En China, como sabes muy bien, el Emperador
es chino, y chinos son todos los que lo rodean.
Hace ya muchos años de lo que voy a contar,
mas por eso precisamente vale la pena que lo
oigáis, antes de que la historia se haya olvidado.
El palacio del Emperador era el más espléndido
del mundo entero, todo él de la más delicada
porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil,
que había que ir con mucho cuidado antes de
tocar nada. El jardín estaba lleno de flores
maravillosas, y de las más bellas colgaban
campanillas de plata que sonaban para que
nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas.
Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien
pensado, y era tan extenso, que el propio
jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si
seguías andando, te encontrabas en el bosque
más espléndido que quepa imaginar, lleno de
altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque
llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes
embarcaciones podían navegar por debajo de las
ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan
primorosamente, que incluso el pobre pescador,
a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por
la noche salía a retirar las redes, se detenía a
escuchar sus trinos.
– ¡Dios santo, y qué hermoso! -exclamaba; pero
luego tenía que atender a sus redes y olvidarse
del pájaro; hasta la noche siguiente, en que, al
llegar de nuevo al lugar, repetía: – ¡Dios santo, y
qué hermoso!
De todos los países llegaban viajeros a la ciudad
imperial, y admiraban el palacio y el jardín;
pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban: –
¡Esto es lo mejor de todo!
De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban
de él, y los sabios escribían libros y más libros
acerca de la ciudad, del palacio y del jardín,
pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que
ponían por las nubes; y los poetas componían
inspiradísimos poemas sobre el pájaro que
cantaba en el bosque, junto al profundo lago.
Aquellos libros se difundieron por el mundo, y
algunos llegaron a manos del Emperador. Se
hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y
leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza
un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer
aquellas magníficas descripciones de la ciudad,
del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo
es el ruiseñor», decía el libro.
«¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¿El
ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es
posible que haya un pájaro así en mi imperio, y
precisamente en mi jardín? Nadie me ha
informado. ¡Está bueno que uno tenga que
enterarse de semejantes cosas por los libros!»
Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un
personaje tan importante, que cuando una
persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la
palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a
contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada.
– Según parece, hay aquí un pájaro de lo más
notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-.
Se dice que es lo mejor que existe en mi
imperio; ¿por qué no se me ha informado de
este hecho?
– Es la primera vez que oigo hablar de él -se
justificó el mayordomo-. Nunca ha sido
presentado en la Corte.
– Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en
mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo
entero sabe lo que tengo, menos yo.
– Es la primera vez que oigo hablar de él -repitió
el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré.
¿Encontrarlo?, ¿dónde? El dignatario se cansó
de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y
pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído
hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo
al Emperador, le dijo que se trataba de una de
esas fábulas que suelen imprimirse en los libros.
– Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo
lo que se escribe; son fantasías y una cosa que
llaman magia negra.
– Pero el libro en que lo he leído me lo ha
enviado el poderoso Emperador del Japón –
replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser
mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda
esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi
especial protección. Si no se presenta, mandaré
que todos los cortesanos sean pateados en el
estómago después de cenar.
– ¡Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a
subir y bajar escaleras y a recorrer salas y
pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le
hacía gracia que le patearan el estómago. Y
todo era preguntar por el notable ruiseñor,
conocido por todo el mundo menos por la
Corte.
Finalmente, dieron en la cocina con una pobre
muchachita, que exclamó: – ¡Dios mío! ¿El
ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien
canta! Todas las noches me dan permiso para
que lleve algunas sobras de comida a mi pobre
madre que está enferma. Vive allá en la playa, y
cuando estoy de regreso, me paro a descansar
en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y
oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos,
como si mi madre me besase. Es un recuerdo
que me estremece de emoción y dulzura.
– Pequeña fregaplatos -dijo el mayordomo-, te
daré un empleo fijo en la cocina y permiso para
presenciar la comida del Emperador, si puedes
traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.
Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el
pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte
en la expedición. Avanzaban a toda prisa,
cuando una vaca se puso a mugir.
– ¡Oh! -exclamaron los cortesanos-. ¡Ya lo
tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan
pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la
primera vez que lo oigo.
– No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona
Aún tenemos que andar mucho.
Luego oyeron las ranas croando en una charca.
– ¡Magnífico! -exclamó un cortesano-. Ya lo
oigo, suena como las campanillas de la iglesia.
– No, eso son ranas -contestó la muchacha-.
Pero creo que no tardaremos en oírlo.
Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar.
– ¡Es él! -dijo la niña-. ¡Escuchad, escuchad!
¡Allí está! – y señaló un avecilla gris posada en
una rama.
– ¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo
habría imaginado así. ¡Qué vulgar!
Seguramente habrá perdido el color, intimidado
por unos visitantes tan distinguidos.
– Mi pequeño ruiseñor -dijo en voz alta la
muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere
que cantes en su presencia.
– ¡Con mucho gusto! – respondió el pájaro, y
reanudó su canto, que daba gloria oírlo.
– ¡Parece campanitas de cristal! -observó el
mayordomo.
– ¡Mirad cómo se mueve su garganta! Es raro
que nunca lo hubiésemos visto. Causará
sensación en la Corte.
– ¿Queréis que vuelva a cantar para el
Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que
el Emperador estaba allí.
– Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el
mayordomo -tengo el honor de invitarlo a una
gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá
deleitar con su magnífico canto a Su Imperial
Majestad.
– Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor;
pero cuando le dijeron que era un deseo del
Soberano, los acompañó gustoso.
En palacio todo había sido pulido y fregado.
Las paredes y el suelo, que eran de porcelana,
brillaban a la luz de millares de lámparas de
oro; las flores más exquisitas, con sus
campanillas, habían sido colocadas en los
corredores; las idas y venidas de los cortesanos
producían tales corrientes de aire, que las
campanillas no cesaban de sonar, y uno no oía
ni su propia voz.
En medio del gran salón donde el Emperador
estaba, habían puesto una percha de oro para el
ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la
pequeña fregona había recibido autorización
para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el
título de cocinera de la Corte. Todo el mundo
llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos
estaban fijos en la avecilla gris, a la que el
Emperador hizo signo de que podía empezar.
El ruiseñor cantó tan deliciosamente, que las
lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y
cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas,
volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al
alma. El Emperador quedó tan complacido, que
dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor
para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le
dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba
suficientemente recompensado.
– He visto lágrimas en los ojos del Emperador;
éste es para mi el mejor premio. Las lágrimas de
un rey poseen una virtud especial. Dios sabe
que he quedado bien recompensado -y reanudó
su canto, con su dulce y melodioso voz.
– ¡Es la lisonja más amable y graciosa que he
escuchado en mi vida! -exclamaron las damas
presentes; y todas se fueron a llenarse la boca
de agua para gargarizar cuando alguien hablase
con ellas; pues creían que también ellas podían
ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y camareras
expresaron su aprobación, y esto es decir
mucho, pues son siempre más difíciles de
contentar. Realmente, el ruiseñor causó
sensación.
Se quedaría en la Corte, en una jaula particular,
con libertad para salir dos veces durante el día y
una durante la noche. Pusieron a su servicio
diez criados, a cada uno de los cuales estaba
sujeto por medio de una cinta de seda que le
ataron alrededor de la pierna. La verdad es que
no eran precisamente de placer aquellas
excursiones.
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El Ave Fénix
En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la
sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa
nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de
luz, magníficos sus colores, arrobador su canto.
Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del
bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron
arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del
ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le
prendió fuego. El animalito murió abrasado,
pero del rojo huevo salió volando otra ave,
única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta
la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien
años se da la muerte abrasándose en su propio
nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave
Fénix, la única en el mundo.
El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como
la luz, espléndida de colores, magnífica en su
canto. Cuando la madre está sentada junto a la
cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y,
desplegando las alas, traza una aureola
alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el
sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de
sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su
perfume unas violetas.
Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia;
aletea también a los resplandores de la aurora
boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y
salta entre las flores amarillas durante el breve
verano de Groenlandia. Bajo las rocas
cupríferas de Falun, en las minas de carbón de
Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada
sobre el devocionario en las manos del piadoso
trabajador. En la hoja de loto se desliza por las
aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la
doncella hindú se iluminan al verla.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del
Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el
carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín,
agitando las alas pintadas de negro; el arpa del
cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico
sonoro del cisne; posada sobre el hombro de
Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de
Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad!
Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en
la sala del concurso de la Wartburg.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la
Marsellesa, y tú besaste la pluma que se
desprendió de su ala; vino en todo el esplendor
paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda
para contemplar el gorrión que tenía espuma
dorada en las alas.
¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo,
nacida entre las llamas, entre las llamas
muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga
en las salas de los ricos; tú misma vuelas con
frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo
leyenda: el Ave Fénix de Arabia.
En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el
seno de la primera rosa bajo el árbol de la
sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre
verdadero: ¡poesía!.
Juan el Lobo
Allá en el campo, en una vieja mansión
señorial, vivía un anciano propietario que tenía
dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera
bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir
la mano de la hija del Rey. Estaban en su
derecho, pues la princesa había mandado
pregonar que tomaría por marido a quien fuese
capaz de entretenerla con mayor gracia e
ingenio.
Los dos hermanos estuvieron preparándose por
espacio de ocho días; éste era el plazo máximo
que se les concedía, más que suficiente, empero,
ya que eran muy instruidos, y esto es una gran
ayuda. Uno se sabía de memoria toda la
enciclopedia latina, y además la colección de
tres años enteros del periódico local, tanto del
derecho como del revés. El otro conocía todas
las leyes gremiales párrafo por párrafo, y todo
lo que debe saber el presidente de un gremio.
De este modo, pensaba, podría hablar de
asuntos del Estado y de temas eruditos.
Además, sabía bordar tirantes, pues era fino y
ágil de dedos.
– Me llevaré la princesa – afirmaban los dos; por
eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo;
el que se sabía de memoria la enciclopedia y el
periódico, recibió uno negro como azabache, y
el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y
diestro en la confección de tirantes, uno blanco
como la leche. Además, se untaron los ángulos
de los labios con aceite de hígado de bacalao,
para darles mayor agilidad. Todos los criados
salieron al patio para verlos montar a caballo, y
entonces compareció también el tercero de los
hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no
contaba, pues no se podía comparar en ciencia
con los dos mayores, y, así, todo el mundo lo
llamaba el bobo.
– ¿Adónde vais con el traje de los domingos? –
preguntó.
– A palacio, a conquistar a la hija del Rey con
nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? – y
le contaron lo que ocurría.
– ¡Demonios! Pues no voy a perder la ocasión –
exclamó el bobo -. Y los hermanos se rieron de
él y partieron al galope. – ¡Dadme un caballo,
padre! – dijo Juan el bobo -. Me gustaría
casarme. Si la princesa me acepta, me tendrá, y
si no me acepta, ya veré de tenerla yo a ella.
– ¡Qué sandeces estás diciendo! – intervino el
padre. – No te daré ningún caballo. ¡Si no sabes
hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden
presentarse en todas partes.
– Si no me dais un caballo – replicó el bobo –
montaré el macho cabrío; es mío y puede
llevarme. – Se subió a horcajadas sobre el
animal, y, dándole con el talón en los ijares,
emprendió el trote por la carretera. ¡Vaya trote!
– ¡Atención, que vengo yo! – gritaba el bobo; y
se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz
resonaba a gran distancia.
Los hermanos, en cambio, avanzaban en
silencio, sin decir palabra; aprovechaban el
tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas
que pensaban exponer.
– ¡Eh, eh! – gritó el bobo, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad
lo que he encontrado en la carretera! -. Y les
mostró una corneja muerta.
– ¡Imbécil! – exclamaron los otros -, ¿para qué la
quieres?
– ¡Se la regalaré a la princesa!
– ¡Haz lo que quieras! – contestaron, soltando la
carcajada y siguiendo su camino.
– ¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he
encontrado! ¡No se encuentra todos los días!
Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro.
– ¡Estúpido! – dijeron -, es un zueco viejo, y sin
la pala. ¿También se lo regalarás a la princesa?
– ¡Claro que sí! – respondió el bobo; y los
hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su
ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho.
– ¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! – volvió a gritar el
bobo -. ¡Voy de mejor en mejor! ¡Arrea! ¡Se ha
visto cosa igual!
– ¿Qué has encontrado ahora? – preguntaron los
hermanos. – ¡Oh! – exclamó el bobo -. Es
demasiado bueno para decirlo. ¡Cómo se
alegrará la princesa!
– ¡Qué asco! – exclamaron los hermanos -. ¡Si es
lodo cogido de un hoyo!
– Exacto, esto es – asintió el bobo -, y de clase
finísima, de la que resbala entre los dedos – y
así diciendo, se llenó los bolsillos de barro.
Los hermanos pusieron los caballos al galope y
dejaron al otro rezagado en una buena hora.
Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde
los pretendientes eran numerados por el orden
de su llegada y dispuestos en fila de a seis de
frente, tan apretados que no podían mover los
brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se
habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque
el uno estaba delante del otro.
Todos los demás moradores del país se habían
agolpado alrededor del palacio, encaramándose
hasta las ventanas, para ver cómo la princesa
recibía a los pretendientes. ¡Cosa rara! No bien
entraba uno en la sala, parecía como si se le
hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar
palabra.
– ¡No sirve! – iba diciendo la princesa -. ¡Fuera!
Llegó el turno del hermano que se sabía de
memoria la enciclopedia; pero con aquel largo
plantón se le había olvidado por completo. Para
acabar de complicar las cosas, el suelo crujía, y
el techo era todo él un espejo, por lo cual
nuestro hombre se veía cabeza abajo; además,
en cada ventana había tres escribanos y un
corregidor que tomaban nota de todo lo que se
decía, para publicarlo enseguida en el periódico,
que se vendía a dos chelines en todas las
esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por
añadidura, habían encendido la estufa, que
estaba candente.
– ¡Qué calor hace aquí dentro! – fueron las
primeras palabras del pretendiente.
– Es que hoy mi padre asa pollos – dijo la
princesa.
– ¡Ah! – y se quedó clavado; aquella respuesta
no la había previsto; no le salía ni una palabra,
con tantas cosas ingeniosas que tenía
preparadas.
– ¡No sirve! ¡Fuera! – ordenó la princesa. Y el
mozo hubo de retirarse, para que pasase su
hermano segundo.
– ¡Qué calor más terrible! – dijo éste.
– ¡Sí, asamos pollos! – explicó la hija del Rey.
– ¿Cómo di… di, cómo di… ? – tartamudeó él, y
todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di… di,
cómo di… ?».
– ¡No sirve! ¡Fuera! – decretó la princesa.
Tocóle entonces el turno al bobo, quien entró en
la sala caballero en su macho cabrío.
– ¡Demonios, qué calor! – observó.
– Es que estoy asando pollos – contestó la
princesa.
– ¡Al pelo! – dijo el bobo. – Así, no le importará
que ase también una corneja, ¿verdad?
– Con mucho gusto, no faltaba más – respondió
la hija del Rey -. Pero, ¿traes algo en que
asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador.
– Yo sí los tengo – exclamó alegremente el otro.
– He aquí un excelente puchero, con mango de
estaño – y, sacando el viejo zueco, metió en él la
corneja.
– Pues, ¡vaya banquete! – dijo la princesa -.
Pero, ¿y la salsa?
La traigo en el bolsillo – replicó el bobo -.
Tengo para eso y mucho más – y se sacó del
bolsillo un puñado de barro.
– ¡Esto me gusta! – exclamó la princesa -. Al
menos tú eres capaz de responder y de hablar.
¡Tú serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada
palabra que digamos será escrita y mañana
aparecerá en el periódico? Mira aquella
ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es
el peor, pues no entiende nada. – Desde luego,
esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante.
Y todos los escribanos soltaron la carcajada e
hicieron una mancha de tinta en el suelo.
– ¿Aquellas señorías de allí? – preguntó el bobo
-. ¡Ahí va esto para el corregidor! – y,
vaciándose los bolsillos, arrojó todo el barro a
la cara del personaje.
– ¡Magnífico! – exclamó la princesa. – Yo no
habría podido. Pero aprenderé.
Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo
una esposa y una corona y se sentó en un trono –
y todo esto lo hemos sacado del diario del
corregidor, lo cual no quiere decir que debamos
creerlo a pies juntillas.
La Aguja de Zurcir
Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y
puntiaguda, que se creía ser una aguja de coser.
– Fijaos en lo que hacéis y manejadme con
cuidado -decía a los dedos que la manejaban-.
No me dejéis caer, que si voy al suelo, las
pasaréis negras para encontrarme. ¡Soy tan fina!
– ¡Vamos, vamos, que no hay para tanto! –
dijeron los dedos sujetándola por el cuerpo.
– Mirad, aquí llego yo con mi séquito -prosiguió
la aguja, arrastrando tras sí una larga hebra,
pero sin nudo.
Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la
cocinera; el cuero de la parte superior había
reventado y se disponían a coserlo.
– ¡Qué trabajo más ordinario! -exclamó la
aguja-. No es para mí. ¡Me rompo, me rompo! –
y se rompió-. ¿No os lo dije? -suspiró la
víctima-. ¡Soy demasiado fina!
– Ya no sirve para nada -pensaron los dedos;
pero hubieron de seguir sujetándola, mientras la
cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego
era clavada en la pechera de la blusa.
– ¡Toma! ¡Ahora soy un prendedor! -dijo la
vanidosa-. Bien sabía yo que con el tiempo
haría carrera. Cuando una vale, un día u otro se
lo reconocen -. Y se río para sus adentros, pues
por fuera es muy difícil ver cuándo se ríe una
aguja de zurcir. Y se quedó allí tan orgullosa
cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a
su alrededor.
– ¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle,
con el debido respeto, si acaso es usted de oro?
-inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un
porte majestuoso, y cabeza propia, aunque
pequeña. Debe procurar crecer, pues no siempre
se pueden poner gotas de lacre en el cabo.
Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo,
que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en
el que la cocinera estaba lavando.
– Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. ¡Con tal
que no me pierda! -. Pero es el caso que se
perdió.
«Este mundo no está hecho para mí -pensó, ya
en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina.
Pero tengo conciencia de mi valer, y esto
siempre es una pequeña satisfacción». Y
mantuvo su actitud, sin perder el buen humor.
Por encima de ella pasaban flotando toda clase
de objetos: virutas, pajas y pedazos de
periódico. «¡Cómo navegan! -decía la aguja-.
¡Poco se imaginan lo que hay en el fondo!. Yo
estoy en el fondo y aquí sigo clavada. ¡Toma!,
ahora pasa una viruta que no piensa en nada del
mundo como no sea en una “viruta”, o sea, en
ella misma; y ahora viene una paja: ¡qué manera
de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti,
que darás contra una piedra. ¡Y ahora un trozo
de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone,
y, no obstante, ¡cómo se ahueca! Yo, en
cambio, me estoy aquí paciente y quieta; sé lo
que soy y seguiré siéndolo…».
Un día fue a parar a su lado un objeto que
brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez
sería un diamante; pero en realidad era un casco
de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a
él, presentándose como alfiler de pecho.
– ¿Usted debe ser un diamante, verdad?
– Bueno… sí, algo por el estilo.
Y los dos quedaron convencidos de que eran
joyas excepcionales, y se enzarzaron en una
conversación acerca de lo presuntuosa que es la
gente.
– ¿Sabes? yo viví en el estuche de una señorita –
dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenía cinco
dedos en cada mano, pero nunca he visto nada
tan engreído como aquellos cinco dedos; y, sin
embargo, toda su misión consistía en
sostenerme, sacarme del estuche y volverme a
meter en él.
– ¿Brillaban acaso? -preguntó el casco de
botella.
– ¿Brillar? -exclamó la aguja-. No; pero a
orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco
hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban
siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del
otro, a pesar de que ninguno era de la misma
longitud. El de más afuera, se llamaba «Pulgar»,
era corto y gordo, estaba separado de la mano, y
como sólo tenía una articulación en el dorso,
sólo podía hacer una inclinación; pero afirmaba
que si a un hombre se lo cortaban, quedaba
inútil para el servicio militar. Luego venía el
«Lameollas», que se metía en lo dulce y en lo
amargo, señalaba el sol y la luna y era el que
apretaba la pluma cuando escribían. El
«Larguirucho» se miraba a los demás desde lo
alto; el «Borde dorado» se paseaba con un aro
de oro alrededor del cuerpo, y el menudo
«Meñique» no hacía nada, de lo cual estaba
muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse.
Por eso fui yo a dar en el vertedero.
– Ahora estamos aquí, brillando -dijo el casco
de botella. En el mismo momento llegó más
agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco.
– ¡Vamos! A éste lo han despachado -dijo la
aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero
esto es mi orgullo, y vale la pena -. Y
permaneció altiva, sumida en sus pensamientos.
– De tan fina que soy, casi creería que nací de
un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol
me busca siempre debajo del agua. Soy tan
sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me
hubiese roto el ojo, creo que lloraría; pero no,
no es distinguido llorar.
Un día se presentaron varios pilluelos y se
pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de
clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el
estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos
se divertían de lo lindo.
– ¡Ay! -exclamó uno; se había pinchado con la
aguja de zurcir-. ¡Esta marrana!
– ¡Yo no soy ninguna marrana, sino una
señorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó.
El lacre se había desprendido, y el metal estaba
ennegrecido; pero el negro hace más esbelto,
por lo que la aguja se creyó aún más fina que
antes.
– ¡Ahí viene flotando una cáscara de huevo! –
gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la
aguja.
– Negra sobre fondo blanco -observó ésta-. ¡Qué
bien me sienta! Soy bien visible. ¡Con tal que
no me maree, ni vomite! -. Pero no se mareó ni
vomitó.
– Es una gran cosa contra el mareo tener
estómago de acero. En esto sí que estoy por
encima del vulgo. Me siento como si nada.
Cuánto más fina es una, más resiste.
– ¡Crac! -exclamó la cáscara, al sentirse
aplastada por la rueda de un carro.
– ¡Uf, cómo pesa! -añadió la aguja-. Ahora sí
que me mareo. ¡Me rompo, me rompo! -. Pero
no se rompió, pese a haber sido atropellada por
un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mí,
puede seguir allí muchos años.