A la caída de la tarde, cuando se pone el sol, y
las nubes brillan como si fuesen de oro por
entre las chimeneas, en las estrechas calles de la
gran ciudad solía orse un sonido singular, como
el tañido de una campana; pero se percibía sólo
por un momento, pues el estrépito del tránsito
rodado y el griterío eran demasiado fuertes.
– Toca la campana de la tarde -decía la gente-,
se está poniendo el sol.
Para los que vivían fuera de la ciudad, donde las
casas estaban separadas por jardines y pequeños
huertos, el cielo crepuscular era aún más
hermoso, y los sones de la campana llegaban
más intensos; habríase dicho que procedían de
algún templo situado en lo más hondo del
bosque fragante y tranquilo, y la gente dirigía la
mirada hacia él en actitud recogida.
Transcurrió bastante tiempo. La gente decía: –
¿No habrá una iglesia allá en el bosque? La
campana suena con una rara solemnidad.
¿Vamos a verlo?
Los ricos se dirigieron al lugar en coche, y los
pobres a pie, pero a todos se les hizo
extraordinariamente largo el camino, y cuando
llegaron a un grupo de sauces que crecían en la
orilla del bosque, se detuvieron a acampar y,
mirando las largas ramas desplegadas sobre sus
cabezas, creyeron que estaban en plena selva.
Salió el pastelero y plantó su tienda, y luego
vino otro, que colgó una campana en la cima de
la suya; por cierto que era una campana
alquitranada, para resistir la lluvia, pero le
faltaba el badajo. De regreso a sus casas, las
gentes afirmaron que la excursión había sido
muy romántica, muy distinta a una simple
merienda. Tres personas aseguraron que se
habían adentrado en el bosque, llegando hasta
su extremo, sin dejar de percibir el extraño
tañido de la campana; pero les daba la
impresión de que venía de la ciudad. Una de
ellas compuso sobre el caso todo un poema, en
el que decía que la campana sonaba como la
voz de una madre a los oídos de un hijo querido
y listo. Ninguna melodía era comparable al son
de la campana.
El Emperador del país se sintió también
intrigado y prometió conferir el título de
«campanero universal» a quien descubriese la
procedencia del sonido, incluso en el caso de
que no se tratase de una campana.
Fueron muchos los que salieron al bosque, pero
uno solo trajo una explicación plausible. Nadie
penetró muy adentro, y él tampoco; sin
embargo, dijo que aquel sonido de campana
venía de una viejísima lechuza que vivía en un
árbol hueco; era una lechuza sabia que no
cesaba de golpear con la cabeza contra el árbol.
Lo que no podía precisar era si lo que producía
el sonido era la cabeza o el tronco hueco. El
hombre fue nombrado campanero universal, y
en adelante cada año escribió un tratado sobre la
lechuza; pero la gente se quedó tan enterada
como antes.
Llegó la fiesta de la confirmación; el predicador
había hablado con gran elocuencia y unción, y
los niños quedaron muy enfervorizados. Para
ellos era un día muy importante, ya que de
golpe pasaban de niños a personas mayores; el
alma infantil se transportaba a una personalidad
dotada de mayor razón. Brillaba un sol
delicioso; los niños salieron de la ciudad y no
tardaron en oír, procedente del bosque, el tañido
de la enigmática campana, más claro y recio
que nunca. A todos, excepto a tres, entráronles
ganas de ir en su busca: una niña prefirió
volverse a casa a probarse el vestido de baile,
pues el vestido y el baile habían sido
precisamente la causa de que la confirmaran en
aquella ocasión, ya que de otro modo no
hubiera asistido; el segundo fue un pobre niño,
a quien el hijo del fondista había prestado el
traje y los zapatos, a condición de devolverlos a
una hora determinada; el tercero manifestó que
nunca iba a un lugar desconocido sin sus
padres; siempre había sido un niño obediente, y
quería seguir siéndolo después de su
confirmación. Y que nadie se burle de él, a
pesar de que los demás lo hicieron.
Así, aparte los tres mencionados, los restantes
se pusieron en camino. Lucía el sol y gorjeaban
los pájaros, y los niños que acababan de recibir
el sacramento iban cantando, cogidos de las
manos, pues todavía no tenían dignidades ni
cargos, y eran todos iguales ante Dios. Dos de
los más pequeños no tardaron en fatigarse, y se
volvieron a la ciudad; dos niñas se sentaron a
trenzar guirnaldas de flores, y se quedaron
también rezagadas; y cuando los demás llegaron
a los sauces del pastelero, dijeron:
– ¡Toma, ya estamos en el bosque! La campana
no existe; todo son fantasías.
De pronto, la campana sonó en lo más profundo
del bosque, tan magnífica y solemne, que cuatro
o cinco de los muchachos decidieron adentrarse
en la selva. El follaje era muy espeso, y
resultaba en extremo difícil seguir adelante; las
aspérulas y las anemonas eran demasiado altas,
y las floridas enredaderas y las zarzamoras
colgaban en largas guirnaldas de árbol a árbol,
mientras trinaban los ruiseñores y jugueteaban
los rayos del sol. ¡Qué espléndido! Pero las
niñas no podían seguir por aquel terreno; se
hubieran roto los vestidos. Había también
enormes rocas cubiertas de musgos
multicolores, y una límpida fuente manaba,
dejando oír su maravillosa canción: ¡gluc, gluc!
– ¿No será ésta la campana? -preguntó uno de
los confirmandos, echándose al suelo a
escuchar-. Habría que estudiarlo bien -y se
quedó, dejando que los demás se marchasen.
Llegaron a una casa hecha de corteza de árbol y
ramas. Un gran manzano silvestre cargado de
fruto se encaramaba por encima de ella, como
dispuesto a sacudir sus manzanas sobre el
tejado, en el que florecían rosas; las largas
ramas se apoyaban precisamente en el hastial,
del que colgaba una pequeña campana. ¿Sería la
que habían oído? Todos convinieron en que sí,
excepto uno, que afirmó que era demasiado
pequeña y delicada para que pudiera oírse a tan
gran distancia; eran distintos los sones capaces
de conmover un corazón humano. El que así
habló era un príncipe, y los otros dijeron: «Los
de su especie siempre se las dan de más listos
que los demás».
Prosiguió, pues, solo su camino, y a medida que
avanzaba sentía cada vez más en su pecho la
soledad del bosque; pero seguía oyendo la
campanita junto a la que se habían quedado los
demás, y a intervalos, cuando el viento traía los
sones de la del pastelero, oía también los cantos
que de allí procedían. Pero las campanadas
graves seguían resonando más fuertes, y pronto
pareció como si, además, tocase un órgano; sus
notas venían del lado donde está el corazón.
Se produjo un rumoreo entre las zarzas y el
príncipe vio ante sí a un muchacho calzado con
zuecos y vestido con una chaqueta tan corta,
que las mangas apenas le pasaban de los codos.
Se conocieron enseguida, pues el mocito resultó
ser aquel mismo confirmando que no había
podido ir con sus compañeros por tener que
devolver al hijo del posadero el traje y los
zapatos. Una vez cumplido el compromiso, se
había encaminado también al bosque en zuecos
y pobremente vestido, atraído por los tañidos,
tan graves y sonoros, de la campana.
– Podemos ir juntos -dijo el príncipe. Mas el
pobre chico estaba avergonzado de sus zuecos,
y, tirando de las cortas mangas de su chaqueta,
alegó que no podría alcanzarlo; creía además
que la campana debía buscarse hacia la derecha,
que es el lado de todo lo grande y magnífico.
– En este caso no volveremos a encontrarnos –
respondió el príncipe; y se despidió con un
gesto amistoso. El otro se introdujo en la parte
más espesa del bosque, donde los espinos no
tardaron en desgarrarle los ya míseros vestidos
y ensangrentarse cara, manos y pies. También el
príncipe recibió algunos arañazos, pero el sol
alumbraba su camino. Lo seguiremos, pues era
un mocito avispado.
– ¡He de encontrar la campana! -dijo- aunque
tenga que llegar al fin del mundo.
Los malcarados monos, desde las copas de los
árboles, le enseñaban los dientes con sus risas
burlonas.
– ¿Y si le diésemos una paliza? -decían-.
¿Vamos a apedrearlo? ¡Es un príncipe!
Pero el mozo continuó infatigable bosque
adentro, donde crecían las flores más
maravillosas. Había allí blancos lirios
estrellados con estambres rojos como la sangre,
tulipanes de color azul celeste, que centelleaban
entre las enredaderas, y manzanos cuyos frutos
parecían grandes y brillantes pompas de jabón.
¡Cómo refulgían los árboles a la luz del sol! En
derredor, en torno a bellísimos prados verdes,
donde el ciervo y la corza retozaban entre la alta
hierba, crecían soberbios robles y hayas, y en
los lugares donde se había desprendido la
corteza de los troncos, hierbas y bejucos
brotaban de las grietas. Había también vastos
espacios de selva ocupados por plácidos lagos,
en cuyas aguas flotaban blancos cisnes agitando
las alas. El príncipe se detenía con frecuencia a
escuchar; a veces le parecía que las graves notas
de la campana salían de uno de aquellos lagos,
pero muy pronto se percataba de que no venían
de allí, sino demás adentro del bosque.
Se puso el sol, el aire tomó una tonalidad roja
de fuego, mientras en la selva el silencio se
hacía absoluto. El muchacho se hincó de
rodillas y, después de cantar el salmo
vespertino, dijo:
– Jamás encontraré lo que busco; ya se pone el
sol y llega la noche, la noche oscura. Tal vez
logre ver aún por última vez el sol, antes de que
se oculte del todo bajo el horizonte. Voy a
trepar a aquella roca; su cima es tan elevada
como la de los árboles más altos.
Y agarrándose a los sarmientos y raíces, se puso
a trepar por las húmedas piedras, donde se
arrastraban las serpientes de agua, y los sapos lo
recibían croando; pero él llegó a la cumbre
antes de que el astro, visto desde aquella altura,
desapareciera totalmente.
¡Gran Dios, qué maravilla! El mar, inmenso y
majestuoso, cuyas largas olas rodaban hasta la
orilla, extendíase ante él, y el sol, semejante a
un gran altar reluciente, aparecía en el punto en
que se unían el mar y el cielo. Todo se disolvía
en radiantes colores, el bosque cantaba, y
cantaba el océano, y su corazón les hacía coro;
la Naturaleza entera se había convertido en un
enorme y sagrado templo, cuyos pilares eran los
árboles y las nubes flotantes, cuya alfombra la
formaban las flores y hierbas, y la espléndida
cúpula el propio cielo. En lo alto se apagaron
los rojos colores al desaparecer el sol, pero en
su lugar se encendieron millones de estrellas
como otras tantas lámparas diamantinas, y el
príncipe extendió los brazos hacia el cielo, hacia
el bosque y hacia el mar; y de pronto, viniendo
del camino de la derecha, se presentó el
muchacho pobre, con sus mangas cortas y sus
zuecos; había llegado también a tiempo,
recorrida su ruta. Los dos mozos corrieron al
encuentro uno de otro y se cogieron de las
manos en el gran templo de la Naturaleza y de
la Poesía, mientras encima de ellos resonaba la
santa campana invisible, y los espíritus
bienaventurados la acompañaban en su vaivén
cantando un venturoso aleluya.
Holger el Danés
Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado
Kronborg. Está junto al Öresund, estrecho que
cruzan diariamente centenares de grandes
barcos, lo mismo ingleses que rusos y
prusianos, saludando al viejo castillo con salvas
de artillería, ¡bum!, y él contesta con sus
cañones: ¡bum! Pues de esta forma los cañones
dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!».
En invierno no pasa por allí ningún buque, ya
que entonces está todo cubierto de hielo, hasta
muy arriba de la costa sueca; pero en la buena
estación es una verdadera carretera. Ondean las
banderas danesa y sueca, y las poblaciones de
ambos países se dicen «¡Buenos días!» y
«¡Muchas gracias!», pero no a cañonazos, sino
con un amistoso apretón de manos, y unos
llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues
la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo
más estupendo de todo es el castillo de
Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y
tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger
el Danés. Va vestido de hierro y acero, y apoya
la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba
cuelga por sobre la mesa de mármol, a la que
está pegada. Duerme y sueña, pero en sueños ve
todo lo que ocurre allá arriba, en Dinamarca.
Por Nochebuena baja siempre un ángel de Dios
y le dice que es cierto lo que ha soñado, y que
puede seguir durmiendo tranquilamente, pues
Dinamarca no se encuentra aún en verdadero
peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el
viejo danés, se levantaría, y rompería la mesa al
retirar la barba. Volvería al mundo y pegaría tan
fuerte, que sus golpes se oirían en todos los
ámbitos de la Tierra.
Un anciano explicó a su nietecito todas estas
cosas acerca de Holger, y el pequeño sabía que
todo lo que decía su abuelo era la pura verdad.
Mientras contaba, el viejo se entretenía tallando
una gran figura de madera que representaría a
Holger, destinada a adornar la proa de un barco;
pues el abuelo era escultor de madera, o sea, un
hombre que talla figuras para espolones de
barcos, figuras que van de acuerdo con el
nombre del navío. Y en aquella ocasión había
representado a Holger, erguido y altivo, con su
larga barba, la ancha espada de combate en una
mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo
adornado con las armas danesas.
El abuelo contó tantas y tantas cosas de
hombres y mujeres notables de Dinamarca, que
el nieto creyó al fin que sabía tanto como el
propio Holger, el cual, además, se limitaba a
soñarlas; y cuando se fue a acostar, púsose a
pensar tanto en aquello, que aplicó la barbilla
contra la colcha y se dio a creer que tenía una
luenga barba pegada a ella.
El abuelo se había quedado para proseguir su
trabajo, y realizaba la última parte del mismo,
que era el escudo danés. Cuando ya estuvo listo
contempló su obra, pensando en todo lo que
leyera y oyera, y en lo que aquella noche había
explicado al muchachito. Hizo un gesto con la
cabeza, se limpió las gafas y, volviendo a
sentarse, dijo:
– Durante el tiempo que me queda de vida,
seguramente no volverá Holger; pero ese
pequeño que duerme ahí tal vez lo vea y esté a
su lado el día que sea necesario.
Y el viejo abuelo repitió su gesto, y cuanto más
examinaba su Holger, más se convencía de que
había hecho una buena talla; parecióle que
cobraba color, y que la armadura brillaba como
hierro y acero; en el escudo de armas, los
corazones se enrojecían gradualmente, y los
leones coronados, saltaban.
– Es el escudo más hermoso de cuantos existen
en el mundo entero -dijo el viejo-. Los leones
son la fuerza, y los corazones, la piedad y el
amor. Contempló el primer león y pensó en el
rey Knud, que incorporó la gran Inglaterra al
trono de Dinamarca; y al considerar el segundo
recordó a Waldemar, unificador de Dinamarca y
conquistador de los países vendos; el tercer león
le trajo a la memoria a Margarita, que unió
Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijó
en los rojos corazones, pareciéronle que
brillaban aún más que antes; eran llamas que se
movían, y sus, pensamientos fueron en pos de
cada uno de ellos.
La primera llama lo condujo a una estrecha y
oscura cárcel, ocupada por una prisionera, una
hermosa mujer, hija de Cristián IV: Leonora
Ulfeldt; y la llama se posó, cual una rosa, en su
pecho, floreciendo y brillando con el corazón de
la mejor y más noble de todas las mujeres
danesas.
– Sí, es uno de los corazones del escudo de
Dinamarca -dijo el abuelo. Y luego su mente se
dirigió a la llama segunda, que lo llevó a alta
mar, donde los cañones tronaban, y los barcos
aparecían envueltos en humo; y la llama se fijó,
como una condecoración, en el pecho de
Hvitfeldt cuando, para salvar la flota, voló su
propio barco con él a bordo.
La tercera llama lo transportó a las míseras
cabañas de Groenlandia, donde el párroco Hans
Egede realizaba su apostolado de amor con
palabras y obras; la llama era una estrella en su
pecho, un corazón en las armas danesas.
Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a
la llama flotante, pues sabía adónde iba ésta. En
la pobre vivienda de la campesina, Federico VI,
de pie, escribía con tiza su nombre en las vigas.
La llama temblaba sobre su pecho y en su
corazón; en aquella humilde estancia, su
corazón pasó a forzar parte del escudo danés. Y
el viejo se secó los ojos, pues había conocido al
rey Federico, con sus cabellos de plata y sus
nobles ojos azules, y por él había vivido. Y
juntando las manos se quedó inmóvil, con la
mirada fija. Entró entonces su nuera a decir al
anciano que era ya muy tarde y hora de
descansar, y que la mesa estaba puesta.
– Pero, ¡qué hermosa estatua has hecho, abuelo!
-exclamó la joven-. ¡Holger y nuestro escudo
completo! Diría que esta cara la he visto ya
antes.
– No, tú no la has visto -dijo el abuelo-, pero yo
sí, y he procurado tallarla en la madera, tal y
como la tengo en la memoria. Cuando los
ingleses estaban en la rada el día 2 de abril,
supimos demostrar que éramos los antiguos
daneses. A bordo del «Dinamarca», donde yo
servía en la escuadra de Steen Bille, había a mi
lado un hombre; habríase dicho que las balas le
tenían miedo. Cantaba alegremente viejas
canciones, mientras disparaba y combatía como
si fuese un ser sobrehumano. Me acuerdo
todavía de su rostro; pero no sé, ni lo sabe
nadie, de dónde vino ni adónde fue. Muchas
veces he pensado si sería Holger, el viejo danés,
en persona, que habría salido de Kronborg para
acudir en nuestra ayuda a la hora del peligro.
Esto es lo que pensé, y ahí está su efigie.
Y la figura proyectaba una gran sombra en la
pared e incluso sobre parte del techo; parecía
como si allí estuviese el propio Holger, pues la
sombra se movía; claro que podía también ser
debido a que la llama de la lámpara ardía de
manera irregular. La nuera dio un beso al
abuelo y lo acompañó hasta el gran sillón
colocado delante de la mesa, y ella y su marido,
hijo del viejo y padre del chiquillo que dormía
en la cama, se sentaron a cenar. El anciano
habló de los leones y de los daneses, de la
fuerza y la clemencia, y explicó de modo bien
claro que existía otra fuerza, además de la
espada, y señaló el armario que guardaba viejos
libros; allí estaban las comedias completas de
Holberg, tan leídas y releídas, que uno creía
conocer desde hacía muchísimo tiempo a todos
sus personajes.
– ¿Veis? Éste también supo zurrar -dijo el
abuelo-. Hizo cuanto pudo por acabar con todo
lo disparatado y torpe que había en la gente -y,
señalando el espejo sobre el cual estaba el
calendario con la Torre Redonda, dijo: –
También Tico Brahe manejó la espada, pero no
con el propósito de cortar carne y quebrar
huesos, sino para trazar un camino más preciso
entre las estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo
padre fue de mi profesión, el hijo del viejo
escultor, aquel a quien yo mismo he visto, con
su blanco cabello y anchos hombros, aquel cuyo
nombre es famoso en todos los países de la
Tierra. Sí, él sabía esculpir, yo sólo sé tallar. Sí,
Holger puede aparecérsenos en figuras muy
diversas, para que en todos los pueblos se hable
de la fuerza de Dinamarca. ¿Brindamos a la
salud de Bertel?.
Pero el pequeño, en su cama, veía claramente el
viejo Kronborg y el Öresund, y veía al
verdadero Holger allá abajo, con su barba
pegada a la mesa de mármol, soñando con todo
lo que sucede acá arriba. Y Holger soñaba
también en la reducida y pobre vivienda del
imaginero, oía cuanto en ella se hablaba, y, con
un movimiento de la cabeza, sin despertar de su
sueño, decía:
– Sí, acordaos de mí, daneses, retenedme en
vuestra memoria. No os abandonaré en la hora
de la necesidad.
Allá, ante el Kronborg, brillaba la luz del día, y
el viento llevaba las notas del cuerno de caza a
las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban
sus salvas: ¡bum! ¡bum!, y desde el castillo
contestaban: ¡bum! ¡bum! Pero Holger no se
despertaba, por ruidosos que fuesen los
cañonazos, pues sólo decían: «¡Buenos días!»,
«¡Muchas gracias!». De un modo muy distinto
tendrían que disparar para despertarlo; pero un
día u otro despertará, pues Holger el danés es de
recia madera.
Varios grandes barcos habían sido enviados a
las regiones del Polo Norte para descubrir los
límites más septentrionales entre la tierra y el
mar, e investigar hasta dónde podían avanzar
los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya
mucho tiempo abriéndose paso por entre la
niebla y los hielos, y sus tripulaciones habían
tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora
había llegado el invierno y desaparecido el sol;
durante muchas, muchas semanas, reinó la
noche continua; en derredor todo era un único
bloque de hielo, en el que los barcos habían
quedado aprisionados; la nieve alcanzaba gran
altura, y con ella habían construido casas en
forma de colmena, algunas grandes como
túmulos, y otras, más pequeñas, capaces de
albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin
embargo, la oscuridad no era completa, pues las
auroras boreales enviaban sus resplandores
rojos y azules; era como un eterno castillo de
fuegos artificiales, y la nieve despedía un tenue
brillo; la noche era allí como un largo
crepúsculo llameante. En los períodos de mayor
claridad se presentaban grupos de indígenas de
singularísimo aspecto, con sus hirsutos abrigos
de pieles; iban montados en trineos construidos
de trozos de hielo, y traían pieles en grandes
fardos, gracias a las cuales las casas de nieve
pudieron ser provistas de calientes alfombras.
Las pieles servían, además, de mantas y
almohadas, y con ellas los marineros se
arreglaban camas bajo sus cúpulas de nieve,
mientras en el exterior arreciaba el frío con una
intensidad desconocida incluso en los más
rigurosos inviernos nórdicos. En nuestra patria
era todavía otoño, y de ello se acordaban
aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes;
pensaban en el sol de su tierra y en el follaje
amarillo que colgaba aún de sus árboles. El
reloj les dijo que era noche y hora de acostarse,
y en una de las chozas de nieve dos hombres se
tendieron a descansar. El más joven tenía
consigo el mejor y más preciado tesoro de la
patria, regalo de su abuela en el momento de su
partida: la Biblia. Cada noche se la ponía debajo
de la cabeza; ya desde niño sabía lo que en ella
estaba escrito. Leía un trozo cada día, y estando
en el lecho le venían con gran frecuencia a la
memoria aquellas santas palabras de consuelo:
«Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese
en el mar más remoto, Tu mano me guiaría
hasta allí, y Tu diestra me sostendría». Y a estas
palabras de verdad se cerraban sus ojos y
llegaba el sueño, la revelación del espíritu en
Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo
reposaba; él lo sentía, parecíale como si
resonasen viejas y queridas melodías, como si le
envolvieran tibias brisas estivales; y desde su
lecho veía cómo un gran resplandor se filtraba a
través de la nívea cúpula. Levantaba la cabeza,
y aquel blanco refulgente no era pared ni techo,
sino las grandes alas de un ángel, a cuyo rostro
dulce y radiante alzaba los ojos.
Como del cáliz de un lirio salía el ángel de las
páginas de la Biblia, extendía los brazos, y las
paredes de la choza se esfumaban a modo de un
sutil y vaporoso manto de niebla: los verdes
prados y colinas de la patria, y sus bosques
oscuros y rojizos se extendían en derredor, al
sol apacible de un bello día de otoño; el nido de
la cigüeña estaba vacío, pero colgaban todavía
frutos de los manzanos silvestres, aunque
habían caído ya las hojas; brillaban los rojos
escaramujos, y el estornino silbaba en su
pequeña jaula verde, colocada sobre la ventana
de la casa de campo, donde tenía él su hogar; el
pájaro silbaba como le habían enseñado, y la
abuela le ponía mijo en la jaula, según viera
hacer siempre al nieto; y la hija del herrero, tan
joven y tan linda, sacaba agua del pozo y dirigía
un saludo a la abuela, quien le correspondía con
un gesto de la cabeza, mostrándole al mismo
tiempo una carta llegada de muy lejos. Se había
recibido aquella misma mañana; venía de las
heladas tierras del polo Norte, donde se
encontraba el nieto – en manos de Dios -. Y las
dos mujeres reían y lloraban a la vez, y él, que
todo lo veía y oía desde aquellos parajes de
hielo y nieve, en el mundo del espíritu bajo las
alas del ángel, reía con ellas y con ellas lloraba.
En la carta se leían aquellas mismas palabras de
la Biblia: «En el mar más remoto, su diestra me
sostendrá». Sonó en derredor una sublime
música, como salida de un coro celeste,
mientras el ángel extendía sus alas, a modo de
velo, sobre el mozo dormido… Se desvaneció el
sueño; en la choza reinaba la oscuridad, pero la
Biblia seguía bajo su cabeza, la fe y la
esperanza moraban en su corazón, Dios estaba
con él, y también la patria, «en el mar remoto».