Asistía a la escuela de pobres, entre otros niños,
una muchachita judía, despierta y buena, la más
lista del colegio. No podía tomar parte en una
de las lecciones, la de Religión, pues la escuela
era cristiana.
Durante la clase de Religión le permitían
estudiar su libro de Geografía o resolver sus
ejercicios de Matemáticas, pero la chiquilla
tenía terminados muy pronto sus deberes. Tenía
delante un libro abierto, pero ella no lo leía;
escuchaba desde su asiento, y el maestro no
tardó en darse cuenta de que seguía con más
atención que los demás alumnos.
– Ocúpate de tu libro – le dijo, con dulzura y
gravedad; pero ella lo miró con sus brillantes
ojos negros, y, al preguntarle, comprobó que la
niña estaba mucho más enterada que sus
compañeros. Había escuchado, comprendido y
asimilado las explicaciones.
Su padre era un hombre de bien, muy pobre.
Cuando llevó a la niña a la escuela, puso por
condición que no la instruyesen en la fe
cristiana. Pero se temió que si salía de la escuela
mientras se daba la clase de enseñanza religiosa,
perturbaría la disciplina o despertaría recelos y
antipatías en los demás, y por eso se quedaba en
su banco; pero las cosas no podían continuar
así.
El maestro llamó al padre de la chiquilla y le
dijo que debía elegir entre retirar a su hija de la
escuela o dejar que se hiciese cristiana.
– No puedo soportar sus miradas ardientes, el
fervor y anhelo de su alma por las palabras del
Evangelio – añadió.
El padre rompió a llorar:
– Yo mismo sé muy poco de nuestra religión –
dijo -, pero su madre era una hija de Israel,
firme en su fe, y en el lecho de muerte le
prometí que nuestra hija nunca sería bautizada.
Debo cumplir mi promesa, es para mí un pacto
con Dios.
Y la niña fue retirada de la escuela de los
cristianos.
Habían transcurrido algunos años.
En una de las ciudades más pequeñas de
Jutlandia servía, en una modesta casa de la
burguesía, una pobre muchacha de fe mosaica,
llamada Sara; tenía el cabello negro como
ébano, los ojos oscuros, pero brillantes y
luminosos, como suele ser habitual entre las
hijas del Oriente. La expresión del rostro seguía
siendo la de aquella niña que, desde el banco de
la escuela, escuchaba con mirada inteligente.
Cada domingo llegaban a la calle, desde la
iglesia, los sones del órgano y los cánticos de
los fieles; llegaban a la casa donde la joven
judía trabajaba, laboriosa y fiel.
– Guardarás el sábado – ordenaba su religión;
pero el sábado era para los cristianos día de
labor, y sólo podía observar el precepto en lo
más íntimo de su alma, y esto le parecía
insuficiente. Sin embargo, ¿qué son para Dios
los días y las horas? Este pensamiento se había
despertado en su alma, y el domingo de los
cristianos podía dedicarlo ella en parte a sus
propias devociones; y como a la cocina llegaban
los sones del órgano y los coros, para ella aquel
lugar era santo y apropiado para la meditación.
Leía entonces el Antiguo Testamento, tesoro y
refugio de su pueblo, limitándose a él, pues
guardaba profundamente en la memoria las
palabras que dijeran su padre y su maestro
cuando fue retirada de la escuela, la promesa
hecha a la madre moribunda, de que Sara no se
haría nunca cristiana, que jamás abandonaría la
fe de sus antepasados. El Nuevo Testamento
debía ser para ella un libro cerrado, a pesar de
que sabía muchas de las cosas que contenía,
pues los recuerdos de niñez no se habían
borrado de su memoria. Una velada hallábase
Sara sentada en un rincón de la sala, atendiendo
a la lectura del jefe de la familia; le estaba
permitido, puesto que no leía el Evangelio, sino
un viejo libro de Historia; por eso se había
quedado. Trataba el libro de un caballero
húngaro que, prisionero de un bajá turco, era
uncido al arado junto con los bueyes y tratado a
latigazos; las burlas y malos tratos lo habían
llevado al borde de la muerte. La esposa del
cautivo vendió todas sus alhajas e hipotecó el
castillo y las tierras, a la vez que sus amigos
aportaban cuantiosas sumas, pues el rescate
exigido era enorme; fue reunido, sin embargo, y
el caballero, redimido del oprobio y la
esclavitud. Enfermo y achacoso, regresó el
hombre a su patria. Poco después sonó la
llamada general a la lucha contra los enemigos
de la Cristiandad; el enfermo, al oírla, no se dio
punto de reposo hasta verse montado en su
corcel; sus mejillas recobraron los colores,
parecieron volver sus fuerzas, y partió a la
guerra. Y ocurrió que hizo prisionero
precisamente a aquel mismo bajá que lo había
uncido al arado y lo había hecho objeto de toda
suerte de burlas y malos tratos. Fue encerrado
en una mazmorra, pero al poco rato acudió a
visitarlo el caballero y le preguntó:
– ¿Qué crees que te espera?
– Bien lo sé – respondió el turco -. ¡Tu
venganza!
– Sí, la venganza del cristiano – repuso el
caballero. – La doctrina de Cristo nos manda
perdonar a nuestros enemigos y amar a nuestro
prójimo, pues Dios es amor. Vuelve en paz a tu
tierra y a tu familia, y aprende a ser compasivo
y humano con los que sufren.
El prisionero prorrumpió en llanto:
– ¡Cómo podía yo esperar lo que estoy viendo!
Estaba seguro, de que me esperaban el martirio
y la tortura; por eso me tomé un veneno que me
matará en pocas horas. ¡Voy a morir, no hay
salvación posible! Pero antes de que termine mi
vida, explícame la doctrina que encierra tanto
amor y tanta gracia, pues es una doctrina grande
y divina! ¡Deja que en ella muera, que muera
cristiano! – Su petición fue atendida.
Tal fue la leyenda, la historia, que el dueño de
la casa leyó en alta voz. Todos la escucharon
con fervor, pero, sobre todo, llenó de fuego, y
de vida a aquella muchacha sentada en el
rincón: Sara, la joven judía. Grandes lágrimas
asomaron a sus brillantes ojos negros; en su
alma infantil volvió a sentir, como ya la sintiera
antaño en el banco de la escuela, la sublimidad
del Evangelio. Las lágrimas rodaron por sus
mejillas.
«¡No dejes que mi hija se haga cristiana!»,
habían sido las últimas palabras de su madre
moribunda; y en su corazón y en su alma
resonaban aquellas otras palabras del
mandamiento divino: «Honrarás a tu padre y a
tu madre».
«¡No soy cristiana! Me llaman la judía; aún el
domingo último me lo llamaron en son de burla
los hijos del vecino, cuando me estaba frente a
la puerta abierta de la iglesia mirando el brillo
de los cirios del altar y escuchando los cantos
de los fieles. Desde mis tiempos de la escuela
hasta ahora he venido sintiendo en el
Cristianismo una fuerza que penetra en mi
corazón como un rayo de sol aunque cierre los
ojos. Pero no te afligiré en la tumba, madre, no
seré perjura al voto de mi padre: no leeré la
Biblia cristiana. Tengo al Dios de mis
antepasados; ante Él puedo inclinar mi cabeza».
Y transcurrieron más años.
Murió el cabeza de la familia y dejó a su esposa
en situación apurada. Había que renunciar a la
muchacha; pero Sara no se fue, sino que acudió
en su ayuda en el momento de necesidad;
contribuyó a sostener el peso de la casa,
trabajando hasta altas horas de a noche y
procurando el pan de cada día con la labor de
sus manos. Ningún pariente quiso acudir en
auxilio de la familia; la viuda, cada día más
débil, había de pasarse meses enteros en la
cama, enferma. Sara la cuidaba, la velaba,
trabajaba, dulce y piadosa; era una bendición
para la casa hundida.
– Toma la Biblia – dijo un día la enferma. –
Léeme un fragmento. ¡Es tan larga la velada y
siento tantos deseos de oír la palabra de Dios!
Sara bajó la cabeza; dobló las manos sobre la
Biblia y, abriéndola, se puso a leerla a la
enferma. A menudo le acudían las lágrimas a
los ojos, pero aumentaba en ellos la claridad, y
también en su alma: «Madre, tu hija no puede
recibir el bautismo de los cristianos ni ingresar
en su comunidad; lo quisiste así y respetaré tu
voluntad; estamos unidos aquí en la tierra, pero
más allá de ella… estamos aún más unidos en
Dios, que nos guía y lleva allende la muerte. Él
desciende a la tierra, y después de dejarla sufrir
la hace más rica. ¡Lo comprendo! No sé yo
misma cómo fue. ¡Es por Él, en Él: Cristo!».
Estremecióse al pronunciar su nombre, y un
bautismo de fuego la recorrió toda ella con más
fuerza de la que el cuerpo podía soportar, por lo
que cayó desplomada, más rendida que la
enferma a quien velaba.
– ¡Pobre Sara! – dijeron -, no ha podido resistir
tanto trabajo y tantas velas.
La llevaron al hospital, donde murió. La
enterraron, pero no al cementerio de los
cristianos; no había en él lugar para la joven
judía, sino fuera, junto al muro; allí recibió
sepultura.
Y el Hijo de Dios, que resplandece sobre las
tumbas de los cristianos, proyecta también su
gloria sobre la de aquella doncella judía – que
reposa fuera del sagrado recinto; y los cánticos
religiosos que resuenan en el camposanto
cristiano lo hacen también sobre su tumba, a la
que también llegó la revelación: «¡Hay una
resurrección ,en Cristo!», en Él, el Señor, que
dijo a sus discípulos: «Juan os ha bautizado con
agua, pero yo os bautizaré en el nombre del
Espíritu Santo».
La Margarita
Oid bien lo que os voy a contar: Allá en la
campaña, junto al camino, hay una casa de
campo, que de seguro habréis visto alguna vez.
Delante tiene un jardincito con flores y una
cerca pintada. Allí cerca, en el foso, en medio
del bello y verde césped, crecía una pequeña
margarita, a la que el sol enviaba sus
confortantes rayos con la misma generosidad
que a las grandes y suntuosas flores del jardín; y
así crecía ella de hora en hora.
Allí estaba una mañana, bien abiertos sus
pequeños y blanquísimos pétalos, dispuestos
como rayos en torno al solecito amarillo que
tienen en su centro las margaritas. No se
preocupaba de que nadie la viese entre la
hierba, ni se dolía de ser una pobre flor
insignificante; se sentía contenta y, vuelta de
cara al sol, estaba mirándolo mientras
escuchaba el alegre canto de la alondra en el
aire.
Así, nuestra margarita era tan feliz como si
fuese día de gran fiesta, y, sin embargo, era
lunes. Los niños estaban en la escuela, y
mientras ellos estudiaban sentados en sus
bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprendía a
conocer la bondad de Dios en el calor del sol y
en la belleza de lo que la rodeaba, y se le
ocurrió que la alondra cantaba aquello mismo
que ella sentía en su corazón; y la margarita
miró con una especie de respeto a la avecilla
feliz que así sabía cantar y volar, pero sin sentir
amargura por no poder hacerlo también ella.
«¡Veo y oigo! -pensaba-; el sol me baña y el
viento me besa. ¡Cuán bueno ha sido Dios
conmigo!».
En el jardín vivían muchas flores distinguidas y
tiesas; cuanto menos aroma exhalaban, más
presumían. La peonia se hinchaba para parecer
mayor que la rosa; pero no es el tamaño lo que
vale. Los tulipanes exhibían colores
maravillosos; bien lo sabían y por eso se
erguían todo lo posible, para que se les viese
mejor. No prestaban la menor atención a la
humilde margarita de allá fuera, la cual los
miraba, pensando: «¡Qué ricos y hermosos son!
¡Seguramente vendrán a visitarlos las aves más
espléndidas! ¡Qué suerte estar tan cerca; así
podré ver toda la fiesta!». Y mientras pensaba
esto, «¡chirrit!», he aquí que baja la alondra
volando, pero no hacia el tulipán, sino hacia el
césped, donde estaba la pequeña margarita. Ésta
tembló de alegría, y no sabía qué pensar.
El avecilla revoloteaba a su alrededor,
cantando: «¡Qué mullida es la hierba! ¡Qué
linda florecita, de corazón de oro y vestido de
plata!». Porque, realmente, el punto amarillo de
la margarita relucía como oro, y eran como
plata los diminutos pétalos que lo rodeaban.
Nadie podría imaginar la dicha de la margarita.
El pájaro la besó con el pico y, después de
dedicarle un canto melodioso, volvió a remontar
el vuelo, perdiéndose en el aire azul.
Transcurrió un buen cuarto de hora antes de que
la flor se repusiera de su sorpresa. Un poco
avergonzada, pero en el fondo rebosante de
gozo, miró a las demás flores del jardín;
habiendo presenciado el honor de que había
sido objeto, sin duda comprenderían su alegría.
Los tulipanes continuaban tan envarados como
antes, pero tenían las caras enfurruñadas y
coloradas, pues la escena les había molestado.
Las peonias tenían la cabeza toda hinchada.
¡Suerte que no podían hablar! La margarita
hubiera oído cosas bien desagradables. La pobre
advirtió el malhumor de las demás, y lo sentía
en el alma.
En éstas se presentó en el jardín una muchacha,
armada de un gran cuchillo, afilado y reluciente,
y, dirigiéndose directamente hacia los tulipanes,
los cortó uno tras otro. «¡Qué horror! -suspiró la
margarita-. ¡Ahora sí que todo ha terminado
para ellos!». La muchacha se alejó con los
tulipanes, y la margarita estuvo muy contenta de
permanecer fuera, en el césped, y de ser una
humilde florecilla. Y sintió gratitud por su
suerte, y cuando el sol se puso, plegó sus hojas
para dormir, y toda la noche soñó con el sol y el
pajarillo.
A la mañana siguiente, cuando la margarita,
feliz, abrió de nuevo al aire y a la luz sus
blancos pétalos como si fuesen diminutos
brazos, reconoció la voz de la avecilla; pero era
una tonada triste la que cantaba ahora. ¡Buenos
motivos tenía para ello la pobre alondra! La
habían cogido y estaba prisionera en una jaula,
junto a la ventana abierta. Cantaba la dicha de
volar y de ser libre; cantaba las verdes mieses
de los campos y los viajes maravillosos que
hiciera en el aire infinito, llevada por sus alas.
¡La pobre avecilla estaba bien triste, encerrada
en la jaula!
¡Cómo hubiera querido ayudarla, la margarita!
Pero, ¿qué hacer? No se le ocurría nada.
Olvidóse de la belleza que la rodeaba, del calor
del sol y de la blancura de sus hojas; sólo sabía
pensar en el pájaro cautivo, para el cual nada
podía hacer.
De pronto salieron dos niños del jardín; uno de
ellos empuñaba un cuchillo grande y afilado,
como el que usó la niña para cortar los
tulipanes. Vinieron derechos hacia la margarita,
que no acertaba a comprender su propósito.
– Podríamos cortar aquí un buen trozo de césped
para la alondra -dijo uno, poniéndose a recortar
un cuadrado alrededor de la margarita, de modo
que la flor quedó en el centro.
– ¡Arranca la flor! -dijo el otro, y la margarita
tuvo un estremecimiento de pánico, pues si la
arrancaban moriría, y ella deseaba vivir, para
que la llevaran con el césped a la jaula de la
alondra encarcelada.
– No, déjala -dijo el primero-; hace más bonito
así – y de esta forma la margarita se quedó con
la hierba y fue llevada a la jaula de la alondra.
Pero la infeliz avecilla seguía llorando su
cautiverio, y no cesaba de golpear con las alas
los alambres de la jaula. La margarita no sabía
pronunciar una sola palabra de consuelo, por
mucho que quisiera. Y de este modo transcurrió
toda la mañana.
«¡No tengo agua! -exclamó la alondra
prisionera-. Se han marchado todos, y no han
pensado en ponerme una gota para beber. Tengo
la garganta seca y ardiente, me ahogo, estoy
calenturienta, y el aire es muy pesado. ¡Ay, me
moriré, lejos del sol, de la fresca hierba, de
todas las maravillas de Dios!», y hundió el pico
en el césped, para reanimarse un poquitín con
su humedad. Entonces se fijó en la margarita, y,
saludándola con la cabeza y dándole un beso,
dijo: ¡También tú te agostarás aquí, pobre
florecilla! Tú y este puñado de hierba verde es
cuanto me han dejado de ese mundo inmenso
que era mío. Cada tallito de hierba ha de ser
para mí un verde árbol, y cada una de tus
blancas hojas, una fragante flor. ¡Ah, tú me
recuerdas lo mucho que he perdido!
«¡Quién pudiera consolar a esta avecilla
desventurada!» -pensaba la margarita, sin lograr
mover un pétalo; pero el aroma que exhalaban
sus hojillas era mucho más intenso del que suele
serles propio. Lo advirtió la alondra, y aunque
sentía una sed abrasadora que le hacía arrancar
las briznas de hierba una tras otra, no tocó a la
flor.
Llegó el atardecer, y nadie vino a traer una gota
de agua al pobre pajarillo. Éste extendió las
lindas alas, sacudiéndolas espasmódicamente;
su canto se redujo a un melancólico «¡pip,
pip!»; agachó la cabeza hacia la flor y su
corazón se quebró, de miseria y de nostalgia. La
flor no pudo, como la noche anterior, plegar las
alas y entregarse al sueño, y quedó con la
cabeza colgando, enferma y triste.
Los niños no comparecieron hasta la mañana
siguiente, y al ver el pájaro muerto se echaron a
llorar. Vertiendo muchas lágrimas, le excavaron
una primorosa tumba, que adornaron luego con
pétalos de flores. Colocaron el cuerpo de la
avecilla en una hermosa caja colorada, pues
habían
pensado hacerle un entierro principesco.
Mientras vivió y cantó se olvidaron de él,
dejaron que sufriera privaciones en la jaula; y,
en cambio, ahora lo enterraban con gran pompa
y muchas lágrimas.
El trocito de césped con la margarita lo
arrojaron al polvo de la carretera; nadie pensó
en aquella florecilla que tanto había sufrido por
el pajarillo, y que tanto habría dado por poderlo
consolar.
La Hucha
El cuarto de los niños estaba lleno de juguetes.
En lo más alto del armario estaba la hucha; era
de arcilla y tenía figura de cerdo, con una
rendija en la espalda, naturalmente, rendija que
habían agrandado con un cuchillo para que
pudiesen introducirse escudos de plata; y
contenía ya dos de ellos, amén de muchos
chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que
al agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo máximo
que a una hucha puede pedirse. Allí se estaba,
en lo alto del armario, elevado y digno, mirando
altanero todo lo que quedaba por debajo de él;
bien sabía que con lo que llevaba en la barriga
habría podido comprar todo el resto, y a eso se
le llama estar seguro de sí mismo.
Lo mismo pensaban los restantes objetos,
aunque se lo callaban; pues no faltaban temas
de conversación. El cajón de la cómoda, medio
abierto, permitía ver una gran muñeca, más bien
vieja y con el cuello remachado. Mirando al
exterior, dijo:
– Ahora jugaremos a personas, que siempre es
divertido. – ¡El alboroto que se armó! Hasta los
cuadros se volvieron de cara a la pared – pues
bien sabían que tenían un reverso -, pero no es
que tuvieran nada que objetar.
Era medianoche, la luz de la luna entraba por la
ventana, iluminando gratis la habitación. Era el
momento de empezar el juego; todos fueron
invitados, incluso el cochecito de los niños, a
pesar de que contaba entre los juguetes más
bastos.
– Cada uno tiene su mérito propio – dijo el
cochecito -. No todos podemos ser nobles.
Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele
decirse.
El cerdo-hucha fue el único que recibió una
invitación escrita; estaba demasiado alto para
suponer que oiría la invitación oral. No contestó
si pensaba o no acudir, y de hecho no acudió. Si
tenía que tomar parte en la fiesta, lo haría desde
su propio lugar. Que los demás obraran en
consecuencia; y así lo hicieron.
El pequeño teatro de títeres fue colocado de
forma que el cerdo lo viera de frente;
empezarían con una representación teatral,
luego habría un té y debate general; pero
comenzaron con el debate; el caballo-columpio
habló de ejercicios y de pura sangre, el
cochecito lo hizo de trenes y vapores, cosas
todas que estaban dentro de sus respectivas
especialidades, y de las que podían disertar con
conocimiento de causa. El reloj de pared habló
de los tiquismiquis de la política. Sabía la hora
que había dado la campana, aun cuando alguien
afirmaba que nunca andaba bien. El bastón de
bambú se hallaba también presente, orgulloso
de su virola de latón y de su pomo de plata,
pues iba acorazado por los dos extremos. Sobre
el sofá yacían dos almohadones bordados, muy
monos y con muchos pajarillos en la cabeza. La
comedia podía empezar, pues.
Sentáronse todos los espectadores, y se les dijo
que podían chasquear, crujir y repiquetear,
según les viniera en gana, para mostrar su
regocijo. Pero el látigo dijo que él no
chasqueaba por los viejos, sino únicamente por
los jóvenes y sin compromiso.
– Pues yo lo hago por todos – replicó el petardo.
– Bueno, en un sitio u otro hay que estar – opinó
la escupidera.
Tales eran, pues, los pensamientos de cada cual,
mientras presenciaba la función. No es que ésta
valiera gran cosa, pero los actores actuaban
bien, todos volvían el lado pintado hacia los
espectadores, pues estaban construidos para
mirarlos sólo por aquel lado, y no por el
opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre
en primer plano de la escena; tal vez el hilo
resultaba demasiado largo, pero así se veían
mejor. La muñeca remachada se emocionó
tanto, que se le soltó el remache, y en cuanto al
cerdo-hucha, se impresionó también a su
manera, por lo que pensó hacer algo en favor de
uno de los artistas; decidió acordarse de él en su
testamento y disponer que, cuando llegase su
hora, fuese enterrado con él en el panteón de la
familia.
Se divertían tanto con la comedia, que se
renunció al té, contentándose con el debate.
Esto es lo que ellos llamaban jugar a «hombres
y mujeres», y no había en ello ninguna malicia,
pues era sólo un juego. Cada cual pensaba en sí
mismo y en lo que debía pensar el cerdo; éste
fue el que estuvo cavilando por más tiempo,
pues reflexionaba sobre su testamento y su
entierro, que, por muy lejano que estuviesen,
siempre llegarían demasiado pronto. Y, de
repente, ¡cataplum!, se cayó del armario y se
hizo mil pedazos en el suelo, mientras los
chelines saltaban y bailaban, las piezas menores
gruñían, las grandes rodaban por el piso, y un
escudo de plata se empeñaba en salir a correr
mundo. Y salió, lo mismo que los demás, en
tanto que los cascos de la hucha iban a parar a
la basura; pero ya al día siguiente había en el
armario una nueva hucha, también en figura de
cerdo. No tenía aún ni un chelín en la barriga,
por lo que no podía matraquear, en lo cual se
parecía a su antecesora; todo es comenzar, y
con este comienzo pondremos punto final al
cuento.
La Gran Serpiente de Mar
Érase un pececillo marino de buena familia,
cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo dirán
los sabios. El pez tenía mil ochocientos
hermanos, todos de la misma edad. No conocían
a su padre ni a su madre, y desde un principio
tuvieron que gobernárselas solos, nadando de
un lado para otro, lo cual era muy divertido.
Agua para beber no les faltaba: todo el océano,
y en la comida no tenían que pensar, pues venía
sola. Cada uno seguía sus gustos, y cada uno
estaba destinado a tener su propia historia, pero
nadie pensaba en ello.
La luz del sol penetraba muy al fondo del agua,
clara y luminosa, e iluminaba un mundo de
maravillosas criaturas, algunas enormes y
horribles, con bocas espantosas, capaces de
tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos
hermanos; pero a ellos no se les ocurría
pensarlo, ya que hasta el momento ninguno
había sido engullido.
Los pequeños nadaban en grupo apretado, como
es costumbre de los arenques y caballas. Y he
aquí que cuando más a gusto nadaban en las
aguas límpidas y transparentes, sin pensar en
nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con
un ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que
parecía no tener fin. Aquella cosa iba
alargándose y alargándose cada vez más, y todo
pececito que tocaba quedaba descalabrado o tan
mal parado, que se acordaría de ello toda la
vida. Todos los peces, grandes y pequeños,
tanto los que habitaban en la superficie como
los del fondo del mar, se apartaban espantados,
mientras el pesado y larguísimo objeto se
hundía progresivamente, en una longitud de
millas y millas a través del océano.
Peces y caracoles, todos los seres vivientes que
nadan, se arrastran o son llevados por la
corriente, se dieron cuenta de aquella cosa
horrible, aquella anguila de mar monstruosa y
desconocida que de repente descendía de las
alturas.
¿Qué era pues? Nosotros lo sabemos. Era el
gran cable submarino, de millas y millas de
longitud, que los hombres tendían entre Europa
y América.
Dondequiera que cayó se produjo un pánico, un
desconcierto y agitación entre los moradores del
mar. Los peces voladores saltaban por encima
de la superficie marina a tanta altura como
podían; el salmonete salía disparado como un
tiro de escopeta, mientras otros peces se
refugiaban en las profundidades marinas,
echándose hacia abajo con tanta prisa, que
llegaban al fondo antes que allí hubieran visto el
cable telegráfico, espantando al bacalao y a la
platija, que merodeaban apaciblemente por
aquellas regiones, zampándose a sus
semejantes.
Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que
vomitaron sus propios estómagos, a pesar de lo
cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es
un grave trastorno. Muchas langostas y
cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de
su buena coraza, dejándose en ella sus patas.
Con todo aquel espanto y barullo, los mil
ochocientos hermanos se dispersaron y ya no
volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no
se reconocieron. Sólo media docena se quedó en
un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de
estarse quietecitos, pasado ya el primer susto,
empezaron a sentir el cosquilleo de la
curiosidad.
Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las
honduras creyeron entrever el horrible
monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa
estaba tendida sobre el suelo del mar, hasta más
lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy
delgada, pero no sabían hasta qué punto podría
hincharse ni cuán fuerte era. Se estaba muy
quieta, pero, temían ellos, a lo mejor era un
ardid.
– Dejadlo donde está. No nos preocupemos de él
-dijeron los pececillos más prudentes; pero el
más pequeño estaba empeñado en saber qué
diablos era aquello. Puesto que había venido de
arriba, arriba le informarían seguramente, y así
el grupo se remontó nadando hacia la superficie.
El mar estaba encalmado, sin un soplo de
viento. Allí se encontraron con un delfín; es un
gran saltarín, una especie de payaso que sabe
dar volteretas sobre el mar. Tenía buenos ojos,
debió de haberlo visto todo y estaría enterado.
Lo interrogaron, pero resultó que sólo había
estado atento a sí mismo y a sus cabriolas, sin
ver nada; no supo contestar, y permaneció
callado con aire orgulloso.
Dirigiéronse entonces a la foca, que en aquel
preciso momento se sumergía. Ésta fue más
cortés, a pesar de que se come los peces
pequeños; pero aquel día estaba harta. Sabía
algo más que el saltarín.
– Me he pasado varias noches echada sobre una
piedra húmeda, desde donde veía la tierra hasta
una distanciada varias millas. Allí hay unos
seres muy taimados que en su lengua se llaman
hombres. Andan siempre detrás de nosotros
pero generalmente nos escapamos de sus
manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro
que lo mismo hizo la anguila marina por quien
preguntáis. Estuvo en su poder, en la tierra
firme, Dios sabe cuánto tiempo. Los hombres la
cargaron en un barco para transportarla a otra
tierra, situada al otro lado del mar. Yo vi cómo
se esforzaban y lo que les costó dominarla, pero
al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy
débil fuera del agua. La arrollaron y dispusieron
en círculos; oí el ruido que hacían para
sujetarla, pero, con todo, ella se les escapó,
deslizándose por la borda. La tenían agarrada
con todas sus fuerzas, muchas manos la
sujetaban, pero se escabulló y pudo llegar al
fondo. Y supongo que allí se quedará hasta
nueva orden.
– Está algo delgada -dijeron los pececillos.
– La han matado de hambre -respondió la foca-,
pero se repondrá pronto y recobrará su antigua
gordura y corpulencia. Supongo que es la gran
serpiente de mar, que tanto temen los hombres y
de la que tanto hablan. Yo no la había visto
nunca, ni creía en ella; ahora pienso que es ésta
-y así diciendo, se zambulló.
– ¡Lo que sabe ésa! ¡Y cómo se explica! -dijeron
los peces-. Nunca supimos nosotros tantas
cosas. ¡Con tal que no sean mentiras!
– Vámonos abajo a averiguarlo -dijo el más
pequeñín-. En camino oiremos las opiniones de
otros peces.
– No daremos ni un coletazo por saber nada –
replicaron los otros, dando la vuelta.
– Pues yo, allá me voy -afirmó el pequeño, y
puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba muy
lejos del lugar donde yacía «el gran objeto
sumergido». El pececillo todo era mirar y
buscar a uno y otro lado, a medida que se
hundía en el agua.
Nunca hasta entonces le había parecido tan
grande el mundo. Los arenques circulaban en
grandes bandadas, brillando como una
gigantesca embarcación de plata, seguidos de
las caballas, todavía más vistosas. Pasaban
peces de mil formas, con dibujos de todos los
colores; medusas semejantes a flores
semitransparentes se dejaban arrastrar,
perezosas, por la corriente. Grandes plantas
crecían en el fondo del mar, hierbas altas como
el brazo y árboles parecidos a palmeras, con las
hojas cubiertas de luminosos crustáceos.
Por fin el pececillo distinguió allá abajo una faja
oscura y larga, y a ella se dirigió; pero no era ni
un pez ni el cable, sino la borda de un gran
barco naufragado, partido en dos por la presión
del agua. El pececillo estuvo nadando por las
cámaras y bodegas. La corriente se había
llevado todas las víctimas del naufragio, menos
dos: una mujer joven yacía extendida, con un
niño en brazos. El agua los levantaba y mecía;
parecían dormidos. El pececillo se llevó un gran
susto; ignoraba que ya no podían despertarse.
Las algas y plantas marinas colgaban a modo de
follaje sobre la borda y sobre los hermosos
cuerpos de la madre y el hijo. El silencio y la
soledad eran absolutos. El pececillo se alejó con
toda la ligereza que le permitieron sus aletas, en
busca de unas aguas más luminosas y donde
hubiera otros peces. No había llegado muy lejos
cuando se topó con un ballenato enorme.
– ¡No me tragues! -rogóle el pececillo-. Soy tan
pequeño, que no tienes ni para un diente, y me
siento muy a gusto en la vida.
– ¿Qué buscas aquí abajo, dónde no vienen los
de tu especie? le preguntó el ballenato.
Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o
lo que fuera, que se había sumergido desde la
superficie, asustando incluso a los más valientes
del mar.
– ¡Oh, oh! -exclamó la ballena, tragando tanta
agua, que hubo de disparar un chorro enorme
para remontarse a respirar-. Entonces eso fue lo
que me cosquilleo en el lomo cuando me volví.
Lo tomé por el mástil de un barco que hubiera
podido usar como estaca.
Pero eso no pasó aquí; fue mucho más lejos.
Voy a enterarme. Así como así, no tengo otra
cosa que hacer.
Y se puso a nadar, y el pececito lo siguió,
aunque a cierta distancia, pues por donde
pasaba el ballenato se producía una corriente
impetuosa.