Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las
golondrinas cuando el invierno llega a nosotros,
vivía un rey que tenía once hijos y una hija
llamada Elisa. Los once hermanos eran
príncipes; llevaban una estrella en el pecho y
sable al cinto para ir a la escuela; escribían con
pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y
aprendían de memoria con la misma facilidad
con que leían; en seguida se notaba que eran
príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un
escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de
estampas que había costado lo que valía la
mitad del reino.
¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima
que aquella felicidad no pudiese durar siempre.
Su padre, Rey de todo el país, casó con una
reina perversa, que odiaba a los pobres niños.
Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta.
Fue el caso, que había gran gala en todo el
palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»;
pero en vez de recibir pasteles y manzanas
asadas como se suele en tales ocasiones, la
nueva Reina no les dio más que arena en una
taza de té, diciéndoles que imaginaran que era
otra cosa.
A la semana siguiente mandó a Elisa al campo,
a vivir con unos labradores, y antes de mucho
tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas
malas de los príncipes, que éste acabó por
desentenderse de ellos.
– ¡A volar por el mundo y apañaros por vuestra
cuenta! -exclamó un día la perversa mujer-; ¡a
volar como grandes aves sin voz!-. Pero no
pudo llegar al extremo de maldad que habría
querido; los niños se transformaron en once
hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño
grito emprendieron el vuelo por las ventanas de
palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron
en el bosque.
Era aún de madrugada cuando pasaron por el
lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en
el cuarto de los campesinos; y aunque
describieron varios círculos sobre el tejado,
estiraron los largos cuellos y estuvieron
aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los
vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta
las nubes, por esos mundos de Dios, y se
dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que
se extendía hasta la misma orilla del mar.
La pobre Elisita seguía en el cuarto de los
labradores jugando con una hoja verde, único
juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero,
miró el sol a su través y parecióle como si viera
los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez
que los rayos del sol le daban en la cara, creía
sentir el calor de sus besos.
Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando
el viento soplaba por entre los grandes setos de
rosales plantados delante de la casa, susurraba a
las rosas:
– ¿Qué puede haber más hermoso que vosotras?
-. Pero las rosas meneaban la cabeza y
respondían: – Elisa es más hermosa -. Cuando la
vieja de la casa, sentada los domingos en el
umbral, leía su devocionario, el viento le volvía
las hojas, y preguntaba al libro: – ¿Quién puede
ser más piadoso que tú? – Elisa es más piadosa –
replicaba el devocionario; y lo que decían las
rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel
libro no podía mentir.
Habían convenido en que la niña regresaría a
palacio cuando cumpliese los quince años; pero
al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor
y odio, y la habría transformado en cisne, como
a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a
hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a
su hija.
Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al
cuarto de baile, que era todo él de mármol y
estaba adornado con espléndidos almohadones
y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y
dijo al primero:
– Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en
el baño, para que se vuelva estúpida como tú.
Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que
se vuelva como tú de fea, y su padre no la
reconozca -. Y al tercero: – Siéntate sobre su
corazón e infúndele malos sentimientos, para
que sufra -. Echó luego los sapos al agua clara,
que inmediatamente se tiñó de verde, y,
llamando a Elisa, la desnudó, mandándole
entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos
se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el
tercero en el pecho, sin que la niña pareciera
notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas
flores de adormidera aparecieron flotando en el
agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y
habían sido besados por la bruja; de lo
contrario, se habrían transformado en rosas
encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en
flores, por el solo hecho de haber estado sobre
la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la
cual era, demasiado buena e inocente para que
los hechizos tuviesen acción sobre ella.
Al verlo la malvada Reina, frotóla con jugo de
nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte
pardo negruzco; untóle luego la cara con una
pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era
imposible reconocer a la hermosa Elisa.
Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no
era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro
mastín y las golondrinas; pero eran pobres
animales cuya opinión no contaba.
La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus
once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de
palacio, y durante todo el día estuvo vagando
por campos y eriales, adentrándose en el bosque
inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se
sentía acongojada y anhelante de encontrar a
sus hermanos, que a buen seguro andarían
también vagando por el amplio mundo. Hizo el
propósito de buscarlos.
Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo
de noche; la doncella había perdido el camino.
Tendióse sobre el blando musgo, y, rezadas sus
oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre
un tronco de árbol. Reinaba un silencio
absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el
musgo que la rodeaban lucían las verdes
lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando
tocaba con la mano una de las ramas, los
insectos luminosos caían al suelo como estrellas
fugaces.
Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos.
De nuevo los veía de niños, jugando,
escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de
diamante y contemplando el maravilloso libro
de estampas que había costado medio reino;
pero no escribían en el tablero, como antes,
ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que
habían realizado y todas las cosas que habían
visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida,
los pájaros cantaban, y las personas salían de las
páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos;
pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al
interior, para que no se produjesen confusiones
en el texto.
Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el
horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos
árboles formaban un techo de espesas ramas;
pero los rayos jugueteaban allá fuera como un
ondeante velo de oro. El campo esparcía sus
aromas, y las avecillas venían a posarse casi en
sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues
fluían en aquellos alrededores muchas y
caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un
lago de límpido fondo arenoso. Había, si,
matorrales muy espesos, pero en un punto los
ciervos habían hecho una ancha abertura, y por
ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina,
que, de no haber agitado el viento las ramas y
matas, la muchacha habría podido pensar que
estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad
con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas
por el sol como las que se hallaban en la
sombra.
Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto,
tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo
frotado los ojos y la frente con la mano mojada,
volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó
y metióse en el agua pura; en el mundo entero
no se habría encontrado una princesa tan
hermosa como ella.
Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello,
se dirigió a la fuente borboteante, bebió del
hueco de la mano y prosiguió su marcha por el
bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba
en sus hermanos y en Dios misericordioso, que
seguramente no la abandonaría: El hacía crecer
las manzanas silvestres para alimentar a los
hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos
árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso
del fruto. Comió de él, y, después de colocar
apoyos para las ramas, adentróse en la parte
más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio
tan profundo, que la muchacha oía el rumor de
sus propios pasos y el de las hojas secas, que se
doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro:
ni un rayo de sol se filtraba por entre las
corpulentas y densas ramas de los árboles,
cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de
otros, que, al mirar la doncella a lo alto,
parecíale verse rodeada por un enrejado de
vigas. Era una soledad como nunca había
conocido.
La noche siguiente fue muy oscura; ni una
diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella
se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la
impresión de que se apartaban las ramas
extendidas encima de su cabeza y que Dios
Nuestro Señor la miraba con ojos bondadosos,
mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban
por entre sus brazos.
Al despertarse por la mañana, no sabía si había
soñado o si todo aquello había sido realidad.
Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja
que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio
unas cuantas, y Elisa le preguntó si por
casualidad había visto a los once príncipes
cabalgando por el bosque. – No -respondió la
vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de
oro en la cabeza, que iban río abajo.
Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a
cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles
de sus orillas extendían sus largas y frondosas
ramas al encuentro unas de otras, y allí donde
no se alcanzaban por su crecimiento natural, las
raíces salían al exterior y formaban un
entretejido por encima del agua.
Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen
del río, hasta el punto en que éste se vertía en el
gran mar abierto.
Frente a la doncella se extendía el soberbio
océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni
un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las
innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas
y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro,
piedra, todo lo acumulado allí había sido
moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho
más blanda que su mano. «La ola se mueve
incesantemente y así alisa las cosas duras; pues
yo seré tan incansable como ella. Gracias por
vuestra lección, olas claras y saltarinas; algún
día, me lo dice el corazón, me llevaréis al lado
de mis hermanos queridos».
Entre las algas arrojadas por el mar a la playa
yacían once blancas plumas de cisne, que la
niña recogió, haciendo un haz con ellas.
Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o
lágrimas, ¿quién sabe?. Se hallaba sola en la
orilla, pero no sentía la soledad, pues el mar
cambiaba constantemente; en unas horas se
transformaba más veces que los lagos en todo
un año. Si avanzaba una gran nube negra, el
mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo
ponerme!». Luego soplaba viento, y las olas
volvían al exterior su parte blanca. Pero si las
nubes eran de color rojo y los vientos dormían,
el mar podía compararse con un pétalo de rosa;
era ya verde, ya blanco, aunque por mucha
calma que en él reinara, en la orilla siempre se
percibía un leve movimiento; el agua se
levantaba débilmente, como el pecho de un niño
dormido.
A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban
volando once cisnes salvajes coronados de oro;
iban alineados, uno tras otro, formando una
larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se
escondió detrás de un matorral; los cisnes se
posaron muy cerca de ella, agitando las grandes
alas blancas.
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Los Chanclos de la Suerte
1. – Cómo empezó la cosa
En una casa de Copenhague, en la calle del
Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se
celebraba una gran reunión, a la que asistían
muchos invitados. No hay más remedio que
hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la
vida de sociedad, y así otro día lo invitan a uno.
La mitad de los contertulios estaban ya sentados
a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba
el resultado del «¿Qué vamos a hacer ahora?»
de la señora de la casa. En ésas estaban, y la
tertulia seguía adelante del mejor modo posible.
Entre otros temas, la conversación recayó sobre
la Edad Media. Algunos la consideraban mucho
más interesante que nuestra época. Knapp, el
consejero de Justicia, defendía con tanto celo
este punto de vista, que la señora de la casa se
puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron
a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el
almanaque, en el que, después de comparar los
tiempos antiguos y los modernos, terminaba
concediendo la ventaja a nuestra época. El
consejero afirmaba que el tiempo del rey danés
Hans había sido el más bello y feliz de todos.
Mientras se discute este tema, interrumpido sólo
un momento por la llegada de un periódico que
no trae nada digno de ser leído, entrémonos
nosotros en el vestíbulo, donde estaban
guardados los abrigos, bastones, paraguas y
chanclos. En él estaban sentadas dos mujeres,
una de ellas joven, vieja la otra. Habría podido
pensarse que su misión era acampanar a su
señora, una vieja solterona o tal vez una viuda;
pero observándolas más atentamente, uno se
daba cuenta de que no eran criadas ordinarias;
tenían las manos demasiado finas, su porte y
actitud eran demasiado majestuosos – pues eran,
en efecto, personas reales -, y el corte de sus
vestidos revelaba una audacia muy personal.
Eran, ni más ni menos, dos hadas; la más joven,
aunque no era la Felicidad en persona, sí era, en
cambio, una camarera de una de sus damas de
honor, las encargadas de distribuir los favores
menos valiosos de la suerte. La más vieja
parecía un tanto sombría, era la Preocupación.
Sus asuntos los cuida siempre personalmente;
así está segura de que se han llevado a término
de la manera debida.
Las dos hadas se estaban contando mutuamente
sus andanzas de aquel día. La mensajera de la
Suerte sólo había hecho unos encargos de poca
monta: preservado un sombrero nuevo de un
chaparrón, procurado a un señor honorable un
saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le
quedaba por hacer algo que se salía de lo
corriente.
– Tengo que decirle aún -prosiguió- que hoy es
mi cumpleaños, y para celebrarlo me han
confiado un par de chanclos para que los
entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la
propiedad de transportar en el acto, a quien los
calce, al lugar y la época en que más le gustaría
vivir. Todo deseo que guarde relación con el
tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al
acto, y así el hombre encuentra finalmente la
felicidad en este mundo.
– Eso crees tú -replicó la Preocupación-. El
hombre que haga uso de esa facultad será muy
desgraciado, y bendecirá el instante en que
pueda quitarse los chanclos.
– ¿Por qué dices eso? -respondió la otra-. Mira,
voy a dejarlos en el umbral; alguien se los
pondrá equivocadamente y verás lo feliz que
será.
Ésta fue la conversación.
2. – Qué tal le fue al consejero
Se había hecho ya tarde. El consejero de
Justicia, absorto en su panegírico de la época
del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de
despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus
chanclos, se calzase los de la suerte y saliese
con ellos a la calle del Este; pero la fuerza
mágica del calzado lo trasladó al tiempo del rey
Hans, y por eso se metió de pies en la porquería
y el barro, pues en aquellos tiempos las calles
no estaban empedradas.
– ¡Es espantoso cómo está de sucia esta calle! –
exclamó el Consejero-. Han quitado la acera, y
todos los faroles están apagados.
La luna estaba aún baja sobre el horizonte, y el
aire era además bastante denso, por lo que todos
los objetos se confundían en la oscuridad. En la
primera esquina brillaba una lamparilla debajo
de una imagen de la Virgen, pero la luz que
arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta
que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en
la estampa pintada en que se representaba a la
Virgen con el Niño.
«Debe anunciar una colección de arte, y se
habrán olvidado de quitar el cartel», pensó.
Pasaron por su lado varias personas vestidas
con el traje de aquella época.
«¡Vaya fachas! Saldrán de algún baile de
máscaras».
De pronto resonaron tambores y pífanos y
brillaron antorchas. El Consejero se detuvo,
sorprendido, y vio pasar una extraña comitiva.
A la cabeza marchaba una sección de tambores
aporreando reciamente sus instrumentos;
seguíanles alabarderos con arcos y ballestas. El
más distinguido de toda la tropa era un
sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntó
qué significaba todo aquello y quién era aquel
hombre.
– Es el obispo de Zelanda -le respondieron.
«¡Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al
obispo?», suspiró nuestro hombre, meneando la
cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el
obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba,
siguió el Consejero por la calle del Este y la
plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar
con el puente que lleva a la plaza de Palacio.
Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos
individuos sentados en una barca.
– ¿Desea el señor que le pasemos a la isla? –
preguntaron.
– ¿Pasar a la isla? -respondió el Consejero,
ignorante aún de la época en que se encontraba-
. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del
Mercado.
Los individuos lo miraron sin decir nada.
– Decidme sólo dónde está el puente -prosiguió-
. Es vergonzoso que no estén encendidos los
faroles; y, además, hay tanto barro que no
parece sino que camine uno por un cenagal.
A medida que hablaba con los barqueros, se le
hacían más y más incomprensibles.
– No entiendo vuestra jerga -dijo, finalmente,
volviéndoles la espalda. No lograba dar con el
puente, y ni siquiera había barandilla. «¡Esto es
una vergüenza de dejadez!», dijo. Nunca le
había parecido su época más miserable que
aquella noche. «Creo que lo mejor será tomar
un coche», pensó; pero, ¿coches me has dicho?
No se veía ninguno. «Tendré que volver al
Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los
hay; de otro modo, nunca llegaré a
Christianshafen».
Volvió a la calle del Este, y casi la había
recorrido toda cuando salió la luna.
«¡Dios mío, qué esperpento han levantado
aquí!», exclamó al distinguir la puerta del Este,
que en aquellos tiempos se hallaba en el
extremo de la calle.
Entretanto encontró un portalito, por el que
salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino
una extensa explanada cubierta de hierba, con
algunos matorrales, atravesada por una ancha
corriente de agua. Varias míseras barracas de
madera, habitadas por marineros de Halland, de
quienes venía el nombre de Punta de Halland,
se levantaban en la orilla opuesta.
«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy
borracho -suspiró el Consejero-. ¿Qué diablos
es eso?».
Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al
entrar de nuevo en la calle observó las casas con
más detención; la mayoría eran de entramado de
madera, y muchas tenían tejado de paja.
«¡No, yo no estoy bien! -exclamó-, y, sin
embargo, sólo he tomado un vaso de ponche;
cierto que es una bebida que siempre se me
sube a la cabeza. Además, fue una gran
equivocación servirnos ponche con salmón
caliente; se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si
volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería
ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya
acostados».
Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado.
«¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle
del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas
viejas, míseras y semiderruidas, como si
estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy
enfermo! Pero de nada sirve hacerse
imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del
Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin
embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda,
estoy enfermo!».
Empujó una puerta entornada, a la que llegaba
la luz por una rendija. Era una posada de los
viejos tiempos, una especie de cervecería. La
sala presentaba el aspecto de una taberna del
Holstein; cierto número de personas, marinos,
burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos,
estaban enfrascados en animadas charlas sobre
sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta
del forastero.
– Usted perdone -dijo el Consejero a la
posadera, que se adelantó a su encuentro-. Me
siento muy indispuesto. ¿No podría usted
proporcionarme un coche que me llevase a
Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo
la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua
alemana. Nuestro consejero, pensando que no
conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán.
Aquello, añadido a la indumentaria del
forastero, afirmó en la tabernera la creencia de
que trataba con un extranjero; comprendió, sin
embargo, que no se encontraba bien, y le trajo
un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto
a agua de mar, a pesar que era del pozo de la
calle.
El Consejero, apoyando la cabeza en la mano,
respiró profundamente y se puso a cavilar sobre
todas las cosas raras que le rodeaban.
– ¿Es éste «El Día» de esta tarde? -preguntó,
sólo por decir, algo, viendo que la mujer
apartaba una gran hoja de papel.
Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la
hoja, que era un grabado en madera que
representaba un fenómeno atmosférico visto en
Colonia.
– Es un grabado muy antiguo -exclamó el
Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro-
. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo
documento? Es de un interés enorme, aunque
sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos
fenómenos lumínicos son auroras boreales, y
probablemente son efectos de la electricidad
atmosférica.
Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír
sus palabras lo miraron con asombro; uno se
levantó, y, quitándose respetuosamente el
sombrero, le dijo muy serio:
– Seguramente sois un hombre de gran
erudición, Monsieur.
– ¡Oh, no! -respondió el Consejero-. Sólo sé
hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo
conoce.
– La modestia es una hermosa virtud -observó el
otro- Por lo demás, debo contestar a vuestro
discurso: mihi secus videtur; pero dejo en
suspenso mi juicio.
– ¿Tendríais la bondad de decirme con quién
tengo el honor de hablar? -preguntó el
Consejero.
– Soy bachiller en Sagradas Escrituras –
respondió el hombre.
Aquella respuesta bastó al magistrado; el título
se correspondía con el traje. «Seguramente –
pensó- se trata de algún viejo maestro de
pueblo, un original de ésos que uno encuentra
con frecuencia en Jutlandia».
– Aunque esto no es en realidad un locus
docendi – rosiguió el hombre-, os ruego que os
dignéis hablar. Indudablemente habéis leído
mucho sobre la Antigüedad.
– Desde luego -contestó el Consejero-. Me gusta
leer escritos antiguos y útiles, pero también soy
aficionado a las cosas modernas, con excepción
de esas historias triviales, tan abundantes en
verdad.
– ¿Historias triviales? -preguntó el bachiller.
– Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan
corrientes.
– ¡Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin
embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la
Corte. El Rey gusta de modo particular de la
novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian,
con el rey Artús y los Caballeros de la Tabla
Redonda; se ha reído no poco con sus altos
dignatarios.
– Pues yo no la he leído -dijo el Consejero-.
Debe de ser alguna edición recientísima de
Heiberg.
– No -rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino
de Godofredo de Gehmen.
– Ya. ¿Así, éste es el autor? -preguntó el
magistrado-. Es un nombre antiquísimo; así se
llama el primer impresor que hubo en
Dinamarca, ¿verdad?
– Sí, es nuestro primer impresor -asintió el
hombre.
Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego,
uno de los buenos burgueses se puso a hablar de
la grave peste que se había declarado algunos
años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el
Consejero creyó que se trataba de la epidemia
de cólera, con lo cual la conversación prosiguió
como sobre ruedas. La guerra de los piratas de
1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los
corsarios ingleses habían capturado barcos en la
rada, dijeron; y el Consejero, que había vivido
los acontecimientos de 1801, se sumó a los
vituperios contra los ingleses. El resto de la
charla, en cambio, ya no discurrió tan
llanamente, y en más de un momento pusieron
los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller
resultaba demasiado ignorante, y las
manifestaciones más simples del magistrado le
sonaban a atrevidas y exageradas. Se
consideraban mutuamente de reojo, y cuando
las cosas se ponían demasiado tirantes, el
bachiller hablaba en latín con la esperanza de
ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en
limpio.
– ¿Qué tal se siente? -preguntó la posadera
tirando de la manga al Consejero. Entonces éste
volvió a la realidad; en el calor de la discusión
había olvidado por completo lo que antes le
ocurriera.
– ¡Dios mío! pero, ¿dónde estoy? -preguntó,
sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
– ¡Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel
y cerveza de Brema -pidió uno de los presentes-
, y vos beberéis con nosotros.
Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con
una cofia bicolor; sirvieron la bebida y
saludaron con una inclinación. Al Consejero le
pareció que un extraño frío le recorría el
espinazo.
– ¿Pero qué es esto, qué es esto? -repetía; pero
no tuvo más remedio que beber con ellos, los
cuales se apoderaron del buen señor. Estaba
completamente desconcertado, y al decir uno
que estaba borracho, no lo puso en duda, y se
limitó a pedirles que le procurasen un coche.
Entonces pensaron los otros que hablaba en
moscovita.
Nunca se había encontrado en una compañía tan
ruda y tan ordinaria. «¡Es para pensar que el
país ha vuelto al paganismo -dijo para sí-. Estoy
pasando el momento más horrible de mi vida».
De repente le vino la idea de meterse debajo de
la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas.
Así lo hizo, pero cuando ya estaba en la salida,
los otros se dieron cuenta de su propósito, lo
agarraron por los pies y se quedaron con los
chanclos en la mano… afortunadamente para él,
pues al quitarle los chanclos cesó el hechizo.
El Consejero vio entonces ante él un farol
encendido, y detrás, un gran edificio; todo le
resultaba ya conocido y familiar; era la calle del
Este, tal como nosotros la conocemos. Se
encontró tendido en el suelo con las piernas
contra una puerta, frente al dormido vigilante
nocturno.
«¡Dios bendito! ¿Es posible que haya estado
tendido en plena calle y soñando? -dijo-. ¡Sí,
ésta es la calle del Este! ¡Qué bonita, qué clara
y pintoresca! ¡Es terrible el efecto de un vaso de
ponche!».
Dos minutos más tarde se hallaba en un coche
de punto, que lo conducía a Christianshafen;
pensaba en las angustias sufridas y daba gracias
de todo corazón a la dichosa realidad de nuestra
época, que, con todos sus defectos, es
infinitamente mejor que la que acababa de
dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia
era muy discreto al pensar de este modo.
Lo que hace el Padre bien hecho está
Voy a contaros ahora una historia que oí cuando
era muy niño, y cada vez que me acuerdo de
ella me parece más bonita. Con las historias
ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a
medida que pasan los años, y esto es muy
alentador.
Algunas veces habrás salido a la campiña y
habrás visto una casa de campo, con un tejado
de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el
remate del tejado no puede faltar un nido de
cigüeñas. Las paredes son torcidas; las
ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse
una. El horno sobresale como una pequeña
barriga abultada, y el saúco se inclina sobre el
seto, cerca del cual hay una charca con un pato
o unos cuantos patitos bajo el achaparrado
sauce. Tampoco, falta el mastín, que ladra a
toda alma viviente.
Pues en una casa como la que te he descrito
vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino
con su mujer. No poseían casi nada, y, sin
embargo, tenían una cosa superflua: un caballo,
que solía pacer en los ribazos de los caminos. El
padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y
los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban
con otros servicios; desde luego, habría sido
más ventajoso para ellos vender el animal o
trocarlo por algo que les reportase mayor
beneficio. Pero, ¿por qué lo podían cambiar?.
– Tú verás mejor lo que nos conviene -dijo la
mujer-. Precisamente hoy es día de mercado en
el pueblo. Vete allí con el caballo y que te den
dinero por él, o haz un buen intercambio. Lo
que haces, siempre está bien hecho. Vete al
mercado.
Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues
esto ella lo hacía mejor, y le puso también una
corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien;
cepillóle el sombrero con la palma de la mano,
le dio un beso, y el hombre se puso alegremente
en camino montado en el caballo que debía
vender o trocar. «El viejo entiende de esas cosas
-pensaba la mujer-. Nadie lo hará mejor que él».
El sol quemaba, y ni una nubecilla empañaba el
azul del cielo. El camino estaba polvoriento,
animado por numerosos individuos que se
dirigían al mercado, en carro, a caballo o a pie.
El calor era intenso, y en toda la extensión del
camino no se descubría ni un puntito de sombra.
Nuestro amigo se encontró con un paisano que
conducía una vaca, todo lo bien parecida que
una vaca puede ser. «De seguro que da buena
leche -pensó-. Tal vez sería un buen cambio».
– ¡Oye tú, el de la vaca! -dijo-. ¿Y si hiciéramos
un trato? Ya sé que un caballo es más caro que
una vaca; pero me da igual. De una vaca sacaría
yo más beneficio. ¿Quieres que cambiemos?
– Muy bien -dijo el hombre de la vaca; y
trocaron los animales.
Cerrado el trato; nada impedía a nuestro
campesino volverse a casa, puesto que el objeto
del viaje quedaba cumplido. Pero su intención
primera había sido ir a la feria, y decidió
llegarse a ella, aunque sólo fuera para echar un
vistazo. Así continuó el hombre conduciendo la
vaca. Caminaba ligero, y el animal también, por
lo que no tardaron en alcanzar a un individuo
con una oveja. Era un buen ejemplar, gordo y
con un buen «toisón».
«¡Esa oveja sí que me gustaría! -pensó el
campesino-. En nuestros ribazos nunca le
faltaría hierba, y en invierno podríamos tenerla
en casa. Yo creo que nos conviene más
mantener una oveja que una vaca».
– ¡Amigo! -dijo al otro-, ¿quieres que
cambiemos?.
El propietario de la oveja no se lo hizo repetir;
efectuaron el cambio, y el labrador prosiguió su
camino, muy contento con su oveja. Mas he
aquí que, viniendo por un sendero que cruzaba
la carretera, vio a un hombre que llevaba una
gorda oca bajo el brazo.
– ¡Caramba! ¡Vaya oca cebada que traes! -le
dijo-. ¡Qué cantidad de grasa y de pluma! No
estaría mal en nuestra charca, atada de un cabo.
La vieja podría echarle los restos de comida.
Cuántas veces le he oído decir: ¡Ay, si
tuviésemos una oca! Pues ésta es la ocasión.
¿Quieres cambiar? Te daré la oveja por la oca, y
muchas gracias encima.
El otro aceptó, no faltaba más; hicieron el
cambio, y el campesino se quedó con la oca.
Estaba ya cerca de la ciudad, y el bullicio de la
carretera iba en aumento; era un hormiguero de
personas y animales, que llenaban el camino y
hasta la cuneta. Llegaron al fin al campo de
patatas del portazguero. Éste tenía una gallina
atada para que no se escapara, asustada por el
ruido. Era una gallina derrabada, bizca y de
bonito aspecto. «Cluc, cluc», gritaba. No sé lo
que ella quería significar con su cacareo, el
hecho es que el campesino pensó al verla: «Es
la gallina más hermosa que he visto en mi vida;
es mejor que la clueca del señor rector; me
gustaría tenerla. Una gallina es el animal más
fácil de criar; siempre encuentra un granito de
trigo; puede decirse que se mantiene ella sola.
Creo sería un buen negocio cambiarla por la
oca».
– ¿Y si cambiáramos? -preguntó.
– ¿Cambiar? -dijo el otro-. Por mí no hay
inconveniente y aceptó la proposición. El
portazguero se quedó con la oca, y el
campesino, con la gallina.
La verdad es que había aprovechado bien el
tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte,
arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado;
un trago de aguardiente y un bocadillo le
vendrían de perlas. Como se encontrara delante
de la posada, entró en ella en el preciso
momento en que salía el mozo, cargado con un
saco lleno a rebosar.
– ¿Qué llevas ahí? -preguntó el campesino.
– Manzanas podridas -respondió el mozo-; un
saco lleno para los cerdos.
– ¡Qué hermosura de manzanas! ¡Cómo gozaría
la vieja si las viera! El año pasado el manzano
del corral sólo dio una manzana; hubo que
guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta que
se pudrió. Esto es signo de prosperidad, decía la
abuela. ¡Menuda prosperidad tendría con todo
esto! Quisiera darle este gusto.
– ¿Cuánto me dais por ellas? -preguntó el
hombre.
– ¿Cuánto os doy? Os las cambio por la gallina –
y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las
manzanas. Entró en la posada y se fue directo al
mostrador. El saco lo dejó arrimado a la estufa,
sin reparar en que estaba encendida. En la sala
había mucha gente forastera, tratante de
caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses,
los cuales, como todo el mundo sabe, son tan
ricos, que los bolsillos les revientan de monedas
de oro. Y lo que más les gusta es hacer
apuestas. Escucha si no.
«¡Chuf, chuf!» ¿Qué ruido era aquél que llegaba
de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse.
– ¿Qué pasa ahí?
No tardó en propagarse la historia del caballo
que había sido trocado por una vaca y,
descendiendo progresivamente, se había
convertido en un saco de manzanas podridas.
– Espera a llegar a casa, verás cómo la vieja te
recibe a puñadas -dijeron los ingleses.
– Besos me dará, que no puñadas -replicó el
campesino-. La abuela va a decir: «Lo que hace
el padre, bien hecho está».
– ¿Hacemos una apuesta? -propusieron los
ingleses-. Te apostamos todo el oro que quieras:
onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal.
– Con una fanega me contento -contestó el
campesino-. Pero sólo puedo jugar una fanega
de manzanas, y yo y la abuela por añadidura.
Creo que es medida colmada. ¿Qué pensáis de
ello?
– Conforme -exclamaron los ingleses-. Trato
hecho.
Engancharon el carro del ventero, subieron a él
los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco
de manzanas, y se pusieron en camino. No
tardaron en llegar a la casita.
– ¡Buenas noches, madrecita!
– ¡Buenas noches, padrecito!
– He hecho un buen negocio con el caballo.
– ¡Ya lo decía yo; tú entiendes de eso! -dijo la
mujer, abrazándolo, sin reparar en el saco ni en
los forasteros.
– He cambiado el caballo por una vaca.
– ¡Dios sea loado! ¡La de leche que vamos a
tener! Por fin volveremos a ver en la mesa
mantequilla y queso. ¡Buen negocio!
– Sí, pero luego cambié la vaca por una oveja.
– ¡Ah! ¡Esto está aún mejor! -exclamó la mujer-.
Tú siempre piensas en todo. Hierba para una
oveja tenemos de sobra. No nos faltará ahora
leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun
batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da;
pierde el pelo. Eres una perla de marido.
– Pero es que después cambié la oveja por una
oca.
– Así tendremos una oca por San Martín,
padrecito. ¡Sólo piensas en darme gustos! ¡Qué
idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la
hierba, y ¡lo que engordará hasta San Martín!
– Es que he cambiado la oca por una gallina –
prosiguió el hombre.
– ¿Una gallina? ¡Éste sí que es un buen negocio!
-exclamó la mujer-. La gallina pondrá huevos,
los incubará, tendremos polluelos y todo un
gallinero. ¡Es lo que yo más deseaba!
– Sí, pero es que luego cambié la gallina por un
saco de manzanas podridas.
– ¡Ven que te dé un beso! -exclamó la mujer,
fuera de sí de contento-. ¡Gracias, marido mío!
¿Quieres que te cuente lo que me ha ocurrido?
En cuanto te hubiste marchado, me puse a
pensar qué comida podría prepararte para la
vuelta; se me ocurrió que lo mejor sería tortilla
de puerros. Los huevos los tenía, pero me
faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del
maestro. Sé de cierto que tienen puerros, pero
ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedí que
me prestase unos pocos. «¿Prestar? -me
respondió-. No tenemos nada en el huerto, ni
una mala manzana podrida. Ni una manzana
puedo prestaros». Pues ahora yo puedo prestarle
diez, ¡qué digo! todo un saco. ¡qué gusto,
padrecito! -. Y le dio otro beso.
– Magnífico -dijeron los ingleses-. ¡Siempre
para abajo y siempre contenta! Esto no se paga
con dinero -. Y pagaron el quintal de monedas
de oro al campesino, que recibía besos en vez
de puñadas.
Sí, señor, siempre se sale ganando cuando la
mujer no se cansa de declarar que el padre
entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho
está.
Ésta es la historia que oí de niño. Ahora tú la
sabes también, y no lo olvides: lo que el padre
hace, bien hecho está.
Las Cigüeñas
Sobre el tejado de la casa más apartada de una
aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña
madre estaba posada en él, junto a sus cuatro
polluelos, que asomaban las cabezas con sus
piquitos negros, pues no se habían teñido aún de
rojo. A poca distancia, sobre el vértice del
tejado, permanecía el padre, erguido y tieso;
tenía una pata recogida, para que no pudieran
decir que el montar la guardia no resultaba
fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal
era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi
mujer tenga una centinela junto al nido –
pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido.
Seguramente pensará todo el mundo que me
han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha
distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de
chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la
presencia de las cigüeñas, el más atrevido
rompió a cantar, acompañado luego por toda la
tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
– ¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron
los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a
chamuscar.
– No os preocupéis -los tranquilizó la madre-.
No les hagáis caso, dejadlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro,
mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas
burlándose; sólo uno de los muchachos, que se
llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse
de aquellos animales, y se negó a tomar parte en
el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía
tranquilizando a sus pequeños:
– No os apuréis -les decía-, mirad qué tranquilo
está vuestro padre, sosteniéndose sobre una
pata.
– ¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los
pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron
nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se
pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.
– ¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? –
preguntaron los polluelos.
– ¡No, claro que no! -dijo la madre-.
Aprenderéis a volar, pues yo os enseñaré; luego
nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Veréis
como se inclinan ante nosotras en el agua
cantando: «¡coax, coax!»; y nos las
zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
– ¿Y después? -preguntaron los pequeños.
– Después nos reuniremos todas las cigüeñas de
estos contornos y comenzarán los ejercicios de
otoño. Hay que saber volar muy bien para
entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el
que no sepa hacerlo como Dios manda, será
muerto a picotazos por el general. Así que es
cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción
empiece.
– Pero después nos van a ensartar, como decían
los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
– ¡Es a mí a quien debéis atender y no a ellos! –
regañóles la madre cigüeña-. Cuando se hayan
terminado los grandes ejercicios de otoño,
emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas,
lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y
bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas
triangulares de piedra terminadas en punta, que
se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y
son mucho más viejas de lo que una cigüeña
puede imaginar. También hay un río, que se sale
del cauce y convierte todo el país en un cenagal.
Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos
de ranas.
– ¡Ajá! -exclamaron los polluelos.
– ¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno
sino comer; y mientras nos damos allí tan buena
vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los
árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se
hielan, se resquebrajan y caen al suelo en
pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no
sabía explicarse mejor.
– ¿Y también esos chiquillos malos se hielan y
rompen a pedazos? -, preguntaron los polluelos.
– No, no llegan a romperse, pero poco les falta,
y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro;
vosotros, en cambio, volaréis por aquellas
tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda
todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían
crecido lo suficiente para poder incorporarse en
el nido y dominar con la mirada un buen
espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas
las mañanas provisto de sabrosas ranas,
culebrillas y otras golosinas que encontraba.
¡Eran de ver las exhibiciones con que los
obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás,
hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si
fuese una carraca y luego les contaba historias,
todas acerca del cenagal.
– Bueno, ha llegado el momento de aprender a
volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro
pollitos hubieron de salir al remate del tejado.
¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en
mantener el equilibrio con las alas, y cuán a
punto estaban de caerse- ¡Fijaos en mí! -dijo la
madre-. Debéis poner la cabeza así, y los pies
así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tenéis que
comportaros en el mundo -. Y se lanzó a un
breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un
saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se
cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
– ¡No quiero volar! -protestó uno de los
pequeños, encaramándose de nuevo al nido-.
¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
– ¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el
invierno? ¿Estás conforme con que te cojan
esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen
y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
– ¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez
al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha
destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en
el aire y mantenerse en él con las alas
inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí…!
¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de
darse prisa a poner de nuevo las alas en
movimiento. Y he aquí que otra vez se
presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez
entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvele a tu tierra!
– ¡Bajemos de una volada y saquémosles los
ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, dejadlos! –
replicó la madre-. Fijaos en mí, esto es lo
importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la
derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la
izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya
vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan
limpio y preciso, que mañana os permitiré
acompañarme al pantano. Allí conoceréis varias
familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy
simpáticas; me gustaría que mis pequeños
fuesen los más lindos de toda la concurrencia;
quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros.
Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
– ¿Y no nos vengaremos de esos rapaces
endemoniados? -preguntaron los hijos.
– Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os
remontaréis hasta las nubes y estaréis en el país
de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no
tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
– Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a
otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más
empeñado en cantar la canción de burla, y el
que había empezado con ella, era precisamente
un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá
de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que
tenía lo menos cien, pues era mucho más
corpulento que su madre y su padre. ¡Qué
sabían ellas de la edad de los niños y de las
personas mayores! Este fue el niño que ellas
eligieron como objeto de su venganza, por ser el
iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la
voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban
realmente indignadas, y cuanto más crecían,
menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su
madre hubo de prometerles que las dejaría
vengarse, pero a condición de que fuese el
último día de su permanencia en el país.
– Antes hemos de ver qué tal os portáis en las
grandes maniobras; si lo hacéis mal y el general
os traspasa el pecho de un picotazo, entonces
los chiquillos habrán tenido razón, en parte al
menos. Hemos de verlo, pues.
– ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su
aplicación. Se ejercitaban todos los días, y
volaban con tal ligereza y primor, que daba
gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron
a reunirse para emprender juntas el vuelo a las
tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el
invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras!.
Había que volar por encima de bosques y
pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo,
pues era muy largo el viaje que les esperaba.
Los pequeños se portaron tan bien, que
obtuvieron un «sobresaliente con rana y
culebra». Era la nota mejor, y la rana y la
culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
– ¡Ahora, la venganza! -dijeron.
– ¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-.
Ya he estado yo pensando en la más apropiada.
Sé donde se halla el estanque en que yacen
todos los niños chiquitines, hasta que las
cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los
padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí,
soñando cosas tan bellas como nunca mas
volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran
por tener uno de ellos, y todos los niños desean
un hermanito o una hermanita. Pues bien,
volaremos al estanque y traeremos uno para
cada uno de los chiquillos que no cantaron la
canción y se portaron bien con las cigüeñas.
– Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel
mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-,
qué hacemos con él?
– En el estanque yace un niñito muerto, que
murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para
él. Tendrá que llorar porque le habremos traído
un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro
muchachito bueno – no lo habréis olvidado, el
que dijo que era pecado burlarse de los animales
-, a aquél le llevaremos un hermanito y una
hermanita, y como el muchacho se llamaba
Pedro, todos vosotros os llamaréis también
Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las
cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen
llamándose así.