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El Duende de la Tienda

Érase una vez un estudiante, un estudiante de
verdad, que vivía en una buhardilla y nada
poseía; y érase también un tendero, un tendero
de verdad, que habitaba en la trastienda y era
dueño de toda la casa; y en su habitación
moraba un duendecillo, al que todos los años,
por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón
de papas y un buen trozo de mantequilla dentro.
Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en
la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró el estudiante por la puerta
trasera, a comprarse una vela y el queso para su
cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él
mismo. Diéronle lo que pedía, lo pagó, y el
tendero y su mujer le desearon las buenas
noches con un gesto de la cabeza. La mujer
sabía hacer algo más que gesticular con la
cabeza; era un pico de oro.
El estudiante les correspondió de la misma
manera y luego se quedó parado, leyendo la
hoja de papel que envolvía el queso. Era una
hoja arrancada de un libro viejo, que jamás
hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un
libro de poesía.
– Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo
compré a una vieja por unos granos de café; por
ocho chelines se lo cedo entero.
– Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo
a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero
sería pecado destrozar este libro. Es usted un
hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo
que es de poesía, entiende menos que esa cuba.
La verdad es que fue un tanto descortés al
decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero
y estudiante se echaron a reír, pues el segundo
había hablado en broma. Con todo, el duende se
picó al oír semejante comparación, aplicada a
un tendero que era dueño de una casa y encima
vendía una mantequilla excelente.
Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda,
y cuando todo el mundo estaba acostado,
excepto el estudiante, entró el duende en busca
del pico de la dueña, pues no lo utilizaba
mientras dormía; fue aplicándolo a todos los
objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían
voz y habla. y podían expresar sus
pensamientos y sentimientos tan bien como la
propia señora de la casa; pero, claro está, sólo
podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era
una suerte, pues de otro modo, ¡menudo
barullo!
El duende puso el pico en la cuba que contenía
los diarios viejos. – ¿Es verdad que usted no
sabe lo que es la poesía?
– Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una
cosa que ponen en la parte inferior de los
periódicos y que la gente recorta; tengo motivos
para creer que hay más en mí que en el
estudiante, y esto que comparado con el tendero
no soy sino una cuba de poco más o menos.
Luego el duende colocó el pico en el molinillo
de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y
después lo aplicó al barrilito de manteca y al
cajón del dinero; y todos compartieron la
opinión de la cuba. Y cuando la mayoría
coincide en una cosa, no queda mas remedio
que respetarla y darla por buena.
– ¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió
callandito a la buhardilla, por la escalera de la
cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo
miró por el ojo de la cerradura y vio al
estudiante que estaba leyendo el libro roto
adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad
irradiaba de él!
De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz,
que iba transformándose en un tronco, en un
poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y
cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas
era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una
hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros
y llameantes, ya azules y maravillosamente
límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes
estrellas, y un canto y una música deliciosos
resonaban en la destartalada habitación.
Jamás había imaginado el duendecillo una
magnificencia como aquélla, jamás había oído
hablar de cosa semejante. Por eso permaneció
de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz.
Seguramente el estudiante había soplado la vela
para acostarse; pero el duende seguía en su
sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce
y solemne, una deliciosa canción de cuna para
el estudiante, que se entregaba al descanso.
– ¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo
hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el
estudiante… -. Y se lo estuvo rumiando buen
rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y
suspiró. – ¡Pero el estudiante no tiene papillas,
ni mantequilla! -. Y se volvió; se volvió abajo, a
casa del tendero. Fue una suerte que no tardase
más, pues la cuba había gastado casi todo el
pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo
que encerraba en su interior, echada siempre de
un lado; y se disponía justamente a volverse
para empezar a contar por el lado opuesto,
cuando entró el duende y le quitó el pico; pero
en adelante toda la tienda, desde el cajón del
dinero hasta la leña de abajo, formaron sus
opiniones calcándolas sobre las de la cuba;
todos la ponían tan alta y le otorgaban tal
confianza, que cuando el tendero leía en el
periódico de la tarde las noticias de arte y
teatrales, ellos creían firmemente que procedían
de la cuba.
En cambio, el duendecillo ya no podía estarse
quieto como antes, escuchando toda aquella
erudición y sabihondura de la planta baja, sino
que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla,
era como si sus rayos fuesen unos potentes
cables que lo remontaban a las alturas; tenía que
subir a mirar por el ojo de la cerradura, y
siempre se sentía rodeado de una grandiosidad
como la que experimentamos en el mar
tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y
rompía a llorar, sin saber él mismo por qué,
pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué
magnífico debía de ser estarse sentado bajo el
árbol, junto al estudiante! Pero no había que
pensar en ello, y se daba por satisfecho
contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y
allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el
viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el
frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no
lo notaba hasta que se apagaba la luz de la
buhardilla, y los melodiosos sones eran
dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo
temblaba entonces, y bajaba corriendo las
escaleras para refugiarse en su caliente rincón,
donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la
Nochebuena, con sus papillas y su buena bola
de manteca, se declaró resueltamente en favor
del tendero.
Pero a media noche despertó al duendecillo un
alboroto horrible, un gran estrépito en los
escaparates, y gentes que iban y venían
agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar
el pito. Había estallado un incendio, y toda la
calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del
vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa,
una confusión terrible! La mujer del tendero
estaba tan consternada, que se quitó los
pendientes de oro de las orejas y se los guardó
en el bolsillo, para salvar algo. El tendero
recogió sus láminas de fondos públicos, y la
criada, su mantilla de seda, que se había podido
comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería
salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de
un salto subió las escaleras y se metió en la
habitación del estudiante, quien, de pie junto a
la ventana, contemplaba tranquilamente el
fuego, que ardía en la casa de enfrente. El
duendecillo cogió el libro maravilloso que
estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro
rojo lo sujetó convulsivamente con ambas
manos: el más precioso tesoro de la casa estaba
a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el
tejado, a la punta de la chimenea, y allí se
estuvo, iluminado por la casa en llamas,
apretando con ambas manos el gorro que
contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta
de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a
quién pertenecía en realidad. Pero cuando el
incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo
vuelto a sus ideas normales, dijo:
– Me he de repartir entre los dos. No puedo
separarme del todo del tendero, por causa de las
papillas.
Y en esto se comportó como un auténtico ser
humano. Todos procuramos estar bien con el
tendero… por las papillas.

El Cofre Volador

Érase una vez un comerciante tan rico, que
habría podido empedrar toda la calle con
monedas de plata, y aún casi un callejón por
añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el
hombre conocía mejores maneras de invertir su
dinero, y cuando daba un ochavo era para
recibir un escudo. Fue un mercader muy listo…
y luego murió.
Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía
alegremente: todas las noches iba al baile de
máscaras, hacía cometas con billetes de banco y
arrojaba al agua panecillos untados de
mantequilla y lastrados con monedas de oro en
vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto
se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no
le quedaron más de cuatro perras gordas, y por
todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de
noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían
ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que
era un bonachón, le envió un viejo cofre con
este aviso: «¡Embala!». El consejo era bueno,
desde luego, pero como nada tenía que embalar,
se metió él en el baúl.
Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto
se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un
santiamén, el muchacho se vio por los aires
metido en el cofre, después de salir por la
chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que
te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía
un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si
se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios
nos ampare!
De este modo llegó a tierra de turcos.
Escondiendo el cofre en el bosque, entre
hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no
llamó la atención de nadie, pues todos los turcos
vestían también bata y pantuflos. Encontróse
con un ama que llevaba un niño:
– Oye, nodriza -le preguntó-, ¿qué es aquel
castillo tan grande, junto a la ciudad, con
ventanas tan altas?
– Allí vive la hija del Rey -respondió la mujer-.
Se le ha profetizado que quien se enamore de
ella la hará desgraciada; por eso no se deja que
nadie se le acerque, si no es en presencia del
Rey y de la Reina, – Gracias -dijo el hijo del
mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el
cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del
castillo y se introdujo por la ventana en las
habitaciones de la princesa.
Estaba ella durmiendo en un sofá; era tan
hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le
dio un beso. La princesa despertó asustada, pero
él le dijo que era el dios de los turcos, llegado
por los aires; y esto la tranquilizó.
Sentáronse uno junto al otro, y el mozo se puso
a contar historias sobre los ojos de la muchacha:
eran como lagos oscuros y maravillosos, por los
que los pensamientos nadaban cual ondinas;
luego historias sobre su frente, que comparó con
una montaña nevada, llena de magníficos
salones y cuadros; y luego le habló de la
cigüeña, que trae a los niños pequeños.
Sí, eran unas historias muy hermosas,
realmente. Luego pidió a la princesa si quería
ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.
– Pero tendréis que volver el sábado -añadió-,
pues he invitado a mis padres a tomar el té.
Estarán orgullosos de que me case con el dios
de los turcos. Pero mira de recordar historias
bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi
madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi
padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse.
– Bien, no traeré más regalo de boda que mis
cuentos -respondió él, y se despidieron; pero
antes la princesa le regaló un sable adornado
con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al
mozo!
Se marchó en volandas, se compró una nueva
bata y se fue al bosque, donde se puso a
componer un cuento. Debía estar listo para el
sábado, y la cosa no es tan fácil.
Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado.
El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban
para tomar el té en compañía de la princesa. Lo
recibieron con gran cortesía.
– ¿Vais a contarnos un cuento -preguntóle la
Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea
instructivo?
– Pero que al mismo tiempo nos haga reír –
añadió el Rey.-
– De acuerdo -respondía el mozo, y comenzó su
relato. Y ahora, atención.
«Érase una vez un haz de fósforos que estaban
en extremo orgullosos de su alta estirpe; su
árbol genealógico, es decir, el gran pino, del
que todos eran una astillita, había sido un añoso
y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se
encontraban ahora entre un viejo eslabón y un
puchero de hierro no menos viejo, al que
hablaban de los tiempos de su infancia. -¡Sí,
cuando nos hallábamos en la rama verde –
decían- estábamos realmente en una rama
verde! Cada amanecer y cada atardecer
teníamos té diamantino: era el rocío; durante
todo el día nos daba el sol, cuando no estaba
nublado, y los pajarillos nos contaban historias.
Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues
los árboles de fronda sólo van vestidos en
verano; en cambio, nuestra familia lucía su
verde ropaje, lo mismo en verano que en
invierno. Mas he aquí que se presentó el
leñador, la gran revolución, y nuestra familia se
dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor
de un barco de alto bordo, capaz de
circunnavegar el mundo si se le antojaba; las
demás ramas pasaron a otros lugares, y a
nosotros nos ha sido asignada la misión de
suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar
de ser gente distinguida, hemos venido a parar a
la cocina.
» – Mi destino ha sido muy distinto -dijo el
puchero a cuyo lado yacían los fósforos-. Desde
el instante en que vine al mundo, todo ha sido
estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él;
yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy
el número uno en la casa, Mi único placer
consiste, terminado el servicio de mesa, en
estarme en mi sitio, limpio y bruñido,
conversando sesudamente con mis compañeros;
pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando
baja al patio, puede decirse que vivimos
completamente retirados. Nuestro único
mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se
exalta tanto cuando habla del gobierno y del
pueblo!; hace unos días un viejo puchero de
tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se
cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os
digo que este cesto es un revolucionario; y si
no, al tiempo.
» – ¡Hablas demasiado! -intervino el eslabón,
golpeando el pedernal, que soltó una chispa-.
¿No podríamos echar una cana al aire, esta
noche?
» – Sí, hablemos -dijeron los fósforos-, y
veamos quién es el más noble de todos
nosotros.
» – No, no me gusta hablar de mi persona –
objetó la olla de barro-. Organicemos una
velada. Yo empezaré contando la historia de mi
vida, y luego los demás harán lo mismo; así no
se embrolla uno y resulta más divertido. En las
playas del Báltico, donde las hayas que cubren
el suelo de Dinamarca…
» – ¡Buen principio! -exclamaron los platos-.
Sin duda, esta historia nos gustará.
» – …pasé mi juventud en el seno de una familia
muy reposada; se limpiaban los muebles, se
restregaban los suelos, y cada quince días
colgaban cortinas nuevas.
» – ¡Qué bien se explica! -dijo la escoba de crin-
. Diríase que habla un ama de casa; hay un no sé
que de limpio y refinado en sus palabras.
» -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el
balde, dando un saltito de contento que hizo
resonar el suelo.
» La olla siguió contando, y el fin resultó tan
agradable como había sido el principio.
» Todos los platos castañetearon de regocijo, y
la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y
con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los
demás rabiarían. “Si hoy le pongo yo una
corona, mañana me pondrá ella otra a mí”,
pensó.
» – ¡Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, ¡dicho
y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la
pierna! La vieja funda de la silla del rincón
estalló al verlo-. ¿Me vais a coronar también a
mí? -pregunto la tenaza; y así se hizo.
» – ¡Vaya gentuza! -pensaban los fósforos.
» Tocábale entonces el turno de cantar a la
tetera, pero se excusó alegando que estaba
resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al
fuego; pero todo aquello eran remilgos; no
quería hacerlo más que en la mesa, con las
señorías.
» Había en la ventana una vieja pluma, con la
que solía escribir la sirvienta. Nada de notable
podía observarse en ella, aparte que la
sumergían demasiado en el tintero, pero ella se
sentía orgullosa del hecho.
» – Si la tetera se niega a cantar, que no cante –
dijo-. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que
sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el
Conservatorio, mas por esta noche seremos
indulgentes.
» – Me parece muy poco conveniente -objetó la
cafetera, que era una cantora de cocina y
hermanastra de la tetera – tener que escuchar a
un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que
juzgue el cesto de la compra.
» – Francamente, me habéis desilusionado -dijo
el cesto-. ¡Vaya manera estúpida de pasar una
velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no
sería mucho mejor hacer las cosas con orden?
Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el
juego. ¡Otra cosa seria!
» – ¡Sí, vamos a armar un escándalo! –
exclamaron todos.
» En esto se abrió la puerta y entró la criada.
Todos se quedaron quietos, nadie se movió;
pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y
de su distinción. “Si hubiésemos querido –
pensaba cada uno-, ¡qué velada más deliciosa
habríamos pasado!”.
» La sirvienta cogió los fósforos y encendió
fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas
echaban!
» “Ahora todos tendrán que percatarse de que
somos los primeros -pensaban-. ¡Menudo brillo
y menudo resplandor el nuestro!”. Y de este
modo se consumieron».
– ¡Qué cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me
parece encontrarme en la cocina, entre los
fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija.
– Desde luego -asintió el Rey-. Será tuya el
lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya,
considerándolo como de la familia.
Fijóse el día de la boda, y la víspera hubo
grandes iluminaciones en la ciudad,
repartiéronse bollos de pan y rosquillas, los
golfillos callejeros se hincharon de gritar
«¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la
boca… ¡Una fiesta magnífica!
«Tendré que hacer algo», pensó el hijo del
mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé
yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el
baúl y emprendió el vuelo.
¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya
chisporroteo!
Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales
que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca
habían contemplado una traca como aquella,
Ahora sí que estaban convencidos de que era el
propio dios de los turcos el que iba a casarse
con la hija del Rey.
No bien llegó nuestro mozo al bosque con su
baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a
observar el efecto causado».
Era una curiosidad muy natural.
¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las
personas a quienes preguntó había presenciado
el espectáculo de una manera distinta, pero
todos coincidieron en calificarlo de hermoso.
– Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno-
. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la
barba parecía agua espumeante.
– Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo
otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos
preciosos.
Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día
siguiente era la boda.
Regresó al bosque para instalarse en su cofre;
pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se
había incendiado. Una chispa de un cohete
había prendido fuego en el forro y reducido el
baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no
podía volar ni volver al palacio de su prometida.
Ella se pasó todo el día en el tejado,
aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras
él recorre el mundo contando cuentos, aunque
ninguno tan regocijante como el de los fósforos.

El Cerro de los Elfos

Varios lagartos gordos corrían con pie ligero
por las grietas de un viejo árbol; se entendían
perfectamente, pues hablaban todos la lengua
lagarteña.
– ¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los ellos!
-dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no me
dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me
duelen las muelas, pues tampoco entonces
puedo dormir.
– Algo pasa allí adentro -observó otro-. Hasta
que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el
cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se
ventile bien, y sus muchachas han aprendido
nuevas danzas. ¡Algo se prepara!
– Sí -intervino un tercer lagarto-. He hecho
amistad con una lombriz de tierra que venía de
la colina, en la cual había estado removiendo la
tierra día y noche. Oyó muchas cosas. Ver no
puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en
esto se pinta sola. Resulta que en el cerro
esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero,
quiénes son éstos, la lombriz se negó a
decírmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han
encargado a los fuegos fatuos que organicen
una procesión de antorchas, como dicen ellos, y
todo el oro y la plata que hay en el cerro – y no
es poco – lo pulen y exponen a la luz de la luna.
– ¿Quiénes podrán ser esos forasteros? -se
preguntaban los lagartos-. ¿Qué diablos debe
suceder? ¡Oíd, qué manera de zumbar!
En aquel mismo momento se partió el
montículo, y una señorita elfa, vieja y
anticuada, aunque por lo demás muy
correctamente vestida, salió andando a pasitos
cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de
los elfos, estaba emparentada de lejos con la
familia real y llevaba en la frente un corazón de
ámbar. ¡Movía las piernas con una agilidad!:
trip, trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó
directamente al pantano del fondo, a la vivienda
del chotacabras.
– Están ustedes invitados a la colina esta noche –
dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no
fuera molestia para ustedes. ¿Podrían transmitir
la invitación a los demás? Algo deben hacer, ya
que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios
forasteros ilustres, magos de distinción; por eso
hoy comparecerá el anciano rey de los elfos.
– ¿A quién hay que invitar? -preguntó el
chotacabras.
– Al gran baile pueden concurrir todos, incluso
las personas, con tal que hablen durmiendo o
sepan hacer algo que se avenga con nuestro
modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta
queremos hacer una rigurosa selección; sólo
asistirán personajes de la más alta categoría.
Hasta disputé con el Rey, pues yo no quería que
los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay
que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal
vez no les guste venir a tierra seca, pero les
prepararemos una piedra mojada para asiento o
quizás algo aún mejor; supongo que así no
tendrán inconveniente en asistir, siquiera por
esta vez. Queremos que vengan todos los viejos
trasgos de primera categoría, con cola, el Genio
del Agua y el Duende y, a mi entender, no
debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al
Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia,
todos los cuales pertenecen al elemento clerical
y no a nuestra clase. Pero ése es su oficio; por lo
demás, están emparentados de cerca con
nosotros y nos visitan con frecuencia.
– ¡Muy bien! -dijo el chotacabras,
emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo.
Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro,
cubiertas de velos, y lo hacían con tejidos de
niebla y luz de la luna, de un gran efecto para
los aficionados a estas cosas. En el centro de la
colina, el gran salón había sido adornado
primorosamente; el suelo, lavado con luz de
luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja,
por lo que brillaban como hojas de tulipán. En
la colina había, en el asador, gran abundancia de
ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de
niño y ensaladas de semillas de seta y húmedos
hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la
destilería de la bruja del pantano, amén de
fosforescente vino de salitre de las bodegas
funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los
postres figuraban clavos oxidados y trozos de
ventanal de iglesia.
El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro
con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de
primera); y no se crea que le es fácil a un rey de
los elfos procurarse pizarrín de primera. En el
dormitorio colgaron cortinas, que fueron
pegadas con saliva de serpiente. Se comprende,
pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto.
– Ahora hay que sahumar todo esto con orines
de caballo y cerdas de puerco; entonces yo
habré cumplido con mi tarea -dijo la vieja
señorita.
– ¡Dulce padre mío! -dijo la hija menor, que era
muy zalamera-, ¿no podría saber quiénes son
los ilustres forasteros?
– Bueno -respondió el Rey, tendré que decírtelo.
Dos de mis hijas deben prepararse para el
matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. El
anciano duende de allá en Noruega, el que
reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro
palacios acantilados de feldespato y una mina
de oro mucho más rica de lo que creen por ahí,
viene con sus dos hijos, que viajan en busca de
esposa. El duende es un anciano nórdico, muy
viejo y respetable, pero alegre y campechano.
Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un
día en que brindamos fraternalmente con
ocasión de su estancia aquí en busca de mujer.
Ella murió; era hija del rey de los Peñascos
gredosos de Möen. Tomó una mujer de yeso,
como suele decirse. ¡Ah, y qué ganas tengo de
ver al viejo duende nórdico! Dicen que los
chicos son un tanto mal criados e impertinentes;
pero quizás exageran. Tiempo tendrán de sentar
la cabeza. A ver si sabéis portaros con ellos en
forma conveniente.
– ¿Y cuándo llegan? -preguntó una de las hijas.
– Eso depende del tiempo que haga -respondió
el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan
las oportunidades de los barcos. Yo habría
querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se
inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de
los tiempos, y esto no se lo perdono.
En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno
de ellos más rápido que su compañero; por eso
llegó antes.
– ¡Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.
– ¡Dadme la corona y dejad que me ponga a la
luz de la luna! -ordenó el Rey.
Las hijas, levantándose los velos, se inclinaron
hasta el suelo. Entró el anciano duende de
Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y
de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido
una piel de oso y grandes botas, mientras los
hijos iban con el cuello descubierto y
pantalones sin tirantes, pues eran hombres de
pelo en pecho.
– ¿Esto es una colina? -preguntó el menor,
señalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo
llamaríamos un agujero.
– ¡Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va
para dentro, y una colina va para arriba. ¿No
tenéis ojos en la cabeza?
Lo único que les causaba asombro, dijeron, era
que comprendían la lengua de los otros sin
dificultad.
– ¡Es para creer que os falta algún tornillo! –
refunfuñó el viejo. Entraron luego en la
mansión de los elfos, donde se había reunido la
flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan
precipitada, que se hubiera dicho que el viento
los habla arremolinado; y para todos estaban las
cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas
se sentaban a la mesa sobre grandes patines
acuáticos, y afirmaban que se sentían como en
su casa. En la mesa todos observaron la máxima
corrección, excepto los dos duendecitos
nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las
piernas encima. Pero estaban persuadidos de
que a ellos todo les estaba bien.
– ¡Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo
duende, y ellos obedecieron, aunque a
regañadientes. A sus damas respectivas les
hicieron cosquillas con piñas de abeto que
llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las
botas para estar más cómodos y se las dieron a
guardar. Pero el padre, el viejo duende de
Dovre, era realmente muy distinto.

El Alforfon

Si después de una tormenta pasáis junto a un
campo de alforfón, lo veréis a menudo
ennegrecido y como chamuscado; se diría que
sobre él ha pasado una llama, y el labrador
observa: – Esto es de un rayo -. Pero, ¿cómo
sucedió? Os lo voy a contar, pues yo lo sé por
un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un
viejo sauce que crece junto a un campo de
alforfón. Es un sauce corpulento y venerable
pero muy viejo y contrahecho, con una
hendidura en el tronco, de la cual salen
hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy
encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar
el suelo, como una larga cabellera verde.
En todos los campos de aquellos contornos
crecían cereales, tanto centeno como cebada y
avena, esa magnífica avena que, cuando está en
sazón, ofrece el aspecto de una fila de
diminutos canarios amarillos posados en una
rama. Todo aquel grano era una bendición, y
cuando más llenas estaban las espigas, tanto
más se inclinaban, como en gesto de piadosa
humildad.
Pero había también un campo sembrado de
alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se
inclinaban como las de las restantes mieses,
sino que permanecían enhiestas y altivas.
– Indudablemente, soy tan rico como la espiga
de trigo -decía-, y además soy mucho más
bonito; mis flores son bellas como las del
manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a los
míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo
sauce?
El árbol hizo un gesto con la cabeza, como
significando: «¡Qué cosas dices!». Pero el
alforfón, pavoneándose de puro orgullo,
exclamó: – ¡Tonto de árbol! De puro viejo, la
hierba le crece en el cuerpo.
Pero he aquí que estalló una espantosa
tormenta; todas las flores del campo recogieron
sus hojas y bajaron la cabeza mientras la
tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón
seguía tan engreído y altivo.
– ¡Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron
las flores.
– ¡Para qué! -replicó el alforfón.
– ¡Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el
trigo-. Mira que se acerca el ángel de la
tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al
suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que
tengas tiempo de pedirle gracia.
– ¡Que venga! No tengo por qué humillarme –
respondió el alforfón.
– ¡Cierra tus flores y baja tus hojas! -le
aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes
la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni
siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a
través del rayo se ve el cielo de Dios, y esta
visión ciega al propio hombre. ¡Qué no nos
ocurriría a nosotras, pobres plantas de la tierra,
que somos mucho menos que él!
– ¿Menos que él? -protestó el alforfón-. ¡Pues
ahora miraré cara a cara al cielo de Dios! -. Y
así lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el
resplandor, que no pareció sino que todo el
mundo fuera una inmensa llamarada.
Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se
abrieron y levantaron de nuevo en medio del
aire puro y en calma, vivificados por la lluvia;
pero el alforfón aparecía negro como carbón,
quemado por el rayo; no era más que un
hierbajo muerto en el campo.
El viejo sauce mecía sus ramas al impulso del
viento, y de sus hojas verdes caían gruesas
gotas de agua, como si el árbol llorase, y los
gorriones le preguntaron:
– ¿Por qué lloras? ¡Si todo esto es una
bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo
desfilan las nubes. ¿No respiras el aroma de las
flores y zarzas? ¿Por qué lloras, pues, viejo
sauce?
Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón,
de su orgullo y del castigo que le valió. Yo, que
os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me
la narraron una tarde, en que yo les había
pedido que me contaran un cuento.