Éranse una vez veinticinco soldados de plomo,
todos hermanos, pues los habían fundido de una
misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al
hombro y miraban de frente; el uniforme era
precioso, rojo y azul. La primera palabra que
escucharon en cuanto se levantó la tapa de la
caja que los contenía fue: «¡Soldados de
plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una
gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños,
y los alineó sobre la mesa. Todos eran
exactamente iguales, excepto uno, que se
distinguía un poquito de los demás: le faltaba
una pierna, pues había sido fundido el último, y
el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se
sostenía tan firme como los otros con dos, y de
él precisamente vamos a hablar aquí.
En la mesa donde los colocaron había otros
muchos juguetes, y entre ellos destacaba un
bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se
veían las salas interiores. Enfrente, unos
arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un
lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos
cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso,
pero lo más lindo era una muchachita que
estaba en la puerta del castillo. De papel
también ella, llevaba un hermoso vestido y una
estrecha banda azul en los hombros, a modo de
fajín, con una reluciente estrella de oropel en el
centro, tan grande como su cara. La chiquilla
tenía los brazos extendidos, pues era una
bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el
soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla,
acabó por creer que sólo tenía una, como él.
«He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero
está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo
por toda vivienda sólo tengo una caja, y además
somos veinticinco los que vivimos en ella; no es
lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré
establecer relaciones».
Y se situó detrás de una tabaquera que había
sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a
sus anchas a la distinguida damita, que
continuaba sosteniéndose sobre un pie sin
caerse.
Al anochecer, los soldados de plomo fueron
guardados en su caja, y los habitantes de la casa
se retiraron a dormir. Éste era el momento que
los juguetes aprovechaban para jugar por su
cuenta, a “visitas”, a “guerra”, a “baile”; los
soldados de plomo alborotaban en su caja, pues
querían participar en las diversiones; mas no
podían levantar la tapa. El cascanueces todo era
dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en
la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el
cual intervino también en el jolgorio, recitando
versos. Los únicos que no se movieron de su
sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina;
ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie,
y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni
por un momento los ojos de ella.
El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la
tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé,
sino un duendecillo negro. Era un juguete
sorpresa.
– Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires
así!
Pero el soldado se hizo el sordo.
– ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! –
añadió el duende.
Cuando los niños se levantaron, pusieron el
soldado en la ventana, y, sea por obra del
duende o del viento, abrióse ésta de repente, y
el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo
desde una altura de tres pisos. Fue una caída
terrible. Quedó clavado de cabeza entre los
adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta
hacia abajo.
La criada y el chiquillo bajaron corriendo a
buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no
pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese
gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente
habrían dado con él, pero le pareció indecoroso
gritar, yendo de uniforme.
He aquí que comenzó a llover; las gotas caían
cada vez más espesas, hasta convertirse en un
verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por
allí dos mozalbetes callejeros
– ¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo!
¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de
periódico hicieron un barquito, y, embarcando
en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el
barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y
los chiquillos seguían detrás de él dando
palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué
olas, y qué corriente! No podía ser de otro
modo, con el diluvio que había caído. El bote de
papel no cesaba de tropezar y tambalearse,
girando a veces tan bruscamente, que el soldado
por poco se marea; sin embargo, continuaba
impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de
frente y siempre arma al hombro.
De pronto, el bote entró bajo un puente del
arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.
– «¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto
tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos
aquella muchachita estuviese conmigo en el
bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!».
De repente salió una gran rata de agua que vivía
debajo el puente.
– ¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte!
Pero el soldado de plomo no respondió;
únicamente oprimió con más fuerza el fusil.
La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella.
¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las
virutas y las pajas:
– ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje!
¡No ha mostrado el pasaporte!
La corriente se volvía cada vez más impetuosa.
El soldado veía ya la luz del sol al extremo del
túnel. Pero entonces percibió un estruendo
capaz de infundir terror al más valiente.
Imaginad que, en el punto donde terminaba el
puente, el arroyo se precipitaba en un gran
canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso
como lo sería para nosotros el caer por una alta
catarata.
Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible
evitarla. El barquito salió disparado, pero
nuestro pobre soldadito seguía tan firme como
le era posible. ¡Nadie podía decir que había
pestañeado siquiera! La barquita describió dos o
tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo,
inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al
soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se
hundía por momentos, y el papel se deshacía; el
agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en
aquel momento supremo, acordóse de la linda
bailarina, cuyo rostro nunca volvería a
contemplar. Parecióle que le decían al oído:
«¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la
muerte!».
Desgarróse entonces el papel, y el soldado se
fue al fondo, pero
en el mismo momento se lo tragó un gran pez.
¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el
puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho!
Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo
era, sin soltar el fusil.
El pez continuó sus evoluciones y horribles
movimientos, hasta que, por fin, se quedó
quieto, y en su interior penetró un rayo de luz.
Hizose una gran claridad, y alguien exclamó: –
¡El soldado de plomo!- El pez había sido
pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora
estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría
con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo
con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala,
pues todos querían ver aquel personaje extraño
salido del estómago del pez; pero el soldado de
plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo
de pie sobre la mesa y – ¡qué cosas más raras
ocurren a veces en el mundo! – encontróse en el
mismo cuarto de antes, con los mismos niños y
los mismos juguetes sobre la mesa, sin que
faltase el soberbio palacio y la linda bailarina,
siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y
con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a
nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar
lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno
de él. La miró sin decir palabra.
En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al
soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo
alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende
de la tabaquera.
El soldado de plomo quedó todo iluminado y
sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era
debido al fuego o al amor. Sus colores se habían
borrado también, a consecuencia del viaje o por
la pena que sentía; nadie habría podido decirlo.
Miró de nuevo a la muchacha, encontráronse las
miradas de los dos, y él sintió que se derretía,
pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la
puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la
bailarina, que, cual una sílfide, se levantó
volando para posarse también en la chimenea,
junto al soldado; se inflamó y desapareció en un
instante. A su vez, el soldadito se fundió,
quedando reducido a una pequeña masa
informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó
las cenizas de la estufa, no quedaba de él más
que un trocito de plomo; de la bailarina, en
cambio, había quedado la estrella de oropel,
carbonizada y negra.
El Gorro de Dormir del Solterón
Hay en Copenhague una calle que lleva el
extraño nombre de «Hyskenstraede» (Callejón
de Hysken). ¿Por qué se llama así y qué
significa su nombre? Hay quien dice que es de
origen alemán, aunque esto sería atropellar esta
lengua, pues en tal caso Hysken sería:
«Häuschen», palabra que significa «casitas».
Las tales casitas, por espacio de largos años,
sólo fueron barracas de madera, casi como las
que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco
mayores, y con ventanas, que en vez de cristales
tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el
poner vidrios en las ventanas era en aquel
tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace
tanto tiempo, que el bisabuelo decía, al hablar
de ello: «Antiguamente…». Hoy hace de ello
varios siglos.
Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck
negociaban en Copenhague. Ellos no venían en
persona, sino que enviaban a sus dependientes,
los cuales se alojaban en los barracones de la
Calleja de las casitas, y en ellas vendían su
cerveza y sus especias. La cerveza alemana era
entonces muy estimada, y la había de muchas
clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin
faltar la de Brunswick. Vendían luego una gran
variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y,
especialmente, pimienta. Ésta era la más
estimada, y de aquí que a aquellos vendedores
se les aplicara el apodo de «pimenteros».
Cuando salían de su país, contraían el
compromiso de no casarse en el lugar de su
trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad
avanzada y tenían que cuidar de su persona,
arreglar su casa y apagar la lumbre – cuando la
tenían -. Algunos se volvían huraños, como
niños envejecidos, solitarios, con ideas y
costumbres especiales. De ahí viene que en
Dinamarca se llame «pimentero» a todo hombre
soltero que ha llegado a una edad más que
suficiente para casarse. Hay que saber todo esto
para comprender mi cuento.
Es costumbre hacer burla de los «pimenteros» o
solterones, como decimos aquí; una de sus
bromas consiste en decirle que se vayan a
acostar y que se calen el gorro de dormir hasta
los ojos.
Corta, corta, madera,
¡ay de ti, solterón!
El gorro de dormir se acuesta contigo,
en vez de un tesorito lindo y fino.
Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del
solterón y de su gorro de noche, precisamente
porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no
deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué?
Escuchad:
Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba
empedrada; salías de un bache para meterte en
un hoyo, como en un camino removido por los
carros, y además era muy angosta. Las casuchas
se tocaban, y era tan reducido el espacio que
mediaba entre una hilera y la de enfrente, que
en verano solían tender una cuerda desde un
tenducho al opuesto; toda la calle olía a
pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las
mesitas no solía haber gente joven; la mayoría
eran solterones, los cuales no creáis que fueran
con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa,
y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello,
no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria
del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo
vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban
con medios para hacerse retratar, y es una
lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno
de ellos, retratado en su tienda o yendo a la
iglesia los días festivos. El sombrero era alto y
de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban
a veces con una pluma; la camisa de lana
desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo
blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada
de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el
cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos
hasta los zapatos, de ancha punta, pues no
usaban medias. Del cinturón colgaban el
cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda,
amén de un puñal para la propia defensa, lo cual
era muy necesario en aquellos tiempos.
Justamente así iba vestido los días de fiesta el
viejo Antón, uno de los solterones más
empedernidos de la calleja; sólo que en vez del
sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de
ella un gorro de punto, un auténtico gorro de
dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y
jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos
gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el
retrato: era seco como un huso, tenía la boca y
los ojos rodeados de arrugas, largos dedos
huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo
izquierdo le colgaba un gran mechón que le
salía de un lunar; no puede decirse que lo
embelleciera, pero al menos servía para
identificarlo fácilmente. Se decía de él que era
de Brema, aunque en realidad no era de allí,
pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de
Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda
de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar
poco de su patria chica, pero tanto más pensaba
en ella.
No era usual que los viejos vendedores de la
calle se reunieran, sino que cada cual
permanecía en su tenducho, que se cerraba al
atardecer, y entonces la calleja quedaba
completamente oscura; sólo un tenue resplandor
salía por la pequeña placa de cuerno del rejado,
y en el interior de la casucha, el viejo, sentado
generalmente en la cama con su libro alemán de
cánticos, entonaba su canción nocturnal o
trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado
en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen
seguro. Ser forastero en tierra extraña es
condición bien amarga. Nadie se preocupa de
uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la
preocupación lleva consigo el quitárselo a uno
de encima.
En las noches oscuras y lluviosas, la calle
aparecía por demás lúgubre y desierta. No había
luz; sólo un diminuto farol colgaba en el
extremo, frente a una imagen de la Virgen
pintada en la pared. Se oía tamborilear y
chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en
dirección a la presa de Slotholm, cerca de la
cual desembocaba la calle. Las veladas así
resultan largas y aburridas, si no se busca en
qué ocuparlas: no todos los días hay que
empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos,
limpiar los platillos de la balanza; hay que idear
alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro
viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba
los zapatos. Por fin se acostaba, conservando
puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y
unos momentos después volvía a levantarlo,
para cerciorarse de que la luz estaba bien
apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los
dedos, y luego se echaba del otro lado,
volviendo a encasquetarse el gorro. Pero
muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá
quedado un ascua encendida en el braserillo que
hay debajo de la mesa? Una chispita que
quedara encendida, podía avivarse y provocar
un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la
escalera de mano – pues otra no había – y,
llegado al brasero y comprobado que no se veía
ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era
raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda
de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y
las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo
sobre sus escuálidas piernas, tiritando y
castañeteándole los dientes, hasta que volvía a
meterse en cama, pues el frío es más rabioso
que nunca cuando sabe que tiene que
marcharse. Cubríase bien con la manta, se
hundía el gorro de dormir hasta más abajo de
los ojos y procuraba apartar sus pensamientos
del negocio y de las preocupaciones del día.
Mas no siempre conseguía aquietarse, pues
entonces se presentaban viejos recuerdos y
descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces
alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la
clavan en la carne y queman, y las lágrimas le
vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia
al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas
ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la
manta o al suelo, resonando como acordes
arrancados a una cuerda dolorida, como si
salieran del corazón. Y al evaporarse, se
inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro
de su vida que nunca se borraba de su alma. Si
se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas
las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que
brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se
presentaban por el orden que habían tenido en la
realidad; lo corriente era que apareciesen los
más dolorosos, pero también acudían otros de
una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces
arrojaban las mayores sombras.
Todos reconocen cuán magníficos son los
hayedos de Dinamarca, pero en la mente de
Antón se levantaba más magnífico todavía el
bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y
venerables le parecían los viejos robles que
rodeaban el altivo castillo medieval, con las
plantas trepadoras colgantes de los sillares; más
dulcemente olían las flores de sus manzanos
que las de los manzanos daneses; percibía bien
distintamente su aroma. Rodó una lágrima,
sonora y luminosa, y entonces vio claramente
dos muchachos, un niño y una niña. Estaban
jugando. El muchacho tenía las mejillas
coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules
de expresión leal. Era el hijo del rico
comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía
ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e
inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos
chiquillos jugaban con una manzana, la
sacudían y oían sonar en su interior las pepitas.
Cortaban la fruta y se la repartían por igual;
luego se repartían también las semillas y se las
comían todas menos una; tenían que plantarla,
había dicho la niña.
– ¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca
habrías imaginado. Un manzano entero, pero no
enseguida.
Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando
los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un
hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla
depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron
con tierra.
Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha
echado raíces – advirtió Molly -; eso no se hace.
Yo lo probé por dos veces con mis flores;
quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se
murieron.
Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana,
durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas
sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la
primavera, y cuando el sol ya calentaba,
asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.
– Son yo y Molly – exclamó Antón -. ¡Es
maravilloso!
Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué
significaba aquello? Y luego salió otra, y
todavía otra. Día tras día, semana tras semana,
la planta iba creciendo, hasta que se convirtió
en un arbolillo hecho y derecho.
Y todo eso se reflejaba ahora en una única
lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras
brotarían de la fuente, del corazón del viejo
Antón.
En las cercanías de Eisenach se extiende una
línea de montañas rocosas; una de ellas tiene
forma redondeada y está desnuda, sin árboles,
matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la
montaña de Venus, una diosa de los tiempos
paganos a quien llamaban Dama Holle; todos
los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún.
Con sus hechizos había atraído al caballero
Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores
de Wartburg.
La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia
a la montaña, y un día dijo ella:
– ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar:
¡«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está
Tannhäuser!?».
Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo
pronunció las palabras: «¡Dama Holle, Dama
Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo
dijo de una manera tan confusa, en dirección del
viento, que Antón quedó persuadido de que no
había dicho nada. ¡Qué valiente estaba
entonces! Tenía un aire tan resuelto, como
cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y
todas se empeñaban en besarlo, precisamente
porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes,
por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie
excepto Molly, desde luego.
– ¡Yo puedo besarlo! – decía con orgullo,
rodeándole el cuello con los brazos; en ello
ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle
mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué
atrevida! Dama Holle de la montaña debía de
ser también muy hermosa, pero su belleza,
decíase, era la engañosa belleza del diablo. La
mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona
del país, la piadosa princesa turingia, cuyas
buenas obras eran exaltadas en romances y
leyendas; en la capilla estaba su imagen,
rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se
le parecía en nada.
El manzano plantado por los dos niños iba
creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto,
que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el
jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de
verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al
invierno. Después del duro agobio de éste,
parecía como si en primavera floreciese de
alegría. En otoño dio dos manzanas, una para
Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido
correcto.
El árbol había crecido rápidamente, y Molly no
le fue a la zaga; era fresca y lozana como una
flor del manzano; pero no estaba él destinado a
asistir por mucho tiempo a aquella floración.
Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se
marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy
lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un
viaje de unas horas, pero entonces llevaba más
de un día y una noche el trasladarse de Eisenach
hasta la frontera oriental de Turingia, a la
ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.
Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas
lágrimas se fundían en una sola, que brillaba
con los deslumbradores matices de la alegría.
Molly le había dicho que prefería quedarse con
él a ver todas las bellezas de Weimar.
El Gollete de Botella
En una tortuosa callejuela, entre varias míseras
casuchas, se alzaba una de paredes entramadas,
alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy
pobre; y lo más mísero de todo era la buhardilla,
en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una
vieja jaula abollada que ni siquiera tenía
bebedero; en su lugar había un gollete de botella
puesto del revés, tapado por debajo con un
tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja
solterona estaba asomada al exterior; acababa
de adornar con prímulas la jaula donde un
diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo
cantando tan alegremente, que su voz resonaba
a gran distancia.
«¡Ay, bien puedes tú cantar! -exclamó el
gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo
decimos nosotros, pues un casco de botella no
puede hablar, pero lo pensó a su manera, como
nosotros cuando hablamos para nuestros
adentros -. Sí, tú puedes cantar, pues no te falta
ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé,
lo que significa haber perdido toda la parte
inferior del cuerpo, sin quedarme más que
cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido
dentro… Seguro que no cantarías. Pero vale más
así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no
tengo ningún motivo para cantar, aparte que no
sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era una botella
hecha y derecha, y me frotaban con un tapón.
Era entonces una verdadera alondra, me
llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía
en el bosque, con la familia del pellejero y
celebraron la boda de su hija… Me acuerdo
como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he
pasado, y que podría contarte! He estado en el
fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y
he subido a alturas que muy pocos han
alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta jaula,
expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría
oír mi historia, aunque no la voy a contar en voz
alta, pues no puedo».
Y así el gollete de botella – hablando para sí, o
por lo menos pensándolo para sus adentros –
empezó a contar su historia, que era notable de
verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre
canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y
venía, pensando cada cual en sus problemas o
en nada. Pero el gollete de la botella recuerda
que recuerda.
Vio el horno ardiente de la fábrica donde,
soplando, le habían dado vida; recordó que
hacía un calor sofocante en aquel horno
estrepitoso, lugar de su nacimiento; que
mirando a sus honduras le habían entrado ganas
de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a
poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a
gusto en su nuevo sitio, en hilera con un
regimiento entero de hermanos y hermanas,
nacidas todas en el mismo horno, aunque unas
destinadas a contener champaña y otras cerveza,
lo cual no era poca diferencia. Más tarde, ya en
el ancho mundo, cabe muy bien que en una
botella de cerveza se envase el exquisito
«lacrimae Christi», y que en una botella de
champaña echen betún de calzado; pero siempre
queda la forma, como ejecutoria del nacimiento.
El noble es siempre noble, aunque por dentro
esté lleno de betún.
Después de un rato, todas las botellas fueron
embaladas, la nuestra con las demás. No
pensaba entonces ella que acabaría en simple
gollete y que serviría de bebedero de pájaro en
aquellas alturas, lo cual no deja de ser una
existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No
volvió a ver la luz del día hasta que la
desembalaron en la bodega de un cosechero,
junto con sus compañeras, y la enjuagaron por
primera vez, cosa que le produjo una sensación
extraña. Quedóse allí vacía y sin tapar, presa de
un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no
sabía qué a punto fijo, pero algo. Hasta que la
llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la
taparon y lacraron, pegándole a continuación un
papel en que se leía: «Primera calidad». Era
como sacar sobresaliente en el examen; pero es
que en realidad el vino era bueno, y la botella,
buena también. Cuando se es joven, todo el
mundo se siente poeta. La botella se sentía llena
de canciones y versos referentes a cosas de las
que no tenía la menor idea: las verdes montañas
soleadas, donde maduran las uvas y donde las
retozonas muchachas y los bulliciosos mozos
cantan y se besan. ¡Ah, qué bella es la vida!
Todo aquello cantaba y resonaba en el interior
de la botella, lo mismo que ocurre en el de los
jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco
saben nada de todo aquello.
Un buen día la vendieron. El aprendiz del
peletero fue enviado a comprar una botella de
vino «del mejor», y así fue ella a parar al cesto,
junto con jamón, salchichas y queso, sin que
faltaran tampoco una mantequilla de magnífico
aspecto y un pan exquisito. La propia hija del
peletero vació el cesto. Era joven y linda; reían
sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su
boca, que hablaba tan elocuentemente como sus
ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy
blancas, aunque no tanto como el cuello y el
pecho. Veíase a la legua que era una de las
mozas más bellas de la ciudad, y, sin embargo,
no estaba prometida.
Cuando la familia salió al bosque, la cesta de la
comida quedó en el regazo de la hija; el cuello
de la botella asomaba por entre los extremos del
blanco pañuelo; cubría el tapón un sello de lacre
rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero
no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven
marino, sentado a su lado. Era un amigo de
infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de
pasar felizmente su examen de piloto, y al día
siguiente se embarcaba en una nave con rumbo
a lejanos países. De ello habían estado hablando
largamente mientras empaquetaban, y en el
curso de la conversación no se había reflejado
mucha alegría en los ojos y en la boca de la
linda hija del peletero.
Los dos jóvenes se metieron por el verde
bosque, enzarzados en un coloquio. ¿De qué
hablarían? La botella no lo oyó, pues se había
quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de
que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron,
habían sucedido cosas muy agradables; todos
los ojos estaban sonrientes, incluso los de la
hija, la cual apenas abría la boca, y tenía las
mejillas encendidas como rosas encarnadas.
El padre cogió la botella llena y el sacacorchos.
Es extraño, sí, la impresión que se siente cuando
a una la descorchan por vez primera. Jamás
olvidó el cuello de la botella aquel momento
solemne; al saltar el tapón le había escapado de
dentro un raro sonido, «¡plump!», seguido de un
gorgoteo al caer el vino en los vasos.
– ¡Por la felicidad de los prometidos! – dijo el
padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la
última gota, mientras el joven piloto besaba a su
hermosa novia.
– ¡Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos
viejos.
El mozo volvió a llenar los vasos. – ¡Por mi
regreso y por la boda de hoy en un año! -brindó,
y cuando los vasos volvieron a quedar vacíos,
levantando la botella, añadió: – ¡Has asistido al
día más hermoso de mi vida; nunca más
volverás a servir! -. Y la arrojó al aire.
Poco pensó entonces la muchacha que aún vería
volar otras veces la botella; y, sin embargo, así
fue. La botella fue a caer en el espeso cañaveral
de un pequeño estanque que había en el bosque;
el gollete recordaba aún perfectamente cómo
había ido a parar allí y cómo había pensado:
«Les di vino y ellos me devuelven agua
cenagosa; su intención era buena, de todos
modos». No podía ya ver a la pareja de novios
ni a sus regocijados padres, pero durante largo
rato los estuvo oyendo cantar y charlar
alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos
campesinos, que, mirando por entre las cañas,
descubrieron la botella y se la llevaron a casa.
Volvía a estar atendida.
En la casa del bosque donde moraban los
muchachos, la víspera había llegado su hermano
mayor, que era marino, para despedirse, pues
iba a emprender un largo viaje. Corría la madre
de un lado para otro empaquetando cosas y más
cosas; al anochecer, el padre iría a la ciudad a
ver a su hijo por última vez antes de su partida,
y a llevarle el último saludo de la madre. Había
puesto ya en el hato una botellita de aguardiente
de hierbas aromáticas, cuando se presentaron
los muchachitos con la botella encontrada, que
era mayor y más resistente. Su capacidad era
superior a la de la botellita, y el licor era muy
bueno para el dolor de estómago, pues entre
otras muchas hierbas, contenía corazoncillo.
Esta vez no llenaron la botella con vino, como
la anterior, sino con una poción amarga, aunque
excelente, para el estómago. La nueva botella
reemplazó a la antigua, y así reanudó aquélla
sus correrías. Pasó a bordo del barco propiedad
de Peter Jensen, justamente el mismo en el que
servía el joven piloto, el cual no vio la botella,
aparte que lo más probable es que no la hubiera
reconocido ni pensado que era la misma con
cuyo contenido habían brindado por su
noviazgo y su feliz regreso.
Aunque no era vino lo que la llenaba, no era
menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo
llamaban sus compañeros «El boticario», pues a
cada momento sacaba la botella y administraba
a alguien la excelente medicina – excelente para
el estómago, entendámonos -; y aquello duró
hasta que se hubo consumido la última gota.
Fueron días felices, y la botella solía cantar
cuando la frotaban con el tapón. De entonces le
vino el nombre de alondra, la alondra de Peter
Jensen.
Había transcurrido un largo tiempo, y la botella
había sido dejada, vacía, en un rincón; mas he
aquí que – si la cosa ocurrió durante el viaje de
ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a
punto fijo, pues jamás desembarcó – se levantó
una tempestad. Olas enormes negras y densas,
se encabritaban, levantaban el barco hasta las
nubes y lo lanzaban en todas direcciones;
quebróse el palo mayor, un golpe de mar abrió
una vía de agua, y las bombas resultaban
inútiles. Era una noche oscura como boca de
lobo, y el barco se iba a pique; en el último
momento, el joven piloto escribió en una hoja
de papel: «¡En el nombre de Dios,
naufragamos!». Estampó el nombre de su
prometida, el suyo propio y el del buque, metió
el papel en una botella vacía que encontró a
mano y, tapándola fuertemente, la arrojó al mar
tempestuoso. Ignoraba que era la misma que
había servido para llenar los vasos de la alegría
y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas
llevando un mensaje de adiós y de muerte.
Hundióse el barco, y con él la tripulación,
mientras la botella volaba como un pájaro,
llevando dentro un corazón, una carta de amor.
Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la botella
le pareció como si volviese a los tiempos de su
infancia, en que veía el rojo horno ardiente.
Vivió períodos de calma y nuevas tempestades,
pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada
por un tiburón.
Más de un año estuvo flotando al azar, ora hacia
el Norte, ora hacia Mediodía, a merced de las
corrientes marinas. Por lo demás, era dueña de
sí, pero al cabo de un tiempo uno llega a
cansarse incluso de esto.
La hoja escrita, con el último adiós del novio a
su prometida, sólo duelo habría traído,
suponiendo que hubiese ido a parar a las manos
a que iba destinada. Pero, ¿dónde estaban
aquellas manos, tan blancas cuando, allá en el
verde bosque, se extendían sobre la jugosa
hierba el día del noviazgo? ¿Dónde estaba la
hija del peletero? ¿Dónde se hallaba su tierra, y
cuál sería la más próxima? La botella lo
ignoraba; seguía en su eterno vaivén, y al fin se
sentía ya harta de aquella vida; su destino era
otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que,
finalmente, fue arrojada a la costa, en un país
extraño. No comprendía una palabra de lo que
las gentes hablaban; no era la lengua que oyera
en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido
cuando no entiende el idioma.
El Duende de la Tienda
Érase una vez un estudiante, un estudiante de
verdad, que vivía en una buhardilla y nada
poseía; y érase también un tendero, un tendero
de verdad, que habitaba en la trastienda y era
dueño de toda la casa; y en su habitación
moraba un duendecillo, al que todos los años,
por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón
de papas y un buen trozo de mantequilla dentro.
Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en
la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró el estudiante por la puerta
trasera, a comprarse una vela y el queso para su
cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él
mismo. Diéronle lo que pedía, lo pagó, y el
tendero y su mujer le desearon las buenas
noches con un gesto de la cabeza. La mujer
sabía hacer algo más que gesticular con la
cabeza; era un pico de oro.
El estudiante les correspondió de la misma
manera y luego se quedó parado, leyendo la
hoja de papel que envolvía el queso. Era una
hoja arrancada de un libro viejo, que jamás
hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un
libro de poesía.
– Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo
compré a una vieja por unos granos de café; por
ocho chelines se lo cedo entero.
– Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo
a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero
sería pecado destrozar este libro. Es usted un
hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo
que es de poesía, entiende menos que esa cuba.
La verdad es que fue un tanto descortés al
decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero
y estudiante se echaron a reír, pues el segundo
había hablado en broma. Con todo, el duende se
picó al oír semejante comparación, aplicada a
un tendero que era dueño de una casa y encima
vendía una mantequilla excelente.
Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda,
y cuando todo el mundo estaba acostado,
excepto el estudiante, entró el duende en busca
del pico de la dueña, pues no lo utilizaba
mientras dormía; fue aplicándolo a todos los
objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían
voz y habla. y podían expresar sus
pensamientos y sentimientos tan bien como la
propia señora de la casa; pero, claro está, sólo
podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era
una suerte, pues de otro modo, ¡menudo
barullo!
El duende puso el pico en la cuba que contenía
los diarios viejos. – ¿Es verdad que usted no
sabe lo que es la poesía?
– Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una
cosa que ponen en la parte inferior de los
periódicos y que la gente recorta; tengo motivos
para creer que hay más en mí que en el
estudiante, y esto que comparado con el tendero
no soy sino una cuba de poco más o menos.
Luego el duende colocó el pico en el molinillo
de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y
después lo aplicó al barrilito de manteca y al
cajón del dinero; y todos compartieron la
opinión de la cuba. Y cuando la mayoría
coincide en una cosa, no queda mas remedio
que respetarla y darla por buena.
– ¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió
callandito a la buhardilla, por la escalera de la
cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo
miró por el ojo de la cerradura y vio al
estudiante que estaba leyendo el libro roto
adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad
irradiaba de él!
De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz,
que iba transformándose en un tronco, en un
poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y
cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas
era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una
hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros
y llameantes, ya azules y maravillosamente
límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes
estrellas, y un canto y una música deliciosos
resonaban en la destartalada habitación.
Jamás había imaginado el duendecillo una
magnificencia como aquélla, jamás había oído
hablar de cosa semejante. Por eso permaneció
de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz.
Seguramente el estudiante había soplado la vela
para acostarse; pero el duende seguía en su
sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce
y solemne, una deliciosa canción de cuna para
el estudiante, que se entregaba al descanso.
– ¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo
hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el
estudiante… -. Y se lo estuvo rumiando buen
rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y
suspiró. – ¡Pero el estudiante no tiene papillas,
ni mantequilla! -. Y se volvió; se volvió abajo, a
casa del tendero. Fue una suerte que no tardase
más, pues la cuba había gastado casi todo el
pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo
que encerraba en su interior, echada siempre de
un lado; y se disponía justamente a volverse
para empezar a contar por el lado opuesto,
cuando entró el duende y le quitó el pico; pero
en adelante toda la tienda, desde el cajón del
dinero hasta la leña de abajo, formaron sus
opiniones calcándolas sobre las de la cuba;
todos la ponían tan alta y le otorgaban tal
confianza, que cuando el tendero leía en el
periódico de la tarde las noticias de arte y
teatrales, ellos creían firmemente que procedían
de la cuba.
En cambio, el duendecillo ya no podía estarse
quieto como antes, escuchando toda aquella
erudición y sabihondura de la planta baja, sino
que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla,
era como si sus rayos fuesen unos potentes
cables que lo remontaban a las alturas; tenía que
subir a mirar por el ojo de la cerradura, y
siempre se sentía rodeado de una grandiosidad
como la que experimentamos en el mar
tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y
rompía a llorar, sin saber él mismo por qué,
pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué
magnífico debía de ser estarse sentado bajo el
árbol, junto al estudiante! Pero no había que
pensar en ello, y se daba por satisfecho
contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y
allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el
viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el
frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no
lo notaba hasta que se apagaba la luz de la
buhardilla, y los melodiosos sones eran
dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo
temblaba entonces, y bajaba corriendo las
escaleras para refugiarse en su caliente rincón,
donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la
Nochebuena, con sus papillas y su buena bola
de manteca, se declaró resueltamente en favor
del tendero.
Pero a media noche despertó al duendecillo un
alboroto horrible, un gran estrépito en los
escaparates, y gentes que iban y venían
agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar
el pito. Había estallado un incendio, y toda la
calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del
vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa,
una confusión terrible! La mujer del tendero
estaba tan consternada, que se quitó los
pendientes de oro de las orejas y se los guardó
en el bolsillo, para salvar algo. El tendero
recogió sus láminas de fondos públicos, y la
criada, su mantilla de seda, que se había podido
comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería
salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de
un salto subió las escaleras y se metió en la
habitación del estudiante, quien, de pie junto a
la ventana, contemplaba tranquilamente el
fuego, que ardía en la casa de enfrente. El
duendecillo cogió el libro maravilloso que
estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro
rojo lo sujetó convulsivamente con ambas
manos: el más precioso tesoro de la casa estaba
a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el
tejado, a la punta de la chimenea, y allí se
estuvo, iluminado por la casa en llamas,
apretando con ambas manos el gorro que
contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta
de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a
quién pertenecía en realidad. Pero cuando el
incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo
vuelto a sus ideas normales, dijo:
– Me he de repartir entre los dos. No puedo
separarme del todo del tendero, por causa de las
papillas.
Y en esto se comportó como un auténtico ser
humano. Todos procuramos estar bien con el
tendero… por las papillas.