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Una Historia

En el jardín florecían todos los manzanos; se
habían apresurado a echar flores antes de tener
hojas verdes; todos los patitos estaban en la era,
y el gato con ellos, relamiéndose el resplandor
del sol, relamiéndoselo de su propia pata. Y si
uno dirigía la mirada a los campos, veía lucir el
trigo con un verde precioso, y todo era trinar y
piar de mil pajarillos, como si se celebrase una
gran fiesta; y de verdad lo era, pues había
llegado el domingo. Tocaban las campanas, y
las gentes, vestidas con sus mejores prendas, se
encaminaban a la iglesia, tan orondas y
satisfechas. Sí, en todo se reflejaba la alegría;
era un día tan tibio y tan magnífico, que bien
podía decirse:
– Verdaderamente, Dios Nuestro Señor es de
una bondad infinita para con sus criaturas.
En el interior de la iglesia, el pastor, desde el
púlpito, hablaba, sin embargo, con voz muy
recia y airada; se lamentaba de que todos los
hombres fueran unos descreídos y los
amenazaba con el castigo divino, pues cuando
los malos mueren, van al infierno, a quemarse
eternamente; y decía además que su gusano no
moriría, ni su fuego se apagaría nunca, y que
jamás encontrarían la paz y el reposo. ¡Daba
pavor oírlo, y se expresaba, además, con tanta
convicción…! Describía a los feligreses el
infierno como una cueva apestosa, donde
confluye toda la inmundicia del mundo; allí no
hay más aire que el de la llama ardiente del
azufre, ni suelo tampoco: todos se hundirían
continuamente, en eterno silencio. Era horrible
oír todo aquello, pero el párroco lo decía con
toda su alma, y todos los presentes se sentían
sobrecogidos de espanto. Y, sin embargo, allá
fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol
enviaba su calor, y cada florecilla parecía decir:
«Dios es infinitamente bueno para todos
nosotros». Sí, allá fuera las cosas eran muy
distintas de como las pintaba el párroco.
Al anochecer, a la hora de acostarse, el pastor
observó que su esposa permanecía callada y
pensativa.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó.
– Me pasa… -respondió ella-, pues me pasa que
no puedo concretar mis pensamientos, que no
comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas
personas impías y que han de ser condenadas al
fuego eterno. ¡Eterno…! ¡Ay, qué largo es esto!
Yo no soy sino una pobre pecadora, y, sin
embargo, no tendría valor para condenar al
fuego eterno ni siquiera al más perverso de los
pecadores. ¡Cómo podría, pues, hacerlo Dios
Nuestro Señor, que es infinitamente bueno y
sabe que el mal viene de fuera y de dentro! No,
no puedo creerlo, por más que tú lo digas.
Había llegado el otoño, y las hojas caían de los
árboles; el grave y severo párroco estaba
sentado a la cabecera de una moribunda: un
alma creyente y piadosa iba a cerrar los ojos;
era su propia esposa.
– …Si alguien merece descanso en la tumba y
gracia ante Dios, ésa eres tú -dijo el pastor. Le
cruzó las manos sobre el pecho y rezó una
oración para la difunta.
La mujer fue conducida a su sepultura. Dos
gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de
aquel hombre grave. En la casa parroquial
reinaban el silencio y la soledad: el sol del
hogar se había apagado; ella se había ido.
Era de noche; un viento frío azotó la cabeza del
clérigo. Abrió los ojos y le pareció como si la
luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era
así. Pero junto a su cama estaba de pie una
figura humana: el espíritu de su esposa difunta,
que lo miraba con expresión afligida, como si
quisiera decirle algo.
El párroco se incorporó en el lecho y extendió
hacia ella los brazos:
– ¿Tampoco tú gozas del eterno descanso? ¿Es
posible que sufras, tú, la mejor y la más
piadosa?
La muerta bajó la cabeza en signo afirmativo y
se puso la mano en el pecho.
– ¿Podría yo procurarte el reposo en la
sepultura?
– Si -llegó a sus oídos.
– ¿De qué manera?
– Dame un cabello, un solo cabello de la cabeza
de un pecador cuyo fuego jamás haya de
extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de
condenar a las penas eternas del infierno.
– ¡Oh, será fácil salvarte, mujer pura y piadosa!
-exclamó él.
– ¡Sígueme, pues! -contestó la muerta-. Así nos
ha sido concedido. Volarás a mi lado allá donde
quiera llevarte tu pensamiento; invisibles a los
hombres, penetraremos en sus rincones más
secretos, pero deberás señalarme con mano
segura al condenado a las penas eternas, y
tendrás que haberlo encontrado antes de que
cante el gallo.
En un instante, como llevados por el
pensamiento, estuvieron en la gran ciudad, y en
las paredes de las casas vieron escritas en letras
de fuego los nombres de los pecados mortales:
orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria, en
resumen, el iris de siete colores de las culpas
capitales.
– Sí, ahí dentro, como ya pensaba y sabía -dijo
el párroco- moran los destinados al fuego eterno
-. Y se encontraron frente a un portal
magníficamente iluminado, de anchas escaleras
adornadas con alfombras y flores; y de los
bulliciosos salones llegaban los sones de música
de baile. El portero lucía librea de seda y
terciopelo y empuñaba un bastón con
incrustaciones de plata.
– ¡Nuestro baile compite con los del Palacio
Real! – dijo, dirigiéndose a la muchedumbre
estacionada en la calle. En su rostro y en su
porte entero se reflejaba un solo pensamiento:
«¡Pobre gentuza que miráis desde fuera, para mí
todos sois canalla despreciable!».
– ¡Orgullo! -dijo la muerta-. ¿Lo ves?
– ¿Ese? -contestó el párroco-. Pero ése no es
más que un loco, un necio; ¿cómo ha de ser
condenado a las penas eternas?
– ¡No más que un loco! -resonó por toda la casa
del orgullo. Todos en ella lo eran.
Entraron volando al interior de las cuatro
paredes desnudas del avariento. Escuálido como
un esqueleto, tiritando de frío, hambriento y
sediento, el viejo se aferraba al dinero con toda
su alma. Lo vieron saltar de su mísero lecho,
como presa de la fiebre, y apartar una piedra
suelta de la pared. Allí había monedas de oro
metidas en un viejo calcetín. Lo vieron cómo
palpaba su chaqueta androjosa, donde tenía
cosidas más monedas, y sus dedos húmedos
temblaban.
– ¡Está enfermo! Es puro desvarío, una triste
demencia envuelta en angustia y pesadillas.
Se alejaron rápidamente, y muy pronto se
encontraron en el dormitorio de la cárcel,
donde, en una larga hilera de camastros,
dormían los reclusos. Uno de ellos despertó, y,
como un animal salvaje, lanzó un grito horrible,
dando con el codo huesudo en el costado del
compañero, el cual, volviéndose, exclamó
medio dormido:
– ¡Cállate la boca, so bruto, y duerme! ¡Todas
las noches haces lo mismo!
– ¡Todas las noches! -repitió el otro- …¡Sí, todas
las noches se presenta y lanza alaridos y me
atormenta! En un momento de ira hice tal y cual
cosa; nací con malos instintos, y ellos me han
llevado aquí por segunda vez; pero obré mal y
sufro mi merecido. Una sola cosa no he
confesado. Cuando salí de aquí la última vez, al
pasar por delante de la finca de mi antiguo amo,
se encendió en mí el odio. Froté un fósforo
contra la pared, el fuego prendió en el tejado de
paja y las llamas lo devoraron todo. Me pasó el
arrebato, como suele ocurrirme, y ayudé a
salvar el ganado y los enseres. Ningún ser vivo
murió abrasado, excepto una bandada de
palomas que cayeron al fuego, y el perro
mastín, en el que no había pensado. Se le oía
aullar entre las llamas… y sus aullidos siguen
lastimándome los oídos cuando me echo a
dormir; y cuando ya duermo, viene el perro,
enorme e hirsuto, y se echa sobre mí aullando y
oprimiéndome, atormentándome… ¡Escucha lo
que te cuento, pues! Tú puedes roncar, roncar
toda la noche, mientras yo no puedo dormir un
cuarto de hora -. Y en un arrebato de furor, pego
a su campanero un puñetazo en la cara.
– ¡Ese Mads se ha vuelto loco otra vez! -gritaron
en torno; los demás presos se lanzaron contra él,
y, tras dura lucha, le doblaron el cuerpo hasta
meterle la cabeza entre las piernas, atándolo
luego tan reciamente, que la sangre casi le
brotaba de los ojos y de todos los poros.
– ¡Vais a matarlo, infeliz! -gritó el párroco, y al
extender su mano protectora hacia aquel
pecador que tanto sufría, cambió bruscamente la
escena.
Volaron a través de ricos salones y de modestos
cuartos; la lujuria, la envidia y todos los demás
pecados capitales desfilaron ante ellos; un ángel
del divino tribunal daba lectura a sus culpas y a
su defensa; cierto que ello contaba poco ante
Dios, pues Dios lee en los corazones, lo sabe
todo, lo malo que viene de dentro y de fuera; Él,
que es la misma gracia y el amor mismo. La
mano del pastor temblaba, no se atrevía a
alargarla para arrancar un cabello de la cabeza
de un pecador. Y las lágrimas manaban de sus
ojos como el agua de la gracia y del amor, que
extinguen el fuego eterno del infierno.
En esto cantó el gallo.
– ¡Dios misericordioso! ¡Concédele paz en la
tumba, la paz que yo no pude darle!
– ¡Gozo de ella, ya! -exclamó la muerta-. Lo que
me ha hecho venir a ti han sido tus palabras
duras, tu sombría fe en Dios y en sus criaturas.
¡Aprende a conocer a los hombres! Aun en los
malos palpita una parte de Dios, una parte que
apagará y vencerá las llamas de infierno.
El sacerdote sintió un beso en sus labios; había
luz a su alrededor: el sol radiante de Nuestro
Señor entraba en la habitación, donde su esposa,
dulce y amorosa, acababa de despertarlo de un
sueño que Dios le había enviado.

Sopa de Palillo de Morcilla

1. – Sopa de palillo de morcilla
* ¡Vaya comida la de ayer! – comentaba una
vieja dama de la familia ratonil dirigiéndose a
otra que no había participado en el banquete -.
Yo ocupé el puesto vigésimo-primero
empezando a contar por el anciano rey de los
ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a
los platos, puedo asegurarte que el menú fue
estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino,
vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de
todo.
Fue como si comiéramos dos veces. Todo el
mundo estaba de buen humor, y se contaron
muchos chistes y ocurrencias, como se hace en
las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de
nada, aparte los palillos de las morcillas, y por
eso dieron tema a la conversación. Imagínate
que hubo quien afirmó que podía prepararse
sopa con un palillo de morcilla. Desde luego
que todos conocíamos esta sopa de oídas, como
también la de guijarros, pero nadie la había
probado, y mucho menos preparado. Se
pronunció un brindis muy ingenioso en honor
de su inventor, diciendo que merecía ser el rey
de los pobres. ¿Verdad que es una buena
ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió
elevar al rango de esposa y reina a la doncella
del mundo ratonil que mejor supiese
condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó
señalado para dentro de un año.
– ¡No estaría mal! – opinó la otra rata -. Pero,
¿cómo se prepara la sopa?
– Eso es, ¿cómo se prepara? – preguntaron todas
las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas
habrían querido ser reinas, pero ninguna se
sentía con ánimos de afrontar las penalidades de
un viaje al extranjero para aprender la receta, y,
sin embargo, era imprescindible. Abandonar a
su familia y los escondrijos familiares no está al
alcance de cualquiera. En el extranjero no todos
los días se encuentra corteza de queso y de
tocino; uno se expone a pasar hambre, sin
hablar del peligro de que se te meriende un
gato.
Estas ideas fueron seguramente las que
disuadieron a la mayoría de partir en busca de la
receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres,
pero de casa humilde, se decidieron a
emprender el viaje.
Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar
quién tenía mejor suerte. Cada una se procuró
un palillo de morcilla, para no olvidarse del
objeto de su expedición; sería su báculo de
caminante.
Iniciaron el viaje el primero de mayo, y
regresaron en la misma fecha del año siguiente.
Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se
sabía, no había dado noticias de sí, y había
llegado ya el día de la prueba.
– ¡No puede haber dicha completa! – dijo el rey
de los ratones; y dio orden de que se invitase a
todos los que residían a muchas millas a la
redonda. Como lugar de reunión se fijó la
cocina. Las tres ratitas expedicionarias se
situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente,
se dispuso un palillo de morcilla envuelto en
crespón negro. Nadie debía expresar su opinión
hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey
dispuesto lo que procedía.
Vamos a ver lo que ocurrió.
2. De lo que había visto y aprendido la primera
ratita en el curso de su viaje
– Cuando salí por esos mundos de Dios – dijo la
viajera – iba creída, como tantas de mi edad, que
llevaba en mí toda la ciencia del universo. ¡Qué
ilusión! Hace falta un buen año, y algún día de
propina, para aprender todo lo que es menester.
Yo me fui al mar y embarqué en un buque que
puso rumbo Norte. Me habían dicho que en el
mar conviene que el cocinero sepa cómo salir
de apuros; pero no es cosa fácil, cuando todo
está atiborrado de hojas de tocino, toneladas de
cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo
de rey, pero de preparar la famosa sopa ni
hablar. Navegamos durante muchos días y
noches; a veces el barco se balanceaba
peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre
la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando
al fin llegamos a puerto, abandoné el buque;
estábamos muy al Norte.
Produce una rara sensación eso de marcharse de
los escondrijos donde hemos nacido, embarcar
en un buque que viene a ser como un nuevo
escondrijo, y luego, de repente, hallarte a
centenares de millas y en un país desconocido.
Había allí bosques impenetrables de pinos y
abedules, que despedían un olor intenso,
desagradable para mis narices. De las hierbas
silvestres se desprendía un aroma tan fuerte, que
hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras
que no. Había grandes lagos, cuyas aguas
parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero
que vistas desde cierta distancia eran negras
como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al
principio los tomé por espuma, tal era la
suavidad con que se movían en la superficie;
pero después los vi volar y andar; sólo entonces
me di cuenta de lo que eran. Por cierto que
cuando andan no pueden negar su parentesco
con los gansos. Yo me junté a los de mi especie,
los ratones de bosque y de campo, que, por lo
demás, son de una ignorancia espantosa,
especialmente en lo que a economía doméstica
se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de
mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con
palillos de morcilla resultó para ellos una idea
tan inaudita, que la noticia se esparció por el
bosque como un reguero de pólvora; pero todos
coincidieron en que el problema no tenía
solución. Jamás hubiera yo pensado que
precisamente allí, y aquella misma noche,
tuviese que ser iniciada en la preparación del
plato. Era el solsticio de verano; por eso,
decían, el bosque exhalaba aquel olor tan
intenso, y eran tan aromáticas las hierbas, los
lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros,
con los blancos cisnes en su superficie. A la
orilla del bosque, entre tres o cuatro casas,
habían clavado una percha tan alta como un
mástil, y de su cima colgaban guirnaldas y
cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y
mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en
quién cantaría mejor al son del violín del
músico. La fiesta duró toda la noche, desde la
puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan
intensa casi como la luz del día, pero yo no
tomé parte. ¿De qué le vendría a un ratoncito
participar en un baile en el bosque? Permanecí
muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo
muy prieto mi palillo. La luna iluminaba
principalmente un lugar en el que crecía un
árbol recubierto de musgo, tan fino, que me
atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de
nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de
los ojos.
De pronto llegaron, a paso de marcha, unos
lindísimos y diminutos personajes, que apenas
pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos,
pero mejor proporcionados. Llamábanse elfos y
llevaban vestidos primorosos, confeccionados
con pétalos de flores, con adornos de alas de
moscas y mosquitos, todos de muy buen ver.
Parecía como si anduviesen buscando algo, no
sabía yo qué, hasta que algunos se me
acercaron. El más distinguido señaló hacia mi
palillo y dijo:
«¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien
tallado! ¡Es espléndido!», y contemplaba mi
palillo con verdadero arrobo.
«Os lo prestaré, pero tenéis que devolvérmelo»,
les dije.
«¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una;
lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron
al lugar donde el musgo era más fino, y
clavaron el palillo en el suelo. Querían también
tener su árbol de mayo, y aquél resultaba como
hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron;
¡parecía nuevo!.
Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de
oro y lo adornaron con ondeantes velos y
banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal
inmaculada blancura a los rayos lunares, que me
dolían los ojos al mirarlos. Tomaron colores de
las alas de la mariposa, y los espolvorearon
sobre las telarañas, que quedaron cubiertas
como de flores y diamantes maravillosos, tanto,
que yo no reconocía ya mi palillo de morcilla.
En todo el mundo no se habrá visto un árbol de
mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó
la verdadera sociedad de los elfos; iban
completamente desnudos, y aquello era lo mejor
de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta,
aunque desde cierta distancia, porque yo era
demasiado grandota.
Empezó la música. Era como si sonasen
millares de campanitas de cristal, con sonido
lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que
cantaban, y parecióme distinguir también las
voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue
como si el bosque entero se sumase al
concierto; era un conjunto de voces infantiles,
sonido de campanas y canto de pájaros.
Cantaban melodías bellísimas, y todos aquellos
sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era
un verdadero concierto de campanillas y, sin
embargo, allí no había nada más que mi palillo
de morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen
encerrarse en él tantas cosas; pero todo depende
de las manos a que va uno a parar. Me
emocioné de veras; lloré de pura alegría, como
sólo un ratoncillo es capaz de llorar.
La noche resultó demasiado corta, pero allí
arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho.
Al alba se levantó una ligera brisa; rizóse la
superficie del agua de los lagos, y todos los
delicados y ondeantes velos y banderas volaron
por los aires. Las balanceantes glorietas de tela
de araña, los puentes colgantes y balaustradas, o
como quiera que se llamen, tendidos de hoja a
hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos
volvieron a traerme el palillo y me preguntaron
si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer.
Entonces les pedí que me explicasen la manera
de preparar la sopa de palillo de morcilla.
«Ya habrás visto cómo hacemos las cosas – dijo
el más distinguido, riéndose -. ¿A que apenas
reconocías tu palillo?».
«¡La verdad es que sois muy listos!», respondí,
y a continuación les expliqué, sin más
preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi
tierra esperaban de él.
«¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y
todo nuestro poderoso imperio – dije – con que
yo haya presenciado estas maravillas? No podré
reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved,
ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa. Y
aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para
la sobremesa, cuando la gente está ya harta».
Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos
en el cáliz de una morada violeta y me dijo:
«Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de
vuelta a tu país y en el palacio de tu rey, toca
con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán
violetas y se enroscarán a lo largo de todo el
palo, aunque sea en lo más riguroso del
invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo
nuestro y aún algo más por añadidura».
Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel
«algo más», la ratita tocó con el palillo el pecho
del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido
ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas,
que el Soberano ordenó a los ratones que
estaban más cerca del fuego, que metiesen en él
sus rabos para provocar cierto olor a
chamusquina, pues el de las violetas resultaba
irresistible. No era éste precisamente el perfume
preferido de la especie ratonil.
– Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que
mencionaste? – preguntó el rey de los ratones.
– Ahora viene lo que pudiéramos llamar el
efecto principal – respondió la ratita – y
haciendo girar el palillo, desaparecieron todas
las flores y quedó la varilla desnuda, que
entonces se empezó a mover a guisa de batuta.
«Las violetas son para el olfato, la vista y el
tacto – dijo el elfo -; pero tendremos que darte
también algo para el oído y el gusto».
Y la ratita se puso a marcar el compás, y
empezó a oírse una música, pero no como la
que había sonado en la fiesta de los elfos del
bosque, sino como la que se suele oír en las
cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de
repente; era como si el viento silbara por las
chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila
aporreaba los calderos de latón, y de pronto
todo quedó en silencio. Oyóse el canto del
puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no
sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía
la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se
preocupaba de la otra, como si cada cual
estuviese distraída con sus pensamientos. La
ratita seguía agitando la batuta con fuerza
creciente, las ollas espumeaban, borboteaban,
rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea.
¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la
propia ratita perdió el palo!
– ¡Vaya receta complicada! – exclamó el rey -.
¿Tardará mucho en estar preparada la sopa?
– Eso fue todo – respondió la ratita con una
reverencia.
– ¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que
decirnos la segunda – dijo el rey.
3. – De lo que contó la otra ratita
– Nací en la biblioteca del castillo – comenzó la
segunda ratita -. Ni yo ni otros varios miembros
de mi familia tuvimos jamás la suerte de entrar
en un comedor, y no digamos ya en una
despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he
visto una cocina. En la biblioteca pasábamos
hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio
adquirimos no pocos conocimientos. Llegónos
el rumor de la recompensa ofrecida por la
preparación de una sopa de palillos de morcilla,
y ante la noticia, mi vieja abuela sacó un
manuscrito. No es que supiera leer, pero había
oído a alguien leerlo en voz alta, y le había
chocado esta observación: «Cuando se es poeta,
se sabe preparar sopa con palillos de morcilla».
Me preguntó si yo era poetisa; díjele yo que ni
por asomo, y entonces ella me aconsejó que
procurase llegar a serlo. Me informé de lo que
hacía falta para ello, pues descubrirlo por mis
propios medios se me antojaba tan difícil como
guisar la sopa. Pero mi abuela había asistido a
muchas conferencias, y enseguida me respondió
que se necesitaban tres condiciones:
inteligencia, fantasía y sentimiento. «Si logras
hacerte con estas tres cosas – añadió – serás
poetisa y saldrás adelante con tu palillo de
morcilla». Así, me lancé por esos mundos hacia
Poniente, para llegar a ser poetisa.
La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal
para todas las cosas: las otras dos condiciones
no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante
todo, en busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve
a las hormigas y serás sabio; así dijo un día un
gran rey de los judíos. Lo sabía también por la
biblioteca, y ya no descansé hasta que hube
encontrado un gran nido de hormigas. Me puse
al acecho, dispuesta a adquirir la sabiduría.

Pegaojos

En todo el mundo no hay quien sepa tantos
cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los que sabe!
Al anochecer, cuando los niños están aún
sentados a la mesa o en su escabel, viene un
duende llamado Pegaojos; sube la escalera
quedito, quedito, pues va descalzo, sólo en
calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y,
¡chitón!, vierte en los ojos de los pequeñuelos
leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero
siempre bastante para que no puedan tener los
ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por
detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace
quedar dormidos. Pero no les duele, pues
Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que
se estén quietecitos, y para ello lo mejor es
aguardar a que estén acostados. Deben estarse
quietos y callados, para que él pueda contarles
sus cuentos.
Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos
se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un
traje de seda, pero es imposible decir de qué
color, pues tiene destellos verdes, rojos y
azules, según como se vuelva. Y lleva dos
paraguas, uno debajo de cada brazo.
Uno de estos paraguas está bordado con bellas
imágenes, y lo abre sobre los niños buenos;
entonces ellos durante toda la noche sueñan los
cuentos más deliciosos; el otro no tiene
estampas, y lo despliega sobre los niños
traviesos, los cuales se duermen como
marmotas y por la mañana se despiertan sin
haber tenido ningún sueño.
Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las
noches de una semana, a un muchachito que se
llamaba Federico, para contarle sus cuentos.
Son siete, pues siete son los días de la semana.
Lunes
* Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico
estuvo acostado-, verás cómo arreglo todo esto.
Y todas las flores de las macetas se convirtieron
en altos árboles, que extendieron las largas
ramas por debajo del techo y por las paredes, de
modo que toda la habitación parecía una
maravillosa glorieta de follaje; las ramas
estaban cuajadas de flores, y cada flor era más
bella que una rosa y exhalaba un aroma
delicioso; y si te daba por comerla, sabía más
dulce que mermelada.
Había frutas que relucían como oro, y no
faltaban pasteles llenos de pasas. ¡Un
espectáculo inolvidable! Pero al mismo tiempo
salían unas lamentaciones terribles del cajón de
la mesa, que guardaba los libros escolares de
Federico.
– ¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y,
dirigiéndose a la mesa, abrió el cajón. Algo se
agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era
una cifra equivocada que se había deslizado en
la operación de aritmética, y todo andaba
revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba a
hacerse pedazos. El pizarrín todo era saltar y
brincar atado a la cinta, como si fuese un
perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo
lograba. Pero lo peor era el cuaderno de
escritura. ¡Qué de lamentos y quejas! Partían el
alma. De arriba abajo, en cada página, se
sucedían las letras mayúsculas, cada una con
una minúscula al lado; servían de modelo, y a
continuación venían unos garabatos que
pretendían parecérseles y eran obra de Federico;
estaban como caídas sobre las líneas que debían
servirles para tenerse en pie.
– Mirad, os tenéis que poner así -decía la
muestra-. ¿Veis? Así, inclinadas, con un trazo
vigoroso.
– ¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! –
gimoteaban las letras de Federico-. Pero no
podemos; ¡somos tan raquíticas!
– Entonces os voy a dar un poco de aceite de
hígado de bacalao -dijo Pegaojos.
– ¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se
enderezaron que era un primor.- Pues ahora no
hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que
conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos! –
. Y siguió ejercitando a las letras, hasta que
estuvieron esbeltas y perfectas como la propia
muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos
se hubo marchado, Federico las miró y vio que
seguían tan raquíticas como la víspera.
Martes
No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos,
con su jeringa encarnada, roció los muebles de
la habitación, y enseguida se pusieron a charlar
todos a la vez, cada uno hablando de sí mismo.
Sólo callaba la escupidera, que, muda en su
rincón se indignaba al ver la vanidad de los
otros, que no sabían pensar ni hablar más que de
sus propias personas, sin ninguna consideración
a ella, que se estaba tan modesta en su esquina,
dejando que todo el mundo le escupiera.
Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro
en un marco dorado; representaba un paisaje, y
en él se veían viejos y corpulentos árboles, y
flores entre la hierba, y un gran río que fluía por
el bosque, pasando ante muchos castillos para
verterse, finalmente, en el mar encrespado.
Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica,
y los pájaros empezaron a cantar; las ramas, a
moverse, y las nubes, a desfilar, según podía
verse por las sombras que proyectaban sobre el
paisaje.
Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el
nivel del marco y lo puso de pie sobre el
cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba
por entre el ramaje de los árboles. Echó a correr
hacia el río y subió a una barquita; estaba
pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba
como plata, y seis cisnes, todos con coronas de
oro en torno al cuello y una radiante estrella
azul en la cabeza, arrastraban la embarcación a
lo largo de la verde selva; los árboles hablaban
de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos
silfos enanos y de lo que les habían contado las
mariposas.
Peces magníficos, de escamas de oro y plata,
nadaban junto al bote, saltando de vez en
cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo,
mientras innúmeras aves rojas y azules, grandes
y chicas, lo seguían volando en largas filas, y
los mosquitos danzaban, y los abejorros no
paraban de zumbar: «¡Bum, bum!». Todos
querían seguir a Federico, y todos tenían una
historia que contarle.
¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era
espeso y oscuro, como se abría en un
maravilloso jardín, bañado de sol y cuajado de
flores. Había vastos palacios de cristal y
mármol con princesas en sus terrazas, y todas
eran niñas a quienes Federico conocía y con las
cuales había jugado. Todas le alargaban la mano
y le ofrecían pastelillos de mazapán, mucho
mejores que los que vendía la mujer de los
pasteles. Federico agarraba el dulce por un
extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro,
y así, al avanzar la barquita se quedaban cada
uno con una parte: ella, la más pequeña;
Federico, la mayor. Y en cada palacio había
príncipes de centinela que, sables al hombro,
repartían pasas y soldaditos de plomo.
¡Bien se veía que eran príncipes de veras!
El barquito navegaba ora por entre el bosque,
ora a través de espaciosos salones o por el
centro de una ciudad; y pasó también por la
ciudad de su nodriza, la que lo había llevado en
brazos cuando él era muy pequeñín y lo había
querido tanto; y he aquí que la buena mujer le
hizo señas con la cabeza y le cantó aquella
bonita canción que había compuesto y enviado
a Federico:
¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,
Mi dulce Federico, jamás te olvido!
Besé mil veces tu boquita sonriente,
Tus párpados suaves y tu blanca frente.
Oí de tus labios la palabra primera
Y hube de separarme de tu vera.
¡Bendígate Dios en toda ocasión,
Ángel que llevé contra mi corazón!
Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores
bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles
inclinaban, complacidos, las copas, como si
también a ellos les contase historias Pegaojos.

Los Zapatos Rojos

Érase una vez una niña muy linda y delicada,
pero tan pobre, que en verano andaba siempre
descalza, y en invierno tenía que llevar unos
grandes zuecos, por lo que los piececitos se le
ponían tan encarnados, que daba lástima.
En el centro del pueblo habitaba una anciana,
viuda de un zapatero. Tenía unas viejas tiras de
paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor que
supo, un par de zapatillas. Eran bastante
patosas, pero la mujer había puesto en ellas toda
su buena intención. Serían para la niña, que se
llamaba Karen.
Le dieron los zapatos rojos el mismo día en que
enterraron a su madre; aquel día los estrenó. No
eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía otros,
y calzada con ellos acompañó el humilde
féretro.
Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una
señora anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió
compasión y dijo al señor cura:
– Dadme la niña, yo la criaré.
Karen creyó que todo aquello era efecto de los
zapatos colorados, pero la dama dijo que eran
horribles y los tiró al fuego. La niña recibió
vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La
gente decía que era linda; sólo el espejo decía:
– Eres más que linda, eres hermosa.
Un día la Reina hizo un viaje por el país,
acompañada de su hijita, que era una princesa.
La gente afluyó al palacio, y Karen también. La
princesita salió al balcón para que todos
pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido
blanco, pero nada de cola ni de corona de oro.
En cambio, llevaba unos magníficos zapatos
rojos, de tafilete, mucho más hermosos, desde
luego, que los que la viuda del zapatero había
confeccionado para Karen. No hay en el mundo
cosa que pueda compararse a unos zapatos
rojos.
Llegó la niña a la edad en que debía recibir la
confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y
también habían de comprarle nuevos zapatos. El
mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de
su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas
con zapatos y botas preciosos y relucientes.
Todos eran hermosísimos, pero la anciana
señora, que apenas veía, no encontraba ningún
placer en la elección. Había entre ellos un par
de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la
princesa: ¡qué preciosos! Además, el zapatero
dijo que los había confeccionado para la hija de
un conde, pero luego no se habían adaptado a su
pie.
– ¿Son de charol, no? -preguntó la señora-.
¡Cómo brillan!
– ¿Verdad que brillan? – dijo Karen; y como le
sentaban bien, se los compraron; pero la anciana
ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo
sabido jamás habría permitido que la niña fuese
a la confirmación con zapatos colorados. Pero
fue.
Todo el mundo le miraba los pies, y cuando,
después de avanzar por la iglesia, llegó a la
puerta del coro, le pareció como si hasta las
antiguas estatuas de las sepulturas, las imágenes
de los monjes y las religiosas, con sus cuellos
tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los
ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo
la niña pensando mientras el obispo, poniéndole
la mano sobre la cabeza, le habló del santo
bautismo, de su alianza con Dios y de que desde
aquel momento debía ser una cristiana
consciente. El órgano tocó solemnemente,
resonaron las voces melodiosas de los niños, y
cantó también el viejo maestro; pero Karen sólo
pensaba en sus magníficos zapatos.
Por la tarde se enteró la anciana señora -alguien
se lo dijo- de que los zapatos eran colorados, y
declaró que aquello era feo y contrario a la
modestia; y dispuso que, en adelante, Karen
debería llevar zapatos negros para ir a la iglesia,
aunque fueran viejos.
El siguiente domingo era de comunión. Karen
miró sus zapatos negros, luego contempló los
rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los
puso.
Brillaba un sol magnífico. Karen y la señora
anciana avanzaban por la acera del mercado de
granos; había un poco de polvo.
En la puerta de la iglesia se había apostado un
viejo soldado con una muleta y una larguísima
barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja
del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a
la dama si quería que le limpiase los zapatos.
Karen presentó también su piececito.
– ¡Caramba, qué preciosos zapatos de baile! –
exclamó el hombre-. Ajustad bien cuando
bailéis – y con la mano dio un golpe a la suela.
La dama entregó una limosna al soldado y
penetró en la iglesia con Karen.
Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la
niña, y las imágenes también; y cuando ella,
arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el
cáliz de oro, estaba pensando en sus zapatos
colorados y le pareció como si nadaran en el
cáliz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar
el padrenuestro.
Salieron los fieles de la iglesia, y la señora
subió a su coche. Karen levantó el pie para subir
a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al
carruaje, exclamó: – ¡Vaya preciosos zapatos de
baile! -. Y la niña no pudo resistir la tentación
de marcar unos pasos de danza; y he aquí que
no bien hubo empezado, sus piernas siguieron
bailando por sí solas, como si los zapatos
hubiesen adquirido algún poder sobre ellos.
Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia,
sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que
correr tras ella y llevarla en brazos al coche;
pero los pies seguían bailando y pisaron
fuertemente a la buena anciana. Por fin la niña
se pudo descalzar, y las piernas se quedaron
quietas.
Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en
un armario; pero Karen no podía resistir la
tentación de contemplarlos.
Enfermó la señora, y dijeron que ya no se
curaría. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie
estaba más obligado a hacerlo que Karen. Pero
en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha
había sido invitada. Miró a la señora, que estaba
enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se
dijo que no cometía ningún pecado. Se los calzó
– ¿qué había en ello de malo? – y luego se fue al
baile y se puso a bailar.
Pero cuando quería ir hacia la derecha, los
zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si
quería dirigirse sala arriba, la obligaban a
hacerlo sala abajo; y así se vio forzada a bajar
las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta
de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder
detenerse, llegó al oscuro bosque.
Vio brillar una luz entre los árboles y pensó que
era la luna, pues parecía una cara; pero resultó
ser el viejo soldado de la barba roja, que
haciéndole un signo con la cabeza, le dijo:
– ¡Vaya hermosos zapatos de baile!
Se asustó la muchacha y trató de quitarse los
zapatos para tirarlos; pero estaban
ajustadísimos, y, aun cuando consiguió
arrancarse las medias, los zapatos no salieron;
estaban soldados a los pies. Y hubo
de seguir bailando por campos y prados, bajo la
lluvia y al sol, de noche y de día. ¡De noche,
especialmente, era horrible!