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El Grano de Arena

A mi sobrina María de Asensi y de Castaños
– I –
Terminaba el mes de Diciembre.
Camino de una de las principales ciudades
del Norte de España, en una noche fría y lluviosa,
una mujer, llevando una criatura de
pocos años en sus brazos andaba triste y fatigada,
sin encontrar una casa que le diera albergue
ni alimento que reanimase sus quebrantadas
fuerzas. La niña lloraba de hambre
y temblaba de frío, y su madre no tenía calor
para darle vida, ni pan con que sustentarla.
Aquella infeliz era viuda, una penosa enfermedad
la consumía, y su mayor pesar nacía
del temor de no llegar a la población donde
vivía un hermano suyo bien acomodado y que
le ofrecía, cama y mesa en su morada.
Besaba con ternura a su niña, pero esta no
cesaba de gemir.
No lejos de allí estaban sentados en un
banco de piedra un viejo y un niño. El viejo
gruñía y el niño lloraba.
-Eres un holgazán, Ángel, no sirves más
que de estorbo -decía el anciano-; ni trabajas
hoy ni trabajarás en tu vida.
-Yo no he nacido para esto, además soy
muy pequeño para cargar con tanta leña –
murmuraba el muchacho.
-Para eso has venido al mundo, para servir
de algo. A tu edad llevaba yo mucho más peso
que tú sobre mis costillas. Pero se hace
tarde, echemos a andar, que es necesario
llegar a la granja antes de las diez.
Ambos se levantaron, el chico cogió la leña
que colocó sobre sus hombros y siguió al viejo
que era su amo.
Aquel niño no tenía padres, su madre había
muerto poco después de su nacimiento y su
padre algunos meses más tarde. Le habían
acogido por caridad los dueños de una granja,
y allí le daban casa y comida a cambio de un
trabajo superior a sus años y a sus fuerzas.
Apenas había andado unos treinta pasos,
cuando hallaron tendida en el suelo a una
mujer inmóvil. El anciano se acercó a ella, vio
que estaba viva, pero sin conocimiento, y con
la ayuda del chico la dejó al pie de un árbol
descansando su cabeza sobre el duro tronco.
La mujer llevaba una criatura en los brazos,
de la que se apoderó Ángel. Empezó a mecerla
como hacen las niñas con sus muñecas, y
ella a sonreírse mirándole. El niño buscó algo
en su bolsillo, no encontró más que un pedazo
de pan negro, y fue introduciendo varias migas
en la boca de su nueva compañera.
-No podemos llevar a estas desgraciadas a
casa -dijo el viejo-, dejémoslas aquí, y avisaremos
al primero que llegue para que las socorra.
-Van a morirse de frío -replicó Ángel-; las
dos están heladas y no tendríamos caridad si
las abandonásemos en mitad del camino.
-Ya he hecho bastante apartándolas de él;
aquí nadie pasa, están seguras.
-Si usted quiere -se atrevió a decir el niño-
, me quedaré guardándolas hasta que venga
alguien que las ampare.
-Bien, bien -murmuró el viejo que no era
completamente malo-, quédate, pero cuida de
estar en casa dentro de media hora.
-No faltaré.
El anciano se alejó, la mujer continuó sin
movimiento, y la niña pidió más pan.
-Hola -dijo Ángel-, parece que tenemos
hambre. La miga se ha acabado, roe si puedes
la corteza.
Y se la dio.
-A ver si sabes andar -prosiguió dejándola
en el suelo-. Creo que sí, aunque te gusta
más estar en brazos. Ya tendrás tres años por
lo menos. ¿Cómo te llamas?
-Anita -contestó ella.
-¿Y tu madre?
-Madre.
-¿De dónde vienes?
-Del pueblo.
-¿A dónde vas?
-A otro pueblo.
-¿A cuál?
-A otro.
-Quedo enterado. A verte bien, eres muy
bonita, me agradan tu pelo rubio, tus ojitos
azules, tu boca tan pequeña y tus dientecillos.
No debes ser hija de una gran señora porque
hay más de cuatro remiendos en tu vestido
tan chico como el de una muñeca, y tus zapatos
están agujereados y no llevas sombrero.
Me gustaría tener una hermanita como tú.
¿Me das un beso?
Volvió a tomarla en sus brazos y ella le besó.
Entretanto la mujer había recobrado el
conocimiento, y lo primero que hizo fue llamar
a su hija, que Ángel le entregó al punto.
-¿Quién eres tú, niño? -le preguntó.
-Yo, señora, no sé quien soy -contestó el
muchacho-, mis padres han muerto, sirvo a
todo el mundo, nadie me quiere, el fuerte me
pega y el débil se burla de mí. Llevo cargas de
leña, saco agua del pozo, cuido el ganado,
duermo mal y como peor. Me llamo Ángel.
-¡Cuánto desamparado hay en el mundo! –
exclamó la mujer-; ese es tu porvenir, hija
mía, cuando yo te falte.
Y al decir esto no pudo contener sus lágrimas.
-¿Quieres hacerme un favor, niño?
-El que usted mande, señora.
-Guiarme hasta la ciudad, y si puedes llevar
a mi niña en tus brazos.
-Con mucho gusto.
Olvidó la leña, que quedó allí abandonada,
y ayudó a levantarse a la mujer, que después
le siguió con vacilante paso. La ciudad no estaba
lejos, y casi llegaron a ella sin dificultad,
pero antes de entrar la infeliz madre se detuvo
sin aliento.
-Niño, me siento morir -murmuró-, haz que
me lleven al hospital.
-Dentro de diez minutos, a lo más, estará
usted en él.
-No tengo ya fuerzas.
-Iré a decir que traigan una camilla.
-Ángel, si me muero, que la niña vaya a
casa de su tío, que vive…
-Bien, ya me lo dirá usted en cuanto venga.
El chico dejó a Anita en el suelo y echó a
correr. Cuando volvió con algunos hombres
que debían conducir al hospital a la enferma,
el estado de esta era tan grave que no pudo
pronunciar una palabra.
-Me llevaré a la niña a la granja -dijo Ángel,
pero en aquel momento un reloj lejano
dio las doce, pensó que no era aquella hora a
propósito para ir, que le reñirían por su tardanza,
y decidió dejar la vuelta para el siguiente
día.
– II –
¿Dónde durmieron Ángel y Anita el resto de
la noche? Entre los ladrillos y las maderas que
había para la obra de una casa en construcción.
Cuando el niño se despertó, la niña descansaba
todavía.
Al abrir los ojos media hora más tarde se
halló junto a su protector, del que ni siquiera
se acordaba; empezó a llamar al su madre, y
después se echó a llorar sin que pudiesen
consolarla las caricias de Ángel.
-Voy a llevarte con tu mamá -le dijo, cogiéndola
de la mano.
Los dos tenían hambre, pero como estaban
sin dinero no pudieron tomar alimento ninguno.
Ángel se dirigió al hospital y supo que la
madre de Anita había muerto. Quiso dejar allí
la niña para volverse solo a la granja, pero no
se lo permitieron y forzoso le fue quedarse de
nuevo con ella, pues no podía dejarla desamparada
por completo.
Al pobre niño no se le ocurrió entonces otra
cosa que ir llamando de puerta en puerta, y a
los que le preguntaban lo que deseaba, les
decía con la mayor candidez:
-¿Vive aquí el tío de Anita?
Bien fuese porque ninguno de los habitantes
de aquellas casas tuviera una sobrina de
ese nombre, o porque tomasen al muchacho
por un raterillo, lo cierto es que ni una sola
morada se abrió para los infelices huérfanos.
A Ángel lo único que no se le ocurría era
separarse de la niña; la había tomado cariño
y se creía en el deber de velar por ella.
Mendigando reunió algunos cuartos y pedazos
de pan duro que mojó en el agua cristalina
de una fuente; se comieron estos y
guardaron aquellos para cuando tuviesen que
hacer algún gasto.
Durante varios días continuaron su vida
errante, temiendo Ángel que su antiguo amo
le buscase y le encerrara en la granja, a la
que no deseaba volver; pero el niño se engañaba,
pues en la granja apenas se había notado
la falta del pobre ser abandonado.
-¿Qué habrá sido de ese chico? -habían
preguntado una mañana, y a la siguiente nadie
había vuelto a acordarse de él. Otro mozo
más fuerte cargaba con la leña, el amo le reñía
menos y le pagaba algo.
Harto Ángel de mendigar, se hizo arenero
yendo a todas partes acompañado de Anita, la
que cogía frecuentemente en brazos.
Una tarde la niña jugaba en el campo con
la arena que Ángel vendía luego; una ráfaga
de viento se llevó parte de ella, y Anita se
enfadó con aquel enemigo invisible que la
importunaba.
-Voy a hacer un montón muy grande para
que el aire no la mueva -dijo.
Y casi grano a grano fue formando un pequeño
montecillo.
Un anciano que cerca de los niños buscaba
plantas raras miró a los dos muchachos con
sorpresa, se aproximó muy despacio a ellos y
murmuró:
-El grano de arena fue el origen de la montaña
que se eleva al cielo. No hay hombre,
grano de arena también, que nacido en la
más baja esfera no pueda engrandecerse poco
a poco por el talento, por el valor o por la
virtud.
-Señor, señor -exclamó con vehemencia
Ángel- yo quiero ser sabio, bravo y bueno:
haga usted algo por mí.
-¿Qué dices tú, niño? -preguntó el ancianotú
mirada es inteligente, tu frente es despejada
y dulce tu sonrisa. Siéntate a mi lado y
cuéntame quién eres, y cuáles han sido tus
primeros pasos por la áspera senda de la vida.
El muchacho obedeció y le refirió cuanto le
había sucedido desde su más tierna infancia.
El viejo le escuchó guardando silencio hasta
que Ángel cesó de hablar.
-Has hecho un gran bien amparando a esta
niña; muchos hombres hubieran vacilado antes
de tomar tal determinación. Que el débil
ampare al débil debe ser un mérito inmenso a
los ojos de Dios. Yo soy muy pobre, tanto
como tú, pero lo poco que gano quiero compartirlo
contigo.
-¿Ves esta planta que guardo en mi caja?
Pagan mucho por ella, buscaremos juntos
otra semejante, y te daré la mitad de su valor.
Además, si anhelas estudiar, ve diariamente
a mi morada, que es aquella casita
blanca que se descubre desde aquí y te enseñaré
cuanto sé.
Ángel no deseaba más que instruirse, le
prometió ir todas las noches, pues el día lo
necesitaba para trabajar por su querida niña.
– III –
El muchacho hizo rápidos progresos al lado
del anciano, y gracias a su buen comportamiento,
fue recomendado por él a unos señores
que le admitieron como criado para hacer
los recados, y le ascendieron después a secretario
del amo de la casa. Con lo que ganaba
pagó el hospedaje de Anita en la cabaña de
unos buenos labradores, y allí iba a visitarla
con frecuencia y a continuar la educación de
la niña.
Pero Ángel cumplió los veinte años y tuvo
que ser soldado. Entonces fue preciso que
partiese de aquellos lugares donde había sido
tan feliz. Anita se despidió de él llorando, y
Ángel se alejó.
No le seguiremos durante algunos años,
baste decir que logró hacerse querer y respetar
de todos, y conquistó como militar los más
altos puestos y los laureles más envidiables.
Estas noticias llegaron hasta a Anita a
quien Ángel escribía siempre como un hermano.
La joven las oía con orgullo y al propio
tiempo con temor.
-Cuando vuelva -se decía con amargura- se
avergonzará de mí, y tal vez ya no me querrá.
Ángel regresó por fin, y Anita creyó notar
en él cierta frialdad, que no era otra cosa que
una excesiva timidez.
Aquella noche dio el joven un gran banquete,
al que asistieron su protegida y el anciano
a quien los dos tanto debían.
-Es un león en la pelea -decía uno de los
convidados.
-Ha hecho grandes descubrimientos para la
ciencia -añadía un segundo.
-Ha ganado honradamente una inmensa
fortuna -proseguía un tercero.
-Es necesario que haga un brillante casamiento.
Sólo una princesa sería digna de unirse a
él.
Anita oía esto sin atreverse a pronunciar
una palabra.
Antes de terminar la comida, Ángel, dirigiéndose
a sus amigos, dijo:
-Puesto que muchos de vosotros me habéis
acompañado en mis días de desgracia, quiero
participaros mi felicidad. Voy a retirarme a
estos lugares con la mujer que mi corazón ha
elegido, si ella se digna aceptar mi mano.
Anita, pálida y triste, no levantaba los ojos
del suelo, temiendo a cada instante oír un
nombre desconocido en los labios de su protector.
Él le tomó una mano, y le preguntó
con dulce acento:
-¿Te negarás a hacerme venturoso siendo
mi esposa?
-¡Dios mío -exclamó ella-, gracias te doy
porque me concedes tan inmensa felicidad!
-Hijos míos -dijo el anciano maestro-, dignos
sois el uno del otro. Mientras el bravo
militar se cubría de gloria en los campos de
batalla, la modesta aldeana socorría a los pobres
y consolaba al desgraciado. El grano de
arena es ya montaña y ha subido tanto, que
su cúspide toca al cielo y puede ver el reino
de Dios representado por uno de sus ángeles.
Dichosos aquellos que nacidos en la miseria,
todo se lo deben a ellos mismos elevándose
por el valor, por el talento y por la virtud.