hígado de bacalao -dijo Pegaojos.
– ¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se
enderezaron que era un primor.- Pues ahora no
hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que
conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos! –
. Y siguió ejercitando a las letras, hasta que
estuvieron esbeltas y perfectas como la propia
muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos
se hubo marchado, Federico las miró y vio que
seguían tan raquíticas como la víspera.
Martes
No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos,
con su jeringa encarnada, roció los muebles de
la habitación, y enseguida se pusieron a charlar
todos a la vez, cada uno hablando de sí mismo.
Sólo callaba la escupidera, que, muda en su
rincón se indignaba al ver la vanidad de los
otros, que no sabían pensar ni hablar más que de
sus propias personas, sin ninguna consideración
a ella, que se estaba tan modesta en su esquina,
dejando que todo el mundo le escupiera.
Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro
en un marco dorado; representaba un paisaje, y
en él se veían viejos y corpulentos árboles, y
flores entre la hierba, y un gran río que fluía por
el bosque, pasando ante muchos castillos para
verterse, finalmente, en el mar encrespado.
Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica,
y los pájaros empezaron a cantar; las ramas, a
moverse, y las nubes, a desfilar, según podía
verse por las sombras que proyectaban sobre el
paisaje.
Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el
nivel del marco y lo puso de pie sobre el
cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba
por entre el ramaje de los árboles. Echó a correr
hacia el río y subió a una barquita; estaba
pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba
como plata, y seis cisnes, todos con coronas de
oro en torno al cuello y una radiante estrella
azul en la cabeza, arrastraban la embarcación a
lo largo de la verde selva; los árboles hablaban
de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos
silfos enanos y de lo que les habían contado las
mariposas.
Peces magníficos, de escamas de oro y plata,
nadaban junto al bote, saltando de vez en
cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo,
mientras innúmeras aves rojas y azules, grandes
y chicas, lo seguían volando en largas filas, y
los mosquitos danzaban, y los abejorros no
paraban de zumbar: «¡Bum, bum!». Todos
querían seguir a Federico, y todos tenían una
historia que contarle.
¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era
espeso y oscuro, como se abría en un
maravilloso jardín, bañado de sol y cuajado de
flores. Había vastos palacios de cristal y
mármol con princesas en sus terrazas, y todas
eran niñas a quienes Federico conocía y con las
cuales había jugado. Todas le alargaban la mano
y le ofrecían pastelillos de mazapán, mucho
mejores que los que vendía la mujer de los
pasteles. Federico agarraba el dulce por un
extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro,
y así, al avanzar la barquita se quedaban cada
uno con una parte: ella, la más pequeña;
Federico, la mayor. Y en cada palacio había
príncipes de centinela que, sables al hombro,
repartían pasas y soldaditos de plomo.
¡Bien se veía que eran príncipes de veras!
El barquito navegaba ora por entre el bosque,
ora a través de espaciosos salones o por el
centro de una ciudad; y pasó también por la
ciudad de su nodriza, la que lo había llevado en
brazos cuando él era muy pequeñín y lo había
querido tanto; y he aquí que la buena mujer le
hizo señas con la cabeza y le cantó aquella
bonita canción que había compuesto y enviado
a Federico:
¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,
Mi dulce Federico, jamás te olvido!
Besé mil veces tu boquita sonriente,
Tus párpados suaves y tu blanca frente.
Oí de tus labios la palabra primera
Y hube de separarme de tu vera.
¡Bendígate Dios en toda ocasión,
Ángel que llevé contra mi corazón!
Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores
bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles
inclinaban, complacidos, las copas, como si
también a ellos les contase historias Pegaojos.

Los Zapatos Rojos

Érase una vez una niña muy linda y delicada,
pero tan pobre, que en verano andaba siempre
descalza, y en invierno tenía que llevar unos
grandes zuecos, por lo que los piececitos se le
ponían tan encarnados, que daba lástima.
En el centro del pueblo habitaba una anciana,
viuda de un zapatero. Tenía unas viejas tiras de
paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor que
supo, un par de zapatillas. Eran bastante
patosas, pero la mujer había puesto en ellas toda
su buena intención. Serían para la niña, que se
llamaba Karen.
Le dieron los zapatos rojos el mismo día en que
enterraron a su madre; aquel día los estrenó. No
eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía otros,
y calzada con ellos acompañó el humilde
féretro.
Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una
señora anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió
compasión y dijo al señor cura:
– Dadme la niña, yo la criaré.
Karen creyó que todo aquello era efecto de los
zapatos colorados, pero la dama dijo que eran
horribles y los tiró al fuego. La niña recibió
vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La
gente decía que era linda; sólo el espejo decía:
– Eres más que linda, eres hermosa.
Un día la Reina hizo un viaje por el país,
acompañada de su hijita, que era una princesa.
La gente afluyó al palacio, y Karen también. La
princesita salió al balcón para que todos
pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido
blanco, pero nada de cola ni de corona de oro.
En cambio, llevaba unos magníficos zapatos
rojos, de tafilete, mucho más hermosos, desde
luego, que los que la viuda del zapatero había
confeccionado para Karen. No hay en el mundo
cosa que pueda compararse a unos zapatos
rojos.
Llegó la niña a la edad en que debía recibir la
confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y
también habían de comprarle nuevos zapatos. El
mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de
su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas
con zapatos y botas preciosos y relucientes.
Todos eran hermosísimos, pero la anciana
señora, que apenas veía, no encontraba ningún
placer en la elección. Había entre ellos un par
de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la
princesa: ¡qué preciosos! Además, el zapatero
dijo que los había confeccionado para la hija de
un conde, pero luego no se habían adaptado a su
pie.
– ¿Son de charol, no? -preguntó la señora-.
¡Cómo brillan!
– ¿Verdad que brillan? – dijo Karen; y como le
sentaban bien, se los compraron; pero la anciana
ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo
sabido jamás habría permitido que la niña fuese
a la confirmación con zapatos colorados. Pero
fue.
Todo el mundo le miraba los pies, y cuando,
después de avanzar por la iglesia, llegó a la
puerta del coro, le pareció como si hasta las
antiguas estatuas de las sepulturas, las imágenes
de los monjes y las religiosas, con sus cuellos
tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los
ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo
la niña pensando mientras el obispo, poniéndole
la mano sobre la cabeza, le habló del santo
bautismo, de su alianza con Dios y de que desde
aquel momento debía ser una cristiana
consciente. El órgano tocó solemnemente,
resonaron las voces melodiosas de los niños, y
cantó también el viejo maestro; pero Karen sólo
pensaba en sus magníficos zapatos.
Por la tarde se enteró la anciana señora -alguien
se lo dijo- de que los zapatos eran colorados, y
declaró que aquello era feo y contrario a la
modestia; y dispuso que, en adelante, Karen
debería llevar zapatos negros para ir a la iglesia,
aunque fueran viejos.
El siguiente domingo era de comunión. Karen
miró sus zapatos negros, luego contempló los
rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los
puso.
Brillaba un sol magnífico. Karen y la señora
anciana avanzaban por la acera del mercado de
granos; había un poco de polvo.
En la puerta de la iglesia se había apostado un
viejo soldado con una muleta y una larguísima
barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja
del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a
la dama si quería que le limpiase los zapatos.
Karen presentó también su piececito.
– ¡Caramba, qué preciosos zapatos de baile! –
exclamó el hombre-. Ajustad bien cuando
bailéis – y con la mano dio un golpe a la suela.
La dama entregó una limosna al soldado y
penetró en la iglesia con Karen.
Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la
niña, y las imágenes también; y cuando ella,
arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el
cáliz de oro, estaba pensando en sus zapatos
colorados y le pareció como si nadaran en el
cáliz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar
el padrenuestro.
Salieron los fieles de la iglesia, y la señora
subió a su coche. Karen levantó el pie para subir
a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al
carruaje, exclamó: – ¡Vaya preciosos zapatos de
baile! -. Y la niña no pudo resistir la tentación
de marcar unos pasos de danza; y he aquí que
no bien hubo empezado, sus piernas siguieron
bailando por sí solas, como si los zapatos
hubiesen adquirido algún poder sobre ellos.
Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia,
sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que
correr tras ella y llevarla en brazos al coche;
pero los pies seguían bailando y pisaron
fuertemente a la buena anciana. Por fin la niña
se pudo descalzar, y las piernas se quedaron
quietas.
Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en
un armario; pero Karen no podía resistir la
tentación de contemplarlos.
Enfermó la señora, y dijeron que ya no se
curaría. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie
estaba más obligado a hacerlo que Karen. Pero
en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha
había sido invitada. Miró a la señora, que estaba
enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se
dijo que no cometía ningún pecado. Se los calzó
– ¿qué había en ello de malo? – y luego se fue al
baile y se puso a bailar.
Pero cuando quería ir hacia la derecha, los
zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si
quería dirigirse sala arriba, la obligaban a
hacerlo sala abajo; y así se vio forzada a bajar
las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta
de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder
detenerse, llegó al oscuro bosque.
Vio brillar una luz entre los árboles y pensó que
era la luna, pues parecía una cara; pero resultó
ser el viejo soldado de la barba roja, que
haciéndole un signo con la cabeza, le dijo:
– ¡Vaya hermosos zapatos de baile!
Se asustó la muchacha y trató de quitarse los
zapatos para tirarlos; pero estaban
ajustadísimos, y, aun cuando consiguió
arrancarse las medias, los zapatos no salieron;
estaban soldados a los pies. Y hubo
de seguir bailando por campos y prados, bajo la
lluvia y al sol, de noche y de día. ¡De noche,
especialmente, era horrible!

Los Cisnes Salvajes

Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las
golondrinas cuando el invierno llega a nosotros,
vivía un rey que tenía once hijos y una hija
llamada Elisa. Los once hermanos eran
príncipes; llevaban una estrella en el pecho y
sable al cinto para ir a la escuela; escribían con
pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y
aprendían de memoria con la misma facilidad
con que leían; en seguida se notaba que eran
príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un
escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de
estampas que había costado lo que valía la
mitad del reino.
¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima
que aquella felicidad no pudiese durar siempre.
Su padre, Rey de todo el país, casó con una
reina perversa, que odiaba a los pobres niños.
Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta.
Fue el caso, que había gran gala en todo el
palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»;
pero en vez de recibir pasteles y manzanas
asadas como se suele en tales ocasiones, la
nueva Reina no les dio más que arena en una
taza de té, diciéndoles que imaginaran que era
otra cosa.
A la semana siguiente mandó a Elisa al campo,
a vivir con unos labradores, y antes de mucho
tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas
malas de los príncipes, que éste acabó por
desentenderse de ellos.
– ¡A volar por el mundo y apañaros por vuestra
cuenta! -exclamó un día la perversa mujer-; ¡a
volar como grandes aves sin voz!-. Pero no
pudo llegar al extremo de maldad que habría
querido; los niños se transformaron en once
hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño
grito emprendieron el vuelo por las ventanas de
palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron
en el bosque.
Era aún de madrugada cuando pasaron por el
lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en
el cuarto de los campesinos; y aunque
describieron varios círculos sobre el tejado,
estiraron los largos cuellos y estuvieron
aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los
vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta
las nubes, por esos mundos de Dios, y se
dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que
se extendía hasta la misma orilla del mar.
La pobre Elisita seguía en el cuarto de los
labradores jugando con una hoja verde, único
juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero,
miró el sol a su través y parecióle como si viera
los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez
que los rayos del sol le daban en la cara, creía
sentir el calor de sus besos.
Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando
el viento soplaba por entre los grandes setos de
rosales plantados delante de la casa, susurraba a
las rosas:
– ¿Qué puede haber más hermoso que vosotras?
-. Pero las rosas meneaban la cabeza y
respondían: – Elisa es más hermosa -. Cuando la
vieja de la casa, sentada los domingos en el
umbral, leía su devocionario, el viento le volvía
las hojas, y preguntaba al libro: – ¿Quién puede
ser más piadoso que tú? – Elisa es más piadosa –
replicaba el devocionario; y lo que decían las
rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel
libro no podía mentir.
Habían convenido en que la niña regresaría a
palacio cuando cumpliese los quince años; pero
al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor
y odio, y la habría transformado en cisne, como
a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a
hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a
su hija.
Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al
cuarto de baile, que era todo él de mármol y
estaba adornado con espléndidos almohadones
y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y
dijo al primero:
– Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en
el baño, para que se vuelva estúpida como tú.
Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que
se vuelva como tú de fea, y su padre no la
reconozca -. Y al tercero: – Siéntate sobre su
corazón e infúndele malos sentimientos, para
que sufra -. Echó luego los sapos al agua clara,
que inmediatamente se tiñó de verde, y,
llamando a Elisa, la desnudó, mandándole
entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos
se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el
tercero en el pecho, sin que la niña pareciera
notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas
flores de adormidera aparecieron flotando en el
agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y
habían sido besados por la bruja; de lo
contrario, se habrían transformado en rosas
encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en
flores, por el solo hecho de haber estado sobre
la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la
cual era, demasiado buena e inocente para que
los hechizos tuviesen acción sobre ella.
Al verlo la malvada Reina, frotóla con jugo de
nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte
pardo negruzco; untóle luego la cara con una
pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era
imposible reconocer a la hermosa Elisa.
Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no
era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro
mastín y las golondrinas; pero eran pobres
animales cuya opinión no contaba.
La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus
once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de
palacio, y durante todo el día estuvo vagando
por campos y eriales, adentrándose en el bosque
inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se
sentía acongojada y anhelante de encontrar a
sus hermanos, que a buen seguro andarían
también vagando por el amplio mundo. Hizo el
propósito de buscarlos.
Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo
de noche; la doncella había perdido el camino.
Tendióse sobre el blando musgo, y, rezadas sus
oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre
un tronco de árbol. Reinaba un silencio
absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el
musgo que la rodeaban lucían las verdes
lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando
tocaba con la mano una de las ramas, los
insectos luminosos caían al suelo como estrellas
fugaces.
Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos.
De nuevo los veía de niños, jugando,
escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de
diamante y contemplando el maravilloso libro
de estampas que había costado medio reino;
pero no escribían en el tablero, como antes,
ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que
habían realizado y todas las cosas que habían
visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida,
los pájaros cantaban, y las personas salían de las
páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos;
pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al
interior, para que no se produjesen confusiones
en el texto.
Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el
horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos
árboles formaban un techo de espesas ramas;
pero los rayos jugueteaban allá fuera como un
ondeante velo de oro. El campo esparcía sus
aromas, y las avecillas venían a posarse casi en
sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues
fluían en aquellos alrededores muchas y
caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un
lago de límpido fondo arenoso. Había, si,
matorrales muy espesos, pero en un punto los
ciervos habían hecho una ancha abertura, y por
ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina,
que, de no haber agitado el viento las ramas y
matas, la muchacha habría podido pensar que
estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad
con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas
por el sol como las que se hallaban en la
sombra.
Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto,
tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo
frotado los ojos y la frente con la mano mojada,
volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó
y metióse en el agua pura; en el mundo entero
no se habría encontrado una princesa tan
hermosa como ella.
Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello,
se dirigió a la fuente borboteante, bebió del
hueco de la mano y prosiguió su marcha por el
bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba
en sus hermanos y en Dios misericordioso, que
seguramente no la abandonaría: El hacía crecer
las manzanas silvestres para alimentar a los
hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos
árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso
del fruto. Comió de él, y, después de colocar
apoyos para las ramas, adentróse en la parte
más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio
tan profundo, que la muchacha oía el rumor de
sus propios pasos y el de las hojas secas, que se
doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro:
ni un rayo de sol se filtraba por entre las
corpulentas y densas ramas de los árboles,
cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de
otros, que, al mirar la doncella a lo alto,
parecíale verse rodeada por un enrejado de
vigas. Era una soledad como nunca había
conocido.
La noche siguiente fue muy oscura; ni una
diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella
se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la
impresión de que se apartaban las ramas
extendidas encima de su cabeza y que Dios
Nuestro Señor la miraba con ojos bondadosos,
mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban
por entre sus brazos.
Al despertarse por la mañana, no sabía si había
soñado o si todo aquello había sido realidad.
Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja
que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio
unas cuantas, y Elisa le preguntó si por
casualidad había visto a los once príncipes
cabalgando por el bosque. – No -respondió la
vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de
oro en la cabeza, que iban río abajo.
Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a
cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles
de sus orillas extendían sus largas y frondosas
ramas al encuentro unas de otras, y allí donde
no se alcanzaban por su crecimiento natural, las
raíces salían al exterior y formaban un
entretejido por encima del agua.
Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen
del río, hasta el punto en que éste se vertía en el
gran mar abierto.
Frente a la doncella se extendía el soberbio
océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni
un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las
innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas
y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro,
piedra, todo lo acumulado allí había sido
moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho
más blanda que su mano. «La ola se mueve
incesantemente y así alisa las cosas duras; pues
yo seré tan incansable como ella. Gracias por
vuestra lección, olas claras y saltarinas; algún
día, me lo dice el corazón, me llevaréis al lado
de mis hermanos queridos».
Entre las algas arrojadas por el mar a la playa
yacían once blancas plumas de cisne, que la
niña recogió, haciendo un haz con ellas.
Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o
lágrimas, ¿quién sabe?. Se hallaba sola en la
orilla, pero no sentía la soledad, pues el mar
cambiaba constantemente; en unas horas se
transformaba más veces que los lagos en todo
un año. Si avanzaba una gran nube negra, el
mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo
ponerme!». Luego soplaba viento, y las olas
volvían al exterior su parte blanca. Pero si las
nubes eran de color rojo y los vientos dormían,
el mar podía compararse con un pétalo de rosa;
era ya verde, ya blanco, aunque por mucha
calma que en él reinara, en la orilla siempre se
percibía un leve movimiento; el agua se
levantaba débilmente, como el pecho de un niño
dormido.
A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban
volando once cisnes salvajes coronados de oro;
iban alineados, uno tras otro, formando una
larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se
escondió detrás de un matorral; los cisnes se
posaron muy cerca de ella, agitando las grandes
alas blancas.