Por la carretera marchaba un soldado marcando
el paso. ¡Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al
hombro y un sable al costado, pues venía de la
guerra, y ahora iba a su pueblo.
Mas he aquí que se encontró en el camino con
una vieja bruja. ¡Uf!, ¡qué espantajo!, con aquel
labio inferior que le colgaba hasta el pecho.
– ¡Buenas tardes, soldado! – le dijo -. ¡Hermoso
sable llevas, y qué mochila tan grande! Eres un
soldado hecho y derecho. Voy a enseñarte la
manera de tener todo el dinero que desees.
– ¡Gracias, vieja bruja! – respondió el soldado.
– ¿Ves aquel árbol tan corpulento? – prosiguió la
vieja, señalando uno que crecía a poca distancia
-. Por dentro está completamente hueco. Pues
bien, tienes que trepar a la copa y verás un
agujero; te deslizarás por él hasta que llegues
muy abajo del tronco. Te ataré una cuerda
alrededor de la cintura para volverte a subir
cuando llames.
– ¿Y qué voy a hacer dentro del árbol? –
preguntó el soldado.
– ¡Sacar dinero! – exclamó la bruja -. Mira;
cuando estés al pie del tronco te encontrarás en
un gran corredor muy claro, pues lo alumbran
más de cien lámparas. Verás tres puertas;
podrás abrirlas, ya que tienen la llave en la
cerradura. Al entrar en la primera habitación
encontrarás en el centro una gran caja, con un
perro sentado encima de ella. El animal tiene
ojos tan grandes como tazas de café; pero no te
apures. Te daré mi delantal azul; lo extiendes en
el suelo, coges rápidamente al perro, lo
depositas sobre el delantal y te embolsas todo el
dinero que quieras; son monedas de cobre. Si
prefieres plata, deberás entrar en el otro
aposento; en él hay un perro con ojos tan
grandes como ruedas de molino; pero esto no
debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y
coges dinero de la caja. Ahora bien, si te
interesa más el oro, puedes también obtenerlo,
tanto como quieras; para ello debes entrar en el
tercer aposento. Mas el perro que hay en él tiene
los ojos tan grandes como la Torre Redonda. ¡A
esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de
asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te
hará ningún daño, y podrás sacar de la caja todo
el oro que te venga en gana.
– ¡No está mal!- exclamó el soldado -. Pero,
¿qué habré de darte, vieja bruja? Pues supongo
que algo querrás para ti.
– No – contestó la mujer -, ni un céntimo. Para
mí sacarás un viejo yesquero, que mi abuela se
olvidó ahí dentro, cuando estuvo en el árbol la
última vez.
– Bueno, pues átame ya la cuerda a la cintura –
convino el soldado.
– Ahí tienes – respondió la bruja -, y toma
también mi delantal azul.
Subióse el soldado a la copa del árbol, se
deslizó por el agujero y, tal como le dijera la
bruja, se encontró muy pronto en el espacioso
corredor en el que ardían las lámparas.
Y abrió la primera puerta. ¡Uf! Allí estaba el
perro de ojos como tazas de café, mirándolo
fijamente.
– ¡Buen muchacho! – dijo el soldado, cogiendo
al animal y depositándolo sobre el delantal de la
bruja. Llenóse luego los bolsillos de monedas
de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro
encima y pasó a la habitación siguiente. En
efecto, allí estaba el perro de ojos como ruedas
de molino.
– Mejor harías no mirándome así -le dijo-. Te va
a doler la vista -. Y sentó al perro sobre el
delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas
las monedas de cobre que llevaba encima y se
llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco
metal.
Pasó entonces al tercer aposento. Aquello
presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto,
los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y
los movía como sí fuesen ruedas de molino.
– ¡Buenas noches! -dijo el soldado llevándose la
mano a la gorra, pues perro como aquel no lo
había visto en su vida. Una vez lo hubo
observado bien, pensó: «Bueno, ya está visto»,
cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la
caja. ¡Señor, y qué montones de oro! Habría
como para comprar la ciudad de Copenhague
entera, con todos los cerditos de mazapán de las
pastelerías y todos los soldaditos de plomo,
látigos y caballos de madera de balancín del
mundo entero. ¡Allí sí que había oro, palabra!
Tiró todas las monedas de plata que llevaba
encima, las reemplazó por otras de oro, y se
llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las
botas de tal modo que apenas podía moverse.
¡No era poco rico, ahora! Volvió a poner al
perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el
hueco del tronco, gritó
– ¡Súbeme ya, vieja bruja!
– ¿Tienes el yesquero? – preguntó la mujer.
– ¡Caramba! – exclamó el soldado -, ¡pues lo
había olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la
yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del
árbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo
en el camino, con los bolsillos, las botas, la
mochila y la gorra repletos de oro.
– ¿Para qué quieres el yesquero? – preguntó el
soldado.
– ¡Eso no te importa! – replicó la bruja -. Ya
tienes tu dinero; ahora dame la bolsita.
– ¿Conque sí, eh? – exclamó el mozo -. ¡Me
dices enseguida para qué quieres el yesquero, o
desenvaino el sable y te corto la cabeza!
– ¡No! -insistió la mujer.
Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el
suelo el cadáver de la bruja. Puso todo el dinero
en su delantal, colgóselo de la espalda como un
hato, guardó también el yesquero y se encaminó
directamente a la ciudad.
Era una población magnífica, y nuestro hombre
entró en la mejor de sus posadas y pidió la
mejor habitación y sus platos preferidos, pues
ya era rico con tanto dinero.
Al criado que recibió orden de limpiarle las
botas ocurriósele que eran muy viejas para tan
rico caballero; pero es que no se había
comprado aún unas nuevas. Al día siguiente
adquirió unas botas como Dios manda y
vestidos elegantes.
Y ahí tenéis al soldado convertido en un gran
señor. Le contaron todas las magnificencias que
contenía la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo
preciosa que era la princesa, su hija.
– ¿Dónde se puede ver? – preguntó el soldado.
– No hay medio de verla – le respondieron -.
Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de
muchas murallas y torres. Nadie, excepto el
Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecía
de que la princesa se casará con un simple
soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello.
«Me gustaría verla», pensó el soldado; pero no
había modo de obtener una autorización.
El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro,
paseaba en coche por el parque y daba mucho
dinero a los pobres, lo cual decía mucho en su
favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es
no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestía
hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo
consideraban como persona excelente, un
auténtico caballero, lo cual gustaba al soldado.
Pero como cada día gastaba dinero y nunca
ingresaba un céntimo, al final le quedaron sólo
dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas
habitaciones a que se había acostumbrado y
alojarse en la buhardilla, en un cuartucho
sórdido bajo el tejado, limpiarse él mismo las
botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus
amigos dejaron de visitarlo; ¡había que subir
tantas escaleras!.
El Viejo Farol
Has oído la historia del viejo farol de la calle?
No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale
la pena oírla.
Era un buen farol que había estado alumbrando
la calle durante muchos años. Lo dieron de baja,
y aquélla era la última noche que, desde lo alto
de su poste, debía enviar su luz a la calle. Por
eso su estado de ánimo era algo parecido al de
una vieja bailarina que da su última
representación, sabiendo que al día siguiente
habrá de encerrarse, olvidada, en su buhardilla.
El farol tenía miedo del día siguiente, pues no
ignoraba que sería llevado por primera vez a las
casas consistoriales, donde el «ilustre Concejo
municipal» dictaminaría si era aún útil o inútil.
Decidirían entonces si lo enviarían a iluminar
uno de los puentes o una fábrica del campo; tal
vez iría a parar a una fundición, como chatarra,
y entonces podría convertirse en mil cosas
diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en
su nueva condición conservaría el recuerdo de
su existencia como farol. Lo que sí era seguro
es que debería separarse del vigilante y su
mujer, a quienes consideraba como su familia:
se convirtió en farol el día en que el hombre fue
nombrado vigilante. Por aquel entonces la
mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer,
cuando pasaba por allí, levantaba los ojos para
mirarlo; pero de día no lo hacía jamás. En
cambio, en el curso de los últimos años, cuando
ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol,
habían envejecido, ella lo había cuidado,
limpiado la lámpara y echado aceite. Era un
matrimonio honrado, y a la lámpara no le
habían estafado ni una gota. Y he aquí que
aquélla era su última noche de calle; al día
siguiente lo llevarían al ayuntamiento. Estos
pensamientos tenían muy perturbado al farol;
imaginaos, pues, cómo ardería. Pero por su
cabeza pasaron también otros recuerdos; había
visto muchas cosas e iluminado otras muchas,
acaso tantas como el «ilustre Concejo
municipal»; pero se lo callaba, porque era un
farol viejo y honrado y no quería despotricar
contra nadie, y menos contra una autoridad.
Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su
llama; era como si un presentimiento le dijese:
«Sí, también se acordarán de ti. Allí estaba
aquel apuesto joven – ¡ay, cuántos años habían
pasado! – que llegó con una carta escrita en
elegante papel color de rosa, con canto dorado y
fina escritura femenina. La leyó dos veces, y,
besándola, levantó hasta mí la mirada, que
decía: – ¡Soy el más feliz de los hombres!. –
Sólo él y yo supimos lo que decía aquella
primera carta de la amada. Recuerdo también
otro par de ojos; ¡es curioso, los saltos que
pueden darse con el pensamiento! En nuestra
calle hubo un día un magnífico entierro; la
mujer, joven y bonita, yacía en el féretro, en el
coche fúnebre tapizado de terciopelo. Lucían
tantas flores y coronas, y brillaban tantos
blandones, que yo quedé casi eclipsado. Toda la
acera estaba llena de personas que
acompañaban al cadáver; pero cuando todos los
cirios se hubieron alejado y yo miré a mi
alrededor, quedaba solamente un hombre junto
al poste, llorando, y nunca olvidaré aquellos
ojos llenos de tristeza que me miraban».
Muchos pensamientos pasaron así por la mente
del viejo farol, que alumbraba la calle por vez
postrera. El centinela que es relevado conoce
por lo menos a su sucesor y puede decirle unas
palabras; pero el farol no conocía al suyo, y, sin
embargo, le habría proporcionado algunas
informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de
hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera,
y de qué lado soplaba el viento.
En el arroyo había tres personajes que se habían
presentado al farol, en la creencia de que él
tenía atribuciones para designar a su sucesor.
Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en
la oscuridad es fosforescente, por lo cual
pensaba que representaría un notable ahorro de
aceite si lo colocaban en la cima del poste de
alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo
de madera podrida, el cual luce también, y aun
más que un bacalao, según afirmaba él,
diciendo, además, que era el último resto de un
árbol, que antaño había sido la gloria del
bosque. El tercero era una luciérnaga. De dónde
procedía, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era
que se había presentado y que era capaz de dar
luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la
madera podrida aseguraban que sólo podía
brillar a determinadas horas, por lo que no
merecía ser tomada en consideración.
El viejo farol objetó que ninguno de los tres
poseía la intensidad luminosa suficiente para ser
elevado a la categoría de lámpara callejera, pero
ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de
que el farol no estaba facultado para otorgar el
puesto, manifestaron que la medida era muy
acertada, pues realmente estaba demasiado
decrépito para poder elegir con justicia.
Entonces llegó el viento, que venía de la
esquina y sopló por el tubo de ventilación del
viejo farol.
– ¡Qué oigo! -dijo-. ¿Qué mañana te marchas?
¿Ésta es la última noche que nos encontramos?
En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a
airearte la cabeza de tal modo, que no sólo
recordarás clara y perfectamente todo lo que has
oído y visto, sino que además verás con la
mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu
presencia.
– ¡Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas
gracias. ¡Con tal que no me fundan!
– No lo harán todavía -dijo el viento-, y ahora
voy a soplar en tu memoria. Si consigues más
regalos de esta clase, disfrutarás de una vejez
dichosa.
– ¡Con tal que no me fundan! -repitió el farol-.
¿Podrías también en este caso asegurarme la
memoria?
– Viejo farol, sé razonable -dijo el viento
soplando. En aquel mismo momento salió la
luna-. ¿Y usted qué regalo trae? – preguntó el
viento.
– Yo no regalo nada -respondió la luna-. Estoy
en menguante, y los faroles nunca me han
iluminado, sino al contrario, soy yo quien he
dado luz a los faroles -. Y así diciendo, la luna
se ocultó de nuevo detrás de las nubes, pues no
quería que la importunasen.
Cayó entonces una gota de agua, como de una
gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación;
pero dijo que procedía de las grises nubes, y era
también un regalo, acaso el mejor de todos.
– Te penetro de tal manera, que tendrás la
propiedad de transformarte, en una noche, si lo
deseas, en herrumbre, desmoronándote y
convirtiéndote en polvo -. Al farol le pareció
aquél un regalo muy poco envidiable, y el
viento estuvo de acuerdo con él-. ¿No tiene
nada mejor? ¿No tiene nada mejor? -sopló con
toda su fuerza. En esto cayó una brillante
estrella fugaz, que dibujó una larga estela
luminosa.
– ¿Qué ha sido esto? -exclamó la cabeza de
arenque-. ¿No acaba de caer una estrella? Me
parece que se metió en el farol. ¡Caramba!, si
personajes tan encumbrados solicitan también el
cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -.
Y así lo hizo, junto con sus compañeros. Pero el
farol brilló de pronto con una intensidad
asombrosa -. ¡Éste sí que ha sido un magnífico
regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto
me gustaron siempre y que brillan tan
maravillosamente, mucho más de lo que yo
haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis
deseos y esfuerzos, han reparado en mí, pobre
viejo farol, y me han enviado un regalo por una
de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo
que yo pienso y veo tan claramente, también
puede ser visto por todos aquellos a quienes
quiero. Y éste si que es un verdadero placer,
pues la alegría compartida es doble alegría.
– Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-,
pero, ¿no sabes que también las velas
pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro
de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver
nada. En esto no han pensado las estrellas;
creen que todo lo que brilla tiene en sí, por lo
menos, una vela. Pero estoy cansado -añadió el
viento voy a echarme un rato-. Y se calmó.
Al día siguiente -bueno, el día podemos
saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en
la butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante,
el cual había rogado al ilustre Concejo
Municipal que le permitiese guardarlo, en pago
de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de
él, pero se lo dieron, y ahí tenéis a nuestro farol
en la butaca, al lado de la estufa encendida; y
parecía como si hubiese crecido, tanto, que
ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban
cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas
miradas al farol, al que gustosos habrían
asignado un puesto en la mesa. Su vivienda
estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo
tierra. Para llegar a su habitación había que
atravesar un corredor enlosado, pero dentro la
temperatura era agradable, pues habían puesto
burlete en la puerta. El cuarto tenía un aspecto
limpio y aseado, con cortinas en torno a las
camas y en las ventanitas, sobre las cuales se
veían dos singulares macetas, que el marinero
Christian había traído de las Indias Orientales u
Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los
que faltaba el dorso; en el lugar de éste
brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de
los elefantes, un magnífico puerro y un gran
geranio florido: la primera maceta era el huerto
del matrimonio; la segunda, su jardín. De la
pared colgaba un gran cuadro de vistosos
colores: «El Congreso de Viena». De este modo
tenían reunidos a todos los emperadores y reyes.
Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo,
cantaba su eterno tic-tac, adelantándose
siempre; pero mejor es un reloj que adelanta
que uno que atrasa, pensaban los viejos.
Estaban, pues, comiendo su cena, según ya
dijimos, con el farol depositado en el sillón,
cerca de la estufa. Al farol parecíale que aquello
era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante,
mirándolo, empezó a hablar de lo que habían
pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las
claras y breves noches de verano y la época de
las nieves, en que tanto había deseado él
regresar a su sótano, el farol sintió que todo
volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que
el otro contaba, como si estuviese allí mismo.
Realmente el viento lo había iluminado por
dentro.
Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni
una hora permanecían ociosos. En la tarde del
domingo sacaban del armario algún libro,
generalmente un relato de viajes, y el viejo leía
en voz alta acerca de África, con sus grandes
selvas y elefantes salvajes, y la anciana
escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de
reojo a las macetas de arcilla en figura de
elefantes -. ¡Me parece casi que los veo! -decía.
Entonces, el farol experimentaba vivísimos
deseos de tener allí una vela, para que la
encendiesen en su interior; así, la mujer vería
las cosas con la misma claridad que él: los
corpulentos árboles, las entrelazadas ramas, los
negros a caballo y grandes manadas de elefantes
aplastando con sus anchos pies los cañaverales
y los arbustos.
– ¿De qué me sirven todas mis aptitudes, si no
hay aquí ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo
tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es
suficiente.
Un día apareció en el sótano todo un paquete de
cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y
los más pequeños los utilizó la vieja para
encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de
vela, pero a ninguno de los ancianos se le
ocurría poner un cabo en el farol.
– Y yo aquí quieto, con mis raras aptitudes –
decía éste-. Lo poseo todo y no puedo
compartirlo con ellos. No saben que podría
transformar las blancas paredes en
hermosísimos tapices, en ricos bosques, en todo
cuanto pudieran apetecer. ¡No lo saben!
Por lo demás, el farol descansaba muy limpito y
aseado en un rincón, bien visible a todas horas;
y aun cuando la gente decía que era un trasto
viejo, el vigilante y su mujer lo seguían
guardando; le tenían afecto.
Un día -era el cumpleaños del vigilante-, la
vieja se acercó al farol y dijo:
– Voy a iluminar la casa en tu obsequio.
El farol hizo crujir el tubo de ventilación,
pensando: «¡Ahora verán lo que es luz!». Pero
en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió
toda la noche, pero sabiendo que el don que le
concedieran las estrellas, el mejor don de todos,
seria un tesoro muerto para esta vida. Y soñó –
cuando se poseen semejantes facultades, bien se
puede soñar – que los viejos habían muerto, y
que él había ido a parar al fundidor e iba a ser
fundido; temía también que lo llevasen al
ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo
condenase; pero aun cuando poseía la propiedad
de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo,
no lo hizo. Así pasó al horno de fundición y fue
transformado en hermosísimo candelabro de
hierro, destinado a sostener un cirio. Diéronle
forma de ángel, un ángel que sostenía un ramo
de flores; en el centro del ramo pusieron la vela,
y el candelabro fue colocado sobre una mesa
escritorio cubierta de un paño verde. La
habitación era acogedora; había muchos libros,
colgaban hermosos cuadros – era la morada de
un poeta, y todo lo que decía y escribía se
reflejaba en derredor. La habitación evocaba
espesos bosques oscuros, prados bañados de sol
donde se paseaba arrogante la cigüeña,
cubiertas de naves mecidas por las olas…
– ¡Qué aptitudes tengo! -dijo el farol al
despertarse-. Casi debería desear que me
fundieran. Pero no, no mientras vivan estos
viejos. Me quieren por mí mismo. Vengo a ser
un poco como su hijo, pues me cuidaron y me
dieron aceite, y lo paso tan bien como «El
Congreso», con todo y ser él tan noble.
Desde aquel día menguó su agitación interior; y
bien se lo merecía el viejo y honrado farol.
El Último Sueño del Viejo Roble
Había una vez en el bosque, sobre los
acantilados que daban al mar, un vetusto roble,
que tenía exactamente trescientos sesenta y
cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol
no significaba más que lo que significan otros
tantos días para nosotros, los hombres.
Nosotros velamos de día, dormimos de noche y
entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es
distinta con el árbol, pues vela por espacio de
tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido
en sueño; el invierno es su tiempo de descanso,
es su noche tras el largo día formado por la
primavera, el verano y el otoño.
Aquel insecto que apenas vive veinticuatro
horas y que llamamos efímera, más de un
caluroso día de verano había estado bailando,
viviendo, flotando y disfrutando en torno a su
copa. Después, el pobre animalito descansaba
en silenciosa bienaventuranza sobre una de las
verdes hojas de roble, y entonces el árbol le
decía siempre:
– ¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un
momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.
– ¿Triste? – respondía invariablemente la
efímera -. ¿Qué quieres decir? Todo es tan
luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo
me siento tan contenta…
– Pero sólo un día y todo terminó.
– ¿Terminó? – replicaba la efímera -. ¿Qué es lo
que termina? ¿Has terminado tú, acaso?
– No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día
abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan
largo, que tú no puedes calcularlo.
– No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares
de mis días, pero yo tengo millares de instantes
para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso
toda esa magnificencia del mundo, cuando tú
mueres?
– No – decía el roble -. Continúa más tiempo, un
tiempo infinitamente más largo del que puedo
imaginar.
– Entonces nuestra existencia es igual de larga,
sólo que la contamos de modo diferente.
Y la efímera danzaba y se mecía en el aire,
satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que
parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del
aire cálido, impregnado del aroma de los
campos de trébol y de las rosas silvestres, las
lilas y la madreselva, para no hablar ya de la
aspérula, las primaveras y la menta rizada. Tan
intenso era el aroma, que la efímera sentía como
una ligera embriaguez. El día era largo y
espléndido, saturado de alegría y de aire suave,
y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía
invadido de un agradable cansancio, producido
por tanto gozar. Las alas se resistían a
sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba
por el tallo de hierba, blando y ondeante,
agachaba la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y
se quedaba alegremente dormido. Ésta era su
muerte.
– ¡Pobre, pobre efímera! – exclamaba el roble -.
¡Qué vida tan breve!
Y cada día se repetía la misma danza, el mismo
coloquio, la misma respuesta y el mismo
desvanecerse en el sueño de la muerte.
Repetíase en todas las generaciones de las
efímeras, y todas se mostraban igualmente
felices y contentas.
El roble había estado en vela durante toda su
mañana primaveral, su mediodía estival y su
ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del
sueño, su noche. Acercábase el invierno.
Venían ya las tempestades, cantando: «¡Buenas
noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó
una hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a
acostar. Te cantaremos en tu sueño, te
sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien
a las viejas ramas? Crujen de puro placer.
¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu
noche número trescientos sesenta y cinco; en
realidad, eres docemesino. ¡Duerme
dulcemente! La nube verterá nieve sobre ti. Te
hará de sábana, una caliente manta que te
envolverá los pies. Duerme dulcemente, y
sueña».
Y el roble se quedó despojado de todo su
follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado
sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las
cosas vividas, exactamente como en los sueños
de los humanos.
También él había sido pequeño. Su cuna había
sido una bellota. Según el cómputo de los
hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo.
Era el roble más corpulento y hermoso del
bosque; su copa rebasaba todos los demás
árboles, y era visible desde muy adentro del
mar, sirviendo a los marinos de punto de
referencia. No pensaba él en los muchos ojos
que lo buscaban. En lo más alto de su verde
copa instalaban su nido las palomas torcaces, y
el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando
las hojas parecían láminas de cobre forjado,
acudían las aves de paso y descansaban en ella
antes de emprender el vuelo a través del mar.
Mas ahora había llegado el invierno; el árbol
estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los
ángulos y sinuosidades que formaban sus
ramas. Venían las cornejas y los grajos a
posarse a bandadas sobre él, charlando acerca
de los duros tiempos que empezaban y de lo
difícil que resultaría procurarse la pitanza.
Fue precisamente en los días santos de las
Navidades cuando el roble tuvo su sueño más
bello. Vais a oírlo.
El árbol se daba perfecta cuenta de que era
tiempo de fiesta. Creía oír en derredor el tañido
de las campanas de las iglesias, y se sentía
como en un espléndido día de verano, suave y
caliente. Verde y lozana extendía su poderosa
copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus
hojas y ramas, el aire estaba impregnado del
aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas
mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las
efímeras danzaban como si todo hubiese sido
creado sólo para que ellas pudiesen bailar y
alegrarse. Todo lo que el árbol había vivido y
visto en el curso de sus años desfilaba ante él
como un festivo cortejo. Veía cabalgar a través
del bosque gentileshombres y damas de tiempos
remotos, con plumas en el sombrero y halcones
en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y
ladraban los perros. Vio luego soldados
enemigos con armas relucientes y uniformes
abigarrados, con lanzas y alabardas, que
levantaban, sus tiendas y volvían a plegarlas;
ardían fuegos de vivaque, y bajo las amplias
ramas del árbol los hombres cantaban y
dormían. Vio felices parejas de enamorados que
se encontraban a la luz de la luna y entallaban
en la verdosa corteza las iniciales de sus
nombres. Un día – habían transcurrido ya
muchos años -, unos alegres estudiantes
colgaron una cítara y un arpa eólica de las
ramas del roble; y he aquí que ahora reaparecían
y sonaban melodiosamente. Las palomas
torcaces arrullaban como si quisieran contar lo
que sentía el árbol, y el cuclillo pregonaba a voz
en grito los días de verano que le quedaban aún
de vida.
Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el
árbol, desde las últimas fibras de la raíz hasta
las ramas más altas y las hojas. Sintió el roble
como si se estirara y extendiera. Por las raíces
notaba, que también bajo tierra hay vida y calor.
Sentía crecer su fuerza, crecía sin cesar.
Elevábase el tronco continuamente, ganando
altura por momentos. La copa se hacía más
densa, ensanchándose y subiendo. Y cuanto más
crecía el árbol, tanto mayor era su sensación de
bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad
indecible, de seguir elevándose hasta llegar al
sol resplandeciente y ardoroso.
Rebasaba ya en mucho las nubes, que
desfilaban por debajo de él cual oscuras
bandadas de aves migratorias o de blancos
cisnes.
Y cada una de las hojas del árbol estaba dotada
de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver.
Las estrellas se hicieron visibles de día, tal eran
de grandes y brillantes; cada una lucía como un
par de ojos, unos ojos muy dulces y límpidos.
Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de
niños, de enamorados, cuándo se encontraban
bajo el árbol.
Eran momentos de infinita felicidad, y, sin
embargo, en medio de su ventura sintió el roble
un vivo afán de que todos los restantes árboles
del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran
elevarse con él, para disfrutar también de aquel
esplendor y de aquel gozo. Entre tanta
magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad
del poderoso roble: no poder compartir su dicha
con todos, grandes y pequeños, y este
sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas
con tanta intensidad como un pecho humano.
Movióse la copa del árbol como si buscara algo,
como si algo le faltara. Miró atrás, y la
fragancia de la aspérula y la aún más intensa de
la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y
el roble creyó, oír la llamada del cuclillo.
Y he aquí que empezaron a destacar por entre
las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble
vio cómo crecían los demás árboles hasta
alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas
subían también; algunas se desprendían de las
raíces, para encaramarse más rápidamente. El
abedul fue el más ligero; cual blanco rayo
proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las
ramas se agitaban como un tul verde o como
banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña
de pardas hojas, y las aves seguían cantando, y
en el tallito que ondeaba a modo de una verde
cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala
posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y
las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y
todo era melodía y regocijo en las regiones del
éter.
– Pero también deberían participar la florecilla
del agua – dijo el roble -, y la campanilla azul, y
la diminuta margarita -. Sí, el roble deseaba que
todos, hasta los más humildes, pudiesen tomar
parte en la fiesta.
– ¡Aquí estamos, aquí estamos! – se oyó gritar.
– Pero la hermosa aspérula del último verano (el
año pasador hubo aquí una verdadera alfombra
de lirios de los valles) y el manzano, silvestre,
¡tan hermoso como era!, y toda la magnificencia
de años atrás… ¡qué lástima que haya muerto
todo, y no puedan gozar con nosotros!
– ¡Aquí estamos, aquí estamos! – oyóse el coro,
más alto aún que antes. Parecía como si se
hubiesen adelantado en su vuelo.
– ¡Qué hermoso! – exclamó, entusiasmado, el
viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos,
no falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha?
– En el reino de Dios todo es posible – oyóse
una voz.
Y el árbol, que seguía creciendo
incesantemente, sintió que las raíces se soltaban
de la tierra.
– Esto es lo mejor de todo – exclamó el árbol -.
Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo
elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y
me rodean todos los que quiero, chicos y
grandes.
– ¡Todos!
Éste fue el sueño del roble; y mientras soñaba,
una furiosa tempestad se desencadenó por mar y
tierra en la santa noche de Navidad. El océano
lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el
árbol y fue arrancado de raíz, precisamente
mientras soñaba que sus raíces se desprendían
del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años
no representaban ya más que el día de la
efímera.
La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el
sol, la tempestad se había calmado. Todas las
campanas doblaban en son de fiesta, y de todas
las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la
más pequeña y humilde, elevábase el humo
azulado, como del altar en un sacrificio de
acción de gracias. El mar se fue también
calmando progresivamente, y en un gran buque
que aquella noche había tenido que capear el
temporal, fueron izados los gallardetes.
– ¡No está el árbol, el viejo roble que nos
señalaba la tierra! – decían los marinos -. Ha
sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién
va a sustituirlo? Nadie podrá hacerlo.
Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se
dedicó al árbol, el cual yacía tendido en la
orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él
resonaba un solemne coro procedente del barco,
una canción evocadora de la alegría navideña y
de la redención del alma humana por Cristo, y
de la vida eterna:
Regocíjate, grey cristiana.
Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegría es sin par.
¡Aleluya, aleluya!
Así decía el himno religioso, y todos los
tripulantes se sentían elevados a su manera por
el canto y la oración, como el viejo roble en su
último sueño, el sueño más bello de su
Nochebuena.
El Tullido
Érase una antigua casa señorial, habitada por
gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero,
querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer
feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.
Por Nochebuena instalaron un abeto
magníficamente adornado en el antiguo salón de
Palacio. Ardía el fuego en la chimenea, y ramas
del árbol navideño enmarcaban los viejos
retratos.
Desde el atardecer reinaba también la alegría en
los aposentos de la servidumbre. También había
allí un gran abeto con rojas y blancas velillas
encendidas, banderitas danesas, cisnes
recortados y redes de papeles de colores y llenas
de golosinas. Habían invitado a los niños pobres
de la parroquia, y cada uno había acudido con
su madre, a la cual, más que a la copa del árbol,
se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena,
cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase
de prendas de vestir. Aquello era lo que
miraban las madres y los hijos ya mayorcitos,
mientras los pequeños alargaban los brazos
hacia las velillas, el oropel y las banderitas.
La gente había llegado a primeras horas de la
tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa
navideña y asado de pato con berza roja. Una
vez hubieron contemplado el árbol y recibido
los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de
ponche y manzanas rellenas.
Regresaron entonces a sus pobres casas, donde
se habló de la «buena vida», es decir, de la
buena comida, y se pasó otra vez revista a los
regalos.
Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y
Garten-Ole, un matrimonio que tenía casa y
comida a cambio de su trabajo en el jardín de
Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena
parte de los regalos. Tenían además cinco hijos,
y a todos los vestían los señores.
– Son bondadosos nuestros amos -decían-.
Tienen medios para hacer el bien, y gozan
haciéndolo.
– Ahí tienen buenas ropas para que las rompan
los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por qué no
hay nada para el tullido? Siempre suelen
acordarse de él, aunque no vaya a la fiesta.
Era el hijo mayor, al que llamaban «El tullido»,
pero su nombre era Juan. De niño había sido el
más listo y vivaracho, pero de repente le entró
una «debilidad en las piernas», como ellos
decían, y desde entonces no pudo tenerse de pie
ni andar. Llevaba ya cinco años en cama.
– Sí, algo me han dado también para él -dijo la
madre. Pero es sólo un libro, para que pueda
leer.
– ¡Eso no lo engordará! -observó el padre.
Pero Hans se alegró de su libro. Era un
muchachito muy despierto, aficionado a la
lectura, aunque aprovechaba también el tiempo
para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo
permitía su condición. Era muy ágil de dedos, y
sabía emplear las manos; confeccionaba
calcetines de lana, e incluso mantas. La señora
había hecho gran encomio de ellas y las había
comprado.
Era un libro de cuentos el que acababan de
regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y
mucho que invitaba a pensar.
– De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero
dejemos que lea, le ayudará a matar el tiempo.
No siempre ha de estar haciendo calceta.
Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba
y las flores, y también los hierbajos, como se
suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas
bonitas que de ellas dice aquella canción
religiosa:
Si los reyes se reuniesen
y juntaran sus tesoros,
no podrían añadir
una sola hoja a la ortiga.
En el jardín de Sus Señorías había mucho que
hacer, no solamente para el jardinero y sus
aprendices, sino también para Garten-Kirsten y
Garten-Ole.
– ¡Qué pesado! -decían-. Aún no hemos
terminado de escardar y arreglar los caminos, y
ya los han pisado de nuevo. ¡Hay un ajetreo con
los invitados de la casa! ¡Lo que cuesta! Suerte
que los señores son ricos.
– ¡Qué mal repartido está todo! -decía Ole-.
Según el señor cura, todos somos hijos de Dios.
¿Por qué estas diferencias?
– Por culpa del pecado original -respondía
Kirsten.
De eso hablaban una noche, sentados junto a la
cama del tullido, que estaba leyendo sus
cuentos.
Las privaciones, las fatigas y los cuidados
habían encallecido las manos de los padres, y
también su juicio y sus opiniones. No lo
comprendían, no les entraba en la cabeza, y por
eso hablaban siempre con amargura y envidia.
– Hay quien vive en la abundancia y la felicidad,
mientras otros están en la miseria. ¿Por qué
hemos de purgar la desobediencia y la
curiosidad de nuestros primeros padres?
¡Nosotros no nos habríamos portado como
ellos!
– Sí, habríamos hecho lo mismo -dijo
súbitamente el tullido Hans. – Aquí está, en el
libro.
– ¿Qué es lo que está en el libro? -preguntaron
los padres.
Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del
leñador y su mujer. También ellos decían pestes
de la curiosidad de Adán y Eva, culpables de su
desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del
país: «Seguidme -les dijo- y viviréis tan bien
como yo: siete platos para comer y uno para
mirarlo. Está en una sopera tapada, que no
debéis tocar; de lo contrario, se habrá terminado
vuestra buena vida». «¿Qué puede haber en la
sopera?», dijo la mujer. «¡No nos importa!»,
replicó el marido. «No soy curiosa -prosiguió
ella-; sólo quisiera saber por qué no nos está
permitido levantar la tapadera. Estoy segura que
es algo exquisito». «Con tal que no haya alguna
trampa, por ejemplo, una pistola que al
dispararse despierte a toda la casa». «Tienes
razón», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero
aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola
y salía del recipiente el aroma de aquel ponche
delicioso que se sirve en las bodas y los
entierros. Y había una moneda de plata con esta
inscripción: «Si bebéis de este ponche, seréis las
dos personas más ricas del mundo, y todos los
demás hombres se convertirán en pordioseros
comparados con vosotros». Despertóse la mujer
y contó el sueño a su marido. «Piensas
demasiado en esto», dijo él. «Podríamos hacerlo
con cuidado», insistió ella. «¡Cuidado!», dijo el
hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la
tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros
ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron
por una ratonera. «¡Buenas noches! -dijo el
Rey-. Ya podéis volveros a vuestra casa a vivir
de lo vuestro. Y no volváis a censurar a Adán y
Eva, pues os habéis mostrado tan curiosos y
desagradecidos como ellos».
– ¡Cómo habrá venido a parar al libro esta
historia! -dijo Garten-Ole.
– Diríase que está escrita precisamente para
nosotros. Es cosa de pensarlo.
Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó
el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos.
Rumiaron sus melancólicos pensamientos.
No había anochecido aún, cuando ya habían
cenado sus papillas de leche.
– ¡Vuelve a leernos la historia del leñador! -dijo
Garten-Ole.
– Hay otras que todavía no conocéis -respondió
Hans.
– No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oír
la que conozco.
Y el matrimonio volvió a escucharla; y más de
una noche se la hicieron repetir.
– No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -.
Con las personas ocurre lo que con la leche: que
se cuaja, y una parte se convierte en fino
requesón, y la otra, en suero aguado. Los hay
que tienen suerte en todo, se pasan el día muy
repantingados y no sufren cuidados ni
privaciones.
El tullido oyó lo que decía. El chico era débil de
piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de
su libro un cuento titulado «El hombre sin
necesidades ni preocupaciones». ¿Dónde estaría
ese hombre? Había que dar con él.