Aquel príncipe tan amado de sus súbditos,
casado con la princesa Rosalía, que presenté
a mis lectores en el cuento titulado Pedro y
Perico, tenía un hermano menor llamado Enrique
que, al morir sus padres, había heredado
también numerosos Estados y grandes
bienes de fortuna.
Así como los primeros no habían tenido de
su feliz unión más que un hijo, Enrique y su
esposa la princesa Amalia no temían más que
una niña, a la que habían dado el nombre de
Elena.
La heredera del principado, porque en él
podían las hembras ser sucesoras, era una
criatura bellísima, de cabellos rubios y ojos
azules, frente despejada y tez blanca teñida
de un ligero sonrosado.
Rodeada de cuidados solícitos, la princesita
podía vivir tranquila, si no contenta, en el
soberbio palacio donde habitaba. Y si digo que
no vivía contenta es porque la princesa amaba
todo aquello de que se la privaba, correr
por el campo, tener por amigas a niñas de su
edad, ser expansiva sin que se tomasen sus
demostraciones por familiaridades poco en
armonía con su alto rango, no estar constantemente
vigilada, en fin olvidar aquella etiqueta
con que la mortificaban desde por la
mañana hasta por la noche.
Tenía varios profesores y un aya encargada
de no separarse de ella ni un segundo.
Cuando Elena paseaba en su carruaje, miraba
con envidia a las niñas que jugaban sin
que nadie se lo impidiera, y con placer hubiera
cambiado su suerte por la de cualquiera de
aquellas criaturas.
Una tarde del mes de Mayo iba la princesa,
como de costumbre, en coche con su aya y
otro individuo de su alta servidumbre por los
alrededores de la ciudad. Hacía un tiempo
magnífico, los árboles, completamente cubiertos
de ramaje, formaban una bóveda sombría,
la tierra estaba cubierta de césped y de flores;
los pájaros cantaban alegremente; el
cielo, que apenas se divisaba entre las verdes
hojas, tenía un hermoso azul, estaba completamente
despejado, y a lo lejos se veía un
ancho río con algunas lanchas de pescadores.
-¡Qué feliz sería yo si me bajase para pasear!
-exclamó la princesa.
El aya miró al caballero, y este, que quería
mucho a la niña, dijo:
-Verdaderamente por una vez bien podría
darse ese gusto a su alteza.
Apenas hubo pronunciado estas palabras,
Elena dio orden de que parase el coche; se
bajó seguida de los dos individuos de su servidumbre
y, diciendo al cochero que la esperase
allí, echó a andar yendo detrás de todos
el lacayo. Este era un muchacho de pocos
amos y viendo a otros chicos de su edad que
estaban jugando a la pelota, como él no tenía
tampoco aquellos ratos de expansión, dejó
que se alejaran un poco la princesa y sus
acompañantes y propuso a los niños ser de la
partida, a lo que ellos accedieron gozosos.
Elena corría sin separarse mucho del aya y
de su servidor. Al fin, al llegar a una plazoleta,
de la que la niña prometió no salir, el caballero
dijo a la dama:
-Mientras la niña juguetea, bien podemos
nosotros conversar un rato, haciendo grato
paréntesis a la enojosa etiqueta de palacio.
Guillermina, que era un tanto curiosa, se
embelesó con los sucedidos que su compañero,
con gracia y donaire, le fue explicando, y
así entretenida pasó algún tiempo, hasta que
recordando sus deberes, buscó con la vista a
la princesa. Elena había desaparecido. El aya
y Federico la llamaron, corrieron en distintas
direcciones, interrogaron al lacayo, que se
había cansado de jugar y había vuelto al lado
del carruaje; todo en vano, nadie había visto
a la princesita, ni ella acudía a sus voces.
Ya muy tarde regresaron a palacio; con
verdadera pena y con temor profundo refirieron
los dos servidores a los príncipes lo ocurrido
y los amantes padres, desesperados,
locos, hicieron que se buscase a la niña por
todo el principado, a pesar de que suponían
que no podía estar lejos, e hicieron encerrar
en estrecha prisión a Guillermina, a Federico,
al cochero y al lacayo.
Poco se tardó en saber por casi toda la nación
el extraordinario suceso; los unos suponían
que el aya y el servidor habían dado
muerte a la princesa, otros que la habían escondido
en alguna cueva con el objeto de que
a la muerte de los príncipes la sucesión fuese
para algún protegido de ellos y la niña no pudiera
presentarse a pedir la herencia, estando
muy bien vigilada; algunos, los menos, los
creían inocentes e imaginaban que Elena
había sido robada por otra persona.
Ello fue que el tiempo pasó y nadie dio noticias
de la princesita. Guillermina y los tres
servidores seguían presos e incomunicados y
los príncipes apenas salían de su palacio sufriendo
amargos pesares para los que no
hallaban consuelo.
¿Qué había sido en realidad de la niña?
Viendo que su aya y su acompañante no se
ocupaban de ella, Elena echó a correr tras
una mariposa blanca y no se detuvo hasta
que llegó junto al río. Allí había una barca mal
amarrada con una cuerda.
-¡Qué hermoso debe ser embarcarse! –
exclamó la princesa.
Y se metió en la lancha. Soltó la cuerda y
la frágil embarcación se fue alejando poco a
poco. Quiso entonces retroceder, pero no era
tiempo y, como los otros botes no estaban
hacia allí, nadie pudo auxiliarla.
Una hora después pasó en otra barca un
pescador que, adivinando sin duda algo de lo
ocurrido, recogió a Elena dejando la lancha en
que iba ella abandonada. Pero aquel hombre
era extranjero y en balde interrogó a la princesa
en su idioma, porque la niña no le comprendió.
Elena estaba seriamente alarmada, lo que
no le había ocurrido hasta entonces, y suplicaba
al pescador que la llevase a su palacio.
Era aquel extranjero un hombre honrado y
caritativo que se había visto obligado a dejar
su país porque, habiendo un hermano suyo
cometido un crimen, todos le miraban con
horror en su tierra, aunque él era inocente, y
había huido al principado aquel con su mujer
y dos hijos de corta edad, en busca de mejor
fortuna.
Vivían en una pequeña población que contaba
escasos habitantes, y se mantenían con
los productos de la pesca que el iba a vender
a la ciudad a un antiguo amigo suyo.
La mujer y los niños del extranjero acogieron
a la princesa con cariño, la hicieron comer
manjares que ella jamás había probado y luego
la acostaron con la otra niña en una pobre
cama donde la princesita no tardó en quedarse
profundamente dormida.
Al siguiente día tuvo que hacer la misma
vida que los extranjeros, ayudar a la niña a
limpiar la casa, comer modestamente y jugar
algo con las dos criaturas a las que entendía
un poco, porque ya habían empezado a
aprender la lengua del país, lo que no ocurría
a sus padres. Contó su historia Elena, pero
pareció a los chicos tan inverosímil que no la
creyeron ni le dieron importancia ninguna. A
aquel lugar no habían llegado las pesquisas
que se hicieron para buscar a la princesa,
pues nadie imaginaba que se hubiera refugiado
allí.
La niña aprendió a coser y otras muchas
cosas útiles que no sabía, y el pescador y su
mujer, viéndola de carácter tan dulce y bondadoso,
le tomaron cariño y se hicieron cuenta
de que tenían una hija más.
Sus lujosas ropas se echaron a perder
cuando llevó algún tiempo de estar en aquella
población, y la princesita fue vestida pobremente
como los otros dos niños. Las joyas
que llevaba, que consistían en dos pulseras,
un medallón con cadena de oro y algunas sortijas,
fueron vendidas a las mujeres más ricas
de la comarca para emplear su producto en
efectos más útiles para Elena; así ella no conservó
nada de lo que llevaba puesto cuando
salió de su palacio. Como era naturalmente
elegante y no ocultaba su historia a los muchachos
que con ella jugaban en el pueblo,
estos le hacían burla y le daban el nombre
que por derecho propio le correspondía, por
más que allí nadie creía que la historia fuese
real; la llamaban la princesa Elena.
Sus mismos protectores, que ya comprendían
perfectamente su idioma, sí la creían hija
de algún gran señor, pero no la heredera del
principado.
Así se pasaron algunos años sin que ningún
acontecimiento fuera a alterar en lo más mínimo
la vida de aquellas buenas gentes. Pero
he aquí que un día llegó a una posada un caballero
y contó al dueño de ella lo ocurrido a
los príncipes, añadiendo que no se explicaba
como la princesita no había parecido ni viva ni
muerta. El posadero se calló, pero apenas el
señor se alejó del lugar, llamó a su mujer y le
dijo:
-¿Sabes que la historia contada por Elena
ha resultado cierta? Ella es la heredera del
trono; pero mira que buena, ocasión se nos
presenta para hacer de nuestra hija Clara una
princesa; tiene la misma edad que la otra
niña, sabe esa historia, es inteligente y, con
poco que le expliquemos, hará creer que es la
princesa que se perdió hace años. Como
pruebas, presentamos las dos pulseras que le
compré cuando el pescador extranjero tuvo
que venderlas, y así nadie dudará que nuestra
Clara es la princesa Elena.
La mujer aprobó el plan y se lo dijeron a la
niña, que era por su carácter muy a propósito
para hacer la sustitución. Clara era vanidosa y
no pudo menos de divulgar el secreto del posadero
para que se supiera que ella iba a ser
princesa. Enseguida todos los padres que tenían
hijas de aquella edad próximamente y
que también habían comprado las joyas de la
princesita, pensaron hacer lo propio, reuniéndose
en un momento tres falsas princesas que
salieron el mismo día para la capital del principado.
El pescador extranjero, que comprendió
que la verdadera princesa era la que él tenía
en su casa, se embarcó en su lancha con Elena
y partió en busca de los príncipes Enrique
y Amalia, los inconsolables padres de la niña.
Pronto se divulgó por la capital la noticia de
que la princesa había sido hallada en una modesta
población. Algunos señores quisieron
ser los que llevasen a palacio a la niña, y el
uno se encargó de presentar a Clara y los
otros a las llamadas Mariana y Clotilde que
eran las que poseían, como pruebas de su
identidad, las joyas que habían pertenecido a
la princesa.
Enrique y Amalia, al saber que había tres
criaturas que decían ser Elena, se hallaban
muy preocupados y citaron en su palacio a las
presuntas herederas del trono.
El pescador y su protegida se presentaron
también, aunque no había en la nación nadie
que se interesase por ellos.
Los príncipes con algunos de sus vasallos
se hallaban en un gran salón cuando fueron
las cuatro niñas llevadas a su presencia.
Clara, Mariana y Clotilde iban bien vestidas
y lucían las joyas de la princesa, que un hábil
platero había agrandado para ellas, excepto el
medallón y la cadena, que pertenecían a la
segunda, y que habían quedado tales como
eran. Elena, con su modesto traje y su aire
tímido fue la que excitó menos la atención.
Una después de otra refirieron la historia con
idénticos detalles, casi con más las que llevaban
el papel estudiado que la que sabía lo
ocurrido realmente.
Los cortesanos no se atrevían a decir nada;
los unos encontraban que Clara tenía el porte
distinguido de Amalia, los otros que Clotilde
era muy semejante en la mirada a Enrique, y
los más que Mariana, que era rubia y con los
ojos azules, se parecía a la niña que se perdió.
El príncipe se retiró a otra instancia con
sus súbditos más notables para deliberar.
Nadie podía resolver el conflicto.
De repente el bufón, que era un hombrecillo
de la estatura de un niño de dos años, con
una cabeza descomunal y una joroba enorme,
se detuvo ante Enrique y le dijo tratándole
con la familiaridad que le era propia:
-Había una vez un gran señor que tenía
frecuentes accesos de melancolía. Le regalaron
un mono y este distrajo a su amo de tal
manera, que ya no necesitó más para ser feliz.
Pero he aquí que un día se perdió el mono
y el señor volvió a tener sus ratos de tristeza.
Se ofreció una fuerte suma al que lo llevase a
palacio y antes de los tres días le presentaron
una docena de monos tan iguales al suyo que
nadie podía distinguirlos. El señor mandó
abrir las puertas de su mansión y dio orden
de que los dejasen sueltos. La mayor parte de
ellos entró; uno se dirigió a la sala, otros al
despacho, cual a la galería de cuadros o a la
biblioteca. Uno pasó a la cocina y se fue derecho
al sitio donde le daban de comer. -«Este
es mi mono», dijo el señor. Pagó al que se lo
había llevado y despidió a los otros. Príncipe
Enrique, aplícate el cuento. Aunque hace siete
años que se perdió la princesa, algún recuerdo
debe guardar de su palacio. Suelta a las
cuatro chicuelas y comprenderás cuál es tu
hija.
No era malo el consejo y además nadie
había dado otro mejor.
Clara fue la primera que recibió la orden de
buscar su cuarto y, como era natural, se detuvo
en la alcoba que encontró más próxima.
Sin decirle si había acertado o no, se la hizo
volver a la sala.
Mariana fue más lejos, parándose en otra
alcoba precedida de un tocador lujoso; Clotilde
hizo poco más o menos lo mismo.
Elena, que era la última, pasó por aquellos
dormitorios sin fijar la atención en ellos y no
se detuvo hasta llegar a un oratorio.
-Aquí me parece que estaba -murmuró-,
pero mi cama la han quitado.
Entró en otra pieza en la que había, entre
otros muebles, un armario, lo abrió y sacó de
él una muñeca vestida de blanco.
-Esta es la que me regaló Guillermina, mi
aya -prosiguió.
Pero todo lo que hablaba no lo decía para
que lo oyesen, parecía en aquel momento
creerse sola y transportada a otros tiempos.
Sacó entre varios objetos los retratos de
sus padres como eran algunos años antes,
porque la pena los había cambiado tanto que
ya no parecían los mismos, y los besó con
profundo respeto.
-Otra prueba aún -dijo el príncipe Enrique-;
que vayan las niñas al jardín.
Fueron en efecto, pero apenas habían entrado
en él, un perro se dirigió hacia ellas,
ladró alegremente y luego, moviendo la cola,
lamió las manos de Elena y le prodigó otras
caricias.
-¡Pobre León! -exclamó ella-, ¿te acuerdas
todavía de mí?
Y le besó con cariño.
Ya no quedaba la menor duda, la única niña
que no poseía la menor prueba de ser la
hija de Enrique, era la princesa Elena.
Los padres no cesaban de abrazarla y los
súbditos vitoreaban a los tres.
Las niñas se volvieron a su pueblo, no castigándose
a los padres por haberlo rogado así
la princesa; Guillermina, Federico y los otros
servidores fueron puestos en libertad; al bufón,
que era de carácter triste, se le permitió
que no hiciese reír más a nadie en palacio,
pero que continuase en él, y el pescador y su
familia obtuvieron grandes riquezas, porque la
princesita los quiso siempre con ternura recordando
lo que por ella habían hecho.
Los príncipes y su hija fueron completamente
dichosos y algunos años después la
princesa Elena se casó con su primo Pedro
reuniéndose en un principado los vastos dominios
de los dos.