A una milla de distancia de la capital había una
antigua residencia señorial rodeada de gruesos
muros, con torres y hastiales.
Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia
rica y de la alta nobleza. De todos los dominios
que poseía, esta finca era la mejor y más
hermosa. Por fuera parecía como acabada de
construir, y por dentro todo era cómodo y
agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el
blasón de la familia. Magníficas rocas se
enroscaban en torno al escudo y los balcones, y
una gran alfombra de césped se extendía por el
patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores
encarnadas, así como otras flores raras, además
de las que se criaban en el invernadero.
El propietario tenía un jardinero excelente; daba
gusto ver el jardín, el huerto y los frutales.
Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo
jardín del castillo, con setos de arbustos,
cortados en forma de coronas y pirámides.
Detrás quedaban dos viejos y corpulentos
árboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se
hubiera dicho que una tormenta o un huracán
los había cubierto de grandes terrones de
estiércol, pero en realidad cada terrón era un
nido.
Moraba allí desde tiempos inmemoriales un
montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero
pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos
señores, los antiguos y auténticos propietarios
de la mansión señorial. Despreciaban
profundamente a los habitantes humanos de la
casa, pero toleraban la presencia de aquellos
seres rastreros, incapaces de levantarse del
suelo. Sin embargo, cuando esos animales
inferiores disparaban sus escopetas, las aves
sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces,
todas se echaban a volar asustadas, gritando
«¡rab, rab!».
Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de
la conveniencia de cortar aquellos árboles, que
afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía,
la finca se libraría también de todos aquellos
pajarracos chillones, que tendrían que buscarse
otro domicilio. Pero el dueño no quería
desprenderse de los árboles ni de las aves; eran
algo que formaba parte de los viejos tiempos, y
de ningún modo quería destruirlo.
– Los árboles son la herencia de los pájaros;
haríamos mal en quitársela, mi buen Larsen.
Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no
importa mucho a nuestra historia.
– ¿No tienes aún bastante campo para desplegar
tu talento, amigo mío? Dispones de todo el
jardín, los invernaderos, el vergel y el huerto.
Cierto que lo tenía, y lo cultivaba y cuidaba
todo con celo y habilidad, cualidades que el
señor le reconocía, aunque a veces no se
recataba de decirle que, en casas forasteras,
comía frutos y veía flores que superaban en
calidad o en belleza a los de su propiedad; y
aquello entristecía al jardinero, que hubiera
querido obtener lo mejor, y ponía todo su
esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su
corazón y en su oficio.
Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la
afabilidad posible, le contó que la víspera,
hallándose en casa de unos amigos, le habían
servido unas manzanas y peras tan jugosas y
sabrosas, que habían sido la admiración de
todos los invitados. Cierto que aquella fruta no
era del país, pero convenía importarla y
aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían
comprado en la mejor frutería de la ciudad; el
jardinero debería darse una vuelta por allí, y
averiguar de dónde venían aquellas manzanas y
peras, para adquirir esquejes.
El jardinero conocía perfectamente al frutero,
pues a él le vendía, por cuenta del propietario,
el sobrante de fruta que la finca producía.
Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al
frutero de dónde había sacado aquellas
manzanas y peras tan alabadas.
– ¡Si son de su propio jardín! -respondió el
vendedor, mostrándoselas; y el jardinero las
reconoció en seguida.
¡No se puso poco contento el jardinero! Corrió a
decir a su señor que aquellas peras y manzanas
eran de su propio huerto.
El amo no podía creerlo.
– No es posible, Larsen. ¿Podría usted traerme
por escrito una confirmación del frutero?
Y Larsen volvió con la declaración escrita.
– ¡Es extraño! -dijo el señor.
En adelante, todos los días fueron servidas a la
mesa de Su Señoría grandes bandejas de las
espléndidas manzanas y peras de su propio
jardín, y fueron enviadas por fanegas y
toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de
ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se
hacía lenguas. Hay que observar, de todos
modos, que los dos últimos veranos habían sido
particularmente buenos para los árboles
frutales; la cosecha había sido espléndida en
todo el país.
Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue
invitado a comer en la Corte. A la mañana
siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero.
Habían servido unos melones producidos en el
invernadero de Su Majestad, jugosos y
sabrosísimos.
– Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero
de palacio y pídale semillas de estos exquisitos
melones.
– ¡Pero si el jardinero de palacio recibió las
semillas de aquí! -respondió Larsen, satisfecho.
– En este caso, el hombre ha sabido obtener un
fruto mejor que el nuestro -replicó Su Señoría-.
Todos los melones resultaron excelentes.
– Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el
jardinero-. Debo manifestar a Vuestra Señoría,
que este año el hortelano de palacio no ha
tenido suerte con los melones, y al ver lo
hermosos que eran los nuestros, y después de
haberlos probado, encargó tres de ellos para
palacio.
– ¡No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse
que aquellos melones eran de esta propiedad.
– Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a
ver al jardinero de palacio, y volvió con una
declaración escrita de que los melones servidos
en la mesa real procedían de la finca de Su
Señoría.
Aquello fue una nueva sorpresa para el señor,
quien divulgó la historia, mostrando la
declaración. Y de todas partes vinieron
peticiones de que se les facilitaran pepitas de
melón y esquejes de los árboles frutales.
Recibiéronse noticias de que éstos habían
cogido bien y de que daban frutos excelentes,
hasta el punto de que se les dio el nombre de Su
Señoría, que, por consiguiente, pudo ya leerse
en francés, inglés y alemán.
¡Quién lo hubiera pensado!
«¡Con tal de que al jardinero no se le suban los
humos a la cabeza!», pensó el señor.
Pero el hombre se lo tomó de modo muy
distinto. Deseoso de ser considerado como uno
de los mejores jardineros del país, esforzóse por
conseguir año tras año los mejores productos.
Mas con frecuencia tenía que oír que nunca
conseguía igualar la calidad de las peras y
manzanas de aquel año famoso. Los melones
seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel
perfume. Las fresas podían llamarse excelentes,
pero no superiores a las de otras fincas, y un
año en que no prosperaron los rábanos, sólo se
habló de aquel fracaso, sin mencionarse los
productos que habían constituido un éxito
auténtico.
El dueño parecía experimentar una sensación de
alivio cuando podía decir: – ¡Este año no estuvo
de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veía
contentísimo cuando podía comentar: – Este año
sí que hemos fracasado.
Un par de veces por semana, el jardinero
cambiaba las flores de la habitación, siempre
con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las
combinaba de modo que resaltaran sus colores.
– Tiene usted buen gusto, Larsen – decíale Su
Señoría -. Es un don que le ha concedido Dios,
no es obra suya.
Un día se presentó el jardinero con una gran
taza de cristal que contenía un pétalo de
nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo
sumergido en el agua, había una flor radiante,
del tamaño de un girasol.
– ¡El loto del Indostán! – exclamó el dueño.
Jamás habían visto aquella flor; durante el día la
pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una
lámpara. Todos los que la veían la encontraban
espléndida y rarísima; así lo manifestó incluso
la más distinguida de las señoritas del país, una
princesa, inteligente y bondadosa por añadidura.
Su Señoría tuvo a honor regalársela, y la
princesa se la llevó a palacio.
Entonces el propietario se fue al jardín con
intención de coger otra flor de la especie, pero
no encontró ninguna, por lo que, llamando al
jardinero, le preguntó de dónde había sacado el
loto azul.
– La he estado buscando inútilmente – dijo el
señor -. He recorrido los invernaderos y todos
los rincones del jardín.
– No, desde luego allí no hay – dijo el jardinero –
. Es una vulgar flor del huerto. Pero, ¿verdad
que es bonita? Parece un cacto azul y, sin
embargo, no es sino la flor de la alcachofa.
– Pues tenía que habérmelo advertido -exclamó
Su Señoría-. Creímos que se trataba de una flor
rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una
plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la
encontró hermosa; no la conocía, a pesar de que
es ducha en Botánica, pero esta Ciencia nada
tiene de común con las hortalizas. ¿Cómo se le
ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor así en la
habitación? ¡Es ridículo!
Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue
desterrada del salón de Su Señoría, del que no
era digna, y el dueño fue a excusarse ante la
princesa, diciéndole que se trataba simplemente
de una flor de huerto traída por el jardinero, el
cual había sido debidamente reconvenido.
– Pues es una lástima y una injusticia -replicó la
princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de
adorno que despreciábamos, nos ha mostrado la
belleza donde nunca la habíamos buscado.
Quiero que el jardinero de palacio me traiga
todos los días, mientras estén floreciendo las
alcachofas, una de sus flores a mi habitación.
Y la orden se cumplió.
Su Señoría mandó decir al jardinero que le
trajese otra flor de alcachofa.
– Bien mirado, es bonita -observó- y muy
notable -. Y encomió al jardinero.
«Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño
mimado».
Un día de otoño estalló una horrible tempestad,
que arreció aún durante la noche, con tanta furia
que arrancó de raíz muchos grandes árboles de
la orilla del bosque y, con gran pesar de Su
Señoría – un «gran pesar» lo llamó el señor -,
pero con gran contento del jardinero, también
los dos árboles pelados llenos de nidos. Entre el
fragor de la tormenta pudo oírse el graznar
alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes
de la casa afirmaron que golpeaban con las alas
en los cristales.
– Ya estará usted satisfecho, Larsen -dijo Su
Señoría-; la tempestad ha derribado los árboles,
y las aves se han marchado al bosque. Aquí
nada queda ya de los viejos tiempos; ha
desaparecido toda huella, toda señal de ellos.
Pero a mí esto me apena.
El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que
habla llevado en la cabeza durante mucho
tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que
antes no disponía. Lo iba a transformar en un
adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su
Señoría.
Los corpulentos árboles abatidos habían
destrozado y aplastado los antiquísimos setos
con todas sus figuras. El hombre los sustituyó
por arbustos y plantas recogidas en los campos
y bosques de la región.
A ningún otro jardinero se le había ocurrido
jamás aquella idea. Él dispuso los planteles
teniendo en cuenta las necesidades de cada
especie, procurando que recibiesen el sol o la
sombra, según las características de cada una.
Cuidó la plantación con el mayor cariño, y el
conjunto creció magníficamente.
Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se
elevó de modo parecido al ciprés italiano; lucía
también, eternamente verde, tanto en los fríos
invernales como en el calor del verano, la
brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían
helechos de diversas especies, algunas de ellas
semejantes a hijas de palmeras, y otras,
parecidas a los padres de esa hermosa y
delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba
allí la menospreciada bardana, tan linda cuando
fresca, que habría encajado perfectamente en un
ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor
profundidad que ella y en suelo húmedo crecía
la acedera, otra planta humilde y, sin embargo,
tan pintoresca y bonita por su talla y sus
grandes hojas. Con una altura de varios palmos,
flor contra flor, como un gran candelabro de
muchos brazos, levantábase la candelaria,
trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco
las aspérulas, dientes de león y muguetes del
bosque, ni la selvática cala, ni la acederilla
trifolia. Era realmente magnífico.
Delante, apoyadas en enrejados de alambre,
crecían, en línea, perales enanos de procedencia
francesa. Como recibían sol abundante y buenos
cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos
como los de su tierra de origen.
En lugar de los dos viejos árboles pelados
erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima
ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron
clavadas otras estacas, por las que, en verano y
otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus
fragantes inflorescencias en bola, mientras en
invierno, siguiendo una antigua costumbre, se
colgaba una gavilla de avena con objeto de que
no faltase la comida a los pajarillos del cielo en
la venturosa época de las Navidades.
– ¡En su vejez, nuestro buen Larsen se nos
vuelve sentimental! -decía Su Señoría-. Pero
nos es fiel y adicto.
Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la
capital publicó una fotografía de la antigua
propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con
la bandera danesa y la gavilla de avena para las
avecillas del cielo en los alegres días navideños.
El hecho fue comentado y alabado como una
idea simpática, que resucitaba, con todos sus
honores, una vieja costumbre.
– Resuenan las trompetas por todo lo que hace
ese Larsen. ¡Es un hombre afortunado! Casi
hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.
Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se
sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen,
pero que no lo hacía. Era una buena persona, y
de esta clase hay muchas, para suerte de los
Larsen.
Y ésta es la historia «del jardinero y el señor».
Detente a pensar un poco en ella.
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El Intrépido Soldadito de Plomo
Éranse una vez veinticinco soldados de plomo,
todos hermanos, pues los habían fundido de una
misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al
hombro y miraban de frente; el uniforme era
precioso, rojo y azul. La primera palabra que
escucharon en cuanto se levantó la tapa de la
caja que los contenía fue: «¡Soldados de
plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una
gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños,
y los alineó sobre la mesa. Todos eran
exactamente iguales, excepto uno, que se
distinguía un poquito de los demás: le faltaba
una pierna, pues había sido fundido el último, y
el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se
sostenía tan firme como los otros con dos, y de
él precisamente vamos a hablar aquí.
En la mesa donde los colocaron había otros
muchos juguetes, y entre ellos destacaba un
bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se
veían las salas interiores. Enfrente, unos
arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un
lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos
cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso,
pero lo más lindo era una muchachita que
estaba en la puerta del castillo. De papel
también ella, llevaba un hermoso vestido y una
estrecha banda azul en los hombros, a modo de
fajín, con una reluciente estrella de oropel en el
centro, tan grande como su cara. La chiquilla
tenía los brazos extendidos, pues era una
bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el
soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla,
acabó por creer que sólo tenía una, como él.
«He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero
está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo
por toda vivienda sólo tengo una caja, y además
somos veinticinco los que vivimos en ella; no es
lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré
establecer relaciones».
Y se situó detrás de una tabaquera que había
sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a
sus anchas a la distinguida damita, que
continuaba sosteniéndose sobre un pie sin
caerse.
Al anochecer, los soldados de plomo fueron
guardados en su caja, y los habitantes de la casa
se retiraron a dormir. Éste era el momento que
los juguetes aprovechaban para jugar por su
cuenta, a “visitas”, a “guerra”, a “baile”; los
soldados de plomo alborotaban en su caja, pues
querían participar en las diversiones; mas no
podían levantar la tapa. El cascanueces todo era
dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en
la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el
cual intervino también en el jolgorio, recitando
versos. Los únicos que no se movieron de su
sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina;
ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie,
y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni
por un momento los ojos de ella.
El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la
tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé,
sino un duendecillo negro. Era un juguete
sorpresa.
– Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires
así!
Pero el soldado se hizo el sordo.
– ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! –
añadió el duende.
Cuando los niños se levantaron, pusieron el
soldado en la ventana, y, sea por obra del
duende o del viento, abrióse ésta de repente, y
el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo
desde una altura de tres pisos. Fue una caída
terrible. Quedó clavado de cabeza entre los
adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta
hacia abajo.
La criada y el chiquillo bajaron corriendo a
buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no
pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese
gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente
habrían dado con él, pero le pareció indecoroso
gritar, yendo de uniforme.
He aquí que comenzó a llover; las gotas caían
cada vez más espesas, hasta convertirse en un
verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por
allí dos mozalbetes callejeros
– ¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo!
¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de
periódico hicieron un barquito, y, embarcando
en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el
barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y
los chiquillos seguían detrás de él dando
palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué
olas, y qué corriente! No podía ser de otro
modo, con el diluvio que había caído. El bote de
papel no cesaba de tropezar y tambalearse,
girando a veces tan bruscamente, que el soldado
por poco se marea; sin embargo, continuaba
impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de
frente y siempre arma al hombro.
De pronto, el bote entró bajo un puente del
arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.
– «¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto
tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos
aquella muchachita estuviese conmigo en el
bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!».
De repente salió una gran rata de agua que vivía
debajo el puente.
– ¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte!
Pero el soldado de plomo no respondió;
únicamente oprimió con más fuerza el fusil.
La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella.
¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las
virutas y las pajas:
– ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje!
¡No ha mostrado el pasaporte!
La corriente se volvía cada vez más impetuosa.
El soldado veía ya la luz del sol al extremo del
túnel. Pero entonces percibió un estruendo
capaz de infundir terror al más valiente.
Imaginad que, en el punto donde terminaba el
puente, el arroyo se precipitaba en un gran
canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso
como lo sería para nosotros el caer por una alta
catarata.
Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible
evitarla. El barquito salió disparado, pero
nuestro pobre soldadito seguía tan firme como
le era posible. ¡Nadie podía decir que había
pestañeado siquiera! La barquita describió dos o
tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo,
inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al
soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se
hundía por momentos, y el papel se deshacía; el
agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en
aquel momento supremo, acordóse de la linda
bailarina, cuyo rostro nunca volvería a
contemplar. Parecióle que le decían al oído:
«¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la
muerte!».
Desgarróse entonces el papel, y el soldado se
fue al fondo, pero
en el mismo momento se lo tragó un gran pez.
¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el
puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho!
Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo
era, sin soltar el fusil.
El pez continuó sus evoluciones y horribles
movimientos, hasta que, por fin, se quedó
quieto, y en su interior penetró un rayo de luz.
Hizose una gran claridad, y alguien exclamó: –
¡El soldado de plomo!- El pez había sido
pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora
estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría
con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo
con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala,
pues todos querían ver aquel personaje extraño
salido del estómago del pez; pero el soldado de
plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo
de pie sobre la mesa y – ¡qué cosas más raras
ocurren a veces en el mundo! – encontróse en el
mismo cuarto de antes, con los mismos niños y
los mismos juguetes sobre la mesa, sin que
faltase el soberbio palacio y la linda bailarina,
siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y
con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a
nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar
lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno
de él. La miró sin decir palabra.
En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al
soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo
alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende
de la tabaquera.
El soldado de plomo quedó todo iluminado y
sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era
debido al fuego o al amor. Sus colores se habían
borrado también, a consecuencia del viaje o por
la pena que sentía; nadie habría podido decirlo.
Miró de nuevo a la muchacha, encontráronse las
miradas de los dos, y él sintió que se derretía,
pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la
puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la
bailarina, que, cual una sílfide, se levantó
volando para posarse también en la chimenea,
junto al soldado; se inflamó y desapareció en un
instante. A su vez, el soldadito se fundió,
quedando reducido a una pequeña masa
informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó
las cenizas de la estufa, no quedaba de él más
que un trocito de plomo; de la bailarina, en
cambio, había quedado la estrella de oropel,
carbonizada y negra.
El Gorro de Dormir del Solterón
Hay en Copenhague una calle que lleva el
extraño nombre de «Hyskenstraede» (Callejón
de Hysken). ¿Por qué se llama así y qué
significa su nombre? Hay quien dice que es de
origen alemán, aunque esto sería atropellar esta
lengua, pues en tal caso Hysken sería:
«Häuschen», palabra que significa «casitas».
Las tales casitas, por espacio de largos años,
sólo fueron barracas de madera, casi como las
que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco
mayores, y con ventanas, que en vez de cristales
tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el
poner vidrios en las ventanas era en aquel
tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace
tanto tiempo, que el bisabuelo decía, al hablar
de ello: «Antiguamente…». Hoy hace de ello
varios siglos.
Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck
negociaban en Copenhague. Ellos no venían en
persona, sino que enviaban a sus dependientes,
los cuales se alojaban en los barracones de la
Calleja de las casitas, y en ellas vendían su
cerveza y sus especias. La cerveza alemana era
entonces muy estimada, y la había de muchas
clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin
faltar la de Brunswick. Vendían luego una gran
variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y,
especialmente, pimienta. Ésta era la más
estimada, y de aquí que a aquellos vendedores
se les aplicara el apodo de «pimenteros».
Cuando salían de su país, contraían el
compromiso de no casarse en el lugar de su
trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad
avanzada y tenían que cuidar de su persona,
arreglar su casa y apagar la lumbre – cuando la
tenían -. Algunos se volvían huraños, como
niños envejecidos, solitarios, con ideas y
costumbres especiales. De ahí viene que en
Dinamarca se llame «pimentero» a todo hombre
soltero que ha llegado a una edad más que
suficiente para casarse. Hay que saber todo esto
para comprender mi cuento.
Es costumbre hacer burla de los «pimenteros» o
solterones, como decimos aquí; una de sus
bromas consiste en decirle que se vayan a
acostar y que se calen el gorro de dormir hasta
los ojos.
Corta, corta, madera,
¡ay de ti, solterón!
El gorro de dormir se acuesta contigo,
en vez de un tesorito lindo y fino.
Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del
solterón y de su gorro de noche, precisamente
porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no
deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué?
Escuchad:
Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba
empedrada; salías de un bache para meterte en
un hoyo, como en un camino removido por los
carros, y además era muy angosta. Las casuchas
se tocaban, y era tan reducido el espacio que
mediaba entre una hilera y la de enfrente, que
en verano solían tender una cuerda desde un
tenducho al opuesto; toda la calle olía a
pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las
mesitas no solía haber gente joven; la mayoría
eran solterones, los cuales no creáis que fueran
con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa,
y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello,
no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria
del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo
vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban
con medios para hacerse retratar, y es una
lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno
de ellos, retratado en su tienda o yendo a la
iglesia los días festivos. El sombrero era alto y
de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban
a veces con una pluma; la camisa de lana
desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo
blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada
de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el
cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos
hasta los zapatos, de ancha punta, pues no
usaban medias. Del cinturón colgaban el
cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda,
amén de un puñal para la propia defensa, lo cual
era muy necesario en aquellos tiempos.
Justamente así iba vestido los días de fiesta el
viejo Antón, uno de los solterones más
empedernidos de la calleja; sólo que en vez del
sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de
ella un gorro de punto, un auténtico gorro de
dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y
jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos
gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el
retrato: era seco como un huso, tenía la boca y
los ojos rodeados de arrugas, largos dedos
huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo
izquierdo le colgaba un gran mechón que le
salía de un lunar; no puede decirse que lo
embelleciera, pero al menos servía para
identificarlo fácilmente. Se decía de él que era
de Brema, aunque en realidad no era de allí,
pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de
Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda
de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar
poco de su patria chica, pero tanto más pensaba
en ella.
No era usual que los viejos vendedores de la
calle se reunieran, sino que cada cual
permanecía en su tenducho, que se cerraba al
atardecer, y entonces la calleja quedaba
completamente oscura; sólo un tenue resplandor
salía por la pequeña placa de cuerno del rejado,
y en el interior de la casucha, el viejo, sentado
generalmente en la cama con su libro alemán de
cánticos, entonaba su canción nocturnal o
trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado
en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen
seguro. Ser forastero en tierra extraña es
condición bien amarga. Nadie se preocupa de
uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la
preocupación lleva consigo el quitárselo a uno
de encima.
En las noches oscuras y lluviosas, la calle
aparecía por demás lúgubre y desierta. No había
luz; sólo un diminuto farol colgaba en el
extremo, frente a una imagen de la Virgen
pintada en la pared. Se oía tamborilear y
chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en
dirección a la presa de Slotholm, cerca de la
cual desembocaba la calle. Las veladas así
resultan largas y aburridas, si no se busca en
qué ocuparlas: no todos los días hay que
empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos,
limpiar los platillos de la balanza; hay que idear
alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro
viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba
los zapatos. Por fin se acostaba, conservando
puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y
unos momentos después volvía a levantarlo,
para cerciorarse de que la luz estaba bien
apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los
dedos, y luego se echaba del otro lado,
volviendo a encasquetarse el gorro. Pero
muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá
quedado un ascua encendida en el braserillo que
hay debajo de la mesa? Una chispita que
quedara encendida, podía avivarse y provocar
un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la
escalera de mano – pues otra no había – y,
llegado al brasero y comprobado que no se veía
ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era
raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda
de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y
las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo
sobre sus escuálidas piernas, tiritando y
castañeteándole los dientes, hasta que volvía a
meterse en cama, pues el frío es más rabioso
que nunca cuando sabe que tiene que
marcharse. Cubríase bien con la manta, se
hundía el gorro de dormir hasta más abajo de
los ojos y procuraba apartar sus pensamientos
del negocio y de las preocupaciones del día.
Mas no siempre conseguía aquietarse, pues
entonces se presentaban viejos recuerdos y
descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces
alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la
clavan en la carne y queman, y las lágrimas le
vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia
al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas
ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la
manta o al suelo, resonando como acordes
arrancados a una cuerda dolorida, como si
salieran del corazón. Y al evaporarse, se
inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro
de su vida que nunca se borraba de su alma. Si
se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas
las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que
brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se
presentaban por el orden que habían tenido en la
realidad; lo corriente era que apareciesen los
más dolorosos, pero también acudían otros de
una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces
arrojaban las mayores sombras.
Todos reconocen cuán magníficos son los
hayedos de Dinamarca, pero en la mente de
Antón se levantaba más magnífico todavía el
bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y
venerables le parecían los viejos robles que
rodeaban el altivo castillo medieval, con las
plantas trepadoras colgantes de los sillares; más
dulcemente olían las flores de sus manzanos
que las de los manzanos daneses; percibía bien
distintamente su aroma. Rodó una lágrima,
sonora y luminosa, y entonces vio claramente
dos muchachos, un niño y una niña. Estaban
jugando. El muchacho tenía las mejillas
coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules
de expresión leal. Era el hijo del rico
comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía
ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e
inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos
chiquillos jugaban con una manzana, la
sacudían y oían sonar en su interior las pepitas.
Cortaban la fruta y se la repartían por igual;
luego se repartían también las semillas y se las
comían todas menos una; tenían que plantarla,
había dicho la niña.
– ¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca
habrías imaginado. Un manzano entero, pero no
enseguida.
Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando
los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un
hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla
depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron
con tierra.
Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha
echado raíces – advirtió Molly -; eso no se hace.
Yo lo probé por dos veces con mis flores;
quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se
murieron.
Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana,
durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas
sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la
primavera, y cuando el sol ya calentaba,
asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.
– Son yo y Molly – exclamó Antón -. ¡Es
maravilloso!
Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué
significaba aquello? Y luego salió otra, y
todavía otra. Día tras día, semana tras semana,
la planta iba creciendo, hasta que se convirtió
en un arbolillo hecho y derecho.
Y todo eso se reflejaba ahora en una única
lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras
brotarían de la fuente, del corazón del viejo
Antón.
En las cercanías de Eisenach se extiende una
línea de montañas rocosas; una de ellas tiene
forma redondeada y está desnuda, sin árboles,
matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la
montaña de Venus, una diosa de los tiempos
paganos a quien llamaban Dama Holle; todos
los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún.
Con sus hechizos había atraído al caballero
Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores
de Wartburg.
La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia
a la montaña, y un día dijo ella:
– ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar:
¡«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está
Tannhäuser!?».
Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo
pronunció las palabras: «¡Dama Holle, Dama
Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo
dijo de una manera tan confusa, en dirección del
viento, que Antón quedó persuadido de que no
había dicho nada. ¡Qué valiente estaba
entonces! Tenía un aire tan resuelto, como
cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y
todas se empeñaban en besarlo, precisamente
porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes,
por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie
excepto Molly, desde luego.
– ¡Yo puedo besarlo! – decía con orgullo,
rodeándole el cuello con los brazos; en ello
ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle
mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué
atrevida! Dama Holle de la montaña debía de
ser también muy hermosa, pero su belleza,
decíase, era la engañosa belleza del diablo. La
mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona
del país, la piadosa princesa turingia, cuyas
buenas obras eran exaltadas en romances y
leyendas; en la capilla estaba su imagen,
rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se
le parecía en nada.
El manzano plantado por los dos niños iba
creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto,
que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el
jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de
verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al
invierno. Después del duro agobio de éste,
parecía como si en primavera floreciese de
alegría. En otoño dio dos manzanas, una para
Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido
correcto.
El árbol había crecido rápidamente, y Molly no
le fue a la zaga; era fresca y lozana como una
flor del manzano; pero no estaba él destinado a
asistir por mucho tiempo a aquella floración.
Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se
marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy
lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un
viaje de unas horas, pero entonces llevaba más
de un día y una noche el trasladarse de Eisenach
hasta la frontera oriental de Turingia, a la
ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.
Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas
lágrimas se fundían en una sola, que brillaba
con los deslumbradores matices de la alegría.
Molly le había dicho que prefería quedarse con
él a ver todas las bellezas de Weimar.
El Gollete de Botella
En una tortuosa callejuela, entre varias míseras
casuchas, se alzaba una de paredes entramadas,
alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy
pobre; y lo más mísero de todo era la buhardilla,
en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una
vieja jaula abollada que ni siquiera tenía
bebedero; en su lugar había un gollete de botella
puesto del revés, tapado por debajo con un
tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja
solterona estaba asomada al exterior; acababa
de adornar con prímulas la jaula donde un
diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo
cantando tan alegremente, que su voz resonaba
a gran distancia.
«¡Ay, bien puedes tú cantar! -exclamó el
gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo
decimos nosotros, pues un casco de botella no
puede hablar, pero lo pensó a su manera, como
nosotros cuando hablamos para nuestros
adentros -. Sí, tú puedes cantar, pues no te falta
ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé,
lo que significa haber perdido toda la parte
inferior del cuerpo, sin quedarme más que
cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido
dentro… Seguro que no cantarías. Pero vale más
así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no
tengo ningún motivo para cantar, aparte que no
sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era una botella
hecha y derecha, y me frotaban con un tapón.
Era entonces una verdadera alondra, me
llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía
en el bosque, con la familia del pellejero y
celebraron la boda de su hija… Me acuerdo
como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he
pasado, y que podría contarte! He estado en el
fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y
he subido a alturas que muy pocos han
alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta jaula,
expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría
oír mi historia, aunque no la voy a contar en voz
alta, pues no puedo».
Y así el gollete de botella – hablando para sí, o
por lo menos pensándolo para sus adentros –
empezó a contar su historia, que era notable de
verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre
canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y
venía, pensando cada cual en sus problemas o
en nada. Pero el gollete de la botella recuerda
que recuerda.
Vio el horno ardiente de la fábrica donde,
soplando, le habían dado vida; recordó que
hacía un calor sofocante en aquel horno
estrepitoso, lugar de su nacimiento; que
mirando a sus honduras le habían entrado ganas
de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a
poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a
gusto en su nuevo sitio, en hilera con un
regimiento entero de hermanos y hermanas,
nacidas todas en el mismo horno, aunque unas
destinadas a contener champaña y otras cerveza,
lo cual no era poca diferencia. Más tarde, ya en
el ancho mundo, cabe muy bien que en una
botella de cerveza se envase el exquisito
«lacrimae Christi», y que en una botella de
champaña echen betún de calzado; pero siempre
queda la forma, como ejecutoria del nacimiento.
El noble es siempre noble, aunque por dentro
esté lleno de betún.
Después de un rato, todas las botellas fueron
embaladas, la nuestra con las demás. No
pensaba entonces ella que acabaría en simple
gollete y que serviría de bebedero de pájaro en
aquellas alturas, lo cual no deja de ser una
existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No
volvió a ver la luz del día hasta que la
desembalaron en la bodega de un cosechero,
junto con sus compañeras, y la enjuagaron por
primera vez, cosa que le produjo una sensación
extraña. Quedóse allí vacía y sin tapar, presa de
un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no
sabía qué a punto fijo, pero algo. Hasta que la
llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la
taparon y lacraron, pegándole a continuación un
papel en que se leía: «Primera calidad». Era
como sacar sobresaliente en el examen; pero es
que en realidad el vino era bueno, y la botella,
buena también. Cuando se es joven, todo el
mundo se siente poeta. La botella se sentía llena
de canciones y versos referentes a cosas de las
que no tenía la menor idea: las verdes montañas
soleadas, donde maduran las uvas y donde las
retozonas muchachas y los bulliciosos mozos
cantan y se besan. ¡Ah, qué bella es la vida!
Todo aquello cantaba y resonaba en el interior
de la botella, lo mismo que ocurre en el de los
jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco
saben nada de todo aquello.
Un buen día la vendieron. El aprendiz del
peletero fue enviado a comprar una botella de
vino «del mejor», y así fue ella a parar al cesto,
junto con jamón, salchichas y queso, sin que
faltaran tampoco una mantequilla de magnífico
aspecto y un pan exquisito. La propia hija del
peletero vació el cesto. Era joven y linda; reían
sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su
boca, que hablaba tan elocuentemente como sus
ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy
blancas, aunque no tanto como el cuello y el
pecho. Veíase a la legua que era una de las
mozas más bellas de la ciudad, y, sin embargo,
no estaba prometida.
Cuando la familia salió al bosque, la cesta de la
comida quedó en el regazo de la hija; el cuello
de la botella asomaba por entre los extremos del
blanco pañuelo; cubría el tapón un sello de lacre
rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero
no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven
marino, sentado a su lado. Era un amigo de
infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de
pasar felizmente su examen de piloto, y al día
siguiente se embarcaba en una nave con rumbo
a lejanos países. De ello habían estado hablando
largamente mientras empaquetaban, y en el
curso de la conversación no se había reflejado
mucha alegría en los ojos y en la boca de la
linda hija del peletero.
Los dos jóvenes se metieron por el verde
bosque, enzarzados en un coloquio. ¿De qué
hablarían? La botella no lo oyó, pues se había
quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de
que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron,
habían sucedido cosas muy agradables; todos
los ojos estaban sonrientes, incluso los de la
hija, la cual apenas abría la boca, y tenía las
mejillas encendidas como rosas encarnadas.
El padre cogió la botella llena y el sacacorchos.
Es extraño, sí, la impresión que se siente cuando
a una la descorchan por vez primera. Jamás
olvidó el cuello de la botella aquel momento
solemne; al saltar el tapón le había escapado de
dentro un raro sonido, «¡plump!», seguido de un
gorgoteo al caer el vino en los vasos.
– ¡Por la felicidad de los prometidos! – dijo el
padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la
última gota, mientras el joven piloto besaba a su
hermosa novia.
– ¡Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos
viejos.
El mozo volvió a llenar los vasos. – ¡Por mi
regreso y por la boda de hoy en un año! -brindó,
y cuando los vasos volvieron a quedar vacíos,
levantando la botella, añadió: – ¡Has asistido al
día más hermoso de mi vida; nunca más
volverás a servir! -. Y la arrojó al aire.
Poco pensó entonces la muchacha que aún vería
volar otras veces la botella; y, sin embargo, así
fue. La botella fue a caer en el espeso cañaveral
de un pequeño estanque que había en el bosque;
el gollete recordaba aún perfectamente cómo
había ido a parar allí y cómo había pensado:
«Les di vino y ellos me devuelven agua
cenagosa; su intención era buena, de todos
modos». No podía ya ver a la pareja de novios
ni a sus regocijados padres, pero durante largo
rato los estuvo oyendo cantar y charlar
alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos
campesinos, que, mirando por entre las cañas,
descubrieron la botella y se la llevaron a casa.
Volvía a estar atendida.
En la casa del bosque donde moraban los
muchachos, la víspera había llegado su hermano
mayor, que era marino, para despedirse, pues
iba a emprender un largo viaje. Corría la madre
de un lado para otro empaquetando cosas y más
cosas; al anochecer, el padre iría a la ciudad a
ver a su hijo por última vez antes de su partida,
y a llevarle el último saludo de la madre. Había
puesto ya en el hato una botellita de aguardiente
de hierbas aromáticas, cuando se presentaron
los muchachitos con la botella encontrada, que
era mayor y más resistente. Su capacidad era
superior a la de la botellita, y el licor era muy
bueno para el dolor de estómago, pues entre
otras muchas hierbas, contenía corazoncillo.
Esta vez no llenaron la botella con vino, como
la anterior, sino con una poción amarga, aunque
excelente, para el estómago. La nueva botella
reemplazó a la antigua, y así reanudó aquélla
sus correrías. Pasó a bordo del barco propiedad
de Peter Jensen, justamente el mismo en el que
servía el joven piloto, el cual no vio la botella,
aparte que lo más probable es que no la hubiera
reconocido ni pensado que era la misma con
cuyo contenido habían brindado por su
noviazgo y su feliz regreso.
Aunque no era vino lo que la llenaba, no era
menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo
llamaban sus compañeros «El boticario», pues a
cada momento sacaba la botella y administraba
a alguien la excelente medicina – excelente para
el estómago, entendámonos -; y aquello duró
hasta que se hubo consumido la última gota.
Fueron días felices, y la botella solía cantar
cuando la frotaban con el tapón. De entonces le
vino el nombre de alondra, la alondra de Peter
Jensen.
Había transcurrido un largo tiempo, y la botella
había sido dejada, vacía, en un rincón; mas he
aquí que – si la cosa ocurrió durante el viaje de
ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a
punto fijo, pues jamás desembarcó – se levantó
una tempestad. Olas enormes negras y densas,
se encabritaban, levantaban el barco hasta las
nubes y lo lanzaban en todas direcciones;
quebróse el palo mayor, un golpe de mar abrió
una vía de agua, y las bombas resultaban
inútiles. Era una noche oscura como boca de
lobo, y el barco se iba a pique; en el último
momento, el joven piloto escribió en una hoja
de papel: «¡En el nombre de Dios,
naufragamos!». Estampó el nombre de su
prometida, el suyo propio y el del buque, metió
el papel en una botella vacía que encontró a
mano y, tapándola fuertemente, la arrojó al mar
tempestuoso. Ignoraba que era la misma que
había servido para llenar los vasos de la alegría
y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas
llevando un mensaje de adiós y de muerte.
Hundióse el barco, y con él la tripulación,
mientras la botella volaba como un pájaro,
llevando dentro un corazón, una carta de amor.
Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la botella
le pareció como si volviese a los tiempos de su
infancia, en que veía el rojo horno ardiente.
Vivió períodos de calma y nuevas tempestades,
pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada
por un tiburón.
Más de un año estuvo flotando al azar, ora hacia
el Norte, ora hacia Mediodía, a merced de las
corrientes marinas. Por lo demás, era dueña de
sí, pero al cabo de un tiempo uno llega a
cansarse incluso de esto.
La hoja escrita, con el último adiós del novio a
su prometida, sólo duelo habría traído,
suponiendo que hubiese ido a parar a las manos
a que iba destinada. Pero, ¿dónde estaban
aquellas manos, tan blancas cuando, allá en el
verde bosque, se extendían sobre la jugosa
hierba el día del noviazgo? ¿Dónde estaba la
hija del peletero? ¿Dónde se hallaba su tierra, y
cuál sería la más próxima? La botella lo
ignoraba; seguía en su eterno vaivén, y al fin se
sentía ya harta de aquella vida; su destino era
otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que,
finalmente, fue arrojada a la costa, en un país
extraño. No comprendía una palabra de lo que
las gentes hablaban; no era la lengua que oyera
en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido
cuando no entiende el idioma.