Hace de esto muchos años, había un Emperador
tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba
todas sus rentas en vestir con la máxima
elegancia. No se interesaba por sus soldados ni
por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el
campo, a menos que fuera para lucir sus trajes
nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora
del día, y de la misma manera que se dice de un
rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se
decía: “El Emperador está en el vestuario”. La
ciudad en que vivía el Emperador era muy
alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a
ella muchísimos extranjeros, y una vez se
presentaron dos truhanes que se hacían pasar
por tejedores, asegurando que sabían tejer las
más maravillosas telas. No solamente los
colores y los dibujos eran hermosísimos, sino
que las prendas con ellas confeccionadas
poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a
toda persona que no fuera apta para su cargo o
que fuera irremediablemente estúpida.
– ¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el
Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué
funcionarios del reino son ineptos para el cargo
que ocupan. Podría distinguir entre los
inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan
enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los
dos pícaros un buen adelanto en metálico, para
que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que
trabajaban; pero no tenían nada en la máquina.
A pesar de ello, se hicieron suministrar las
sedas más finas y el oro de mejor calidad, que
se embolsaron bonitamente, mientras seguían
haciendo como que trabajaban en los telares
vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-,
pensó el Emperador. Pero habla una cuestión
que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un
hombre que fuera estúpido o inepto para su
cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No
es que temiera por sí mismo; sobre este punto
estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería
enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo
andaban las cosas. Todos los habitantes de la
ciudad estaban informados de la particular
virtud de aquella tela, y todos estaban
impacientes por ver hasta qué punto su vecino
era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los
tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre
honrado y el más indicado para juzgar de las
cualidades de la tela, pues tiene talento, y no
hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en
la sala ocupada por los dos embaucadores, los
cuales seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus
adentros, abriendo unos ojos como naranjas-.
¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó
palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase le
preguntaron si no encontraba magníficos el
color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y
el pobre hombre seguía con los ojos
desencajados, pero sin ver nada, puesto que
nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto
acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene
que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el
cargo? No, desde luego no puedo decir que no
he visto la tela».
– ¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? –
preguntó uno de los tejedores.
– ¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo
ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué
dibujo y qué colores! Desde luego, diré al
Emperador que me ha gustado
extraordinariamente.
– Nos da una buena alegría -respondieron los
dos tejedores, dándole los nombres de los
colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo
tuvo buen cuidado de quedarse las
explicaciones en la memoria para poder
repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero,
seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir
tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni
una hebra se empleó en el telar, y ellos
continuaron, como antes, trabajando en las
máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro
funcionario de su confianza a inspeccionar el
estado de la tela e informarse de si quedaría
pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al
primero; miró y miró, pero como en el telar no
había nada, nada pudo ver.
– ¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron
los dos tramposos, señalando y explicando el
precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el
empleo que tengo no lo suelto. Sería muy
fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta».
Y se deshizo en alabanzas de la tela que no
veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos
hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
– ¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de
la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso
verla con sus propios ojos antes de que la
sacasen del telar. Seguido de una multitud de
personajes escogidos, entre los cuales figuraban
los dos probos funcionarios de marras, se
encaminó a la casa donde paraban los pícaros,
los cuales continuaban tejiendo con todas sus
fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
– ¿Verdad que es admirable? -preguntaron los
dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra
Majestad en estos colores y estos dibujos – y
señalaban el telar vacío, creyendo que los
demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo
nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no
sirvo para emperador? Sería espantoso».
– ¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la
apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el
telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y
remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio;
no obstante, todo era exclamar, como el
Emperador: – ¡oh, qué bonito! -, y le
aconsejaron que estrenase los vestidos
confeccionados con aquella tela, en la procesión
que debía celebrarse próximamente. – ¡Es
preciosa, elegantísima, estupenda! – corría de
boca en boca, y todo el mundo parecía
extasiado con ella. El Emperador concedió una
condecoración a cada uno de los dos bellacos
para que se la prendieran en el ojal, y los
nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la
fiesta, los dos embaucadores estuvieron
levantados, con dieciséis lámparas encendidas,
para que la gente viese que trabajaban
activamente en la confección de los nuevos
vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela
del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla
con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: – ¡Por
fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus
caballeros principales, y los
dos truhanes, levantando los brazos como si
sostuviesen algo, dijeron:
– Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. –
Aquí tenéis el manto… Las prendas son ligeras
como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar
nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es
lo bueno de la tela.
– ¡Sí! – asintieron todos los cortesanos, a pesar
de que no veían nada, pues nada había.
– ¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el
traje que lleva -dijeron los dos bribones- para
que podamos vestiros el nuevo delante del
espejo?
Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos
simularon ponerle las diversas piezas del
vestido nuevo, que pretendían haber terminado
poco antes. Y cogiendo al Emperador por la
cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola
seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas
ante el espejo.
– ¡Dios, y qué bien le sienta, le va
estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya
dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! –
El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad
durante la procesión, aguarda ya en la calle –
anunció el maestro de Ceremonias.
– Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-.
¿Verdad que me sienta bien? – y volvióse una
vez más de cara al espejo, para que todos
creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la
cola bajaron las manos al suelo como para
levantarla, y avanzaron con ademán de sostener
algo en el aire; por nada del mundo hubieran
confesado que no veían nada. Y de este modo
echó a andar el Emperador bajo el magnífico
palio, mientras el gentío, desde la calle y las
ventanas, decían:
– ¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del
Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué
hermoso es todo!-. Nadie permitía que los
demás se diesen cuenta de que nada veía, para
no ser tenido por incapaz en su cargo o por
estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido
tanto éxito como aquél.
¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un
niño. – ¡Dios bendito, escuchad la voz de la
inocencia! – dijo su padre; y todo el mundo se
fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el
pequeño.
– ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que
no lleva nada!
– ¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo
entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba
que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que
aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que
antes; y los ayudas de cámara continuaron
sosteniendo la inexistente cola.
Bajo el Sauce
La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la
ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre
una ventaja, pero es innegable que podría ser
más hermosa de lo que es en realidad; todo
alrededor son campos lisos, y el bosque queda a
mucha distancia. Sin embargo, cuando nos
encontramos a gusto en un lugar, siempre
descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo
echaremos de menos, aunque nos hallemos en el
sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es
admitir que en verano tienen su belleza los
arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos
extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en
el mar; y así lo creían en particular Knud y
Juana, hijos de dos familias vecinas, que
jugaban juntos y se reunían atravesando a
rastras los groselleros. En uno de los jardines
crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y
debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los
niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que
el árbol estaba muy cerca del río, y los
chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el
ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos – de no
ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los
dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto
miedo al agua, que en verano no había modo de
llevarlo a la playa, donde tan a gusto
chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo
hacía objeto de la burla general, y él tenía que
aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que
navegaba en un bote de vela en la Bahía de
Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella
vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y
después lo cubrió por entero. Desde el momento
en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no
soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo
como prueba al sueño de Juana. Éste era su
orgullo, mas no por eso se acercaba al mar.
Los pobres padres se reunían con frecuencia, y
Knud y Juana jugaban en los jardines y en el
camino plantado de sauces que discurría a lo
largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos
árboles, pues tenían las copas como podadas,
pero no los habían plantado para adorno, sino
para utilidad; más hermoso era el viejo sauce
del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho,
jugaban a menudo los dos amiguitos. En la
ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado,
en la que, durante la feria anual, se instalan
verdaderas calles de puestos que venden cintas
de seda, calzados y todas las cosas imaginables.
Había entonces un gran gentío, y generalmente
llovía; además, apestaba a sudor de las
chaquetas de los campesinos, aunque olía
también a exquisito alajú, del que había toda
una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era
que el hombre que lo vendía se alojaba, durante
la feria, en casa de los padres de Knud, y,
naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño
pan de especias, del que participaba también
Juana. Pero había algo que casi era más
hermoso todavía: el comerciante sabía contar
historias de casi todas las cosas, incluso de sus
turrones, y una velada explicó una que produjo
tal impresión en los niños, que jamás pudieron
olvidarla;
por eso será conveniente que la oigamos
también nosotros, tanto más, cuanto que es muy
breve.
– Sobre el mostrador – empezó el hombre –
había dos moldes de alajú, uno en figura de un
hombre con sombrero, y el otro en forma de
mujer sin sombrero, pero con una mancha de
oropel en la cabeza; tenían la cara de lado,
vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde
aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que
mirar así a una persona. El hombre llevaba en el
costado izquierdo una almendra amarga, que era
el corazón, mientras la mujer era dulce toda
ella. Estaban para muestra en el mostrador, y
llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se
enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin
embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha
de salir algo de tal situación.
«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el
primero en hablar», pensaba ella; no obstante,
se habría dado por satisfecha con saber que su
amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más
ambiciosos, como siempre son los hombres;
soñaba que era un golfo callejero y que tenía
cuatro chelines, con los cuales se compraba la
mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas
en el mostrador, y cada día estaban más secos; y
los pensamientos de ella eran cada vez más
tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con
haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se
rompió por la mitad.
«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que
habría resistido un poco más», pensó él.
– Y ésta es la historia y aquí están los dos – dijo
el turronero. – Son notables por su vida y por su
silencioso amor, que nunca conduce a nada.
¡Vedlos ahí! – y dio a Juana el hombre, sano y
entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños
les había emocionado tanto el cuento, que no
tuvieron ánimos para comerse la enamorada
pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos
figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al
muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano
como en invierno, de un rico tapiz de hiedra;
pusieron al sol los pasteles, entre los verdes
zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños
la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la
encontraron maravillosa; y cuando volvieron a
mirar a la pareja de alajú, un muchacho
grandote se había comido ya la mujer
despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños
se echaron a llorar, y luego – y es de suponer
que lo hicieron para que el pobre hombre no
quedase solo en el mundo – se lo comieron
también; pero en cuanto a la historia, no la
olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el
sauce o junto al saúco, y la niña cantaba
canciones bellísimas con su voz argentina. A
Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la
garganta, pero al menos se sabía la letra, y más
vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre
ella la señora de la quincallería, se detenían a
escuchar a Juana. – ¡Qué voz más dulce! –
decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían
durar siempre. Las dos familias vecinas se
separaron; la madre de la niña había muerto, el
padre deseaba ir a Copenhague, para volver a
casarse y buscar trabajo; quería establecerse de
mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los
vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre
todo lloraron los niños; los padres se
prometieron mutuamente escribirse por lo
menos una vez al año.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya
mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más
tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en
Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita!
Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar
de que no distaba más de cinco millas de Kjöge.
Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo
despejado, Knud había visto sus torres, y el día
de la confirmación distinguió claramente la
brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra
Señora.
¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se
acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para
los de Knud. Las cosas les iban muy bien en
Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz,
iba a tener una gran suerte; había ingresado en
el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y
enviaba un escudo a sus queridos vecinos de
Kjöge para que celebrasen unas alegres
Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la
niña había añadido de su puño y letra estas
palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las
noticias eran muy agradables; pero también se
llora de alegría. Día tras día Juana había
ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el
muchacho que también ella se acordaba de él, y
cuanto más se acercaba el tiempo en que
ascendería a oficial zapatero, más claramente se
daba cuenta de que estaba enamorado de Juana
y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que
le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus
labios y tiraba con mayor fuerza del hilo,
mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la
lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde
luego que no sería mudo, como los dos moldes
de alajú; la historia había sido una buena
lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al
hombro, y por primera vez en su vida se dispuso
a trasladarse a Copenhague; ya había
encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida
quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora
16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo
de oro, pero luego pensó que seguramente los
encontraría mucho más hermosos en
Copenhague. Se despidió de sus padres, y un
día lluvioso de otoño emprendió el camino de la
capital; las hojas caían de los árboles, y calado
hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a
la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre
de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el
nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que
tan bien le sentaba; antes había usado siempre
gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los
muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era
para dar vértigo la manera cómo la gente se
apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de
Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa
no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo
invitó a tomar café.
– Juana estará contenta de verte – dijo el padre -.
Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una
muchacha que me da muchas alegrías y, Dios
mediante, me dará más aún. Tiene su propia
habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre
llamó delicadamente a la puerta, como si fuese
un forastero, y entraron – ¡qué hermoso era allí!
-. Seguramente en todo Kjöge no había un
aposento semejante: ni la propia Reina lo
tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas,
cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de
terciopelo auténtico y en derredor flores y
cuadros, además de un espejo en el que uno casi
podía meterse, pues era grande como una
puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y,
sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya
crecida, muy distinta de como la imaginara,
sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no
se encontraría otra como ella; ¡qué fina y
delicada! La primera mirada que dirigió a Knud
fue la de una extraña, pero duró sólo un
instante; luego se precipitó hacia él como si
quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó.
Sí, estaba muy contenta de volver a ver al
amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en
sus ojos? Y después empezó a preguntar y a
contar, pasando desde los padres de Knud hasta
el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce,
como los llamaba, cual si fuesen personas; pero
bien podían pasar por tales, si lo habían sido los
pasteles de alajú. De éstos habló también y de
su mudo amor, cuando estaban en el mostrador
y se partieron… y la muchacha se reía con toda
el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas
de Knud, y su corazón palpitaba con violencia
desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y
ella fue también la causante – bien se fijó Knud
– de que sus padres lo invitasen a pasar la velada
con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia
mano una taza luego cogió un libro y se puso a
leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo
que leía trataba de su amor, hasta tal punto
concordaba con sus pensamientos. Luego cantó
una sencilla canción, pero cantada por ella se
convirtió en toda una historia; era como si su
corazón se desbordase en ella. Sí,
indudablemente quería a Knud. Las lágrimas
rodaron por las mejillas del muchacho sin poder
él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra
de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero
ella le estrechó la mano y le dijo:
– Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre
como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones
después de las cuales no es posible dormir, y
Knud se pasó la noche despierto.
La Reina de las Nieves
PRIMER EPISODIO
Trata del espejo y del trozo de espejo
Atención, que vamos a empezar. Cuando
hayamos llegado al final de esta parte sabremos
más que ahora; pues esta historia trata de un
duende perverso, uno de los peores, ¡como que
era el diablo en persona! Un día estaba de muy
buen humor, pues había construido un espejo
dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno
y lo bello que en él se reflejaba se encogía hasta
casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo
destacaba y aún se intensificaba. Los paisajes
más hermosos aparecían en él como espinacas
hervidas, y las personas más virtuosas
resultaban repugnantes o se veían en posición
invertida, sin tronco y con las caras tan
contorsionadas, que era imposible reconocerlas;
y si uno tenía una peca, podía tener la certeza de
que se le extendería por la boca y la nariz. Era
muy divertido, decía el diablo. Si un
pensamiento bueno y piadoso pasaba por la
mente de una persona, en el espejo se reflejaba
una risa sardónica, y el diablo se retorcía de
puro regocijo por su ingeniosa invención.
Cuantos asistían a su escuela de brujería – pues
mantenía una escuela para duendes – contaron
en todas partes que había ocurrido un milagro;
desde aquel día, afirmaban, podía verse cómo
son en realidad el mundo y los hombres. Dieron
la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente,
no quedó ya un solo país ni una sola persona
que no hubiese aparecido desfigurada en él.
Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos
de reírse a costa de los ángeles y de Dios
Nuestro Señor. Cuanto más se elevaban con su
espejo, tanto más se reía éste sarcásticamente,
hasta tal punto que a duras penas podían
sujetarlo. Siguieron volando y acercándose a
Dios y a los ángeles, y he aquí que el espejo
tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus
manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en
cien millones, qué digo, en billones de
fragmentos y aún más. Y justamente entonces
causó más trastornos que antes, pues algunos de
los pedazos, del tamaño de un grano de arena,
dieron la vuelta al mundo, deteniéndose en los
sitios donde veían gente, la cual se reflejaba en
ellos completamente contrahecha, o bien se
limitaban a reproducir sólo lo irregular de una
cosa, pues cada uno de los minúsculos
fragmentos conservaba la misma virtud que el
espejo entero. A algunas personas, uno de
aquellos pedacitos llegó a metérseles en el
corazón, y el resultado fue horrible, pues el
corazón se les volvió como un trozo de hielo.
Varios pedazos eran del tamaño suficiente para
servir de cristales de ventana; pero era muy
desagradable mirar a los amigos a través de
ellos. Otros fragmentos se emplearon para
montar anteojos, y cuando las personas se
calaban estos lentes para ver bien y con justicia,
huelga decir lo que pasaba. El diablo se reía a
reventar, divirtiéndose de lo lindo. Pero algunos
pedazos diminutos volaron más lejos. Ahora
vais a oírlo.
Los servidores de Su Majestad
Resolvedlo por fracciones,
o bien por regla de tres.
Pero el estilo de Tweedle-dum
no es el de Tweedle-dee.
Dale al problema mil vueltas,
hasta morir de cansancio.
El estilo Laridon
no es estilo Larida.
HABÍA LLOVIDO TORRENCIALMENTE
DURANTE un mes entero. Llovía sobre un
campamento de treinta mil hombres, y de
miles de camellos y elefantes, caballos, bueyes
y mulos, casi amontonados todos en un
lugar llamado Rawalpindi, para que los pasara
en revista el virrey de la India. El virrey
recibía la visita del emir de Afganistán, un
rey, pero un rey salvaje de un país más salvaje
todavía. El emir iba acompañado por una
guardia de corps de ochocientos hombres con
sus caballos, que jamás habían visto un campamento,
ni locomotoras: hombres salvajes y
caballos salvajes, nacidos en algún rincón del
Asia central. Todas las noches, sin fallar una
sola, una manada de estos animales soltaba
sus trabas y se precipitaba dando saltos por
todo el campamento, en medio del barro y de
la oscuridad. O bien los camellos rompían sus
ataduras, corrían por todas partes, y tropezaban
con las cuerdas de las tiendas. Podéis
imaginaros lo encantados que estaban quienes
intentaban dormir. Mi tienda estaba lejos
del lugar reservado a los camellos y yo la creía
libre de todo problema. Pero una noche, un
hombre asomó de repente la cabeza y gritó:
––¡Salid inmediatamente! ¡Que vienen! ¡Mi
tienda está ya por tierra!
Yo sabía muy bien a quién se refería. Me
puse las botas y el impermeable, me precipité
fuera de la tienda, y salí corriendo por uno de
los lados. La pequeña Vixen, mi fox––terrier,
salió por el otro. Luego oí gruñidos, bramidos,
sonidos guturales, como si se tratara de
una olla burbujeante, y vi cómo desaparecía
mi tienda, roto limpiamente su mástil, y cómo
se ponía a bailar cual fantasma loco. Un
camello se había empotrado en ella, y aunque
me sentía furioso porque me estaba calando,
no pude evitar la risa. Luego eché a correr,
porque ignoraba cuántos camellos se habían
escapado, y me vi enseguida lejos del campamento,
avanzando penosamente por el barro.
Acabé por tropezar con la cureña* de un
cañón y me di cuenta de que estaba en el
acantonamiento de la artillería, donde se
guardaban los cañones durante la noche. No
quise continuar andando sin ton ni son en
medio de la oscuridad y bajo la lluvia, puse
mi impermeable sobre la boca de uno de los
cañones, me hice una especie de vivac improvisado
con la ayuda de dos o tres atacadores
que había encontrado por allí, y me
eché cuan largo era en la cureña de otro cañón,
preguntándome dónde estaba yo y qué
le habría ocurrido a Vixen.
Me disponía a dormir cuando oí el sonido
inconfundible de un arnés*, algo parecido a
un gruñido de disgusto, y un mulo pasó delante
de mí sacudiéndoselas orejas mojadas.
Estaba asignado a una batería de cañones
desmontables. Me lo certificaba el ruido de
correas, anillos, cadenas y otros objetos que
llevaba sobre el lomo. Los cañones desmontables
son piezas muy bonitas, formadas por
dos cuerpos que se unen cuando hay que
servirse de ellas. Se transportan a la montaña
hasta el último rincón adonde sea capaz
de llegar un mulo, y prestan grandes servicios
en terrenos rocosos.
Detrás del mulo llegaba un camello ––
cuyas patas blancas, al hundirse, hacían en el
barro un ruido de ventosa–– que balanceaba
el cuello hacia adelante y hacia atrás, como
una gallina perdida. Felizmente, yo conocía
bastante bien el lenguaje de los animales, no
el de los salvajes, sino el de los acostumbrados
a vivir en campamentos. Me lo habían
enseñado los indígenas, para poder enterarme
así de lo que contaban.
Debía de tratarse del mismo que se había
estrellado contra mi tienda, porque le decía al
mulo:
––¿Qué voy a hacer? ¿Adónde ir? Acabo de
pelear con una cosa blanca que se agitaba; y
ha cogido un palo y me ha golpeado en el
cuello ––se trataba del mástil de mi tienda,
partido, y me gustó saberlo––. Me voy lo mas
lejos posible.
––¡Ah!, ¿eres tú? ––respondió el mulo––,
¿tú y tus amigos los que habéis sembrado el
desorden en el campamento? Muy bien. Eso
te va a costar unos buenos golpes mañana
por la mañana. Pero yo te voy a adelantar
unos cuantos.
Por el ruido de su arnés, noté que el mulo
retrocedía. Estampó en el costado del camello
una lluvia de coces, que resonaron como sobre
un tambor.
––La próxima vez no te arrojes sobre una
batería por la noche, gritando: «¡Al ladrón! ¡A
las armas!». Agáchate y no muevas tu estúpido
cuello.
El camello se dobló como lo hacen ellos, en
escuadra, y se sentó lanzando un suspiro. Se
oyó en la oscuridad el rítmico golpear de los
cascos de un gran caballo, que galopaba muy
tranquilo, como en los desfiles. Saltó por encima
de la cureña de un cañón y se acercó al
mulo.
––Es una vergüenza ––dijo con unos resoplidos
con los que descargaba toda su furia––
. De nuevo esos despreciables camellos han
armado lío en nuestra zona. Y es la tercera
vez en una semana. ¿Cómo puede un caballo
estar en plena forma si no le dejan dormir?
¿Quién está ahí?
––Soy un mulo que se dedica a transportar
cureñas, y me han asignado la del número 2,
primera batería desmontable ––respondió el
mulo––, y el otro es uno de vuestros amigos.
¿Y tú quién eres?
––El número 15, 5.° escuadrón, 9.° de
lanceros. El caballo de Dick Cunliffe. Por favor,
hazme un poco de sitio.
––Perdóname ––dijo el mulo––. Es una
noche tan oscura que no se ve absolutamente
nada. He salido de mi campamento para buscar
un poco de paz y calma aquí.
––Señores ––dijo humildemente el camello––,
hemos tenido pesadillas esta noche y
nos ha entrado miedo. Yo no soy más que un
camello de carga del 39.° regimiento de la
infantería indígena, y no tengo vuestro valor,
señores.
––Entonces, por las barbas de Satanás,
¿por qué no te has quedado para llevar el bagaje
de la infantería indígena, en vez de correr
por todo el campamento? ––preguntó el
mulo.
––Eran unas pesadillas espantosas ––
respondió el camello––. Os pido perdón. ¡Escuchad!
¿Qué es eso? ¿Hay que echar a correr
de nuevo?
––Siéntate ––le ordenó el mulo––, o te
romperás esas largas patas con los cañones –
–puso las orejas tiesas, prestando la mayor
atención––. Los bueyes ––dijo––, los bueyes
empleados en la batería. ¡Por todos los demonios!
Tú y tus amigos habéis despertado al
campamento al completo. Se necesita molestar
de veras a un buey de batería para que se
ponga de pie.
Me pareció oír una cadena que se arrastraba
por el suelo. Llegó una pareja de esos
bueyes blancos que acercan los cañones a los
sitios a los que no se atreven a llegar los elefantes,
al notar cerca el fuego del enemigo.
Iban lentos, apoyándose, empujándose con
los hombros, casi pisando la cadena. Venia
detrás de ellos un mulo de los de batería, que
llamó a gritos como loco:
––¡Billy!
––Uno de nuestros reclutas ––le presentó
el mulo veterano al caballo de las fuerzas de
caballería––. Me llama. Vamos, jovenzuelo,
¿por qué gritas de esa manera? La oscuridad
jamás ha hecho mal a nadie.
Los bueyes de batería se pusieron costado
contra costado y empezaron a rumiar. Pero el
mulo novato se precipitó hacia Billy.
––¡Qué cosas! ––exclamó––. Billy, cosas
espantosas y horribles. Llegaron hasta nuestras
filas mientras dormíamos. ¿Crees que
nos matarán?
––Tengo ganas de propinarte unas coces
que me dejen a gusto ––le respondió Billy––.
¡Que un mulo enorme como tú, formado como
estás, deshonre a la batería delante de
este señor!
––Tranquilo, tranquilo ––suplicó el caballo––.
Recuerda que son todos igual al principio.
La primera vez que vi a un hombre (fue
en Australia y tenía yo entonces tres años),
eché a correr y no paré en medio día, y si
hubiera visto a un camello, todavía seguiría
corriendo. Casi todos los caballos de nuestra
fuerza de caballería, en la India, son importados
de Australia, y los doman los mismos jinetes.
––Es cierto lo que dices ––cedió Billy––.
Deja de temblar, jovencito. La primera vez
que me pusieron el arnés completo, con todas
sus cadenas, sobre la espalda, me levanté
sobre las patas delanteras, empecé a dar
coces y tiré todo por tierra. No sabía prácticamente
nada sobre el arte de cocear, pero
los de la batería dijeron que jamás habían
visto algo parecido.
––Pero no era un arnés, ni cosa que haga
ruido. Sabes, Billy, que eso me trae ya sin
cuidado. Eran cosas como árboles, y caían
por todo el campamento, burbu jeando. Se
me rompió la cabezada y no pude encontrar a
mi encargado, Billy. Entonces huí con… estos
señores.
––¡Hummm! ––rezongó Billy––, en cuanto
vi que los camellos se habían escapado, me
fui por propia iniciativa, pero con mucha
tranquilidad. Para que un mulo de batería…
o, más bien, de cañón desmontable llame señores
a los bueyes, tiene que estar seriamente
tocado de la cabeza. ¿Quiénes sois vosotros,
vosotros, los que estáis tumbados?
Los bueyes dieron la vuelta al bolo alimenticio
en la boca, y respondieron a la vez:
––7.a pareja, 1.a pieza de artillería de
grueso calibre. Estábamos durmiendo cuando
llegaron los camellos. Cuando nos dimos
cuenta de que no respetaban nada y a nadie
y estaban a punto de pisotearnos, nos levantamos
y nos fuimos. Es mejor descansar
tranquilos en el barro, que mal sobre una
buena cama de paja. Le hemos dicho a vuestro
amigo aquí presente que no tenía nada
que temer, pero es tan sabio que le ha parecido
mejor seguir su propia opinión. ¡Qué le
vamos a hacer!
Y siguieron rumiando.
––Fíjate lo que pasa cuando se tiene miedo
––dijo Billy––. Uno se convierte en objeto
de mofa hasta para bueyes de batería. Espero
que eso te guste, pequeño.
El mulo joven apretó los dientes, y le oí
decir algo así como que el no tenía miedo de
ningún viejo y asqueroso buey de batería.
Pero los bueyes se limitaron a entrechocar
sus cuernos y continuaron rumiando.
––Bueno, no te enfades. Esa sí que es la
peor de las cobardías ––trató de apaciguar
los ánimos el caballo––. A cualquiera se le
puede perdonar por tener miedo ante lo que
no se comprende. Nosotros nos hemos escapado
en muchas ocasiones, y una vez nada
menos que cuatrocientos de entre nosotros,
porque un recluta empezó a contarnos historias
de serpientes––látigo, que hay en nuestra
tierra, Australia, y que son muy peligrosas.
Nos moríamos de miedo con sólo ver el
cabo suelto de nuestras cabezadas.
––Todo eso está muy bien en el campamento
––dijo Billy––. No me resisto al inmenso
placer que produce una desbandada
después de haber estado uno o dos días sin
salir. Pero ¿qué hacéis cuando estáis en servicio
activo?
––Bueno, eso es otro asunto. Cuando me
encuentro en esa circunstancia, mi jinete es
Dick Cunliffe, que me hunde las rodillas en
los costados. Sólo tengo que vigilar dónde
pongo los cascos, mantener las patas traseras
debajo del cuerpo y obedecer la brida.
––¿Qué quiere decir obedecer la brida? ––
preguntó el mulo joven.
––¡Esto sí que es bueno, por lo más sagrado
que haya en el mundo! ––le contestó el
caballo con aire desdeñoso––. ¿Quieres decir
que no os enseñan a obedecer la brida? ¿Cómo
podéis ser buenos en nada si no sabéis
dar la vuelta en redondo, cuando sentís que
una de las riendas os aprieta en una parte del
cuello? Es una cuestión de vida o muerte para
vuestro hombre y, naturalmente, también
para vosotros. Cuando sientas la rienda en tu
cuello tienes que girar en redondo con las patas
traseras bajo la horizontal del cuerpo. Si
no tienes sitio suficiente, levántate sobre las
patas traseras, y entonces da la vuelta apoyándote
en ellas. Eso es saber obedecer la
brida.
––Eso no es lo que nos enseñan ––le replicó
Billy con mucha frialdad––. Se nos enseña
a obedecer a nuestro guía. A pararnos a una
orden suya, y a avanzar cuando nos lo mande.
Supongo que en el fondo es lo mismo.
Pero ¿a qué vienen esas bellas maniobras y
figuras de carrusel, que deben ser malísimas
para vuestros jarretes*? De verdad, ¿para
qué os sirven?
––Eso depende ––respondió el caballo––.
A menudo tengo que hacer cargas contra
multitudes furiosas, vociferantes, masas de
hombres hirsutos, armados con cuchillos largos,
brillantes, peores que las herramientas
del herrador, y tengo que estar atento para
que la bota de Dick llegue a tocar la del hombre
que va a su lado, pero sin apretarla. Veo
la lanza de Dick a la derecha de mi ojo derecho,
y me siento seguro. No me gustaría ser
el hombre o el caballo que quiera detenernos,
a Dick y a mí, cuando nos encontremos en
aprietos.
––Pero los cuchillos deben haceros mucho
mal ––dijo el mulo joven.
––Bueno, en una ocasión me rajaron el
pecho, pero Dick no tuvo la culpa…
––Yo habría dejado de preocuparme de
quién era la falta, en cuanto hubiera sentido
la herida ––dijo el joven mulo.
––Un grave error ––contestó el caballo––.
Si no tienes confianza en tu hombre, es mejor
que te retires inmediatamente, y a toda
velocidad. Así se comportan algunos de mis
colegas, y no se lo reprocho. Como he dicho,
no era culpa de Dick. Nos topamos con un
hombre tendido en el suelo, y me estiré
cuanto pude para no pisotearlo. Pero me hizo
un tajo con su cuchillo. La próxima vez que
vea un hombre en tierra le pondré los cascos
encima, y bien fuerte.
––¡Hummm! ––gruñó Billy––, eso me parece
totalmente absurdo. Los cuchillos son
unos instrumentos asquerosos, míreselos por
donde se los mire. Lo más interesante es subir
montañas, llevando la silla perfectamente
sujeta y equilibrada, aferrarse al suelo con las
cuatro patas, y hasta con las orejas, avanzar
paso a paso haciéndose bien pequeño, para
llegar al fin, dominando todo el mundo desde
centenares de metros de altura, a una cornisa
donde existe el sitio justo para apoyar los
cascos. Entonces te quedas totalmente quieto
y en silencio ––ni siquiera sueñes que un
hombre te sujete la cabeza, chico––, en silencio
mientras montan los cañones, después
de lo cual se ve cómo los diminutos obuses
caen por encima de las copas de los árboles
haciendo «buuum», lejos, muy lejos, muy
abajo.
––¿Y nunca habéis dado un paso en falso?
––le preguntó el caballo.
––Se dice que cuando una mula de batería
resbale y se despeñe, hay que celebrarlo partiendo
la oreja de una gallina ––contestó Billy––.
De cuando en cuando quizá una albarda
mal cargada haga perder el equilibrio a un
mulo, pero es muy raro. Me gustaría enseñarte
lo que hacemos. Es magnífico. He tardado
tres años en comprender lo que querían los
hombres. La sabiduría del oficio consiste en
no ponerse nunca de perfil a cielo abierto,
porque entonces puedes muy bien convertirte
en blanco de los fusiles enemigos. Permanece
a cubierto siempre que sea posible, incluso si
eso significa desviarte una milla. A mí me toca
guiar la batería cuando se escala así.
––¡Servir de blanco sin poder lanzarte sobre
los que te están tiroteando! ––dijo el caballo,
reflexionando profundamente––. Yo no
lo soportaría. Me volverla loco por atacar con
Dick como jinete.
––Las cosas no son así. En cuanto están
en posición, las piezas de cañón se ocupan de
cargar. Es científico y limpio. Pero los cuchillos,
¡qué porquería!
El camello balanceaba la cabeza impaciente,
intentando intervenir en la conversación.
Luego, le oí, después de haberse aclarado la
garganta, y con un tono en el que se adivinaba
la timidez, inseguro:
Yo he… yo he… hecho un poco la guerra,
pero no escalando y corriendo como vosotros.
––Eso es evidente y lo sabemos todos. Y,
puesto que te has decidido a hablar, te digo
que no tienes aire ni de escalador ni de corredor.
Eres poca cosa. ¿Qué pasó, viejo fardo
de heno?
––Pues que hicimos las cosas como hay
que hacerlas ––respondió el camello––. Nos
echamos todos…
––¡Vaya, por mi grupera* y mi pretal*! ––
rezongó el caballo en voz baja––. ¡Echarse al
suelo!
––Nos echamos cien en el suelo, formando
un gran cuadrado ––continuó el camello––.
Los hombres apilaron los fardos y las sillas
que llevábamos en los lados del cuadrado, y
disparaban por encima de nuestros lomos. Y
lo hacían desde los cuatro lados del cuadrado.
––¿Y quiénes eran esos hombres? ¿Los
primeros que se presentaron como reclutas?
––preguntó el caballo––. También a nosotros,
en la escuela de equitación, nos enseñan a
echarnos, y a permitir que nuestros jinetes
disparen por encima de nosotros. Pero yo sólo
me fío de Dick Cunliffe. Me hace cosquillas
junto a la cincha para que me tumbe y, además,
con la cabeza en tierra no puedo ver.
––Pero ¿qué importa quién dispare por encima
de tu cuerpo? ––dijo el camello––. Hay
montones de hombres y de camellos cerca de
uno, y enormes nubes de humo. Entonces no
me asusto. Me limito a sentarme y esperar.
––Y, sin embargo ––dijo Billy––, tienes pesadillas
por la noche y conviertes el campamento
en un pandemonium. ¡Bien! ¡Bien! Antes
de echarme al suelo, tanto más de sentarme,
y de permitir que un hombre dispare
por encima de mí, mis patas y su cabeza tendrían
algo que decirse. ¿Habéis oído en vuestra
vida algo tan espantoso, tan ridículo y tan
sin sentido como esto?
Se hizo un gran silencio, y luego uno de
los bueyes levantó su impresionante cabeza.
––Lo que decís no tiene ni pies ni cabeza –
–dijo––. Hay una sola manera de combatir.
––Vaya, adelante ––comentó Billy––. Que
no te preocupe mi presencia. Supongo que
vosotros, amigos, combatís de pie, y apoyados
sobre vuestra cola.
––Sí, sólo hay una forma ––dijeron los dos
a la vez. Deberían haber sido gemelos––. Y
es ésta: uncirnos las veinte yuntas* que somos
al cañón grande en cuanto Dos Colas
barrita.
Dos Colas es el mote que se emplea en el
campamento para referirse al elefante.
––¿Y por qué barrita?
––Para decirnos que no dará un paso más
hacia la humareda que tiene enfrente. Dos
Colas es un cobarde total. Nosotros somos los
que, todos a una, empujamos el gran cañón.
¡Heeya, ¡Hullah!, ¡Heeya! , ¡Hullah! Ni escalamos
como gatos, ni corremos como terneros.
Las veinte yuntas de mi grupo avanzamos
por la llanura, tan plana como la palma
de la mano, hasta que nos desuncen de nuevo,
y pastamos cuando el gran cañón le habla
a través de la llanura a alguna ciudad de paredes
de adobe, y los muros saltan por los
aires, y sube una enorme polvareda como si
muchas vacadas volvieran al establo.
––¿Y entonces es cuando más os gusta
pastar? ––preguntó el mulo joven.
––Entonces o luego. Comer siempre está
bien. Comemos hasta que nos uncen de nuevo
al yugo y desplazamos el cañón hasta
donde lo espera Dos Colas. A veces, en las
ciudades hay grandes cañones que responden
al fuego del nuestro y matan a algunos de
nosotros. Se trata del destino, únicamente de
eso. Pero, de todas formas, Dos Colas es un
grandísimo cobarde. La nuestra es la manera
más adecuada de pelear. Nosotros somos
hermanos, hijos de Hapur. Nuestro padre fue
un buey sagrado de Siva. Hemos dicho lo que
teníamos que decir.
––Bien, ciertamente he aprendido algo esta
noche ––dijo el caballo––. Vosotros, los
señores de la batería de los cañones desmontables,
¿tenéis el humor suficiente como para
comer cuando estáis bajo el fuego, mientras
os espera Dos Colas, que se ha quedado
atrás?
––Casi la misma alegría que sentimos
cuando tenemos que echarnos por tierra, y
dejar que los hombres se tumben sobre nosotros,
o cuando nos lanzamos contra multitudes
armadas de cuchillos. Nunca había oído
tonterías semejantes a las que he escuchado
esta noche. Una cornisa junto a un precipicio
en la montaña, una carga bien equilibrada,
un mulero que me deje seguir mi camino, y
seré yo el primero que se ofrezca para todo.
Pero del resto de lo dicho, ¡ni hablar! ––casi
gritó Billy golpeando la tierra con uno de sus
cascos.
––Naturalmente ––quiso aclarar el caballo––,
no estamos todos hechos de la misma
madera, y veo que a los de vuestra familia,
por línea paterna, les costaría entender muchas
cosas.
––No admito que os metáis con la línea
paterna de nuestra familia ––respondió Billy
encolerizado––, porque a ningún mulo le gusta
que le recuerden que su padre fue un asno.
Mi padre era un caballero del sur, capaz
de derribar, de morder y dejar para el arrastre
a cualquier caballo que se le cruzara en el
camino. No lo olvides nunca, tú, gran brumby
marrón.
La palabra brumby se emplea para calificar
a un caballo salvaje, sin modales. Y os podéis
imaginar lo que el insulto significó para el caballo
de Australia. Vi cómo brillaba en la oscuridad
el blanco de sus ojos.
––Dime, hijo de un garañón importado de
Málaga ––la frase le salió de entre unos dientes
apretados de rabia––. Quiero que sepas
que estoy emparentado, por línea materna,
con Carbine, ganadora de la copa de Melbourne.
Y en mi tierra no solemos dejarnos
pisotear por un mulo que habla como los loros;
pero sus palabras salen de su cabeza de
cerdo, y no les queda más remedio que pertenecer
a una batería de cerbatanas*, esos
juguetes que entretienen a los niños. ¿Estás
preparado?
––¡De pie, sobre las patas traseras! ––
gritó Billy con voz estridente.
Los dos adoptaron la misma postura, estaban
cara a cara, y yo esperaba un combate a
muerte, cuando en la oscuridad, hacia la parte
derecha, se oyó una voz gutural y profunda.
––Chicos ––dijo––, ¿por qué os peleáis?
Tranquilos.
Los dos animales bajaron las patas a la
vez, bufando de disgusto, porque ni el caballo
ni el mulo pueden soportar la voz de un elefante.
––¡Es Dos Colas! ––dijo el caballo––. No
puedo aguantarlo. Tener una cola a cada extremo
del cuerpo no es justo.
––Lo mismo pienso yo ––dijo Billy, apretándose
contra el caballo para no sentirse solo––.
Nosotros nos parecemos mucho en ciertos
rasgos.
––Supongo que los habremos heredado de
nuestras madres ––respondió él caballo––.
¿Por qué vamos a pelearnos? Oye, Dos Colas,
¿estás atado?
––Sí ––respondió el riéndose con toda la
trompa––. Me han atado a los postes para
pasar la noche. He escuchado lo que decíais.
No tengáis miedo. Me quedo donde estoy.
Los bueyes y los camellos exclamaron casi
en voz alta:
––¿Miedo de Dos Colas? ¡Qué absurdo!
––Sentimos que nos hayas oído ––añadió
el buey––, pero es verdad. Dos Colas, ¿por
qué tenéis miedo de los cañones cuando disparan
?
––Bueno ––dijo Dos Colas frotándose las
patas traseras, como el niño que recita una
poesía––. No sé si llegaréis a comprender lo
que os voy a contar.
––Nosotros no comprendemos, pero debemos
arrastrar los cañones ––respondieron
los bueyes.
––Lo se. Y sé que sois más valientes de lo
que pensáis. Pero es que yo soy muy diferente.
El otro día, el capitán de mi batería me
llamó paquidermo anacrónico.
––Supongo que se refería a la manera tan
particular que tienes de combatir ––dijo Billy,
que había recuperado su–– valor.
––Naturalmente, tú no tienes ni idea de lo
que eso significa, pero yo sí. Eso significa,
más o menos, que ni una cosa ni otra, y eso
es exactamente lo que yo soy. Puedo ver con
toda claridad lo que sucederá si estalla un
obús. En cambio, vosotros, los bueyes, no
poseéis esa capacidad.
––Yo sí ––dijo el caballo––. Al menos, algo.
Y procuro no pensar en ello.
––Yo soy capaz de ver más que tú, y no
puedo evitar pensarlo. Sé, que en mi caso,
tengo que vigilar una masa de un volumen
enorme, y que nadie me cuidará si caigo enfermo.
No pagarían a mi cornac hasta mi recuperación,
pero no puedo fiarme de el.
––Pues yo sí ––le respondió el caballo––.
Ahora está todo claro. Yo puedo fiarme completamente
de Dick. ––Podéis ponerme encima
del lomo un regimiento de Dicks sin que
por eso consiguiera sentirme mejor. Sé más
que de sobra para sentirme incómodo, y no lo
suficiente como para seguir adelante como si
no lo supiera.
––No comprendemos ––dijeron los bueyes.
––Lo sé. No os hablo a vosotros. No tenéis
ni idea de lo que es la sangre.
––Te equivocas ––respondieron ellos––. Sí
que lo sabemos. Es una cosa roja que empapa
el suelo y que huele.
El caballo resopló, dio un brinco, y finalmente
hizo un corcovo*.
––No habléis de la sangre. Sólo con oír esa
palabra puedo olerla. Y ese olor me produce
un deseo incontenible de salir huyendo cuando
Dick no me monta.
––Pero aquí no hay sangre por ninguna
parte ––dijeron el camello y los bueyes––.
¡Qué tonto eres!
––Es algo sucio ––dijo Billy––. Yo no siento
la necesidad de echar a correr, pero tampoco
quiero hablar de ello.
––¡Eso es, aquí está! ––dijo Dos Colas
meneando el rabo a manera de explicación.
––Pues claro que estamos aquí ––dijeron
al unísono los bueyes––. Llevamos toda la
noche.
Dos Colas golpeó la tierra con una fuerza
tal que la anilla de hierro que llevaba empezó
a tintinear.
––¡Pareja de necios! No hablaba de vosotros.
Sois incapaces de ver lo que hay dentro
de vuestras cabezas.
––Es verdad. Vemos con nuestros cuatro
ojos lo que hay fuera de nosotros ––dijeron
los bueyes––. Vemos lo que hay frente a nosotros.
––Si yo pudiera hacer lo mismo, únicamente
eso, no os necesitarían para arrastrar
los cañones. Si yo fuera como mi capitán… el
ve las cosas en su cabeza antes de disparar.
Tiembla de los pies a la cabeza, pero es demasiado
inteligente para huir. Si yo fuera
como él, sería capaz de arrastrar los cañones.
Pero si yo supiera tanto, jamás me habría
metido en este embrollo. Sería un rey en el
bosque, como lo era antes. Pasaría la mitad
del día durmiendo y me bañaría cuando me
apeteciera. Hace ya un mes que no me he
dado un buen baño.
––Todo eso es muy bonito ––dijo Billy––,
pero poner a una cosa un nombre interminable,
como paquidermo anacrónico, no la remedia.
––Calla ––le contestó con aspereza el caballo––.
Me parece que empiezo a entender
lo que dice Dos Colas.
––Lo comprenderás mejor dentro de un
minuto ––contestó el hecho una furia––. Vamos,
¿quieres explicarme por qué no te gusta
esto?
Se puso a barritar furiosamente, con la
máxima potencia de que era capaz.
––¡Para! ––dijeron a la vez Billy y el caballo.
Sentí que golpeaban el suelo y que se estremecían.
El barrito del elefante es siempre
desagradable, sobre todo en una noche oscura.
––¿No? ––respondió Dos Colas––. ¿No me
lo vais a explicar? ¡Hhhrrmph! ¡Rrrt! ¡Rrrmph!
¡Rrrhha!
Luego se paró de repente. Oí un pequeño
vagido en la oscuridad y me di cuenta inmediatamente
de que Vixen me había encontrado.
Ella sabía tan bien como yo que si hay
algo en el mundo que asuste más al elefante,
es el ladrido de un perro pequeño. Vixen se
detuvo para molestar a Dos Colas y se puso a
corretear alrededor de sus enormes patas. Él
las movía, mientras lanzaba unos gritos agudos.
––¡Vete de aquí, perro asqueroso! ––le
chilló Dos Colas––. Si sigues oliéndome los
tobillos, te soltaré una patada. Perrito valiente…
perrito simpático. ¡Venga, venga! Túmbate,
pequeña bestia sucia. ¿Por qué no la
retiráis de aquí? ¡Fijaos, me va a morder!
––Me parece ––dijo Billy al caballo–– que
nuestro amigo Dos Colas tiene miedo de casi
todo. Si me hubieran dado una buena comida
por cada perro que, de una coz, he hecho
atravesar, dando volteretas, el campo de
maniobras, a estas horas estaría tan gordo
como Dos Colas.
Silbé, y Vixen se me acercó, totalmente
embarrada, me lamió la nariz, y me contó
cómo había recorrido todo el campamento
buscándome. Nunca le había revelado que yo
comprendía el lenguaje de los animales, pues
se habría tomado todas las libertades del
mundo. La levanté con mis brazos y la apreté
contra mi pecho, abotonándome el abrigo por
encima de ella, mientras Dos Colas se agitaba,
golpeaba el suelo y gruñía para sus adentros.
––¡Es extraordinario! ¡Sencillamente extraordinario!
Es algo genético, de familia. Pero
¿dónde está ahora esa bestia pequeña y
maligna? ––oí que palpaba la oscuridad con la
trompa.
––Se diría que todos tenemos nuestras
debilidades, cada uno la suya ––continuó,
mientras se sonaba la trompa––. Vosotros,
caballeros, os alarmasteis cuando me puse a
barritar.
––No nos hemos alarmado exactamente –
–respondió el caballo––, pero pensé que tenía
en el lomo un avispero en vez de una silla. No
empieces otra vez.
––Yo tengo miedo de un perro faldero, y al
camello le asustan las pesadillas.
––Tenemos la suerte de no vernos obligados
a luchar todos de la misma manera ––
dijo el caballo.
––Lo que a mí me gustaría saber ––señaló
el joven mulo, que estaba callado desde hacía
mucho tiempo–– es, sencillamente, por qué
tenemos que luchar.
––Porque nos lo mandan ––explicó el caballo,
indignado.
––Las órdenes ––añadió Billy el mulo, rechinando
los dientes.
¡Hukm ha¡! (es una orden) ––dijo el camello,
con un gargarismo.
¡Hukm hai! ––repitieron Dos Colas y los
bueyes.
––Sí, pero ¿quién da las órdenes? ––
preguntó el mulo joven, que era un recluta
reciente.
––El hombre que se encarga de ti. O el
que llevas sobre tu lomo. O el que te guía. O
el que puede retorcerte la cola ––le explicaron
Billy, el caballo, el camello y los bueyes,
cada uno por turno.
––Pero ¿quién les da a ellos las órdenes?
––Bueno, quieres saber demasiado, jovenzuelo
––le contestó Billy––, una excelente
forma de que te tundan a patadas. Sólo debes
obedecer al hombre que te tiene a su
cargo, sin hacer preguntas.
––Perfecto ––aseveró Dos Colas––, yo no
puedo obedecer porque no veo claro nada,
pero Billy tiene razón. Desobedece las órdenes
y detendrás toda la batería, con lo que te
ganarás una buena tunda.
Los bueyes se levantaron para salir.
––Está a punto de amanecer ––dijeron––.
Vamos a llegarnos a nuestro campamento. Es
cierto que nosotros solamente vemos con
nuestros ojos, y que no somos demasiado
inteligentes, pero eso no importa, porque
somos los únicos que esta noche no hemos
tenido miedo. Buenas noches, valientes.
Nadie respondió, y el caballo preguntó para
cambiar de conversación:
––¿Dónde está el perrillo? Donde hay un
perro, siempre hay un hombre cerca.
––Estoy aquí ––ladró Vixen, bajo la cureña––,
y con mi amo. Oye, camello estúpido y
patudo, tú nos echaste abajo la tienda, y mi
amo está furioso.
––¡Uau! ––exclamaron los bueyes––. Debe
ser un blanco.
––Por supuesto ––replicó Vixen––. ¿Pensabais
que me cuidaba un boyero negro?
¡Huah! ¡Ouack! ¡Ugh! ––exclamaron de
nuevo los bueyes––. Vámonos inmediatamente.
Empezaron a andar a toda prisa sobre el
barro, y no sé cómo se las arreglaron para
que su yugo se quedara enganchado en la
vara de una carreta de municiones.
––Lo habéis conseguido ––Billy no pudo
contener su sorna––. Es inútil que lo intentéis.
Os vais a quedar así, bloqueados, hasta
al amanecer. ¡Santo Cielo! ¿Quién la ha tomado
con vosotros?
Los bueyes empezaron a lanzar esos bufidos
prolongados, sibilantes, característicos
del ganado vacuno de la India. Empujaban,
se apretaban el uno contra el otro, golpeaban
el suelo, se resbalaban, casi se cayeron al
suelo, embarrado, gruñendo con furia.
––Os vais a romper el cuello en cualquier
momento ––aseguró muy serio el caballo––.
¿Pues qué tienen los blancos? Yo vivo bien
con ellos.
––Comen… ¡Nos comen! ¡Tira! ––exclamó
el buey de la izquierda. El yugo se rompió con
un ruido seco, y se alejaron los dos con una
marcha pesada.
Hasta entonces, nunca había comprendido
por qué el ganado vacuno en la India tiene
tanto miedo a los ingleses. Nosotros comemos
carne de buey, cosa que no hace ningún
boyero, y, naturalmente, eso no les sienta
bien a las bestias.
––¡Que me azoten con las cadenas de mi
arzón! ¿Quién se habría imaginado que dos
gordinflones como ellos perderían la cabeza?
––le salió a Billy.
––¿Y eso qué importa? Yo voy a echar un
vistazo a ese hombre blanco. La mayoría lleva
cosas en los bolsillos ––se oyó al caballo.
––Después de lo que has dicho, te dejo solo.
Tampoco yo puedo decir que les quiera
demasiado. Además, los blancos que no tienen
un lugar donde dormir son casi siempre
ladrones, y llevo cantidad de cosas sobre el
lomo que son propiedad del Estado. Vente
conmigo, jovenzuelo, que vamos a llegarnos
juntos hasta nuestro rincón. ¡Buenas noches,
Australia! Supongo que volveremos a vernos
mañana durante la revista. ¡Buenas noches,
viejo fardo de paja! A ver si intentas controlar
tus miedos, ¿eh? Buenas noches, Dos Colas.
Si pasas junto a nosotros mañana, durante la
revista, no te pongas a barritar. Eso desordenaría
nuestras líneas.
Billy, el mulo, se fue con los andares característicos
de los veteranos, entre derrengado
y desenfadado. Mientras tanto, el caballo
apoyó su morro contra mi pecho. Le di
unas cuantas galletas, y Vixen, que es la perrilla
más vanidosa del mundo, aprovechó la
ocasión para contarle mentirijillas sobre las
docenas y docenas de caballos que ella y yo
teníamos a nuestro cargo.
––Mañana iré a la revista en mi coche de
dos ruedas ––quiso impresionarle––. ¿Dónde
estarás tú?
––En el flanco izquierdo del 2.° escuadrón.
Yo marco la cadencia a todo mi pelotón, señorita
––respondió él muy cortésmente––.
Ahora me voy, porque debo encontrar a Dick.
Tengo la cola llena de barro y necesitará dos
horas de duro trabajo para prepararme para
la revista.
La gran revista de treinta mil hombres,
con todo su equipamiento, se celebró por la
tarde. Vixen y yo ocupamos un buen sitio,
muy cerca del virrey y del emir de Afganistán,
cubierta su cabeza con un alto y fuerte
gorro de astracán, y en medio de él, la gran
estrella de diamantes. La primera parte de la
revista transcurrió a pleno sol. Desfilaron los
regimientos, oleadas sucesivas de piernas, en
perfecto acompasamiento y con los fusiles
alineados sin un solo fallo. Una visión que casi
producía vértigo. Luego llegó la caballería a
medio galope, acompañada por una bella tonada,
Bonnie Dundee. Vixen, orgullosa en su
carruaje, levantó las orejas para oírla mejor.
El 2.° escuadrón de lanceros pasó a toda velocidad,
y entre ellos, el caballo de la noche
anterior, con su cabeza casi apoyada en el
pecho, con una oreja hacia delante y la otra
hacia atrás, marcando el paso al resto del escuadrón,
moviendo las patas a ritmo de vals.
Vinieron a continuación los cañones, y vi a
Dos Colas, y a otros elefantes, arrastrando un
cañón de asedio, de los que disparan obuses
de veinte kilos, seguidos por veinte parejas
de bueyes. La séptima llevaba un yugo nuevo
y parecía avanzar con más pereza de la normal,
fatigada. Al final desfilaron los cañones
desmontables. Billy el mulo tenía un aire orgulloso,
como si fuera el comandante en jefe.
Su arnés estaba perfectamente engrasado y
cepillado. Brillaba. Yo lancé un ¡hurra!, que
nadie coreó, por Billy el mulo, pero no miró ni
una sola vez ni a derecha ni a izquierda.
Empezó a caer la lluvia, y durante un rato
una cortina de niebla impidió ver los movimientos
de las tropas. Habían descrito un
gran semicírculo en la llanura y se des plegaban
en un solo frente. La línea fue creciendo,
creciendo, creciendo, hasta cubrir un kilómetro
de un extremo a otro, una muralla compacta
de hombres, caballos y cañones. Entonces,
la muralla empezó a avanzar directamente
hacia donde se encontraban el virrey
y el emir y, a medida que se aproximaba, el
suelo echó a temblar, como el puente de un
barco con los motores a toda potencia.
Si no se ha asistido a una revista parecida,
uno no puede imaginarse la impresión aterradora
que este avance de las tropas causa
a los espectadores. Yo miraba al emir. Hasta
entonces no había cruzado su rostro la más
mínima sombra de sorpresa, ni de ningún
otro sentimiento. Pero, de repente, sus ojos
empezaron a abrirse, cogió con fuerza las
riendas de su caballo, y miró a su espalda.
Por un instante se pudo hasta pensar que iba
a desenvainar su espada y abrirse paso entre
la multitud inglesa, hombres y mujeres que
se encontraban en sus carruajes, detrás de
él. Luego, la muralla se paró de golpe, el suelo
dejó de temblar, el frente entero de las
tropas saludó, y treinta bandas de música
empezaron a tocar a la vez. La revista había
terminado, y los regimientos volvieron a sus
campamentos bajo la lluvia, mientras una
banda de infantería atacaba el himno siguiente:
Avanzaban los animales de dos en dos.
¡Hurra!
Avanzaban los animales de dos en dos.
El elefante y el mulo de batería,
y entraron todos en el Arca,
buscando protección del agua fría.
Después oí a uno de los jefes asiáticos, de
cabellos grises, que había venido con el emir
desde el norte del país, preguntar a un oficial
indígena:
––Dime, ¿cómo se ha conseguido este
prodigio?
––Se ha dado una orden y luego se ha
acatado.
––¿Pero es que los animales son tan inteligentes
como los hombres? ––preguntó de
nuevo el jefe.
––Obedecen, como los hombres. El mulo,
el caballo, el elefante, el buey, todos obedecen
a sus encargados, éste a su sargento,
éste a su teniente, éste a su capitán, éste a
su comandante, éste a su coronel, éste a su
brigadier con sus tres regimientos, el brigadier
a su general, que obedece al virrey, que
está al servicio de la emperatriz. Las cosas
hay que hacerlas así.
––¡Si hubiera algo parecido en Afganistán!
––exclamó el jefe––. Allí nadie obedece más
que su propia voluntad.
––Y por eso ––comentó el oficial indígena
retorciéndose el bigote––, vuestro emir, a
quien no obedecéis, debe presentarse aquí
para obedecer las órdenes de nuestro virrey.
CANCIÓN DE LOS ANIMALES DEL
CAMPAMENTO DURANTE LA REVISTA
LOS ELEFANTES DE LOS CAÑONES
Prestamos a Alejandro nuestra fuerza,
la ciencia en nuestros cuerpos y cabeza.
Nuestros cuellos, dispuestos siempre al
servicio,
jamás gozaron de libertad o beneficio.
Paso a los altos elefantes y a sus inmensos
arreos,
arrastrando cañones, sembradores de
muerte y de miedo.
LOS BUEYES DE LA ARTILLERIA
Héroes de arneses que esquivan las balas,
la pólvora se os cuela en las entrañas.
Entramos en acción y nos siguen los cañones.
Apartaos, que llegan veinte parejas.
Arrastran atalajes, ya no viven de emociones.
CABALLOS DE LA FUERZA DE CABALLERÍA
Nos marcó el hierro para ser mejores,
y gozan de nosotros, húsares, lanceros.
Mejor que establos o abrevaderos,
la canción de Bonnie Dundee, nuestro supremo
consuelo.
Dadnos luego de comer, mucha doma y
mil cuidados,
inteligentes jinetes, tierra abierta a los espacios.
Formemos escuadrones en columna bien
perfecta,
¡y veréis galopes locos con las notas de
Bonnie Dundee!
LOS MULOS DE LA ARTILLERÍA DE
MONTAÑA
Trepábamos monte arriba mis compañeros
y yo.
No había sendero ante nosotros, pero seguimos,
corazón y cascos y a hacer nuestro cualquier
sitio.
Y en la cima, las grandes ilusiones del
honor.
Nos encantan las alturas y dicen que nos
sobran patas.
Buena suerte al sargento que nos deja libertad
para encontrar el camino, mala a los malos
cargadores.
Sabemos manejarnos en lugares y terrenos
imposibles,
Nos encantan las alturas y dicen que nos
sobran patas.
LOS CAMELLOS DE INTENDENCIA
No hay un himno que a los camellos
nos ayude a avanzar.
Nuestros cuellos, auténticos trombones,
tralala, tralala, sonoridad de trombones.
Y nuestra canción de marcha
es ¡ni puedo, ni quiero, ni haré, no!
Que lo oiga la línea entera.
¿Quién ha perdido la carga?
¿Por qué no ha sido la mía?
Cayó la carga al camino.
Viva el alto y la algarada.
¡Urr! ¡Yarth! ¡Grr! ¡Arch!
A palos le parten a uno el alma.
TODOS LOS ANIMALES A CORO
Nacimos, vivimos en campamentos,
y hay para todos un rango.
Hijos del yugo, aguijada,
arneses, miles de petos y cargas.
Destensada está la cuerda;
nuestras filas, una marea ondulante,
con prisas de ir a la guerra.
Siempre los hombres a nuestro lado,
polvorientos, ojos de sueño y vigilias,
ignoran como nosotros, por qué
seguir con frío y con sed, es una ley.
Nacimos, vivimos en campamentos,
y hay para todos un rango.
Hijos del yugo, aguijada,
arneses, miles de petos y carga.