Abuelita

Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y
el pelo completamente blanco, pero sus ojos
brillan como estrellas, sólo que mucho más
hermosos, pues su expresión es dulce, y da
gusto mirarlos. También sabe cuentos
maravillosos y tiene un vestido de flores
grandes, grandes, de una seda tan tupida que
cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas,
muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes
que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un
libro de cánticos con recias cantoneras de plata;
lo lee con gran frecuencia. En medio del libro
hay una rosa, comprimida y seca, y, sin
embargo, la mira con una sonrisa de
arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos.
¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de
su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que
las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los
colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la
sala se impregna de su aroma; se esfuman las
paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor
se levanta el bosque, espléndido y verde, con
los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y
abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha
de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas,
elegante y graciosa; no hay rosa más lozana,
pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de
dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven,
vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe –
¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sí, y
vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y
por la mente de ella desfilan muchos
pensamientos y muchas figuras; el hombre
gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de
cánticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana
que contempla la rosa marchita guardada en el
libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla
de brazos, estaba contando una larga y
maravillosa historia.
– Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy
cansada; dejadme echar un sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó
dormida; pero el silencio se volvía más y más
profundo, y en su rostro se reflejaban la
felicidad y la paz; habríase dicho que lo bañaba
el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en
lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de
tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas
habían desaparecido, y en su boca se dibujaba
una sonrisa. El cabello era blanco como plata y
venerable, y no daba miedo mirar a la muerta.
Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida.
Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza,
pues ella lo había pedido así, con la rosa entre
las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio,
plantaron un rosal que floreció
espléndidamente, y los ruiseñores acudían a
cantar allí, y desde la iglesia el órgano
desgranaba las bellas canciones que estaban
escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la
difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba,
pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir
por la noche sin temor a coger una rosa de la
tapia del cementerio. Los muertos saben mucho
más de cuanto sabemos todos los vivos; saben
el miedo, el miedo horrible que nos causarían si
volviesen. Pero son mejores que todos nosotros,
y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el
féretro, y tierra dentro de él. El libro de
cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la
rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido
en polvo también. Pero encima siguen
floreciendo nuevas rosas y cantando los
ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías.
Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la
ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes.
Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a
abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando
besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que
yace ahora en la tumba convertida en polvo.

El retrato vivo

¡Pobres mujeres y pobres niños! Ancianos
y jóvenes habían formado un valeroso ejército
para combatir al enemigo que había venido a
sitiarlos a los mejores de sus pueblos y, no
habiendo logrado vencer, habían perecido casi
todos. Los pocos que vivían, hechos prisioneros,
no podían ser ya el sostén de la madre,
de la esposa y de los tiernos hijos. El vencedor,
no contento con este triunfo, había dado
orden de salir de aquella tierra a tan débiles
seres.
Recogieron sus ropas y todo cuanto era fácil
llevar sobre sí y que no tenía valor material
alguno, y llorando los unos, suspirando los
otros, y sin comprender lo que perdían los
más, se alejaron despacio de sus hogares, en
los que meses antes fueran tan felices.
Ya a larga distancia de su patria, los tristes
emigrantes se detuvieron para descansar y
también para tomar una resolución para lo
porvenir.
Los que tenían familia en otras poblaciones
pensaban buscar su protección; los que no,
decidían, las jóvenes madres trabajar para
sus hijos, las muchachas servir en casas acomodadas,
los niños aprender cualquier oficio
fácil, las viejas mendigar.
Pero había entre aquellos seres un niño de
nueve años, que no tenía madre ni hermanos,
que antes vivía solo con su padre y, después
de muerto este en la pelea, quedaba abandonado
en el mundo.
Se acercó a una antigua vecina suya implorando
su protección.
-Nada puedo hacer por ti, Gustavo, le dijo
ella, harto tendré que pensar para buscar los
medios de mantener a mis dos niñas.
-Cada cual se arregle como pueda, repuso
otra; no faltará en cualquier país quien te
tome a su servicio, aunque sólo sea para
guardar el ganado.
-Para eso llevo yo tres hijos -añadió otra
mujer-; primero son ellos que Gustavo.
Y en balde se acercó el niño a los demás.
Cada cual siguió su camino, y el pobre huérfano,
comprendiendo que nada debía esperar
de los emigrados que con él iban y entre los
que no contaba con un amigo sincero, los dejó
antes de la noche tomando distinta senda
que los otros.
El pobre niño estaba rendido de fatiga, de
hambre y de sed. Se acordaba de que en su
modesto hogar nunca había carecido de nada.
Se hallaba cerca de una hermosa población,
pero no creía poder llegar a ella, tal era
su cansancio. En aquel camino vio un arroyo
en el que bebió, y el agua le dio nuevas fuerzas
para seguir andando. Antes de entrar en
la ciudad divisó un pequeño castillo; las puertas
y ventanas cerradas parecían indicar que
no estaba habitado. A su espalda tenía un
hermoso jardín, cuya cerca ruinosa permitía
ver, por entre numerosas grietas, los elevados
árboles, las calles cubiertas de rastrojos y
muchas estatuas y fuentes. También divisó
Gustavo, al resplandor del astro de la noche
que enviaba sus melancólicos rayos a la tierra,
un pabellón que tenía entreabierta una de
sus ventanas.
-Si yo pudiese dormir ahí esta noche, se
dijo, mañana encontraría quizás un albergue
mejor.
Una vez pensado esto, saltó, no sin alguna
dificultad, la tapia; se dirigió al pabellón y,
abriendo del todo la ventana, penetró resueltamente
en la habitación. Esta no era muy
espaciosa y no tenía más muebles que una
mesa y un diván. Del techo pendía una lámpara
y en los muros, cubiertos de tapices, se
divisaba un cuadro que Gustavo no podía distinguir
a causa de la oscuridad que allí reinaba.
Sólo veía brillar el marco dorado. No logrando
satisfacer el hambre, pensó dormir al
menos, y echándose en el diván, que le pareció
un lecho muy blando, apoyó la cabeza en
uno de sus brazos para que le sirviera de almohada.
A poco rato oyó el triste tañido de una
campana distante y, llenándose sus ojos de
lágrimas, murmuró:
-Así sonaba la de mi parroquia cuando yo,
tenía patria.
Pero como Gustavo era un niño, aquella
preocupación le duró poco, y al fin se durmió
profundamente.
Cuando se despertó habían pasado algunas
horas y los rayos de la luna penetraban en la
habitación. Uno de ellos iluminaba el cuadro,
y Gustavo pudo ver que representaba el retrato
de cuerpo entero y de tamaño natural
de una mujer. Era joven, bellísima, con el
cabello castaño, los ojos grandes y expresivos
y las facciones todas de extraordinaria perfección.
Iba vestida de negro, y en una de sus
blancas manos sostenía un libro encuadernado
lujosamente.
Gustavo la miró largo rato; no había visto
jamás un rostro más hermoso ni una mujer
de mayor atractivo. Pero cuando estaba más
absorto, una nube veló la luna, y el retrato
volvió a quedar envuelto en las sombras.
A la mañana siguiente se despertó, resuelto
a continuar su camino, pero entonces advirtió,
no sin sorpresa, que la ventana por
donde había entrado estaba cerrada y encendida
la lámpara, que pendía del techo. ¿Iría a
morir allí de hambre y de sed?
Quiso abrir las maderas, pero no lo consiguió;
gritó, mas su voz no fue oída, y temiendo
que le hubieran hecho prisionero, pensó,
no sin espanto, que había caído en poder de
algunos infames que no le soltarían fácilmente,
puesto que nada podía dar para su rescate.
Mirando bien a todos lados, no tardó en ver
una cesta con provisiones y un jarro de agua.
¿Será esto para mí? -se dijo mientras sacaba
todo lo que contenía la cesta sobre la mesa-.
Hay pan, carne, fiambre, un pollo y frutas,
¿Cuándo he comido yo cosas tan buenas? No
debo dudar: puesto que han dejado esto aquí
y me han encerrado, es que es mío.
Y comió con un apetito excelente.
Una vez satisfecha el hambre se encontró
bastante aburrido; su única distracción era
contemplar el retrato de aquella dama que
parecía también mirarle.
Así se pasó el día; el aceite de la lámpara
se consumió y esta cesó de arder. Apenas
quedó Gustavo en la oscuridad, buscó el diván
a tientas, se echó sobre él y a poco rato durmió.
Le despertó un ruido extraño y una súbita
claridad; volvió los ojos hacia el retrato y vio
sólo el marco.
Delante se hallaba una mujer vestida de
negro, que llevaba una lámpara en la mano.
Era el retrato que se había animado, tenía
vida y, bajando de su lienzo, se dirigía al lado
de Gustavo que le miraba con el mayor
asombro.
Sí, no había duda, era ella, la hermosa
dama de cabello oscuro y ojos negros; la inanimada
pintura de la noche antes tenía un
cuerpo, un alma, una expresión.
Gustavo creyó que soñaba, y más aún lo
pensó cuando la singular mujer, llegando junto
a él le miró fijamente y le dijo esta palabra
sola:
-Mañana.
Tuvo el niño miedo y cerró los ojos; cuando
al cabo de un rato los abrió, la visión había
desaparecido, el retrato estaba en su dorado
marco, pero había dejado una prueba de su
presencia, la lámpara encendida. Entonces, ya
excitado por lo ocurrido anteriormente, Gustavo
creyó que el retrato continuaba vivo y se
atrevió a hacerle diversas preguntas, a las
que naturalmente no tuvo respuesta ninguna,
llegando a sospechar que aquello no había
sido más que una alucinación.
Al día siguiente comió el resto de sus provisiones
y tuvo el intento de permanecer despierto
para cuando fuese el retrato, pero, como
la noche anterior, se apagó la lámpara y,
Gustavo, a obscuras y solo, no pudo resistir el
sueño que en breve se apoderó de él.
Al despertarse, el retrato estaba vivo otra
vez; la bella dama miraba a Gustavo con ternura;
iluminando su rostro la luz de la lámpara
que, como la noche anterior, ardía sobre la
mesa. Un vago temor se apoderó del niño,
que cerró los ojos. Pero después oyó que un
hombre y una mujer, el retrato, sin duda,
hablaban cerca de él.
-¿No te aseguraba yo -decía ella-, que mi
niño no había muerto, y que más tarde o más
temprano le hallaría?
-Pero ¿es en realidad tu niño? -preguntaba
el hombre.
-Ciertamente; mírale bien. Tiene el cabello
castaño oscuro, como yo, la frente altiva de
su padre, y en la expresión del rostro hay
algo de los dos. Haciendo tanto tiempo que no
me ve, le asusta mi presencia, pero ya le explicaré
todo y me amará como cuando era
más pequeño.
-Y ¿quién le ha traído aquí? -interrogó el
hombre.
-Un ángel, sin duda, que se ha compadecido
de mi llanto. Cógele en tus brazos y llévale
al castillo, padre mío.
Gustavo, al oír esto, se puso súbitamente
en pie y vio a un hombre de unos sesenta
años, al lado de la que él continuaba llamando
el retrato vivo.
-Ven, Alfredo- dijo ella.
-Señora -murmuró el niño-, mi nombre es
Gustavo, y no conozco a V.
-Eso crees tú, porque te han engañado:
pero yo probaré lo contrario. Sígueme.
El anciano cogió a Gustavo de la mano y,
aunque él opuso una débil resistencia, le hizo
salir por el marco del retrato, que era una
puerta que conducía a una galería que comunicaba
con el castillo.
Allí encontró a varios servidores, que le miraron
con extrañeza, y la dama dejó al niño
con el caballero un instante.
-Oye con atención -le dijo el anciano-, y
procura no olvidar mis palabras. Esa mujer
que acabas de ver es mi hija. Quedó viuda a
los dos años de matrimonio, teniendo un niño
de diez meses, al que hizo la desgracia viese
morir también más tarde; entonces perdió
ella la razón. Los médicos me dijeron que sólo
una gran alegría podría salvarla; pero ¿cómo
proporcionarla a la que nada debía esperar en
la tierra? Al verte, ha creído que eres su hijo y
la razón le vuelve poco a poco. Hace cinco
años que va todas las noches a ese pabellón;
ahora tú me dirás cómo te ha encontrado en
él.
Gustavo refirió en breves y sentidas frases
su triste historia y, viendo que el huérfano no
tenía a nadie en el mundo, profirió el caballero:
-Si eres bueno, tu fortuna está hecha; mi
hija y yo somos muy ricos y todo será para ti:
para eso es necesario que renuncies a esa
patria, a la que tanto amas a pesar de tus
cortos años, y a tu nombre: serás Alfredo y
no Gustavo, y yo te deberé el supremo bien
de que mi hija recobre la razón creyéndote su
niño. No descubras jamás este forzoso engaño,
y así tendrás un amor maternal que nunca
hubieses podido encontrar en el mundo.
En aquel momento entró la dama.
-¡Alfredo! -exclamó.
-¡Madre! -dijo el niño echándose en sus
brazos.
Ella le besó con transporte, y luego dulces
lágrimas brotaron de sus ojos, llanto de felicidad
que indicaba que su vacilante razón no
estaba ya perdida.
En efecto, no tardó en curarse del todo,
llenando de júbilo a su anciano padre que
tanto la amaba.
Gustavo, o más bien Alfredo, obtuvo todo
el cariño, toda la abnegación que hubiese alcanzado
el verdadero hijo de la dama, que
siempre se había obstinado en creer que su
niño no había muerto.
Y mientras el huérfano desvalido y abandonado,
cuando salió de su patria se veía lisonjeado
con los más gratos favores de la
suerte, los otros emigrados arrastraban una
existencia miserable, sufriendo privaciones de
todos géneros. El pabellón donde hallaron a
Gustavo, fue objeto de constante veneración
para la dama y para el niño, el que durante
mucho tiempo siguió creyendo que su supuesta
madre era el retrato vivo que vio la noche
de su llegada, porque, habiéndose roto el resorte
que hacía se comunicase el pabellón con
la galería, por medio de una puerta oculta, el
lienzo no volvió a ocupar jamás su primitivo
puesto.

Alicia en el pais de las maravillas

alicia_en_el_pais_de_las_maravillas
Capítulo 1 – EN LA MADRIGUERA DEL CONEJO
Alicia empezaba ya a cansarse de estar
sentada con su hermana a la orilla del río, sin
tener nada que hacer: había echado un par
de ojeadas al libro que su hermana estaba
leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos.
«¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?
», se preguntaba Alicia.
Así pues, estaba pensando (y pensar le
costaba cierto esfuerzo, porque el calor del
día la había dejado soñolienta y atontada) si
el placer de tejer una guirnalda de margaritas
la compensaría del trabajo de levantarse y
coger las margaritas, cuando de pronto saltó
cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados.
No había nada muy extraordinario en esto,
ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír
que el conejo se decía a sí mismo: «¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando
pensó en ello después, decidió que, desde
luego, hubiera debido sorprenderla mucho,
pero en aquel momento le pareció lo más natural
del mundo). Pero cuando el conejo se
sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró y
echó a correr, Alicia se levantó de un salto,
porque comprendió de golpe que ella nunca
había visto un conejo con chaleco, ni con reloj
que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad,
se puso a correr tras el conejo por la
pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo
se precipitaba en una madriguera que se
abría al pie del seto.
Un momento más tarde, Alicia se metía
también en la madriguera, sin pararse a considerar
cómo se las arreglaría después para
salir.
Al principio, la madriguera del conejo se
extendía en línea recta como un túnel, y después
torció bruscamente hacia abajo, tan
bruscamente que Alicia no tuvo siquiera
tiempo de pensar en detenerse y se encontró
cayendo por lo que parecía un pozo muy profundo.
O el pozo era en verdad profundo, o ella
caía muy despacio, porque Alicia, mientras
descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a
su alrededor y para preguntarse qué iba a
suceder después. Primero, intentó mirar
hacia abajo y ver a dónde iría a parar, pero
estaba todo demasiado oscuro para distinguir
nada. Después miró hacia las paredes del pozo
y observó que estaban cubiertas de armarios
y estantes para libros: aquí y allá vio
mapas y cuadros, colgados de clavos. Cogió,
a su paso, un jarro de los estantes. Llevaba
una etiqueta que decía: MERMELADA DE NARANJA,
pero vio, con desencanto, que estaba
vacío.
No le pareció bien tirarlo al fondo, por
miedo a matar a alguien que anduviera por
abajo, y se las arregló para dejarlo en otro de
los estantes mientras seguía descendiendo.
«¡Vaya! », pensó Alicia. «¡Después de una
caída como ésta, rodar por las escaleras me
parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente
me encontrarán todos! ¡Ni siquiera lloraría,
aunque me cayera del tejado!» (Y era verdad.)
Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca
de caer?
–Me gustaría saber cuántas millas he descendido
ya –dijo en voz alta–.
Tengo que estar bastante cerca del centro
de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro
mil millas de profundidad…
Como veis, Alicia había aprendido algunas
cosas de éstas en las clases de la escuela, y
aunque no era un momento muy oportuno
para presumir de sus conocimientos, ya que
no había nadie allí que pudiera escucharla, le
pareció que repetirlo le servía de repaso.
–Sí, está debe de ser la distancia… pero
me pregunto a qué latitud o longitud habré
llegado.
Alicia no tenía la menor idea de lo que era
la latitud, ni tampoco la longitud, pero le pareció
bien decir unas palabras tan bonitas e
impresionantes. Enseguida volvió a empezar.
–¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra!
¡Qué divertido sería salir donde vive esta
gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos,
creo… (Ahora Alicia se alegró de que no
hubiera nadie escuchando, porque esta palabra
no le sonaba del todo bien.) Pero entonces
tendré que preguntarles el nombre del
país. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva
Zelanda o en Australia?
Y mientras decía estas palabras, ensayó
una reverencia. ¡Reverencias mientras caía
por el aire! ¿Creéis que esto es posible?
–¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecerle!
No, mejor será no preguntar nada. Ya
lo veré escrito en alguna parte.
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa
que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar
otra vez.
–¡Temo que Dina me echará mucho de
menos esta noche ! (Dina era la gata.) Espero
que se acuerden de su platito de leche a la
hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte
conmigo aquí abajo! En el aire no hay ratones,
claro, pero podrías cazar algún murciélago,
y se parecen mucho a los ratones, sabes.
Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos
los gatos?
Al llegar a este punto, Alicia empezó a
sentirse medio dormida y siguió diciéndose
como en sueños: «¿Comen murciélagos los
gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?» Y a
veces: «¿Comen gatos los murciélagos?»
Porque, como no sabía contestar a ninguna
de las dos preguntas, no importaba mucho
cual de las dos se formulara. Se estaba durmiendo
de veras y empezaba a soñar que paseaba
con Dina de la mano y que le preguntaba
con mucha ansiedad: «Ahora Dina, dime
la verdad, ¿te has comido alguna vez un
murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!,
fue a dar sobre un montón de ramas y hojas
secas. La caída había terminado.
Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó
de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba
oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo,
y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco,
que se alejaba a toda prisa. No había
momento que perder, y Alicia, sin vacilar,
echó a correr como el viento, y llego justo a
tiempo para oírle decir, mientras doblaba un
recodo:
–¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde
se me está haciendo!
Iba casi pisándole los talones, pero, cuando
dobló a su vez el recodo, no vio al Conejo
por ninguna parte. Se encontró en un vestíbulo
amplio y bajo, iluminado por una hilera
de lámparas que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de todo el vestíbulo,
pero todas estaban cerradas con llave,
y cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando
por un lado y subiendo por el otro, probando
puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro
de la habitación, y se preguntó cómo se
las arreglaría para salir de allí.
De repente se encontró ante una mesita
de tres patas, toda de cristal macizo.
No había nada sobre ella, salvo una diminuta
llave de oro, y lo primero que se le ocurrió
a Alicia fue que debía corresponder a una
de las puertas del vestíbulo. Pero, ¡ay!, o las
cerraduras eran demasiado grandes, o la llave
era demasiado pequeña, lo cierto es que
no pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo,
al dar la vuelta por segunda vez, descubrió
una cortinilla que no había visto antes, y detrás
había una puertecita de unos dos palmos
de altura. Probó la llave de oro en la cerradura,
y vio con alegría que ajustaba bien.
Alicia abrió la puerta y se encontró con
que daba a un estrecho pasadizo, no más ancho
que una ratonera. Se arrodilló y al otro
lado del pasadizo vio el jardín más maravilloso
que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de
salir de aquella oscura sala y de pasear entre
aquellos macizos de flores multicolores y
aquellas frescas fuentes! Pero ni siquiera podía
pasar la cabeza por la abertura. «Y aunque
pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre
Alicia, «de poco iba a servirme sin los hombros.
¡Cómo me gustaría poderme encoger
como un telescopio! Creo que podría hacerlo,
sólo con saber por dónde empezar.» Y es
que, como veis, a Alicia le habían pasado tantas
cosas extraordinarias aquel día, que había
empezado a pensar que casi nada era en realidad
imposible.
De nada servía quedarse esperando junto
a la puertecita, así que volvió a la mesa, casi
con la esperanza de encontrar sobre ella otra
llave, o, en todo caso, un libro de instrucciones
para encoger a la gente como si fueran
telescopios. Esta vez encontró en la mesa
una botellita («que desde luego no estaba
aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello
de la botella había una etiqueta de papel
con la palabra «BEBEME» hermosamente impresa
en grandes caracteres.
Está muy bien eso de decir «BEBEME», pero
la pequeña Alicia era muy prudente y no
iba a beber aquello por las buenas. «No, primero
voy a mirar», se dijo, «para ver si lleva
o no la indicación de veneno.» Porque Alicia
había leído preciosos cuentos de niños que se
habían quemado, o habían sido devorados
por bestias feroces, u otras cosas desagradables,
sólo por no haber querido recordar las
sencillas normas que las personas que buscaban
su bien les habían inculcado: como que
un hierro al rojo te quema si no lo sueltas en
seguida, o que si te cortas muy hondo en un
dedo con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia
no olvidaba nunca que, si bebes mucho de
una botella que lleva la indicación «veneno»,
terminará, a la corta o a la larga, por hacerte
daño.
Sin embargo, aquella botella no llevaba la
indicación «veneno», así que Alicia se atrevió
a probar el contenido, y, encontrándolo muy
agradable (tenía, de hecho, una mezcla de
sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo
asado, caramelo y tostadas calientes con
mantequilla), se lo acabó en un santiamén.
–¡Qué sensación más extraña! –dijo Alicia–.
Me debo estar encogiendo como un telescopio.
Y así era, en efecto: ahora medía sólo
veinticinco centímetros, y su cara se iluminó
de alegría al pensar que tenía la talla adecuada
para pasar por la puertecita y meterse en
el maravilloso jardín. Primero, no obstante,
esperó unos minutos para ver si seguía todavía
disminuyendo de tamaño, y esta posibilidad
la puso un poco nerviosa. «No vaya consumirme
del todo, como una vela», se dijo
para sus adentros. «¿Qué sería de mí entonces?
» E intentó imaginar qué ocurría con la
llama de una vela, cuando la vela estaba
apagada, pues no podía recordar haber visto
nunca una cosa así.
Después de un rato, viendo que no pasaba
nada más, decidió salir en seguida al jardín.
Pero, ¡pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta,
se encontró con que había olvidado la llavecita
de oro, y, cuando volvió a la mesa para
recogerla, descubrió que no le era posible alcanzarla.
Podía verla claramente a través del
cristal, e intentó con ahínco trepar por una de
las patas de la mesa, pero era demasiado
resbaladiza. Y cuando se cansó de intentarlo,
la pobre niña se sentó en el suelo y se echó a
llorar.
«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta
manera!», se dijo Alicia a sí misma, con bastante
firmeza. «¡Te aconsejo que dejes de
llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo general
muy buenos consejos a sí misma (aunque
rara vez los seguía), y algunas veces se
reñía con tanta dureza que se le saltaban las
lágrimas. Se acordaba incluso de haber intentado
una vez tirarse de las orejas por haberse
hecho trampas en un partido de croquet que
jugaba consigo misma, pues a esta curiosa
criatura le gustaba mucho comportarse como
si fuera dos personas a la vez. «¡Pero de nada
me serviría ahora comportarme como si
fuera dos personas!», pensó la pobre Alicia.
«¡Cuando ya se me hace bastante difícil ser
una sola persona como Dios manda!»Poco
después, su mirada se posó en una cajita de
cristal que había debajo de la mesa. La abrió
y encontró dentro un diminuto pastelillo, en
que se leía la palabra «COMEME», deliciosamente
escrita con grosella. «Bueno, me lo
comeré», se dijo Alicia, «y si me hace crecer,
podré coger la llave, y, si me hace todavía
más pequeña, podré deslizarme por debajo
de la puerta. De un modo o de otro entraré
en el jardín, y eso es lo que importa.»Dio un
mordisquito y se preguntó nerviosísima a sí
misma: «¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?» Al
mismo tiempo, se llevó una mano a la cabeza
para notar en qué dirección se iniciaba el
cambio, y quedó muy sorprendida al advertir
que seguía con el mismo tamaño. En realidad,
esto es lo que sucede normalmente
cuando se da un mordisco a un pastel, pero
Alicia estaba ya tan acostumbrada a que todo
lo que le sucedía fuera extraordinario, que le
pareció muy aburrido y muy tonto que la vida
discurriese por cauces normales.
Así pues pasó a la acción, y en un santiamén
dio buena cuenta del pastelito.
Capítulo 2 – EL CHARCO DE LAGRIMAS
–¡Curiorífico y curiorífico! –exclamó Alicia
(estaba tan sorprendida, que por un momento
se olvidó hasta de hablar correctamente)–
. ¡Ahora me estoy estirando como el telescopio
más largo que haya existido jamás!
¡Adiós, pies! –gritó, porque cuando miró
hacia abajo vio que sus pies quedaban ya tan
lejos que parecía fuera a perderlos de vista–.
¡Oh, mis pobrecitos pies! ¡Me pregunto quién
os pondrá ahora vuestros zapatos y vuestros
calcetines! ¡Seguro que yo no podré hacerlo!
Voy a estar demasiado lejos para ocuparme
personalmente de vosotros: tendréis que
arreglároslas como podáis… Pero voy a tener
que ser amable con ellos –pensó Alicia–, ¡o
a lo mejor no querrán llevarme en la dirección
en que yo quiera ir! Veamos: les regalaré
un par de zapatos nuevos todas las Navidades.
Y siguió planeando cómo iba a llevarlo a
cabo:
–Tendrán que ir por correo. ¡Y qué gracioso
será esto de mandarse regalos a los propios
pies! ¡Y qué chocante va a resultar la
dirección!
Al Sr. Pie Derecho de Alicia
Alfombra de la Chimenea,
junto al Guardafuegos
(con un abrazo de Alicia).
¡Dios mío, qué tonterías tan grandes estoy
diciendo!
Justo en este momento, su cabeza chocó
con el techo de la sala: en efecto, ahora medía
más de dos metros. Cogió rápidamente la
llavecita de oro y corrió hacia la puerta del
jardín.
¡Pobre Alicia! Lo máximo que podía hacer
era echarse de lado en el suelo y mirar el jardín
con un solo ojo; entrar en él era ahora
más difícil que nunca.
Se sentó en el suelo y volvió a llorar.
–¡Debería darte vergüenza! –dijo Alicia–.
¡Una niña tan grande como tú (ahora sí que
podía decirlo) y ponerse a llorar de este modo!
¡Para inmediatamente!
Pero siguió llorando como si tal cosa, vertiendo
litros de lágrimas, hasta que se formó
un verdadero charco a su alrededor, de unos
diez centímetros de profundidad y que cubría
la mitad del suelo de la sala.
Al poco rato oyó un ruidito de pisadas a lo
lejos, y se secó rápidamente los ojos para ver
quién llegaba. Era el Conejo Blanco que volvía,
espléndidamente vestido, con un par de
guantes blancos de cabritilla en una mano y
un gran abanico en la otra. Se acercaba trotando
a toda prisa, mientras rezongaba para
sí:
–¡Oh! ¡La Duquesa, la Duquesa! ¡Cómo se
pondrá si la hago esperar!
Alicia se sentía tan desesperada que estaba
dispuesta a pedir socorro a cualquiera. Así
pues, cuando el Conejo estuvo cerca de ella,
empezó a decirle tímidamente y en voz baja:
–Por favor, señor…
El Conejo se llevó un susto tremendo, dejó
caer los guantes blancos de cabritilla y el
abanico, y escapó a todo correr en la oscuridad.
Alicia recogió el abanico y los guantes, Y,
como en el vestíbulo hacía mucho calor, estuvo
abanicándose todo el tiempo mientras se
decía:
–¡Dios mío! ¡Qué cosas tan extrañas pasan
hoy! Y ayer todo pasaba como de costumbre.
Me pregunto si habré cambiado durante
la noche. Veamos: ¿era yo la misma al
levantarme esta mañana? Me parece que
puedo recordar que me sentía un poco distinta.
Pero, si no soy la misma, la siguiente pregunta
es ¿quién demonios soy? ¡Ah, este es
el gran enigma!
Y se puso a pensar en todas las niñas que
conocía y que tenían su misma edad, para
ver si podía haberse transformado en una de
ellas.
–Estoy segura de no ser Ada –dijo–, porque
su pelo cae en grandes rizos, y el mío no
tiene ni medio rizo. Y estoy segura de que no
puedo ser Mabel, porque yo sé muchísimas
cosas, y ella, oh, ¡ella sabe Poquísimas!
Además, ella es ella, y yo soy yo, y… ¡Dios
mío, qué rompecabezas! Voy a ver si sé todas
las cosas que antes sabía. Veamos: cuatro
por cinco doce, y cuatro por seis trece, y cuatro
por siete…
¡Dios mío! ¡Así no llegaré nunca a veinte!
De todos modos, la tabla de multiplicar no
significa nada. Probemos con la geografía.
Londres es la capital de París, y París es la
capital de Roma, y Roma… No, lo he dicho
todo mal, estoy segura. ¡Me debo haber convertido
en Mabel! Probaré, por ejemplo el de
la industriosa abeja.”
Cruzó las manos sobre el regazo y notó
que la voz le salía ronca y extraña y las palabras
no eran las que deberían ser:
`¡Ves como el industrioso cocodrilo
Aprovecha su lustrosa cola
Y derrama las aguas del Nilo
Por sobre sus escamas de oro!
`¡Con que alegría muestra sus dientes
Con que cuidado dispone sus uñas
Y se dedica a invitar a los pececillos
Para que entren en sus sonrientes mandíbulas!
¡Estoy segura que esas no son las palabras!
Y a la pobre Alicia se le llenaron otra
vez los ojos de lágrimas.
–¡Seguro que soy Mabel! Y tendré que ir a
vivir a aquella casucha horrible, y casi no
tendré juguetes para jugar, y ¡tantas lecciones
que aprender! No, estoy completamente
decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí! De
nada servirá que asomen sus cabezas por el
pozo y me digan: «¡Vuelve a salir, cariño!»
Me limitaré a mirar hacia arriba y a decir:
«¿Quién soy ahora, veamos? Decidme esto
primero, y después, si me gusta ser esa persona,
volveré a subir. Si no me gusta, me
quedaré aquí abajo hasta que sea alguien
distinto…» Pero, Dios mío –exclamó Alicia,
hecha un mar de lágrimas–, ¡cómo me gustaría
que asomaran de veras sus cabezas por
el pozo! ¡Estoy tan cansada de estar sola aquí
abajo!
Al decir estas palabras, su mirada se fijó
en sus manos, y vio con sorpresa que mientras
hablaba se había puesto uno de los pequeños
guantes blancos de cabritilla del Conejo.
–¿Cómo he podido hacerlo? –se preguntó–.
Tengo que haberme encogido otra vez.
Se levantó y se acercó a la mesa para
comprobar su medida. Y descubrió que, según
sus conjeturas, ahora no medía más de
sesenta centímetros, y seguía achicándose
rápidamente. Se dio cuenta en seguida de
que la causa de todo era el abanico que tenía
en la mano, y lo soltó a toda prisa, justo a
tiempo para no llegar a desaparecer del todo.
–¡De buena me he librado ! –dijo Alicia,
bastante asustada por aquel cambio inesperado,
pero muy contenta de verse sana y salva–.
¡Y ahora al jardín!
Y echó a correr hacia la puertecilla. Pero,
¡ay!, la puertecita volvía a estar cerrada y la
llave de oro seguía como antes sobre la mesa
de cristal. «¡Las cosas están peor que nunca!
», pensó la pobre Alicia. «¡Porque nunca
había sido tan pequeña como ahora, nunca!
¡Y declaro que la situación se está poniendo
imposible!»
Mientras decía estas palabras, le resbaló
un pie, y un segundo más tarde, ¡chap!, estaba
hundida hasta el cuello en agua salada.
Lo primero que se le ocurrió fue que se había
caído de alguna manera en el mar. «Y en este
caso podré volver a casa en tren», se dijo para
sí. (Alicia había ido a la playa una sola vez
en su vida, y había llegado a la conclusión
general de que, fuera uno a donde fuera, la
costa inglesa estaba siempre llena de casetas
de baño, niños jugando con palas en la arena,
después una hilera de casas y detrás una
estación de ferrocarril.) Sin embargo, pronto
comprendió que estaba en el charco de lágrimas
que había derramado cuando medía
casi tres metros de estatura.
–¡Ojalá no hubiera llorado tanto! –dijo
Alicia, mientras nadaba a su alrededor, intentando
encontrar la salida–. ¡Supongo que
ahora recibiré el castigo y moriré ahogada en
mis propias lágrimas! ¡Será de veras una cosa
extraña! Pero todo es extraño hoy.
En este momento oyó que alguien chapoteaba
en el charco, no muy lejos de ella, y
nadó hacia allí para ver quién era. Al Principio
creyó que se trataba de una morsa o un
hipopótamo, pero después se acordó de lo
pequeña que era ahora, y comprendió que
sólo era un ratón que había caído en el charco
como ella.
–¿Servirá de algo ahora –se preguntó Alicia–
dirigir la palabra a este ratón? Todo es
tan extraordinario aquí abajo, que no me
sorprendería nada que pudiera hablar. De todos
modos, nada se pierde por intentarlo. —
Así pues, Alicia empezó a decirle-: Oh, Ratón,
¿sabe usted cómo salir de este charco? ¡Estoy
muy cansada de andar nadando de un lado a
otro, oh, Ratón!
Alicia pensó que éste sería el modo correcto
de dirigirse a un ratón; nunca se había visto
antes en una situación parecida, pero recordó
haber leído en la Gramática Latina de
su hermano «el ratón — del ratón — al ratón –
– para el ratón — ¡oh, ratón!» El Ratón la miró
atentamente, y a Alicia le pareció que le
guiñaba uno de sus ojillos, pero no dijo nada.
«Quizá no sepa hablar inglés», pensó Alicia.
«Puede ser un ratón francés, que llegó hasta
aquí con Guillermo el Conquistador.» (Porque
a pesar de todos sus conocimientos de historia,
Alicia no tenía una idea muy clara de
cuánto tiempo atrás habían tenido lugar algunas
cosas.) Siguió pues:
–Où est ma chatte?
Era la primera frase de su libro de francés.
El Ratón dio un salto inesperado fuera del
agua y empezó a temblar de pies a cabeza.
–¡Oh, le ruego que me perdone! –gritó
Alicia apresuradamente, temiendo haber
herido los sentimientos del pobre animal–.
Olvidé que a usted no le gustan los gatos.
–¡No me gustan los gatos! –exclamó el
Ratón en voz aguda y apasionada–. ¿Te gustarían
a ti los gatos si tú fueses yo?
–Bueno, puede que no -dijo Alicia en tono
conciliador-. No se enfade por esto. Y, sin
embargo, me gustaría poder enseñarle a
nuestra gata Dina.
Bastaría que usted la viera para que empezaran
a gustarle los gatos. Es tan bonita y
tan suave –siguió Alicia, hablando casi para
sí misma, mientras nadaba perezosa por el
charco–, y ronronea tan dulcemente junto al
fuego, lamiéndose las patitas y lavándose la
cara… y es tan agradable tenerla en brazos…
y es tan hábil cazando ratones… ¡Oh, perdóneme,
por favor! –gritó de nuevo Alicia, porque
esta vez al Ratón se le habían puesto todos
los pelos de punta y tenía que estar enfadado
de veras–. No hablaremos más de
Dina, si usted no quiere.
–¡Hablaremos dices! chilló el Rat6n, que
estaba temblando hasta la mismísima punta
de la cola–. ¡Como si yo fuera a hablar de
semejante tema! Nuestra familia ha odiado
siempre a los gatos: ¡bichos asquerosos,
despreciables, vulgares! ¡Que no vuelva a oír
yo esta palabra!
–¡No la volveré a pronunciar! -dijo Alicia,
apresurándose a cambiar el tema de la conversación-.
¿Es usted… es usted amigo…
de… de los perros? El Ratón no dijo nada y
Alicia siguió diciendo atropelladamente–: Hay
cerca de casa un perrito tan mono que me
gustaría que lo conociera! Un pequeño terrier
de ojillos brillantes, sabe, con el pelo largo,
rizado, castaño. Y si le tiras un palo, va y lo
trae, y se sienta sobre dos patas para pedir la
comida, y muchas cosas más… no me acuerdo
ni de la mitad… Y es de un granjero, sabe,
y el granjero dice que es un perro tan útil que
no lo vendería ni por cien libras. Dice que
mata todas las ratas y… ¡Dios mío! —
exclamó Alicia trastornada–. ¡Temo que lo he
ofendido otra vez!
Porque el Ratón se alejaba de ella nadando
con todas sus fuerzas, y organizaba una auténtica
tempestad en la charca con su violento
chapoteo. Alicia lo llamó dulcemente mientras
nadaba tras él:
–¡Ratoncito querido! ¡vuelve atrás, y no
hablaremos más de gatos ni de perros, puesto
que no te gustan!
Cuando el Ratón oyó estas palabras, dio
media vuelta y nadó lentamente hacia ella:
tenía la cara pálida (de emoción, pensó Alicia)
y dijo con vocecita temblorosa:
–Vamos a la orilla, y allí te contaré mi historia,
y entonces comprenderás por qué odio
a los gatos y a los perros.
Ya era hora de salir de allí, pues la charca
se iba llenando más y más de los pájaros y
animales que habían caído en ella: había un
pato y un dodo, un loro y un aguilucho y
otras curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha
y todo el grupo nadó hacia la orilla.
Capítulo 3 – UNA CARRERA LOCA Y UNA
LARGA HISTORIA
El grupo que se reunió en la orilla tenía un
aspecto realmente extraño: los pájaros con
las plumas sucias, los otros animales con el
pelo pegado al cuerpo, y todos calados hasta
los huesos, malhumorados e incómodos.
Lo primero era, naturalmente, discurrir el
modo de secarse: lo discutieron entre ellos, y
a los pocos minutos a Alicia le parecía de lo
más natural encontrarse en aquella reunión y
hablar familiarmente con los animales, como
si los conociera de toda la vida. Sostuvo incluso
una larga discusión con el Loro, que
terminó poniéndose muy tozudo y sin querer
decir otra cosa que «soy más viejo que tú, y
tengo que saberlo mejor». Y como Alicia se
negó a darse por vencida sin saber antes la
edad del Loro, y el Loro se negó rotundamente
a confesar su edad, ahí acabó la conversación.
Por fin el Ratón, que parecía gozar de cierta
autoridad dentro del grupo, les gritó:
–¡Sentaos todos y escuchadme! ¡Os aseguro
que voy a dejaros secos en un santiamén!
Todos se sentaron pues, formando un amplio
círculo, con el Ratón en medio.
Alicia mantenía los ojos ansiosamente fijos
en él, porque estaba segura de que iba a
pescar un resfriado de aúpa si no se secaba
en seguida.
–¡Ejem! –carraspeó el Ratón con aires de
importancia–, ¿Estáis preparados? Esta es la
historia más árida y por tanto más seca que
conozco. ¡Silencio todos, por favor! «Guillermo
el Conquistador, cuya causa era apoyada
por el Papa, fue aceptado muy pronto por los
ingleses, que necesitaban un jefe y estaban
ha tiempo acostumbrados a usurpaciones y
conquistas. Edwindo Y Morcaro, duques de
Mercia y Northumbría…»
–¡Uf! –graznó el Loro, con un escalofrío.
–Con perdón –dijo el Ratón, frunciendo el
ceño, pero con mucha cortesía–.
¿Decía usted algo?
–¡Yo no! –se apresuró a responder el Loro.
–Pues me lo había parecido -dijo el Ratón-
-. Continúo. «Edwindo y Morcaro, duques de
Mercia y Northumbría, se pusieron a su favor,
e incluso Stigandio, el patriótico arzobispo de
Canterbury, lo encontró conveniente…»–
¿Encontró qué? -preguntó el Pato.
–Encontrólo -repuso el Ratón un poco enfadado–.
Desde luego, usted sabe lo que lo
quiere decir.
–¡Claro que sé lo que quiere decir! —
refunfuñó el Pato–. Cuando yo encuentro algo
es casi siempre una rana o un gusano. Lo
que quiero saber es qué fue lo que encontró
el arzobispo.
El Ratón hizo como si no hubiera oído esta
pregunta y se apresuró a continuar con su
historia:
–«Lo encontró conveniente y decidió ir
con Edgardo Athelingo al encuentro de Guillermo
y ofrecerle la corona. Guillermo actuó
al principio con moderación.
Pero la insolencia de sus normandos…»
¿Cómo te sientes ahora, querida? continuó,
dirigiéndose a Alicia.
–Tan mojada como al principio –dijo Alicia
en tono melancólico–. Esta historia es muy
seca, pero parece que a mi no me seca nada.
–En este caso –dijo solemnemente el Dodo,
mientras se ponía en pie–, propongo que
se abra un receso en la sesión y que pasemos
a la adopción inmediata de remedios más radicales…
–¡Habla en cristiano! –protestó el Aguilucho–.
No sé lo que quieren decir ni la mitad
de estas palabras altisonantes, y es más,
¡creo que tampoco tú sabes lo que significan!
Y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar
una sonrisa; algunos de los otros pájaros rieron
sin disimulo.
–Lo que yo iba a decir –siguió el Dodo en
tono ofendido– es que el mejor modo para
secarnos sería una Carrera Loca.
–¿Qué es una Carrera Loca? –preguntó
Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de
averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho
una pausa, como esperando que alguien dijera
algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada.
–Bueno, la mejor manera de explicarlo es
hacerlo.
(Y por si alguno de vosotros quiere hacer
también una Carrera Loca cualquier día de
invierno, voy a contaros cómo la organizó el
Dodo.)
Primero trazó una pista para la Carrera,
más o menos en círculo («la forma exacta no
tiene importancia», dijo) y después todo el
grupo se fue colocando aquí y allá a lo largo
de la pista. No hubo el «A la una, a las dos, a
las tres, ya», sino que todos empezaron a
correr cuando quisieron, y cada uno paró
cuando quiso, de modo que no era fácil saber
cuándo terminaba la carrera. Sin embargo,
cuando llevaban corriendo más o menos media
hora, y volvían a estar ya secos, el Dodo
gritó súbitamente:
–¡La carrera ha terminado!
Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor,
preguntando:
–¿Pero quién ha ganado?
El Dodo no podía contestar a esta pregunta
sin entregarse antes a largas cavilaciones,
y estuvo largo rato reflexionando con un dedo
apoyado en la frente (la postura en que aparecen
casi siempre retratados los pensadores),
mientras los demás esperaban en silencio.
Por fin el Dodo dijo:
–Todos hemos ganado, y todos tenemos
que recibir un premio.
–¿Pero quién dará los premios? —
preguntó un coro de voces.
–Pues ella, naturalmente –dijo el Dodo,
señalando a Alicia con el dedo.
Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia,
gritando como locos:
–¡Premios! ¡Premios!
Alicia no sabía qué hacer, y se metió desesperada
una mano en el bolsillo, y encontró
una caja de confites (por suerte el agua salada
no había entrado dentro), y los repartió
como premios. Había exactamente un confite
para cada uno de ellos.
–Pero ella también debe tener un premio –
-dijo el Ratón.
–Claro que sí -aprobó el Dodo con gravedad,
y, dirigiéndose a Alicia, preguntó–:
¿Qué más tienes en el bolsillo?
–Sólo un dedal -dijo Alicia.
–Venga el dedal -dijo el Dodo.
Y entonces todos la rodearon una vez más,
mientras el Dodo le ofrecía solemnemente el
dedal con las palabras:
–Os rogamos que aceptéis este elegante
dedal.
Y después de este cortísimo discurso, todos
aplaudieron con entusiasmo.
Alicia pensó que todo esto era muy absurdo,
pero los demás parecían tomarlo tan en
serio que no se atrevió a reír, y, como tampoco
se le ocurría nada que decir, se limitó a
hacer una reverencia, y a coger el dedal, con
el aire más solemne que pudo.
Había llegado el momento de comerse los
confites, lo que provocó bastante ruido y confusión,
pues los pájaros grandes se quejaban
de que sabían a poco, y los pájaros pequeños
se atragantaban y había que darles palmaditas
en la espalda. Sin embargo, por fin terminaron
con los confites, y de nuevo se sentaron
en círculo, y pidieron al Ratón que les
contara otra historia.
–Me prometiste contarme tu vida, ¿te
acuerdas? –dijo Alicia–. Y por qué odias a
los… G. y a los P. –añadió en un susurro, sin
atreverse a nombrar a los gatos y a los perros
por su nombre completo para no ofender
al Ratón de nuevo.
–¡Arrastro tras de mí una realidad muy
larga y muy triste! –exclamó el Ratón, dirigiéndose
a Alicia y dejando escapar un suspiro.
–Desde luego, arrastras una cola larguísima
–dijo Alicia, mientras echaba una mirada
admirativa a la cola del Ratón–, pero ¿por
qué dices que es triste?
Y tan convencida estaba Alicia de que el
Ratón se refería a su cola, que, cuando él
empezó a hablar, la historia que contó tomó
en la imaginación de Alicia una forma así:
“Cierta Furia dijo a un
Ratón al que se encontró
en su casa: “Vamos a ir juntos ante la Ley:
Yo te acusaré, y tú te defenderás.
¡Vamos! No admitiré más
discusiones Hemos de
tener un proceso, porque esta mañana no
he
tenido ninguna otra
cosa que hacer”. El
Ratón respondió a la
Furia: “Ese pleito, señora no servirá si no
tenemos juez y jurado,
y no servirá más que
para que nos gritemos
uno a otro como una
pareja de tontos”
Y replicó la Furia: “Yo seré
al mismo tiempo
el juez y el
jurado.” Lo dijo
taimadamente
la vieja Furia. “Yo seré
la que diga
todo lo que
haya que decir, y también quien
a muerte condene.”
–¡No me estás escuchando! –protestó el
Ratón, dirigiéndose a Alicia–.
¿Dónde tienes la cabeza?
–Por favor, no te enfades -dijo Alicia con
suavidad–. Si no me equivoco, ibas ya por la
quinta vuelta.
–¡Nada de eso! –chilló el Ratón–. ¿De
qué vueltas hablas? ¡Te estás burlando de mí
y sólo dices tonterías!
Y el Ratón se levantó y se fue muy enfadado.
–¡Ha sido sin querer! exclamó la pobre
Alicia–. ¡Pero tú te enfadas con tanta facilidad!
El Ratón sólo respondió con un gruñido,
mientras seguía alejándose.
–¡Vuelve, por favor, y termina tu historia!
–gritó Alicia tras él.
Y los otros animales se unieron a ella y gritaron
a coro:
–¡Sí, vuelve, por favor!
Pero el Ratón movió impaciente la cabeza
y apresuró el paso.
–¡Qué lástima que no se haya querido
quedar! -suspiró el Loro, cuando el Ratón se
hubo perdido de vista.
Y una vieja Cangreja aprovechó la ocasión
para decirle a su hija:
–¡Ah, cariño! ¡Que te sirva de lección para
no dejarte arrastrar nunca por tu mal genio!
–¡Calla esa boca, mamá! -protestó con
aspereza la Cangrejita-. ¡Eres capaz de acabar
con la paciencia de una ostra!
–¡Ojalá estuviera aquí Dina con nosotros!
–dijo Alicia en voz alta, pero sin dirigirse a
nadie en particular–.
¡Ella sí que nos traería al Ratón en un santiamén!
–¡Y quién es Dina, si se me permite la
pregunta? –quiso saber el Loro.
Alicia contestó con entusiasmo, porque
siempre estaba dispuesta a hablar de su amiga
favorita:
–Dina es nuestra gata. ¡Y no podéis imaginar
lo lista que es para cazar ratones! ¡Una
maravilla! ¡Y me gustaría que la vierais correr
tras los pájaros!
¡Se zampa un pajarito en un abrir y cerrar
de ojos!
Estas palabras causaron una impresión terrible
entre los animales que la rodeaban. Algunos
pájaros se apresuraron a levantar el
vuelo. Una vieja urraca se acurrucó bien entre
sus plumas, mientras murmuraba: «No
tengo más remedio que irme a casa; el frío
de la noche no le sienta bien a mi garganta».
Y un canario reunió a todos sus pequeños,
mientras les decía con una vocecilla temblorosa:
«¡Vamos, queridos! ¡Es hora de que estéis
todos en la cama!» Y así, con distintos
pretextos, todos se fueron de allí, y en unos
segundos Alicia se encontró completamente
sola.
–¡Ojalá no hubiera hablado de Dina! –se
dijo en tono melancólico–. ¡Aquí abajo, mi
gata no parece gustarle a nadie, y sin embargo
estoy bien segura de que es la mejor gata
del mundo! ¡Ay, mi Dina, mi querida Dina!
¡Me pregunto si volveré a verte alguna vez!
Y la pobre Alicia se echó a llorar de nuevo,
porque se sentía muy sola y muy deprimida.
Al poco rato, sin embargo, volvió a oír un ruidito
de pisadas a lo lejos y levantó la vista
esperanzada, pensando que a lo mejor el Ratón
había cambiado de idea y volvía atrás para
terminar su historia.
Capítulo 4 – LA CASA DEL CONEJO
Era el Conejo Blanco, que volvía con un
trotecillo saltarín y miraba ansiosamente a su
alrededor, como si hubiera perdido algo. Y
Alicia oyó que murmuraba:
–¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis
queridas patitas ! ¡Oh, mi piel y mis bigotes !
¡Me hará ejecutar, tan seguro como que los
grillos son grillos ! ¿Dónde demonios puedo
haberlos dejado caer? ¿Dónde? ¿Dónde?
Alicia comprendió al instante que estaba
buscando el abanico y el par de guantes
blancos de cabritilla, y llena de buena voluntad
se puso también ella a buscar por todos
lados, pero no encontró ni rastro de ellos. En
realidad, todo parecía haber cambiado desde
que ella cayó en el charco, y el vestíbulo con
la mesa de cristal y la puertecilla habían desaparecido
completamente.
A los pocos instantes el Conejo descubrió
la presencia de Alicia, que andaba buscando
los guantes y el abanico de un lado a otro, y
le gritó muy enfadado:
–¡Cómo, Mary Ann, qué demonios estás
haciendo aquí! Corre inmediatamente a casa
y tráeme un par de guantes y un abanico!
¡Aprisa!
Alicia se llevó tal susto que salió corriendo
en la dirección que el Conejo le señalaba, sin
intentar explicarle que estaba equivocándose
de persona.
–¡Me ha confundido con su criada! –se dijo
mientras corría–. ¡Vaya sorpresa se va a
llevar cuando se entere de quién soy! Pero
será mejor que le traiga su abanico y sus
guantes… Bueno, si logro encontrarlos.
Mientras decía estas palabras, llegó ante
una linda casita, en cuya puerta brillaba una
placa de bronce con el nombre «C. BLANCO»
grabado en ella. Alicia entró sin llamar, y corrió
escaleras arriba, con mucho miedo de
encontrar a la verdadera Mary Ann y de que
la echaran de la casa antes de que hubiera
encontrado los guantes y el abanico.
–¡Qué raro parece –se dijo Alicia eso de
andar haciendo recados para un conejo! ¡Supongo
que después de esto Dina también me
mandará a hacer sus recados! –Y empezó a
imaginar lo que ocurriría en este caso: «¡Señorita
Alicia, venga aquí inmediatamente y
prepárese para salir de paseo!», diría la niñera,
y ella tendría que contestar: «¡Voy en seguida!
Ahora no puedo, porque tengo que vigilar
esta ratonera hasta que vuelva Dina y
cuidar de que no se escape ningún ratón»–.
Claro que –siguió diciéndose Alicia–, si a Dina
le daba por empezar a darnos órdenes, no
creo que parara mucho tiempo en nuestra
casa.
A todo esto, había conseguido llegar hasta
un pequeño dormitorio, muy ordenado, con
una mesa junto a la ventana, y sobre la mesa
(como esperaba) un abanico y dos o tres pares
de diminutos guantes blancos de cabritilla.
Cogió el abanico y un par de guantes, y,
estaba a punto de salir de la habitación,
cuando su mirada cayó en una botellita que
estaba al lado del espejo del tocador. Esta
vez no había letrerito con la palabra «BEBEME
», pero de todos modos Alicia lo destapó y
se lo llevó a los labios.
–Estoy segura de que, si como o bebo algo,
ocurrirá algo interesante –se dijo–. Y
voy a ver qué pasa con esta botella. Espero
que vuelva a hacerme crecer, porque en realidad,
estoy bastante harta de ser una cosilla
tan pequeñeja.
¡Y vaya si la hizo crecer! ¡Mucho más aprisa
de lo que imaginaba! Antes de que hubiera
bebido la mitad del frasco, se encontró con
que la cabeza le tocaba contra el techo y tuvo
que doblarla para que no se le rompiera el
cuello. Se apresuró a soltar la botella, mientras
se decía:
–¡Ya basta! Espero que no seguiré creciendo…
De todos modos, no paso ya por la
puerta… ¡Ojalá no hubiera bebido tan aprisa!
¡Por desgracia, era demasiado tarde para
pensar en ello! Siguió creciendo, y creciendo,
y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas en
el suelo. Un minuto más tarde no le quedaba
espacio ni para seguir arrodillada, y tuvo que
intentar acomodarse echada en el suelo, con
un codo contra la puerta y el otro brazo alrededor
del cuello. Pero no paraba de crecer, y,
como último recurso, sacó un brazo por la
ventana y metió un pie por la chimenea,
mientras se decía:
–Ahora no puedo hacer nada más, pase lo
que pase. ¿Qué va a ser de mí?
Por suerte la botellita mágica había producido
ya todo su efecto, y Alicia dejó de crecer.
De todos modos, se sentía incómoda y, como
no parecía haber posibilidad alguna de volver
a salir nunca de aquella habitación, no es de
extrañar que se sintiera también muy desgraciada.
–Era mucho más agradable estar en mi
casa –pensó la pobre Alicia–. Allí, al menos,
no me pasaba el tiempo creciendo y disminuyendo
de tamaño, y recibiendo órdenes de
ratones y conejos. Casi preferiría no haberme
metido en la madriguera del Conejo… Y, sin
embargo, pese a todo, ¡no se puede negar
que este género de vida resulta interesante!
¡Yo misma me pregunto qué puede haberme
sucedido! Cuando leía cuentos de hadas,
nunca creí que estas cosas pudieran ocurrir
en la realidad, ¡y aquí me tenéis metida hasta
el cuello en una aventura de éstas! Creo que
debiera escribirse un libro sobre mí, sí señor.
Y cuando sea mayor, yo misma lo escribiré…
Pero ya no puedo ser mayor de lo que soy
ahora –añadió con voz lúgubre–. Al menos,
no me queda sitio para hacerme mayor mientras
esté metida aquí dentro. Pero entonces,
¿es que nunca me haré mayor de lo que soy
ahora? Por una parte, esto sería una ventaja,
no llegaría nunca a ser una vieja, pero por
otra parte ¡tener siempre lecciones que
aprender! ¡Vaya lata! ¡Eso si que no me gustaría
nada! ¡Pero qué tonta eres, Alicia! –se
rebatió a sí misma–. ¿Cómo vas a poder estudiar
lecciones metida aquí dentro? Apenas
si hay sitio para ti, ¡Y desde luego no queda
ni un rinconcito para libros de texto!
Y así siguió discurseando un buen rato,
unas veces en un sentido y otras llevándose a
sí misma la contraria, manteniendo en definitiva
una conversación muy seria, como si se
tratara de dos personas. Hasta que oyó una
voz fuera de la casa, y dejó de discutir consigo
misma para escuchar.
–¡Mary Ann! ¡Mary Ann! –decía la voz–.
¡Tráeme inmediatamente mis guantes!
Después Alicia oyó un ruidito de pasos por
la escalera. Comprendió que era el Conejo
que subía en su busca y se echó a temblar
con tal fuerza que sacudió toda la casa, olvidando
que ahora era mil veces mayor que el
Conejo Blanco y no había por tanto motivo
alguno para tenerle miedo.
Ahora el Conejo había llegado ante la
puerta, e intentó abrirla, pero, como la puerta
se abría hacia adentro y el codo de Alicia
estaba fuertemente apoyado contra ella, no
consiguió moverla. Alicia oyó que se decía
para sí:
–Pues entonces daré la vuelta y entraré
por la ventana.
–Eso sí que no –pensó Alicia.
Y, después de esperar hasta que creyó oír
al Conejo justo debajo de la ventana, abrió
de repente la mano e hizo gesto de atrapar lo
que estuviera a su alcance. No encontró nada,
pero oyó un gritito entrecortado, algo que
caía y un estrépito de cristales rotos, lo que
le hizo suponer que el Conejo se había caído
sobre un invernadero o algo por el estilo.
Después se oyó una voz muy enfadada, que
era la del Conejo:
–¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Y otra voz, que Alicia no había oído hasta
entonces:
–¡Aquí estoy, señor! ¡Cavando en busca
de manzanas, con permiso del señor!
–¡Tenías que estar precisamente cavando
en busca de manzanas! –replicó el Conejo
muy irritado–. ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Y
ayúdame a salir de esto!
Hubo más ruido de cristales rotos. –Y ahora
dime, Pat, ¿qué es eso que hay en la ventana?
–Seguro que es un brazo, señor –(y pronunciaba
«brasso»).
–¿Un brazo, majadero? ¿Quién ha visto
nunca un brazo de este tamaño? ¡Pero si llena
toda la ventana!
–Seguro que la llena, señor. ¡Y sin embargo
es un brazo!
–Bueno, sea lo que sea no tiene por que
estar en mi ventana. ¡Ve y quítalo de ahí!
Siguió un largo silencio, y Alicia sólo pudo
oír breves cuchicheos de vez en cuando, como
«¡Seguro que esto no me gusta nada, señor,
lo que se dice nada!» y «¡Haz de una vez
lo que te digo, cobarde!» Por último, Alicia
volvió a abrir la mano y a moverla en el aire
como si quisiera atrapar algo. Esta vez hubo
dos grititos entrecortados y más ruido de
cristales rotos. «¡Cuántos invernaderos de
cristal debe de haber ahí abajo!», pensó Alicia.
«¡Me pregunto qué harán ahora! Si se
trata de sacarme por la ventana, ojalá pudieran
lograrlo. No tengo ningunas ganas de seguir
mucho rato encerrada aquí dentro.
»Esperó unos minutos sin oír nada más.
Por fin escuchó el rechinar de las ruedas de
una carretilla y el sonido de muchas voces
que hablaban todas a la vez. Pudo entender
algunas palabras: «¿Dónde está la otra escalera?…
A mí sólo me dijeron que trajera una;
la otra la tendrá Bill… ¡Bill! ¡Trae la escalera
aquí, muchacho!… Aquí, ponedlas en esta
esquina… No, primero átalas la una a la
otra… Así no llegarán ni a la mitad… Claro
que llegarán, no seas pesado… ¡Ven aquí,
Bill, agárrate a esta cuerda!…
¿Aguantará este peso el tejado?… ¡Cuidado
con esta teja suelta!… ¡Eh, que se cae!
¡Cuidado con la cabeza!» Aquí se oyó una
fuerte caída. «Vaya, ¿quién ha sido?… Creo
que ha sido Bill… ¿Quién va a bajar por la
chimenea?…
¿Yo? Nanay. ¡Baja tú!… ¡Ni hablar! Tiene
que bajar Bill… ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice
que tienes que bajar por la chimenea!»
–¡Vaya! ¿Conque es Bill el que tiene que
bajar por la chimenea? se dijo Alicia–. ¡Parece
que todo se lo cargan a Bill! No me gustaría
estar en su pellejo: desde luego esta chimenea
es estrecha, pero me parece que podré
dar algún puntapié por ella.
Alicia hundió el pie todo lo que pudo dentro
de la chimenea, y esperó hasta oír que la
bestezuela (no podía saber de qué tipo de
animal se trataba) escarbaba y arañaba dentro
de la chimenea, justo encima de ella.
Entonces, mientras se decía a sí misma:
«¡Aquí está Bill! », dio una fuerte patada, y
esperó a ver qué pasaba a continuación.
Lo primero que oyó fue un coro de voces
que gritaban a una: «¡Ahí va Bill!», y después
la voz del Conejo sola: «¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los
que estáis junto a la valla!» Siguió un silencio
y una nueva avalancha de voces: «Levantadle
la cabeza… Venga un trago… Sin que se
ahogue… ¿Qué ha pasado, amigo? ¡Cuéntanoslo
todo!»
Por fin se oyó una vocecita débil y aguda,
que Alicia supuso sería la voz de Bill:
–Bueno, casi no sé nada… No quiero más
coñac, gracias, ya me siento mejor… Estoy
tan aturdido que no sé qué decir… Lo único
que recuerdo es que algo me golpeó rudamente,
¡y salí por los aires como el muñeco
de una caja de sorpresas!
–¡Desde luego, amigo! ¡Eso ya lo hemos
visto! –dijeron los otros.
–¡Tenemos que quemar la casa! –dijo la
voz del Conejo.
Y Alicia gritó con todas sus fuerzas:
–¡Si lo hacéis, lanzaré a Dina contra vosotros!
Se hizo inmediatamente un silencio de
muerte, y Alicia pensó para sí:
–Me pregunto qué van a hacer ahora. Si
tuvieran una pizca de sentido común, levantarían
el tejado.
Después de uno o dos minutos se pusieron
una vez más todos en movimiento, y Alicia
oyó que el Conejo decía:
–Con una carretada tendremos bastante
para empezar.
–¿Una carretada de qué? –pensó Alicia.
Y no tuvo que esperar mucho para averiguarlo,
pues un instante después una granizada
de piedrecillas entró disparada por la
ventana, y algunas le dieron en plena cara.
–Ahora mismo voy a acabar con esto –se
dijo Alicia para sus adentros, y añadió en alta
voz–: ¡Será mejor que no lo repitáis!
Estas palabras produjeron otro silencio de
muerte. Alicia advirtió, con cierta sorpresa,
que las piedrecillas se estaban transformando
en pastas de té, allí en el suelo, y una brillante
idea acudió de inmediato a su cabeza.
«Si como una de estas pastas», pensó,
«seguro que producirá algún cambio en mi
estatura. Y, como no existe posibilidad alguna
de que me haga todavía mayor, supongo que
tendré que hacerme forzosamente más pequeña
».
Se comió, pues, una de las pastas, y vio
con alegría que empezaba a disminuir inmediatamente
de tamaño. En cuanto fue lo bastante
pequeña para pasar por la puerta, corrió
fuera de la casa, y se encontró con un
grupo bastante numeroso de animalillos y
pájaros que la esperaban. Una lagartija, Bill,
estaba en el centro, sostenido por dos conejillos
de indias, que le daban a beber algo de
una botella. En el momento en que apareció
Alicia, todos se abalanzaron sobre ella. Pero
Alicia echó a correr con todas sus fuerzas, y
pronto se encontró a salvo en un espeso bosque.
–Lo primero que ahora tengo que hacer —
se dijo Alicia, mientras vagaba por el bosque
–es crecer hasta volver a recuperar mi estatura.
Y lo segundo es encontrar la manera de
entrar en aquel precioso jardín. Me parece
que éste es el mejor plan de acción.
Parecía, desde luego, un plan excelente, y
expuesto de un modo muy claro y muy simple.
La única dificultad radicaba en que no
tenía la menor idea de cómo llevarlo a cabo.
Y, mientras miraba ansiosamente por entre
los árboles, un pequeño ladrido que sonó justo
encima de su cabeza la hizo mirar hacia
arriba sobresaltada.
Un enorme perrito la miraba desde arriba
con sus grandes ojos muy abiertos y alargaba
tímidamente una patita para tocarla.
–¡Qué cosa tan bonita! –dijo Alicia, en tono
muy cariñoso, e intentó sin éxito dedicarle
un silbido, pero estaba también terriblemente
asustada, porque pensaba que el cachorro
podía estar hambriento, y, en este caso, lo
más probable era que la devorara de un solo
bocado, a pesar de todos sus mimos.
Casi sin saber lo que hacía, cogió del suelo
una ramita seca y la levantó hacia el perrito,
y el perrito dio un salto con las cuatro patas
en el aire, soltó un ladrido de satisfacción y
se abalanzó sobre el palo en gesto de ataque.
Entonces Alicia se escabulló rápidamente tras
un gran cardo, para no ser arrollada, y, en
cuanto apareció por el otro lado, el cachorro
volvió a precipitarse contra el palo, con tanto
entusiasmo que perdió el equilibrio y dio una
voltereta. Entonces Alicia, pensando que
aquello se parecía mucho a estar jugando con
un caballo percherón y temiendo ser pisoteada
en cualquier momento por sus patazas,
volvió a refugiarse detrás del cardo. Entonces
el cachorro inició una serie de ataques relámpago
contra el palo, corriendo cada vez un
poquito hacia adelante y un mucho hacia
atrás, y ladrando roncamente todo el rato,
hasta que por fin se sentó a cierta distancia,
jadeante, la lengua colgándole fuera de la
boca y los grandes ojos medio cerrados.
Esto le pareció a Alicia una buena oportunidad
para escapar. Así que se lanzó a correr,
y corrió hasta el límite de sus fuerzas y hasta
quedar sin aliento, y hasta que las ladridos
del cachorro sonaron muy débiles en la distancia.
–Y, a pesar de todo, ¡qué cachorrito tan
mono era! –dijo Alicia, mientras se apoyaba
contra una campanilla para descansar y se
abanicaba con una de sus hojas–. ¡Lo que
me hubiera gustado enseñarle juegos, si… si
hubiera tenido yo el tamaño adecuado para
hacerlo! ¡Dios mío! ¡Casi se me había olvidado
que tengo que crecer de nuevo! Veamos:
¿qué tengo que hacer para lograrlo? Supongo
que tendría que comer o que beber alguna
cosa, pero ¿qué? Éste es el gran dilema.
Realmente el gran dilema era ¿qué? Alicia
miró a su alrededor hacia las flores y hojas
de hierba, pero no vio nada que tuviera aspecto
de ser la cosa adecuada para ser comida
o bebida en esas circunstancias. Allí cerca
se erguía una gran seta, casi de la misma altura
que Alicia. Y, cuando hubo mirado debajo
de ella, y a ambos lados, y detrás, se le
ocurrió que lo mejor sería mirar y ver lo que
había encima.
Se puso de puntillas, y miró por encima
del borde de la seta, y sus ojos se encontraron
de inmediato con los ojos de una gran
oruga azul, que estaba sentada encima de la
seta con los brazos cruzados, fumando tranquilamente
una larga pipa y sin prestar la
menor atención a Alicia ni a ninguna otra cosa.
Capítulo 5 – CONSEJOS DE UNA ORUGA
La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un
rato en silencio: por fin la Oruga se sacó la
pipa de la boca, y se dirigió a la niña en voz
lánguida y adormilada.
–¿Quién eres tú? –dijo la Oruga.
No era una forma demasiado alentadora
de empezar una conversación. Alicia contestó
un poco intimidada:
–Apenas sé, señora, lo que soy en este
momento… Sí sé quién era al levantarme esta
mañana, pero creo que he cambiado varias
veces desde entonces.
–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó
la Oruga con severidad–. ¡A ver si te aclaras
contigo misma!
–Temo que no puedo aclarar nada conmigo
misma, señora –dijo Alicia–, porque yo
no soy yo misma, ya lo ve.
–No veo nada –protestó la Oruga.
–Temo que no podré explicarlo con más
claridad –insistió Alicia con voz amable–,
porque para empezar ni siquiera lo entiendo
yo misma, y eso de cambiar tantas veces de
estatura en un solo día resulta bastante desconcertante.
–No resulta nada –replicó la Oruga.
–Bueno, quizás usted no haya sentido
hasta ahora nada parecido –dijo Alicia–, pero
cuando se convierta en crisálida, cosa que
ocurrirá cualquier día, y después en mariposa,
me parece que todo le parecerá un poco
raro, ¿no cree?
–Ni pizca –declaró la Oruga.
–Bueno, quizá los sentimientos de usted
sean distintos a los míos, porque le aseguro
que a mi me parecería muy raro.
–¡A ti! –dijo la Oruga con desprecio–.
¿Quién eres tú?
Con lo cual volvían al principio de la conversación.
Alicia empezaba a sentirse molesta
con la Oruga, por esas observaciones tan secas
y cortantes, de modo que se puso tiesa
como un rábano y le dijo con severidad:
–Me parece que es usted la que debería
decirme primero quién es.
–¿Por qué? –inquirió la Oruga.
Era otra pregunta difícil, y como a Alicia no
se le ocurrió ninguna respuesta convincente y
como la Oruga parecía seguir en un estado de
ánimo de lo más antipático, la niña dio media
vuelta para marcharse.
–¡Ven aquí! –la llamó la Oruga a sus espaldas–.
¡Tengo algo importante que decirte!
Estas palabras sonaban prometedoras, y
Alicia dio otra media vuelta y volvió atrás.
–¡Vigila este mal genio! –sentenció la
Oruga.
–¿Es eso todo? –preguntó Alicia, tragándose
la rabia lo mejor que pudo.
–No –dijo la Oruga.
Alicia decidió que sería mejor esperar, ya
que no tenía otra cosa que hacer, y ver si la
Oruga decía por fin algo que mereciera la pena.
Durante unos minutos la Oruga siguió
fumando sin decir palabra, pero después
abrió los brazos, volvió a sacarse la pipa de la
boca y dijo:
–Así que tú crees haber cambiado, ¿no?
–Mucho me temo que si, señora. No me
acuerdo de cosas que antes sabía muy bien,
y no pasan diez minutos sin que cambie de
tamaño.
–¿No te acuerdas ¿de qué cosas?
–Bueno, intenté recitar los versos de “Ved
cómo la industriosa abeja… pero todo me salió
distinto, completamente distinto y seguí
hablando de cocodrilos”.
–Pues bien, haremos una cosa.
–¿Que?
–Recítame eso de “Ha envejecido, Padre
Guillermo…” –Ordenó la Oruga.
Alicia cruzó los brazos y empezó a recitar
el poema:
“Ha envejecido, Padre Guillermo,” dijo el
chico,
“Y su pelo está lleno de canas;
Sin embargo siempre hace el pino–
¿Con sus años aún tiene las ganas?
“Cuando joven,” dijo Padre Guillermo a su
hijo,
“No quería dañarme el coco;
Pero ya no me da ningún miedo,
Que de mis sesos me queda muy poco.”
“Ha envejecido,” dijo el muchacho,
“Como ya se ha dicho;
Sin embargo entró capotando–
¿Como aún puede andar como un bicho?
“Cuando joven,” dijo el sabio, meneando
su pelo blanco,
“Me mantenía el cuerpo muy ágil
Con ayuda medicinal y, si puedo ser franco,
Debes probarlo para no acabar débil.”
“Ha envejecido,” dijo el chico, “y tiene los
dientes inútiles
para más que agua y vino;
Pero zampó el ganso hasta los huesos frágiles–
A ver, señor, ¿que es el tino?”
Cuando joven,” dijo su padre, “me empeñé
en ser abogado,
Y discutía la ley con mi esposa;
Y por eso, toda mi vida me ha durado
Una mandíbula muy fuerte y musculosa.”
“Ha envejecido y sería muy raro,” dijo el
chico,
“Si aún tuviera la vista perfecta;
¿Pues cómo hizo bailar en su pico
Esta anguila de forma tan recta?”
“Tres preguntas ya has posado,
Y a ninguna más contestaré.
Si no te vas ahora mismo,
¡Vaya golpe que te pegaré!
–Eso no está bien –dijo la Oruga.
–No, me temo que no está del todo bien –
-reconoció Alicia con timidez–.
Algunas palabras tal vez me han salido revueltas.
–Está mal de cabo a rabo– sentenció la
Oruga en tono implacable, y siguió un silencio
de varios minutos.
La Oruga fue la primera en hablar.
¿Qué tamaño te gustaría tener? –le preguntó.
–No soy difícil en asunto de tamaños –se
apresuró a contestar Alicia–. Sólo que no es
agradable estar cambiando tan a menudo,
sabe.
–No sé nada –dijo la Oruga. Alicia no contestó.
Nunca en toda su vida le habían llevado
tanto la contraria, y sintió que se le estaba
acabando la paciencia.
–¿Estás contenta con tu tamaño actual? —
preguntó la Oruga.
–Bueno, me gustaría ser un poco más alta,
si a usted no le importa. ¡Siete centímetros
es una estatura tan insignificante!
¡Es una estatura perfecta! –dijo la Oruga
muy enfadada, irguiéndose cuan larga era
(medía exactamente siete centímetros).
–¡Pero yo no estoy acostumbrada a medir
siete centímetros! se lamentó la pobre Alicia
con voz lastimera, mientras pensaba para sus
adentros: «¡Ojalá estas criaturas no se ofendieran
tan fácilmente!»
–Ya te irás acostumbrando –dijo la Oruga,
y volvió a meterse la pipa en la boca y
empezó otra vez a fumar.
Esta vez Alicia esperó pacientemente a que
se decidiera a hablar de nuevo. Al cabo de
uno o dos minutos la Oruga se sacó la pipa
de la boca, dio unos bostezos y se desperezó.
Después bajó de la seta y empezó a deslizarse
por la hierba, al tiempo que decía:
–Un lado te hará crecer, y el otro lado te
hará disminuir.
–Un lado ¿de qué? El otro lado ¿de que? —
se dijo Alicia para sus adentros.
–De la seta –dijo la Oruga, como si la niña
se lo hubiera preguntado en voz alta.
Y al cabo de unos instantes se perdió de
vista.
Alicia se quedó un rato contemplando pensativa
la seta, en un intento de descubrir cuáles
serían sus dos lados, y, como era perfectamente
redonda, el problema no resultaba
nada fácil. Así pues, extendió los brazos todo
lo que pudo alrededor de la seta y arrancó
con cada mano un pedacito.
–Y ahora –se dijo–, ¿cuál será cuál?
Dio un mordisquito al pedazo de la mano
derecha para ver el efecto y al instante sintió
un rudo golpe en la barbilla. ¡La barbilla le
había chocado con los pies!
Se asustó mucho con este cambio tan repentino,
pero comprendió que estaba disminuyendo
rápidamente de tamaño, que no
había por tanto tiempo que perder y que debía
apresurarse a morder el otro pedazo. Tenía
la mandíbula tan apretada contra los pies
que resultaba difícil abrir la boca, pero lo
consiguió al fin, y pudo tragar un trocito del
pedazo de seta que tenía en la mano izquierda.
«¡Vaya, por fin tengo libre la cabeza!», se
dijo Alicia con alivio, pero el alivio se transformó
inmediatamente en alarma, al advertir
que había perdido de vista sus propios hombros:
todo lo que podía ver, al mirar hacia
abajo, era un larguísimo pedazo de cuello,
que parecía brotar como un tallo del mar de
hojas verdes que se extendía muy por debajo
de ella.
–¿Qué puede ser todo este verde? –dijo
Alicia–. ¿Y dónde se habrán marchado mis
hombros? Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es
que no puedo veros?
Mientras hablaba movía las manos, pero
no pareció conseguir ningún resultado, salvo
un ligero estremecimiento que agitó aquella
verde hojarasca distante.
Como no había modo de que sus manos
subieran hasta su cabeza, decidió bajar la cabeza
hasta las manos, y descubrió con entusiasmo
que su cuello se doblaba con mucha
facilidad en cualquier dirección, como una
serpiente. Acababa de lograr que su cabeza
descendiera por el aire en un gracioso zigzag
y se disponía a introducirla entre las hojas,
que descubrió no eran más que las copas de
los árboles bajo los que antes había estado
paseando, cuando un agudo silbido la hizo
retroceder a toda prisa. Una gran paloma se
precipitaba contra su cabeza y la golpeaba
violentamente con las alas.
–¡Serpiente! –chilló la paloma.
–¡Yo no soy una serpiente! –protestó Alicia
muy indignada–. ¡Y déjame en paz!
–¡Serpiente, más que serpiente! –siguió
la Paloma, aunque en un tono menos convencido,
y añadió en una especie de sollozo–:
¡Lo he intentado todo, y nada ha dado resultado!
–No tengo la menor idea de lo que usted
está diciendo! –dijo Alicia.
–Lo he intentado en las raíces de los árboles,
y lo he intentado en las riberas, y lo he
intentado en los setos –siguió la Paloma, sin
escuchar lo que Alicia le decía–. ¡Pero siempre
estas serpientes! ¡No hay modo de librarse
de ellas!
Alicia se sentía cada vez más confusa, pero
pensó que de nada serviría todo lo que ella
pudiera decir ahora y que era mejor esperar
a que la Paloma terminara su discurso.
–¡Como si no fuera ya bastante engorro
empollar los huevos! –dijo la Paloma–. ¡Encima
hay que guardarlos día y noche contra
las serpientes! ¡No he podido pegar ojo durante
tres semanas!
–Siento mucho que sufra usted tantas
molestias –dijo Alicia, que empezaba a comprender
el significado de las palabras de la
Paloma. –¡Y justo cuando elijo el árbol más
alto del bosque –continuó la Paloma, levantando
la voz en un chillido–, y justo cuando
me creía por fin libre de ellas, tienen que
empezar a bajar culebreando desde el cielo!
¡Qué asco de serpientes!
–Pero le digo que yo no soy una serpiente.
Yo soy una… Yo soy una…
–Bueno, qué eres, pues? –dijo la Paloma-
-. ¡Veamos qué demonios inventas ahora!
–Soy… soy una niñita –dijo Alicia, llena
de dudas, pues tenía muy presentes todos los
cambios que había sufrido a lo largo del día.
–¡A otro con este cuento! –respondió la
Paloma, en tono del más profundo desprecio-
-. He visto montones de niñitas a lo largo de
mi vida, ¡pero ninguna que tuviera un cuello
como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y
de nada sirve negarlo. ¡Supongo que ahora
me dirás que en tu vida te has zampado un
huevo!
–Bueno, huevos si he comido –reconoció
Alicia, que siempre decía la verdad–. Pero es
que las niñas también comen huevos, igual
que las serpientes, sabe.
–No lo creo –dijo la Paloma–, pero, si es
verdad que comen huevos, entonces no son
más que una variedad de serpientes, y eso es
todo.
Era una idea tan nueva para Alicia, que
quedó muda durante uno o dos minutos, lo
que dio oportunidad a la Paloma de añadir:
–¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo!
¡Y qué más me da a mí que seas una niña o
una serpiente?
–¡Pues a mí sí me da! –se apresuró a declarar
Alicia–. Y además da la casualidad de
que no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera
buscando huevos, no querría los tuyos:
no me gustan crudos.
–Bueno, pues entonces, lárgate –gruño la
Paloma, mientras se volvía a colocar en el
nido.
Alicia se sumergió trabajosamente entre
los árboles. El cuello se le enredaba entre las
ramas y tenía que pararse a cada momento
para liberarlo. Al cabo de un rato, recordó
que todavía tenía los pedazos de seta, y puso
cuidadosamente manos a la obra, mordisqueando
primero uno y luego el otro, y creciendo
unas veces y decreciendo otras, hasta
que consiguió recuperar su estatura normal.
Hacía tanto tiempo que no había tenido un
tamaño ni siquiera aproximado al suyo, que
al principio se le hizo un poco extraño. Pero
no le costó mucho acostumbrarse y empezó a
hablar consigo misma como solía.
–¡Vaya, he realizado la mitad de mi plan!
¡Qué desconcertantes son estos cambios! ¡No
puede estar una segura de lo que va a ser al
minuto siguiente! Lo cierto es que he recobrado
mi estatura normal. El próximo objetivo
es entrar en aquel precioso jardín… Me
pregunto cómo me las arreglaré para lograrlo.
Mientras decía estas palabras, llegó a un
claro del bosque, donde se alzaba una casita
de poco más de un metro de altura.
–Sea quien sea el que viva allí –pensó
Alicia–, no puedo presentarme con este tamaño.
¡Se morirían del susto!
Así pues, empezó a mordisquear una vez
más el pedacito de la mano derecha, Y no se
atrevió a acercarse a la casita hasta haber
reducido su propio tamaño a unos veinte centímetros.
Capítulo 6 – CERDO Y PIMIENTA
Alicia se quedó mirando la casa uno o dos
minutos, y preguntándose lo que iba a hacer,
cuando de repente salió corriendo del bosque
un lacayo con librea (a Alicia le pareció un
lacayo porque iba con librea; de no ser así, y
juzgando sólo por su cara, habría dicho que
era un pez) y golpeó enérgicamente la puerta
con los nudillos. Abrió la puerta otro lacayo
de librea, con una cara redonda y grandes
ojos de rana. Y los dos lacayos, observó Alicia,
llevaban el pelo empolvado y rizado. Le
entró una gran curiosidad por saber lo que
estaba pasando y salió cautelosamente del
bosque para oír lo que decían.
El lacayo-pez empezó por sacarse de debajo
del brazo una gran carta, casi tan grande
como él, y se la entregó al otro lacayo,
mientras decía en tono solemne:
–Para la Duquesa. Una invitación de la Reina
para jugar al croquet.
El lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono
solemne, pero cambiando un poco el orden
de las palabras:
–De la Reina. Una invitación para la Duquesa
para jugar al croquet.
Después los dos hicieron una profunda reverencia,
y los empolvados rizos entrechocaron
y se enredaron.
A Alicia le dio tal ataque de risa que tuvo
que correr a esconderse en el bosque por
miedo a que la oyeran. Y, cuando volvió a
asomarse, el lacayo-pez se había marchado y
el otro estaba sentado en el suelo junto a la
puerta, mirando estúpidamente el cielo.
Alicia se acercó tímidamente y llamó a la
puerta.
–No sirve de nada llamar –dijo el lacayo–
, y esto por dos razones. Primero, porque yo
estoy en el mismo lado de la puerta que tú;
segundo, porque están armando tal ruido dentro
de la casa, que es imposible que te oigan.
Y efectivamente del interior de la casa salía
un ruido espantoso: aullidos, estornudos y
de vez en cuando un estrepitoso golpe, como
si un plato o una olla se hubiera roto en mil
pedazos.
–Dígame entonces, por favor –preguntó
Alicia–, qué tengo que hacer para entrar.
–Llamar a la puerta serviría de algo —
siguió el lacayo sin escucharla–, si tuviéramos
la puerta entre nosotros dos. Por ejemplo,
si tú estuvieras dentro, podrías llamar, y
yo podría abrir para que salieras, sabes.
Había estado mirando todo el rato hacia el
cielo, mientras hablaba, y esto le pareció a
Alicia decididamente una grosería. «Pero a lo
mejor no puede evitarlo», se dijo para sus
adentros. «¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza!
Aunque por lo menos podría responder
cuando se le pregunta algo».
–¿Qué tengo que hacer para entrar? —
repitió ahora en voz alta.
–Yo estaré sentado aquí –observó el lacayo–
hasta mañana…
En este momento la puerta de la casa se
abrió, y un gran plato salió zumbando por los
aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le
rozó la nariz y fue a estrellarse contra uno de
los árboles que había detrás.
–… o pasado mañana, quizás –continuó
el lacayo en el mismo tono de voz, como si
no hubiese pasado absolutamente nada.
–¿Qué tengo que hacer para entrar? —
volvió a preguntar Alicia alzando la voz.
–Pero ¿tienes realmente que entrar? –dijo
el lacayo–. Esto es lo primero que hay que
aclarar, sabes.
Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó
nada que se lo dijeran.
–¡Qué pesadez! –masculló para sí–. ¡Qué
manera de razonar tienen todas estas criaturas!
¡Hay para volverse loco!
Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad
para repetir su observación, con variaciones:
–Estaré sentado aquí –dijo– días y días.
–Pero ¿qué tengo que hacer yo? –insistió
Alicia.
–Lo que se te antoje –dijo el criado, y
empezó a silbar.
–¡Oh, no sirve para nada hablar con él! —
murmuró Alicia desesperada–. ¡Es un perfecto
idiota!
Abrió la puerta y entró en la casa.
La puerta daba directamente a una gran
cocina, que estaba completamente llena de
humo. En el centro estaba la Duquesa, sentada
sobre un taburete de tres patas y con un
bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba
sobre el fogón y revolvía el interior de un
enorme puchero que parecía estar lleno de
sopa.
–¡Esta sopa tiene por descontado demasiada
pimienta! –se dijo Alicia para sus adentros,
mientras soltaba el primer estornudo.
Donde si había demasiada pimienta era en
el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de
vez en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba
alternativamente, sin un momento de
respiro. Los únicos seres que en aquella cocina
no estornudaban eran la cocinera y un rollizo
gatazo que yacía cerca del fuego, con
una sonrisa de oreja a oreja.
–¿Por favor, podría usted decirme —
preguntó Alicia con timidez, pues no estaba
demasiado segura de que fuera correcto por
su parte empezar ella la conversación– por
qué sonríe su gato de esa manera?
–Es un gato de Cheshire –dijo la Duquesa–,
por eso sonríe. ¡Cochino!
Gritó esta última palabra con una violencia
tan repentina, que Alicia estuvo a punto de
dar un salto, pero en seguida se dio cuenta
de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de
modo que recobró el valor y siguió hablando.
–No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran
siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera
sabía que los gatos pudieran sonreír.
–Todos pueden –dijo la Duquesa–, y muchos
lo hacen.
–No sabía de ninguno que lo hiciera –dijo
Alicia muy amablemente, contenta de haber
iniciado una conversación.
–No sabes casi nada de nada –dijo la Duquesa–.
Eso es lo que ocurre.
A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la
observación, y decidió que sería oportuno
cambiar de tema. Mientras estaba pensando
qué tema elegir, la cocinera apartó la olla de
sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo
que caía en sus manos contra la Duquesa y el
bebé: primero los hierros del hogar, después
una lluvia de cacharros, platos y fuentes. La
Duquesa no dio señales de enterarse, ni siquiera
cuando los proyectiles la alcanzaban, y
el bebé berreaba ya con tanta fuerza que era
imposible saber si los golpes le dolían o no.
–¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con
lo que hace! –gritó Alicia, mientras saltaba
asustadísima para esquivar los proyectiles–.
¡Le va a arrancar su preciosa nariz! –añadió,
al ver que un caldero extraordinariamente
grande volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.
–Si cada uno se ocupara de sus propios
asuntos –dijo la Duquesa en un gruñido–, el
mundo giraría mucho mejor y con menos
pérdida de tiempo.
–Lo cual no supondría ninguna ventaja —
intervino Alicia, muy contenta de que se presentara
una oportunidad de hacer gala de sus
conocimientos–. Si la tierra girase más aprisa,
¡imagine usted el lío que se armaría con
el día y la noche! Ya sabe que la tierra tarda
veinticuatro horas en ejecutar un giro completo
sobre su propio eje…
–Hablando de ejecutar –interrumpió la
Duquesa–, ¡que le corten la cabeza!
Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para
ver si se disponía a hacer algo parecido,
pero la cocinera estaba muy ocupada revolviendo
la sopa y no parecía prestar oídos a la
conversación, de modo que Alicia se animó a
proseguir su lección:
–Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce?
Yo…
–Tú vas a dejar de fastidiarme –dijo la
Duquesa–. ¡Nunca he soportado los cálculos!
Y empezó a mecer nuevamente al niño,
mientras le cantaba una especie de nana, y al
final de cada verso propinaba al pequeño una
fuerte sacudida.
Grítale y zurra al niñito
si se pone a estornudar,
porque lo hace el bendito
sólo para fastidiar.
CORO
(Con participación de la cocinera y el bebé)
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!
Cuando comenzó la segunda estrofa, la
Duquesa lanzó al niño al aire, recogiéndolo
luego al caer, con tal violencia que la criatura
gritaba a voz en cuello. Alicia apenas podía
distinguir las palabras:
A mi hijo le grito,
y si estornuda, ¡menuda paliza!
Porque, ¿es que acaso no le gusta
la pimienta cuando le da la gana?
CORO
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!
–¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú,
si quieres! –dijo la Duquesa al concluir la
canción, mientras le arrojaba el bebé por el
aire–. Yo tengo que ir a arreglarme para jugar
al croquet con la Reina.
Y la Duquesa salió apresuradamente de la
habitación. La cocinera le tiró una sartén en
el último instante, pero no la alcanzó.
Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificultad,
pues se trataba de una criaturita de
forma extraña y que forcejeaba con brazos y
piernas en todas direcciones, «como una estrella
de mar», pensó Alicia. El pobre pequeño
resoplaba como una maquina de vapor
cuando ella lo cogió, y se encogía y se estiraba
con tal furia que durante los primeros minutos
Alicia se las vio y deseó para evitar que
se le escabullera de los brazos.
En cuanto encontró el modo de tener el niño
en brazos (modo que consistió en retorcerlo
en una especie de nudo, la oreja izquierda
y el pie derecho bien sujetos para
impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al
aire libre. «Si no me llevo a este niño conmigo
», pensó, «seguro que lo matan en un día
o dos.
¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta
casa?» Dijo estas últimas palabras en alta
voz, y el pequeño le respondió con un gruñido
(para entonces había dejado ya de estornudar).
–No gruñas –le riñó Alicia–. Ésa no es
forma de expresarse.
El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la
cara con ansiedad, para ver si le pasaba algo.
No había duda de que tenía una nariz muy
respingona, mucho más parecida a un hocico
que a una verdadera nariz. Además los ojos
se le estaban poniendo demasiado pequeños
para ser ojos de bebé. A Alicia no le gustaba
ni pizca el aspecto que estaba tomando aquello.
«A lo mejor es porque ha estado llorando
», pensó, y le miró de nuevo los ojos, para
ver si había alguna lágrima. No, no había lágrimas.
–Si piensas convertirte en un cerdito, cariño
–dijo Alicia muy seria–, yo no querré
saber nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!
La pobre criaturita volvió a soltar un quejido
(¿o un gruñido? era imposible asegurarlo),
y los dos anduvieron en silencio durante un
rato.
Alicia estaba empezando a preguntarse a
sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo con
este chiquillo al volver a mi casa?», cuando el
bebé soltó otro gruñido, con tanta violencia
que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no
cabía la menor duda: no era ni más ni menos
que un cerdito, y a Alicia le pareció que sería
absurdo seguir llevándolo en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un
gran alivio al ver que echaba a trotar y se
adentraba en el bosque.
«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma,
«hubiera sido un niño terriblemente feo, pero
como cerdito me parece precioso». Y empezó
a pensar en otros niños que ella conocía y a
los que les sentaría muy bien convertirse en
cerditos.
«¡Si supiéramos la manera de transformarlos!
», se estaba diciendo, cuando tuvo un
ligero sobresalto al ver que el Gato de Cheshire
estaba sentado en la rama de un árbol
muy próximo a ella.
El Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a
sonreír. Parecía tener buen carácter, pero
también tenía unas uñas muy largas Y muchísimos
dientes, de modo que sería mejor tratarlo
con respeto.
–Minino de Cheshire –empezó Alicia tímidamente,
pues no estaba del todo segura de
si le gustaría este tratamiento: pero el Gato
no hizo más que ensanchar su sonrisa, por lo
que Alicia decidió que sí le gustaba–.
Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por
favor, qué camino debo seguir para salir de
aquí?
–Esto depende en gran parte del sitio al
que quieras llegar –dijo el
Gato.
–No me importa mucho el sitio… –dijo
Alicia.
–Entonces tampoco importa mucho el camino
que tomes –dijo el Gato.
–… siempre que llegue a alguna parte —
añadió Alicia como explicación.
–¡Oh, siempre llegarás a alguna parte —
aseguró el Gato–, si caminas lo suficiente!
A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta
de hoja, y decidió hacer otra pregunta:
¿Qué clase de gente vive por aquí?
–En esta dirección –dijo el Gato, haciendo
un gesto con la pata derecha– vive un Sombrerero.
Y en esta dirección –e hizo un gesto
con la otra pata– vive una Liebre de Marzo.
Visita al que quieras: los dos están locos.
–Pero es que a mí no me gusta tratar a
gente loca –protestó Alicia.
–Oh, eso no lo puedes evitar –repuso el
Gato–. Aquí todos estamos locos. Yo estoy
loco. Tú estás loca.
–¿Cómo sabes que yo estoy loca? —
preguntó Alicia.
–Tienes que estarlo afirmó el Gato–, o no
habrías venido aquí.
Alicia pensó que esto no demostraba nada.
Sin embargo, continuó con sus preguntas:
–¿Y cómo sabes que tú estás loco?
–Para empezar -repuso el Gato–, los perros
no están locos. ¿De acuerdo?
–Supongo que sí –concedió Alicia.
–Muy bien. Pues en tal caso –siguió su
razonamiento el Gato–, ya sabes que los perros
gruñen cuando están enfadados, y mueven
la cola cuando están contentos. Pues
bien, yo gruño cuando estoy contento, y
muevo la cola cuando estoy enfadado. Por lo
tanto, estoy loco.
–A eso yo le llamo ronronear, no gruñir —
dijo Alicia.
–Llámalo como quieras –dijo el Gato–.
¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
–Me gustaría mucho –dijo Alicia–, pero
por ahora no me han invitado.
–Allí nos volveremos a ver –aseguró el
Gato, y se desvaneció.
A Alicia esto no la sorprendió demasiado,
tan acostumbrada estaba ya a que sucedieran
cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el
lugar donde el Gato había estado, cuando éste
reapareció de golpe.
–A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé?
–preguntó–. Me olvidaba de preguntarlo.
–Se convirtió en un cerdito –contestó Alicia
sin inmutarse, como si el Gato hubiera
vuelto de la forma más natural del mundo.
–Ya sabía que acabaría así –dijo el Gato,
y desapareció de nuevo.
Alicia esperó un ratito, con la idea de que
quizás aparecería una vez más, pero no fue
así, y, pasados uno o dos minutos, la niña se
puso en marcha hacia la dirección en que le
había dicho que vivía la Liebre de Marzo.
–Sombrereros ya he visto algunos –se dijo
para sí–. La Liebre de Marzo será mucho
más interesante. Y además, como estamos en
mayo, quizá ya no esté loca… o al menos
quizá no esté tan loca como en marzo.
Mientras decía estas palabras, miró hacia
arriba, y allí estaba el Gato una vez más,
sentado en la rama de un árbol.
–¿Dijiste cerdito o cardito? –preguntó el
Gato.
–Dije cerdito –contestó Alicia–. ¡Y a ver
si dejas de andar apareciendo y desapareciendo
tan de golpe! ¡Me da mareo!
–De acuerdo –dijo el Gato.
Y esta vez desapareció despacito, con mucha
suavidad, empezando por la punta de la
cola y terminando por la sonrisa, que permaneció
un rato allí, cuando el resto del Gato ya
había desaparecido.
–¡Vaya! –se dijo Alicia–. He visto muchísimas
veces un gato sin sonrisa, ¡pero una
sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he
visto en toda mi vida!
No tardó mucho en llegar a la casa de la
Liebre de Marzo. Pensó que tenía que ser forzosamente
aquella casa, porque las chimeneas
tenían forma de largas orejas y el techo
estaba recubierto de piel. Era una casa tan
grande, que no se atrevió a acercarse sin dar
antes un mordisquito al pedazo de seta de la
mano izquierda, con lo que creció hasta una
altura de unos dos palmos. Aún así, se acercó
con cierto recelo, mientras se decía a sí misma:
–¿Y si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo
a pensar que tal vez hubiera sido mejor ir a
ver al Sombrerero!
Capítulo 7 – UNA MERIENDA DE LOCOS
Habían puesto la mesa debajo de un árbol,
delante de la casa, y la Liebre de Marzo y el
Sombrerero estaban tomando el té. Sentado
entre ellos había un Lirón, que dormía profundamente,
y los otros dos lo hacían servir
de almohada, apoyando los codos sobre él, y
hablando por encima de su cabeza. «Muy incómodo
para el Lirón», pensó Alicia. «Pero
como está dormido, supongo que no le importa
».
La mesa era muy grande, pero los tres se
apretujaban muy juntos en uno de los extremos.
–¡No hay sitio! –se pusieron a gritar,
cuando vieron que se acercaba Alicia.
–¡Hay un montón de sitio! –protestó Alicia
indignada, y se sentó en un gran sillón a un
extremo de la mesa.
–Toma un poco de vino –la animó la Liebre
de Marzo.
Alicia miró por toda la mesa, pero allí sólo
había té.
–No veo ni rastro de vino –observó.
–Claro. No lo hay –dijo la Liebre de Marzo.
–En tal caso, no es muy correcto por su
parte andar ofreciéndolo –dijo Alicia enfadada.
–Tampoco es muy correcto por tu parte
sentarte con nosotros sin haber sido invitada
–dijo la Liebre de Marzo.
–No sabía que la mesa era suya –dijo Alicia–.
Está puesta para muchas más de tres
personas.
–Necesitas un buen corte de pelo –dijo el
Sombrerero.
Había estado observando a Alicia con mucha
curiosidad, y estas eran sus primeras palabras.
–Debería aprender usted a no hacer observaciones
tan personales –dijo Alicia con
acritud–. Es de muy mala educación.
Al oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos
como naranjas, pero lo único que dijo fue:
–¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
«¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!
», pensó Alicia. «Me encanta que hayan
empezado a jugar a las adivinanzas.» Y añadió
en voz alta:
–Creo que sé la solución.
–¿Quieres decir que crees que puedes encontrar
la solución? –preguntó la Liebre de
Marzo.
–Exactamente –contestó Alicia.
–Entonces debes decir lo que piensas —
siguió la Liebre de Marzo.
–Ya lo hago –se apresuró a replicar Alicia-
. O al menos… al menos pienso lo que digo…
Viene a ser lo mismo, ¿no?
–¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! –dijo
el Sombrerero-. ¡En tal caso, sería lo mismo
decir «veo lo que como» que «como lo que
veo»!
–¡Y sería lo mismo decir –añadió la Liebre
de Marzo- «me gusta lo que tengo» que
«tengo lo que me gusta»!
–¡Y sería lo mismo decir –añadió el Lirón,
que parecía hablar en medio de sus sueños-
«respiro cuando duermo» que «duermo
cuando respiro»!
–Es lo mismo en tu caso –dijo el Sombrerero.
Y aquí la conversación se interrumpió, y el
pequeño grupo se mantuvo en silencio unos
instantes, mientras Alicia intentaba recordar
todo lo que sabía de cuervos y de escritorios,
que no era demasiado.
El Sombrerero fue el primero en romper el
silencio.
–¿Qué día del mes es hoy? –preguntó, dirigiéndose
a Alicia.
Se había sacado el reloj del bolsillo, y lo
miraba con ansiedad, propinándole violentas
sacudidas y llevándoselo una y otra vez al
oído.
Alicia reflexionó unos instantes.
–Es día cuatro dijo por fin.
–¡Dos días de error! –se lamentó el Sombrerero,
y, dirigiéndose amargamente a la
Liebre de Marzo, añadió–: ¡Ya te dije que la
mantequilla no le sentaría bien a la maquinaria!
–Era mantequilla de la mejor –replicó la
Liebre muy compungida.
–Sí, pero se habrán metido también algunas
migajas –gruñó el Sombrerero–.
No debiste utilizar el cuchillo del pan.
La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo miró
con aire melancólico: después lo sumergió en
su taza de té, y lo miró de nuevo. Pero no se
le ocurrió nada mejor que decir y repitió su
primera observación:
–Era mantequilla de la mejor, sabes.
Alicia había estado mirando por encima del
hombro de la Liebre con bastante curiosidad.
–¡Qué reloj más raro! –exclamó–. ¡Señala
el día del mes, y no señala la hora que es!
–¿Y por qué habría de hacerlo? –rezongó
el Sombrerero–. ¿Señala tu reloj el año en
que estamos?
–Claro que no –reconoció Alicia con prontitud–.
Pero esto es porque está tanto tiempo
dentro del mismo año.
–Que es precisamente lo que le pasa al
mío –dijo el Sombrerero.
Alicia quedó completamente desconcertada.
Las palabras del Sombrerero no parecían
tener el menor sentido.
–No acabo de comprender –dijo, tan
amablemente como pudo.
–El Lirón se ha vuelto a dormir -dijo el
Sombrerero, y le echó un poco de té caliente
en el hocico.
El Lirón sacudió la cabeza con impaciencia,
y dijo, sin abrir los ojos:
–Claro que sí, claro que sí. Es justamente
lo que yo iba a decir.
–¿Has encontrado la solución a la adivinanza?
–preguntó el Sombrerero, dirigiéndose
de nuevo a Alicia.
–No. Me doy por vencida. ¿Cuál es la solución?
–No tengo la menor idea -dijo el Sombrerero.
–Ni yo –dijo la Liebre de Marzo.
Alicia suspiró fastidiada.
–Creo que ustedes podrían encontrar mejor
manera de matar el tiempo –dijo– que ir
proponiendo adivinanzas sin solución.
–Si conocieras al Tiempo tan bien como lo
conozco yo –dijo el Sombrerero–, no hablarías
de matarlo. ¡El Tiempo es todo un personaje!
–No sé lo que usted quiere decir —
protestó Alicia.
–¡Claro que no lo sabes! –dijo el Sombrerero,
arrugando la nariz en un gesto de desprecio–.
¡Estoy seguro de que ni siquiera has
hablado nunca con el Tiempo!
–Creo que no –respondió Alicia con cautela–.
Pero en la clase de música tengo que
marcar el tiempo con palmadas.
–¡Ah, eso lo explica todo! –dijo el Sombrerero–.
El Tiempo no tolera que le den
palmadas. En cambio, si estuvieras en buenas
relaciones con él, haría todo lo que tú
quisieras con el reloj. Por ejemplo, supón que
son las nueve de la mañana, justo la hora de
empezar las clases, pues no tendrías más que
susurrarle al Tiempo tu deseo y el Tiempo en
un abrir y cerrar de ojos haría girar las agujas
de tu reloj. ¡La una y media! ¡Hora de comer!
(«¡Cómo me gustaría que lo fuera ahora!»,
se dijo la Liebre de Marzo para sí en un susurro).
–Sería estupendo, desde luego –admitió
Alicia, pensativa–. Pero entonces todavía no
tendría hambre, ¿no le parece?
–Quizá no tuvieras hambre al principio —
dijo el Sombrerero–. Pero es que podrías
hacer que siguiera siendo la una y media todo
el rato que tú quisieras.
–¿Es esto lo que ustedes hacen con el
Tiempo? –preguntó Alicia.
El Sombrerero movió la cabeza con pesar.
–¡Yo no! –contestó–. Nos peleamos el
pasado marzo, justo antes de que ésta se
volviera loca, sabes (y señaló con la cucharilla
hacia la Liebre de Marzo).
–¿Ah, si?– preguntó Alicia interesada.
–Si. Sucedió durante el gran concierto que
ofreció la Reina de Corazones, y en el que me
tocó cantar a mí.
–¿Y que cantaste?– preguntó Alicia.
–Pues canté:
“Brilla, brilla, ratita alada,
¿En que estás tan atareada”?
–Porque esa canción la conocerás, ¿no?
–Quizá me suene de algo, pero no estoy
segura– dijo Alicia.
–Tiene más estrofas –siguió el Sombrerero–.
Por ejemplo:
“Por sobre el Universo vas volando,
con una bandeja de teteras llevando.
Brilla, brilla…”
Al llegar a este punto, el Lirón se estremeció
y empezó a canturrear en sueños: «brilla,
brilla, brilla, brilla… », y estuvo así tanto rato
que tuvieron que darle un buen pellizco para
que se callara.
–Bueno –siguió contando su historia el
Sombrerero–. Lo cierto es que apenas había
terminado yo la primera estrofa, cuando la
Reina se puso a gritar:
«¡Vaya forma estúpida de matar el tiempo!
¡Que le corten la cabeza!»
–¡Qué barbaridad! ¡Vaya fiera! –exclamó
Alicia.
–Y desde entonces –añadió el Sombrerero
con una voz tristísima–, el Tiempo cree que
quise matarlo y no quiere hacer nada por mí.
Ahora son siempre las seis de la tarde.
Alicia comprendió de repente todo lo que
allí ocurría.
–¿Es ésta la razón de que haya tantos
servicios de té encima de la mesa? —
preguntó.
–Sí, ésta es la razón –dijo el Sombrerero
con un suspiro–. Siempre es la hora del té, y
no tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té
y té.
–¿Y lo que hacen es ir dando la vuelta? a
la mesa, verdad? –preguntó Alicia.
–Exactamente –admitió el Sombrerero–,
a medida que vamos ensuciando las tazas.
–Pero, ¿qué pasa cuando llegan de nuevo
al principio de la mesa? –se atrevió a preguntar
Alicia.
–¿Y si cambiáramos de conversación? —
los interrumpió la Liebre de Marzo con un
bostezo–. Estoy harta de todo este asunto.
Propongo que esta señorita nos cuente un
cuento.
–Mucho me temo que no sé ninguno –se
apresuró a decir Alicia, muy alarmada ante
esta proposición.
–¡Pues que lo haga el Lirón! –exclamaron
el Sombrerero y la Liebre de Marzo–. ¡Despierta,
Lirón!
Y empezaron a darle pellizcos uno por cada
lado.
El Lirón abrió lentamente los ojos.
–No estaba dormido –aseguró con voz
ronca y débil–. He estado escuchando todo lo
que decíais, amigos.
–¡Cuéntanos un cuento! –dijo la Liebre de
Marzo.
–¡Sí, por favor! –imploró Alicia.
–Y date prisa –añadió el Sombrerero–.
No vayas a dormirte otra vez antes de terminar.
–Había una vez tres hermanitas empezó
apresuradamente el Lirón–, y se llamaban
Elsie, Lacie y Tilie, y vivían en el fondo de un
pozo…
–¿Y de qué se alimentaban? –preguntó
Alicia, que siempre se interesaba mucho por
todo lo que fuera comer y beber.
–Se alimentaban de melaza –contestó el
Lirón, después de reflexionar unos segundos.
–No pueden haberse alimentado de melaza,
sabe –observó Alicia con amabilidad–. Se
habrían puesto enfermísimas.
–Y así fue –dijo el Lirón–. Se pusieron de
lo más enfermísimas.
Alicia hizo un esfuerzo por imaginar lo que
sería vivir de una forma tan extraordinaria,
pero no lo veía ni pizca claro, de modo que
siguió preguntando:
–Pero, ¿por qué vivían en el fondo de un
pozo?
–Toma un poco más de té –ofreció solícita
la Liebre de Marzo.
–Hasta ahora no he tomado nada —
protestó Alicia en tono ofendido–, de modo
que no puedo tomar más.
–Quieres decir que no puedes tomar menos
–puntualizó el Sombrerero–. Es mucho
más fácil tomar más que nada.
–Nadie le pedía su opinión –dijo Alicia.
–¿Quién está haciendo ahora observaciones
personales? –preguntó el Sombrerero en
tono triunfal.
Alicia no supo qué contestar a esto. Así
pues, optó por servirse un poco de té y pan
con mantequilla. Y después, se volvió hacia el
Lirón y le repitió la misma pregunta: –¿Por
qué vivían en el fondo de un pozo?
El Lirón se puso a cavilar de nuevo durante
uno o dos minutos, y entonces dijo:
–Era un pozo de melaza.
–¡No existe tal cosa!
Alicia había hablado con energía, pero el
Sombrerero y la Liebre de Marzo la hicieron
callar con sus «¡Chst! ¡Chst!», mientras el
Lirón rezongaba indignado:
–Si no sabes comportarte con educación,
mejor será que termines tú el cuento.
–No, por favor, ¡continúe! –dijo Alicia en
tono humilde–. No volveré a interrumpirle.
Puede que en efecto exista uno de estos pozos.
–¡Claro que existe uno! -exclamó el Lirón
indignado. Pero, sin embargo, estuvo dispuesto
a seguir con el cuento–. Así pues,
nuestras tres hermanitas… estaban aprendiendo
a dibujar, sacando…
–¿Qué sacaban? –preguntó Alicia, que ya
había olvidado su promesa.
–Melaza –contestó el Lirón, sin tomarse
esta vez tiempo para reflexionar.
–Quiero una taza limpia –les interrumpió
el Sombrerero–. Corrámonos todos un sitio.
Se cambió de silla mientras hablaba, y el
Lirón le siguió: la Liebre de Marzo pasó a
ocupar el sitio del Lirón, y Alicia ocupó a regañadientes
el asiento de la Liebre de Marzo.
El Sombrerero era el único que salía ganando
con el cambio, y Alicia estaba bastante peor
que antes, porque la Liebre de Marzo acababa
de derramar la leche dentro de su plato.
Alicia no quería ofender otra vez al Lirón,
de modo que empezó a hablar con mucha
prudencia:
–Pero es que no lo entiendo. ¿De donde
sacaban la melaza?
–Uno puede sacar agua de un pozo de
agua –dijo el Sombrerero–, ¿por qué no va a
poder sacar melaza de un pozo de melaza?
¡No seas estúpida!
–Pero es que ellas estaban dentro, bien
adentro –le dijo Alicia al Lirón, no queriéndose
dar por enterada de las últimas palabras
del Sombrerero.
–Claro que lo estaban –dijo el Lirón–. Estaban
de lo más requetebién.
Alicia quedó tan confundida al ver que el
Lirón había entendido algo distinto a lo que
ella quería decir, que no volvió a interrumpirle
durante un ratito.
–Nuestras tres hermanitas estaban aprendiendo,
pues, a dibujar –siguió el Lirón, bostezando
y frotándose los ojos, porque le estaba
entrando un sueño terrible–, y dibujaban
todo tipo de cosas… todo lo que empieza
con la letra M…
–¿Por qué con la M? –preguntó Alicia.
–¿Y por qué no? –preguntó la Liebre de
Marzo.
Alicia guardó silencio.
Para entonces, el Lirón había cerrado los
ojos y empezaba a cabecear. Pero, con los
pellizcos del Sombrerero, se despertó de
nuevo, soltó un gritito y siguió la narración: –
-… lo que empieza con la letra M, como matarratas,
mundo, memoria y mucho… muy,
en fin todas esas cosas. Mucho, digo, porque
ya sabes, como cuando se dice “un mucho
más que un menos”. ¿Habéis visto alguna vez
el dibujo de un «mucho»?
–Ahora que usted me lo pregunta –dijo
Alicia, que se sentía terriblemente confusa–,
debo reconocer que yo no pienso…
–¡Pues si no piensas, cállate! –la interrumpió
el Sombrerero.
Esta última grosería era más de lo que Alicia
podía soportar: se levantó muy disgustada
y se alejó de allí. El Lirón cayó dormido en
el acto, y ninguno de los otros dio la menor
muestra de haber advertido su marcha, aunque
Alicia miró una o dos veces hacia atrás,
casi esperando que la llamaran. La última vez
que los vio estaban intentando meter al Lirón
dentro de la tetera.
–¡Por nada del mundo volveré a poner los
pies en ese lugar! –se dijo Alicia, mientras se
adentraba en el bosque–. ¡Es la merienda
más estúpida a la que he asistido en toda mi
vida!
Mientras decía estas palabras, descubrió
que uno de los árboles tenía una puerta en el
tronco.
–¡Qué extraño! –pensó–. Pero todo es
extraño hoy. Creo que lo mejor será que entre
en seguida.
Y entró en el árbol.
Una vez más se encontró en el gran vestíbulo,
muy cerca de la mesita de cristal. «Esta
vez haré las cosas mucho mejor», se dijo a sí
misma. Y empezó por coger la llavecita de
oro y abrir la puerta que daba al jardín. Entonces
se puso a mordisquear cuidadosamente
la seta (se había guardado un pedazo en el
bolsillo), hasta que midió poco más de un
palmo. Entonces se adentró por el estrecho
pasadizo. Y entonces… entonces estuvo por
fin en el maravilloso jardín, entre las flores
multicolores y las frescas fuentes.
Capítulo 8 – EL CROQUET DE LA REINA
Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada
del jardín: sus rosas eran blancas, pero
había allí tres jardineros ocupados en pintarlas
de rojo. A Alicia le pareció muy extraño, y
se acercó para averiguar lo que pasaba, y al
acercarse a ellos oyó que uno de los jardineros
decía:
–¡Ten cuidado, Cinco! ¡No me salpiques
así de pintura!
–No es culpa mía –dijo Cinco, en tono dolido–.
Siete me ha dado un golpe en el codo.
Ante lo cual, Siete levantó los ojos dijo:
–¡Muy bonito, Cinco! ¡Échale siempre la
culpa a los demás!
–¡Mejor será que calles esa boca! –dijo
Cinco–. ¡Ayer mismo oí decir a la Reina que
debían cortarte la cabeza!
–¿Por qué? –preguntó el que había hablado
en primer lugar.
–¡Eso no es asunto tuyo, Dos! –dijo Siete.
–¡Sí es asunto suyo! –protestó Cinco–. Y
voy a decírselo: fue por llevarle a la cocinera
bulbos de tulipán en vez de cebollas.
Siete tiró la brocha al suelo y estaba empezando
a decir: «¡Vaya! De todas las injusticias…
», cuando sus ojos se fijaron casualmente
en Alicia, que estaba allí observándolos,
y se calló en el acto. Los otros dos se
volvieron también hacia ella, y los tres hicieron
una profunda reverencia.
–¿Querrían hacer el favor de decirme —
empezó Alicia con cierta timidez– por qué
están pintando estas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron
a Dos. Dos empezó en una vocecita temblorosa:
–Pues, verá usted, señorita, el hecho es
que esto tenía que haber sido un rosal rojo, y
nosotros plantamos uno blanco por equivocación,
y, si la Reina lo descubre, nos cortarán
a todos la cabeza, sabe. Así que, ya ve, señorita,
estamos haciendo lo posible, antes de
que ella llegue, para…
En este momento, Cinco, que había estado
mirando ansiosamente por el jardín, gritó:
«¡La Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros
se arrojaron inmediatamente de bruces en el
suelo. Se oía un ruido de muchos pasos, y
Alicia miró a su alrededor, ansiosa por ver a
la Reina.
Primero aparecieron diez soldados, enarbolando
tréboles. Tenían la misma forma que
los tres jardineros, oblonga y plana, con las
manos y los pies en las esquinas. Después
seguían diez cortesanos, adornados enteramente
con diamantes, y formados, como los
soldados, de dos en dos. A continuación venían
los infantes reales; eran también diez, y
avanzaban saltando, cogidos de la mano de
dos en dos, adornados con corazones. Después
seguían los invitados, casi todos reyes y
reinas, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo
Blanco: hablaba atropelladamente, muy nervioso,
sonriendo sin ton ni son, y no advirtió
la presencia de la niña. A continuación venía
el Valet de Corazones, que llevaba la corona
del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí.
Y al final de este espléndido cortejo avanzaban
EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.
Alicia estaba dudando si debería o no
echarse de bruces como los tres jardineros,
pero no recordaba haber oído nunca que tuviera
uno que hacer algo así cuando pasaba
un desfile. «Y además», pensó, «¿de qué serviría
un desfile, si todo el mundo tuviera que
echarse de bruces, de modo que no pudiera
ver nada?» Así pues, se quedó quieta donde
estaba, y esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia,
todos se detuvieron y la miraron, y la Reina
preguntó severamente:
–¿Quién es ésta?
La pregunta iba dirigida al Valet de Corazones,
pero el Valet no hizo más que inclinarse
y sonreír por toda respuesta.
–¡Idiota! –dijo la Reina, agitando la cabeza
con impaciencia, y, volviéndose hacia Alicia,
le preguntó–: ¿Cómo te llamas, niña?
–Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad
–contestó Alicia en un tono de lo más
cortés, pero añadió para sus adentros: «Bueno,
a fin de cuentas, no son más que una baraja
de cartas. ¡No tengo por qué sentirme
asustada!»
–¿Y quiénes son éstos? –siguió preguntando
la Reina, mientras señalaba a los tres
jardineros que yacían en torno al rosal.
Porque, claro, al estar de bruces sólo se
les veía la parte de atrás, que era igual en
todas las cartas de la baraja, y la Reina no
podía saber si eran jardineros, o soldados, o
cortesanos, o tres de sus propios hijos.
–¿Cómo voy a saberlo yo? –replicó Alicia,
asombrada de su propia audacia–.
¡No es asunto mío!
La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle
una mirada fulminante y feroz, empezó
a gritar:
–¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten…!
–¡Tonterías! –exclamó Alicia, en voz muy
alta y decidida.
Y la Reina se calló.
El Rey le puso la mano en el brazo, y dijo
con timidez:
Considera, cariño, que sólo se trata de una
niña!
La Reina se desprendió furiosa de él, y dijo
al Valet:
–¡Dales la vuelta a éstos!
Y así lo hizo el Valet, muy cuidadosamente,
con un pie.
–¡Arriba! –gritó la Reina, en voz fuerte y
detonante.
Y los tres jardineros se pusieron en pie de
un salto, y empezaron a hacer profundas reverencias
al Rey, a la Reina, a los infantes
reales, al Valet y a todo el mundo.
–¡Basta ya! –gritó la Reina–. ¡Me estáis
poniendo nerviosa! –Y después, volviéndose
hacia el rosal, continuó–: ¡Qué diablos habéis
estado haciendo aquí?
–Con la venia de Su Majestad –empezó a
explicar Dos, en tono muy humilde, e hincando
en el suelo una rodilla mientras hablaba–,
estábamos intentando…
–¡Ya lo veo! –estalló la Reina, que había
estado examinando las rosas ¡Que les corten
la cabeza!
Y el cortejo se puso de nuevo en marcha,
aunque tres soldados se quedaron allí para
ejecutar a los desgraciados jardineros, que
corrieron a refugiarse junto a Alicia.
–¡No os cortarán la cabeza! –dijo Alicia, y
los metió en una gran maceta que había allí
cerca.
Los tres soldados estuvieron algunos minutos
dando vueltas por allí, buscando a los
jardineros, y después se marcharon tranquilamente
tras el cortejo.
–¿Han perdido sus cabezas? –gritó la Reina.
–Sí, sus cabezas se han perdido, con la
venia de Su Majestad –gritaron los soldados
como respuesta.
–¡Muy bien! –gritó la Reina–. ¿Sabes jugar
al croquet?
Los soldados guardaron silencio, y volvieron
la mirada hacia Alicia, porque era evidente
que la pregunta iba dirigida a ella.
–¡Sí! –gritó Alicia.
–¡Pues andando! –vociferó la Reina.
Y Alicia se unió al cortejo, preguntándose
con gran curiosidad qué iba a suceder a continuación.
–Hace… ¡hace un día espléndido! —
murmuró a su lado una tímida vocecilla.
Alicia estaba andando al lado del Conejo
Blanco, que la miraba con ansiedad.
–Mucho –dijo Alicia–. ¿Dónde está la Duquesa?
–¡Chitón! ¡Chit6n! –dijo el Conejo en voz
baja y apremiante. Miraba ansiosamente a
sus espaldas mientras hablaba, y después se
puso de puntillas, acercó el hocico a la oreja
de Alicia y susurró–: Ha sido condenada a
muerte.
–¿Por qué motivo? –quiso saber Alicia.
–¿Has dicho «pobrecilla»? –preguntó el
Conejo.
–No, no he dicho eso. No creo que sea
ninguna «pobrecilla». He dicho: ¿Por qué motivo?
»
–Le dio un sopapo a la Reina… –empezó
a decir el Conejo, y a Alicia le dio un ataque
de risa–. ¡Chitón! ¡Chitón! –suplicó el Conejo
con una vocecilla aterrada–. ¡Va a oírte la
Reina! Lo ocurrido fue que la Duquesa llegó
bastante tarde, y la Reina dijo…
–¡Todos a sus sitios! –gritó la Reina con
voz de trueno.
Y todos se pusieron a correr en todas direcciones,
tropezando unos con otros.
Sin embargo, unos minutos después ocupaban
sus sitios, y empezó el partido.
Alicia pensó que no había visto un campo
de croquet tan raro como aquél en toda su
vida. Estaba lleno de montículos y de surcos.
as bolas eran erizos vivos, los mazos eran
flamencos vivos, y los soldados tenían que
doblarse y ponerse a cuatro patas para formar
los aros.
La dificultad más grave con que Alicia se
encontró al principio fue manejar a su flamenco.
Logró dominar al pajarraco metiéndoselo
debajo del brazo, con las patas colgando
detrás, pero casi siempre, cuando había logrado
enderezarle el largo cuello y estaba a
punto de darle un buen golpe al erizo con la
cabeza del flamenco, éste torcía el cuello y la
miraba derechamente a los ojos con tanta
extrañeza, que Alicia no podía contener la
risa. Y cuando le había vuelto a bajar la cabeza
y estaba dispuesta a empezar de nuevo,
era muy irritante descubrir que el erizo se
había desenroscado y se alejaba arrastrándose.
Por si todo esto no bastara, siempre había
un montículo o un surco en la dirección en
que ella quería lanzar al erizo, y, como además
los soldados doblados en forma de aro
no paraban de incorporarse y largarse a otros
puntos del campo, Alicia llegó pronto a la
conclusión de que se trataba de una partida
realmente difícil.
Los jugadores jugaban todos a la vez, sin
esperar su turno, discutiendo sin cesar y disputándose
los erizos. Y al poco rato la Reina
había caído en un paroxismo de furor y andaba
de un lado a otro dando patadas en el
suelo y gritando a cada momento «¡Que le
corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a
ésta la cabeza!».
Alicia empezó a sentirse incómoda: a decir
verdad ella no había tenido todavía ninguna
disputa con la Reina, pero sabía que podía
suceder en cualquier instante. «Y entonces»,
pensaba, «¿qué será de mí? Aquí todo lo
arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que
quede todavía alguien con vida!»Estaba buscando
pues alguna forma de escapar, Y preguntándose
si podría irse de allí sin que la
vieran, cuando advirtió una extraña aparición
en el aire.
Al principio quedó muy desconcertada, pero,
después de observarla unos minutos, descubrió
que se trataba de una sonrisa, y se
dijo:
–Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien
con quien poder hablar.
–¿Qué tal estás? –le dijo el Gato, en
cuanto tuvo hocico suficiente para poder
hablar.
Alicia esperó hasta que aparecieron los
ojos, y entonces le saludó con un gesto. «De
nada servirá que le hable», pensó, «hasta
que tenga orejas, o al menos una de ellas».
Un minuto después había aparecido toda la
cabeza, Y entonces Alicia dejó en el suelo su
flamenco y empezó a contar lo que, ocurría
en el juego, muy contenta de tener a alguien
que la escuchara. El Gato creía sin duda que
su parte visible era ya suficiente, y no apareció
nada más.
–Me parece que no juegan ni un poco limpio
–empezó Alicia en tono quejumbroso–, y
se pelean de un modo tan terrible que no hay
quien se entienda, y no parece que haya reglas
ningunas… Y, si las hay, nadie hace caso
de ellas… Y no puedes imaginar qué lío es el
que las cosas estén vivas.
Por ejemplo, allí va el aro que me tocaba
jugar ahora, ¡justo al otro lado del campo! ¡Y
le hubiera dado ahora mismo al erizo de la
Reina, pero se largó cuando vio que se acercaba
el mío!
–¿Qué te parece la Reina? –dijo el Gato
en voz baja.
–No me gusta nada –dijo Alicia . Es tan
exagerada… –En este momento, Alicia advirtió
que la Reina estaba justo detrás de ella,
escuchando lo que decía, de modo que siguió–:
… tan exageradamente dada a ganar,
que no merece la pena terminar la partida.
La Reina sonrió y reanudó su camino.
–¿Con quién estás hablando? –preguntó
el Rey, acercándose a Alicia y mirando la cabeza
del Gato con gran curiosidad.
–Es un amigo mío… un Gato de Cheshire
–dijo Alicia–. Permita que se lo presente.
–No me gusta ni pizca su aspecto —
aseguró el Rey–. Sin embargo, puede besar
mi mano si así lo desea.
–Prefiero no hacerlo –confesó el Gato.
–No seas impertinente –dijo el Rey–, ¡Y
no me mires de esta manera!
Y se refugió detrás de Alicia mientras
hablaba.
–Un gato puede mirar cara a cara a un rey
–sentenció Alicia–. Lo he leído en un libro,
pero no recuerdo cuál.
–Bueno, pues hay que eliminarlo –dijo el
Rey con decisión, y llamó a la Reina, que precisamente
pasaba por allí–. ¡Querida! ¡Me
gustaría que eliminaras a este gato!
Para la Reina sólo existía un modo de resolver
los problemas, fueran grandes o pequeños.
–¡Que le corten la cabeza! –ordenó, sin
molestarse siquiera en echarles una ojeada.
–Yo mismo iré a buscar al verdugo –dijo
el Rey apresuradamente.
Y se alejó corriendo de allí.
Alicia pensó que sería mejor que ella volviese
al juego y averiguase cómo iba la partida,
pues oyó a lo lejos la voz de la Reina, que
aullaba de furor.
Acababa de dictar sentencia de muerte contra
tres de los jugadores, por no haber jugado
cuando les tocaba su turno. Y a Alicia no
le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando
todo aquello, porque la partida había
llegado a tal punto de confusión que le era
imposible saber cuándo le tocaba jugar y
cuándo no. Así pues, se puso a buscar su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea
con otro erizo, y esto le pareció a Alicia una
excelente ocasión para hacer una carambola:
la única dificultad era que su flamenco se
había largado al otro extremo del jardín, y
Alicia podía verlo allí, aleteando torpemente
en un intento de volar hasta las ramas de un
árbol.
Cuando hubo recuperado a su flamenco y
volvió con el, la pelea había terminado, y no
se veía rastro de ninguno de los erizos. «Pero
esto no tiene demasiada importancia», pensó
Alicia, «ya que todos los aros se han marchado
de esta parte del campo». Así pues, sujetó
bien al flamenco debajo del brazo, para que
no volviera a escaparse, y se fue a charlar un
poco más con su amigo.
Cuando volvió junto al Gato de Cheshire,
quedó sorprendida al ver que un gran grupo
de gente se había congregado a su alrededor.
El verdugo, el Rey y la Reina discutían acaloradamente,
hablando los tres a la vez, mientras
los demás guardaban silencio y parecían
sentirse muy incómodos.
En cuanto Alicia entró en escena, los tres
se dirigieron a ella para que decidiera la cuestión,
y le dieron sus argumentos. Pero, como
hablaban todos a la vez, se le hizo muy difícil
entender exactamente lo que le decían.
La teoría del verdugo era que resultaba
imposible cortar una cabeza si no había cuerpo
del que cortarla; decía que nunca había
tenido que hacer una cosa parecida en el pasado
y que no iba a empezar a hacerla a estas
alturas de su vida.
La teoría del Rey era que todo lo que tenía
una cabeza podía ser decapitado, y que se
dejara de decir tonterías.
La teoría de la Reina era que si no solucionaban
el problema inmediatamente, haría
cortar la cabeza a cuantos la rodeaban. (Era
esta última amenaza la que hacía que todos
tuvieran un aspecto grave y asustado.)A Alicia
sólo se le ocurrió decir:
–El Gato es de la Duquesa. Lo mejor será
preguntarle a ella lo que debe hacerse con él.
–La Duquesa está en la cárcel –dijo la Reina
al verdugo–. Ve a buscarla.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse
a partir del momento en que el verdugo se
fue, y, cuando éste volvió con la Duquesa,
había desaparecido totalmente. Así pues, el
Rey y el verdugo empezaron a corretear de
un lado a otro en busca del Gato, mientras el
resto del grupo volvía a la partida de croquet.
Capítulo 9 – LA HISTORIA DE LA FALSA
TORTUGA
–¡No sabes lo contenta que estoy de volver
a verte, querida mía! –dijo la Duquesa,
mientras cogía a Alicia cariñosamente del
brazo y se la llevaba a pasear con ella.
Alicia se alegró de encontrarla de tan buen
humor, y pensó para sus adentros que quizá
fuera sólo la pimienta lo que la tenía hecha
una furia cuando se conocieron en la cocina.
«Cuando yo sea Duquesa», se dijo (aunque
no con demasiadas esperanzas de llegar a
serlo), «no tendré ni una pizca de pimienta
en mi cocina. La sopa está muy bien sin pimienta…
A lo mejor es la pimienta lo que pone
a la gente de mal humor», siguió pensando,
muy contenta de haber hecho un nuevo
descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a
las personas agrias.,. y la manzanilla lo que
las hace amargas… y… el regaliz y las golosinas
lo que hace que los niños sean dulces.
¡Ojalá la gente lo supiera! Entonces no serían
tan tacaños con los dulces…»
Entretanto, Alicia casi se había olvidado de
la Duquesa, y tuvo un pequeño sobresalto
cuando oyó su voz muy cerca de su oído.
–Estás pensando en algo, querida, y eso
hace que te olvides de hablar. No puedo decirte
en este instante la moraleja de esto, pero
la recordaré en seguida.
–Quizá no tenga moraleja –se atrevió a
observar Alicia.
–¡Calla, calla, criatura! -dijo la Duquesa–.
Todo tiene una moraleja, sólo falta saber encontrarla.
Y se apretujó más estrechamente contra
Alicia mientras hablaba. A Alicia no le gustaba
mucho tenerla tan cerca: primero, porque la
Duquesa era muy fea; y, segundo, porque
tenía exactamente la estatura precisa para
apoyar la barbilla en el hombro de Alicia, y
era una barbilla puntiaguda de lo más desagradable.
Sin embargo, como no le gustaba ser grosera,
lo soportó lo mejor que pudo.
–La partida va ahora un poco mejor –dijo,
en un intento de reanudar la conversación.
–Así es –afirmó la Duquesa–, y la moraleja
de esto es… «Oh, el amor, el amor. El
amor hace girar el mundo.»
–Cierta persona dijo –rezongó Alicia– que
el mundo giraría mejor si cada uno se ocupara
de sus propios asuntos.
–Bueno, bueno. En el fondo viene a ser lo
mismo –dijo la Duquesa, y hundió un poco
más la puntiaguda barbilla en el hombro de
Alicia al añadir–: Y la moraleja de esto es…
«¡Qué manía en buscarle a todo una moraleja!
», pensó Alicia.
–Me parece que estás sorprendida de que
no te pase el brazo por la cintura –dijo la
Duquesa tras unos instantes de silencio–. La
razón es que tengo mis dudas sobre el carácter
de tu flamenco. ¿Quieres que intente el
experimento?
–A lo mejor le da un picotazo –replicó
prudentemente Alicia, que no tenía las menores
ganas de que se intentara el experimento.
–Es verdad –reconoció la Duquesa–. Los
flamencos y la mostaza pican. Y la moraleja
de esto es: «Pájaros de igual plumaje hacen
buen maridaje».
–Sólo que la mostaza no es un pájaro —
observó Alicia.
–Tienes toda la razón –dijo la Duquesa–.
¡Con qué claridad planteas las cuestiones!
–Es un mineral, creo –dijo Alicia.
–Claro que lo es –asintió la Duquesa, que
parecía dispuesta a estar de acuerdo con todo
lo que decía Alicia–. Hay una gran mina de
mostaza cerca de aquí. Y la moraleja de esto
es…
–¡Ah, ya me acuerdo! –exclamó Alicia,
que no había prestado atención a este último
comentario–. Es un vegetal. No tiene aspecto
de serlo, pero lo es.
–Enteramente de acuerdo –dijo la Duquesa–,
y la moraleja de esto es: «Sé lo que
quieres parecer» o, si quieres que lo diga de
un modo más simple: «Nunca imagines ser
diferente de lo que a los demás pudieras parecer
o hubieses parecido ser si les hubiera
parecido que no fueses lo que eres».
–Me parece que esto lo entendería mejor –
-dijo Alicia amablemente– si lo viera escrito,
pero tal como usted lo dice no puedo seguir
el hilo.
–¡Esto no es nada comparado con lo que
yo podría decir si quisiera! –afirmó la Duquesa
con orgullo.
–¡Por favor, no se moleste en decirlo de
una manera más larga! –imploró Alicia.
–¡Oh, no hables de molestias! –dijo la
Duquesa–. Te regalo con gusto todas las cosas
que he dicho hasta este momento.
«¡Vaya regalito!», pensó Alicia. «¡Menos
mal que no existen regalos de cumpleaños de
este tipo!» Pero no se atrevió a decirlo en voz
alta.
–¿Otra vez pensativa? –preguntó la Duquesa,
hundiendo un poco más la afilada barbilla
en el hombro de Alicia.
–Tengo derecho a pensar, ¿no? –replicó
Alicia con acritud, porque empezaba a estar
harta de la Duquesa.
–Exactamente el mismo derecho dijo la
Duquesa– que el que tienen los cerdos a volar,
y la mora…
Pero en este punto, con gran sorpresa de
Alicia, la voz de la Duquesa se perdió en un
susurro, precisamente en medio de su palabra
favorita, «moraleja», y el brazo con que
tenía cogida a Alicia empezó a temblar. Alicia
levantó los ojos, y vio que la Reina estaba
delante de ellas, con los brazos cruzados y el
ceño tempestuoso.
–¡Hermoso día, Majestad! –empezó a decir
la Duquesa en voz baja y temblorosa.
–Ahora vamos a dejar las cosas bien claras
rugió la Reina, dando una patada en el
suelo mientras hablaba–: ¡O tú o tu cabeza
tenéis que desaparecer del mapa! ¡Y en menos
que canta un gallo! ¡Elige!
La Duquesa eligió, y desapareció a toda
prisa.
–Y ahora volvamos al juego –le dijo la
Reina a Alicia.
Alicia estaba demasiado asustada para decir
esta boca es mía, pero siguió dócilmente a
la Reina hacia el campo de croquet.
Los otros invitados habían aprovechado la
ausencia de la Reina, y se habían tumbado a
la sombra, pero, en cuanto la vieron, se
apresuraron a volver al juego, mientras la
Reina se limitaba a señalar que un segundo
de retraso les costaría la vida.
Todo el tiempo que estuvieron jugando, la
Reina no dejó de pelearse con los otros jugadores,
ni dejó de gritar «¡Que le corten a éste
la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!
» Aquellos a los que condenaba eran puestos
bajo la vigilancia de soldados, que naturalmente
tenían que dejar de hacer de aros,
de modo que al cabo de una media hora no
quedaba ni un solo aro, y todos los jugadores,
excepto el Rey, la Reina y Alicia, estaban
arrestados y bajo sentencia de muerte.
Entonces la Reina abandonó la partida, casi
sin aliento, y le preguntó a Alicia :
–¿Has visto ya a la Falsa Tortuga?
–No –dijo Alicia–. Ni siquiera sé lo que es
una Falsa Tortuga.
–¿Nunca has comido sopa de tortuga? —
preguntó la Reina–. Pues hay otra sopa que
parece de tortuga pero no es de auténtica
tortuga. La Falsa Tortuga sirve para hacer
esta sopa.
–Nunca he visto ninguna, ni he oído
hablar de ella –dijo Alicia.
–¡Andando, pues! –ordenó la Reina–. Y la
Falsa Tortuga te contará su historia.
Mientras se alejaban juntas, Alicia oyó que
el Rey decía en voz baja a todo el grupo:
«Quedáis todos perdonados.» «¡Vaya, eso sí
que está bien!», se dijo Alicia, que se sentía
muy inquieta por el gran número de ejecuciones
que la Reina había ordenado.
Al poco rato llegaron junto a un Grifo, que
yacía profundamente dormido al sol. (Si no
sabéis lo que es un grifo, mirad el dibujo).
–¡Arriba, perezoso! –ordenó la Reina–. Y
acompaña a esta señorita a ver a la Falsa
Tortuga y a que oiga su historia. Yo tengo
que volver para vigilar unas cuantas ejecuciones
que he ordenado.
Y se alejó de allí, dejando a Alicia sola con
el Grifo. A Alicia no le gustaba nada el aspecto
de aquel bicho, pero pensó que, a fin de
cuentas, quizás estuviera más segura si se
quedaba con él que si volvía atrás con el basilisco
de la Reina. Así pues, esperó.
El Grifo se incorporó y se frotó los ojos;
después estuvo mirando a la Reina hasta que
se perdió de vista; después soltó una carcajada
burlona.
–¡Tiene gracia! –dijo el Grifo, medio para
sí, medio dirigiéndose a Alicia.
–¿Qué es lo que tiene gracia? –preguntó
Alicia.
–Ella –contestó el Grifo. Todo son fantasías
suyas. Nunca ejecutan a nadie, sabes.
¡Vamos!
«Aquí todo el mundo da órdenes», pensó
Alicia, mientras lo seguía con desgana.
«¡No había recibido tantas órdenes en toda
mi vida! ¡Jamás!»No habían andado mucho
cuando vieron a la Falsa Tortuga a lo lejos,
sentada triste y solitaria sobre una roca, y, al
acercarse, Alicia pudo oír que suspiraba como
si se le partiera el corazón. Le dio mucha pena.
–¿Qué desgracia le ha ocurrido? —
preguntó al Grifo.
Y el Grifo contestó, casi con las mismas
palabras de antes:
–Todo son fantasías suyas. No le ha ocurrido
ninguna desgracia, sabes.
¡Vamos!
Así pues, llegaron junto a la Falsa Tortuga,
que los miró con sus grandes ojos llenos de
lágrimas, pero no dijo nada.
–Aquí esta señorita -explicó el Grifo–
quiere conocer tu historia.
–Voy a contársela –dijo la Falsa Tortuga
en voz grave y quejumbrosa–.
Sentaos los dos, y no digáis ni una sola
palabra hasta que yo haya terminado.
Se sentaron pues, y durante unos minutos
nadie habló. Alicia se dijo para sus adentros:
«No entiendo cómo va a poder terminar su
historia, si no se decide a empezarla». Pero
esperó pacientemente.
–Hubo un tiempo –dijo por fin la Falsa
Tortuga, con un profundo suspiro– en que yo
era una tortuga de verdad.
Estas palabras fueron seguidas por un silencio
muy largo, roto sólo por uno que otro
graznido del Grifo y por los constantes sollozos
de la Falsa Tortuga.
Alicia estaba a punto de levantarse y de
decir: «Muchas gracias, señora, por su interesante
historia», pero no podía dejar de
pensar que tenía forzosamente que seguir
algo más, conque siguió sentada y no dijo
nada.
–Cuando éramos pequeñas –siguió por fin
la Falsa Tortuga, un poco más tranquila, pero
sin poder todavía contener algún sollozo–,
íbamos a la escuela del mar. El maestro era
una vieja tortuga a la que llamábamos Galápago.
–¿Por qué lo llamaban Galápago, si no era
un galápago? –preguntó Alicia.
–Lo llamábamos Galápago porque siempre
estaba diciendo que tenía a «gala» enseñar
en una escuela de «pago» –explicó la Falsa
Tortuga de mal humor–.
¡Realmente eres una niña bastante tonta!
–Tendrías que avergonzarte de ti misma
por preguntar cosas tan evidentes –añadió el
Grifo.
Y el Grifo y la Falsa Tortuga permanecieron
sentados en silencio, mirando a la pobre Alicia,
que hubiera querido que se la tragara la
tierra. Por fin el Grifo le dijo a la Falsa Tortuga:
–Sigue con tu historia, querida. ¡No vamos
a pasarnos el día en esto!
Y la Falsa Tortuga siguió con estas palabras:
–Sí, íbamos a la escuela del mar, aunque
tú no lo creas…
–¡Yo nunca dije que no lo creyera! –la interrumpió
Alicia.
–Sí lo hiciste –dijo la Falsa Tortuga. —
¡Cállate esa boca! –añadió el Grifo, antes de
que Alicia pudiera volver a hablar.
La Falsa Tortuga siguió:
–Recibíamos una educación perfecta… En
realidad, íbamos a la escuela todos los días…
–También yo voy a la escuela todos los
días –dijo Alicia–. No hay motivo para presumir
tanto.
–¿Una escuela con clases especiales? —
preguntó la Falsa Tortuga con cierta ansiedad.
–Sí –contestó Alicia. Tenemos clases especiales
de francés y de música.
–¿Y lavado? –preguntó la Falsa Tortuga.
–¡Claro que no! –protestó Alicia indignada.
–¡Ah! En tal caso no vas en realidad a una
buena escuela –dijo la Falsa Tortuga en tono
de alivio–. En nuestra escuela había clases
especiales de francés, música y lavado.
-No han debido servirle de gran cosa —
observó Alicia–, viviendo en el fondo del
mar.
–Yo no tuve ocasión de aprender –dijo la
Falsa Tortuga con un suspiro–.
Sólo asistí a las clases normales.
–¿Y cuales eran esos? –preguntó Alicia interesada.
–Nos enseñaban a beber y a escupir, naturalmente.
Y luego, las diversas materias de
la aritmética: a saber, fumar, reptar, feificar
y sobre todo la dimisión.
–Jamás oí hablar de feificar –respondió
Alicia.
El Grifo se alzó sobre dos patas, muy
asombrado:
–¡Cómo! ¿Nunca aprendiste a feificar? Por
lo menos sabrás lo que significa “embellecer”.
–Pues… eso sí, quiere decir hacer algo
más bello de lo que es.
–Pues –respondió el Grifo triunfalmente-,
si no sabes ahora lo que quiere decir feificar
es que estás completamente tonta.
Con lo cual cerró la boca a Alicia, la que ya
no se atrevió a seguir preguntando lo que
significaban las cosas. Dijo a la Falsa Tortuga:
–¿Qué otras cosas aprendías allí?
–Pues aprendía Histeria, histeria antigua y
moderna. También Mareografía, y dibujo. El
profesor era un congrio que venía a darnos
clase una vez por semana y que nos enseñó
eso, más otras cosas, como la tintura al boleo.
–¿Y eso qué es? –preguntó Alicia.
–No puedo hacerte una demostración, ya
que ahora estoy muy baja de forma —
respondió la Falsa Tortuga. Y el Grifo, como
él mismo podrá decirte, nunca aprendió a tintar
al boleo.
–Nunca tuve tiempo suficiente –se excusó
el Grifo. –Pero sí que iba a las clases de Letras.
Y teníamos un maestro que era un gran
maestro, un viejo cangrejo. –Nunca fui a sus
clases –dijo la Falsa Tortuga lloriqueando–,
dicen que enseñaba patín y riego.
–Sí, sí que lo hacía –respondió el Grifo. Y
las dos se taparon la cabeza con las patas,
muy soliviantadas.
–¿Cuantas horas al día duraban esas lecciones?
–preguntó Alicia interesada, aunque
no lograba entender mucho qué eran aquellas
asignaturas tan raras, o si es que no sabían
pronunciar. Tintura al bóleo debería ser pintura
al óleo, y patín y riego serían latín y
griego, pero lo que es las otras, se le escapaban.
–Teníamos diez horas al día el primer día.
Luego, el segundo día, nueve y así sucesivamente.
–Pues me resulta un horario muy extraño
–observó la niña.
–Por eso se llamaban cursos, no entiendes
nada. Se llamaban cursos porque se acortaban
de día en día.
Eso resultaba nuevo para Alicia y antes de
hacer una nueva pregunta le dio unas cuantas
vueltas al asunto.
Por fin preguntó:
–Entonces, el día once, sería fiesta, claro.
–Naturalmente que sí –respondió la Falsa
Tortuga.
–¿Y el doceavo?
–Basta de cursos ya –ordenó el Grifo autoritariamente.
–Cuéntale ahora algo sobre
los juegos.
Capítulo 10 – EL BAILE DE LA LANGOSTA
La Falsa Tortuga suspiró profundamente y
se enjugó una lágrima con la aleta. Antes de
hablar, miró a Alicia durante bastante tiempo,
mientras los sollozos casi la ahogaban.
–Se te ha atragantado un hueso, parece –
-dijo el Grifo poco respetuoso. Y se puso a
darle golpes en la concha por la parte de la
espalda.
Por fin la Tortuga recobró la voz y reanudó
su narración, solo que las lágrimas resbalaban
por su vieja cara arrugada.
–Tú acaso no hayas vivido mucho tiempo
en el fondo del mar…
–Desde luego que no», dijo Alicia.
–Y quizá no hayas entrado nunca en contacto
con una langosta.
Alicia empezó a decir: «Una vez comí…»,
pero se interrumpió a toda prisa por si alguien
se sentía ofendido.
–No, nunca –respondió.
Pues entonces, ¡no puedes tener ni idea de
lo agradable que resulta el Baile de la Langosta.
–No reconoció Alicia–. ¿Qué clase de baile
es éste?
–Verás –dijo el Grifo–, primero se forma
una línea a lo largo de la playa…
–¡Dos líneas! –gritó la Falsa Tortuga–.
Focas, tortugas y demás. Entonces, cuando
se han quitado todas las medusas de en medio…
–Cosa que por lo general lleva bastante
tiempo –interrumpió el Grifo.
–… se dan dos pasos al frente…
–¡Cada uno con una langosta de pareja! —
gritó el Grifo.
–Por supuesto –dijo la Falsa Tortuga–. Se
dan dos pasos al frente, se forman parejas…
–… se cambia de langosta, y se retrocede
en el mismo orden –siguió el Grifo.
–Entonces –siguió la Falsa Tortuga– se
lanzan las…
–¡Las langostas! –exclamó el Grifo con
entusiasmo, dando un salto en el aire.
–…lo más lejos que se pueda en el mar…
–¡Y a nadar tras ellas! -chilló el Grifo.
–¡Se da un salto mortal en el mar! –gritó
la Falsa Tortuga, dando palmadas de entusiasmo.
–¡Se cambia otra vez de langosta! –aulló
el Grifo.
–Se vuelve a la playa, y… aquí termina la
primera figura –dijo la Falsa Tortuga, mientras
bajaba repentinamente la voz.
Y las dos criaturas, que habían estado
dando saltos y haciendo cabriolas durante
toda la explicación, se volvieron a sentar muy
tristes y tranquilas, y miraron a Alicia.
–Debe de ser un baile precioso –dijo Alicia
con timidez.
–¿Te gustaría ver un poquito cómo se baila?
–propuso la Falsa Tortuga.
–Claro, me gustaría muchísimo -dijo Alicia.
–¡Ea, vamos a intentar la primera figura! –
-le dijo la Falsa Tortuga al Grifo–. Podemos
hacerlo sin langostas, sabes. ¿Quién va a
cantar?
–Cantarás tú –dijo el Grifo–. Yo he olvidado
la letra.
Empezaron pues a bailar solemnemente
alrededor de Alicia, dándole un pisotón cada
vez que se acercaban demasiado y llevando
el compás con las patas delanteras, mientras
la Falsa Tortuga entonaba lentamente y con
melancolía:
“¿Porqué no te mueves más aprisa? le
pregunto una pescadilla a un caracol.
Porque tengo tras mí un delfín pisoteándome
el talón.
¡Mira lo contentas que se ponen las langostas
y tortugas al andar!
Nos esperan en la playa –¡Venga! ¡Baila y
déjate llevar!
¡Venga, baila, venga, baila, venga, baila y
déjate llevar!
¡Baila, venga, baila, venga, baila, venga y
déjate llevar!”
“¡No te puedes imaginar qué agradable es
el baile cuando nos arrojan con las langostas
hacia el mar!
Pero el caracol respondía siempre: “¡Demasiado
lejos, demasiado lejos!” y ni siquiera
se preocupaba de mirar.
“No quería bailar, no quería bailar, no quería
bailar…”
–Muchas gracias. Es un baile muy interesante
–dijo Alicia, cuando vio con alivio que
el baile había terminado–. ¡Y me ha gustado
mucho esta canción de la pescadilla!
–Oh, respecto a la pescadilla… –dijo la
Falsa Tortuga–. Las pescadillas son… Bueno,
supongo que tú ya habrás visto alguna.
–Sí -respondió Alicia–, las he visto a menudo
en la cen…
Pero se contuvo a tiempo y guardó silencio.
–No sé qué es eso de cen –dijo la Falsa
Tortuga–, pero, si las has visto tan a menudo,
sabrás naturalmente cómo son.
–Creo que sí –respondió Alicia pensativa.
Llevan la cola dentro de la boca y van cubiertas
de pan rallado.
–Te equivocas en lo del pan –dijo la Falsa
Tortuga–. En el mar el pan rallado desaparecería
en seguida. Pero es verdad que llevan la
cola dentro de la boca, y la razón es… –Al
llegar a este punto la Falsa Tortuga bostezó y
cerró los ojos–. Cuéntale tú la razón de todo
esto -añadió, dirigiéndose al Grifo.
–La razón es –dijo el Grifo– que las pescadillas
quieren participar con las langostas
en el baile. Y por lo tanto las arrojan al mar.
Y por lo tanto tienen que ir a caer lo más lejos
posible. Y por lo tanto se cogen bien las
colas con la boca. Y por lo tanto no pueden
después volver a sacarlas. Eso es todo.
–Gracias –dijo Alicia–. Es muy interesante.
Nunca había sabido tantas cosas sobre las
pescadillas.
–Pues aún puedo contarte más cosas sobre
ellas– dijo el Grifo.– ¿A que no sabes por
qué las pescadillas son blancas?
–No, y jamás me lo he preguntado, la
verdad ¿Por qué son blancas? –Pues porque
sirven para darle brillo a los zapatos y las botas,
por eso, por lo blancas que son– respondió
el Grifo muy satisfecho.
Alicia permaneció asombrada, con la boca
abierta.
–Para sacar brillo– repetía estupefacta–.
No me lo explico.
–Pero, claro. ¿A ver? ¿Cómo se limpian los
zapatos? Vamos, ¿cómo se les saca brillo?
Alicia se miró los pies, pensativa, y vaciló
antes de dar una explicación lógica.
–Con betún negro, creo.
–Pues bajo el mar, a los zapatos se les da
blanco de pescadilla– respondió el Grifo sentenciosamente.–
Ahora ya lo sabes.
–¿Y de que están hechos?
–De mero y otros peces, vamos hombre,
si cualquier gamba sabría responder a esa
pregunta– respondió el Grifo con impaciencia.
–Si yo hubiera sido una pescadilla, le
hubiera dicho al delfín: “Haga el favor de
marcharse, porque no deseamos estar con
usted”.– dijo Alicia pensando en una estrofa
de la canción.
–No– respondió la Falsa Tortuga.– No tenían
más remedio que estar con él, ya que no
hay ningún pez que se respete que no quiera
ir acompañado de un delfín.
–¿Eso es así? –preguntó Alicia muy sorprendida.
–¡Claro que no!– replicó la Falsa Tortuga.–
Si a mí se me acercase un pez y me dijera
que marchaba de viaje, le preguntaría
primeramente: “¿Y con qué delfín vas?
Alicia se quedó pensativa. Luego aventuró:
–No sería en realidad lo que le dijera ¿con
que fin?
–¡Digo lo que digo!– aseguró la Tortuga
ofendida.
–Y ahora –dijo el Grifo, dirigiéndose a Alicia–,
cuéntanos tú alguna de tus aventuras.
–Puedo contaros mis aventuras… a partir
de esta mañana –dijo Alicia con cierta timidez–.
Pero no serviría de nada retroceder
hasta ayer, porque ayer yo era otra persona.
–¡Es un galimatías! Explica todo esto —
dijo la Falsa Tortuga.
–¡No, no! Las aventuras primero —
exclamó el Grifo con impaciencia–, las explicaciones
ocupan demasiado tiempo.
Así pues, Alicia empezó a contar sus aventuras
a partir del momento en que vio por
primera vez al Conejo Blanco. Al principio estaba
un poco nerviosa, porque las dos criaturas
se pegaron a ella, una a cada lado, con
ojos y bocas abiertos como naranjas, pero
fue cobrando valor a medida que avanzaba
en su relato. Sus oyentes guardaron un silencio
completo hasta que llegó el momento en
que le había recitado a la Oruga el poema
aquél de “Has envejecido, Padre Guillermo…”
que en realidad le había salido muy distinto
de lo que era. Al llegar a este punto, la Falsa
Tortuga dio un profundo suspiro y dijo:
–Todo eso me parece muy curioso.
–No puede ser más curioso- remachó el
Grifo.
–Te salió tan diferente… –repitió la Tortuga–,
que me gustaría que nos recitases
algo ahora.
Se volvió al Grifo.
–Dile que empiece.
El Grifo indicó:
–Ponte en pie y recita eso de “Es la voz
del perezoso…”
–Pero, ¡cuántas órdenes me dan estas
criaturas! –dijo Alicia en voz baja–.
Parece como si me estuvieran haciendo
repetir las lecciones. Para esto lo mismo me
daría estar en la escuela.
Pero se puso en pie y comenzó obedientemente
a recitar el poema. Mientras tanto,
no dejaba de darle vueltas en su cabeza a la
danza de las langostas y en realidad apenas
sabía lo que estaba diciendo. Y así le resultó
lo que recitaba:
La voz de la Langosta
he oído declarar:
Me han tostado demasiado
y ahora tendré que ponerme azúcar.
Lo mismo que el pato hace con los párpados
hace la langosta con su nariz:
ajustarse el cinturón y abotonarse
mientras tuerce los tobillos.
Cuando la arena está seca
Está feliz, tanto como una perdiz,
y habla con desprecio del tiburón.
Pero cuando la marea sube
y los tiburones la cercan,
se le quiebra la voz
Y sólo sabe balbucear.
El Grifo dijo:
–No lo oía así yo cuando era niño. Resulta
distinto.
–Puede ser, aunque lo cierto es que yo
jamás he oído ese poema– dijo la Falsa Tortuga–,
pero el caso es que me suena a disparates.
Alicia no contestó. Se cubrió la cara con
las manos, tras de sentarse de nuevo y se
preguntó si sería posible que nada pudiera
suceder allí de una manera natural.
–Veamos, me gustaría escuchar una explicación
lógica– dijo la Falsa Tortuga.
–No sabe explicarlo– intervino el Grifo.–
Pero, bueno, prosigue con la siguiente estrofa.
–Pero– insistió la Tortuga–, ¿qué hay de
los tobillos! ¿Cómo podía torcérselos con la
nariz?
–Se trata de la primera posición de todo el
baile– aclaró Alicia, que, sin embargo, no
comprendía nada de lo que estaba sucediendo,
y deseaba cambiar el tema de la conversación.
–¡Prosigue con la siguiente estrofa!– reclamó
el Grifo.– Si no me equivoco es la que
comienza diciendo: “Pasé por su jardín…”.
Alicia obedeció, aunque estaba segura de
que todo iba a seguir saliendo tergiversado.
Con voz temblorosa dijo:
Pasé por su jardín
y con un solo ojo
pude observar muy bien
cómo el búho y la pantera
estaban repartiéndose un pastel.
La pantera se llevó la pasta,
la carne y el relleno,
mientras que al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo,
al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo,
el búho como regalo,
se llevó en el bolsillo la cucharilla,
en tanto la pantera, con el cuchillo y el tenedor,
terminaba el singular banquete.
–Lo que digo yo– dijo la Tortuga, –es ¿de
qué nos sirve tanto recitar y recitar? ¿Si no
explicas el significado de los que estás diciendo!
¡Bueno! ¡Esto es lo más confuso que
he oído en mi vida!
–Desde luego –asintió el Grifo–. Creo que
lo mejor será que lo dejes.
Y Alicia se alegró muchísimo. —
¿Intentamos otra figura del Baile de la Langosta?
–siguió el Grifo–. ¿O te gustaría que
la Falsa Tortuga te cantara otra canción?
–¡Otra canción, por favor, si la Falsa Tortuga
fuese tan amable! –exclamó Alicia, con
tantas prisas que el Grifo se sintió ofendido.
–¡Vaya! –murmuró en tono dolido–. ¡Sobre
gustos no hay nada escrito! ¿Quieres cantarle
Sopa de Tortuga, amiga mía?
La Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y
empezó a cantar con voz ahogada por los sollozos:
Hermosa sopa, en la sopera,
tan verde y rica, nos espera.
Es exquisita, es deliciosa.
¡Sopa de noche, hermosa sopa!
¡Hermoooo-sa soooo-pa!
¡Hermooo~-sa soooo-pa!
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!
–¡Canta la segunda estrofa! –exclamó el
Grifo.
Y la Falsa Tortuga acababa de empezarla,
cuando se oyó a lo lejos un grito de «¡Se abre
el juicio!»
–¡Vamos! –gritó el Grifo.
Y, cogiendo a Alicia de la mano, echó a correr,
sin esperar el final de la canción.
–¿Qué juicio es éste? –jadeó Alicia mientras
corrían.
Pero el Grifo se limitó a contestar: «¡Vamos!
», y se puso a correr aún más aprisa,
mientras, cada vez más débiles, arrastradas
por la brisa que les seguía, les llegaban las
melancólicas palabras:
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!
Capítulo 11 – ¿QUIEN ROBO LAS TARTAS?
Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones
estaban sentados en sus tronos, y
había una gran multitud congregada a su alrededor:
toda clase de pajarillos y animalitos,
así como la baraja de cartas completa. El Valet
estaba de pie ante ellos, encadenado, con
un soldado a cada lado para vigilarlo. Y cerca
del Rey estaba el Conejo Blanco, con una
trompeta en una mano y un rollo de pergamino
en la otra. Justo en el centro de la sala
había una mesa y encima de ella una gran
bandeja de tartas: tenían tan buen aspecto
que a Alicia se le hizo la boca agua al verlas.
«¡Ojalá el juicio termine pronto», pensó, «y
repartan la merienda!» Pero no parecía haber
muchas posibilidades de que así fuera, y Alicia
se puso a mirar lo que ocurría a su alrededor,
para matar el tiempo.
No había estado nunca en una corte de
justicia, pero había leído cosas sobre ellas en
los libros, y se sintió muy satisfecha al ver
que sabía el nombre de casi todo lo que allí
había.
–Aquél es el juez –se dijo a sí misma–,
porque lleva esa gran peluca.
El Juez, por cierto, era el Rey; y como llevaba
la corona encima de la peluca, no parecía
sentirse muy cómodo, y desde luego no
tenía buen aspecto.
–Y aquello es el estrado del jurado —
pensó Alicia–, y esas doce criaturas (se vio
obligada a decir «criaturas», sabéis, porque
algunos eran animales de pelo y otros eran
pájaros) supongo que son los miembros del
jurado.
Repitió esta última palabra dos o tres veces
para sí, sintiéndose orgullosa de ella: Alicia
pensaba, y con razón, que muy pocas niñas
de su edad podían saber su significado.
Los doce jurados estaban escribiendo afanosamente
en unas pizarras.
–¿Qué están haciendo? –le susurró Alicia
al Grifo–. No pueden tener nada que anotar
ahora, antes de que el juicio haya empezado.
–Están anotando sus nombres –susurró el
Grifo como respuesta–, no vaya a ser que se
les olviden antes de que termine el juicio.
–¡Bichejos estúpidos! –empezó a decir
Alicia en voz alta e indignada.
Pero se detuvo rápidamente al oír que el
Conejo Blanco gritaba: «¡Silencio en la sala!
», y al ver que el Rey se calaba los anteojos
y miraba severamente a su alrededor
para descubrir quién era el que había hablado.
Alicia pudo ver, tan bien como si estuviera
mirando por encima de sus hombros, que todos
los miembros del jurado estaban escribiendo
«¡bichejos estúpidos!» en sus pizarras,
e incluso pudo darse cuenta de que uno
de ellos no sabía cómo se escribía «bichejo»
y tuvo que preguntarlo a su vecino. «¡Menudo
lío habrán armado en sus pizarras antes
de que el juicio termine!», pensó Alicia.
Uno de los miembros del jurado tenía una
tiza que chirriaba. Naturalmente esto era algo
que Alicia no podía soportar, así pues dio la
vuelta a la sala, se colocó a sus espaldas, y
encontró muy pronto oportunidad de arrebatarle
la tiza. Lo hizo con tanta habilidad que
el pobrecillo jurado (era Bill, la Lagartija) no
se dio cuenta en absoluto de lo que había sucedido
con su tiza; y así, después de buscarla
por todas partes, se vio obligado a escribir
con un dedo el resto de la jornada; y esto no
servía de gran cosa, pues no dejaba marca
alguna en la pizarra.
–¡Heraldo, lee la acusación! -dijo el Rey.
Y entonces el Conejo Blanco dio tres toques
de trompeta, y desenrolló el pergamino,
y leyó lo que sigue:
La Reina cocinó varias tartas
un día de verano azul,
el Valet se apoderó de esas tartas
Y se las llevó a Estambul.
–¡Considerad vuestro veredicto! –dijo el
Rey al jurado.
–¡Todavía no! ¡Todavía no! le interrumpió
apresuradamente el Conejo–. ¡Hay muchas
otras cosas antes de esto!
–Llama al primer testigo –dijo el Rey.
Y el Conejo dio tres toques de trompeta y
gritó:
–¡Primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Compareció
con una taza de té en una mano y un
pedazo de pan con mantequilla en la otra.
–Os ruego me perdonéis, Majestad —
empezó–, por traer aquí estas cosas, pero no
había terminado de tomar el té, cuando fui
convocado a este juicio.
–Debías haber terminado –dijo el Rey–.
¿Cuándo empezaste?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo,
que, del brazo del Lirón, lo había seguido
hasta allí.
–Me parece que fue el catorce de marzo.
–El quince –dijo la Liebre de Marzo.
–El dieciséis –dijo el Lirón.
–Anotad todo esto –ordenó el Rey al jurado.
Y los miembros del jurado se apresuraron
a escribir las tres fechas en sus pizarras, y
después sumaron las tres cifras y redujeron
el resultado a chelines y peniques.
–Quítate tu sombrero –ordenó el Rey al
Sombrerero.
–No es mío, Majestad –dijo el Sombrero.
–¡Sombrero robado! –exclamó el Rey,
volviéndose hacia los miembros del jurado,
que inmediatamente tomaron nota del hecho.
–Los tengo para vender –añadió el Sombrerero
como explicación–. Ninguno es mío.
Soy sombrerero.
Al llegar a este punto, la Reina se caló los
anteojos y empezó a examinar severamente
al Sombrerero, que se puso pálido y se echó
a temblar.
–Di lo que tengas que declarar –exigió el
Rey–, y no te pongas nervioso, o te hago
ejecutar en el acto.
Esto no pareció animar al testigo en absoluto:
se apoyaba ora sobre un pie ora sobre
el otro, miraba inquieto a la Reina, y era tal
su confusión que dio un tremendo mordisco a
la taza de té creyendo que se trataba del pan
con mantequilla.
En este preciso momento Alicia experimentó
una sensación muy extraña, que la
desconcertó terriblemente hasta que comprendió
lo que era: había vuelto a empezar a
crecer. Al principio pensó que debía levantarse
y abandonar la sala, pero lo pensó mejor y
decidió quedarse donde estaba mientras su
tamaño se lo permitiera.
–Haz el favor de no empujar tanto –dijo
el Lirón, que estaba sentado a su lado–.
Apenas puedo respirar.
–No puedo evitarlo –contestó humildemente
Alicia–. Estoy creciendo.
–No tienes ningún derecho a crecer aquí –
-dijo el Lirón.
–No digas tonterías –replicó Alicia con
más brío–. De sobra sabes que también tú
creces.
–Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable –
-dijo el Lirón–, y no de esta manera grotesca.
Se levantó con aire digno y fue a situarse
al otro extremo de la sala.
Durante todo este tiempo, la Reina no le
había quitado los ojos de encima al Sombrerero,
y, justo en el momento en que el Lirón
cruzaba la sala, ordenó a uno de los ujieres
de la corte:
–¡Tráeme la lista de los cantantes del último
concierto!
Lo que produjo en el Sombrerero tal ataque
de temblor que las botas se le salieron de
los pies.
–Di lo que tengas que declarar –repitió el
Rey muy enfadado–, o te hago ejecutar ahora
mismo, estés nervioso o no lo estés.
–Soy un pobre hombre, Majestad —
empezó a decir el Sombrerero en voz temblorosa–…
y no había empezado aún a tomar el
té… no debe hacer siquiera una semana… y
las rebanadas de pan con mantequilla se
hacían cada vez más delgadas… y el titileo
del té…
–¿El titileo de qué? –preguntó el Rey.
–El titileo empezó con el té –contestó el
Sombrerero.
–¡Querrás decir que titileo empieza con la
T! –replicó el Rey con aspereza–. ¿Crees que
no sé ortografía? ¡Sigue!
–Soy un pobre hombre –siguió el Sombrerero-…
y otras cosas empezaron a titilear
después de aquello… pero la Liebre de Marzo
dijo…
–¡Yo no dije eso! –se apresuró a interrumpirle
la Liebre de Marzo.
–¡Lo dijiste! –gritó el Sombrerero.
–¡Lo niego! –dijo la Liebre de Marzo.
–Ella lo niega –dijo el Rey–. Tachad esta
parte.
–Bueno, en cualquier caso, el Lirón dijo…
–siguió el Sombrerero, y miró ansioso a su
alrededor, para ver si el Lirón también lo negaba,
pero el Lirón no negó nada, porque estaba
profundamente dormido–. Después de
esto –continuó el Sombrerero–, cogí un poco
más de pan con mantequilla…
–¿Pero qué fue lo que dijo el Lirón? —
preguntó uno de los miembros del jurado.
–De esto no puedo acordarme –dijo el
Sombrerero.
–Tienes que acordarte –subrayó el Rey–,
o haré que te ejecuten.
El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza
de té y el pan con mantequilla, y cayó de
rodillas.
–Soy un pobre hombre, Majestad —
empezó.
–Lo que eres es un pobre orador –dijo
sarcástico el Rey.
Al llegar a este punto uno de los conejillos
de indias empezó a aplaudir, y fue inmediatamente
reprimido por los ujieres de la corte.
(Como eso de «reprimir» puede resultar difícil
de entender, voy a explicar con exactitud lo
que pasó. Los ujieres tenían un gran saco de
lona, cuya boca se cerraba con una cuerda:
dentro de este saco metieron al conejillo de
indias, la cabeza por delante, y después se
sentaron encima).
–Me alegro muchísimo de haber visto esto
–se dijo Alicia–. Estoy harta de leer en los
periódicos que, al final de un juicio, «estalló
una salva de aplausos, que fue inmediatamente
reprimida por los ujieres de la sala», y
nunca comprendí hasta ahora lo que querían
decir.
–Si esto es todo lo que sabes del caso, ya
puedes bajar del estrado –siguió diciendo el
Rey.
–No puedo bajar más abajo –dijo el Sombrerero–,
porque ya estoy en el mismísimo
suelo.
–Entonces puedes sentarte –replicó el
Rey.
Al llegar a este punto el otro conejillo de
indias empezó a aplaudir, y fue también reprimido.
–¡Vaya, con eso acaban los conejillos de
indias! –se dijo Alicia–. Me parece que todo
irá mejor sin ellos.
–Preferiría terminar de tomar el té –dijo
el Sombrerero, lanzando una mirada inquieta
hacia la Reina, que estaba leyendo la lista de
cantantes.
–Puedes irte –dijo el Rey. Y el Sombrerero
salió volando de la sala, sin esperar siquiera
el tiempo suficiente para ponerse los zapatos.
–Y al salir que le corten la cabeza -añadió
la Reina, dirigiéndose a uno de los ujieres.
Pero el Sombrerero se había perdido de
vista, antes de que el ujier pudiera llegar a la
puerta de la sala.
–¡Llama al siguiente testigo! –dijo el Rey.
El siguiente testigo era la cocinera de la
Duquesa. Llevaba el pote de pimienta en la
mano, y Alicia supo que era ella, incluso antes
de que entrara en la sala, por el modo en
que la gente que estaba cerca de la puerta
empezó a estornudar.
–Di lo que tengas que declarar –ordenó el
Rey.
–De eso nada –dijo la cocinera.
El Rey miró con ansiedad al Conejo Blanco,
y el Conejo Blanco dijo en voz baja:
–Su Majestad debe examinar detenidamente
a este testigo.
–Bueno, si debo hacerlo, lo haré –dijo el
Rey con resignación, y, tras cruzarse de brazos
y mirar de hito en hito a la cocinera con
aire amenazador, preguntó en voz profunda–
: ¿De qué se hacen las tartas?
–Sobre todo de pimienta –respondió la
cocinera.
–Melaza -dijo a sus espaldas una voz soñolienta.
–Prended a ese Lirón –chilló la Reina–.
¡Decapitad a ese Lirón! ¡Arrojad a ese Lirón
de la sala! ¡Reprimidle! ¡Pellizcadle! ¡Dejadle
sin bigotes!
Durante unos minutos reinó gran confusión
en la sala, para arrojar de ella al Lirón, y,
cuando todos volvieron a ocupar sus puestos,
la cocinera había desaparecido.
–¡No importa! –dijo el Rey, con aire de
alivio–. Llama al siguiente testigo. –Y añadió
a media voz dirigiéndose a la Reina-: Realmente,
cariño, debieras interrogar tú al
próximo testigo. ¡Estas cosas me dan dolor
de cabeza!
Alicia observó al Conejo Blanco, que examinaba
la lista, y se preguntó con curiosidad
quién sería el próximo testigo. «Porque hasta
ahora poco ha sido lo que han sacado en limpio
», se dijo para sí. Imaginad su sorpresa
cuando el Conejo Blanco, elevando al máximo
volumen su vocecilla, leyó el nombre de:
–¡Alicia!
Capítulo 12 – LA DECLARACION DE ALICIA
–¡Estoy aquí! –gritó Alicia.
Y olvidando, en la emoción del momento,
lo mucho que había crecido en los últimos
minutos, se puso en pie con tal precipitación
que golpeó con el borde de su falda el estrado
de los jurados, y todos los miembros del
jurado cayeron de cabeza encima de la gente
que había debajo, y quedaron allí pataleando
y agitándose, y esto le recordó a Alicia intensamente
la pecera de peces de colores que
ella había volcado sin querer la semana pasada.
–¡Oh, les ruego me perdonen! –exclamó
Alicia en tono consternado.
Y empezó a levantarlos a toda prisa, pues
no podía apartar de su mente el accidente de
la pecera, y tenía la vaga sensación de que
era preciso recogerlas cuanto antes y devolverlos
al estrado, o de lo contrario morirían.
–El juicio no puede seguir –dijo el Rey
con voz muy grave– hasta que todos los
miembros del jurado hayan ocupado debidamente
sus puestos… todos los miembros del
jurado –repitió con mucho énfasis, mirando
severamente a Alicia mientras decía estas
palabras.
Alicia miró hacia el estrado del jurado, y
vio que, con las prisas, había colocado a la
Lagartija cabeza abajo, y el pobre animalito,
incapaz de incorporarse, no podía hacer otra
cosa que agitar melancólicamente la cola.
Alicia lo cogió inmediatamente y lo colocó
en la postura adecuada.
«Aunque no creo que sirva de gran cosa»,
se dijo para sí. «Me parece que el juicio no va
a cambiar en nada por el hecho de que este
animalito esté de pies o de cabeza».
Tan pronto como el jurado se hubo recobrado
un poco del shock que había sufrido, y
hubo encontrado y enarbolado de nuevo sus
tizas y pizarras, se pusieron todos a escribir
con gran diligencia para consignar la historia
del accidente. Todos menos la Lagartija, que
parecía haber quedado demasiado impresionada
para hacer otra cosa que estar sentada
allí, con la boca abierta, los ojos fijos en el
techo de la sala.
–¿Qué sabes tú de este asunto? –le dijo
el Rey a Alicia.
–Nada –dijo Alicia.
–¿Nada de nada? –insistió el Rey.
–Nada de nada –dijo Alicia.
–Esto es algo realmente trascendente —
dijo el Rey, dirigiéndose al jurado.
Y los miembros del jurado estaban empezando
a anotar esto en sus pizarras, cuando
intervino a toda prisa el Conejo Blanco:
–Naturalmente, Su Majestad ha querido
decir intrascendente –dijo en tono muy respetuoso,
pero frunciendo el ceño y haciéndole
signos de inteligencia al Rey mientras hablaba.
Intrascendente es lo que he querido decir,
naturalmente –se apresuró a decir el Rey.
Y empezó a mascullar para sí: «Trascendente…
intrascendente…
trascendente… intrascendente…», como si
estuviera intentando decidir qué palabra sonaba
mejor.
Parte del jurado escribió «trascendente», y
otra parte escribió «intrascendente». Alicia
pudo verlo, pues estaba lo suficiente cerca de
los miembros del jurado para leer sus pizarras.
«Pero esto no tiene la menor importancia
», se dijo para sí.
En este momento el Rey, que había estado
muy ocupado escribiendo algo en su libreta
de notas, gritó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:
–Artículo Cuarenta y Dos. Toda persona
que mida más de un kilómetro tendrá que
abandonar la sala.
Todos miraron a Alicia.
–Yo no mido un kilómetro –protestó Alicia.
–Sí lo mides –dijo el Rey.
–Mides casi dos kilómetros añadió la Reina.
–Bueno, pues no pienso moverme de
aquí, de todos modos –aseguró Alicia–. Y
además este artículo no vale: usted lo acaba
de inventar.
–Es el artículo más viejo de todo el libro —
dijo el Rey.
–En tal caso, debería llevar el Número Uno
–dijo Alicia.
El Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro
de notas.
–¡Considerad vuestro veredicto! –ordenó
al jurado, en voz débil y temblorosa.
–Faltan todavía muchas pruebas, con la
venia de Su Majestad –dijo el Conejo Blanco,
poniéndose apresuradamente de pie–. Acaba
de encontrarse este papel.
–¿Qué dice este papel? –preguntó la Reina.
–Todavía no lo he abierto –contestó el
Conejo Blanco–, pero parece ser una carta,
escrita por el prisionero a… a alguien.
–Así debe ser –asintió el Rey–, porque de
lo contrario hubiera sido escrita a nadie, lo
cual es poco frecuente.
–¿A quién va dirigida? –preguntó uno de
los miembros del jurado.
–No va dirigida a nadie –dijo el Conejo
Blanco–. No lleva nada escrito en la parte
exterior. –Desdobló el papel, mientras
hablaba, y añadió–: Bueno, en realidad no es
una carta: es una serie de versos.
–¿Están en la letra del acusado? —
preguntó otro de los miembros del jurado.
–No, no lo están –dijo el Conejo Blanco–,
y esto es lo más extraño de todo este asunto.
(Todos los miembros del jurado quedaron
perplejos).
–Debe de haber imitado la letra de otra
persona –dijo el Rey.
(Todos los miembros del jurado respiraron
con alivio).
–Con la venia de Su Majestad –dijo el Valet–,
yo no he escrito este papel, y nadie
puede probar que lo haya hecho, porque no
hay ninguna firma al final del escrito.
–Si no lo has firmado –dijo el Rey–, eso
no hace más que agravar tu culpa.
Lo tienes que haber escrito con mala intención,
o de lo contrario habrías firmado con
tu nombre como cualquier persona honrada.
Un unánime aplauso siguió a estas palabras:
en realidad, era la primera cosa sensata
que el Rey había dicho en todo el día.
–Esto prueba su culpabilidad, naturalmente
–exclamó la Reina–. Por lo tanto, que le
corten…
–¡Esto no prueba nada de nada! —
protestó Alicia–. ¡Si ni siquiera sabemos lo
que hay escrito en el papel!
–Léelo –ordenó el Rey al Conejo Blanco.
El Conejo Blanco se puso las gafas. –¡Por
dónde debo empezar, con la venia de Su Majestad?
–preguntó.
–Empieza por el principio –dijo el Rey con
gravedad– y sigue hasta llegar al final; allí te
paras.
Se hizo un silencio de muerte en la sala,
mientras el Conejo Blanco leía los siguientes
versos:
Dijeron que fuiste a verla
y que a él le hablaste de mí:
ella aprobó mi carácter
y yo a nadar no aprendí.
Él dijo que yo no era
(bien sabemos que es verdad):
pero si ella insistiera
¿qué te podría pasar?
Yo di una, ellos dos,
tú nos diste tres o más,
todas volvieron a ti, y eran
mías tiempo atrás.
Si ella o yo tal vez nos vemos
mezclados en este lío,
él espera tú los libres
y sean como al principio.
Me parece que tú fuiste
(antes del ataque de ella),
entre él, y yo y aquello
un motivo de querella.
No dejes que él sepa nunca
que ella los quería más,
pues debe ser un secreto
y entre tú y yo ha de quedar.
–¡Ésta es la prueba más importante que
hemos obtenido hasta ahora! –dijo el Rey,
frotándose las manos–. Así pues, que el jurado
proceda a…
–Si alguno de vosotros es capaz de explicarme
este galimatías –dijo Alicia (había crecido
tanto en los últimos minutos que no le
daba ningún miedo interrumpir al Rey)–, le
doy seis peniques.
Yo estoy convencida de que estos versos
no tienen pies ni cabeza.
Todos los miembros del jurado escribieron
en sus pizarras: «Ella está convencida de que
estos versos no tienen pies ni cabeza», pero
ninguno de ellos se atrevió a explicar el contenido
del escrito.
–Si el poema no tiene sentido –dijo el
Rey–, eso nos evitará muchas complicaciones,
porque no tendremos que buscárselo. Y,
sin embargo –siguió, apoyando el papel sobre
sus rodillas y mirándolo con ojos entornados–,
me parece que yo veo algún significado…
Y yo a nadar no aprendí… Tú no sabes
nadar, ¿o sí sabes? –añadió, dirigiéndose
al Valet.
El Valet sacudió tristemente la cabeza.
–¿Tengo yo aspecto de saber nadar? —
dijo.
(Desde luego no lo tenía, ya que estaba
hecho enteramente de cartón.)–Hasta aquí
todo encaja –observó el Rey, y siguió murmurando
para sí mientras examinaba los versos–:
Bien sabemos que es verdad… Evidentemente
se refiere al jurado… Pero si ella insistiera…
Tiene que ser la Reina…
¿Qué te podría pasar?… ¿Qué, en efecto?
Yo di una, ellos dos… Vaya, esto debe ser lo
que él hizo con las tartas…
–Pero después sigue todas volvieron a ti –
-observó Alicia.
–¡Claro, y aquí están! –exclamó triunfalmente
el Rey, señalando las tartas que había
sobre la mesa . Está más claro que el agua. Y
más adelante… Antes del ataque de ella…
¿Tú nunca tienes ataques, verdad, querida? –
-le dijo a la Reina.
–¡Nunca! –rugió la Reina furiosa, arrojando
un tintero contra la pobre Lagartija.
(La infeliz Lagartija había renunciado ya a
escribir en su pizarra con el dedo, porque se
dio cuenta de que no dejaba marca, pero
ahora se apresuró a empezar de nuevo,
aprovechando la tinta que le caía chorreando
por la cara, todo el rato que pudo).
–Entonces las palabras del verso no pueden
atacarte a ti –dijo el Rey, mirando a su
alrededor con una sonrisa.
Había un silencio de muerte.
–¡Es un juego de palabras! –tuvo que explicar
el Rey con acritud.
Y ahora todos rieron.
–¡Que el jurado considere su veredicto! —
ordenó el Rey, por centésima vez aquel día.
–¡No! ¡No! –protestó la Reina–. Primero
la sentencia… El veredicto después.
–¡Valiente idiotez! –exclamó Alicia alzando
la voz–. ¡Qué ocurrencia pedir la sentencia
primero!
–¡Cállate la boca! –gritó la Reina, poniéndose
color púrpura.
–¡No quiero! –dijo Alicia.
–¡Que le corten la cabeza! –chilló la Reina
a grito pelado.
Nadie se movió.
–¡Quién le va a hacer caso? –dijo Alicia
(al llegar a este momento ya había crecido
hasta su estatura normal)–. ¡No sois todos
más que una baraja de cartas!
Al oír esto la baraja se elevó por los aires y
se precipitó en picada contra ella. Alicia dio
un pequeño grito, mitad de miedo y mitad de
enfado, e intentó sacárselos de encima… Y se
encontró tumbada en la ribera, con la cabeza
apoyada en la falda de su hermana, que le
estaba quitando cariñosamente de la cara
unas hojas secas que habían caído desde los
árboles.
–¡Despierta ya, Alicia! –le dijo su hermana–.
¡Cuánto rato has dormido!
–¡Oh, he tenido un sueño tan extraño! —
dijo Alicia.
Y le contó a su hermana, tan bien como
sus recuerdos lo permitían, todas las sorprendentes
aventuras que hemos estado leyendo.
Y, cuando hubo terminado, su hermana
le dio un beso y le dijo:
–Realmente, ha sido un sueño extraño,
cariño. Pero ahora corre a merendar. Se está
haciendo tarde.
Así pues, Alicia se levantó y se alejó corriendo
de allí, y mientras corría no dejó de
pensar en el maravilloso sueño que había tenido.
Pero su hermana siguió sentada allí, tal
como Alicia la había dejado, la cabeza apoyada
en una mano, viendo cómo se ponía el sol
y pensando en la pequeña Alicia y en sus maravillosas
aventuras. Hasta que también ella
empezó a soñar a su vez, y éste fue su sueño:
Primero, soñó en la propia Alicia, y le pareció
sentir de nuevo las manos de la niña
apoyadas en sus rodillas y ver sus ojos brillantes
y curiosos fijos en ella. Oía todos los
tonos de su voz y veía el gesto con que apartaba
los cabellos que siempre le caían delante
de los ojos. Y mientras los oía, o imaginaba
que los oía, el espacio que la rodeaba cobró
vida y se pobló con los extraños personajes
del sueño de su hermana.
La alta hierba se agitó a sus pies cuando
pasó corriendo el Conejo Blanco; el asustado
Ratón chapoteó en un estanque cercano; pudo
oír el tintineo de las tazas de porcelana
mientras la Liebre de Marzo y sus amigos
proseguían aquella merienda interminable, y
la penetrante voz de la Reina ordenando que
se cortara la cabeza a sus invitados; de nuevo
el bebé-cerdito estornudó en brazos de la
Duquesa, mientras platos y fuentes se estrellaban
a su alrededor; de nuevo se llenó el
aire con los graznidos del Grifo, el chirriar de
la tiza de la Lagartija y los aplausos de los
«reprimidos» conejillos de indias, mezclado
todo con el distante sollozar de la Falsa Tortuga.
La hermana de Alicia estaba sentada allí,
con los ojos cerrados, y casi creyó encontrarse
ella también en el País de las Maravillas.
Pero sabía que le bastaba volver a abrir los
ojos para encontrarse de golpe en la aburrida
realidad. La hierba sería sólo agitada por el
viento, y el chapoteo del estanque se debería
al temblor de las cañas que crecían en él. El
tintineo de las tazas de té se transformaría en
el resonar de unos cencerros, y la penetrante
voz de la Reina en los gritos de un pastor. Y
los estornudos del bebé, los graznidos del
Grifo, y todos los otros ruidos misteriosos, se
transformarían (ella lo sabía) en el confuso
rumor que llegaba desde una granja vecina,
mientras el lejano balar de los rebaños sustituía
los sollozos de la Falsa Tortuga.
Por último, imaginó cómo sería, en el futuro,
esta pequeña hermana suya, cómo sería
Alicia cuando se convirtiera en una mujer. Y
pensó que Alicia conservaría, a lo largo de los
años, el mismo corazón sencillo y entusiasta
de su niñez, y que reuniría a su alrededor a
otros chiquillos, y haría brillar los ojos de los
pequeños al contarles un cuento extraño,
quizás este mismo sueño del País de las Maravillas
que había tenido años atrás; y que
Alicia sentiría las pequeñas tristezas y se alegraría
con los ingenuos goces de los chiquillos,
recordando su propia infancia y los felices
días del verano.
FIN

El gato negro

Dos gatitos, nada más, había tenido la gata
de Doña Casimira Vallejo, y ya habían pedido
a la citada señora nada menos que catorce. Y
es que los gatitos eran completamente negros,
y sabido es que hay muchas personas
que creen que aquéllos traen la felicidad a las
casas.
De buena gana Doña Casimira no se hubiera
desprendido de aquellos dos hijos de su
Sultana; pero su esposo le había declarado
que no quería mas gatos en su vivienda, y la
buena señora tuvo que resignarse a regalarlos
el día mismo que cumplieran dos meses.
Mucho tiempo estuvo pensando dónde
quedarían mejor colocados; el vecino del piso
bajo perdía muchos gatos y no faltaba quien
sospechase que se los comía; el tendero de
enfrente los dejaba salir a la calle y se los
robaban; la vieja del cuarto entresuelo era
muy económica y no les daba de comer; el
cura tenía un perro que asustaba a los animalitos;
y así, de uno en otro, resultó que los
catorce pedidos se redujeron para Doña Casimira
solamente a dos, casualmente el número
de gatos que tenía. Aún así, no acabaron
sus cavilaciones.
Moro, el más hermoso y más grave de los
dos gatitos, convendría mejor a Doña Carlota,
la vecina del tercero de la izquierda, que tenía
una hija muy juiciosa a pesar de sus cortos
años; pero Fígaro (así nombrado por el marido
de Doña Casimira por haberle hallado un
día jugando con su guitarra, cuyas cuerdas
sonaban no muy armoniosamente)… Fígaro,
que, según decían, tenía una vaga semejanza
con el barbero del número 8 de aquella calle,
por lo que había merecido dos veces ser llamado
de aquella manera, no estaría del todo
bien en casa de don Serafín, cuyos niños eran
muy revoltosos y trataban con dureza a los
animales.
Pero al cabo, como el tiempo urgía, Morito
fue entregado a Doña Carlota y Fígaro a Don
Serafín.
Ambos fueron adornados con collares rojos
y cascabeles, y Blanca, la niña de la viuda, y
Alejandro y Pepita, hijos del caballero, que
también era vecino de Doña Casimira, habitando
en el otro tercero, no dudaron ya que
en sus moradas todo sería bienestar y ventura
con haber llevado a ellas a los dos gatitos.
Al pronto la casualidad vino a confirmar
aquella idea: Doña Carlota ganó un premio a
la lotería y D. Serafín, que estaba cesante,
fue colocado con doce mil reales en un Ministerio.
-¡El gato negro! -exclamaban los chicos.
-¡El gato negro!
Lo que no impedía que Alejandro y Pepita
maltratasen al pobre Fígaro, que, cuando podía,
se vengaba de ellos clavando en sus manos
los dientes o las uñas; pero como era tan
pequeño no les hacía gran daño.
En cambio Morito pasaba los días en la falda
de su joven ama y las noches en un colchoncito
muy blando que hizo Blanca para el
gato en cuanto se lo dieron. Demostraba él su
contento con ese ronquido acompasado que
en los gatos es indicio de felicidad completa, y
es seguro que si hubiese sabido hablar no
hubiera dejado de decir a Doña Casimira que
no podía haberle proporcionado una casa mejor.
A los dos meses de estar Fígaro con Don
Serafín, todo cambió en la morada de éste:
Alejandro estuvo gravemente enfermo con
una erupción, su padre se quedó cojo de una
caída, una criada le robó los cubiertos, y Pepita
no cesaba de perder, ya pendientes, ya
pañuelos, ya muñecas.
-¡Vaya una suerte que nos ha traído el gato
negro! -decían mirándole con rabia.
En cambio Blanca estaba cada día mejor de
salud, le regalaban muchos juguetes y parecía
que la prosperidad había entrado en su casa
con Morito.
Hablando un día D. Serafín con la vecina
del piso entresuelo, delante de los dos niños,
en tono de burla, de la felicidad que les había
llevado el gato negro, la señora le dijo:
-Hay dos clases de gatos negros: unos que
dan la ventura y otros que la quitan. Aunque
hijos de la misma gata, es fácil que Moro sea
un gato de los buenos y Fígaro de los malos.
Usted, amigo mío, ha tenido la mala suerte,
mereciéndola mejor que Doña Carlota.
Alejandro se quedó muy preocupado al oír
aquello, y Pepita más. A los dos se les ocurrió
lo mismo: puesto que los gatos eran iguales,
¿por qué no los habían de cambiar? Había en
la casa un patio muy pequeño al que daban
las cocinas de Doña Carlota y D. Serafín, viniendo
las ventanas una enfrente de otra. Por
allí se habían asomado muchas veces los vecinitos
Alejandro y su hermana para hacer
muecas a Blanca, y ésta para enseñarles sus
juguetes. El niño, que era muy malo, dijo a
Pepita que se fingiera amiga de la hija de Doña
Carlota para entrar en la casa más fácilmente
y coger al gato, a lo que ella se prestó
gustosa porque ya miraba a Fígaro con
horror.
Aquello fue muy fácil: Blanca, con permiso
de su madre, convidó varias veces a Pepita a
almorzar con ella. Las niñas jugaban juntas y
salían también a paseo.
Aprovechando una de estas salidas, fue
Alejandro un día a casa de Doña Carlota y dijo
a la criada, que sin desconfianza le hizo pasar,
que iba a esperar la vuelta de su hermana
porque tenía un recado urgente que darle.
La criada se volvió a la cocina, y entretanto
el niño pasó al comedor, donde dormía el gato
junto al brasero, y cogió a Moro, que no opuso
la menor resistencia porque era muy manso.
Llegó a la antesala, dejó abierta la puerta
y, entrando en su casa, encerró al gato en su
habitación y llevó a Fígaro al comedor de al
lado. Pero si era fácil que confundieran a los
dos gatos, no podía evitarse que ellos extrañasen
cuanto les rodeaba; así es que Fígaro
fue enseguida a esconderse debajo del aparador
para que nadie le viera.
Cuando Doña Carlota volvió de paseo con
las niñas, lo primero que hizo Blanca fue llamar
a Morito; pero el gato no salió como de
costumbre.
-No sé qué le pasa hoy a Moro -dijo Alejandro-;
está debajo del armario y gruñe
cuando se le quiere sacar de su escondite.
-Habrá algún ratón -dijo Doña Carlota.
Pepita y su hermano se marcharon, diciendo
que al día siguiente no podrían volver porque
esperaban a un pariente que venía de
fuera.
Y aguardaron las venturas que el nuevo
gato había de llevar a la casa.
Pero la mala suerte no se interrumpía. Como
D. Serafín, a causa de la pierna rota,
había dejado de ir a la oficina, ocurrió que por
la noche le llevaron la cesantía. Mas los niños
dijeron que aquello se había firmado cuando
aún estaba en la casa Fígaro.
Así pasaron unos días, sin que Pepita y Alejandro
hubieran ido a ver a Blanca.
Los gatos salían ya a comer, pero no se
dejaban tocar todavía.
Un sábado estaban limpiando las cocinas
en ambas casas. Fígaro, en la de Doña Carlota,
se asomó a la ventana y reconoció, no sin
asombro, a la criada de D. Serafín, que antes
le daba carne cruda todas las mañanas.
-Aquella sí que es mi casa -debió decirse-,
pero se quedó un tanto parado al ver un gato
igual a él en el cuarto de enfrente.
En cuanto al Morito, miraba aquellas cacerolas
tan relucientes, aquellos platos blancos
con flores de colores donde le servían la leche,
y hasta veía sus dos cazuelas, que la
cocinera acababa de fregar, lo mismo que
cuando comía él.
-Allí vivía yo -pensó sin duda-; y por cierto
que estaba mejor que aquí.
La criada de Doña Carlota empezó a llamarle:
él se refregaba contra la ventana y
hacía mil demostraciones de júbilo.
Al fin Fígaro miró al patio y pareció medir
la distancia que le separaba de la ventana
vecina. Moro lo comprendió y, sin reflexionar,
dio un gran salto, cayendo aturdido a los pies
de la cocinera de Blanca.
-Este sí que es mi gato -decía la buena
mujer acariciándole-. Bien sospechaba yo que
aquí había ocurrido alguna cosa. Esos infames
chicos de al lado son los culpables.
Entretanto Fígaro habla saltado también;
pero como la criada de D. Serafín había salido
de la cocina para abrir la puerta de la calle,
porque acababan de llamar, no se enteró de
aquel cambio de gatos.
Alejandro y Pepita siguieron creyendo que
Moro estaba en su casa y Fígaro en el otro
tercero.
Mas las desdichas continuaban y no sabían
a qué achacarlas ya.
Con este motivo Fígaro llevaba algunas palizas
diarias, y el gato, que era reflexivo, pensó
que le tendría más cuenta volverse a la
casa de al lado. Era fácil saltar por el mismo
camino; pero ¡ay! el pobre gato midió mal la
distancia y fue a parar a una tabla, donde
Doña Casimira ponía el botijo para que se
refrescase el agua, lastimándose un poco.
Fígaro conservaba un vago recuerdo de
aquella casa, en la que había pasado sus primeros
meses, y allí fue recibido con entusiasmo
para reemplazar a Sultana que acababa
de morir en los brazos de su dueña.
¿Llevó Fígaro la desgracia a su nueva morada?
No por cierto. Doña Casimira continuó,
como antes, siendo la mujer más afortunada
de la tierra, como lo eran Doña Carlota y
Blanca.
Don Serafín murió, dejando sus hijos a
cargo de un pariente, que les encerró en colegios
a fin de que cambiaran su mala condición;
y los niños, pensando en que ya no tenían
el gato negro, llegaron a convencerse de
que éste no llevaba la buena ni la mala suerte,
sino que la desgracia estaba en ellos, que
realmente no merecían otra cosa.
Así, un día que fueron a visitar a Doña Casimira,
dieron a Fígaro bizcochos y queso, que
el gato se comió demostrándoles después su
gratitud con un arañazo.
Su nueva dueña dedujo que Fígaro había
reconocido a Alejandro y a Pepita: era un gato
muy inteligente.