La Foca Blanca

Duérmete, niño, que la tarde cae,
y ya es negra el agua que antes fue verde.
La Luna, curiosa, de las olas sale.
Silencio, mi amor, que la noche crece.
La ola que rompe es un suave manto.
Retoza, mi vida, en esa blancura.
Duerme tranquilo, y que no haya llanto,
ni sueños que llenen el mar de amargura.
(Canción de cuna de las focas)
TODO LO QUE OS VOY A CONTAR
SUCEDIÓ, hace muchos años, en Novastosna,
un lugar al que se llama también cabo del
Noreste, en la isla de San Pablo*, muy lejos,
en el mar de Bering. Me contó esta historia
Limmershin, el gracioso pajarillo de las cuevas,
una vez que el viento le arrojó contra la
arboladura* de un barco que navegaba hacia
Japón. Me lo llevé al camarote, donde se calentó,
le di de comer durante dos días y luego
le solté, cuando pensé que ya estaba suficientemente
repuesto como para volver a San
Pablo.
Nadie se acerca a Novastosna más que por
negocios, y normalmente, las únicas que los
tienen por allí son las focas. Llegan en los
meses de verano a cientos y cientos de miles,
abandonando el mar frío y gris. Las playas de
Novastosna les ofrecen unas condiciones inmejorables.
Garra del Mar lo sabía muy bien, y todas
las primaveras, estuviera donde estuviese,
nadaba como un barco torpedero, en perfecta
línea recta hasta Novastosria, y se pasaba un
mes entero en continua pelea con sus compañeros
para hacerse con un buen sitio en las
rocas, lo más cercano posible al agua. Garra
del Mar tenía quince años. Era una enorme
foca macho, de pelaje gris, con una gran melena
en el arranque de la espalda, y unos
dientes caninos largos, amenazadores. Cuando
se levantaba sobre sus extremidades delanteras,
conseguía elevarse a más de un
metro del suelo. Y eso que pesaba más de
trescientos kilos. Lo podía comprobar cualquiera,
de atreverse a pesarle en una báscula.
Tenía todo el cuerpo surcado por cicatrices,
las marcas de los salvajes combates que
había librado. Pero siempre estaba dispuesto
a una nueva pelea. Antes de empezar el
combate ladeaba la cabeza, como si le asustara
el enemigo y no se atreviera a mirarle
cara a cara. Luego, lanzaba su cabeza contra
él con la velocidad del rayo, y cuando sus
enormes caninos hacían presa en el cuello de
la otra foca macho, ésta se escapaba si tenía
ocasión, pero nunca con la ayuda de Garra
del Mar.
Lo que jamás hizo Garra del Mar es atacar
a focas previamente heridas por otras, porque
eso atentaba contra todas las reglas de
la bahía. Él sólo quería un criadero cerca del
mar. Pero como había cuarenta o cincuenta
mil focas más buscando lo mismo todas las
primaveras, los silbidos, bramidos, rugidos,
los tremendos resoplidos que se oían en la
playa eran espantosos.
Desde la colina Hutchinson se podía ver
una extensión de costa de tres millas y media,
totalmente cubierta de focas, enzarzadas
entre sí en unas luchas feroces. Y la zona
cercana a la playa estaba llena de cabezas de
focas que se apresuraban a ir a tierra para
unirse a los fieros combates. Luchaban sobre
las rompientes, en la arena y hasta en las
pulidas rocas de basalto* de los criaderos.
Eran tan estúpidas e intransigentes como los
hombres. Las hembras, sus parejas, nunca
llegaban a la isla hasta finales de mayo o
principios de junio, porque no querían pasar
por el duro trance, siempre posible, de que
les hicieran pedazos. Las crías de dos, tres o
cuatro años, que todavía no tenían la obligación
de fundar una familia, se limitaban a irse
hacia el interior de la isla, a una distancia de
una media milla, atravesando las apretadas
filas de guerreros en plena batalla. Jugaban
sobre las dunas, en grupos pequeños o a millares,
destrozando todas las plantas cercanas.
Se les conocía con el nombre de holluschickie,
los solteros, y solamente en Novastosna
podía haber hasta trescientos mil.
Un día de primavera, Garra del Mar había
terminado su combate número cuarenta y
cinco cuando Matka, su dulce y complaciente
esposa, de lánguida mirada, salió del mar.
Inmediatamente la cogió el por el pescuezo, y
casi en volandas, la acomodó en el terreno
que había escogido.
––Como siempre, llegas tarde ––fue su saludo
de gruñón malhumorado––. ¿Dónde has
estado?
Garra del Mar tenía la costumbre de no
comer nada durante los cuatro meses que
pasaba de vigilancia en la playa. Por eso,
normalmente, estaba de un humor pési mo.
Matka se guardó muy bien de responderle.
Miró a su alrededor y le dijo con dulzura:
––¡Qué previsor eres! ¿O sea, que has
conseguido volver a establecerte en nuestro
sitio de siempre? ––Parece que sí ––le respondió
Garra del Mar––. Mírame un poco.
Se le veían rasguños por todas partes.
Sangraba por veinte heridas diferentes. Estaba
medio ciego, y en los costados la piel le
colgaba a jirones.
––¡Vaya, hombres al fin y al cabo! ––gritó
Matka, mientras se abanicaba con una de las
aletas posteriores––. ¿No podéis entrar en
razón algún día y repartiros los sitios en paz?
Se diría, por tu aspecto, que has tenido que
luchar contra una orca.
––No he hecho otra cosa que combatir
desde mediados de mayo. La playa está terriblemente
superpoblada este año. Me he
encontrado con más de un centenar de focas
de la playa de Lukannon, que buscaban un
sitio donde acomodarse. ¿Por qué no se queda
cada uno en su sitio?
––He pensado muchas veces que estaríamos
mucho mejor si bajáramos hasta la isla
de Loutres, en vez de venir a este sitio, en el
que no se puede dar un paso ––comentó
Matka.
––¡Bah! Sólo los holluschickíe van a la isla
de Loutres. Si vamos allí, los demás dirán
que tenemos miedo. Querida, es preciso cuidar
las apariencias.
Garra del Mar hundió su orgullosa cabeza
entre los hombros, redondeados por una capa
de grasa, y pareció dormir durante unos minutos.
Pero siempre con un ojo avizor, y preparado,
por si tenía que volver a pelearse con
alguien. Ahora ya estaban en tierra las focas
machos con sus respectivas hembras. De
aquella masa de focas brotaba un clamor que
podía oírse a leguas mar adentro. Dominaban
el horrísono sonido de cualquier vendaval.
Había en las playas, contando muy por lo bajo,
al menos un millón de focas, algunas viejas,
otras madres, crías recientes, y holluschickíe,
que se peleaban, retozaban, bramaban,
se arrastraban, empezaban a jugar a la
vez, a zambullirse en el agua y a salir de ella,
por compañías y batallones, cubriendo hasta
la última pulgada* de terreno, divirtiéndose
entregadas a juegos de escaramuzas a través
de la niebla. En Novastosna, la niebla se hace
presente casi siempre, hasta que el sol logra
vencerla, y durante unos instantes da a todas
las cosas el reflejo del nácar y los colores del
arco iris.
Kotick, la cría de Matka, nació en medio de
esta barahúnda. No tenía más que cabeza y
hombros, y unos ojos claros, de un azul
aguamarina, como lo son siempre los de las
crías de focas recién nacidas. Pero había algo
en la piel de aquella cría que obligó a su madre
a fijarse atentamente.
––¡Garra del Mar! ––comentó al fin––.
¡Nuestro hijo va a ser blanco!
––¡Conchas vacías y algas secas! ––
exclamó Garra del Mar––. ¿Una foca blanca?
¡Algo nunca visto!
––De momento no puedo hacer nada. Veremos
más adelante ––respondió Matka.
Y se puso a cantar la dulce y grave canción
que cantan todas las madres focas a sus crías
recién nacidas.
Si para nadar no esperas seis semanas,
te hundirás porque tienes la nariz pesada.
La orca y los golpes de viento del verano
son enemigos de nuestro débil rebaño.
No lo olvides, mi ratita, son enemigos.
Cuídate de sus salvajes colmillos.
Hijo mío, báñate en los anchos mares,
y te harás fuerte y feliz como tu padre.
Evidentemente, el animalito era todavía
incapaz de comprender aquellas palabras.
Jugaba en el agua, chapoteando, o se arrastraba
junto a su madre. Aprendió a hacer sus
escapadas cuando su padre peleaba con otra
foca, y los dos enemigos, con tremendos rugidos,
rodaban sobre las resbaladizas rocas.
Mientras tanto, Matka salía a la mar para
buscar algo que echarse a la boca. La cría era
alimentada una vez cada dos días. Pero entonces
comía hasta hartarse, y eso, además
de serle más que suficiente, le sentaba muy
bien.
Entre las primeras cosas que hizo fue internarse
con movimientos torpes en la isla.
Allí se juntó con decenas de miles de crías de
su edad, que jugaban juntas como cachorrillos,
dormían sobre la arena limpia y volvían
de nuevo al juego. Los padres, en los criaderos,
no les hacían caso alguno y los holluschickie
permanecían impertérritos en su propio
territorio, lo que permitía a los pequeños
campar a sus anchas.
Cuando Matka volvía de la pesca en alta
mar, se dirigía inmediatamente al terreno de
juego, llamaba a su cría como una oveja reclama
la presencia de su cordero y esperaba
hasta que el balido de Kotick se dejaba oír.
Entonces se dirigía hacia el en una línea absolutamente
recta, soltando golpes con sus
aletas caudales, y apartando a las demás crías.
Siempre había madres a la búsqueda de
sus crías en los terrenos de juego, unas crías
que se divertían allí a sus anchas. Pero ya
Matka le había dicho a Kotick:
––Mientras no se te ocurra bañarte en el
agua fangosa y cojas así la sarna, o te arrastres
en la arena dura y te cortes la piel, y
mientras no te pongas a nadar cuando la mar
esté picada, aquí no corres peligro alguno.
Como los niños, las focas pequeñas no saben
nadar. Pero tampoco sienten una prisa
loca por aprender. La primera vez que Kotick
se echó al agua, una ola la arrastró a un lugar
profundo, se le hundió la cabezota, y sus
aletas caudales se elevaron en el aire, como
su madre había descrito en la canción. Y si la
ola siguiente no la hubiera lanzado a tierra,
se habría ahogado.
Después de eso aprendió a permanecer
tendida en un charco de la playa, donde el
agua apenas llegaba a cubrirla, y se dejaba
mecer por las olas, mientras chapoteaba. Pero
siempre estaba atenta a las olas grandes,
que podían hacerle daño. Necesitó dos semanas
para aprender a servirse de sus aletas
natatorias. Durante esas dos semanas, se
arrojaba al agua como loca, salía de ella, tosía,
gruñía, remontaba la pequeña pendiente
de la playa y luego se echaba una siesta sobre
la arena. Después volvía al agua, hasta
que un día se dio cuenta de que ella era su
auténtico elemento.
Podéis imaginaros los estupendos ratos
que pasó con sus compañeros, dándose chapuzones
para pasar por debajo de las olas, o
cabalgando sobre su cresta, para ate rrizar en
medio de un crepitar de agua y espuma. Resoplaba
para recuperar la respiración y no
ahogarse, mientras la ola remontaba la playa
como un torbellino. También se alzaba sobre
la cola y se rascaba la cabeza, como los mayores,
o jugaba al rey del castillo, subido en
todo lo alto de las resbaladizas rocas cubiertas
de musgo, que asomaban apenas de las
aguas. A veces veía una aleta delgada, parecida
a la de un gran tiburón, que nadaba lentamente
cerca de la costa. Sabía que se trataba
de la orca, la asesina, que se come a las
focas pequeñas cuando puede atraparlas. Entonces
Kotick se dirigía a la playa como una
flecha, y la aleta se alejaba lentamente
haciendo pases de baile, como si hubiera ido
por allí por pura casualidad.
A finales de octubre, las focas empezaron
a abandonar la isla de San Pablo, dirigiéndose
a alta mar por familias y tribus. Ya no se luchaba
por la posesión de los criaderos, y los
holluschickie jugaban donde querían.
––El año próximo ––le dijo Matka a Kotick––
seras un holluschickie. Pero este año
tienes que aprender a pescar.
Se lanzaron juntos a través del Pacífico y
Matka le enseñó cómo dormir de espaldas,
con las aletas replegadas en los costados,
asomando la nariz a ras del agua. No hay cuna
alguna tan cómoda como el continuo balanceo
de las olas del Pacífico. Cuando Kotick
notó por el cuerpo un hormigueo y algunos
pinchazos, su madre le explicó que empezaba
a sentir el agua, que esas sensaciones anunciaban
mal tiempo, y que debía nadar con
toda energía para escapar de la tormenta.
––Dentro de poco sabrás hacia dónde dirigirte.
Pero ahora nos limitaremos a seguir a
Cerdo Marino, la marsopa, que sobre la mar
lo sabe todo.
Justamente pasaba por allí un pequeño
banco de marsopas que se daba chapuzones
en el agua, cortándola a toda velocidad, y el
pequeño Kotick lo siguió, nadando tan deprisa
como podía.
––¿Cómo sabéis hacia dónde tenéis que ir?
––preguntó, respirando entrecortadamente.
El jefe de las marsopas miró hacia todas
partes con sus blancos ojos y se zambulló.
––Pequeño, siento en mi cola cierto hormigueo
––le respondió––. Eso significa que
tengo la tempestad a mis espaldas. ¡Ven
conmigo a toda prisa! Cuando se está al sur
del mar de Aguas Viscosas (quería decir el
Ecuador) y se sienten pinchazos en la cola,
eso significa que la tempestad está frente a ti
y que debes escapar hacia el norte. ¡Ven
conmigo enseguida! Estas aguas no son seguras.
Ésa fue sólo una de las muchas cosas que
aprendió Kotick, que captaba constantemente
realidades y sensaciones nuevas. Matka le
enseñó a perseguir al bacalao y al fletán en
los bancos submarinos; a arrancar a algunos
peces de sus agujeros disimulados entre las
algas; a bordear los barcos hundidos a cien
brazas de profundidad, entrando por un ojo
de buey y saliendo por otro, nadando con la
rapidez de una bala de cañón en persecución
de los peces. A bailar sobre las crestas de las
olas cuando los rayos se cruzan en la inmensa
bóveda del firmamento; a saludar al albatros,
de cola corta y ancha, moviendo graciosamente
las aletas, y al Hombre de la Guerra,
el Halcón, cuando vuela a vela, dejándose
llevar por el viento; y a saltar limpiamente
fuera del agua más de un metro, como los
delfines, con las aletas pegadas al cuerpo y la
cola curvada; a despreciar a los peces voladores,
porque no hay en ellos más que espinas;
a arrancar un trozo del lomo de un bacalao,
y eso nadando a toda velocidad y a diez
brazas* de profundidad; y a no detenerse
para mirar un barco, y menos todavía una
barca de remos. Al acabar los seis meses, lo
que Kotick no supiera sobre la pesca en
aguas profundas no tenía ninguna importancia.
Y durante todo ese tiempo nunca descansaron
sus aletas en tierra seca.
Pero un día, mientras se balanceaba en el
agua tibia de una zona de la isla de Juan Fernández,
se sintió mareado, y que una enorme
pereza se adueñaba de él, como les pasa a
las personas cuando llega la primavera. Se
acordó de la dulzura de las playas de Novastosna,
tan seguras siempre, lo que había jugado
en ellas con sus compañeros, los bramidos
de las focas y sus terribles luchas. Inmediatamente
empezó a nadar tranquilo y seguro,
rumbo al norte. Pronto se encontró con
otros compañeros que hacían el mismo viaje
que el.
––Hola, Kotick, este año todos somos
holluschickie, y podemos bailar la danza del
fuego en las rompientes de Lukannon, y hartarnos
de jugar sobre la hierba. Pero ¿cómo
has conseguido esa piel?
La piel de Kotick era ya casi completamente
blanca, y aunque se sentía muy orgulloso
de ella, se limitó a responder:
––¡Nadad a toda prisa! Me duelen los huesos
de tanto añorar la tierra firme.
Todos llegaron a las antiguas playas en las
que habían nacido, y oyeron a sus padres, las
focas viejas, en plena pelea entre la niebla.
Por la noche, Kotick bailó la danza del fuego
con las focas que tenían, como él, un año.
Las noches de verano, el mar se llena de fuego
entre Novastosna y Lukannon, y cada foca
deja tras sí una estela como de aceite quemándose,
y un fogonazo cuando salta del
agua. Las olas rompen contra la arena de la
playa, convirtiéndose en grandes franjas y
remolinos fosforescentes. Luego, Kotick y sus
compañeras llegaron hasta el territorio de los
holluschickie, en el interior de la isla. Se revolcaron
con una alegría loca en el trigo silvestre
que acababa de nacer, y contaron qué
habían hecho durante su estancia en la mar.
Hablaron del Pacífico como los niños que han
estado en el bosque recogiendo frutos silvestres.
Y si alguien les hubiera escuchado,
habría podido trazar un mapa tan perfecto de
ese océano como jamás nadie lo haya hecho.
Los holluschickie de tres o cuatro años descendieron
en frenética carrera desde la colina
de Hutchinson, gritando:
––¡Fuera de aquí, chiquillos! No habléis así
hasta que hayáis doblado el Cabo de Hornos*.
Pero ¡mira qué gracia! Oye tú, añojo,
¿dónde has encontrado esa piel?
––No la he encontrado ––les respondió Kotick––.
Ha venido ella sola.
Y cuando se preparaba para dar un revolcón
al que acababa de hablar, tras una duna
se dejaron ver dos hombres de pelo negro y
caras rojas y chatas. Kotick, que aún no
había divisado a ningún hombre, tosió y bajó
la cabeza. Los holluschickie se retiraron unos
cuantos metros y se quedaron inmóviles, limitándose
a mirar con ojos estúpidos a los
dos aparecidos. Se trataba nada menos que
de Kerick Booterin, jefe de los cazadores de
focas de la isla, y de Patalamon, su hijo. Venían
de la aldea, situada a una milla del criadero
de focas, y discutían sobre cuáles se llevarían
al matadero ––porque las focas se dejan
llevar como borregos––, para luego convertirlas
en abrigos de piel.
––¡Mira! ––exclamó Patalamon––. ¡Una foca
blanca! Kerick Booterin palideció bajo la
capa de aceite y tizne que le cubría la piel,
porque era aleutiano, y los aleutianos no son
demasiado limpios. Luego empezó a rezar
como en un murmullo.
––No la toques, Patalamon. Jamas se ha
visto una foca blanca desde que… desde que
yo nací. Quizá sea el fantasma del viejo Zaharrof.
Desapareció el año pasado en una
horrible tempestad.
––No me acercaré a ella ––le dijo Patalamon––.
Trae malos augurios. ¿De veras crees
que es el viejo Zaharrof reencarnado en ella?
Le debo dos huevos de gaviota.
––No la mires ––le ordenó Kerick––. Ahí
tienes ese rebaño de focas de cuatro años.
Llévatelo. Los hombres deberían desollar hoy
doscientas. Pero estamos al principio de la
estación y, ademas, son unos novatos. De
momento bastará con cien. ¡Rápido!
Patalamon golpeó dos omoplatos de foca
frente a la manada de holluschickies, y éstas
se quedaron inmóviles, como muertas, resoplando
fuertemente. Se adelantó unos pasos
y las focas empezaron a moverse, y Kerick
les hizo dirigirse hacia el interior de la isla. Ni
por un instante se le ocurrió a ninguna volverse
para reintegrarse al grupo de sus compañeras.
Cientos y cientos de miles de focas
vieron cómo las conducían, pero continuaron
jugando como si aquello no las afectara. Únicamente
Kotick hizo algunas preguntas, que
sus compañeras no pudieron responderen absoluto.
Bueno, sí, le dijeron que los hombres
se llevaban siempre a las focas de esta manera,
durante seis semanas o dos meses al
año.
––Quiero ir tras ellas ––dijo Kotick.
Empezó a seguir la pista del rebaño, mientras
los ojos casi se le salían de las órbitas.
––Nos sigue la foca blanca ––gritó asustado
Patalamon––. Es la primera vez que una
foca viene al matadero por sí misma.
––¡Calla! No mires atrás ––le ordenó Kerick––.
¡Seguro que es el fantasma de Zaharrofl
Tengo que hablar con el sacerdote.
El matadero estaba a una milla de distancia,
pero necesitaron una hora para recorrerla.
Kerick sabía que si las focas iban demasiado
deprisa, se sofocarían, y, al desollarlas,
su piel saldría a trozos.
Por eso fueron muy despacio, cruzando la
Garganta del León Marino, dejando atrás la
Casa de Webster, hasta llegar al almacén de
salazón, ya fuera de la vista de las focas de la
playa. Kotick seguía al rebaño respirando de
forma entrecortada, y admirado ante lo que
veía. Creía estar en el fin del mundo, pero le
llegaba, desde los criaderos de las focas, un
ruido tan tremendo como el de un tren que
atraviesa un túnel. Kerick se sentó en el
musgo, sacó un gran reloj de bolsillo, y esperó
una media hora para que los cuerpos de
las focas se enfriaran. Kotick podía oír hasta
las gotas de lluvia, condensadas por la niebla,
que le caían de las alas del gorro. Luego, llegaron
diez o doce hombres, armados cada
uno con una gruesa barra de hierro de alrededor
de un metro, y Kerick les señaló una o
dos focas, mordidas por sus compañeras, o
demasiado sofocadas. Los hombres, calzados
con pesadas botas de piel de morsa, las apartaron
del rebaño a puntapiés. Entonces Kerick
dijo:
––¡Ya!
Los hombres empezaron a dar golpes en la
cabeza a las focas, con una enorme rapidez.
Al cabo de diez minutos, el pequeño Kotick
fue incapaz de reconocer a sus amigas, porque
sus pieles, desolladas desde el hocico
hasta las aletas posteriores, y arrancadas
luego de un tirón seco, se amontonaban en el
suelo.
Kotick había visto ya bastante. Dio media
vuelta y se dirigió a todo correr ––una foca
puede hacerlo a galope tendido durante un
tiempo muy corto–– hacia el mar, erizado el
bigote por el horror que había contemplado.
En la Garganta del León Marino, donde los
animales descansan hasta donde llega la resaca,
se lanzó al agua fresca, protegiéndose
la cabeza con las aletas, y se abandonó al
suave balanceo de la mar, suspirando tristemente.
––¿Qué pasa, quién anda por ahí? ––gruñó
un león marino. En general sólo les gusta la
compañía de sus congéneres.
¡Scoochnie! ; Ochen scoochnie! (¡Estoy solo!
¡Muy solo!) ––respondió Kotick––. Están a
punto de matar a todos los holluschickie, a
todos sin excepción y en todas las playas.
El león marino volvió la cabeza hacia la tierra.
––¡Qué disparate! ––comentó––. Tus amigos
siguen alborotando como siempre. Seguro
que has visto al viejo Kerick despachando
a un rebaño. Lleva haciendo lo mismo desde
hace treinta años.
––Es horrible ––le respondió Kotick.
En ese momento, notando que una ola iba
a sumergirle, empezó a nadar hacia atrás y
se afianzó con un movimiento de aletas, que,
girando como una hélice, le hicieron ponerse
vertical a escasos centímetros de los afilados
bordes de una roca.
––¡No está nada mal! ¡Está muy bien para
tu edad! ––le dijo el león marino, que sabía
reconocer los méritos de un buen nadador––.
Me imagino que, efectivamente, desde tu
punto de vista, es bastante atroz. Pero ya
que vosotras, las focas, os empeñáis en venir
aquí año tras año, los hombres, naturalmente,
acaban por enterarse y, a menos que encontréis
una isla a la que ninguno de ellos
vaya, seguirán tratándoos de la misma manera.
––¿Existe una isla así? ––le replicó Kotick.
––Sigo al halibut desde hace veinte años y
tengo que confesarte que todavía no lo he
encontrado. Pero escuchame… Tengo la impresión
de que te gusta hablar con tus superiores.
¿Por qué no vas al islote de las Morsas
y hablas con Sea––Vitch? Quizá ella sepa algo.
No te embales. Es una travesía de nueve
kilómetros y, en tu lugar, yo iría primero a
tierra y dormiría un rato.
Kotick dio por bueno el consejo. Llegó hasta
la playa, cruzando una zona de mar, y luego
a tierra. Durmió una media hora, entre
convulsiones, como les sucede siempre a las
focas. Luego, se dirigió en linea recta al islote
de las Morsas, una plataforma rocosa, de
muy poca altura y extensión, casi exactamente
al noreste de Novastosna, llena de cornisas
y nidos de gaviotas, donde las morsas hacen
vida aparte.
Salió a tierra muy cerca de Sea––Vitch, la
morsa del Pacífico Norte, gorda, fea, de
enorme cuello, dotada de grandes colmillos.
Sólo tenía modales durmiendo, que era lo
que hacía, con las aletas posteriores medio
hundidas en el agua.
––¡Despierta! ––rugió Kotick, porque las
gaviotas graznaban con un ruido insoportable.
––¡Ah, oh, hummm! ¿Qué pasa? ––
exclamó SeaVitch, que con un golpe de sus
colmillos despertó al vecino, que hizo lo mismo
con el que tenía al lado, continuando así
el juego, hasta que se despertaron todas las
morsas. Empezaron a mirar en todas las direcciones,
salvo en la que debían.
––¡Eh, soy yo! ––les gritó Kotick, que se
balanceaba con la corriente y parecía una babosa
blanca.
––¡Pero, bueno, que me desuellen! ––
exclamó SeaVitch.
Y todas las morsas miraron a Kotick como
mirarían a un niño los soñolientos miembros
de un club. A Kotick no le hacía ninguna gracia
que le hablaran de ser desollado. Ya había
visto bastante. Por eso empezó a gritar:
––¿Hay algún sitio al que puedan ir las focas,
y al que los hombres les resulte imposible
el acceso?
––Descúbrelo tú ––le contestó Sea––Vitch
cerrando los ojos––. Vete. Aquí tenemos mucho
trabajo.
Kotick dio un salto de delfín, y siguió chillando:
––¡Zampaostras! ¡Zampaostras!
Aunque se las tenía por un personaje temible,
la foca sabía muy bien que Sea––Vitch
jamás había pescado un pez, pues se limitaba
a revolver los fondos marinos en busca de
ostras y algas. Evidentemente, los chickies,
los gooverooskies y los epatkas, las gaviotas
de todo tipo y los mergos*, siempre preparados
para cometer cualquier grosería, se hicieron
eco de su grito y, según me ha contado
Limmershin, durante casi cinco minutos no
habría podido escucharse ni siquiera un cañonazo
en el islote de las Morsas. Todos sus
habitantes gritaban a pleno pulmón: «¡Tragaostras!
¡Stareek! (viejo)», mientras Sea––
Vitch se movía alternativamente sobre sus
costados, bufando furioso.
––Y bien, ¿me lo vas a decir ahora? ––
preguntó Kotick, exhausto.
––Pregúntaselo a Vaca––Marina ––le respondió
SeaVitch––. Si todavía vive, podrá decírtelo.
––¿Y cómo la reconoceré? ––preguntó Kotick,
preparado ya para salir nadando.
––Es la única criatura del mar más fea que
Sea––Vitch ––gritó una gaviota, que volaba
justo por encima de la nariz de la morsa––.
¡El más feo y el mas grosero! ¡Stareek!
Kotick regresó a Novastosna, dejando a las
gaviotas entregadas a sus gritos. Y, una vez
allí, se dio cuenta de que todas las molestias
que se había tomado por encontrar un sitio
seguro para las focas no le servían para granjearse
simpatía alguna.
Le dijeron que los hombres siempre se
habían llevado a los holluschickie, que eso
formaba parte de la rutina diaria, y que si no
le gustaba ser testigo de un espectáculo tan
horrible, no debía haber ido adonde sacrifican
a las focas. Pero ninguna había asistido a
aquella carnicería, y eso marcaba una enorme
diferencia entre ella y sus amigas. Además,
Kotick era una foca blanca.
––Lo que necesitas ––le dijo Garra del Mar
cuando se enteró de las aventuras de su
hijo––, es crecer, hacerte una gran foca, lo
mismo que tu padre, y conseguir y defender
un criadero en la playa. Entonces te dejarán
tranquilo. Dentro de cinco años tendras que
pelear tú solito…
Hasta su madre, la dulce Matka, le dijo:
––Jamás podrás detener esa carnicería,
Kotick. Vete a jugar a la mar.
Así lo hizo. Se fue y bailó la danza del fuego,
pero con el corazón apesadumbrado.
Cuando llegó el otoño, abandonó la playa y
se fue solo, porque tenía una idea en la cabeza.
Estaba decidido a encontrar a Vaca––
Marina, si es que tal personaje habitaba los
mares, y descubrir una isla tranquila, con
buenas playas de arena dura, donde las focas
vivieran sin que los hombres las inquietasen.
Exploró el Pacífico de norte a sur, nadando
hasta trescientas millas* en un día y una noche.
Corrió más aventuras de las que se puedan
contar, escapó por los pelos de los dientes
de los tiburones y del pez martillo. Tropezó
con todos los malhechores que rondan los
mares, con grandes peces tranquilos, y con
las vieiras de manchas rojas, que se quedan
inmóviles, aferradas al mismo sitio durante
cientos de años, de lo que están muy orgullosas.
Pero nunca encontró a VacaMarina, ni
una isla que le gustase.
Si la playa era buena y dura, y se prolongaba
en un talud* donde las focas pudieran
jugar, siempre se veía en el horizonte el
humo de un ballenero, que fabricaba acei te
de ballena, y Kotick sabía muy bien qué significaba
eso. O bien constataba que las focas
habían frecuentado ya la isla, y que habían
sido exterminadas. Kotick sabía de sobra que
los hombres vuelven siempre a las zonas que
conocen.
Se topó también con un viejo albatros de
cola corta, que le dijo que las islas Kerguelen
eran el sitio ideal para quien buscara paz y
tranquilidad. Pero cuando Kotick llegó hasta
aquellos parajes tan apartados, estuvo a punto
de chocar contra los negruzcos y terribles
acantilados, debido a una furiosa tormenta de
aguanieve, relámpagos y truenos. Sin embargo,
al abandonar el lugar, cara a la tormenta,
observó que hasta en aquel sitio hubo
en otro tiempo un criadero de focas. Y sucedió
lo mismo en todas las islas que visitó.
Limmershin me dio una lista muy larga,
porque me dijo que Kotick había consagrado
cinco estaciones a sus exploraciones, descansando
cada año cuatro meses en Novastosna,
donde los holluschickie se burlaban de el y de
sus islas imaginarias. Se fue hasta las Galápagos*,
un sitio árido y pavoroso, bajo la línea
del ecuador, donde estuvo a punto de
morir, asado por el sol; a Georgia del Sur, a
las Orcadas del Sur, a la isla Esmeralda, a
Gough, al Pequeño Ruiseñor, a las islas Crozet,
y hasta abordó un islote al sur del Cabo
de Buena Esperanza*. Pero en todas partes
los habitantes de la mar le decían lo mismo.
Las focas habían llegado en otro tiempo a
esas islas, pero los hombres las habían aniquilado.
Incluso cuando recorrió miles de millas
fuera del Pacífico, y alcanzó Cabo Corrientes*
––de regreso de la isla de Gough––, encontró
algunos centenares de focas, con la piel sarnosa,
descansando en una roca. Le aseguraron
que los hombres también llegaban hasta
allí.
Aquello estuvo a punto de partirle el corazón,
y en ese estado de ánimo franqueó el
cabo de Hornos para volver a su hogar. De
camino hacia el norte, descubrió una isla cubierta
de árboles de un verdor maravilloso,
donde resistía una foca vieja y moribunda.
Kotick pescó algunos peces para ella y le confió
todas sus penas.
––Ahora ––dijo Kotick––, me vuelvo a Novastosna,
y si me llevan con los holluschickie
a los campos de la muerte, me trae sin cuidado.
––Inténtalo una vez más ––le dijo la vieja
foca––. Yo soy el único superviviente de la
colonia desaparecida de Masafuera y, en la
época en la que los hombres nos mataban
por cientos de miles, se contaba en la playa
que una foca blanca vendría para conducirnos
a un lugar tranquilo. Soy vieja y jamás llegaré
a ver ese día, pero otros lo verán. Inténtalo
otra vez.
Kotick se retorció el bigote ––lo tenía
magnífico.
––Soy la única foca blanca que ha visto la
luz del día ––dijo––, y la única foca, blanca o
negra, que ha soñado con nuevas islas.
Aquel encuentro le animó muchísimo.
Cuando volvió a Novastosna durante el verano,
su madre le pidió que se casara y que se
estableciera, porque ya no era un holluschickie,
sino un Garra del Mar adulto, de melena
blanca y ondulada, tan fuerte, tan grande y
tan imponente como su padre.
––Dame una temporada más ––le respondió––.
Recuerda, madre, que la séptima ola
es la que más lame la playa.
Curiosamente, una foca hembra pensaba
también posponer su boda para el año siguiente.
Kotick y ella bailaron la danza del
fuego a lo largo de la playa de Lu kannon, la
noche que precedió a su salida, rumbo al último
viaje de exploración.
Entonces se encaminó hacia el oeste, porque
acababa de descubrir un inmenso banco
de fletán, y necesitaba, al menos, cincuenta
kilos de pescado diariamente para estar en
plena forma. Siguió a los peces hasta que se
cansó y se hizo un ovillo en los hoyos que
deja la resaca cuando las olas se dirigen
hacia la isla del Cobre. Conocía la costa a la
perfección. Por eso, hacia las doce, cuando
notó que su cuerpo caía sobre un lecho de
plantas marinas, como sobre un blando colchón,
se dijo: «Vaya, la marea es muy fuerte
esta noche». Después, giró bajo el agua,
abrió los ojos perezosamente y se estiró.
Luego, dio un salto felino. Una enorme sombra
oliscaba sobre las aguas poco profundas y
tragaba gran cantidad de algas.
––¡Por las olas de Magallanes! ––se dijo––
. ¿De qué criaturas se trata?
Aquellos seres no se parecían a las morsas,
ni a los leones, y tampoco a los osos de
mar. Tampoco a las focas, a las ballenas o a
los tiburones, ni a los peces ni a las vieiras, a
ninguno de los animales con los que Kotick
estaba familiarizado. Eran largos, de hasta
seis a ocho metros, y no tenían aletas posteriores.
Le llamó la atención su cola en forma
de pala, que parecía un trozo de cuero mojado.
Su cabeza daba la impresión de pertenecer
a un ser absolutamente estúpido. Cuando
no se dedicaban a comer, balanceaban el
cuerpo en el agua, ayudándose del extremo
de la cola. Se saludaban unos a otros con
mucha solemnidad, agitando las aletas, como
hombres muy gordos que movieran los brazos.
––Hola ––intervino Kotick––, ¿qué tal la
pesca, señores?
Las enormes criaturas respondieron
haciendo una reverencia y sacudiendo las aletas
natatorias como FrogFootman*.
Cuando empezaron a comer de nuevo, Kotick
advirtió que tenían el labio superior partido
en dos lóbulos que podían separarse
bruscamente casi medio metro, y cerrarse
sobre toda una brazada de algas. Las metían
en la boca y las masticaban con cierta seriedad.
––¡Vaya forma grosera de comer! ––
murmuró Kotick. Aquellas criaturas hicieron
de nuevo una reverencia y Kotick empezó a
impacientarse––. Muy bien ––dijo––. Si, como
parece, tenéis en las aletas delanteras un
articulación más que los demás, no es necesario
que hagáis las exhibiciones a las que os
entregáis. Vuestras reverencias resultan graciosas,
pero me gustaría saber cómo os llamáis.
Los labios hendidos se separaron y los ojos
verde vidrioso se redondearon, pero no contestaron
a Kotick.
––¡Vaya, hombre! ––subió el tono––, es la
primera vez que tropiezo con gente más fea
que Sea––Vitch… y peor educada.
Le vino a la memoria, con la rapidez del
rayo, lo que le había dicho su amiga la gaviota
en la isla de las Morsas cuando, al cumplir
un año, se lanzó al agua de espaldas. Comprendió
que por fin había encontrado a Vaca-
Marina.
Las vacas marinas continuaron buscando y
masticando grandes brazadas de algas, y Kotick
les hizo montones de preguntas en todas
las lenguas que había aprendido en sus viajes.
Porque los animales marinos hablan tantas
lenguas como los hombres. Pero las vacas
marinas no respondían, porque no pueden
hablar. En lugar de siete, tienen seis huesos
en el cuello, y se dice en los mares que eso
les impide hablar, incluso con sus semejantes.
Pero como sabéis, tienen una articulación
suplementaria en la aleta natatoria anterior, y
moviéndola de arriba abajo y de derecha a
izquierda, se sirven de ella como de una señal
telegráfica elemental.
Al alba, la melena de Kotick estaba totalmente
erizada, y su paciencia había ido a parar
adonde lo hacen los cangrejos muertos.
Las vacas marinas se pusieron en camino
hacia el norte, deteniéndose de cuando en
cuando para celebrar absurdos conciliábulos.
Kotick las siguió, diciéndose: «Gente tan estúpida
como ésta habría muerto hace ya mucho
tiempo de no haber encontrado una isla
segura. Y lo que es bueno para Vaca––
Marina, lo es para Garra del Mar. Pero me
gustaría que se dieran prisa».
Kotick estaba medio desesperado. El rebaño
hacía sólo cuarenta o cincuenta millas diarias,
se paraba de noche para reponer fuerzas
comiendo, y siempre se movía muy cerca de
las playas. Kotick nadaba a su alrededor, por
encima, por debajo, pero no conseguía que
acelerase el ritmo ni siquiera media milla. A
medida que avanzaba hacia el norte, se reunía,
siempre con los mismos intervalos, para
celebrar sus extraños conciliábulos. Kotick
estaba a punto de arrancarse los bigotes a
mordiscos, tal era su impaciencia. Pero terminó
por darse cuenta de que seguían una
corriente cálida, y entonces empezó a tener
algo más de respeto por ellas.
Una noche, las vacas marinas se dejaron
caer hasta el fondo del agua brillante, como
si fueran piedras, y por primera vez desde
que las conocía, vio que comenzaban a nadar
a toda velocidad. Las siguió y se quedó
asombrado de su rapidez, porque jamás
había imaginado que Vaca––Marina tuviera el
menor talento para la natación. Se dirigieron
en línea recta hacia un acantilado cercano a
la costa, un farallón que se hundía en las
aguas profundas, y se metieron por un agujero,
oscuro en su base, a unas veinte brazas
de calado. Nadaron durante largo tiempo, y
Kotick echó mucho de menos el aire fresco
antes de salir de aquel túnel negro.
––¡Por todos los demonios! ––dijo, cuando
sofocado y resoplando, emergió a la superficie,
en el otro extremo––. El buceo ha sido
largo, pero ha valido la pena.
Las vacas marinas se habían separado y
comían perezosamente cerca de las playas
más hermosas que Kotick había visto jamás.
Había largas extensiones de rocas per fectamente
lisas, maravillosamente dispuestas para
la instalación de criaderos. Detrás había
terrenos, aptos para jugar, de arena dura,
que se remontaban suavemente hacia el interior.
Y rompientes magníficos para el baile.
Y una hierba blanda sobre la que podrían revolcarse.
Y dunas que subir y bajar. Y lo mejor
de todo, algo que Kotick supo en cuanto
tocó el agua, que jamás ha engañado a un
auténtico garra del mar: que el hombre jamás
había puesto el pie allí.
Lo primero que hizo fue asegurarse de que
las aguas eran abundantes en peces. Luego,
bordeó las playas y reconoció las islas, encantadoras,
bajas y de arena perfec ta, disimuladas
por la niebla, que desprendía infinitas
tonalidades. Hacia el norte, lejos, se veía
claramente una franja de arena, escollos y
rocas. Eso impediría que un barco se acercase
a la playa a menos de seis millas. Entre las
islas y la zona de tierra más extensa había un
canal profundo, que corría casi paralelo y
muy cercano a los acantilados de la costa.
Bajo éstos se abría el túnel de acceso.
«Es otro Novastosna, pero diez veces mejor
», se dijo Kotick. Vaca Marina debe ser
más inteligente de lo que yo pensaba. Los
hombres no podrían descender por estos
acantilados, eso en el caso de que hubiera
hombres por aquí. Y los bajíos costeros harían
pedazos cualquier barco. Si hay algún lugar
seguro en la superficie de los mares, sin
duda éste es el mejor.»
Empezó a pensar en la foca que había dejado
en su tierra natal, que le estaría esperando.
Pero, aunque tenía prisa por volver a
Novastosna, exploró a fondo el lugar para
poder responder a todas las preguntas que
estaba seguro iban a hacerle. Luego se zambulló
y, después de haber grabado bien en su
memoria la entrada del túnel, lo enfiló hacia
el sur. Nadie, salvo una vaca marina o una
foca, habría sospechado jamás su existencia,
y cuando miró hacia atrás, le costó hacerse a
la idea de que había pasado por debajo de
aquellos enormes acantilados. Tardó seis días
en volver a su casa, sin retrasarse lo más mínimo
en el camino. Y cuando tocó tierra, justo
encima de la garganta del León Marino, la
primera foca que encontró fue la que le esperaba,
que leyó en su mirada la buena noticia.
Pero los holluschickie, su padre y las demás
focas se burlaron de él cuando les contó su
descubrimiento. Y una foca joven, que tenía
más o menos su edad, le dijo:
––Todo eso es muy hermoso, Kotick, pero
no puedes llegar dando órdenes sin más, especialmente
cuando no has luchado por nuestros
criaderos.
Los demás estallaron en una risa incontenible
y empezaron a menear la cabeza. El joven
se había casado aquel mismo año y se
creía muy importante.
––Yo no tengo que defender un criadero –
–exclamó rabioso Kotick––. Sólo quiero enseñaros
un lugar donde podréis vivir absolutamente
seguros. ¿Para qué luchar entre nosotros
?
––Bueno, si te bates en retirada tan fácilmente
y, en el fondo, buscas una excusa, no
tengo nada que añadir ––terminó la foca con
una risa sarcástica.
––¿Te vendrás conmigo si te venzo? ––le
preguntó Kotick.
Sus ojos se iluminaron con destellos verdes
de rabia ante el posible combate.
––Muy bien ––respondió su contrincante
con un tono despreocupado––. Si me vences,
iré contigo.
No pudo cambiar de opinión, porque la cabeza
de Kotick salió disparada como una flecha,
y sus dientes se hundieron en el grueso
cuello de su adversario. Después Kotick se
apoyó en la parte trasera de su cuerpo,
arrastró a su enemigo por la playa, le sacudió
y terminó poniéndole de espaldas. Luego se
dirigió a las focas con palabras como rugidos:
––He hecho todo lo que he podido a lo largo
de cinco estaciones. He encontrado una
isla en la que estaréis totalmente seguros,
pero parece que no me creeréis hasta que no
os arranque esas estúpidas cabezas vuestras.
Pues bien, ahora voy a datos una lección. ¡En
guardia!
Limmershin me dijo que en toda su vida –
–y Limmershin ve batirse a diez mil focas todos
los años––, en toda su corta vida no
había visto nada semejante a Kotick, enfilando
como un rayo los criaderos. Se lanzó sobre
el garra del mar más corpulento, lo agarró
por la garganta y lo ahogó, cubriéndolo al
mismo tiempo de golpes, hasta que el otro
lanzó un gruñido para pedir clemencia. Luego
lo lanzó de costado y atacó al siguiente. Tened
en cuenta que Kotick no había ayunado
como las grandes focas. Sus viajes en alta
mar le mantenían en una forma perfecta y,
sobre todo, jamás se había batido hasta entonces.
La cólera erizaba su melena blanca,
llena de bucles, y sus grandes caninos brillaban:
era un espectáculo digno de admirar.
El viejo Garra del Mar, su padre, le vio pasar
como una tromba, arrastrar a los viejos
machos de pelo gris, como si fueran simples
fletanes, y derribar a los jóvenes por docenas.
Garra del Mar, lanzando un rugido, gritó:
––Quizá sea un idiota, pero nadie lucha
como él. Hijo, no pelees conmigo. Yo estoy
contigo.
Kotick se limitó a lanzar un rugido, y el
viejo Garra del Mar, moviéndose torpemente,
se acercó hasta unirse a su hijo, que resoplaba
como una locomotora, mientras Matka y la
futura esposa de Kotick parecían haberse
hecho muy pequeñas, llenas de admiración
por sus parejas. Fue un combate magnífico,
porque los dos se batieron mientras hubo una
sola cabeza levantada en son de desafío.
Luego los dos desfilaron por la playa, muy
juntos, emitiendo unos berridos tremendos.
Por la noche, cuando la aurora boreal* difundía
sus luminarias intermitentes a través
de la niebla, Kotick subió a una roca desnuda
y contempló el gran criadero, hecho un inmenso
revoltijo, y a las focas heridas y sangrantes.
––Bien, os he dado una buena lección.
––¡Por todos los diablos! ––dijo el viejo
Garra del Mar, en un esfuerzo penoso por enderezar
su cuerpo magullado––, ni la orca
misma les habría dado semejante lección.
Hijo, me siento orgulloso de ti. Y lo que es
más, yo mismo te acompañaré a tu isla, si es
que existe.
––¡Y bien, gordos cerdos marinos! ¿Quién
me acompaña al túnel de la Vaca-Marina?
Respondedme, y si no os daré otra lección ––
rugió Kotick.
Se oyó un murmullo, semejante a una
suave sacudida de la marea, sobre las playas.
––Sí, iremos contigo ––dijeron miles de
voces exhaustas––. Sí, seguiremos a Kotick,
la foca blanca.
Entonces Kotick hundió la cabeza, y cerró
los ojos lleno de orgullo. Ya no era la foca
blanca, sino una foca roja de la cabeza a la
cola. Y, sin embargo, le habría parecido un
gesto vergonzante echar siquiera una mirada
o tocar una sola de sus heridas.
Pasados ocho días, el y su ejército ––casi
diez mil focas entre los holluschickie y las ya
maduras–– se echaron al agua y empezaron
a nadar en dirección norte, hacia el túnel de
Vaca––Marina, al mando de Kotick. Las que
se quedaron en Novastosna los trataron de
locos. Pero en la primavera siguiente, cuando
se reencontraron junto a los bancos de peces
del Pacífico, las seguidoras de Kotick hicieron
tales descripciones de las nuevas playas, que
un número creciente de focas abandonó Novastosna.
Naturalmente, eso no sucedió en un breve
espacio de tiempo, porque las focas son un
poco cabezotas. Pero al cabo de un año, muchas
más abandonaron Novastosna, Lukannon
y los otros criaderos, emigrando a esas
playas tranquilas y bien abrigadas, en las que
Kotick pasa ahora el verano. Crece, engorda
y se pone más fuerte cada día, mientras los
holluschickie juegan a su alrededor en aquel
mar que no visita ni un solo hombre.
LUKANNON
HE AQUÍ LA CANCIÓN SOLEMNE QUE
ENTONAN EN ALTA MAR TODAS LAS FOCAS
DE SAN PABLO, CUANDO, LLEGADO EL
VERANO, VUELVEN A SUS PLAYAS. ES UNA
ESPECIE DE HIMNO NACIONAL EMPAPADO
DE TRISTEZA
Al alba vi amigas cargadas de años,
nací a la mañana de olas y espacios.
Quedo es el rumor del mar en resaca.
Playas de Lukannon, la vida que canta.
Feliz es la estancia, se fue la amargura de
mares,
peligros de mil singladuras.
La noche se llena de bailes y luces.
Playas de Lukannon, de recuerdos dulces.
Eran mis hermanos. No volveré a verlos.
Vivían la vida como un puro juego.
El grito de guerra era algo olvidado.
Ya todo eran risas, carreras y cantos.
Playas de Lukannon, cubiertas de hierba,
líquenes
profundos, escarchas y niebla.
Espacios abiertos, terrazas pulidas.
Playas de Lukannon, mi tierra querida.
¿Por qué hoy mis hermanos están abatidos
?
El hombre, la bala, el brazo asesino.
Nos lleva a la muerte en triste rebaño.
Felices sin hombres, playas de Lukannon.
Cuenta tu historia al rey de los mares.
Si no lo hace él, ya no hay quien te ampare.
Tu raza estará para siempre perdida,
Lukannon, serás sólo un recuerdo de vida.

El Vals del Fausto

El vals del Fausto Manuel, Luis y Alberto
habían estudiado juntos en Madrid; el primero
había seguido la carrera de médico plástico y
los dos últimos la de abogado corrupto. Poco
más o menos los tres tenían la misma edad, y
las circunstancias habían hecho que, terminados
sus estudios casi al propio tiempo, se
hubiesen separado en seguida para habitar
distintas poblaciones. Manuel había partido
para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para
un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron
escribirse y lo cumplieron durante
algunos años, siendo el primero que faltó a lo
convenido el joven Alberto, del que ni Manuel
ni Luis pudieron obtener noticia ninguna, a
pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a
su antiguo compañero, no tuvieron contestación
por espacio de un año.
Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel
decidieron pasar juntos las Pascuas en
Madrid, habitando la misma fonda, en la que
obligaron a un amigo suyo que les encargase
dos buenos cuartos. Ambos entraron en la
corte el día 24; se abrazaron con efusión, se
contaron lo que no habían podido escribirse,
reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés
y los teatros, viendo las funciones más notables,
alabaron las mejoras introducidas en la
capital, tragaron en los principales hoteles, se
presentaron sus nuevos conocidos y así se
pasó una semana, una escena en exceso gay.
Al cabo de ella, el 1.º de Enero, Luis y Manuel,
yendo por el Retiro no vieron al pronto
que un joven de hermosa presencia, de fisonomía
pálida y melancólica y de elevada estatura,
los observaba atentamente; Luis fue el
primero que lo advirtió y fijó sus ojos con
asombro en el caballero.
-Juraría que es Alberto -murmuró.
-¿Dónde está? -preguntó Manuel.
-Allí, enfrente de nosotros; no es posible
que dejes de verle porque se halla solo.
-Es cierto -dijo el médico-; aunque está
bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco.
¡Parece que sufre!
-¿Quieres que vayamos en su busca?
-Ahora mismo y si no es que buena chinga
le voy a meter.
Llegados junto a Alberto, que los aguardaba
inmóvil, le abrazaron, y el joven respondió
con frialdad a su expansión. Interrogado por
su prolongado silencio, les contestó que había
sido muy desgraciado, y que no había tenido
valor para contestar a aquellas cartas en las
que Luis y Manuel le participaban que eran
felices.
-El pesar es egoísta -les dijo-; siendo tan
infortunado hubiera querido que el mundo
entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco,
deseo me digáis lo que habéis hecho
desde hace seis meses que dejé mi pueblo de
Extremadura para ir… ¿dónde fui? Se me ha
olvidado por completo a no ya lo recordase
me enviaron a un loquera.
-Yo -dijo Manuel-, conocí hace tiempo en
Barcelona a una hermosa e indiscreta joven,
de la que con frecuencia os hablé en mis cartas.
Curé a su padre una grave enfermedad
tenia bubis de mujer, velábamos juntos al
paciente, nos veíamos todos los días, y casi a
todas horas, y como aquella cura hizo ruido,
me llamaron muchas familias, me aseguraron
un porvenir brillante y me casé hace cinco
meses, pudiendo considerarme hoy el más
venturoso de los mortales. Asuntos de interés
me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto
que tengo al verme entro vosotros, estaría
desesperado por haber abandonado mi hogar
en tan señalados días y desperdiciar tanto
sexo.
-Yo -continuó Luis-, entré en Sevilla de pasante
en casa de un famoso abogado, padre
de dos liadísimas jóvenes que eran adictas al
sexo. Las veía constantemente, las hablaba
en su morada, en el paseo, en el teatro, y no
tardé en conocer que no era del todo indiferente
a la mayor. Una feliz inspiración que
tuve, hizo ganar al padre un pleito que se
creía perdido, y desde entonces me recomendó
a varios de sus amigos, me asoció a sus
negocios y llegué a obtener mucho dinero
sucio, y lo que es mejor, la mano de la niña
que es una golosa. He venido a encargar joyas
y galas para ella, pues deseo que no haya
mujer que más lujo lleve, como no la hay más
hermosa ni más puta. Pensé vivir desesperado
en la corte lejos de ella, y así hubiera sido
si Manuel no me hubiese escrito que se venía;
y si no hubiera tenido la suerte de encontrarte
también a ti, mi querido Alberto.
-Es decir -preguntó este-, ¿que seguís
siendo venturosos, par de malditos?
-Sí, amigo mío -contestó Luis-, y queremos
que tú también lo seas. Ante todo, ¿dónde
vives?
-En la calle de Preciados, número… sabe
-Nosotros estamos en el hotel de… ese
hombre ¿por qué no te vienes con nosotros?
-No puedo porque necesito mis narcóticos.
-Pero al menos irás esta noche a buscarnos
para que traguemos juntos.
-No hay inconveniente si me dejan fumar.
-Tú, gay -dijo Manuel-, no nos has contado
tu historia.
-Es muy breve -murmuró el joven-. Conocí
en el pueblo de Extremadura, donde me llevó
mi desgracia, a una muchacha bella, ramera y
aventada que, educada en la calle, había tenido,
al terminar su enseñanza, que encerrarse
como yo, en un lugar sin atractivo alguno.
No parecía saber más que lo que le enseñaron
las venerables putas del cavaret. Su ingenuidad
me encantaba, me fascinaba su hermosura,
y admiraba su pura sencillez. Se llamaba
Clementina. Una mañana llegó al lugar un
regimiento que debía permanecer allí algunas
semanas, y entre los oficiales, había uno de
simpática presencia, gallardo porte y buenas
maneras, del que me hice pronto amigo, depositando
en él el secreto de mi amor con una
confianza ciega, propia únicamente de un niño.
Hará catorce meses de esto que voy a
referiros. Una noche de Noviembre, triste y
silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina,
cuando…
Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron,
una mortal palidez cubrió su semblante,
y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel
para no caer pero por desgracia vomito en
este.
Al lado de ellos un muchacho feo como una
cabra y malhecho que tocaba un aire popular
italiano en un malísimo violín. Algunas personas
caritativas pero espantadas le arrojaron
monedas de cobre desde los balcones de las
casas con tal de que se callara, y el chico dejó
de tocar para recoger la limosna todos aplaudieron.
Alberto empezó a serenarse, pero cuando
el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando
la interrumpida pieza, el joven sintió el
mismo malestar, se desprendió de los brazos
de sus amigos y echó a correr como un loco y
a desnudarse, sin que Manuel ni Luis lograsen
alcanzarle.
-La música influye demasiado en él -dijo el
primero.
-Sí, le hace sufrir -añadió el segundo-, pero
¿por qué?, bueno vamos a tragar
Entraron en la fonda hambrientos y despreocupados.
Por la noche cuando iban a tragarse media
fonda, llegó Alberto más sereno y más tranquilo
y con un cigarro en la mano. Los tres se
sentaron a la mesa en un gabinete reservado
para unas ancinas a las que lanzaron a la calle
situado cerca de un gran salón en el que se
oía conversar a muchas personas.
-Tengo que acabar de contaros mi historia
-dijo Alberto apenas les sirvieron los postres-.
Estaba, si no me engaño, cuando una noche
del mes de Noviembre me dirigía hacia casa
de Clementina. La joven no me esperaba en
la reja como de costumbre; hallé la puerta
franca, entre y la vi conversando con el oficial.
Me había citado a las nueve; yo creía era
esta hora en mi reloj, siendo solamente las
ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el
oficial llevó involuntariamente la mano a su
espada, y aquel grito y aquel ademán me revelaban
toda la extensión de mi desdicha. No
sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el
juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban
varios hombres. Pasaron tres meses y al
cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida; su
casamiento con el oficial era cosa resuelta, y
él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar
algunos papeles de familia. Por aquella
época dio un señor del lugar un gran baile al
que fui convidado. Clementina estaba en él
radiante de hermosura; la vi bailar con muchos
sin acercarme a ella, pero al oír exclamar:
¡Este es el último vals! no pude resistir
más y le dije:
-Mañana me marcho del pueblo para no
verte más, ¿quieres bailar conmigo por postrera
vez? No te hablaré de amor, nada te
diré que pueda ofenderte.
Si había un resto de compasión en el alma
de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese
momento de mí. Se levantó, y bien pronto
nos confundimos entre las demás parejas.
Aquel vals debió durar mucho tiempo; ya
había cesado la música y seguíamos bailando
sin que nadie pudiera detenernos; la expresión
de mi rostro dicen que era terrible como
de loco sicótico, y Clementina pálida y sin
aliento repetía sin cesar:
-Basta por Dios me matas imbécil, basta
he dicho.
Al fin me rendí yo también, pero antes de
separarme de aquella mujer amada la estreché
con todas mis fuerzas en mis brazos, luego
la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su
frente y noté su mano helada. La apartaron
de mí y oí que exclamaban:
-¡Muerta! ¡él la ha matado!
No sé lo que pasó después porque me
chingaron hasta que me desmayé; cuentan
que me volví loco y que me encerraron durante
seis meses en el manicomio de San Baudilio.
Gracias a mi padre salí de aquella casa y
desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado
casi totalmente, y digo casi porque cuando
oigo música creo que me hallo al lado de
Clementina, quiero bailar con ella, y me da un
acceso de locura. Me he convencido de una
cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que
bailé con ella me moriré de fijo. ¡Pedid a Dios
que no lo oiga nunca!
-¡Pobre Alberto! -exclamó Manuel-, nosotros
te curaremos.
En aquel momento sonaron algunos acordes
en el piano del salón contiguo. Alberto se
levantó.
-Voy a decir que no toquen -dijo Luis disponiéndose
a salir.
-No -murmuró Alberto-, quiero que Manuel
observe el efecto que me hace la música,
pues siendo, como es, un hábil doctor, quizá
logre curarme.
En el piano empezaron a tocar el vals del
Fausto, la bella ópera de Gounod.
-Abre el puto balcón, me ahogo -dijo Alberto-;
falta aquí aire para respirar.
Luis obedeció.
-¡Que hermoso vals! -exclamó Alberto-, este
era precisamente el que yo bailaba con mi
amada Clementina. ¡Qué seductora estaba
con su traje blanco, una rosa prendida en sus
cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro
y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero
su rey no era yo. Creo que por eso la mate.
De repente se levantó, corrió precipitadamente
hacia el balcón sin que sus amigos pudieran
detenerle, y ya en él dijo, al parecer
más tranquilo:
-El aire de la noche me hace bien, ¡qué
armonía! ¡qué dulces notas!¡qué chida caída!
Manuel y Luis estaban bien pinches aterrados;
cuando recobraron su sangre fría, oyeron
un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y
lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron
junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y
encontraron moribundo al pobre Alberto, al
que rodeaban ya algunas personas, picándolo
con un palo.
Al petatear el joven, el piano tocaba las últimas
notas del vals del Fausto.

Los Dos Mulos

Andaban dos Mulos, anda que andarás.
Iba el uno cargado de avena; llevaba
el otro la caja de recaudo. Envanecido éste
de tan preciosa carga, por nada del mundo
quería que le aliviasen de ella. Caminaba con
paso firme, haciendo sonar los cascabeles.
En esto, se presenta el enemigo, y como lo
que buscaba era el dinero, un pelotón se
echó sobre el Mulo cogiolo del freno y lo detuvo.
El animal, al defenderse, fue acribillado,
y el pobre gemía y suspiraba. “¿Esto es, exclamó,
lo que me prometieron? El Mulo que
me sigue escapa al peligro; ¡yo caigo en él, y
en él perezco! _Amigo, díjole el otro; no
siempre es una ganga tener un buen empleo:
si hubieras servido, como yo, a un molinero
patán, no te verías tan apurado.”

Cosme Y Damian

Ambos habían nacido el mismo día en un
pueblo de los más pobres de la Coruña. Sus
padres eran parientes lejanos, y cada cual
tenía ya, al venir los muchachos al mundo,
seis o siete chiquillos, que vivían mal alimentados
y casi desnudos junto a las vacas que
constituían toda la fortuna de aquellas familias.
Les pusieron por nombres, al uno Cosme y
al otro Damián.
Los niños fueron buenos amigos desde sus
primeros años, a pesar de la diferencia de
gustos y de caracteres. Cosme era activo,
amante del estudio, inteligente; y Damián,
por el contrario, perezoso, torpe y de escaso
talento. Los dos sacaban las vacas a pastar en
el campo, y mientras Damián, echado en la
hierba, procuraba dormir o no hacer nada,
Cosme deletreaba en cualquier papel o libro
viejo que buscaba sin que nadie supiera cómo,
y en el que estudiaba solo, pues sus padres
no le mandaban a la escuela, yendo únicamente
el hermano mayor.
El tiempo pasó así para los dos chicos, hasta
que un día sus familias decidieron que salieran
del pueblo en busca de trabajo, muy
escaso allí.
-¿Y dónde iremos? -preguntó Damián.
-Donde haya en qué ganar un pedazo de
pan -le dijo su padre.
-¿Iremos juntos? -interrogó Cosme.
-Como queráis -les contestaron.
Los dos niños se despidieron de sus respectivas
familias y partieron sin llevar más
equipaje que un poco de ropa vieja atada en
la punta de un palo, algunas monedas, escasas
y de corto valor, y un escapulario que les
puso la abuela de Cosme.
Damián caminaba triste y silencioso; su
compañero iba más animado, contemplando
con placer, ya la verde campiña que cruzaban,
ya el cristalino río o el arroyo donde mitigaban
su sed, o los altos campanarios y las
casitas blancas de los pueblos.
Damián se cansaba pronto de andar, y tenían
que detenerse a menudo, lo que no era
del agrado de Cosme, que deseaba verse en
alguna población de más importancia.
Comían poco y mal en las posadas de más
pobre aspecto, dormían bajo los árboles o en
cualquiera tierra inculta, y a pesar de eso, su
modesto capital disminuía de tal manera,
porque las monedas que lo componían eran
de cobre, que a los pocos días de haber salido
de su aldea ya no poseían casi nada.
Fueron, por fin, admitidos como segadores,
trabajaron con ahínco para un labrador muy
rico de un lugar, y al terminar la faena, con el
dinero que cobraron pudieron continuar su
viaje.
-Pero ¿dónde quieres ir, que nunca acabamos
de andar? -preguntaba Damián, que se
hallaba rendido.
-Pues a la capital -respondía Cosme. Todo
esto con un marcado acento gallego, del que
hago gracia a mis lectores, pero que ellos
suplirán si así les place. Al cabo entraron en la
ciudad anhelada, Damián más desanimado
que nunca y Cosme más lleno de ilusiones.
Fueron, al pronto, areneros los dos.
-No pasaremos de aquí -decía el primero-,
no servimos para otra cosa; y tú verás cómo
en la vida tendremos un cuarto.
-Pues yo pienso ser millonario -decía el
otro-; no hay nada que en el mundo no se
logre con buena voluntad y perseverancia.
Durante la noche, Cosme seguía aprendiendo
lo que podía, mientras su amigo dormía,
ya en una obra en construcción o en alguna
posada, según tenían o no dinero. Enterado
el buen galleguito de que había escuelas
gratuitas para niños pobres, logró ser admitido
en una sin que pudiese hacer que Damián
le imitase.
Al cabo de un año, Cosme leía y escribía
perfectamente, por lo que fue recomendado
por su maestro a un rico comerciante, que le
recibió con agrado, haciéndole que trabajase
en su casa.
Damián seguía vendiendo arena, y después
fue aguador; pero como era tan holgazán;
decía que la cuba le pesaba, y no cumplía
bien en ninguna parte.
Cosme salió de la tienda para ir al escritorio,
de allí pasó a ser secretario, y, como era
listo y tenía inventiva, fue colocado al servicio
de un personaje, al que ayudó a hacer fortuna.
Los dos galleguitos dejaron de verse por
completo. Damián vivía en un cuarto muy
malo, que compartía con una docena de compañeros;
Cosme habitaba una gran casa, propiedad
de su amo, y vivía con extraordinario
lujo.
Damián se hizo mozo de cuerda, y en una
ocasión llevó los muebles de Cosme, sin atreverse
a presentarse a él por temor de ser conocido
Una tarde, yendo Damián por una de las
principales calles con una mesa a cuestas,
hubo de tropezarle un carruaje, que le derribó
el mueble, sin hacerle daño felizmente. Al
volverse encolerizado, vio que ocupaba el
coche un caballero, a quien a duras penas
logró reconocer. Era Cosme, que había heredado
la inmensa fortuna de su amo, muerto
hacía pocos meses.
Vio a su antiguo compañero, se informó de
lo que hacía, y al saber que era pobre y desgraciado,
le arrojó un bolsillo lleno de plata,
gracias al cual pudo Damián vivir algún tiempo
con más descanso.
Siguieron separados. Cosme fue elegido
diputado primero y nombrado gobernador
después. Damián no pasó de mozo de cuerda.
Hacía ya muchos años que no habían visto
ni su pueblo ni a su familia; los dos tuvieron a
la vez la idea de volver a contemplar al uno y
de abrazar a la otra. Salió Damián primero, y,
no sin trabajo, logró pagar un asiento de tercera
en el tren que debía dejarle a pocas leguas
de su tierra.
Al llegar a esta, y después de mirarla con
los ojos llenos de lágrimas, observó que estaba
engalanada, cosa que le extrañó muchísimo,
pues no era la fiesta del patrón, ni estaba
siquiera cerca. Habían levantado artísticos
arcos de ramaje, algunas ventanas lucían colgaduras,
y los músicos del pueblo, una docena
de mozos que Damián había dejado muy
pequeños, esperaban a la entrada del lugar
dispuestos a tocar a una señal convenida.
Aunque era por la tarde y el sol enviaba
sus vivos rayos a la tierra, algunos muchachos
se preparaban a disparar cohetes al propio
tiempo que empezase la música.
Al fin llegó un hombre, montado en un mal
caballo, exclamando:
-¡Ya viene! ¡ya viene!
Poco después se divisó un coche abierto,
en el que iban sentados un caballero elegantemente
vestido, llevando a su izquierda al
alcalde de aquel pueblo.
-¡Viva el gobernador! -gritó la muchedumbre
que esperaba ansiosa cerca del primer
arco.
Y aquel grito se extinguió bien pronto,
apagado por la música de los instrumentos,
que tocaban un precioso pasa-calle.
Se lanzaron al aire los primeros cohetes, a
los que siguieron atronadoras bombas; las
mujeres arrojaron flores al carruaje, y el gobernador,
conmovido, saludaba a derecha e
izquierda con afecto.
-¡Pues si es Cosme! -exclamó Damián-. ¡No
se da poco tono! ¡En coche y todo, como si
fuera un personaje!
Poco después averiguó que el pobre galleguito
que muchos años antes salió del lugar
con él, volvía siendo gobernador de la provincia.
Fue presentado a Cosme, que le recibió con
cariño, pero sin la familiaridad que Damián
hubiera deseado.
-¿Qué te haces? -preguntó el gobernador a
su antiguo compañero.
-Pues, nada -contestó el otro-; no he tenido
suerte; al paso que V. E….
Y no pudo menos de sonreírse al dar este
tratamiento al que fue su amigo de la infancia.
-Pienso comprar aquí unas tierras –
prosiguió Cosme-…, hacer una granja… Si
quieres…
-¿Ser su administrador?
-No; te dejaré que guardes las vacas.
-¡Quién había de decir -exclamó con amargura
Damián-, que los dos galleguitos que
echaron a volar en un día tendrían al regresar
a su tierra tan diversa suerte!
-Es que hay muchas maneras de volar -dijo
el gobernador-; vuela el insecto, que se detiene
en lo más inmundo, y el águila, que se
eleva a la mayor altura. Tú nunca quisiste ser
nada, y lo has lo grado.
El pueblo seguía aclamándole; Damián se
separó de él, murmurando mientras se alejaba:
-Me parece que me ha llamado mosca…
¡Ah, si no fuera porque le necesito!…