– I –
Camino del pueblo de B…, situado cerca de
la capital de una provincia cuyo nombre no
hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado
por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando
el prometido de la joven, y yo.
Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba
porque empezaba el mes de Agosto, y
los cuatro guardábamos silencio. La señora de
López rezaba mentalmente para que Dios nos
llevase con bien al término de nuestro viaje;
Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando
que no reparaba en ello, y yo contemplaba la
deliciosa campiña por la que rodaba nuestro
coche.
Serían las seis cuando el carruaje se detuvo
a la entrada del pueblo; bajamos y nos
dirigimos a una capilla donde se veneraba a
Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la
madre de Cristina tenía particular devoción.
Mientras esta señora y su hija recitaban algunas
oraciones, Fernando me rogó que le siguiera
al cementerio, situado muy cerca de
allí, donde estaba su padre enterrado. Le
complací y penetramos en un patio cuadrado,
con las tapias blanqueadas, y en el que se
observaban algunas cruces de piedra o de
madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias
varias inscripciones un tanto confusas. En un
rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi
compañero no pareció fijarse al pronto.
Me enseñó la tumba de su padre, que era
sencilla, de mármol blanco, y comprendí que
no era únicamente por verla por lo que el joven
había llegado hasta allí. Observé que buscaba
alguna cosa que no encontraba, hasta
que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida
y desgreñada, que le estaba mirando
atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba
a alejarse, cuando la anciana se levantó y le
llamó por su nombre, obligándole a detenerse.
-¿Qué desea V., madre María? -la preguntó
en un tono que quería parecer sereno.
-Lo de siempre -contestó la vieja, en cuya
mirada noté cierto extravío-, preguntarte en
dónde has ocultado a mi niña. Diez años hace
que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me
han dicho en el pueblo que vienes aquí para
celebrar tu boda con otra.
-No ignora V., madre María, que su hija
murió hace diez años y que yo pagué su entierro
para que su hermoso cuerpo descansase
en este campo-santo. A mi vez le pregunto:
¿dónde se encuentra la tumba de la pobre
Teresa?
-¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué
la cruz que me indicaba el lugar donde me
decían que estaba ella, y ¿sabes lo que vi? Un
hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente
removida. Había cumplido el plazo,
y como nadie cuidó de renovarlo y pagar,
aquel rincón no pertenecía ya a mi hija y la
habían echado a la fosa donde arrojan a los
pobres, a los que entierran de limosna.
-¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero
para esa renovación -exclamó Fernando.
-No digo que no, pero la persona a quien
tú escribiste estaba gravemente enferma, en
dos meses no abrió tu carta y entonces ya era
tarde.
El joven bajó la cabeza y no replicó.
-¿Con quién te casas? -le preguntó la vieja.
-Con la señorita Cristina López.
-¿Y cuándo te casas?
-Dentro de tres días.
-Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu
desposada y no tardará en venir a buscarte.
-Madre María -dijo con tristeza el joven-,
Teresa no puede venir; los muertos no salen
de los sepulcros.
-Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy
vete en paz.
-Adiós -murmuró Fernando, dirigiéndose
hacia la salida del cementerio, donde yo le
seguí.
-Sin duda te habrá extrañado lo que acabas
de ver y oír -me dijo apenas estuvimos
fuera-; pero no será así cuando te cuente esa
historia de los primeros años de mi juventud,
que deseo conozcas en todos sus detalles.
Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin
duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas
visitan la casa que hemos de habitar y en la
que está mi tía, la futura madrina de mi boda
y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás
todo.
Cristina y su madre nos esperaban, en
efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía
de Fernando, que estaba situada en la plaza
del pueblo, haciendo esquina a una calle estrecha
y sombría, en la que, sin saber por
qué, entré con una profunda tristeza.
La tía del joven no me agradó; era una señora
de unos cincuenta años, alta, delgada,
con ojos grises muy pequeños, nariz larga
que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y
cabellos casi blancos recogidos en una gorra
de color oscuro. Estaba muy enferma, y como
había servido de madre a Fernando, este
había suplicado a la señora de López que la
boda se celebrase en el pueblo, para evitar a
su tía las molestias de un viaje que, aunque
corto; hubiera sido sumamente penoso para
ella.
Mientras Cristina y las dos señoras visitaban
la casa y recibían a los numerosos amigos
que acudieron al saber su llegada, Fernando,
que se había obstinado en no subir al piso
superior, me llamó, me hizo sentar a su lado,
y empezó la prometida historia en estos términos:
-Hace once años, cuando solo tenía yo
veinte y había acabado la carrera de abogado
en Madrid, mi padre me envió una temporada
a este pueblo para que hiciese una visita a su
única hermana, que es esa señora a quien
acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me
había educado sin sus consejos, lejos también
de mi padre, al que retenían fuera de su casa
constantes ocupaciones; así es, que puedo
asegurar que desconocía casi totalmente lo
que eran los goces de familia. Aunque heredero
de una mediana fortuna, no debía entrar
en posesión de ella hasta mi mayor edad;
tenía muchos compañeros de estudios, pero
ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir
que, hallándome casi solo en el mundo, me
apresuré a aceptar con júbilo lo que mi padre
me proponía, poniéndome en camino para
este pueblo con el alma inundada de dulces
emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo
esperaba? Seguramente no. Mi tía, a la que
no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva,
por más que se mostrara desde luego cariñosa
y tolerante conmigo; el pueblo me pareció
triste, a pesar de sus jardines y de las
pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes
poco simpáticos, aunque todos me saludaban
con afecto. Me dediqué a la caza,
estudié un tanto la botánica, y así se pasó un
mes, durante el cual llegué a reconciliarme
con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.
Una mañana, al volver a casa, encontré, al
pasar por una de las habitaciones, a una muchacha
de quince a diez y seis años, a la que
nunca recordaba haber visto, cosiendo con el
mayor afán. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y
aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no
fue tan pronto para que no hubiera observado
que tenía una frente blanca y pura que adornaban
hermosos cabellos castaños, ojos pardos
que lanzaban miradas francas o inocentes,
una boca pequeña, una nariz más graciosa
que perfecta y unas mejillas coloreadas por
un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero
pregunté a un criado quién era, sabiendo por
él que venía a coser casi todos los días a casa
de mi tía Catalina, que era huérfana de padre,
que mantenía a su madre enferma, de la que
era el único sostén, pues había perdido a sus
tres hijos mayores, no quedándole más amparo
y consuelo que aquella niña. La historia
me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa,
no habíamos amado nunca; empezamos
a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y
acabamos por adorarnos. Teresa no había
recibido una educación vulgar; hasta los doce
o trece años había estudiado en el convento
de religiosas del pueblo, saliendo de él a la
muerte de su padre, acaecida hacía cuatro
años.
No sé quién refirió a mi tía nuestros amores;
ello es que los supo, que me amonestó
con dureza, amenazándome con hacerme
marchar a Madrid, después de escribírselo
todo a mi padre; y desde entonces la joven
no volvió a mi casa, y tuve diariamente que
saltar las tapias de su jardín para verla y
hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues
también se oponía a nuestras amorosas relaciones.
Así estaban las cosas, cuando hace poco
más de diez años caí gravemente enfermo,
atacado de unas calenturas contagiosas. Mi
tía se alejó de mí, los criados se negaron a
asistirme, y entonces María y Teresa se ofrecieron
a ser mis enfermeras, no pudiendo
oponerse mi tía a ello porque mi estado era
cada vez más alarmante y exigía continuos
cuidados.
Desde el momento en que Teresa estuvo a
mi lado sentí un dulce bienestar, la fiebre
desaparecía por instantes; pero se me figuraba
ver que las mejillas de mi amada tomaban
tintes rojizos, que sus labios estaban comprimidos
y ardientes, que sus ojos brillaban con
un fuego extraño. La enfermedad que huía de
mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo
mal el que la devoraba.
-¿Qué tienes? -le pregunté.
-He pedido tanto a Dios que salvase tu vida
a costa de la mía -murmuró la joven-, que me
parece que por fin se ha dignado escucharme
y me voy a morir antes que tú.
Aquello era cierto; por la noche Teresa se
agravó tanto, que no pudo volver a su casa, y
mi tía le ofreció su cuarto y su cama para que
descansase; entonces estaba profundamente
agradecida a los tiernos cuidados de la joven.
Excusado es decir que doña Catalina pensaba
renunciar para siempre a su habitación y
a su lecho, temiendo el contagio de la enfermedad.
Me restablecí pronto, a medida que el estado
de la joven iba siendo peor. Estaba desesperado,
loco. Su madre también empezaba
a perder la razón. Un día me dijo el médico:
«Ya no hay remedio para este mal». Y ella
también murmuró a mi oído: «Me muero, pero
soy feliz, porque tú me amas y me amarás
siempre».
-¡Oh, te lo juro! -exclamé-; mi corazón y
mi mano no serán de otra mujer jamás.
-Eso lo sé mejor que tú -dijo sonriendo
dulcemente-; también sentiré celos desde
otro mundo de la mujer a quien ames, y no
consentiré que seas perjuro. No quieras a
otra, no te cases nunca; no hay un ser en la
tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te
aguardaré en el cielo.
Dos días después espiraba aquella angelical
criatura, que ofreció a Dios su vida a cambio
de la mía.
Su madre se volvió loca.
Pagué el entierro de Teresa; compré una
sepultura por diez años… ya sabes que hoy
ignoro dónde descansa su hermoso cuerpo;
envié una carta a mi tía, que no la leyó hasta
dos meses después de cumplirse el plazo,
porque ella también estaba enferma.
Decirte que durante estos diez años el recuerdo
de Teresa me ha perseguido constantemente,
sería faltar a la verdad; he amado a
otras mujeres, y hace cuatro años estuve a
punto de casarme con una hermosa joven;
pero la desgracia hizo que un mes antes de
verificarse nuestro enlace, los padres encontrasen
un pretendiente a la mano de mi amada
mejor que yo, y este me fue preferido por
ellos, y la novia tuvo que someterse a la voluntad
de sus tiranos.
Hoy adoro a Cristina y quiero unir su suerte
a la mía, como ya se han unido nuestras
almas. ¿Lo conseguiré? Temo que no. La fatalidad
me ha traído al pueblo donde vivió Teresa;
habito… esta morada llena con su recuerdo;
vengo a pasar los primeros días de mi
matrimonio en la casa donde ella murió, y un
secreto presentimiento me dice que Cristina
no llegará a ser esposa mía. Ahí tienes la historia
de mis amores: ¿crees que mi temor sea
fundado, o que la exaltación en que me hallo
es hija de mis pasadas desdichas?
Procuré tranquilizar a Fernando, y después;
mientras el joven se reunía a su bella
prometida, tuve deseos de ver aquella habitación
donde Teresa había muerto, y me hice
conducir a ella por un antiguo servidor de
doña Catalina.
– II –
Entré en una sala lujosamente amueblada;
pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la
puerta de un gabinetito en el que estaba la
alcoba donde murió la desgraciada niña. Un
lecho de madera tallada, algunas sillas de
tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y
algunos cuadros se veían en la pieza, todo
cubierto de polvo, señal evidente de que
aquella parte de la casa estaba abandonada
por completo. El gabinete tenía una sola ventana
con vistas a la calle estrecha y sombría,
a la que hacía esquina la casa de Fernando;
enfrente de la ventana había un armario de
espejo; a un lado de este estaba la puerta de
la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas
sillas iguales a las del dormitorio completaban
el mueblaje del gabinete que diez
años antes perteneció a la tía de Fernando.
Permanecí allí breves instantes, y luego,
llegada ya la hora de la cena, fui en busca de
la familia y de sus convidados, sentándonos
todos a una mesa suntuosamente servida. La
cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla,
un suceso imprevisto vino a turbar la
alegría de algunos y a causar profunda impresión
en el ánimo de Fernando. Las campanas
de la parroquia tocaban de una manera lúgubre;
su voz, siempre triste, parecía una queja
que hería nuestros oídos a la vez que nuestro
corazón.
-¿A qué tocan? -preguntó Cristina a un
criado que estaba cerca de ella.
-A agonía -contestó el hombre con tono indiferente-.
Aquí en los pueblos, señorita, se
toca por todo: cuando uno va a morir, cuando
muere, cuando es el funeral y…
-¿Quién está muriendo? -interrumpió Cristina.
-Una joven de diez y siete años.
-¿Cómo se llama? -preguntó Fernando, cuyo
rostro estaba lívido.
-Teresa -dijo el criado.
Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa;
Fernando bajó los ojos, y observé que sus
manos temblaban; en Cristina y su madre
sólo se advertía una profunda compasión
hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso
de su vida, en lo más florido de su juventud,
iba a abandonar esta tierra por un mundo
desconocido. Era Cristina tan dichosa, que
pensaba que la humanidad entera debía participar
de su ventura y no querer cambiarla por
todos los goces celestiales.
Fernando, pretextando que el calor que en
el comedor hacía era sofocante, pidió permiso
para retirarse un momento a la habitación
inmediata, y yo le seguí.
-¿Qué te pasa? -le pregunté.
-Se llama Teresa y tiene diez y siete años –
murmuró.
-Es una casualidad.
-Una casualidad así, ¿no te parece un mal
presagio tres días antes de mi boda?
Procuré distraerle, pero en vano; la campana
lanzaba un tañido más fúnebre todavía y
Fernando, que conocía aquel toque, me dijo
que la enferma había dejado de existir.
Le hice entrar de nuevo en el comedor, y
las dulces palabras de Cristina vencieron los
temores de Fernando, que permaneció tranquilo
hasta las doce de la noche, hora en que
todos nos despedimos hasta el día siguiente,
retirándonos cada cual a nuestras respectivas
habitaciones. La mía tenía una ventana con
vistas a la plaza y se hallaba situada debajo
de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me
era posible conciliar el sueño; me puse a leer
un rato, escribí otro, y, por último, me levanté
y empecé a pasear con alguna agitación
por la alcoba.
Un instante después noté cierto movimiento
en la de Fernando, oí abrir varias puertas
con sigilo, las pisadas que empezaron a sonar
sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo
lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi
presencia era necesaria al joven. Sin darme
cuenta de mis acciones, salí precipitadamente
en dirección al sitio donde murió Teresa.
Mi amigo se hallaba a dos pasos de la
puerta del gabinete sin atreverse a abrirla. Al
verme, no pareció extrañar que me hubiera
levantado, como si fuera la cosa más natural
del mundo, y extendiendo su mano hacia la
habitación cerrada, me dijo:
-Hace diez años no entro ahí.
-Ni hoy entrarás tampoco -exclamé con decisión-.
Tú estás loco y has empezado a contagiarme.
No debiste nunca volver a esta casa,
ni aun a este pueblo.
-Hace once años que mi tía es una madre
para mí; once años que sé lo que es el amor
filial; ¿querías que me casase lejos de ella?
-En buena hora; ya has cumplido con ese
deber; ¿pero es preciso que entres ahí?
-Una vez sola -dijo en tono suplicante-;
una sola para saber si Teresa permite que me
case con Cristina. Mira -añadió-, si al entrar
en su cuarto lo hallo todo como hace diez
años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho
tranquilo y soy feliz; si, por el contrario,
encuentro alguna alteración…
-Eres un niño -le interrumpí-; pero si no
deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad
sean contigo.
Sabía, por haberlo visto por la tarde, que
todo estaba igual en el cuarto donde murió
Teresa, y no vacilé más, dejando pasar al
joven al gabinete.
Fernando abrió la puerta, y murmuró:
-Hay luz dentro.
Me estremecí a pesar mío; un frío glacial se
apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y
yo vimos clara y distintamente en la alcoba de
Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros
paños, algunos hachones encendidos rodeando
un ataúd, en el que descansaban los yertos
despojos de una hermosa joven vestida de
blanco y coronada de flores. Al lado de ella
velaba una mujer en la que reconocí a la madre
María, la loca que hallé por la tarde en el
cementerio.
Fernando lanzó un grito extraño y se dejó
caer de rodillas ocultando el rostro con las
manos; yo cerré los ojos, di algunos pasos y
tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces
y vi el dormitorio oscuro y desierto.
-Estamos los dos locos -murmuré. Volví en
busca de Fernando y lo comprendí todo. Por
la tarde el criado había dejado inadvertidamente
abierta la ventana del gabinete; ésta,
como es sabido, daba a una calle estrecha, y
en la casa de enfrente, en una pobre habitación,
se hallaba el cadáver de aquella joven
desconocida, velado por la madre de Teresa.
Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del
armario colocado al lado de la puerta de la
alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del
estado excepcional en que Fernando y yo nos
hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba
en la propia casa de mi amigo. La presencia
de la madre María era natural allí, pues
según acostumbraba a hacer desde la muerte
de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver
de cualquiera joven que muriese en el
pueblo. La que había dejado de existir era
sobrina de la anciana y llevaba por eso el
nombre de su hija.
Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.
Le llamé repetidas veces y no me contestó
nada.
Algo extraño e invisible ocurrió en aquella
habitación; me pareció escuchar un confuso
aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme
en el armario para no caer.
-¡La casa donde murió! -exclamó Fernando
con voz apagada-; tenía que ser así. Amada
mía, espérame, ya voy.
Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi
amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y
las separé de su rostro, que parecía el de un
muerto. Después salí corriendo para llamar a
los criados en mi auxilio.
Media hora más tarde la señora de López,
Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo,
rodeábamos la cama donde descansaba Fernando.
-¡Cuánto duerme! -exclamó Cristina.
Me acerqué a él, hice una seña al sacerdote,
y éste puso una mano sobre el pecho de
Fernando, retrocediendo al punto, porque el
corazón de mi amigo no latía.
-¿Qué hay? -me preguntó doña Catalina; y
comprendiendo lo que pasaba añadió:
-Era lo único que me quedaba en el mundo;
cúmplase la voluntad de Dios.
El sacerdote pronunció en voz baja algunas
oraciones.
Me volví hacia la puerta y vi a la madre
María que, no sé cómo, se había introducido
hasta allí.
-Mi hija es feliz -murmuró-; me ha dicho
que Fernando y ella se han desposado ya;
sabía que esto no sucedería hasta que él viniese
al cuarto donde Teresa estuvo enferma,
a la casa donde murió. Diez años he aguardado;
¡alabado sea el Señor, que al fin me ha
concedido esta ventura!
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La Fuga
La casa era espaciosa, con la fachada pintada
de azul; se componía de tres pisos, tenía
dos puertas y muchas ventanas, algunas con
reja. Una torre con una cruz indicaba dónde
se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un
extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados
árboles, cuyas ramas se enlazaban entre
sí formando caprichosos arcos, algunas
flores de fácil cultivo y una fuente con una
estatua mutilada.
Una puerta de hierro daba a una calle de
regular apariencia; otra pequeña, bastante
vieja y que no se abría casi nunca, al campo.
Este presentaba en aquella estación, a mediados
de la primavera, un bello aspecto con
sus verdes espigas, sus encendidas amapolas
y sus Poéticas margaritas.
¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada?
Un gallardo joven tocaba la guitarra con
bastante gracia y de vez en cuando entonaba
una dulce canción. Al compás de la música
bailaban dos alegres parejas, mientras un
caballero las contemplaba sonriendo, como
recordando alguna época no muy lejana en
que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.
Un anciano de venerable aspecto, el jefe
sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba
melancólicamente en compañía de un
hombre de menos edad, y algunos otros se
encontraban sentados en bancos de piedra o
sillas rústicas, hablando animadamente.
Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando
las flores de un rosal, se veía a una joven
de incomparable hermosura, vestida de blanco.
Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía
una estatua de mármol.
Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era
blanca, pálida, con perfectas facciones, manos
delicadas, pies de niña.
¿Estaba contando sus penas a las rosas?
¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir
la causa de su dolor?
Más de un cuarto de hora permaneció en el
mismo sitio y en la misma postura, hasta que
la sacó de su ensimismamiento un bello joven
que se aproximó cautelosamente a ella.
-¿Estás sola? -le preguntó en voz baja.
La mujer se estremeció al oír aquellas palabras
y no contestó.
-¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? –
prosiguió él-. No temas, está lejos, muy lejos,
paseando con su amigo y confidente Raimundo.
¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido
por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado
hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste
en su idea de casarte con otro porque no
soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es
esta una resolución irrevocable?
-No es ese su proyecto ahora -contestó la
joven con apasionado acento-. Viendo que no
puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga
a que me case con otro, quiere que sea
monja.
-¿Y lo serás?
-Nunca. La vida del convento me espanta,
porque en mis oraciones mezclaría sin cesar
tu recuerdo al de Dios.
-¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has
criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos
en nuestra infancia?
-Desde la edad de cinco años te quiero todo
lo que puede amar mi corazón.
¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a
la feria de Santa Marta y me compraste la
primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de
aquel en que me diste el primer ramo de flores?
Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste
la primera carta de amor?
-Sí -murmuró él-, y del primer vals que
bailamos, y de la primera flor que me diste y
que ya marchita conservo con uno de tus rizos
en la caja de mis recuerdos, y de los anillos
que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?
La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y
no respondió.
-Mira el mío -prosiguió el apasionado doncel-;
jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo,
tu padre no habrá consentido en que
lleves la sortija y te la habrá quitado…
-Silencio, Salvador -interrumpió Aurora-,
alguien se acerca.
Se separaron precipitadamente; él se ocultó
y la niña continuó mirando los rosales.
El anciano de los cabellos blancos se
aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y
luego continuó su camino.
-¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto!
-exclamó Aurora-. ¿Por qué habré nacido tan
desgraciada?
Cinco minutos después Salvador se encontraba
de nuevo al lado de ella.
-Esta vida que llevamos no es soportable –
murmuró el joven-; vigilados a todas horas
por tu tirano, hace años que apenas podemos
cambiar algunas palabras, y día llegará en
que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres
huir conmigo?
-No me atrevo.
-Yo abriré esa puerta que da al campo, débil
obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en
un coche, partiremos a la ciudad más próxima,
de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu
padre pierda nuestro rastro; viviremos felices
en una casita humilde, pero poética, que embellecerás
con tu presencia. ¿No consientes?
-Nos hallarán.
-No temas. La ocasión se presenta ahora
mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre
que habla con tu primo que está tocando para
que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa
de ti y menos de mí, a quien cree ausente;
ven, amada mía.
Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia
aquel lado del jardín, en que estaba la puerta
pequeña.
Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se
oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo
del parque, o en la calle quizás, y esto fue
causa de que todos fijasen su atención en
aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y
de su compañera.
-¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia?
-continuó él.
Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya,
y dejaba que él la guiase.
La llave de la puerta estaba quitada, pero
la madera era vieja. Salvador era fuerte y
vigoroso, y después de un rato de infructuosos
intentos, logró por fin abrir.
-¡Libres! -exclamó el joven-, libres y para
siempre.
Ella dirigió una última mirada al jardín y siguió
de buen grado a su amante. Anduvieron
por espacio de más de dos horas sin cambiar
más que algunas palabras. Ella se sintió fatigada
por fin, y quiso descansar.
Se sentaron en el campo, cerca de un
arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor,
casi un niño, comiendo con excelente apetito
un pedazo de pan que cortaba con un cuchillo.
Sus cabras triscaban entre la verde hierba,
sin que él las perdiese de vista.
-¡Qué feliz eres, muchacho! -exclamó Salvador-.
Te contentas con vivir al aire libre,
tomando una miserable comida y en una
eterna soledad. ¿No lees nunca?
-No sé leer -contestó el niño.
-¿No hablas jamás?
-Sí, señor, con mis cabras. Les pongo
nombres, por los que atienden; las acaricio y
noto que me lo agradecen, mientras que los
hombres me pegan o se ríen de mí.
-¿No tienes padres?
-No, señor; no los he conocido.
-¿Y amigos tampoco?
-¿Quién había de querer ser amigo de un
miserable como yo?
-¿Ni amores?
Una sonrisa estúpida se dibujó en los labios
del pastorcillo, que dijo:
-No me disgusta Anica, la pastora.
-¿Y se lo has dicho?
-Sí.
-Y ella, ¿qué te ha contestado?
-Que soy un animal.
-Es decir, ¿que te desprecia?
-Mi amo asegura que es muy difícil saber lo
que siente y lo que piensa una mujer, y que a
veces quieren más las que parecen amar menos.
¡Como no podemos ver lo que pasa en su
corazón!
-Es verdad, muchacho; nunca habrás dicho
una cosa más cierta.
Mientras hablaban Salvador y el pastorcillo,
Aurora, rendida por el cansancio de aquella
larga caminata, y quizá también por sus emociones,
se había quedado dormida. Su hermosa
e interesante cabeza descansaba sobre uno
de sus brazos y parecía estar tan tranquila
como si reposase sobre un mullido lecho.
Algunas pardas nubes empañaban el puro
azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían
reemplazado al sofocante calor de aquel día,
que más bien parecía de estío que primaveral.
Continuados suspiros se escapaban del pecho
de Salvador, algo agitado por lo extraño
de la situación en que se encontraba. ¿Dónde
pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía por
aquellos contornos alguna morada conocida
en la que ambos pudieran pasar la noche?
Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.
La voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.
-Todas mis cabras son dóciles menos una –
dijo-, vea usted esa, siempre busca la ocasión
de escaparse, y el día en que menos lo espere
me dará un disgusto. ¡Eh! ¡Negrilla, Negrilla!
Pero la llamada Negrilla, que era obscura
como la noche, lejos de atender a la voz del
niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez
hacia otro rebaño muy distante.
El pastor entonces dejó el resto de su pan
y su cuchillo en el suelo y echó a correr, lanzándose
en persecución de la fugitiva.
-¡Si pudiese yo ver lo que pasa en el corazón
de Aurora! -exclamó Salvador, recordando
las palabras del muchacho… – y sin embargo,
nada más fácil, ella duerme y puedo
averiguar si es mi imagen la que reina en él.
Cogió el cuchillo, acercó su oído al pecho
de la joven y allí, donde oyó sus acompasados
latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda
punta. Ella no hizo ni el menor movimiento,
sus labios conservaron su sonrisa, su rostro
su serena expresión.
-No tiene más que sangre -murmuró-, en
su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima!
¡Yo creí que me adoraba!
Contemplando a la joven, no vio venir al
pastor seguido del caballero anciano, del que
paseaba con él y de otros dos hombres.
-¡Por fin los encontramos! -exclamó el que
Salvador llamaba padre de Aurora-, allí los
veo.
-¿Y dice usted que son dos locos que se
han escapado de la casa donde por orden de
sus familias los tenía usted con otros enfermos
de la misma clase? -preguntó el pastor
con trémula voz.
-Sí, mientras acudíamos a otro demente
que estaba en un acceso de furor, han huido
sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se
hablasen, porque padecían el mismo mal,
eran dos locos de amor; temía graves consecuencias
si se reunían alguna vez.
-Por fortuna llegamos a tiempo -dijo uno
de los criados-, mírelos usted allí, señor doctor,
parecen tranquilos.
Antes de aproximarse al loco vieron el
horrible desenlace de aquel drama.
-¿Qué has hecho, Aurelio? -preguntó el anciano
acercándose al supuesto Salvador,
nombre del amante de la niña.
-Ver el corazón de Aurora -contestó impasible-,
pero su amor era un sueño, no he
hallado mi imagen en él.
-¡Desgraciado, has asesinado a esa pobre
niña! ¡Infortunada Clotilde!
-Se llamaba Aurora y era mi amada, la que
tú, su infame padre, me negaste en matrimonio
porque no era rico.
Y quiso lanzarse sobre él, pero los dos
criados se lo impidieron.
-Sujetadle -ordenó el compañero del anciano,
que era un médico más joven.
A viva fuerza se llevaron al demente;
mientras los dos sabios conducían el inanimado
cuerpo de la niña.
El pastor contempló los dos grupos con su
mirada estúpida y oyó la extraña orden que
daba el viejo a los demás:
-La muerta a la capilla; y el vivo a una jaula.
La Noche Buena
– I –
Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre
de 1867. Las calles de Madrid llenas
de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas
iluminadas, asombro de los lugareños que
vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban
un aspecto bello y animado. En muchas
casas se empezaban a encender las luces
de los nacimientos, que habían de ser el
encanto de una gran parte de los niños de la
corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia
la cena, compuesta, entre otras cosas,
de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable
besugo.
En una de las principales calles, dos pobres
seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes
sexos, pálidos y andrajosos, vendían
cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal
se presentaba la venta aquella noche para
Víctor y Josefina; solo un borracho se había
acercado a ellos, les había pedido dos cajas a
cada uno y se había marchado sin pagar, a
pesar de las ardientes súplicas de los niños.
Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices
lavanderas, ambas viudas, que habitaban una
misma boardilla. Víctor vendía arena por la
mañana y fósforos por la noche. Josefina,
durante el día ayudaba a su madre, si no a
lavar, porque no se lo permitían sus escasas
fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a
la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada
por el viento. Las dos lavanderas eran
hermanas, y Víctor, que tenía doce años,
había tomado bajo su protección a su prima,
que contaba escasamente nueve.
Nunca había estado Josefina más triste que
el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la
quería tiernamente, pudiera explicarse la causa
de aquella melancolía. Si le preguntaba, la
niña se contentaba con suspirar y nada respondía.
Llegada la noche, la tristeza de Josefina
había aumentado y la pobre criatura no
había cesado de llorar, sin que Víctor lograse
consolarla.
-Estás enferma -dijo el niño-, y como no
vendemos nada, creo que será lo mejor que
nos vayamos a descansar con nuestras madres.
Josefina cogió su cestita, Víctor hizo lo
mismo con su caja, y tomando de la mano a
su prima, empezaron a andar lentamente.
Al pasar por delante de una casa, oyeron
en un cuarto bajo ruido de panderetas y tambores,
unido a algunas coplas cantadas por
voces infantiles. Las maderas de las ventanas
no estaban cerradas y se veía a través de los
cristales un vivo resplandor. Víctor se subió a
la reja y ayudó a hacer lo mismo a Josefina.
Vieron una gran sala: en uno de sus lados,
muy cerca de la reja, un inmenso nacimiento
con montes, lagos cristalinos, fuentes naturales,
arcos de ramaje, figuras de barro representando
la sagrada familia, los reyes magos,
ángeles, esclavos y pastores, chozas y palacios,
ovejas y pavos, todo alumbrado por millares
de luces artísticamente colocadas.
En el centro del salón había un hermoso
árbol, el árbol de Navidad, costumbre apenas
introducida entonces en España, cubierto de
brillantes hojas y de ricos y variados juguetes.
Unos cincuenta niños bailaban y cantaban;
iban bien vestidos, estaban alegres, eran
felices.
-¡Quién tuviera eso! -murmuró Josefina sin
poder contenerse más.
-¿Es semejante deseo el que te ha atormentado
durante el día? -preguntó Víctor.
-Sí -contestó la niña-; todos tienen nacimiento,
todos menos nosotros.
-Escucha, Josefina: este año no puedo proporcionarte
un nacimiento porque me has
dicho demasiado tarde que lo querías, pero te
prometo que el año que viene, en igual noche,
tendrás uno que dará envidia a cuantos
muchachos haya en nuestra vecindad.
Se alejaron de aquella casa y continuaron
más contentos su camino. Cuando llegaron a
su pobre morada, las dos lavanderas no advirtieron
que Josefina había llorado ni que
Víctor estaba pensativo.
– II –
Desde el año siguiente Víctor fue a trabajar
a casa de un carpintero, donde estaba ocupado
la mayor parte del día. Josefina iba siempre
al río con su madre y crecía cada vez más
débil y más pálida. Pasaba las primeras horas
de la noche al lado de su primo; pero ya no
vendían juntos cajas de fósforos, sino se quedaban
en su boardilla enseñando la lectura el
niño a la niña, la que hacía rápidos progresos.
Apenas Josefina se acostaba, Víctor sacaba
de un baúl viejo una gran caja y hacía, con lo
que guardaba en ella, figuritas de madera o
de barro, que luego pintaba con bastante
acierto. Al cabo de algunos meses, cuando ya
tuvo acabadas muchas figuras, se dedicó a
hacer casas, luego montañas de cartón; por
último, una fuente. Víctor había nacido artista;
pintó un cielo claro y transparente, iluminado
por la blanca luna y multitud de estrellas,
brillando una más que todas las otras, la
que guió a los Magos al humilde portal.
El maestro de Víctor no tardó en señalarle
un pequeño jornal, del que la madre del niño
le daba una cantidad insignificante para su
desayuno, encontrando él, gracias a una increíble
economía, el medio de ahorrar algunos
cuartos para comprar varios cerillos y velas
de colores.
Todo marchaba conforme su deseo, cuando
al llegar el mes de Noviembre cayó Josefina
gravemente enferma. El médico que por caridad
la asistía, declaró que el mal sería muy
largo y el resultado funesto para la pobre niña.
Víctor, que pasaba el día trabajando en el
taller, no supo la desgracia que le amenazaba,
porque su madre se la calló con el mayor
cuidado.
– III –
Llegó el 24 de Diciembre de 1868. Durante
el día Víctor buscó por los paseos ramas, hizo
con ellas graciosos arcos y al anochecer los
llevó a su vivienda, que estaba débilmente
iluminada por una miserable lámpara. Una
cortina vieja y remendada ocultaba el lecho
donde se hallaba acostada Josefina.
Víctor formó una mesa con el tablado que
le servía de cama, abrió el baúl, colocó sobre
las tablas los arcos de ramaje, las montañas,
la fuente, a la que hizo un depósito para que
corriese el agua en abundancia, las graciosas
figuritas; poniendo por dosel el firmamento
que él había pintado y detrás una infinidad de
luces que le daban un aspecto fantástico.
Todo estaba ya en su lugar, cuando empezaron
a sonar en la calle varios tambores tocados
con estrépito por los muchachos de
aquel barrio.
-¿Qué día es hoy? -preguntó Josefina.
-El 24 de Diciembre -contestó su madre,
que se hallaba junto a la cama.
La niña suspiró, tal vez recordando el nacimiento
del año anterior, tal vez presintiendo
que no vería otra Noche-Buena.
Víctor se acercó a su prima muy despacio,
descorrió la cortina y miró a Josefina para ver
el efecto que en ella causaba su obra. La niña
juntó sus manos, lo vio todo, contemplándolo
con profunda admiración, y rompió a llorar de
alegría y de agradecimiento…
El médico entró en aquel instante.
-¡Qué hermoso nacimiento! -exclamó.
-Lo ha hecho mi hijo -contestó la lavandera.
-Muchacho -dijo el doctor-, si me lo vendes
te daré por él lo que quieras. Tengo una hija
que será feliz si se lo llevo, pues ninguno de
los que ha visto le satisface y ella deseaba
que fuera como es el tuyo.
-No lo vendo, señor -replicó Víctor-, es de
Josefina.
El médico pulsó a la enferma y la encontró
mucho peor.
-Volveré mañana… si es preciso -dijo al
salir.
-Víctor, canta algo para que sea este un
nacimiento alegre como el de aquellos niños
que vimos el año pasado, murmuró con voz
débil Josefina.
El niño obedeció y empezó a cantar coplas
dedicadas a su prima, que improvisaba fácilmente;
solo que en lugar de cantarlas delante
del nacimiento lo hacía junto a la cama, teniendo
una mano de Josefina entre las suyas.
Poco a poco la niña se fue durmiendo, las
luces del nacimiento se apagaron y Víctor advirtió
que la mano de su prima estaba helada.
Pasó el resto de la noche al lado de ella, intentando,
aunque en balde, calentar aquella
mano tan fría.
– IV –
A la mañana siguiente fue el médico, y
apenas se acercó a la cama vio que la pobre
Josefina estaba muerta. La desesperación de
la infeliz madre y de Víctor no es para descrita.
Llegado el día 26, el doctor se sorprendió
al ver entrar al niño en su casa.
-Señor -le dijo-, el 24 de este mes no quise
vender a V. el nacimiento que había hecho
para Josefina, y hoy vengo a suplicarle que
me lo compre para pagar el entierro de mi
prima, pues lo que se ha gastado lo debo a mi
maestro que me ha adelantado una cantidad.
He querido saber siempre dónde está su
cuerpo.
-Nada más justo, hijo mío -contestó el doctor,
conmovido al ver la pena de Víctor-; yo te
daré cuanto desees.
Y pagó el nacimiento triple de lo que valía.
-Su hija de V. lo disfrutará hasta el día de
Reyes-, continuó el muchacho, y esto la consolará
de haber estado el 24 y el 25 sin nacimiento.
Más tarde fue él mismo a colocarlo, después
de haber asistido solo al entierro de Josefina.
La madre de la niña estuvo a punto de
perder el juicio, y durante muchos días su
hermana y su sobrino tuvieron que mantenerla,
porque la desgraciada no podía siquiera
trabajar.
– V –
Algunos años después el doctor se paseaba
el día de difuntos por el cementerio general
del Sur. Iba mirando con indiferencia las tumbas
que hallaba a su alrededor, cuando excitó
su atención vivamente una colocada en el
suelo, sobre la que se veía una preciosa cruz
de madera tallada. Debajo de dicha cruz se
leía en la piedra el nombre de Josefina. Se
disponía a seguir su camino, cuando un joven
le llamó, obligándole a detenerse.
-¿Qué se le ofrece a V.? -preguntó el médico.
-¿No se acuerda V. ya de mí? -dijo el que
le había parado-; soy Víctor, el que le vendió
aquel nacimiento para su hija.
-¡Ah, sí! -exclamó el doctor-; aquel nacimiento
fue después de mis nietos, y aún deben
conservarse de él algunas figurillas… ¿Y
qué te haces ahora?
-Para llorar menos a Josefina he querido
familiarizarme con la muerte, y soy enterrador.
Aquí velo su tumba, cuya cruz he hecho,
riego las flores que la rodean, la visito diariamente
y a todas horas. Me han dicho que trate
a otras mujeres, que ame a alguna; pero
no puedo complacer a los que esto me aconsejan.
Doctor, no se ría V. de mí, si le digo
que veo a Josefina, porque es cierto. De noche
sueño con ella y me dice siempre que me
aguarda. Me ha citado para un día aún muy
lejano y no puedo faltar a su cita. Entre tanto,
van pasando los meses y los años, y estoy
tranquilo considerando lo fácil que es morir y
lo necio que es el que se quita la vida, que
por larga que parezca es siempre corta. Yo no
me mataré nunca, porque para merecer a
Josefina debo permanecer todavía en este
valle de lágrimas. ¿Se acuerda V. de ella?
-Sí, hijo mío -contestó el médico.
-Yo nunca olvidaré aquella noche que para
todos fue Noche-Buena y quizá solo para mí
fue noche mala.
-Víctor, conformidad y valor -dijo el doctor
despidiéndose y estrechando la mano del joven.
-Tal vez dirá que he perdido el juicio –
murmuró Víctor cuando se vio solo-; si es así,
en esta falta de razón está mi ventura.
Y mientras esto pensaba, el doctor se alejaba
diciendo:
-¡Pobre loco!
El Aeronauta
– I –
-¿No sabes lo que ocurre, Micaela?
-¿Cómo lo he de saber? Salgo de mi casa
ahora, y a ti, Claudio, es al primero que he
encontrado.
-Pues ha sucedido el caso más extraño que
se ha presenciado en la aldea; todos estamos
llenos de asombro y no es para menos.
-Cuenta, cuenta.
-Volvía anoche de pescar como de costumbre
con dos compañeros, Pedro y Sebastián.
-No era la noche muy serena.
-No por cierto; silbaba el viento, el mar estaba
agitado, la luna se velaba a ratos, las
estrellas aparecían tristes y pálidas. No se
veía más luz que la que arde en la torre de
Santa María, la iglesia donde se venera a
nuestra patrona bendita; lo demás de la aldea
se hallaba envuelto en las sombras. De pronto
vemos venir por el aire una embarcación desconocida,
una lancha pequeña con una vela
enorme obscura y tan hinchada que parecía
redonda, la cual fue a estrellarse contra el
acantilado. El solo hombre que tripulaba la
barca lanzó un grito de horror y al ver el peligro
que corría se arrojó al mar donde hubiese
perecido a no socorrerle mis compañeros y
yo. La singular embarcación se hizo pedazos y
no tardó en desaparecer bajo las aguas. El
hombre estaba herido, con el vestido hecho
jirones, desnuda la cabeza, las manos ensangrentadas,
descompuesto el semblante.
¿Quién era aquél ser que navegaba por el aire
como nosotros sobre el mar? Pedro y yo le
mirábamos con receloso temor, y acaso no le
hubiéramos socorrido si Sebastián no hubiera
mostrado empeño por salvarle. Como el tiempo
fuese a cada momento más desapacible,
ganamos la orilla silenciosa y solitaria a aquellas
horas. Pedro no quiso encargarse del
herido por no aumentar sus gastos, él que tan
pobre y desgraciado es; Sebastián alegó para
lo mismo que tenía mujer y muchos hijos, y
siendo su casa reducida no le era posible llevarle
a ella; yo… no sé, lo que dije, pero la
verdadera razón es que no me agradaba la
compañía de aquel hombre excepcional. Entre
los tres le condujimos a la quinta de don Remigio
Rey, el señor más rico y más caritativo
de nuestra aldea. No ignoras que entiende
algo de medicina y que como este lugar tiene
el mismo médico que otros tres o cuatro no
recibimos diariamente la visita del doctor,
siendo don Remigio quien nos asiste cuando
viene una enfermedad repentina. Llamamos y
un criado nos abrió la puerta.
-¿Qué ocurre? -preguntó.
-Traemos un enfermo.
-Mi amo descansa.
-Llámale por caridad -dijo Sebastián-, si
esperamos a mañana quizá será tarde.
No parecía muy dispuesto a complacernos,
acaso nos hubiese arrojado de allí, si el dueño
de la casa, que se había vestido precipitadamente,
no se hubiera presentado para enterarse
de lo que pasaba. Nos hizo entrar, y
después que le referimos lo ocurrido, nos
despidió quedándose con aquel misterioso
personaje.
-¿Y qué más? -preguntó Micaela al ver que
Claudio se detenía.
-Al rayar el alba -prosiguió el pescador-, he
vuelto a casa de don Remigio; allí me han
dicho que el herido está enfermo de algún
cuidado, que tiene una fuerte calentura y se
teme que acabe en un ataque cerebral. Que
las pocas palabras que ha pronunciado son de
un idioma que no es latín, porque el cura no
le ha entendido, ni francés porque don Remigio
lo habla a la perfección. ¿Qué ha de ser
nada de eso?
-¿Por qué?
-¿No comprendes, Micaela, que este hombre
navegaba por el cielo entre las estrellas,
que se ha caído a nuestro mundo desde otro,
y que allí no se hablará ni español, ni francés,
ni latín?
-¡Ay qué miedo! ¿Y le has visto hoy?
-Me hicieron pasar a la alcoba.
-¿Y cómo es?
-Parece alto, y digo parece porque le he
visto acostado; es rubio, con barba poblada y
fino bigote, representa unos veinticinco años,
tiene bellas facciones, los ojos, que abrió un
instante, grandes, de un azul oscuro, es blanco,
pálido, pero esto tal vez sea efecto de su
estado excepcional. La ropa, aunque destrozada,
es inmejorable y de buen corte como si
llegara de una capital o cosa así. Es un buen
mozo.
-Pero viene del otro mundo…
-Eso sospechamos cuantos le hemos visto.
-¿Habrá cundido mucho la noticia?
-Todavía no.
-Pues corro a contarla. Adiós, Claudio.
-Hasta la vista, Micaela.
– II –
Don Remigio Rey, el señor de aquella aldea,
su protector, su médico, su amo, era un
hombre de unos cincuenta años, ágil, fuerte,
de carácter afable y bondadoso, la providencia
de los pobres. Se había casado en una
capital de provincia, en la que residió algún
tiempo, con una virtuosa señora de la que
había tenido dos hijos, María y Santiago. Recibieron
ambos educación esmerada y acaso
soñaron con vivir un día en la corte, pero los
padres, sin cuidarse de sus aspiraciones y sus
gustos, los encerraron en aquel pobre lugar,
en el que la triste niña no tenía más distracción
que pasear a la orilla del Océano, descifrar
alguna música o leer un rato; ni el muchacho
más aliciente que la caza. La extraordinaria
llegada de aquel viajero debía necesariamente
romper la monotonía de su vida.
La señora de Rey, como mujer de experiencia,
prohibió a María que entrase en la
habitación donde con agitado sueño descansaba
el desconocido, pero no hizo lo propio
con Santiago que pasaba largos ratos contemplando
el hermoso y pálido rostro de
aquel hombre bajado del cielo, según la
creencia popular. Así es que el joven, que
tenía un año menos que su hermana, no cesaba
de referirle hasta el más insignificante
movimiento del herido, los suspiros que se
escapaban de su pecho, las palabras incomprensibles
que salían de sus labios, y María
ardía en deseos de verle, aunque solo fuese
un instante.
A los dos días de su llegada, habiendo salido
don Remigio y estando entregada a sus
quehaceres domésticos doña Mercedes, llamó
Santiago a su hermana que bordaba un pañuelo
junto a una ventana desde la que se
divisaba el mar.
-Ven a ver al forastero -dijo el joven.
-No -respondió ella-, que nuestros padres
me reñirán.
-¿Van acaso a saberlo?
-No importa, me han dicho que no entre y
debo obedecer.
-He registrado su ropa y no lleva en ella
ningún papel, solo un pañuelo marcado con
una W. Es fino, como la tela de todas las
prendas con que estaba vestido el pobre viajero.
-¿Ha abierto los ojos?
-A veces, pero no se fija en nada.
-¿Ha vuelto a hablar?
-Pide algo, pero no le entiendo.
-¿Le han dado alimento?
-Ninguno.
-¿Y agua?
-Tampoco.
-Quizá el desgraciado tiene sed. ¿Has observado
si sus labios están secos?
-No; tú entenderías de eso más que yo.
-Sí… pero no debo ir.
La joven guardó silencio y al cabo de un
instante preguntó:
-¿Dónde está nuestra madre?
-Dando de comer a las palomas.
-¿Se marchó al palomar hace mucho?
-Unos diez minutos, poco más o menos.
-Suele estar media hora; quedan veinte…
Santiago, llévame a ver al herido.
Una vez tomada esta resolución, los dos
hermanos se dirigieron rápidamente hacia el
cuarto donde se hallaba el viajero acostado en
una humilde cama. Tenía una bella figura,
melancólica palidez, manos blancas que cogían
las sábanas con fuerza convulsiva. Al acercarse
María, al oír su dulce voz que le preguntaba,
ora en español, ora en francés qué deseaba,
abrió los ojos que fijó en las puras facciones
de la niña, y luego miró hacia una copa
que habían colocado a alguna distancia de su
lecho. María la acercó a los labios del enfermo
que bebió con avidez, y pronunció una sola
palabra que no se parecía absolutamente en
nada a gracias en los dos citados idiomas.
-¿Es usted italiano? -le preguntó la joven.
Hizo él una señal negativa.
-¿Alemán?
Obtuvo la misma respuesta.
-¿Inglés?
Contestó afirmativamente, añadiendo frases
que los dos hermanos no entendieron.
-Entonces no viene del cielo -murmuró
Santiago.
-¿Lo has creído alguna vez? -dijo María.
-¿Porqué no, cuando todos los del pueblo lo
aseguran?
-Porque son unos ignorantes.
Él no podía decir de dónde llegaba, no los
comprendía, lo mismo que los dos hermanos
a él. A pesar de sus vastos conocimientos se
había negado a aprender más lengua que el
idioma patrio, no presintiendo que algún día
había de serle necesario otro. En inglés les
preguntó:
-¿Dónde estoy? ¿Qué tierra es esta? ¿Dónde
me habéis encontrado y por qué me habéis
socorrido? ¿Estaba yo solo? En ese caso ¿qué
ha sido de mi compañero de expedición?
¿quién ha recogido mi globo, que perdido en
los aires, vagaba por el espacio hacía algunos
días sin que pudiésemos adivinar donde caeríamos?
¿De qué me han servido mis estudios
si he sido juguete de mis sueños, de mis esperanzas
y de mi ambición?
Y María entre tanto le decía en español,
hablando en voz alta y marcando mucho las
frases para ver si lograba hacerse entender:
-¿Tiene usted familia? Dígalo en tal caso
para que la avisemos que se ha salvado milagrosamente
de la muerte. ¿De dónde es usted?
¿Desea comer algo? ¿Beber más?
Mi padre es bastante hábil y le curará; yo
se lo pediré a Dios y a la Virgen y mi madre
también, que es excelente, aunque finja ser
algo severa con mi hermano y conmigo para
educarnos mejor. Cuando usted se levante,
iremos a ver el pueblo; es pequeño, pero no
feo, que no puede serlo un lugar con casitas
blancas como palomas, obscuras montañas,
mar agitado, cielo azul y frondosos bosques.
Una gran joya con perlas, zafiros y esmeraldas
parece a lo lejos.
-Pero una joya que a ti no te agrada –
interrumpió Santiago.
-Te equivocas; hoy me parece más bonita.
-¡Qué poco semejante es el idioma que usted
habla al mío! -exclamó el enfermo, que no
había comprendido nada y que tampoco podía
darse a entender-; ¿que tierra es esta? Ni mi
desgraciado amigo ni yo sabíamos dónde
iríamos a parar. No teníamos víveres, la válvula
estaba inutilizada, hacía días que nos
hallábamos en inminente peligro. El estudio
no nos seducía ya, el hambre y la sed nos
aniquilaban; como a través de un velo, veo al
pobre Jorge despedirse de mí y perderse en el
espacio. ¿Por qué abandonó el globo? ¿Fue
creyendo salvarse o por salvarme a mí? Todo
me dice que el infeliz ha muerto. Niña de negros
ojos, dime el nombre de tu patria, sepa
yo al menos donde estoy y cuantas leguas me
separan de la amada tierra donde nací, de mi
buena madre y mis jóvenes hermanas. Ellas
no tienen los cabellos obscuros como tú, la
mirada brillante y la tez morena, ellas son
blancas como la nieve, rubias como ese rayo
de sol que penetra por la ventana, y sus ojos
son azules como ese cielo que se divisa desde
aquí y que me prueba que me hallo en un
país meridional. Son jóvenes como tú, mi angelical
Catalina y mi dulce Matilde, estarán
pensando, llorando y rezando por mí, y… quizá
no volveré a verlas.
-El tiempo se pasa volando, caballero, mi
madre va a venir, me retiro.
-La fortuna, diez años de vida, todo lo diera
por estrecharlas una vez entre mis brazos.
-Está cuidando las palomas a las que es
muy aficionada, pero no tardará en volver y si
me hallase aquí…
-¿No me comprendes?
-¿Quiere usted algo?
-Aprende mi idioma, por Dios.
-Mañana volveré, caballero.
– III –
Así lo hizo María. Cuando sus padres se ausentaban
iba a visitar al herido, acompañada
de Santiago que miraba con la mayor curiosidad
al extranjero. Este se reponía lentamente,
pues su espíritu sufría más que su cuerpo.
El desgraciado no tenía ropa, ni dinero y se
veía obligado a aceptarlo todo de don Remigio.
Varias veces había empezado a escribir,
pero el cansancio le rendía antes de acabar la
carta: había intentado poner un telegrama,
pero no le habían entendido, ni había en
aquel lugar estación telegráfica. La desesperación
del joven no tenía límites, y solo conseguía
calmarle la presencia de María que
adivinaba algunos de sus deseos, realizándolos
al instante. Ella le enseñaba un poco de
español nombrándole los objetos que tenía a
la vista; él repetía las palabras y las conservaba
en su memoria, pero no podía sostener
una conversación con la joven. De esto resultó
que los temores de la señora de Rey se
realizaron, que su hija se enamoró del forastero
sintiendo por él una pasión pura y vehemente,
y que la desgracia fue mayor de lo
que sospechó la previsora madre, puesto que
el inglés, a quien solo distraía la niña, no correspondió
a aquel sentimiento amoroso más
que con una sincera amistad, estando decidido
a partir en cuanto pudiese para no volver a
aquella hospitalaria tierra. Su estado físico se
mejoró al fin, pero el moral inspiró al médico
serios cuidados. Aquel enfermo que no podía
decir lo que sentía, que tenía un gran pesar
porque no regresaba a su país, ni sabía de su
familia; aquel amante de la ciencia por la que
había abandonado al uno y a la otra, que
pensaba en su compañero de viaje, al que
juzgaba muerto para prolongar su vida, estaba
eternamente triste y le parecía que insultaban
su pena aquel sol siempre radiante y
aquel cielo azul y despejado.
Una mañana logró al fin escribir una larga
epístola. Puso el sobre, lo cerró y dio aquel
pliego a Santiago que al punto se le entregó a
María. Estaba dirigido a una señora llamada
Juana Smith y lo enviaba a Londres. La niña
ordenó a su hermano que llevase aquella carta
al correo, que le pusiera un sello, procurando
disimular su pena porque no dudaba
que al recibir aquel aviso la madre del viajero
le haría volver enseguida a su lado. Mucho
lloró la pobre joven y aun tenía los ojos enrojecidos
cuando entró en el cuarto del convaleciente.
Él la miró asombrado, le preguntó medio
en inglés y medio en español la causa de
sus lágrimas y María sin contestarle inclinó la
cabeza sobre el pecho. Acaso adivinó entonces
el amor de la niña, porque no la interrogó
más, mostrándose desde entonces más retraído
con ella.
Los días fueron pasando, lentos para el viajero,
rápidos para la joven.
Una tarde que aquel se hallaba sentado
junto a la ventana contemplando el mar, oyó
de pronto el alegre ruido de las campanillas
de dos mulas y el sonido de un carruaje. Era
el que conducía a los pasajeros desde la cercana
villa a aquella aldea. Detrás del coche
que al fin apareció a corta distancia de la casa,
corrían algunos chicos del pueblo gritando
y riendo porque en el interior iban tres señoras
con largos abrigos y grandes sombreros,
cabellos muy rubios y rizados, ojos azules sin
expresión y mejillas rojas en la madre y sonrosadas
en las hijas.
Al verlas bajar cuando el carruaje se detuvo,
el inglés lanzó una exclamación de júbilo,
salvó corriendo la distancia que le separaba
de las viajeras, y después de hacerlas entrar
y de cerrar la puerta para entregarse sin importunos
testigos a las expansiones de su
alegría, las abrazó con cariño.
-¡Madre, Catalina, Matilde! ¡Qué feliz soy al
volver a estrecharos contra mi corazón!
-¡Walter querido! -exclamaron ellas prodigándole
tiernas caricias.
María y Santiago llegaron en aquel instante
y el joven los presentó a su familia. Miráronse
con curiosidad primero, con interés después;
la señora de Smith alargó por fin su mano a
los amigos de su hijo y las dos hermanas besaron
a la niña.
Almorzaron con los señores de Rey,
hablándose los unos y los otros sin entenderse.
Por la noche la señora de Smith quiso saldar
sus cuentas con don Remigio entregándole
una crecida suma, que el caritativo caballero
rehusó con dignidad.
-Déselo usted a los pobres -murmuró-; yo
a Dios gracias nada necesito.
María estaba cada vez más triste; comprendía
que el momento de la separación se
aproximaba.
En efecto, a la mañana siguiente, la señora
de Smith y sus hijos debían partir a la vecina
ciudad para dirigirse desde allí a Inglaterra.
Las tres damas repitieron sus palabras de
reconocimiento a los señores de Rey y a los
jóvenes y subieron al carruaje que las había
conducido la víspera. Walter se despidió a su
vez de don Remigio, de su esposa y de Santiago.
Al aproximarse a María, estrechó entre
sus ardorosas manos las frías y trémulas de la
niña, diciéndole:
-Mi primer cuidado al llegar a Londres será
buscar un profesor que me enseñe el idioma
de usted; quiero escribirle y entender lo que
me escriba. Jamás olvidaré su afecto y su
tierno interés. En ninguna parte me hubiesen
asistido como aquí. Usted me contará lo que
hace, sus amores, los detalles de su boda
cuando se case, me hablará de su nueva familia,
de su felicidad que deseo más ardientemente
que la mía. Yo ¿qué le referiré? mis
viajes, mis estudios, mi gloria si la alcanzo…
-¿Volverá usted a subir en globo?-preguntó
María.
-¿Por qué no? En cuanto llegue a mi patria
tal vez. Echaré de menos ¿por qué negarlo?
para mis viajes aéreos al fiel amigo que me
acompañaba y cuyo cuerpo destrozado se ha
encontrado al pie de una montaña, según mi
madre me ha dicho. ¡Pero hay tantos amantes
de la ciencia! Otro vendrá conmigo y reemplazará
en todo, menos en mi afecto, a mi
inolvidable Jorge. Adiós, María, acuérdese de
mí.
El joven subió al coche muy conmovido, sin
que la niña, que no podía contener sus lágrimas,
le dirigiesen una palabra más.
– IV –
Lentamente trascurrió el tiempo para los
dos hijos de don Remigio Rey. Ya no les agradaba
su tranquila existencia, ya la aldea era
insoportable para ellos y tristes y pensativos
paseaban a la orilla del mar deseando un
cambio completo en su vida.
Algunas veces hablaban del inglés, de
aquel Walter Smith que se presentó ante ellos
como una aparición, del que no habían vuelto
a saber nada, aunque calculaban que podía
haber aprendido de sobra el español. ¿Había
olvidado su promesa? Era más que probable.
Los padres de María habían concertado el
casamiento de la joven con un pariente lejano
de doña Mercedes, el que se había establecido
en la aldea con el solo objeto de tratar a la
joven y hacerse amar de ella. Santiago aconsejaba
también a su hermana que se casase.
-¿Cuál es tu porvenir? -le preguntaba-;
nuestros padres se van haciendo viejos y su
anhelo es dejarte colocada porque yo no soy
un gran apoyo para ti. Algún día también podré
crearme una familia y entonces, a pesar
de que mi cariño no te faltará nunca, te encontrarás
muy sola.
-No amo a José -contestaba siempre María.
-¿Amas a otro?
-A nadie.
-Yo hubiese querido para esposo tuyo a un
hombre como Walter Smith; pero cuando este
no ha vuelto a ocuparse de nosotros, prueba
es de que su afecto no duró más que la breve
temporada que estuvo al lado nuestro, y no
debemos pensar más en él.
María suspiraba al pronunciar su hermano
estas palabras y no le respondía. Al fin, mucho
tiempo después de la partida del aeronauta,
recibió la joven una carta fechada en
Londres, que estaba escrita en un español
bastante correcto y que decía poco más o
menos así:
«Si usted, amiga María, hubiese continuado
siendo mi profesora, hace muchos meses
que hablaría su idioma a la perfección; pero
por desgracia no he encontrado un buen
maestro hasta hace poco y esta ha sido la
causa de mi inconcebible y prolongado silencio.
¿Para que escribirle si usted no me había
de comprender?
Acaso me habrá juzgado ingrato, pero el
cielo sabe que no lo soy; recuerdo siempre
con melancólico placer los días que con usted
he pasado y en los que se me aparecía como
el arco-iris después de la tempestad. Terrible
era la que reinaba en mi alma, y si no me
volví loco, lo he debido únicamente a usted.
He hecho desde que me alejé de España un
viaje más de recreo que de estudio; nada
ocurrió durante él digno de mención, no hubo
peligros, ni impresiones, ni ningún descubrimiento
notable; he visto desde una inmensa
altura, en la barquilla de mi globo, que es
nuevo y le he puesto el nombre de usted,
montañas que no son las de su aldea, y mares
cuyas olas no han arrullado su cuna jamás;
no he deseado descender sobre las unas
ni sobre los otros; no he querido añadir un
capítulo a la novela empezada en ese rincón
de la tierra y que no se acabará nunca.
Usted y yo hemos nacido con alas; pero a
usted se las cortaron desde que vino al mundo
y no cruzará jamás el espacio; yo en cambio
solo vivo feliz en él y mis amores y mis
amistades no se hallan aquí abajo; debo querer
como se quiere en el cielo.
Usted se casará algún día con un ser que,
aunque no la comprenda, la admirará; yo no
me crearé una familia, porque moriré de un
modo desgraciado y no envolveré a nadie en
mi desdicha. Estoy plenamente convencido de
ello, y sin embargo, no desisto de mis viajes
aéreos y pronto, muy pronto emprenderé
uno, el último tal vez.
¿Quién sabe si cuando llegue esta carta, a
sus manos no existiré ya?
Conozco su corazón generoso y sé que derramará
algunas lágrimas por mí, y sin embargo,
yo no quisiera que me llorase; sus ojos
son tan bellos como tranquilos y no los debe
empañar ni la más ligera nube.
Acaso advertirá usted en mi carta un tinte
de melancolía que no me es dado desechar;
mi alma está algo enferma y no comprendo lo
que podrá curarla.
Quizá será por la inactividad forzosa en
que he vivido durante tanto tiempo, por eso
quiero extender de nuevo mis alas y volar
lejos, muy lejos.
Adiós, María, deseo que no me olvide usted,
que me consagre un recuerdo como a un
hermano querido en pago del afecto fraternal
que me inspira. He nacido en un país donde la
amistad no se finge ni se vende; al decirle
que cuenta con la mía es igual que si le asegurase
que no hay en la tierra peligro ni desgracia
que no arrostrase por usted, su afectísimo
WALTER SMITH».
Mucho lloró la pobre niña al leer estas líneas,
mucho rezó para que Dios librase de
todo peligro al intrépido aeronauta, pero los
días de aquel extranjero a quien amaba ardientemente
estaban contados y María no
tuvo ya más cartas de él.
– V –
Apenas habían trascurrido dos semanas,
recibió don Remigio Rey un periódico de la
corte hallándose con toda su familia en el espacioso
comedor de la casa.
Lo estaba leyendo en voz baja alzándola
solo cuando algún párrafo llamaba su atención
y comprendía que era de interés para su
mujer y sus hijos. Ya había leído muchos indiferentes
para María, cuando el bienhechor de
aquella aldea, exclamó:
-¡Pobre joven! ¡Cuánto siento haberle conocido!
-¿A quién? -preguntó doña Mercedes.
-A aquel inglés que se albergó en nuestra
casa hace tiempo, cuando herido y desesperado
estuvo a punto de morir.
-¿Qué le ha sucedido? -interrogó Santiago-
, que no olvidaba nunca a Walter.
-Oíd -prosiguió don Remigio. Y leyó lo siguiente:
«Los periódicos ingleses nos dan cuenta de
la última ascensión en su globo Mary del célebre
e ilustrado aeronauta Mr. Smith.
»Sabido es que este noble joven, en época
aun no lejana cayó en el mar después de un
peligrosísimo viaje, debiendo su salvación a
unos humildes pescadores de una de las más
miserables aldeas de nuestra España, según
ha referido la prensa de Londres.
»Mr. Smith ha sido esta vez menos afortunado;
después de algunos días de incesantes
riesgos, el aeronauta y dos amigos que le
acompañaron en su ascensión, se han estrellado
contra unas rocas donde el destrozado
globo, que bajaba con una rapidez vertiginosa,
los arrojó.
»Como ninguno de los viajeros ha sobrevivido
a la catástrofe, se ignoran por completo
los detalles de la expedición.
»Los cuerpos de los tres tenían numerosas
heridas y contusiones.
»Los cadáveres han sido entregados a las
respectivas familias, habiendo asistido al entierro
una muchedumbre inmensa que fue a
rendir el último tributo de cariño, admiración
y respeto a los distinguidos aeronautas que
en lo más hermoso de su juventud habían
dedicado, su vida al estudio y a la ciencia.
»Mr. Smith era muy amante de España y
poseía nuestro idioma; había publicado unos
artículos sobre nuestro país, por ellos sabíamos
que había caído una vez en cierta aldea…
»
-¿Qué tienes María, te has puesto mala? –
interrumpió doña Mercedes.
En efecto, la pobre niña que tanto había
amado a Walter desde que le vio, al oír su
trágico fin había perdido el conocimiento.
Mucho lloró a su amigo, y el recuerdo de
este no se borró de su mente jamás. Diariamente
leía la única carta que recibiera del
inglés; entonces le parecía que él la hablaba,
que le veía, que le escuchaba, que no había
de separarse nunca de él.
El tiempo mitigó su pena, pero nada más.
Dos años después consintió en casarse con
su primo que, hombre vulgar y un tanto grosero,
no la hizo feliz.
La vida de la joven se pasó triste y solitaria;
fue fiel a su esposo, y sin embargo, si él
hubiera tenido más corazón y más inteligencia,
hubiera comprendido que en su alma solo
reinaba la imagen de un muerto.
Frecuentemente se sentaba mirando al mar
y contemplaba las nubes, ya pardas; ya rojas,
estremeciéndose cuando un pájaro cruzaba el
espacio, porque al aparecer como un punto
negro en el horizonte un recuerdo asaltaba su
mente.
María esperaba siempre algo que había
descendido ya una vez del cielo, creyendo que
aun podía de nuevo descender.