Dijo un día Júpiter: “Comparezcan a
los pies de mi trono los seres todos que pueblan
el mundo. Si en su naturaleza encuentran
alguna falta, díganlo sin empacho: yo
pondré remedio. Venid, señor Mono, hablad
primero; razón tenéis para este privilegio.
Ved los demás animales; comparad sus perfecciones
con las vuestras: ¿estáis contento?
-¿Por qué no? ¿No tengo cuatro pies, lo mismo
que lo demás? No puedo quejarme de mi
estampa; no soy como el Oso, que parece
medio esbozado nada más.” Llegaba, en esto,
el Oso, y creyeron todos que iban a oír largas
lamentaciones. Nada de eso; se alabó mucho
de su buena figura; y se extendió en comentarios
sobre el Elefante, diciendo que no sería
malo alargarle la cola y recortarle las orejas;
y que tenía un corpachón informe y feo.
El Elefante, a su vez, a pesar de la fama
que goza de sesudo, dijo cosas parecidas:
opinó que la señora Ballena era demasiado
corpulenta. La Hormiga, por lo contrario,
tachó al pulgón de diminuto.
Júpiter, al ver cómo se criticaban unos a
otros, los despidió a todos, satisfecho de
ellos. Pero entre los más desjuiciados, se dio
a conocer nuestra humana especie. Linces
para atisbar los flacos de nuestros semejantes;
topos para los nuestros, nos lo dispensamos
todo, y a los demás nada. El Hacedor
Supremo nos dio a todos los hombres , tanto
los de antaño como los de ogaño, un par de
alforjas: la de atrás para los defectos propios;
la de adelante para los ajenos.