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El Tullido

Érase una antigua casa señorial, habitada por
gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero,
querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer
feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.
Por Nochebuena instalaron un abeto
magníficamente adornado en el antiguo salón de
Palacio. Ardía el fuego en la chimenea, y ramas
del árbol navideño enmarcaban los viejos
retratos.
Desde el atardecer reinaba también la alegría en
los aposentos de la servidumbre. También había
allí un gran abeto con rojas y blancas velillas
encendidas, banderitas danesas, cisnes
recortados y redes de papeles de colores y llenas
de golosinas. Habían invitado a los niños pobres
de la parroquia, y cada uno había acudido con
su madre, a la cual, más que a la copa del árbol,
se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena,
cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase
de prendas de vestir. Aquello era lo que
miraban las madres y los hijos ya mayorcitos,
mientras los pequeños alargaban los brazos
hacia las velillas, el oropel y las banderitas.
La gente había llegado a primeras horas de la
tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa
navideña y asado de pato con berza roja. Una
vez hubieron contemplado el árbol y recibido
los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de
ponche y manzanas rellenas.
Regresaron entonces a sus pobres casas, donde
se habló de la «buena vida», es decir, de la
buena comida, y se pasó otra vez revista a los
regalos.
Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y
Garten-Ole, un matrimonio que tenía casa y
comida a cambio de su trabajo en el jardín de
Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena
parte de los regalos. Tenían además cinco hijos,
y a todos los vestían los señores.
– Son bondadosos nuestros amos -decían-.
Tienen medios para hacer el bien, y gozan
haciéndolo.
– Ahí tienen buenas ropas para que las rompan
los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por qué no
hay nada para el tullido? Siempre suelen
acordarse de él, aunque no vaya a la fiesta.
Era el hijo mayor, al que llamaban «El tullido»,
pero su nombre era Juan. De niño había sido el
más listo y vivaracho, pero de repente le entró
una «debilidad en las piernas», como ellos
decían, y desde entonces no pudo tenerse de pie
ni andar. Llevaba ya cinco años en cama.
– Sí, algo me han dado también para él -dijo la
madre. Pero es sólo un libro, para que pueda
leer.
– ¡Eso no lo engordará! -observó el padre.
Pero Hans se alegró de su libro. Era un
muchachito muy despierto, aficionado a la
lectura, aunque aprovechaba también el tiempo
para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo
permitía su condición. Era muy ágil de dedos, y
sabía emplear las manos; confeccionaba
calcetines de lana, e incluso mantas. La señora
había hecho gran encomio de ellas y las había
comprado.
Era un libro de cuentos el que acababan de
regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y
mucho que invitaba a pensar.
– De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero
dejemos que lea, le ayudará a matar el tiempo.
No siempre ha de estar haciendo calceta.
Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba
y las flores, y también los hierbajos, como se
suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas
bonitas que de ellas dice aquella canción
religiosa:
Si los reyes se reuniesen
y juntaran sus tesoros,
no podrían añadir
una sola hoja a la ortiga.
En el jardín de Sus Señorías había mucho que
hacer, no solamente para el jardinero y sus
aprendices, sino también para Garten-Kirsten y
Garten-Ole.
– ¡Qué pesado! -decían-. Aún no hemos
terminado de escardar y arreglar los caminos, y
ya los han pisado de nuevo. ¡Hay un ajetreo con
los invitados de la casa! ¡Lo que cuesta! Suerte
que los señores son ricos.
– ¡Qué mal repartido está todo! -decía Ole-.
Según el señor cura, todos somos hijos de Dios.
¿Por qué estas diferencias?
– Por culpa del pecado original -respondía
Kirsten.
De eso hablaban una noche, sentados junto a la
cama del tullido, que estaba leyendo sus
cuentos.
Las privaciones, las fatigas y los cuidados
habían encallecido las manos de los padres, y
también su juicio y sus opiniones. No lo
comprendían, no les entraba en la cabeza, y por
eso hablaban siempre con amargura y envidia.
– Hay quien vive en la abundancia y la felicidad,
mientras otros están en la miseria. ¿Por qué
hemos de purgar la desobediencia y la
curiosidad de nuestros primeros padres?
¡Nosotros no nos habríamos portado como
ellos!
– Sí, habríamos hecho lo mismo -dijo
súbitamente el tullido Hans. – Aquí está, en el
libro.
– ¿Qué es lo que está en el libro? -preguntaron
los padres.
Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del
leñador y su mujer. También ellos decían pestes
de la curiosidad de Adán y Eva, culpables de su
desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del
país: «Seguidme -les dijo- y viviréis tan bien
como yo: siete platos para comer y uno para
mirarlo. Está en una sopera tapada, que no
debéis tocar; de lo contrario, se habrá terminado
vuestra buena vida». «¿Qué puede haber en la
sopera?», dijo la mujer. «¡No nos importa!»,
replicó el marido. «No soy curiosa -prosiguió
ella-; sólo quisiera saber por qué no nos está
permitido levantar la tapadera. Estoy segura que
es algo exquisito». «Con tal que no haya alguna
trampa, por ejemplo, una pistola que al
dispararse despierte a toda la casa». «Tienes
razón», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero
aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola
y salía del recipiente el aroma de aquel ponche
delicioso que se sirve en las bodas y los
entierros. Y había una moneda de plata con esta
inscripción: «Si bebéis de este ponche, seréis las
dos personas más ricas del mundo, y todos los
demás hombres se convertirán en pordioseros
comparados con vosotros». Despertóse la mujer
y contó el sueño a su marido. «Piensas
demasiado en esto», dijo él. «Podríamos hacerlo
con cuidado», insistió ella. «¡Cuidado!», dijo el
hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la
tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros
ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron
por una ratonera. «¡Buenas noches! -dijo el
Rey-. Ya podéis volveros a vuestra casa a vivir
de lo vuestro. Y no volváis a censurar a Adán y
Eva, pues os habéis mostrado tan curiosos y
desagradecidos como ellos».
– ¡Cómo habrá venido a parar al libro esta
historia! -dijo Garten-Ole.
– Diríase que está escrita precisamente para
nosotros. Es cosa de pensarlo.
Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó
el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos.
Rumiaron sus melancólicos pensamientos.
No había anochecido aún, cuando ya habían
cenado sus papillas de leche.
– ¡Vuelve a leernos la historia del leñador! -dijo
Garten-Ole.
– Hay otras que todavía no conocéis -respondió
Hans.
– No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oír
la que conozco.
Y el matrimonio volvió a escucharla; y más de
una noche se la hicieron repetir.
– No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -.
Con las personas ocurre lo que con la leche: que
se cuaja, y una parte se convierte en fino
requesón, y la otra, en suero aguado. Los hay
que tienen suerte en todo, se pasan el día muy
repantingados y no sufren cuidados ni
privaciones.
El tullido oyó lo que decía. El chico era débil de
piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de
su libro un cuento titulado «El hombre sin
necesidades ni preocupaciones». ¿Dónde estaría
ese hombre? Había que dar con él.

El Pequeño Tuk

Pues sí, éste era el pequeño Tuk. En realidad no
se llamaba así, pero éste era el nombre que se
daba a sí mismo cuando aún no sabía hablar.
Quería decir Carlos, es un detalle que conviene
saber. Resulta que tenía que cuidar de su
hermanita Gustava, mucho menor que él, y
luego tenía que aprenderse sus lecciones; pero,
¿cómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre
muchachito tenía a su hermana sentada sobre
las rodillas y le cantaba todas las canciones que
sabía, mientras sus ojos echaban alguna que otra
mirada al libro de Geografía, que tenía abierto
delante de él. Para el día siguiente habría de
aprenderse de memoria todas las ciudades de
Zelanda y saberse, además, cuanto de ellas
conviene conocer.
Llegó la madre a casa y se hizo cargo de
Gustavita. Tuk corrió a la ventana y se estuvo
leyendo hasta que sus ojos no pudieron más,
pues había ido oscureciendo y su madre no tenía
dinero para comprar velas.
– Ahí va la vieja lavandera del callejón -dijo la
madre, que se había asomado a la ventana-. La
pobre apenas puede arrastrarse y aún tiene que
cargar con el cubo lleno de agua desde la
bomba. Anda, Tuk, sé bueno y ve a ayudar a la
pobre viejecita. Harás una buena acción.
Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando
estuvo de regreso la oscuridad era completa, y
como no había que pensar en encender la luz,
no tuvo más remedio que acostarse. Su lecho
era un viejo camastro y, tendido en él estuvo
pensando en su lección de Geografía, en
Zelanda y todo lo que había explicado el
maestro. Debiera haber seguido estudiando,
pero era imposible, y se metió el libro debajo de
la almohada, porque había oído decir que
aquello ayudaba a retener las lecciones en la
mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que
se oye decir.
Y allí se estuvo piensa que te piensa, hasta que
de pronto le pareció que alguien le daba un beso
en la boca y en los ojos. Se durmió, y, sin
embargo, no estaba dormido; era como si la
anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos
y le dijera: – Sería un gran pecado que mañana
no supieses tus lecciones. Me has ayudado,
ahora te ayudaré yo, y Dios Nuestro Señor lo
hará, en todo momento.
Y de pronto el libro empezó a moverse y
agitarse debajo de la almohada de nuestro
pequeño Tuk.
– ¡Quiquiriquí! ¡Put, put! -. Era una gallina que
venía de Kjöge.
– ¡Soy una gallina de Kjöge! -gritó, y luego se
puso a contar del número de habitantes que allí
había, y de la batalla que en la ciudad se había
librado, añadiendo empero que en realidad no
valía la pena mencionarla-. Otro meneo y
zarandeo y, ¡bum!, algo que se cae: un ave de
madera, el papagayo del tiro al pájaro de Prastö.
Dijo que en aquella ciudad vivían tantos
habitantes como clavos tenía él en el cuerpo, y
estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen
vivió muy cerca de mí. ¡Cataplún! ¡Qué bien se
está aquí!
Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de
repente se encontró montado sobre un caballo,
corriendo a galope tendido. Un jinete
magníficamente vestido, con brillante casco y
flotante penacho, lo sostenía delante de él, y de
este modo atravesaron el bosque hasta la
antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y
muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se
levantaban en el palacio real, y de todas las
ventanas salía vivísima luz; en el interior todo
eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba
con las jóvenes damas cortesanas, ricamente
ataviadas. Despuntó el alba, y con la salida del
sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las
torres una tras otra, hasta no quedar sino una
sola en la cumbre de la colina, donde se
levantara antes el castillo. Era la ciudad muy
pequeña y pobre, y los chiquillos pasaban con
sus libros bajo el brazo, diciendo: – Dos mil
habitantes -. Pero no era verdad, no tenía tantos.
Y Tuk seguía en su camita, como soñando, y,
sin embargo, no soñaba, pero alguien
permanecía junto a él.
– ¡Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un
hombre muy pequeñín, semejante a un cadete,
pero no era un cadete.
– Te traigo muchos saludos de Korsör. Es una
ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de
vapor y diligencias; antes pasaba por fea y
aburrida, pero ésta es una opinión anticuada.
– Estoy a orillas del mar, dijo Korsör; tengo
carreteras y parques y he sido la cuna de un
poeta que tenía ingenio y gracia; no todos los
tienen. Una vez quise armar un barco para que
diese la vuelta al mundo, mas no lo hice,
aunque habría podido; y, además, ¡huelo tan
bien! Pues en mis puertas florecen las rosas más
bellas.
Tuk las vio, y ante su mirada todo apareció rojo
y verde; pero cuando se esfumaron los colores,
se encontró ante una ladera cubierta de bosque
junto al límpido fiordo, y en la cima se
levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos
altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban
fuentes que bajaban en espesos riachuelos de
aguas murmureantes, y muy cerca estaba
sentado un viejo rey con la corona de oro sobre
el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes,
en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde,
como la llaman hoy día. Y todos los reyes y
reinas de Dinamarca, coronados de oro, se
encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja
iglesia, entre los sones del órgano y el
murmullo de las fuentes. Nuestro pequeño Tuk
lo veía y oía todo.
– ¡No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar.
De pronto desapareció todo. ¿Dónde había ido a
parar? Daba exactamente la impresión de
cuando se vuelve la página de un libro. Y hete
aquí una anciana, una escardadera venida de
Sorö, donde la hierba crece en la plaza del
mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre
la cabeza y colgándole de la espalda; estaba
muy mojado – seguramente había llovido -. Sí
que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas
cosas divertidas de las comedias de Holberg, así
como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto
se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza
como si quisiera saltar-. ¡Cuac! -dijo-, está
mojado, está mojado; hay un silencio de muerte
en Sorö -. Se había transformado en rana;
¡cuac!, y luego otra vez en una vieja -. Hay que
vestirse según el tiempo -dijo-. ¡Está mojado,
está mojado! Mi ciudad es como una botella: se
entra por el tapón y luego hay que volver a salir.
Antes tenía yo corpulentas anguilas en el fondo
de la botella, y ahora tengo muchachos
robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la
sabiduría: ¡griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba
como si las ranas cantasen o como cuando
camináis por el pantano con grandes botas. Era
siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan
monótona, que Tuk acabó por quedarse
profundamente dormido, y le sentó muy bien el
sueño, porque empezaba a ponerse nervioso.
Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que
fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y
cabello rubio ensortijado, se había convertido
en una esbelta muchacha, y, sin tener alas,
podía volar. Y he aquí que los dos volaron por
encima de Zelanda, por encima de sus verdes
bosques y azules lagos.
– ¿Oyes cantar el gallo, Tuquito? ¡Quiquiriquí!
Las gallinas salen volando de Kjöge. ¡Tendrás
un gallinero, un gran gallinero! No padecerás
hambre ni miseria. Cazarás el pájaro, como
suele decirse; serás un hombre rico y feliz. Tu
casa se levantará altivamente como la torre del
rey Waldemar, y estará adornada con columnas
de mármol como las de Prastö. Ya me
entiendes. Tu nombre famoso dará la vuelta a la
Tierra, como el barco que debía partir de Korsör
y en Roeskilde – ¡no te olvides de los Estados!
dijo el rey Hroar -; hablarás con bondad y
talento, Tuquito, y cuando desciendas a la
tumba, reposarás tranquilo…
– ¡Como si estuviese en Sorö! – dijo Tuk, y se
despertó. Brillaba la luz del día, y el niño no
recordaba ya su sueño; pero era mejor así, pues
nadie debe saber cuál será su destino. Saltó de
la cama, abrió el libro y en un periquete se supo
la lección. La anciana lavandera asomó la
cabeza por la puerta y, dirigiéndole un gesto
cariñoso, le dijo:
– ¡Gracias, – hijo mío, por tu ayuda! Dios
Nuestro Señor haga que se convierta en realidad
tu sueño más hermoso.
Tuk no sabía lo que había soñado, pero
¿comprendes? Nuestro Señor sí lo sabía.

El Patito Feo

¡Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado
el verano: el trigo estaba amarillo; la avena,
verde; la hierba de los prados, cortada ya,
quedaba recogida en los pajares, en cuyos
tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas
patas rojas, hablando en egipcio, que era la
lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los
campos y prados grandes bosques, y entre los
bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué
hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol
levantábase una mansión señorial, rodeada de
hondos canales, y desde el muro hasta el agua
crecían grandes plantas trepadoras formando
una bóveda tan alta que dentro de ella podía
estar de pie un niño pequeño, mas por dentro
estaba tan enmarañado, que parecía el interior
de un bosque. En medio de aquella maleza, una
gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos.
Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en
salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas!
Los demás patos preferían nadar por los
canales, en vez de entrar a hacerle compañía y
charlar un rato.
Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras
otro. «¡Pip, pip!», decían los pequeños; las
yemas habían adquirido vida y los patitos
asomaban la cabecita por la cáscara rota.
– ¡cuac, cuac! – gritaban con todas sus fuerzas,
mirando a todos lados por entre las verdes
hojas. La madre los dejaba, pues el verde es
bueno para los ojos.
– ¡Qué grande es el mundo! -exclamaron los
polluelos, pues ahora tenían mucho más sitio
que en el interior del huevo.
– ¿Creéis que todo el mundo es esto? -dijo la
madre-. Pues andáis muy equivocados. El
mundo se extiende mucho más lejos, hasta el
otro lado del jardín, y se mete en el campo del
cura, aunque yo nunca he estado allí. ¿Estáis
todos? -prosiguió, incorporándose-. Pues no, no
los tengo todos; el huevo gordote no se ha
abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya estoy
hasta la coronilla de tanto esperar!
– Bueno, ¿qué tal vamos? -preguntó una vieja
gansa que venía de visita.
– ¡Este huevo que no termina nunca! -respondió
la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demás
patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se
parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a
verme.
– Déjame ver el huevo que no quiere romper –
dijo la vieja-. Creéme, esto es un huevo de
pava; también a mi me engañaron una vez, y
pasé muchas fatigas con los polluelos, pues le
tienen miedo al agua. No pude con él; me
desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil.
A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo
y enseña a los otros a nadar.
– Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca-.
¡Tanto tiempo he estado encima de él, que bien
puedo esperar otro poco!
– ¡Cómo quieras! -contestó la otra,
despidiéndose.
Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el
polluelo, saliendo de la cáscara. Era gordo y
feo; la gansa se quedó mirándolo:
– Es un pato enorme -dijo-; no se parece a
ninguno de los otros; ¿será un pavo? Bueno,
pronto lo sabremos; del agua no se escapa,
aunque tenga que zambullirse a trompazos.
El día siguiente amaneció espléndido; el sol
bañaba las verdes hojas de la enramada. La
madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!,
se arrojó al agua. «¡Cuac, cuac!» -gritaba, y un
polluelo tras otro se fueron zambullendo
también; el agua les cubrió la cabeza, pero
enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron
a nadar tan lindamente. Las patitas se movían
por sí solas y todos chapoteaban, incluso el
último polluelo gordote y feo.
– Pues no es pavo -dijo la madre-. ¡Fíjate cómo
mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo
mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira,
no tiene nada de feo, al contrario. ¡Cuac, cuac!
Venid conmigo, os enseñaré el gran mundo, os
presentaré a los patos del corral. Pero no os
alejéis de mi lado, no fuese que alguien os
atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!
Y se encaminaron al corral de los patos, donde
había un barullo espantoso, pues dos familias se
disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue
el gato quien se quedó con ella.
– ¿Veis? Así va el mundo -dijo la gansa madre,
afilándose el pico, pues también ella hubiera
querido pescar el botín-. ¡Servíos de las patas! y
a ver si os despabiláis. Id a hacer una reverencia
a aquel pato viejo de allí; es el más ilustre de
todos los presentes; es de raza española, por eso
está tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva
en la pata; es la mayor distinción que puede
otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y
para que todos lo reconozcan, personas y
animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis los pies
para dentro. Los patitos bien educados andan
con las piernas esparrancadas, como papá y
mamá. ¡Así!, ¿veis? Ahora inclinad el cuello y
decir: «¡cuac!».
Todos obedecieron, mientras los demás gansos
del corral los miraban, diciendo en voz alta:
– ¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no
fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en
aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! -. Y
enseguida se adelantó un ganso y le propinó un
picotazo en el pescuezo.
– ¡Déjalo en paz! -exclamó la madre-. No
molesta a nadie.
– Sí, pero es gordote y extraño -replicó el
agresor-; habrá que sacudirlo.
– Tiene usted unos hijos muy guapos, señora –
dijo el viejo de la pata vendada-. Lástima de
este gordote; ése sí que es un fracaso. Me
gustaría que pudiese retocarlo.
– No puede ser, Señoría -dijo la madre-. Cierto
que no es hermoso, pero tiene buen corazón y
nada tan bien como los demás; incluso diría que
mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y
que con el tiempo perderá volumen. Estuvo
muchos días en el huevo, y por eso ha salido
demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el
pescuezo y le alisó el plumaje -. Además, es
macho -prosiguió-, así que no importa gran
cosa. Estoy segura de que será fuerte y se
despabilará.
– Los demás polluelos son encantadores de
veras -dijo el viejo-. Considérese usted en casa;
y si encuentra una cabeza de anguila, haga el
favor de traérmela.
Y de este modo tomaron posesión de la casa.
El pobre patito feo no recibía sino picotazos y
empujones, y era el blanco de las burlas de
todos, lo mismo de los gansos que de las
gallinas. «¡Qué ridículo!», se reían todos, y el
pavo, que por haber venido al mundo con
espolones se creía el emperador, se henchía
como un barco a toda vela y arremetía contra el
patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre
animalito nunca sabía dónde meterse; estaba
muy triste por ser feo y porque era la chacota de
todo el corral.
Así transcurrió el primer día; pero en los
sucesivos las cosas se pusieron aún peor. Todos
acosaban al patito; incluso sus hermanos lo
trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: –
¡Así te pescara el gato, bicho asqueroso!; y
hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los
patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y
la muchacha encargada de repartir el pienso lo
apartaba a puntapiés.

El Libro Mudo

Junto a la carretera que cruzaba el bosque se
levantaba una granja solitaria; la carretera
pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol,
todas las ventanas estaban abiertas; en el
interior reinaba gran movimiento, pero en la
era, entre el follaje de un saúco florido, había un
féretro abierto, con un cadáver que debía recibir
sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba
a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo
rostro aparecía cubierto por un paño blanco.
Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y
grueso; las hojas eran de grandes pliegos de
papel secante, y en cada una había, ocultas y
olvidadas, flores marchitas, todo un herbario,
reunido en diferentes lugares. Debía ser
enterrado con él, pues así lo había dispuesto su
dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.
– ¿Quién es el muerto? -preguntamos, y nos
respondieron:
– Aquel viejo estudiante de Upsala. Parece que
en otros tiempos fue hombre muy despierto, que
estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso
compuso poesías, según decían. Pero algo le
ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su
salud, y finalmente vino al campo, donde
alguien pagaba su pensión. Era dulce como un
niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres,
pero entonces se volvía salvaje y echaba a
correr por el bosque como una bestia acosada.
En cambio, cuando habían conseguido volverlo
a casa y lo persuadían de que hojease su libro de
plantas secas, era capaz de pasarse el día entero
mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban
por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría
entonces. Pero había rogado que depositaran el
libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de
poco rato clavarían la tapa, y descansaría
apaciblemente en la tumba.
Quitaron el paño mortuorio: la paz se reflejaba
en el rostro del difunto, sobre el que daba un
rayo de sol; una golondrina penetró como una
flecha en el follaje y dio media vuelta,
chillando, encima de la cabeza del muerto.
¡Qué maravilloso es – todos hemos
experimentado esta impresión – sacar a la luz
viejas cartas de nuestra juventud y releerlas!
Toda una vida asoma entonces, con sus
esperanzas y cuidados. ¡Cuántas veces creemos
que una persona con la que estuvimos unidos de
corazón, está muerta hace tiempo, y, sin
embargo, vive aún, sólo que hemos dejado de
pensar en ella, aunque un día pensamos que
seguiremos siempre a su lado, compartiendo las
penas y las alegrías.
La hoja de roble marchita de aquel libro
recuerda al compañero, al condiscípulo, al
amigo para toda la vida; prendióse aquella hoja
a la gorra de estudiante aquel día que, en el
verde bosque, cerraron el pacto de alianza
perenne. ¿Dónde está ahora? La hoja se
conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay
aquí una planta exótica de invernadero,
demasiado delicada para los jardines nórdicos…
Diríase que las hojas huelen aún. Se la dio la
señorita del jardín de aquella casa noble. Y aquí
está el nenúfar que él mismo cogió y regó con
amargas lágrimas, la rosa de las aguas dulces. Y
ahí una ortiga; ¿qué dicen sus hojas? ¿Qué
estaría pensando él cuando la arrancó para
guardarla? Ved aquí el muguete de la soledad
selvática, y la madreselva arrancada de la
maceta de la taberna, y el desnudo y afilado
tallo de hierba.
El florido saúco inclina sus umbelas tiernas y
fragantes sobre la cabeza del muerto; la
golondrina vuelve a pasar volando y lanzando
su trino… Y luego vienen los hombres provistos
de clavos y martillo; colocan la tapa encima del
difunto, de manera que la cabeza repose sobre
el libro… conservado… deshecho.