Un Hombre enamorado de sí mismo, y
sin rival en estos amores, se tenía por el más
gallardo y hermoso del mundo. Acusaba de
falsedad a todos los espejos, y vivía contentísimo
con su falaz ilusión. La Suerte, para
desengañarle, presentaba a sus ojos en todas
partes esos mudos consejeros de que se valen
las damas: espejos en las habitaciones,
espejos en las tiendas, espejos en las faltriqueras
de los petimetres, espejos hasta en el
cinturón de las señoras. ¿Que hace nuestro
Narciso? Se esconde en los lugares más ocultos,
no atreviéndose a sufrir la prueba de ver
su imagen en el cristal. Pero un canalizo que
llena el agua de una fuente, corre a sus pies
en aquel retirado paraje: se ve en él, se exalta
y cree divisar una quimérica imagen. Hace
cuanto puede para evitar su vista; pero era
tan bello aquel arroyo, que le daba pena dejarlo.
Comprenderéis a dónde voy a parar: a todos
me dirijo: esa ilusión de que hablo, es un
error que alimentamos complacidos. Nuestra
alma es el enamorado de sí mismo: los espejos,
que en todas partes encuentra, son las
ajenas necedades que retratan las propias; y
en cuanto al canal, cualquiera lo adivinará: es
el Libro de las Máximas.1