El Pequeño Tuk

Pues sí, éste era el pequeño Tuk. En realidad no
se llamaba así, pero éste era el nombre que se
daba a sí mismo cuando aún no sabía hablar.
Quería decir Carlos, es un detalle que conviene
saber. Resulta que tenía que cuidar de su
hermanita Gustava, mucho menor que él, y
luego tenía que aprenderse sus lecciones; pero,
¿cómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre
muchachito tenía a su hermana sentada sobre
las rodillas y le cantaba todas las canciones que
sabía, mientras sus ojos echaban alguna que otra
mirada al libro de Geografía, que tenía abierto
delante de él. Para el día siguiente habría de
aprenderse de memoria todas las ciudades de
Zelanda y saberse, además, cuanto de ellas
conviene conocer.
Llegó la madre a casa y se hizo cargo de
Gustavita. Tuk corrió a la ventana y se estuvo
leyendo hasta que sus ojos no pudieron más,
pues había ido oscureciendo y su madre no tenía
dinero para comprar velas.
– Ahí va la vieja lavandera del callejón -dijo la
madre, que se había asomado a la ventana-. La
pobre apenas puede arrastrarse y aún tiene que
cargar con el cubo lleno de agua desde la
bomba. Anda, Tuk, sé bueno y ve a ayudar a la
pobre viejecita. Harás una buena acción.
Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando
estuvo de regreso la oscuridad era completa, y
como no había que pensar en encender la luz,
no tuvo más remedio que acostarse. Su lecho
era un viejo camastro y, tendido en él estuvo
pensando en su lección de Geografía, en
Zelanda y todo lo que había explicado el
maestro. Debiera haber seguido estudiando,
pero era imposible, y se metió el libro debajo de
la almohada, porque había oído decir que
aquello ayudaba a retener las lecciones en la
mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que
se oye decir.
Y allí se estuvo piensa que te piensa, hasta que
de pronto le pareció que alguien le daba un beso
en la boca y en los ojos. Se durmió, y, sin
embargo, no estaba dormido; era como si la
anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos
y le dijera: – Sería un gran pecado que mañana
no supieses tus lecciones. Me has ayudado,
ahora te ayudaré yo, y Dios Nuestro Señor lo
hará, en todo momento.
Y de pronto el libro empezó a moverse y
agitarse debajo de la almohada de nuestro
pequeño Tuk.
– ¡Quiquiriquí! ¡Put, put! -. Era una gallina que
venía de Kjöge.
– ¡Soy una gallina de Kjöge! -gritó, y luego se
puso a contar del número de habitantes que allí
había, y de la batalla que en la ciudad se había
librado, añadiendo empero que en realidad no
valía la pena mencionarla-. Otro meneo y
zarandeo y, ¡bum!, algo que se cae: un ave de
madera, el papagayo del tiro al pájaro de Prastö.
Dijo que en aquella ciudad vivían tantos
habitantes como clavos tenía él en el cuerpo, y
estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen
vivió muy cerca de mí. ¡Cataplún! ¡Qué bien se
está aquí!
Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de
repente se encontró montado sobre un caballo,
corriendo a galope tendido. Un jinete
magníficamente vestido, con brillante casco y
flotante penacho, lo sostenía delante de él, y de
este modo atravesaron el bosque hasta la
antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y
muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se
levantaban en el palacio real, y de todas las
ventanas salía vivísima luz; en el interior todo
eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba
con las jóvenes damas cortesanas, ricamente
ataviadas. Despuntó el alba, y con la salida del
sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las
torres una tras otra, hasta no quedar sino una
sola en la cumbre de la colina, donde se
levantara antes el castillo. Era la ciudad muy
pequeña y pobre, y los chiquillos pasaban con
sus libros bajo el brazo, diciendo: – Dos mil
habitantes -. Pero no era verdad, no tenía tantos.
Y Tuk seguía en su camita, como soñando, y,
sin embargo, no soñaba, pero alguien
permanecía junto a él.
– ¡Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un
hombre muy pequeñín, semejante a un cadete,
pero no era un cadete.
– Te traigo muchos saludos de Korsör. Es una
ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de
vapor y diligencias; antes pasaba por fea y
aburrida, pero ésta es una opinión anticuada.
– Estoy a orillas del mar, dijo Korsör; tengo
carreteras y parques y he sido la cuna de un
poeta que tenía ingenio y gracia; no todos los
tienen. Una vez quise armar un barco para que
diese la vuelta al mundo, mas no lo hice,
aunque habría podido; y, además, ¡huelo tan
bien! Pues en mis puertas florecen las rosas más
bellas.
Tuk las vio, y ante su mirada todo apareció rojo
y verde; pero cuando se esfumaron los colores,
se encontró ante una ladera cubierta de bosque
junto al límpido fiordo, y en la cima se
levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos
altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban
fuentes que bajaban en espesos riachuelos de
aguas murmureantes, y muy cerca estaba
sentado un viejo rey con la corona de oro sobre
el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes,
en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde,
como la llaman hoy día. Y todos los reyes y
reinas de Dinamarca, coronados de oro, se
encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja
iglesia, entre los sones del órgano y el
murmullo de las fuentes. Nuestro pequeño Tuk
lo veía y oía todo.
– ¡No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar.
De pronto desapareció todo. ¿Dónde había ido a
parar? Daba exactamente la impresión de
cuando se vuelve la página de un libro. Y hete
aquí una anciana, una escardadera venida de
Sorö, donde la hierba crece en la plaza del
mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre
la cabeza y colgándole de la espalda; estaba
muy mojado – seguramente había llovido -. Sí
que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas
cosas divertidas de las comedias de Holberg, así
como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto
se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza
como si quisiera saltar-. ¡Cuac! -dijo-, está
mojado, está mojado; hay un silencio de muerte
en Sorö -. Se había transformado en rana;
¡cuac!, y luego otra vez en una vieja -. Hay que
vestirse según el tiempo -dijo-. ¡Está mojado,
está mojado! Mi ciudad es como una botella: se
entra por el tapón y luego hay que volver a salir.
Antes tenía yo corpulentas anguilas en el fondo
de la botella, y ahora tengo muchachos
robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la
sabiduría: ¡griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba
como si las ranas cantasen o como cuando
camináis por el pantano con grandes botas. Era
siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan
monótona, que Tuk acabó por quedarse
profundamente dormido, y le sentó muy bien el
sueño, porque empezaba a ponerse nervioso.
Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que
fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y
cabello rubio ensortijado, se había convertido
en una esbelta muchacha, y, sin tener alas,
podía volar. Y he aquí que los dos volaron por
encima de Zelanda, por encima de sus verdes
bosques y azules lagos.
– ¿Oyes cantar el gallo, Tuquito? ¡Quiquiriquí!
Las gallinas salen volando de Kjöge. ¡Tendrás
un gallinero, un gran gallinero! No padecerás
hambre ni miseria. Cazarás el pájaro, como
suele decirse; serás un hombre rico y feliz. Tu
casa se levantará altivamente como la torre del
rey Waldemar, y estará adornada con columnas
de mármol como las de Prastö. Ya me
entiendes. Tu nombre famoso dará la vuelta a la
Tierra, como el barco que debía partir de Korsör
y en Roeskilde – ¡no te olvides de los Estados!
dijo el rey Hroar -; hablarás con bondad y
talento, Tuquito, y cuando desciendas a la
tumba, reposarás tranquilo…
– ¡Como si estuviese en Sorö! – dijo Tuk, y se
despertó. Brillaba la luz del día, y el niño no
recordaba ya su sueño; pero era mejor así, pues
nadie debe saber cuál será su destino. Saltó de
la cama, abrió el libro y en un periquete se supo
la lección. La anciana lavandera asomó la
cabeza por la puerta y, dirigiéndole un gesto
cariñoso, le dijo:
– ¡Gracias, – hijo mío, por tu ayuda! Dios
Nuestro Señor haga que se convierta en realidad
tu sueño más hermoso.
Tuk no sabía lo que había soñado, pero
¿comprendes? Nuestro Señor sí lo sabía.

El Patito Feo

¡Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado
el verano: el trigo estaba amarillo; la avena,
verde; la hierba de los prados, cortada ya,
quedaba recogida en los pajares, en cuyos
tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas
patas rojas, hablando en egipcio, que era la
lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los
campos y prados grandes bosques, y entre los
bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué
hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol
levantábase una mansión señorial, rodeada de
hondos canales, y desde el muro hasta el agua
crecían grandes plantas trepadoras formando
una bóveda tan alta que dentro de ella podía
estar de pie un niño pequeño, mas por dentro
estaba tan enmarañado, que parecía el interior
de un bosque. En medio de aquella maleza, una
gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos.
Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en
salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas!
Los demás patos preferían nadar por los
canales, en vez de entrar a hacerle compañía y
charlar un rato.
Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras
otro. «¡Pip, pip!», decían los pequeños; las
yemas habían adquirido vida y los patitos
asomaban la cabecita por la cáscara rota.
– ¡cuac, cuac! – gritaban con todas sus fuerzas,
mirando a todos lados por entre las verdes
hojas. La madre los dejaba, pues el verde es
bueno para los ojos.
– ¡Qué grande es el mundo! -exclamaron los
polluelos, pues ahora tenían mucho más sitio
que en el interior del huevo.
– ¿Creéis que todo el mundo es esto? -dijo la
madre-. Pues andáis muy equivocados. El
mundo se extiende mucho más lejos, hasta el
otro lado del jardín, y se mete en el campo del
cura, aunque yo nunca he estado allí. ¿Estáis
todos? -prosiguió, incorporándose-. Pues no, no
los tengo todos; el huevo gordote no se ha
abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya estoy
hasta la coronilla de tanto esperar!
– Bueno, ¿qué tal vamos? -preguntó una vieja
gansa que venía de visita.
– ¡Este huevo que no termina nunca! -respondió
la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demás
patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se
parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a
verme.
– Déjame ver el huevo que no quiere romper –
dijo la vieja-. Creéme, esto es un huevo de
pava; también a mi me engañaron una vez, y
pasé muchas fatigas con los polluelos, pues le
tienen miedo al agua. No pude con él; me
desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil.
A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo
y enseña a los otros a nadar.
– Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca-.
¡Tanto tiempo he estado encima de él, que bien
puedo esperar otro poco!
– ¡Cómo quieras! -contestó la otra,
despidiéndose.
Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el
polluelo, saliendo de la cáscara. Era gordo y
feo; la gansa se quedó mirándolo:
– Es un pato enorme -dijo-; no se parece a
ninguno de los otros; ¿será un pavo? Bueno,
pronto lo sabremos; del agua no se escapa,
aunque tenga que zambullirse a trompazos.
El día siguiente amaneció espléndido; el sol
bañaba las verdes hojas de la enramada. La
madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!,
se arrojó al agua. «¡Cuac, cuac!» -gritaba, y un
polluelo tras otro se fueron zambullendo
también; el agua les cubrió la cabeza, pero
enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron
a nadar tan lindamente. Las patitas se movían
por sí solas y todos chapoteaban, incluso el
último polluelo gordote y feo.
– Pues no es pavo -dijo la madre-. ¡Fíjate cómo
mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo
mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira,
no tiene nada de feo, al contrario. ¡Cuac, cuac!
Venid conmigo, os enseñaré el gran mundo, os
presentaré a los patos del corral. Pero no os
alejéis de mi lado, no fuese que alguien os
atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!
Y se encaminaron al corral de los patos, donde
había un barullo espantoso, pues dos familias se
disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue
el gato quien se quedó con ella.
– ¿Veis? Así va el mundo -dijo la gansa madre,
afilándose el pico, pues también ella hubiera
querido pescar el botín-. ¡Servíos de las patas! y
a ver si os despabiláis. Id a hacer una reverencia
a aquel pato viejo de allí; es el más ilustre de
todos los presentes; es de raza española, por eso
está tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva
en la pata; es la mayor distinción que puede
otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y
para que todos lo reconozcan, personas y
animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis los pies
para dentro. Los patitos bien educados andan
con las piernas esparrancadas, como papá y
mamá. ¡Así!, ¿veis? Ahora inclinad el cuello y
decir: «¡cuac!».
Todos obedecieron, mientras los demás gansos
del corral los miraban, diciendo en voz alta:
– ¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no
fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en
aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! -. Y
enseguida se adelantó un ganso y le propinó un
picotazo en el pescuezo.
– ¡Déjalo en paz! -exclamó la madre-. No
molesta a nadie.
– Sí, pero es gordote y extraño -replicó el
agresor-; habrá que sacudirlo.
– Tiene usted unos hijos muy guapos, señora –
dijo el viejo de la pata vendada-. Lástima de
este gordote; ése sí que es un fracaso. Me
gustaría que pudiese retocarlo.
– No puede ser, Señoría -dijo la madre-. Cierto
que no es hermoso, pero tiene buen corazón y
nada tan bien como los demás; incluso diría que
mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y
que con el tiempo perderá volumen. Estuvo
muchos días en el huevo, y por eso ha salido
demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el
pescuezo y le alisó el plumaje -. Además, es
macho -prosiguió-, así que no importa gran
cosa. Estoy segura de que será fuerte y se
despabilará.
– Los demás polluelos son encantadores de
veras -dijo el viejo-. Considérese usted en casa;
y si encuentra una cabeza de anguila, haga el
favor de traérmela.
Y de este modo tomaron posesión de la casa.
El pobre patito feo no recibía sino picotazos y
empujones, y era el blanco de las burlas de
todos, lo mismo de los gansos que de las
gallinas. «¡Qué ridículo!», se reían todos, y el
pavo, que por haber venido al mundo con
espolones se creía el emperador, se henchía
como un barco a toda vela y arremetía contra el
patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre
animalito nunca sabía dónde meterse; estaba
muy triste por ser feo y porque era la chacota de
todo el corral.
Así transcurrió el primer día; pero en los
sucesivos las cosas se pusieron aún peor. Todos
acosaban al patito; incluso sus hermanos lo
trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: –
¡Así te pescara el gato, bicho asqueroso!; y
hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los
patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y
la muchacha encargada de repartir el pienso lo
apartaba a puntapiés.

El Libro Mudo

Junto a la carretera que cruzaba el bosque se
levantaba una granja solitaria; la carretera
pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol,
todas las ventanas estaban abiertas; en el
interior reinaba gran movimiento, pero en la
era, entre el follaje de un saúco florido, había un
féretro abierto, con un cadáver que debía recibir
sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba
a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo
rostro aparecía cubierto por un paño blanco.
Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y
grueso; las hojas eran de grandes pliegos de
papel secante, y en cada una había, ocultas y
olvidadas, flores marchitas, todo un herbario,
reunido en diferentes lugares. Debía ser
enterrado con él, pues así lo había dispuesto su
dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.
– ¿Quién es el muerto? -preguntamos, y nos
respondieron:
– Aquel viejo estudiante de Upsala. Parece que
en otros tiempos fue hombre muy despierto, que
estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso
compuso poesías, según decían. Pero algo le
ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su
salud, y finalmente vino al campo, donde
alguien pagaba su pensión. Era dulce como un
niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres,
pero entonces se volvía salvaje y echaba a
correr por el bosque como una bestia acosada.
En cambio, cuando habían conseguido volverlo
a casa y lo persuadían de que hojease su libro de
plantas secas, era capaz de pasarse el día entero
mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban
por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría
entonces. Pero había rogado que depositaran el
libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de
poco rato clavarían la tapa, y descansaría
apaciblemente en la tumba.
Quitaron el paño mortuorio: la paz se reflejaba
en el rostro del difunto, sobre el que daba un
rayo de sol; una golondrina penetró como una
flecha en el follaje y dio media vuelta,
chillando, encima de la cabeza del muerto.
¡Qué maravilloso es – todos hemos
experimentado esta impresión – sacar a la luz
viejas cartas de nuestra juventud y releerlas!
Toda una vida asoma entonces, con sus
esperanzas y cuidados. ¡Cuántas veces creemos
que una persona con la que estuvimos unidos de
corazón, está muerta hace tiempo, y, sin
embargo, vive aún, sólo que hemos dejado de
pensar en ella, aunque un día pensamos que
seguiremos siempre a su lado, compartiendo las
penas y las alegrías.
La hoja de roble marchita de aquel libro
recuerda al compañero, al condiscípulo, al
amigo para toda la vida; prendióse aquella hoja
a la gorra de estudiante aquel día que, en el
verde bosque, cerraron el pacto de alianza
perenne. ¿Dónde está ahora? La hoja se
conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay
aquí una planta exótica de invernadero,
demasiado delicada para los jardines nórdicos…
Diríase que las hojas huelen aún. Se la dio la
señorita del jardín de aquella casa noble. Y aquí
está el nenúfar que él mismo cogió y regó con
amargas lágrimas, la rosa de las aguas dulces. Y
ahí una ortiga; ¿qué dicen sus hojas? ¿Qué
estaría pensando él cuando la arrancó para
guardarla? Ved aquí el muguete de la soledad
selvática, y la madreselva arrancada de la
maceta de la taberna, y el desnudo y afilado
tallo de hierba.
El florido saúco inclina sus umbelas tiernas y
fragantes sobre la cabeza del muerto; la
golondrina vuelve a pasar volando y lanzando
su trino… Y luego vienen los hombres provistos
de clavos y martillo; colocan la tapa encima del
difunto, de manera que la cabeza repose sobre
el libro… conservado… deshecho.

El Jardinero y el Señor

A una milla de distancia de la capital había una
antigua residencia señorial rodeada de gruesos
muros, con torres y hastiales.
Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia
rica y de la alta nobleza. De todos los dominios
que poseía, esta finca era la mejor y más
hermosa. Por fuera parecía como acabada de
construir, y por dentro todo era cómodo y
agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el
blasón de la familia. Magníficas rocas se
enroscaban en torno al escudo y los balcones, y
una gran alfombra de césped se extendía por el
patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores
encarnadas, así como otras flores raras, además
de las que se criaban en el invernadero.
El propietario tenía un jardinero excelente; daba
gusto ver el jardín, el huerto y los frutales.
Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo
jardín del castillo, con setos de arbustos,
cortados en forma de coronas y pirámides.
Detrás quedaban dos viejos y corpulentos
árboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se
hubiera dicho que una tormenta o un huracán
los había cubierto de grandes terrones de
estiércol, pero en realidad cada terrón era un
nido.
Moraba allí desde tiempos inmemoriales un
montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero
pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos
señores, los antiguos y auténticos propietarios
de la mansión señorial. Despreciaban
profundamente a los habitantes humanos de la
casa, pero toleraban la presencia de aquellos
seres rastreros, incapaces de levantarse del
suelo. Sin embargo, cuando esos animales
inferiores disparaban sus escopetas, las aves
sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces,
todas se echaban a volar asustadas, gritando
«¡rab, rab!».
Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de
la conveniencia de cortar aquellos árboles, que
afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía,
la finca se libraría también de todos aquellos
pajarracos chillones, que tendrían que buscarse
otro domicilio. Pero el dueño no quería
desprenderse de los árboles ni de las aves; eran
algo que formaba parte de los viejos tiempos, y
de ningún modo quería destruirlo.
– Los árboles son la herencia de los pájaros;
haríamos mal en quitársela, mi buen Larsen.
Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no
importa mucho a nuestra historia.
– ¿No tienes aún bastante campo para desplegar
tu talento, amigo mío? Dispones de todo el
jardín, los invernaderos, el vergel y el huerto.
Cierto que lo tenía, y lo cultivaba y cuidaba
todo con celo y habilidad, cualidades que el
señor le reconocía, aunque a veces no se
recataba de decirle que, en casas forasteras,
comía frutos y veía flores que superaban en
calidad o en belleza a los de su propiedad; y
aquello entristecía al jardinero, que hubiera
querido obtener lo mejor, y ponía todo su
esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su
corazón y en su oficio.
Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la
afabilidad posible, le contó que la víspera,
hallándose en casa de unos amigos, le habían
servido unas manzanas y peras tan jugosas y
sabrosas, que habían sido la admiración de
todos los invitados. Cierto que aquella fruta no
era del país, pero convenía importarla y
aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían
comprado en la mejor frutería de la ciudad; el
jardinero debería darse una vuelta por allí, y
averiguar de dónde venían aquellas manzanas y
peras, para adquirir esquejes.
El jardinero conocía perfectamente al frutero,
pues a él le vendía, por cuenta del propietario,
el sobrante de fruta que la finca producía.
Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al
frutero de dónde había sacado aquellas
manzanas y peras tan alabadas.
– ¡Si son de su propio jardín! -respondió el
vendedor, mostrándoselas; y el jardinero las
reconoció en seguida.
¡No se puso poco contento el jardinero! Corrió a
decir a su señor que aquellas peras y manzanas
eran de su propio huerto.
El amo no podía creerlo.
– No es posible, Larsen. ¿Podría usted traerme
por escrito una confirmación del frutero?
Y Larsen volvió con la declaración escrita.
– ¡Es extraño! -dijo el señor.
En adelante, todos los días fueron servidas a la
mesa de Su Señoría grandes bandejas de las
espléndidas manzanas y peras de su propio
jardín, y fueron enviadas por fanegas y
toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de
ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se
hacía lenguas. Hay que observar, de todos
modos, que los dos últimos veranos habían sido
particularmente buenos para los árboles
frutales; la cosecha había sido espléndida en
todo el país.
Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue
invitado a comer en la Corte. A la mañana
siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero.
Habían servido unos melones producidos en el
invernadero de Su Majestad, jugosos y
sabrosísimos.
– Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero
de palacio y pídale semillas de estos exquisitos
melones.
– ¡Pero si el jardinero de palacio recibió las
semillas de aquí! -respondió Larsen, satisfecho.
– En este caso, el hombre ha sabido obtener un
fruto mejor que el nuestro -replicó Su Señoría-.
Todos los melones resultaron excelentes.
– Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el
jardinero-. Debo manifestar a Vuestra Señoría,
que este año el hortelano de palacio no ha
tenido suerte con los melones, y al ver lo
hermosos que eran los nuestros, y después de
haberlos probado, encargó tres de ellos para
palacio.
– ¡No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse
que aquellos melones eran de esta propiedad.
– Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a
ver al jardinero de palacio, y volvió con una
declaración escrita de que los melones servidos
en la mesa real procedían de la finca de Su
Señoría.
Aquello fue una nueva sorpresa para el señor,
quien divulgó la historia, mostrando la
declaración. Y de todas partes vinieron
peticiones de que se les facilitaran pepitas de
melón y esquejes de los árboles frutales.
Recibiéronse noticias de que éstos habían
cogido bien y de que daban frutos excelentes,
hasta el punto de que se les dio el nombre de Su
Señoría, que, por consiguiente, pudo ya leerse
en francés, inglés y alemán.
¡Quién lo hubiera pensado!
«¡Con tal de que al jardinero no se le suban los
humos a la cabeza!», pensó el señor.
Pero el hombre se lo tomó de modo muy
distinto. Deseoso de ser considerado como uno
de los mejores jardineros del país, esforzóse por
conseguir año tras año los mejores productos.
Mas con frecuencia tenía que oír que nunca
conseguía igualar la calidad de las peras y
manzanas de aquel año famoso. Los melones
seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel
perfume. Las fresas podían llamarse excelentes,
pero no superiores a las de otras fincas, y un
año en que no prosperaron los rábanos, sólo se
habló de aquel fracaso, sin mencionarse los
productos que habían constituido un éxito
auténtico.
El dueño parecía experimentar una sensación de
alivio cuando podía decir: – ¡Este año no estuvo
de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veía
contentísimo cuando podía comentar: – Este año
sí que hemos fracasado.
Un par de veces por semana, el jardinero
cambiaba las flores de la habitación, siempre
con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las
combinaba de modo que resaltaran sus colores.
– Tiene usted buen gusto, Larsen – decíale Su
Señoría -. Es un don que le ha concedido Dios,
no es obra suya.
Un día se presentó el jardinero con una gran
taza de cristal que contenía un pétalo de
nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo
sumergido en el agua, había una flor radiante,
del tamaño de un girasol.
– ¡El loto del Indostán! – exclamó el dueño.
Jamás habían visto aquella flor; durante el día la
pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una
lámpara. Todos los que la veían la encontraban
espléndida y rarísima; así lo manifestó incluso
la más distinguida de las señoritas del país, una
princesa, inteligente y bondadosa por añadidura.
Su Señoría tuvo a honor regalársela, y la
princesa se la llevó a palacio.
Entonces el propietario se fue al jardín con
intención de coger otra flor de la especie, pero
no encontró ninguna, por lo que, llamando al
jardinero, le preguntó de dónde había sacado el
loto azul.
– La he estado buscando inútilmente – dijo el
señor -. He recorrido los invernaderos y todos
los rincones del jardín.
– No, desde luego allí no hay – dijo el jardinero –
. Es una vulgar flor del huerto. Pero, ¿verdad
que es bonita? Parece un cacto azul y, sin
embargo, no es sino la flor de la alcachofa.
– Pues tenía que habérmelo advertido -exclamó
Su Señoría-. Creímos que se trataba de una flor
rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una
plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la
encontró hermosa; no la conocía, a pesar de que
es ducha en Botánica, pero esta Ciencia nada
tiene de común con las hortalizas. ¿Cómo se le
ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor así en la
habitación? ¡Es ridículo!
Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue
desterrada del salón de Su Señoría, del que no
era digna, y el dueño fue a excusarse ante la
princesa, diciéndole que se trataba simplemente
de una flor de huerto traída por el jardinero, el
cual había sido debidamente reconvenido.
– Pues es una lástima y una injusticia -replicó la
princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de
adorno que despreciábamos, nos ha mostrado la
belleza donde nunca la habíamos buscado.
Quiero que el jardinero de palacio me traiga
todos los días, mientras estén floreciendo las
alcachofas, una de sus flores a mi habitación.
Y la orden se cumplió.
Su Señoría mandó decir al jardinero que le
trajese otra flor de alcachofa.
– Bien mirado, es bonita -observó- y muy
notable -. Y encomió al jardinero.
«Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño
mimado».
Un día de otoño estalló una horrible tempestad,
que arreció aún durante la noche, con tanta furia
que arrancó de raíz muchos grandes árboles de
la orilla del bosque y, con gran pesar de Su
Señoría – un «gran pesar» lo llamó el señor -,
pero con gran contento del jardinero, también
los dos árboles pelados llenos de nidos. Entre el
fragor de la tormenta pudo oírse el graznar
alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes
de la casa afirmaron que golpeaban con las alas
en los cristales.
– Ya estará usted satisfecho, Larsen -dijo Su
Señoría-; la tempestad ha derribado los árboles,
y las aves se han marchado al bosque. Aquí
nada queda ya de los viejos tiempos; ha
desaparecido toda huella, toda señal de ellos.
Pero a mí esto me apena.
El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que
habla llevado en la cabeza durante mucho
tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que
antes no disponía. Lo iba a transformar en un
adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su
Señoría.
Los corpulentos árboles abatidos habían
destrozado y aplastado los antiquísimos setos
con todas sus figuras. El hombre los sustituyó
por arbustos y plantas recogidas en los campos
y bosques de la región.
A ningún otro jardinero se le había ocurrido
jamás aquella idea. Él dispuso los planteles
teniendo en cuenta las necesidades de cada
especie, procurando que recibiesen el sol o la
sombra, según las características de cada una.
Cuidó la plantación con el mayor cariño, y el
conjunto creció magníficamente.
Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se
elevó de modo parecido al ciprés italiano; lucía
también, eternamente verde, tanto en los fríos
invernales como en el calor del verano, la
brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían
helechos de diversas especies, algunas de ellas
semejantes a hijas de palmeras, y otras,
parecidas a los padres de esa hermosa y
delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba
allí la menospreciada bardana, tan linda cuando
fresca, que habría encajado perfectamente en un
ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor
profundidad que ella y en suelo húmedo crecía
la acedera, otra planta humilde y, sin embargo,
tan pintoresca y bonita por su talla y sus
grandes hojas. Con una altura de varios palmos,
flor contra flor, como un gran candelabro de
muchos brazos, levantábase la candelaria,
trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco
las aspérulas, dientes de león y muguetes del
bosque, ni la selvática cala, ni la acederilla
trifolia. Era realmente magnífico.
Delante, apoyadas en enrejados de alambre,
crecían, en línea, perales enanos de procedencia
francesa. Como recibían sol abundante y buenos
cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos
como los de su tierra de origen.
En lugar de los dos viejos árboles pelados
erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima
ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron
clavadas otras estacas, por las que, en verano y
otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus
fragantes inflorescencias en bola, mientras en
invierno, siguiendo una antigua costumbre, se
colgaba una gavilla de avena con objeto de que
no faltase la comida a los pajarillos del cielo en
la venturosa época de las Navidades.
– ¡En su vejez, nuestro buen Larsen se nos
vuelve sentimental! -decía Su Señoría-. Pero
nos es fiel y adicto.
Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la
capital publicó una fotografía de la antigua
propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con
la bandera danesa y la gavilla de avena para las
avecillas del cielo en los alegres días navideños.
El hecho fue comentado y alabado como una
idea simpática, que resucitaba, con todos sus
honores, una vieja costumbre.
– Resuenan las trompetas por todo lo que hace
ese Larsen. ¡Es un hombre afortunado! Casi
hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.
Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se
sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen,
pero que no lo hacía. Era una buena persona, y
de esta clase hay muchas, para suerte de los
Larsen.
Y ésta es la historia «del jardinero y el señor».
Detente a pensar un poco en ella.