Los Chanclos de la Suerte

1. – Cómo empezó la cosa
En una casa de Copenhague, en la calle del
Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se
celebraba una gran reunión, a la que asistían
muchos invitados. No hay más remedio que
hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la
vida de sociedad, y así otro día lo invitan a uno.
La mitad de los contertulios estaban ya sentados
a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba
el resultado del «¿Qué vamos a hacer ahora?»
de la señora de la casa. En ésas estaban, y la
tertulia seguía adelante del mejor modo posible.
Entre otros temas, la conversación recayó sobre
la Edad Media. Algunos la consideraban mucho
más interesante que nuestra época. Knapp, el
consejero de Justicia, defendía con tanto celo
este punto de vista, que la señora de la casa se
puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron
a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el
almanaque, en el que, después de comparar los
tiempos antiguos y los modernos, terminaba
concediendo la ventaja a nuestra época. El
consejero afirmaba que el tiempo del rey danés
Hans había sido el más bello y feliz de todos.
Mientras se discute este tema, interrumpido sólo
un momento por la llegada de un periódico que
no trae nada digno de ser leído, entrémonos
nosotros en el vestíbulo, donde estaban
guardados los abrigos, bastones, paraguas y
chanclos. En él estaban sentadas dos mujeres,
una de ellas joven, vieja la otra. Habría podido
pensarse que su misión era acampanar a su
señora, una vieja solterona o tal vez una viuda;
pero observándolas más atentamente, uno se
daba cuenta de que no eran criadas ordinarias;
tenían las manos demasiado finas, su porte y
actitud eran demasiado majestuosos – pues eran,
en efecto, personas reales -, y el corte de sus
vestidos revelaba una audacia muy personal.
Eran, ni más ni menos, dos hadas; la más joven,
aunque no era la Felicidad en persona, sí era, en
cambio, una camarera de una de sus damas de
honor, las encargadas de distribuir los favores
menos valiosos de la suerte. La más vieja
parecía un tanto sombría, era la Preocupación.
Sus asuntos los cuida siempre personalmente;
así está segura de que se han llevado a término
de la manera debida.
Las dos hadas se estaban contando mutuamente
sus andanzas de aquel día. La mensajera de la
Suerte sólo había hecho unos encargos de poca
monta: preservado un sombrero nuevo de un
chaparrón, procurado a un señor honorable un
saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le
quedaba por hacer algo que se salía de lo
corriente.
– Tengo que decirle aún -prosiguió- que hoy es
mi cumpleaños, y para celebrarlo me han
confiado un par de chanclos para que los
entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la
propiedad de transportar en el acto, a quien los
calce, al lugar y la época en que más le gustaría
vivir. Todo deseo que guarde relación con el
tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al
acto, y así el hombre encuentra finalmente la
felicidad en este mundo.
– Eso crees tú -replicó la Preocupación-. El
hombre que haga uso de esa facultad será muy
desgraciado, y bendecirá el instante en que
pueda quitarse los chanclos.
– ¿Por qué dices eso? -respondió la otra-. Mira,
voy a dejarlos en el umbral; alguien se los
pondrá equivocadamente y verás lo feliz que
será.
Ésta fue la conversación.
2. – Qué tal le fue al consejero
Se había hecho ya tarde. El consejero de
Justicia, absorto en su panegírico de la época
del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de
despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus
chanclos, se calzase los de la suerte y saliese
con ellos a la calle del Este; pero la fuerza
mágica del calzado lo trasladó al tiempo del rey
Hans, y por eso se metió de pies en la porquería
y el barro, pues en aquellos tiempos las calles
no estaban empedradas.
– ¡Es espantoso cómo está de sucia esta calle! –
exclamó el Consejero-. Han quitado la acera, y
todos los faroles están apagados.
La luna estaba aún baja sobre el horizonte, y el
aire era además bastante denso, por lo que todos
los objetos se confundían en la oscuridad. En la
primera esquina brillaba una lamparilla debajo
de una imagen de la Virgen, pero la luz que
arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta
que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en
la estampa pintada en que se representaba a la
Virgen con el Niño.
«Debe anunciar una colección de arte, y se
habrán olvidado de quitar el cartel», pensó.
Pasaron por su lado varias personas vestidas
con el traje de aquella época.
«¡Vaya fachas! Saldrán de algún baile de
máscaras».
De pronto resonaron tambores y pífanos y
brillaron antorchas. El Consejero se detuvo,
sorprendido, y vio pasar una extraña comitiva.
A la cabeza marchaba una sección de tambores
aporreando reciamente sus instrumentos;
seguíanles alabarderos con arcos y ballestas. El
más distinguido de toda la tropa era un
sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntó
qué significaba todo aquello y quién era aquel
hombre.
– Es el obispo de Zelanda -le respondieron.
«¡Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al
obispo?», suspiró nuestro hombre, meneando la
cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el
obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba,
siguió el Consejero por la calle del Este y la
plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar
con el puente que lleva a la plaza de Palacio.
Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos
individuos sentados en una barca.
– ¿Desea el señor que le pasemos a la isla? –
preguntaron.
– ¿Pasar a la isla? -respondió el Consejero,
ignorante aún de la época en que se encontraba-
. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del
Mercado.
Los individuos lo miraron sin decir nada.
– Decidme sólo dónde está el puente -prosiguió-
. Es vergonzoso que no estén encendidos los
faroles; y, además, hay tanto barro que no
parece sino que camine uno por un cenagal.
A medida que hablaba con los barqueros, se le
hacían más y más incomprensibles.
– No entiendo vuestra jerga -dijo, finalmente,
volviéndoles la espalda. No lograba dar con el
puente, y ni siquiera había barandilla. «¡Esto es
una vergüenza de dejadez!», dijo. Nunca le
había parecido su época más miserable que
aquella noche. «Creo que lo mejor será tomar
un coche», pensó; pero, ¿coches me has dicho?
No se veía ninguno. «Tendré que volver al
Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los
hay; de otro modo, nunca llegaré a
Christianshafen».
Volvió a la calle del Este, y casi la había
recorrido toda cuando salió la luna.
«¡Dios mío, qué esperpento han levantado
aquí!», exclamó al distinguir la puerta del Este,
que en aquellos tiempos se hallaba en el
extremo de la calle.
Entretanto encontró un portalito, por el que
salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino
una extensa explanada cubierta de hierba, con
algunos matorrales, atravesada por una ancha
corriente de agua. Varias míseras barracas de
madera, habitadas por marineros de Halland, de
quienes venía el nombre de Punta de Halland,
se levantaban en la orilla opuesta.
«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy
borracho -suspiró el Consejero-. ¿Qué diablos
es eso?».
Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al
entrar de nuevo en la calle observó las casas con
más detención; la mayoría eran de entramado de
madera, y muchas tenían tejado de paja.
«¡No, yo no estoy bien! -exclamó-, y, sin
embargo, sólo he tomado un vaso de ponche;
cierto que es una bebida que siempre se me
sube a la cabeza. Además, fue una gran
equivocación servirnos ponche con salmón
caliente; se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si
volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería
ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya
acostados».
Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado.
«¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle
del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas
viejas, míseras y semiderruidas, como si
estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy
enfermo! Pero de nada sirve hacerse
imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del
Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin
embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda,
estoy enfermo!».
Empujó una puerta entornada, a la que llegaba
la luz por una rendija. Era una posada de los
viejos tiempos, una especie de cervecería. La
sala presentaba el aspecto de una taberna del
Holstein; cierto número de personas, marinos,
burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos,
estaban enfrascados en animadas charlas sobre
sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta
del forastero.
– Usted perdone -dijo el Consejero a la
posadera, que se adelantó a su encuentro-. Me
siento muy indispuesto. ¿No podría usted
proporcionarme un coche que me llevase a
Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo
la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua
alemana. Nuestro consejero, pensando que no
conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán.
Aquello, añadido a la indumentaria del
forastero, afirmó en la tabernera la creencia de
que trataba con un extranjero; comprendió, sin
embargo, que no se encontraba bien, y le trajo
un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto
a agua de mar, a pesar que era del pozo de la
calle.
El Consejero, apoyando la cabeza en la mano,
respiró profundamente y se puso a cavilar sobre
todas las cosas raras que le rodeaban.
– ¿Es éste «El Día» de esta tarde? -preguntó,
sólo por decir, algo, viendo que la mujer
apartaba una gran hoja de papel.
Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la
hoja, que era un grabado en madera que
representaba un fenómeno atmosférico visto en
Colonia.
– Es un grabado muy antiguo -exclamó el
Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro-
. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo
documento? Es de un interés enorme, aunque
sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos
fenómenos lumínicos son auroras boreales, y
probablemente son efectos de la electricidad
atmosférica.
Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír
sus palabras lo miraron con asombro; uno se
levantó, y, quitándose respetuosamente el
sombrero, le dijo muy serio:
– Seguramente sois un hombre de gran
erudición, Monsieur.
– ¡Oh, no! -respondió el Consejero-. Sólo sé
hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo
conoce.
– La modestia es una hermosa virtud -observó el
otro- Por lo demás, debo contestar a vuestro
discurso: mihi secus videtur; pero dejo en
suspenso mi juicio.
– ¿Tendríais la bondad de decirme con quién
tengo el honor de hablar? -preguntó el
Consejero.
– Soy bachiller en Sagradas Escrituras –
respondió el hombre.
Aquella respuesta bastó al magistrado; el título
se correspondía con el traje. «Seguramente –
pensó- se trata de algún viejo maestro de
pueblo, un original de ésos que uno encuentra
con frecuencia en Jutlandia».
– Aunque esto no es en realidad un locus
docendi – rosiguió el hombre-, os ruego que os
dignéis hablar. Indudablemente habéis leído
mucho sobre la Antigüedad.
– Desde luego -contestó el Consejero-. Me gusta
leer escritos antiguos y útiles, pero también soy
aficionado a las cosas modernas, con excepción
de esas historias triviales, tan abundantes en
verdad.
– ¿Historias triviales? -preguntó el bachiller.
– Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan
corrientes.
– ¡Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin
embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la
Corte. El Rey gusta de modo particular de la
novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian,
con el rey Artús y los Caballeros de la Tabla
Redonda; se ha reído no poco con sus altos
dignatarios.
– Pues yo no la he leído -dijo el Consejero-.
Debe de ser alguna edición recientísima de
Heiberg.
– No -rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino
de Godofredo de Gehmen.
– Ya. ¿Así, éste es el autor? -preguntó el
magistrado-. Es un nombre antiquísimo; así se
llama el primer impresor que hubo en
Dinamarca, ¿verdad?
– Sí, es nuestro primer impresor -asintió el
hombre.
Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego,
uno de los buenos burgueses se puso a hablar de
la grave peste que se había declarado algunos
años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el
Consejero creyó que se trataba de la epidemia
de cólera, con lo cual la conversación prosiguió
como sobre ruedas. La guerra de los piratas de
1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los
corsarios ingleses habían capturado barcos en la
rada, dijeron; y el Consejero, que había vivido
los acontecimientos de 1801, se sumó a los
vituperios contra los ingleses. El resto de la
charla, en cambio, ya no discurrió tan
llanamente, y en más de un momento pusieron
los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller
resultaba demasiado ignorante, y las
manifestaciones más simples del magistrado le
sonaban a atrevidas y exageradas. Se
consideraban mutuamente de reojo, y cuando
las cosas se ponían demasiado tirantes, el
bachiller hablaba en latín con la esperanza de
ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en
limpio.
– ¿Qué tal se siente? -preguntó la posadera
tirando de la manga al Consejero. Entonces éste
volvió a la realidad; en el calor de la discusión
había olvidado por completo lo que antes le
ocurriera.
– ¡Dios mío! pero, ¿dónde estoy? -preguntó,
sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
– ¡Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel
y cerveza de Brema -pidió uno de los presentes-
, y vos beberéis con nosotros.
Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con
una cofia bicolor; sirvieron la bebida y
saludaron con una inclinación. Al Consejero le
pareció que un extraño frío le recorría el
espinazo.
– ¿Pero qué es esto, qué es esto? -repetía; pero
no tuvo más remedio que beber con ellos, los
cuales se apoderaron del buen señor. Estaba
completamente desconcertado, y al decir uno
que estaba borracho, no lo puso en duda, y se
limitó a pedirles que le procurasen un coche.
Entonces pensaron los otros que hablaba en
moscovita.
Nunca se había encontrado en una compañía tan
ruda y tan ordinaria. «¡Es para pensar que el
país ha vuelto al paganismo -dijo para sí-. Estoy
pasando el momento más horrible de mi vida».
De repente le vino la idea de meterse debajo de
la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas.
Así lo hizo, pero cuando ya estaba en la salida,
los otros se dieron cuenta de su propósito, lo
agarraron por los pies y se quedaron con los
chanclos en la mano… afortunadamente para él,
pues al quitarle los chanclos cesó el hechizo.
El Consejero vio entonces ante él un farol
encendido, y detrás, un gran edificio; todo le
resultaba ya conocido y familiar; era la calle del
Este, tal como nosotros la conocemos. Se
encontró tendido en el suelo con las piernas
contra una puerta, frente al dormido vigilante
nocturno.
«¡Dios bendito! ¿Es posible que haya estado
tendido en plena calle y soñando? -dijo-. ¡Sí,
ésta es la calle del Este! ¡Qué bonita, qué clara
y pintoresca! ¡Es terrible el efecto de un vaso de
ponche!».
Dos minutos más tarde se hallaba en un coche
de punto, que lo conducía a Christianshafen;
pensaba en las angustias sufridas y daba gracias
de todo corazón a la dichosa realidad de nuestra
época, que, con todos sus defectos, es
infinitamente mejor que la que acababa de
dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia
era muy discreto al pensar de este modo.

Lo que hace el Padre bien hecho está

Voy a contaros ahora una historia que oí cuando
era muy niño, y cada vez que me acuerdo de
ella me parece más bonita. Con las historias
ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a
medida que pasan los años, y esto es muy
alentador.
Algunas veces habrás salido a la campiña y
habrás visto una casa de campo, con un tejado
de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el
remate del tejado no puede faltar un nido de
cigüeñas. Las paredes son torcidas; las
ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse
una. El horno sobresale como una pequeña
barriga abultada, y el saúco se inclina sobre el
seto, cerca del cual hay una charca con un pato
o unos cuantos patitos bajo el achaparrado
sauce. Tampoco, falta el mastín, que ladra a
toda alma viviente.
Pues en una casa como la que te he descrito
vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino
con su mujer. No poseían casi nada, y, sin
embargo, tenían una cosa superflua: un caballo,
que solía pacer en los ribazos de los caminos. El
padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y
los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban
con otros servicios; desde luego, habría sido
más ventajoso para ellos vender el animal o
trocarlo por algo que les reportase mayor
beneficio. Pero, ¿por qué lo podían cambiar?.
– Tú verás mejor lo que nos conviene -dijo la
mujer-. Precisamente hoy es día de mercado en
el pueblo. Vete allí con el caballo y que te den
dinero por él, o haz un buen intercambio. Lo
que haces, siempre está bien hecho. Vete al
mercado.
Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues
esto ella lo hacía mejor, y le puso también una
corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien;
cepillóle el sombrero con la palma de la mano,
le dio un beso, y el hombre se puso alegremente
en camino montado en el caballo que debía
vender o trocar. «El viejo entiende de esas cosas
-pensaba la mujer-. Nadie lo hará mejor que él».
El sol quemaba, y ni una nubecilla empañaba el
azul del cielo. El camino estaba polvoriento,
animado por numerosos individuos que se
dirigían al mercado, en carro, a caballo o a pie.
El calor era intenso, y en toda la extensión del
camino no se descubría ni un puntito de sombra.
Nuestro amigo se encontró con un paisano que
conducía una vaca, todo lo bien parecida que
una vaca puede ser. «De seguro que da buena
leche -pensó-. Tal vez sería un buen cambio».
– ¡Oye tú, el de la vaca! -dijo-. ¿Y si hiciéramos
un trato? Ya sé que un caballo es más caro que
una vaca; pero me da igual. De una vaca sacaría
yo más beneficio. ¿Quieres que cambiemos?
– Muy bien -dijo el hombre de la vaca; y
trocaron los animales.
Cerrado el trato; nada impedía a nuestro
campesino volverse a casa, puesto que el objeto
del viaje quedaba cumplido. Pero su intención
primera había sido ir a la feria, y decidió
llegarse a ella, aunque sólo fuera para echar un
vistazo. Así continuó el hombre conduciendo la
vaca. Caminaba ligero, y el animal también, por
lo que no tardaron en alcanzar a un individuo
con una oveja. Era un buen ejemplar, gordo y
con un buen «toisón».
«¡Esa oveja sí que me gustaría! -pensó el
campesino-. En nuestros ribazos nunca le
faltaría hierba, y en invierno podríamos tenerla
en casa. Yo creo que nos conviene más
mantener una oveja que una vaca».
– ¡Amigo! -dijo al otro-, ¿quieres que
cambiemos?.
El propietario de la oveja no se lo hizo repetir;
efectuaron el cambio, y el labrador prosiguió su
camino, muy contento con su oveja. Mas he
aquí que, viniendo por un sendero que cruzaba
la carretera, vio a un hombre que llevaba una
gorda oca bajo el brazo.
– ¡Caramba! ¡Vaya oca cebada que traes! -le
dijo-. ¡Qué cantidad de grasa y de pluma! No
estaría mal en nuestra charca, atada de un cabo.
La vieja podría echarle los restos de comida.
Cuántas veces le he oído decir: ¡Ay, si
tuviésemos una oca! Pues ésta es la ocasión.
¿Quieres cambiar? Te daré la oveja por la oca, y
muchas gracias encima.
El otro aceptó, no faltaba más; hicieron el
cambio, y el campesino se quedó con la oca.
Estaba ya cerca de la ciudad, y el bullicio de la
carretera iba en aumento; era un hormiguero de
personas y animales, que llenaban el camino y
hasta la cuneta. Llegaron al fin al campo de
patatas del portazguero. Éste tenía una gallina
atada para que no se escapara, asustada por el
ruido. Era una gallina derrabada, bizca y de
bonito aspecto. «Cluc, cluc», gritaba. No sé lo
que ella quería significar con su cacareo, el
hecho es que el campesino pensó al verla: «Es
la gallina más hermosa que he visto en mi vida;
es mejor que la clueca del señor rector; me
gustaría tenerla. Una gallina es el animal más
fácil de criar; siempre encuentra un granito de
trigo; puede decirse que se mantiene ella sola.
Creo sería un buen negocio cambiarla por la
oca».
– ¿Y si cambiáramos? -preguntó.
– ¿Cambiar? -dijo el otro-. Por mí no hay
inconveniente y aceptó la proposición. El
portazguero se quedó con la oca, y el
campesino, con la gallina.
La verdad es que había aprovechado bien el
tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte,
arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado;
un trago de aguardiente y un bocadillo le
vendrían de perlas. Como se encontrara delante
de la posada, entró en ella en el preciso
momento en que salía el mozo, cargado con un
saco lleno a rebosar.
– ¿Qué llevas ahí? -preguntó el campesino.
– Manzanas podridas -respondió el mozo-; un
saco lleno para los cerdos.
– ¡Qué hermosura de manzanas! ¡Cómo gozaría
la vieja si las viera! El año pasado el manzano
del corral sólo dio una manzana; hubo que
guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta que
se pudrió. Esto es signo de prosperidad, decía la
abuela. ¡Menuda prosperidad tendría con todo
esto! Quisiera darle este gusto.
– ¿Cuánto me dais por ellas? -preguntó el
hombre.
– ¿Cuánto os doy? Os las cambio por la gallina –
y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las
manzanas. Entró en la posada y se fue directo al
mostrador. El saco lo dejó arrimado a la estufa,
sin reparar en que estaba encendida. En la sala
había mucha gente forastera, tratante de
caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses,
los cuales, como todo el mundo sabe, son tan
ricos, que los bolsillos les revientan de monedas
de oro. Y lo que más les gusta es hacer
apuestas. Escucha si no.
«¡Chuf, chuf!» ¿Qué ruido era aquél que llegaba
de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse.
– ¿Qué pasa ahí?
No tardó en propagarse la historia del caballo
que había sido trocado por una vaca y,
descendiendo progresivamente, se había
convertido en un saco de manzanas podridas.
– Espera a llegar a casa, verás cómo la vieja te
recibe a puñadas -dijeron los ingleses.
– Besos me dará, que no puñadas -replicó el
campesino-. La abuela va a decir: «Lo que hace
el padre, bien hecho está».
– ¿Hacemos una apuesta? -propusieron los
ingleses-. Te apostamos todo el oro que quieras:
onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal.
– Con una fanega me contento -contestó el
campesino-. Pero sólo puedo jugar una fanega
de manzanas, y yo y la abuela por añadidura.
Creo que es medida colmada. ¿Qué pensáis de
ello?
– Conforme -exclamaron los ingleses-. Trato
hecho.
Engancharon el carro del ventero, subieron a él
los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco
de manzanas, y se pusieron en camino. No
tardaron en llegar a la casita.
– ¡Buenas noches, madrecita!
– ¡Buenas noches, padrecito!
– He hecho un buen negocio con el caballo.
– ¡Ya lo decía yo; tú entiendes de eso! -dijo la
mujer, abrazándolo, sin reparar en el saco ni en
los forasteros.
– He cambiado el caballo por una vaca.
– ¡Dios sea loado! ¡La de leche que vamos a
tener! Por fin volveremos a ver en la mesa
mantequilla y queso. ¡Buen negocio!
– Sí, pero luego cambié la vaca por una oveja.
– ¡Ah! ¡Esto está aún mejor! -exclamó la mujer-.
Tú siempre piensas en todo. Hierba para una
oveja tenemos de sobra. No nos faltará ahora
leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun
batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da;
pierde el pelo. Eres una perla de marido.
– Pero es que después cambié la oveja por una
oca.
– Así tendremos una oca por San Martín,
padrecito. ¡Sólo piensas en darme gustos! ¡Qué
idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la
hierba, y ¡lo que engordará hasta San Martín!
– Es que he cambiado la oca por una gallina –
prosiguió el hombre.
– ¿Una gallina? ¡Éste sí que es un buen negocio!
-exclamó la mujer-. La gallina pondrá huevos,
los incubará, tendremos polluelos y todo un
gallinero. ¡Es lo que yo más deseaba!
– Sí, pero es que luego cambié la gallina por un
saco de manzanas podridas.
– ¡Ven que te dé un beso! -exclamó la mujer,
fuera de sí de contento-. ¡Gracias, marido mío!
¿Quieres que te cuente lo que me ha ocurrido?
En cuanto te hubiste marchado, me puse a
pensar qué comida podría prepararte para la
vuelta; se me ocurrió que lo mejor sería tortilla
de puerros. Los huevos los tenía, pero me
faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del
maestro. Sé de cierto que tienen puerros, pero
ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedí que
me prestase unos pocos. «¿Prestar? -me
respondió-. No tenemos nada en el huerto, ni
una mala manzana podrida. Ni una manzana
puedo prestaros». Pues ahora yo puedo prestarle
diez, ¡qué digo! todo un saco. ¡qué gusto,
padrecito! -. Y le dio otro beso.
– Magnífico -dijeron los ingleses-. ¡Siempre
para abajo y siempre contenta! Esto no se paga
con dinero -. Y pagaron el quintal de monedas
de oro al campesino, que recibía besos en vez
de puñadas.
Sí, señor, siempre se sale ganando cuando la
mujer no se cansa de declarar que el padre
entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho
está.
Ésta es la historia que oí de niño. Ahora tú la
sabes también, y no lo olvides: lo que el padre
hace, bien hecho está.

Las Cigüeñas

Sobre el tejado de la casa más apartada de una
aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña
madre estaba posada en él, junto a sus cuatro
polluelos, que asomaban las cabezas con sus
piquitos negros, pues no se habían teñido aún de
rojo. A poca distancia, sobre el vértice del
tejado, permanecía el padre, erguido y tieso;
tenía una pata recogida, para que no pudieran
decir que el montar la guardia no resultaba
fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal
era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi
mujer tenga una centinela junto al nido –
pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido.
Seguramente pensará todo el mundo que me
han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha
distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de
chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la
presencia de las cigüeñas, el más atrevido
rompió a cantar, acompañado luego por toda la
tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
– ¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron
los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a
chamuscar.
– No os preocupéis -los tranquilizó la madre-.
No les hagáis caso, dejadlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro,
mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas
burlándose; sólo uno de los muchachos, que se
llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse
de aquellos animales, y se negó a tomar parte en
el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía
tranquilizando a sus pequeños:
– No os apuréis -les decía-, mirad qué tranquilo
está vuestro padre, sosteniéndose sobre una
pata.
– ¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los
pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron
nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se
pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.
– ¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? –
preguntaron los polluelos.
– ¡No, claro que no! -dijo la madre-.
Aprenderéis a volar, pues yo os enseñaré; luego
nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Veréis
como se inclinan ante nosotras en el agua
cantando: «¡coax, coax!»; y nos las
zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
– ¿Y después? -preguntaron los pequeños.
– Después nos reuniremos todas las cigüeñas de
estos contornos y comenzarán los ejercicios de
otoño. Hay que saber volar muy bien para
entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el
que no sepa hacerlo como Dios manda, será
muerto a picotazos por el general. Así que es
cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción
empiece.
– Pero después nos van a ensartar, como decían
los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
– ¡Es a mí a quien debéis atender y no a ellos! –
regañóles la madre cigüeña-. Cuando se hayan
terminado los grandes ejercicios de otoño,
emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas,
lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y
bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas
triangulares de piedra terminadas en punta, que
se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y
son mucho más viejas de lo que una cigüeña
puede imaginar. También hay un río, que se sale
del cauce y convierte todo el país en un cenagal.
Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos
de ranas.
– ¡Ajá! -exclamaron los polluelos.
– ¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno
sino comer; y mientras nos damos allí tan buena
vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los
árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se
hielan, se resquebrajan y caen al suelo en
pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no
sabía explicarse mejor.
– ¿Y también esos chiquillos malos se hielan y
rompen a pedazos? -, preguntaron los polluelos.
– No, no llegan a romperse, pero poco les falta,
y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro;
vosotros, en cambio, volaréis por aquellas
tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda
todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían
crecido lo suficiente para poder incorporarse en
el nido y dominar con la mirada un buen
espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas
las mañanas provisto de sabrosas ranas,
culebrillas y otras golosinas que encontraba.
¡Eran de ver las exhibiciones con que los
obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás,
hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si
fuese una carraca y luego les contaba historias,
todas acerca del cenagal.
– Bueno, ha llegado el momento de aprender a
volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro
pollitos hubieron de salir al remate del tejado.
¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en
mantener el equilibrio con las alas, y cuán a
punto estaban de caerse- ¡Fijaos en mí! -dijo la
madre-. Debéis poner la cabeza así, y los pies
así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tenéis que
comportaros en el mundo -. Y se lanzó a un
breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un
saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se
cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
– ¡No quiero volar! -protestó uno de los
pequeños, encaramándose de nuevo al nido-.
¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
– ¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el
invierno? ¿Estás conforme con que te cojan
esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen
y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
– ¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez
al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha
destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en
el aire y mantenerse en él con las alas
inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí…!
¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de
darse prisa a poner de nuevo las alas en
movimiento. Y he aquí que otra vez se
presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez
entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvele a tu tierra!
– ¡Bajemos de una volada y saquémosles los
ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, dejadlos! –
replicó la madre-. Fijaos en mí, esto es lo
importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la
derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la
izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya
vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan
limpio y preciso, que mañana os permitiré
acompañarme al pantano. Allí conoceréis varias
familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy
simpáticas; me gustaría que mis pequeños
fuesen los más lindos de toda la concurrencia;
quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros.
Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
– ¿Y no nos vengaremos de esos rapaces
endemoniados? -preguntaron los hijos.
– Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os
remontaréis hasta las nubes y estaréis en el país
de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no
tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
– Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a
otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más
empeñado en cantar la canción de burla, y el
que había empezado con ella, era precisamente
un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá
de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que
tenía lo menos cien, pues era mucho más
corpulento que su madre y su padre. ¡Qué
sabían ellas de la edad de los niños y de las
personas mayores! Este fue el niño que ellas
eligieron como objeto de su venganza, por ser el
iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la
voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban
realmente indignadas, y cuanto más crecían,
menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su
madre hubo de prometerles que las dejaría
vengarse, pero a condición de que fuese el
último día de su permanencia en el país.
– Antes hemos de ver qué tal os portáis en las
grandes maniobras; si lo hacéis mal y el general
os traspasa el pecho de un picotazo, entonces
los chiquillos habrán tenido razón, en parte al
menos. Hemos de verlo, pues.
– ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su
aplicación. Se ejercitaban todos los días, y
volaban con tal ligereza y primor, que daba
gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron
a reunirse para emprender juntas el vuelo a las
tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el
invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras!.
Había que volar por encima de bosques y
pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo,
pues era muy largo el viaje que les esperaba.
Los pequeños se portaron tan bien, que
obtuvieron un «sobresaliente con rana y
culebra». Era la nota mejor, y la rana y la
culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
– ¡Ahora, la venganza! -dijeron.
– ¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-.
Ya he estado yo pensando en la más apropiada.
Sé donde se halla el estanque en que yacen
todos los niños chiquitines, hasta que las
cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los
padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí,
soñando cosas tan bellas como nunca mas
volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran
por tener uno de ellos, y todos los niños desean
un hermanito o una hermanita. Pues bien,
volaremos al estanque y traeremos uno para
cada uno de los chiquillos que no cantaron la
canción y se portaron bien con las cigüeñas.
– Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel
mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-,
qué hacemos con él?
– En el estanque yace un niñito muerto, que
murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para
él. Tendrá que llorar porque le habremos traído
un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro
muchachito bueno – no lo habréis olvidado, el
que dijo que era pecado burlarse de los animales
-, a aquél le llevaremos un hermanito y una
hermanita, y como el muchacho se llamaba
Pedro, todos vosotros os llamaréis también
Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las
cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen
llamándose así.

La Última Perla

Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores,
criados e incluso los amigos eran dichosos y
alegres, pues acababa de nacer un heredero, un
hijo, y tanto la madre como el niño estaban
perfectamente.
Se había velado la luz de la lámpara que
iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas
ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas
sedas. La alfombra era gruesa y mullida como
musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a
esta tentación cedió también la enfermera, y se
quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo
andaba bien y felizmente. El espíritu protector
de la casa estaba a la cabecera de la cama;
diríase que sobre el niño, reclinado en el pecho
de la madre, se extendía una red de rutilantes
estrellas, cada una de las cuales era una perla de
la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida
habían aportado sus dones al recién nacido;
brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el
amor; en suma, todo cuanto el hombre puede
desear en la Tierra.
– Todo lo han traído – dijo el espíritu protector.
– ¡No! – oyóse una voz cercana, la del ángel
custodio del niño -. Hay un hada que no ha
traído aún su don, pero vendrá, lo traerá algún
día, aunque sea de aquí a muchos años. Falta
aún la última perla.
– ¿Falta? Aquí no puede faltar nada, y si fuese
así hay que ir en busca del hada poderosa.
¡Vamos a buscarla!
– ¡Vendrá, vendrá! Hace falta su perla para
completar la corona.
– ¿Dónde vive? ¿Dónde está su morada?
Dímelo, iré a buscar la perla.
– Tú lo quieres – dijo el ángel bueno del niño –
yo te guiaré dondequiera que sea. No tiene
residencia fija, lo mismo va al palacio del
Emperador como a la cabaña del más pobre
campesino; no pasa junto a nadie sin dejar
huella; a todos les aporta su dádiva, a unos un
mundo, a otros un juguete. Habrá de venir
también para este niño. ¿Piensas tú que no todos
los momentos son iguales? Pues bien, iremos a
buscar la perla, la última de este tesoro.
Y, cogidos de la mano, se echaron a volar hacia
el lugar donde a la sazón residía el hada.
Era una casa muy grande, con oscuros
corredores, cuartos vacíos y singularmente
silenciosa; una serie de ventanas abiertas
dejaban entrar el aire frío, cuya corriente hacía
ondear las largas cortinas blancas.
En el centro de la habitación se veía un ataúd
abierto, con el cadáver de una mujer joven aún.
Lo rodeaban gran cantidad de preciosas y
frescas rosas, de tal modo que sólo quedaban
visibles las finas manos enlazadas y el rostro
transfigurado por la muerte, en el que se
expresaba la noble y sublime gravedad de la
entrega a Dios.
Junto al féretro estaban, de pie, el marido y los
niños, en gran número; el más pequeño, en
brazos del padre. Era el último adiós a la madre;
el esposo le besó la mano, seca ahora como hoja
caída, aquella mano que hasta poco antes había
estado laborando con diligencia y amor.
Gruesas y amargas lágrimas caían al suelo, pero
nadie pronunciaba una palabra; el silencio
encerraba allí todo un mundo de dolor. Callados
y sollozando, salieron de la habitación.
Ardía un cirio, la llama vacilaba al viento,
envolviendo el rojo y alto pabilo. Entraron
hombres extraños, que colocaron la tapa del
féretro y la sujetaron con clavos; los martillazos
resonaron por las habitaciones y pasillos de la
casa, y más fuertemente aún en los corazones
sangrantes.
– ¿Adónde me llevas? – preguntó el espíritu
protector -. Aquí no mora ningún hada cuyas
perlas formen parte de los dones mejores de la
vida.
– Pues aquí es donde está, ahora, en este
momento solemne – replicó el ángel custodio,
señalando un rincón del aposento; y allí, en el
lugar donde en vida la madre se sentara entre
flores y estampas, desde el cual, como hada
bienhechora del hogar había acogido amorosa al
marido, a los hijos y a los amigos, y desde
donde, cual un rayo de sol, había esparcido la
alegría por toda la casa, como el eje y el
corazón de la familia, en aquel rincón había
ahora una mujer extraña, vestida con un largo y
amplio ropaje: era la Aflicción, señora y madre
ahora en el puesto de la muerta. Una lágrima
ardiente rodó por su seno y se transformó en
una perla, que brillaba con todos los colores del
arco iris. Recogióla el ángel, y entonces,
adquirió el brillo de una estrella de siete
matices.
– La perla de la aflicción, la última, que no
puede faltar. Realza el brillo y el poder de las
otras. ¿Ves el resplandor del arco iris, que une
la tierra con el cielo? Con cada una de las
personas queridas que nos preceden en la
muerte, tenemos en el cielo un amigo más con
quien deseamos reunirnos. A través de la noche
terrena miramos las estrellas, la última
perfección. Contémplala, la perla de la
aflicción; en ella están las alas de Psique, que
nos levantarán de aquí.