Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores,
criados e incluso los amigos eran dichosos y
alegres, pues acababa de nacer un heredero, un
hijo, y tanto la madre como el niño estaban
perfectamente.
Se había velado la luz de la lámpara que
iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas
ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas
sedas. La alfombra era gruesa y mullida como
musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a
esta tentación cedió también la enfermera, y se
quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo
andaba bien y felizmente. El espíritu protector
de la casa estaba a la cabecera de la cama;
diríase que sobre el niño, reclinado en el pecho
de la madre, se extendía una red de rutilantes
estrellas, cada una de las cuales era una perla de
la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida
habían aportado sus dones al recién nacido;
brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el
amor; en suma, todo cuanto el hombre puede
desear en la Tierra.
– Todo lo han traído – dijo el espíritu protector.
– ¡No! – oyóse una voz cercana, la del ángel
custodio del niño -. Hay un hada que no ha
traído aún su don, pero vendrá, lo traerá algún
día, aunque sea de aquí a muchos años. Falta
aún la última perla.
– ¿Falta? Aquí no puede faltar nada, y si fuese
así hay que ir en busca del hada poderosa.
¡Vamos a buscarla!
– ¡Vendrá, vendrá! Hace falta su perla para
completar la corona.
– ¿Dónde vive? ¿Dónde está su morada?
Dímelo, iré a buscar la perla.
– Tú lo quieres – dijo el ángel bueno del niño –
yo te guiaré dondequiera que sea. No tiene
residencia fija, lo mismo va al palacio del
Emperador como a la cabaña del más pobre
campesino; no pasa junto a nadie sin dejar
huella; a todos les aporta su dádiva, a unos un
mundo, a otros un juguete. Habrá de venir
también para este niño. ¿Piensas tú que no todos
los momentos son iguales? Pues bien, iremos a
buscar la perla, la última de este tesoro.
Y, cogidos de la mano, se echaron a volar hacia
el lugar donde a la sazón residía el hada.
Era una casa muy grande, con oscuros
corredores, cuartos vacíos y singularmente
silenciosa; una serie de ventanas abiertas
dejaban entrar el aire frío, cuya corriente hacía
ondear las largas cortinas blancas.
En el centro de la habitación se veía un ataúd
abierto, con el cadáver de una mujer joven aún.
Lo rodeaban gran cantidad de preciosas y
frescas rosas, de tal modo que sólo quedaban
visibles las finas manos enlazadas y el rostro
transfigurado por la muerte, en el que se
expresaba la noble y sublime gravedad de la
entrega a Dios.
Junto al féretro estaban, de pie, el marido y los
niños, en gran número; el más pequeño, en
brazos del padre. Era el último adiós a la madre;
el esposo le besó la mano, seca ahora como hoja
caída, aquella mano que hasta poco antes había
estado laborando con diligencia y amor.
Gruesas y amargas lágrimas caían al suelo, pero
nadie pronunciaba una palabra; el silencio
encerraba allí todo un mundo de dolor. Callados
y sollozando, salieron de la habitación.
Ardía un cirio, la llama vacilaba al viento,
envolviendo el rojo y alto pabilo. Entraron
hombres extraños, que colocaron la tapa del
féretro y la sujetaron con clavos; los martillazos
resonaron por las habitaciones y pasillos de la
casa, y más fuertemente aún en los corazones
sangrantes.
– ¿Adónde me llevas? – preguntó el espíritu
protector -. Aquí no mora ningún hada cuyas
perlas formen parte de los dones mejores de la
vida.
– Pues aquí es donde está, ahora, en este
momento solemne – replicó el ángel custodio,
señalando un rincón del aposento; y allí, en el
lugar donde en vida la madre se sentara entre
flores y estampas, desde el cual, como hada
bienhechora del hogar había acogido amorosa al
marido, a los hijos y a los amigos, y desde
donde, cual un rayo de sol, había esparcido la
alegría por toda la casa, como el eje y el
corazón de la familia, en aquel rincón había
ahora una mujer extraña, vestida con un largo y
amplio ropaje: era la Aflicción, señora y madre
ahora en el puesto de la muerta. Una lágrima
ardiente rodó por su seno y se transformó en
una perla, que brillaba con todos los colores del
arco iris. Recogióla el ángel, y entonces,
adquirió el brillo de una estrella de siete
matices.
– La perla de la aflicción, la última, que no
puede faltar. Realza el brillo y el poder de las
otras. ¿Ves el resplandor del arco iris, que une
la tierra con el cielo? Con cada una de las
personas queridas que nos preceden en la
muerte, tenemos en el cielo un amigo más con
quien deseamos reunirnos. A través de la noche
terrena miramos las estrellas, la última
perfección. Contémplala, la perla de la
aflicción; en ella están las alas de Psique, que
nos levantarán de aquí.
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La Pincesa del Guisante
Érase una vez un príncipe que quería casarse
con una princesa, pero que fuese una princesa
de verdad. En su busca recorrió todo el mundo,
mas siempre había algún pero. Princesas había
muchas, mas nunca lograba asegurarse de que
lo fueran de veras; cada vez encontraba algo
que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa
muy triste, pues estaba empeñado en encontrar a
una princesa auténtica.
Una tarde estalló una terrible tempestad;
sucedíanse sin interrupción los rayos y los
truenos, y llovía a cántaros; era un tiempo
espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la
ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.
Una princesa estaba en la puerta; pero ¡santo
Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal
tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y
los vestidos, se le metía por las cañas de los
zapatos y le salía por los tacones; pero ella
afirmaba que era una princesa verdadera.
“Pronto lo sabremos”, pensó la vieja Reina, y,
sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la
cama y puso un guisante sobre la tela metálica;
luego amontonó encima veinte colchones, y
encima de éstos, otros tantos edredones.
En esta cama debía dormir la princesa.
Por la mañana le preguntaron qué tal había
descansado.
– ¡Oh, muy mal! -exclamó-. No he pegado un
ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría
en la cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el
cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!.
Entonces vieron que era una princesa de verdad,
puesto que, a pesar de los veinte colchones y los
veinte edredones, había sentido el guisante.
Nadie, sino una verdadera princesa, podía ser
tan sensible.
El príncipe la tomó por esposa, pues se había
convencido de que se casaba con una princesa
hecha y derecha; y el guisante pasó al museo,
donde puede verse todavía, si nadie se lo ha
llevado.
Esto sí que es una historia, ¿verdad?.
La Piedra Filosofal
Sin duda conoces la historia de Holger Danske.
No te la voy a contar, y sólo te preguntaré si
recuerdas que «Holger Danske conquistó la
vasta tierra de la India Oriental, hasta el término
del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol
del Sol», según narra Christen Pedersen. ¿Sabes
quién es Christen Pedersen? No importa que no
lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió al
Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de
la India. ¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso
tampoco tiene importancia, pues no ha de salir
en nuestra historia. En ella te hablamos del
árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales,
en el extremo del mundo», según creían
entonces los que no habían estudiado Geografía
como nosotros. Pero tampoco esto importa.
El árbol del Sol era un árbol magnífico, como
nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú. Su
copa abarcaba un radio de varias millas; en
realidad era todo un bosque, y cada rama, aún la
más pequeña, era como un árbol entero. Había
palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las
especies de árboles que crecen en el vasto
mundo, brotaban allí cual ramitas de las ramas
grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos,
parecían a su vez valles y montañas, y estaban
revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado
de flores. Cada rama era como un gran prado
florido o un hermosísimo jardín.
El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo
era el árbol del Sol, y en él se reunían las aves
de todos los confines del mundo: las
procedentes de las selvas vírgenes americanas,
las que venían de las rosaledas de Damasco y de
los desiertos y sabanas del África, donde el
elefante y el león creen reinar como únicos
soberanos. Venían las aves polares y también la
cigüeña y la golondrina, naturalmente. Pero no
sólo acudían las aves: el ciervo, la ardilla, el
antílope y otros mil animales veloces y
hermosos se sentían allí en su casa. La copa del
árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el
centro de donde las ramas mayores irradiaban
cual verdes colinas, levantábase un palacio de
cristal, desde cuyas ventanas se veían todos los
países del mundo. Cada torre se erguía como un
lirio, y se subía a su cima por el interior del
tallo, en el que había una escalera. Como se
puede comprender fácilmente, las hojas venían
a ser como unos balcones a los que uno podía
asomarse, y en lo más alto de la flor había una
gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo
techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas.
No menos soberbios, aunque de otra forma,
eran los vastos salones del piso inferior del
palacio, en cuyas paredes se reflejaba el mundo
entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía,
y no hacía falta leer los periódicos, los cuales,
por otra parte, no existían. Todos los sucesos
desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared;
claro que no era posible atender a todas, pues
cada cosa tiene sus límites, valederos incluso
para el más sabio de los hombres, y el hecho es
que allí moraba el más sabio de todos. Su
nombre es tan difícil de pronunciar, que no
sabrías hacerlo aunque te empeñaras, de manera
que vamos a dejarlo. Sabía todo lo que un
hombre puede saber y todo lo que se sabrá en
esta Tierra nuestra, con todos los inventos
realizados y los que aún quedan por realizar;
pero no más, pues, como ya dijimos, todo tiene
sus límites. El sabio rey Salomón, con ser tan
sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad.
Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la
Naturaleza y sobre poderosos espíritus. La
misma Muerte tenía que presentársele cada
mañana con la lista de los destinados a morir en
el transcurso del día; pero el propio rey
Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el
pensamiento que, a menudo y con extraña
intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor
del palacio del árbol del Sol. También él, tan
superior a todos los demás humanos en
sabiduría, estaba condenado a morir. No lo
ignoraba; y sus hijos morirían asimismo; como
las hojas del bosque, caerían y se convertirían
en polvo. Como desaparecen las hojas de los
árboles y su lugar es ocupado por otras, así veía
desvanecerse el género humano, y las hojas
caídas jamás renacen; se transforman en polvo,
o en otras partes del vegetal. ¿Qué es de los
hombres cuando viene el Ángel de la Muerte?
¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se
disuelve, y el alma… sí, ¿qué es el alma? ¿Qué
será de ella? ¿Adónde va? «A la vida eterna»,
respondía, consoladora, la Religión. Pero,
¿cómo se hace el tránsito? ¿Dónde se vive y
cómo? «Allá en el cielo – contestaban las gentes
piadosas -, allí es donde vamos». «¡Allá arriba!
– repetía el sabio, levantando los ojos al sol y las
estrellas -, ¡allá arriba!» – y veía, dada la forma
esférica de la Tierra, que el arriba y el abajo
eran una sola y misma cosa, según el lugar en
que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si
subía hasta el punto culminante del Planeta, el
aire, que acá abajo vemos claro y transparente,
el «cielo luminoso» se convertía en un espacio
oscuro, negro como el carbón y tupido como un
paño, y el sol aparecía sin rayos ardientes,
mientras nuestra Tierra estaba como envuelta en
una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado
era el ojo del cuerpo! ¡Qué poco alcanzaba el
del alma! ¡Qué pobre era nuestra ciencia! El
propio sabio sabía bien poco de lo que tanto nos
importaría saber.
En la cámara secreta del palacio se guardaba el
más precioso tesoro de la tierra: «El libro de la
Verdad». Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que
todo hombre puede leer, aunque sólo a
fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan
y no dejan descifrar las palabras. En algunas
páginas la escritura se vuelve a veces tan pálida
y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto
más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el
más sabio es el que más lee. Nuestro sabio
podía además concentrar la luz de las estrellas,
la del sol, la de las fuerzas ocultas y la del
espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más
visible la escritura de las hojas. Mas en el
capítulo titulado «La vida después de la
muerte» no se distinguía ni la menor manchita.
Aquello lo acongojaba. ¿No conseguiría
encontrar acá en la Tierra una luz que le hiciese
visible lo que decía «El libro de la Verdad»?
Como el sabio rey Salomón, comprendía el
lenguaje de los animales, oía su canto y su
discurso, mas no por ello adelantaba en sus
conocimientos. Descubrió en las plantas y los
metales fuerzas capaces de alejar las
enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz
de destruirla. En todo lo que había sido creado y
él podía alcanzar, buscaba la luz capaz de
iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero
no la encontraba. Tenía abierto ante sus ojos
«El libro de la Verdad», mas las páginas
estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecía en
la Biblia la consoladora promesa de una vida
eterna, pero él se empeñaba vanamente en leer
en su propio libro.
Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede
instruirlos el padre más sabio, y una hija
hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta
desgracia apenas la sentía ella, pues su padre y
sus hermanos le hacían de ojos, y su
sentimiento íntimo le daba la seguridad
suficiente.
Nunca los hijos se habían alejado más allá de
donde se extendían las ramas de los árboles, y
menos aún la hija; todos se sentían felices en la
casa de su niñez, en el país de su infancia, en el
espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos
los niños, gustaban de oír cuentos, y su padre
les contaba muchas cosas que otros niños no
habrían comprendido; pero aquéllos eran tan
inteligentes como entre nosotros suelen ser la
mayoría de los viejos. Explicábales los cuadros
vivientes que veían en las paredes del palacio,
las acciones de los hombres y los
acontecimientos en todos los países de la Tierra,
y con frecuencia los hijos sentían deseos de
encontrarse en el lugar de los sucesos y de
participar en las grandes hazañas. Mas el padre
les decía entonces lo difícil y amarga que es la
vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían
en ella como las veían desde su maravilloso
mundo infantil. Hablábales de la Belleza, la
Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres
cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la
presión que sufrían, se transformaban en una
piedra preciosa más límpida que el diamante. Su
brillo tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y
esto era en realidad la llamada piedra filosofal.
Decíales que, del mismo modo que partiendo de
lo creado se deducía la existencia de Dios, así
también partiendo de los mismos hombres se
llegaba a la certidumbre de que aquella piedra
sería encontrada. Más no podía decirles, y esto
era cuanto sabía acerca de ella. Para otros niños,
aquella explicación hubiera sido
incomprensible, pero los suyos sí la
entendieron, y andando el tiempo es de creer
que también la entenderán los demás.
No se cansaban de preguntar a su padre acerca
de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él les
explicaba mil cosas, y les dijo también que
cuando Dios creó al hombre con limo de la
tierra, estampó en él cinco besos de fuego
salidos del corazón, férvidos besos divinos, y
ellos son lo que llamamos los cinco sentidos:
por medio de ellos vemos, sentimos y
comprendemos la Belleza, la Bondad y la
Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las
cosas, ellos son para nosotros una protección y
un estímulo. En ellos tenemos cinco
posibilidades de percepción, interiores y
exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma.
Los niños pensaron mucho en todo aquello; día
y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano
mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño, que
luego tuvo también el segundo, y después el
tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo:
que se marchaban a correr mundo y
encontraban la piedra filosofal. Como una llama
refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la
claridad del alba, regresaban, montados en sus
velocísimos corceles, al palacio paterno, a
través de los prados verdes y aterciopelados del
jardín de su patria. Y la piedra preciosa
irradiaba una luz celestial y un resplandor tan
vivo sobre las hojas del libro, que se hacía
visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la
vida de ultratumba. La hermana no soñó en irse
al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para
ella, el mundo era la casa de su padre.
– Me marcho a correr mundo – dijo el mayor -.
Tengo que probar sus azares y su modo de vida,
y alternar con los hombres. Sólo quiero lo
bueno y lo verdadero; con ellos encontraré lo
bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas.
Sus pensamientos eran audaces y grandiosos,
como suelen serlo los nuestros cuando estamos
en casa, junto a la estufa, antes de salir al
mundo y experimentar los rigores del viento y
la intemperie y las punzadas de los abrojos.
En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos
estaban muy desarrollados, tanto interior como
exteriormente, pero cada uno tenía un sentido
que superaba en perfección a los restantes. En el
mayor era el de la vista, y buen servicio le
prestaría. Tenía ojos para todas las épocas, –
decía – ojos para todos los pueblos, ojos capaces
de ver incluso en el interior de la tierra, donde
yacen los tesoros, y en el interior del corazón
humano, como si éste estuviera sólo recubierto
por una lámina de cristal; es decir, que en una
mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo
que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos
nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron
hasta la frontera occidental, y allí se les juntaron
los cisnes salvajes, que volaban hacia el
Noroeste. Él los siguió, y pronto se encontró en
el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la
cual se extiende «por Oriente hasta el confín del
mundo»..
La Pastora y el Deshollinador
¿Has visto alguna vez uno de estos armarios
muy viejos, ennegrecidos por los años,
adornados con tallas de volutas y follaje? Pues
uno así había en una sala; era una herencia de la
bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con
tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los
arabescos más raros que quepa imaginar, y entre
ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus
cornamentas. En el centro, habían tallado un
hombre de cuerpo entero; su figura era de
verdad cómica, y en su cara se dibujaba una
mueca, pues aquello no se podía llamar risa.
Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y
una luenga barba. Los niños de la casa lo
llamaban siempre el «Sargento-mayor-y-menormariscal-
de-campo-pata-de-chivo»; era un
nombre muy largo, y son bien pocos los que
ostentan semejante titulo; ¡y no debió de tener
poco trabajo, el que lo esculpió!
Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada
debajo del espejo, en la que había una linda
pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el
vestido graciosamente sujeto con una rosa
encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y
un báculo de pastor en la mano: era un primor.
A su lado había un pequeño deshollinador,
negro como el carbón, aunque asimismo de
porcelana, tan fino y pulcro como otro
cualquiera; lo de deshollinador sólo lo
representaba: el fabricante de porcelana lo
mismo hubiera podido hacer de él un príncipe,
¡qué más le daba!
He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y
unas mejillas blancas y sonrosadas como las de
la muchacha, lo cual no dejaba de ser un
contrasentido, pues un poquito de hollín le
hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la
pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al
encontrarse tan juntos, se habían enamorado.
Nada había que objetar: ambos eran de la
misma porcelana e igualmente frágiles.
A su lado había aún otra figura, tres veces
mayor que ellos: un viejo chino que podía
agachar la cabeza. Era también de porcelana, y
pretendía ser el abuelo de la zagala, aunque no
estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener
autoridad sobre ella, y, en consecuencia, había
aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición
que el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-decampo-
pata-de-chivo» le había hecho de la
mano de la pastora.
– Tendrás un marido -dijo el chino a la
muchacha- que estoy casi convencido, es de
madera de ébano; hará de ti la
«Sargenta-mayor-y-menor-mariscal-de-campopata-
de-chivo». Su armario está repleto de
objetos de plata, ¡y no digamos ya lo que deben
contener los cajones secretos!
– ¡No quiero entrar en el oscuro armario! –
protestó la pastorcilla-. He oído decir que
guarda en él once mujeres de porcelana. – En
este caso, tú serás la duodécima -replicó el
chino-. Esta noche, en cuanto cruja el viejo
armario, se celebrará la boda, ¡como yo soy
chino! -. E, inclinando la cabeza, se quedó
dormido.
La pastorcilla, llorosa, levantó los ojos al dueño
de su corazón, el deshollinador de porcelana.
– Quisiera pedirte un favor. ¿Quieres venirte
conmigo por esos mundos de Dios? Aquí no
podemos seguir.
– Yo quiero todo lo que tú quieras -respondióle
el mocito.- Vámonos enseguida, estoy seguro de
que podré sustentarte con mi trabajo.
– ¡Oh, si pudiésemos bajar de la mesa sin
contratiempo! -dijo ella-. Sólo me sentiré
contenta cuando hayamos salido a esos mundos.
Él la tranquilizó, y le enseñó cómo tenía que
colocar el piececito en las labradas esquinas y
en el dorado follaje de la pata de la mesa;
sirvióse de su escalera, y en un santiamén se
encontraron en el suelo. Pero al mirar al
armario, observaron en él una agitación; todos
los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y,
levantando la cornamenta, volvían el cuello; el
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campopata-
de-chivo» pegó un brinco y gritó al chino:
– ¡Se escapan, se escapan!
Los pobrecillos, asustados, se metieron en un
cajón que había debajo de la ventana.
Había allí tres o cuatro barajas, aunque ninguna
completa, y un teatrillo de títeres montado un
poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba
representando una función y todas las damas,
oros y corazones, tréboles y espadas, sentados
en las primeras filas, se abanicaban con sus
tulipanes; detrás quedaban las sotas, mostrando
que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas,
una arriba y otra abajo, como es costumbre en
los naipes. El argumento trataba de dos
enamorados que no podían ser el uno para el
otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo
mucho que el drama se parecía al suyo.
– ¡No puedo resistirlo! -exclamó-. ¡Tengo que
salir del cajón! -. Pero una vez volvieron a estar
en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el
viejo chino, despierto, se tambaleó con todo el
cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenía de
una sola pieza.
– ¡Que viene el viejo chino! -gritó la zagala
azorada, cayendo de rodillas.
– Se me ocurre una idea -dijo el deshollinador-.
¿Y si nos metiésemos en aquella gran jarra de la
esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si
se acerca le arrojaremos sal a los ojos.
– No serviría de nada -respondió ella-. Además,
sé que el chino y la jarra estuvieron prometidos,
y siempre queda cierta simpatía en semejantes
circunstancias. No; el único recurso es
lanzarnos al mundo.
– ¿De verdad te sientes con valor para hacerlo? –
preguntó el deshollinador-. ¿Has pensado en lo
grande que es y que nunca podremos volver a
este lugar?
– Sí -afirmó ella.
El deshollinador la miró fijamente y luego dijo:
– Mi camino pasa por la chimenea. ¿De veras te
sientes con ánimo para aventurarte en el horno y
trepar por la tubería? Saldríamos al exterior de
la chimenea; una vez allí, ya sabría yo
apañármelas. Subiremos tan arriba, que no
podrán alcanzarnos, y en la cima hay un orificio
que sale al vasto mundo.
Y la condujo a la puerta del horno.
– ¡Qué oscuridad! -exclamó ella, sin dejar de
seguir a su guía por la caja del horno y por el
tubo, oscuro como boca de lobo.
– Estamos ahora en la chimenea -explicóle él-.
Fíjate: allá arriba brilla la más hermosa de las
estrellas.
Era una estrella del cielo que les enviaba su luz,
exactamente como para mostrarles el camino. Y
ellos venga trepar y arrastrarse. ¡Horrible
camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenía,
indicándole los mejores agarraderos para apoyar
sus piececitos de porcelana. Así llegaron al
borde superior de la chimenea y se sentaron en
él, pues estaban muy cansados, y no sin razón.
Encima de ellos extendíase el cielo con todas
sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados
de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor,
hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre
pastorcilla jamás habla imaginado cosa
semejante; reclinó la cabecita en el hombro de
su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal
vehemencia que se le saltaba el oro del
cinturón.
– ¡Es demasiado! -exclamó-. No podré
soportarlo, el mundo es demasiado grande.
¡Ojalá estuviese sobre la mesa, bajo el espejo!
No seré feliz hasta que vuelva a encontrarme
allí. Te he seguido al ancho mundo; ahora
podrías devolverme al lugar de donde salimos.
Lo harás, si es verdad que me quieres.
El deshollinador le recordó prudentemente el
viejo chino y el «Sargento-mayor-y-menormariscal-
de-campo-pata-de-chivo», pero ella no
cesaba de sollozar y besar a su compañerito, el
cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus
súplicas, aun siendo una locura.
Y así bajaron de nuevo, no sin muchos
tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por
la tubería y el horno. No fue nada agradable.
Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a
la puerta para enterarse de cómo andaban las
cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio;
miraron al interior y… ¡Dios mío!, el viejo chino
yacía en el suelo. Se había caído de la mesa
cuando trató de perseguirlos, y se rompió en
tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y
la cabeza, rodando, había ido a parar a una
esquina. El «Sargento-mayor-y-menormariscal-
de-campo-pata-de-chivo» seguía en su
puesto con aire pensativo.
– ¡Horrible! -exclamó la pastorcita-. El abuelo
roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa.
¡No lo resistiré! -y se retorcía las manos.
– Aún es posible pegarlo -dijo el deshollinador-.
Pueden pegarlo muy bien, tranquilízate; si le
ponen masilla en la espalda y un buen clavo en
la nuca quedará como nuevo; aún nos dirá cosas
desagradables.
– ¿Crees? -preguntó ella. Y treparon de nuevo a
la mesa.
– Ya ves lo que hemos conseguido -dijo el
deshollinador-. Podíamos habernos ahorrado
todas estas fatigas.
– ¡Si al menos estuviese pegado el abuelo! –
observó la muchacha-. ¿Costará muy caro?
Pues lo pegaron, sí señor; la familia cuidó de
ello. Fue encolado por la espalda y clavado por
el pescuezo, con lo cual quedó como nuevo,
aunque no podía ya mover la cabeza.
– Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se
hizo pedazos -dijo el «Sargento-mayor-ymenor-
mariscal-de-campo-pata-de-chivo» -. Y
la verdad que no veo los motivos. ¿Me la va a
dar o no?
El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al
viejo chino una mirada conmovedora,
temerosos de que agachase la cabeza; pero le
era imposible hacerlo, y le resultaba muy
molesto tener que explicar a un extraño que
llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo
siguieron viviendo juntas aquellas personitas de
porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y
queriéndose hasta que se hicieron pedazos a su
vez.