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La Princesa Helena

Aquel príncipe tan amado de sus súbditos,
casado con la princesa Rosalía, que presenté
a mis lectores en el cuento titulado Pedro y
Perico, tenía un hermano menor llamado Enrique
que, al morir sus padres, había heredado
también numerosos Estados y grandes
bienes de fortuna.
Así como los primeros no habían tenido de
su feliz unión más que un hijo, Enrique y su
esposa la princesa Amalia no temían más que
una niña, a la que habían dado el nombre de
Elena.
La heredera del principado, porque en él
podían las hembras ser sucesoras, era una
criatura bellísima, de cabellos rubios y ojos
azules, frente despejada y tez blanca teñida
de un ligero sonrosado.
Rodeada de cuidados solícitos, la princesita
podía vivir tranquila, si no contenta, en el
soberbio palacio donde habitaba. Y si digo que
no vivía contenta es porque la princesa amaba
todo aquello de que se la privaba, correr
por el campo, tener por amigas a niñas de su
edad, ser expansiva sin que se tomasen sus
demostraciones por familiaridades poco en
armonía con su alto rango, no estar constantemente
vigilada, en fin olvidar aquella etiqueta
con que la mortificaban desde por la
mañana hasta por la noche.
Tenía varios profesores y un aya encargada
de no separarse de ella ni un segundo.
Cuando Elena paseaba en su carruaje, miraba
con envidia a las niñas que jugaban sin
que nadie se lo impidiera, y con placer hubiera
cambiado su suerte por la de cualquiera de
aquellas criaturas.
Una tarde del mes de Mayo iba la princesa,
como de costumbre, en coche con su aya y
otro individuo de su alta servidumbre por los
alrededores de la ciudad. Hacía un tiempo
magnífico, los árboles, completamente cubiertos
de ramaje, formaban una bóveda sombría,
la tierra estaba cubierta de césped y de flores;
los pájaros cantaban alegremente; el
cielo, que apenas se divisaba entre las verdes
hojas, tenía un hermoso azul, estaba completamente
despejado, y a lo lejos se veía un
ancho río con algunas lanchas de pescadores.
-¡Qué feliz sería yo si me bajase para pasear!
-exclamó la princesa.
El aya miró al caballero, y este, que quería
mucho a la niña, dijo:
-Verdaderamente por una vez bien podría
darse ese gusto a su alteza.
Apenas hubo pronunciado estas palabras,
Elena dio orden de que parase el coche; se
bajó seguida de los dos individuos de su servidumbre
y, diciendo al cochero que la esperase
allí, echó a andar yendo detrás de todos
el lacayo. Este era un muchacho de pocos
amos y viendo a otros chicos de su edad que
estaban jugando a la pelota, como él no tenía
tampoco aquellos ratos de expansión, dejó
que se alejaran un poco la princesa y sus
acompañantes y propuso a los niños ser de la
partida, a lo que ellos accedieron gozosos.
Elena corría sin separarse mucho del aya y
de su servidor. Al fin, al llegar a una plazoleta,
de la que la niña prometió no salir, el caballero
dijo a la dama:
-Mientras la niña juguetea, bien podemos
nosotros conversar un rato, haciendo grato
paréntesis a la enojosa etiqueta de palacio.
Guillermina, que era un tanto curiosa, se
embelesó con los sucedidos que su compañero,
con gracia y donaire, le fue explicando, y
así entretenida pasó algún tiempo, hasta que
recordando sus deberes, buscó con la vista a
la princesa. Elena había desaparecido. El aya
y Federico la llamaron, corrieron en distintas
direcciones, interrogaron al lacayo, que se
había cansado de jugar y había vuelto al lado
del carruaje; todo en vano, nadie había visto
a la princesita, ni ella acudía a sus voces.
Ya muy tarde regresaron a palacio; con
verdadera pena y con temor profundo refirieron
los dos servidores a los príncipes lo ocurrido
y los amantes padres, desesperados,
locos, hicieron que se buscase a la niña por
todo el principado, a pesar de que suponían
que no podía estar lejos, e hicieron encerrar
en estrecha prisión a Guillermina, a Federico,
al cochero y al lacayo.
Poco se tardó en saber por casi toda la nación
el extraordinario suceso; los unos suponían
que el aya y el servidor habían dado
muerte a la princesa, otros que la habían escondido
en alguna cueva con el objeto de que
a la muerte de los príncipes la sucesión fuese
para algún protegido de ellos y la niña no pudiera
presentarse a pedir la herencia, estando
muy bien vigilada; algunos, los menos, los
creían inocentes e imaginaban que Elena
había sido robada por otra persona.
Ello fue que el tiempo pasó y nadie dio noticias
de la princesita. Guillermina y los tres
servidores seguían presos e incomunicados y
los príncipes apenas salían de su palacio sufriendo
amargos pesares para los que no
hallaban consuelo.
¿Qué había sido en realidad de la niña?
Viendo que su aya y su acompañante no se
ocupaban de ella, Elena echó a correr tras
una mariposa blanca y no se detuvo hasta
que llegó junto al río. Allí había una barca mal
amarrada con una cuerda.
-¡Qué hermoso debe ser embarcarse! –
exclamó la princesa.
Y se metió en la lancha. Soltó la cuerda y
la frágil embarcación se fue alejando poco a
poco. Quiso entonces retroceder, pero no era
tiempo y, como los otros botes no estaban
hacia allí, nadie pudo auxiliarla.
Una hora después pasó en otra barca un
pescador que, adivinando sin duda algo de lo
ocurrido, recogió a Elena dejando la lancha en
que iba ella abandonada. Pero aquel hombre
era extranjero y en balde interrogó a la princesa
en su idioma, porque la niña no le comprendió.
Elena estaba seriamente alarmada, lo que
no le había ocurrido hasta entonces, y suplicaba
al pescador que la llevase a su palacio.
Era aquel extranjero un hombre honrado y
caritativo que se había visto obligado a dejar
su país porque, habiendo un hermano suyo
cometido un crimen, todos le miraban con
horror en su tierra, aunque él era inocente, y
había huido al principado aquel con su mujer
y dos hijos de corta edad, en busca de mejor
fortuna.
Vivían en una pequeña población que contaba
escasos habitantes, y se mantenían con
los productos de la pesca que el iba a vender
a la ciudad a un antiguo amigo suyo.
La mujer y los niños del extranjero acogieron
a la princesa con cariño, la hicieron comer
manjares que ella jamás había probado y luego
la acostaron con la otra niña en una pobre
cama donde la princesita no tardó en quedarse
profundamente dormida.
Al siguiente día tuvo que hacer la misma
vida que los extranjeros, ayudar a la niña a
limpiar la casa, comer modestamente y jugar
algo con las dos criaturas a las que entendía
un poco, porque ya habían empezado a
aprender la lengua del país, lo que no ocurría
a sus padres. Contó su historia Elena, pero
pareció a los chicos tan inverosímil que no la
creyeron ni le dieron importancia ninguna. A
aquel lugar no habían llegado las pesquisas
que se hicieron para buscar a la princesa,
pues nadie imaginaba que se hubiera refugiado
allí.
La niña aprendió a coser y otras muchas
cosas útiles que no sabía, y el pescador y su
mujer, viéndola de carácter tan dulce y bondadoso,
le tomaron cariño y se hicieron cuenta
de que tenían una hija más.
Sus lujosas ropas se echaron a perder
cuando llevó algún tiempo de estar en aquella
población, y la princesita fue vestida pobremente
como los otros dos niños. Las joyas
que llevaba, que consistían en dos pulseras,
un medallón con cadena de oro y algunas sortijas,
fueron vendidas a las mujeres más ricas
de la comarca para emplear su producto en
efectos más útiles para Elena; así ella no conservó
nada de lo que llevaba puesto cuando
salió de su palacio. Como era naturalmente
elegante y no ocultaba su historia a los muchachos
que con ella jugaban en el pueblo,
estos le hacían burla y le daban el nombre
que por derecho propio le correspondía, por
más que allí nadie creía que la historia fuese
real; la llamaban la princesa Elena.
Sus mismos protectores, que ya comprendían
perfectamente su idioma, sí la creían hija
de algún gran señor, pero no la heredera del
principado.
Así se pasaron algunos años sin que ningún
acontecimiento fuera a alterar en lo más mínimo
la vida de aquellas buenas gentes. Pero
he aquí que un día llegó a una posada un caballero
y contó al dueño de ella lo ocurrido a
los príncipes, añadiendo que no se explicaba
como la princesita no había parecido ni viva ni
muerta. El posadero se calló, pero apenas el
señor se alejó del lugar, llamó a su mujer y le
dijo:
-¿Sabes que la historia contada por Elena
ha resultado cierta? Ella es la heredera del
trono; pero mira que buena, ocasión se nos
presenta para hacer de nuestra hija Clara una
princesa; tiene la misma edad que la otra
niña, sabe esa historia, es inteligente y, con
poco que le expliquemos, hará creer que es la
princesa que se perdió hace años. Como
pruebas, presentamos las dos pulseras que le
compré cuando el pescador extranjero tuvo
que venderlas, y así nadie dudará que nuestra
Clara es la princesa Elena.
La mujer aprobó el plan y se lo dijeron a la
niña, que era por su carácter muy a propósito
para hacer la sustitución. Clara era vanidosa y
no pudo menos de divulgar el secreto del posadero
para que se supiera que ella iba a ser
princesa. Enseguida todos los padres que tenían
hijas de aquella edad próximamente y
que también habían comprado las joyas de la
princesita, pensaron hacer lo propio, reuniéndose
en un momento tres falsas princesas que
salieron el mismo día para la capital del principado.
El pescador extranjero, que comprendió
que la verdadera princesa era la que él tenía
en su casa, se embarcó en su lancha con Elena
y partió en busca de los príncipes Enrique
y Amalia, los inconsolables padres de la niña.
Pronto se divulgó por la capital la noticia de
que la princesa había sido hallada en una modesta
población. Algunos señores quisieron
ser los que llevasen a palacio a la niña, y el
uno se encargó de presentar a Clara y los
otros a las llamadas Mariana y Clotilde que
eran las que poseían, como pruebas de su
identidad, las joyas que habían pertenecido a
la princesa.
Enrique y Amalia, al saber que había tres
criaturas que decían ser Elena, se hallaban
muy preocupados y citaron en su palacio a las
presuntas herederas del trono.
El pescador y su protegida se presentaron
también, aunque no había en la nación nadie
que se interesase por ellos.
Los príncipes con algunos de sus vasallos
se hallaban en un gran salón cuando fueron
las cuatro niñas llevadas a su presencia.
Clara, Mariana y Clotilde iban bien vestidas
y lucían las joyas de la princesa, que un hábil
platero había agrandado para ellas, excepto el
medallón y la cadena, que pertenecían a la
segunda, y que habían quedado tales como
eran. Elena, con su modesto traje y su aire
tímido fue la que excitó menos la atención.
Una después de otra refirieron la historia con
idénticos detalles, casi con más las que llevaban
el papel estudiado que la que sabía lo
ocurrido realmente.
Los cortesanos no se atrevían a decir nada;
los unos encontraban que Clara tenía el porte
distinguido de Amalia, los otros que Clotilde
era muy semejante en la mirada a Enrique, y
los más que Mariana, que era rubia y con los
ojos azules, se parecía a la niña que se perdió.
El príncipe se retiró a otra instancia con
sus súbditos más notables para deliberar.
Nadie podía resolver el conflicto.
De repente el bufón, que era un hombrecillo
de la estatura de un niño de dos años, con
una cabeza descomunal y una joroba enorme,
se detuvo ante Enrique y le dijo tratándole
con la familiaridad que le era propia:
-Había una vez un gran señor que tenía
frecuentes accesos de melancolía. Le regalaron
un mono y este distrajo a su amo de tal
manera, que ya no necesitó más para ser feliz.
Pero he aquí que un día se perdió el mono
y el señor volvió a tener sus ratos de tristeza.
Se ofreció una fuerte suma al que lo llevase a
palacio y antes de los tres días le presentaron
una docena de monos tan iguales al suyo que
nadie podía distinguirlos. El señor mandó
abrir las puertas de su mansión y dio orden
de que los dejasen sueltos. La mayor parte de
ellos entró; uno se dirigió a la sala, otros al
despacho, cual a la galería de cuadros o a la
biblioteca. Uno pasó a la cocina y se fue derecho
al sitio donde le daban de comer. -«Este
es mi mono», dijo el señor. Pagó al que se lo
había llevado y despidió a los otros. Príncipe
Enrique, aplícate el cuento. Aunque hace siete
años que se perdió la princesa, algún recuerdo
debe guardar de su palacio. Suelta a las
cuatro chicuelas y comprenderás cuál es tu
hija.
No era malo el consejo y además nadie
había dado otro mejor.
Clara fue la primera que recibió la orden de
buscar su cuarto y, como era natural, se detuvo
en la alcoba que encontró más próxima.
Sin decirle si había acertado o no, se la hizo
volver a la sala.
Mariana fue más lejos, parándose en otra
alcoba precedida de un tocador lujoso; Clotilde
hizo poco más o menos lo mismo.
Elena, que era la última, pasó por aquellos
dormitorios sin fijar la atención en ellos y no
se detuvo hasta llegar a un oratorio.
-Aquí me parece que estaba -murmuró-,
pero mi cama la han quitado.
Entró en otra pieza en la que había, entre
otros muebles, un armario, lo abrió y sacó de
él una muñeca vestida de blanco.
-Esta es la que me regaló Guillermina, mi
aya -prosiguió.
Pero todo lo que hablaba no lo decía para
que lo oyesen, parecía en aquel momento
creerse sola y transportada a otros tiempos.
Sacó entre varios objetos los retratos de
sus padres como eran algunos años antes,
porque la pena los había cambiado tanto que
ya no parecían los mismos, y los besó con
profundo respeto.
-Otra prueba aún -dijo el príncipe Enrique-;
que vayan las niñas al jardín.
Fueron en efecto, pero apenas habían entrado
en él, un perro se dirigió hacia ellas,
ladró alegremente y luego, moviendo la cola,
lamió las manos de Elena y le prodigó otras
caricias.
-¡Pobre León! -exclamó ella-, ¿te acuerdas
todavía de mí?
Y le besó con cariño.
Ya no quedaba la menor duda, la única niña
que no poseía la menor prueba de ser la
hija de Enrique, era la princesa Elena.
Los padres no cesaban de abrazarla y los
súbditos vitoreaban a los tres.
Las niñas se volvieron a su pueblo, no castigándose
a los padres por haberlo rogado así
la princesa; Guillermina, Federico y los otros
servidores fueron puestos en libertad; al bufón,
que era de carácter triste, se le permitió
que no hiciese reír más a nadie en palacio,
pero que continuase en él, y el pescador y su
familia obtuvieron grandes riquezas, porque la
princesita los quiso siempre con ternura recordando
lo que por ella habían hecho.
Los príncipes y su hija fueron completamente
dichosos y algunos años después la
princesa Elena se casó con su primo Pedro
reuniéndose en un principado los vastos dominios
de los dos.

Pedro y Perico

Ocho años hacía que el príncipe Pedro
había contraído matrimonio con la princesa
Rosalía, la mujer más buena y más hermosa
de su época, sin que Dios hubiese bendecido
su unión dándoles un hijo. Los sobrinos, presuntos
herederos de aquellos vastos dominios,
se regocijaban interiormente al pensar
que uno de ellos sería el sucesor de sus inmensas
riquezas y podría disponer un día de
sus pueblos y de sus vasallos. Tenían ya toda
una corte de aduladores que se creían seguros
de ser los futuros ministros, generales y
títulos de la nación.
Pero he aquí que cuando estaban más confiados
corrió por el país, en voz baja primero,
públicamente después, la nueva de que la
princesa iba a ser madre, por lo que había
encargado que se celebrasen funciones en
acción de gracias en todas las iglesias del
principado.
Los sobrinos viéndose despojados súbitamente
por aquel heredero importuno, empezaron
a conspirar contra él antes de que naciese.
-Le haremos incapaz de reinar -dijeron-,
será un imbécil, la adulación matará el germen
de todo lo bueno y cuando falte su padre
le derribaremos sin dificultad del trono.
-Para eso -aconsejaron otros-, le apartaremos
de sus padres, dándole preceptores sin
ilustración primero, y malos consejeros después.
Estas palabras fueron repetidas a la princesa
por un fiel servidor, que las escuchó casualmente,
llenando de dolor y de terrores el
alma de la bondadosa Rosalía.
Se prepararon grandes fiestas para cuando
se verificase el nacimiento; bailes, iluminaciones,
banquetes y conciertos en diferentes
puntos de la capital para que pudiesen disfrutarlas
todas las clases sociales.
También se destinó una gran cantidad
obras benéficas. Una de ellas consistía en
acoger en el palacio a los niños que nacieran
cuando el heredero del principado, los varones
para que fuesen sus pajes después y las
hembras para educarlas en un colegio que
fundaría la princesa. Todos habían de llevar el
mismo nombre, Pedro los muchachos y Rosalía
las niñas.
Al fin, el 1.º de marzo; la princesa dio a luz
un hermoso niño que fue presentado a la corte.
Y el mismo día nacieron solamente seis
niñas y un niño, hijos casi todos de humildes
trabajadores del principado.
Las niñas con sus madres fueron instaladas
en la planta baja del palacio; en cuanto al
niño, tuvo la desgracia de quedar huérfano a
poco de nacer y se le tomó una nodriza. El
padre, un pobre idiota que se pasaba media
vida bebiendo, fue socorrido con una buena
cantidad en metálico y no se volvió a saber de
él.
El príncipe Pedro se criaba muy robusto,
tenía el cabello y los ojos negros como su
padre y había quien advertía entre ellos gran
semejanza, aunque no tuviesen ninguna.
El futuro paje Perico era más débil, aunque
no enfermizo, con el pelo oscuro también y
los ojos claros.
El tiempo fue pasando y los sobrinos no
descansaban para llevar a cabo sus proyectos.
Todo parecía también favorecerlos: mientras
el pequeño Perico se mostraba cada día más
gracioso, más inteligente y más simpático, el
príncipe Pedro, a quien apenas permitían que
aprendiese a hablar, tenía un carácter irascible,
le molestaba la gente y no demostraba
cariño a nadie.
Mucho debían sufrir los príncipes, sus padres,
si bien es verdad que los hábiles cortesanos,
haciéndose esclavos de la etiqueta, no
les dejaban ver más que contadas veces a su
niño. La princesa sobre todo parecía siempre
preocupada y recelosa, aunque intentaba
ocultar sus sensaciones a las perspicaces miradas
de sus súbditos.
En los pueblos vecinos empezaba a cundir
la nueva de que el pequeño Pedro no tenía
inteligencia ninguna y que no podría ser el
heredero del principado.
Cuando salían juntos Pedro y Perico, siendo
este ya el paje favorito, todas las miradas se
fijaban con simpatía en el segundo y con pesar
en el primero. El tierno servidor tenía que
sufrir mil caprichos e impertinencias de su
joven amo, haciendo el duro aprendizaje de la
vida desde su infancia.
Para animar al príncipe a que estudiase,
Perico compartía con él las lecciones y le
aventajaba en todo; es verdad que el preceptor
elegido por los sobrinos procuraba que el
hijo de Rosalía no supiese nada; todo al parecer
se conjuraba contra el príncipe y su desgraciada
esposa, dándoles un heredero incapaz
de llegar a ser su sucesor.
Así lograron que Pedro, entrado ya en la
adolescencia, fuese también cobarde y que el
pueblo le mirara con prevención. En cambio
Perico era arrojado cual ninguno y varias veces
combatió con denuedo por defender a su
compañero de estudios y de juegos.
Tenían los dos jóvenes quince años cuando
el príncipe, aquel modelo de esposos y de
padres, que tanto bien hizo a su patria y con
tan sincero afecto amó a su pueblo, cayó enfermo
de mucha gravedad.
Los sobrinos se agitaron más al ver próximo
el día en que habían de heredarle con perjuicio
de su primo. ¿Cómo no habían de derrotar
a una débil mujer y a un idiota?
Al fin una noche se dio en el palacio la triste
nueva de que el esposo de Rosalía acababa
de morir.
-¡El príncipe ha muerto! ¡Viva el príncipe! –
dijo el primer ministro al pueblo usando la
conocida fórmula empleada al fallecimiento de
un rey.
Durante nueve días nadie vio a la princesa
ni a su hijo. Después de los funerales se juzgó
indispensable proclamar heredero al joven
príncipe, lo que disgustaba a los nobles, a la
clase media y al pueblo. Todos debían tener
representantes en el palacio para asistir a la
ceremonia y veían con temor el instante en
que fuera su señor aquel ser tan mal dotado
por la naturaleza.
El gran salón presentaba un aspecto brillante.
Las damas vestían de gala, los caballeros
de uniforme y la viuda había suprimido su
luto para aquel acto solemne. A su lado se
hallaban Pedro y Perico, ambos con lujosos
trajes de terciopelo bordados de oro.
La princesa recibió a varias comisiones, y
al ir estas a doblar la rodilla ante el nuevo
señor, Rosalía, muy pálida y muy conmovida,
pronunció estas palabras:
-Deteneos y no prestéis acatamiento a
quien no lo debe tener. Nobles de esta tierra,
bravos guerreros, pueblo amado; el heredero
de mi buen esposo no es el que suponéis. Mi
hijo es el que creíais paje y el paje es el que
juzgabais príncipe.
Entonces en breves y persuasivas frases
les contó lo ocurrido al nacimiento de su niño,
como habían resuelto envolver en la sombra
su inteligencia, hacerle odioso a sus súbditos
fieles y como también al conocer los inicuos
planes de los sobrinos de su esposo había ella
tenido la luminosa idea de sustituir al día siguiente
del nacimiento al hijo adorado por el
desvalido huérfano. Los niños tan pequeños
se parecen todos, ¿quién había de advertir
aquel singular cambio?
-El príncipe que os doy -prosiguió Rosalía-,
será bueno, valiente y generoso; acostumbrado
a obedecer se mostrará compasivo con
sus servidores; habiendo defendido al que
creía su señor, ha sido bravo, y no dejará que
ofendan a su pueblo; no habiendo poseído
fortuna, será modesto y no pedirá impuestos
a nadie.
-¡Viva el príncipe Pedro! -exclamaron muchos.
Y hubo hombre que gritó:
-¡Viva Perico!
Los dos jóvenes estaban asombrados. Pedro
veía que perdía su poder; en cuanto al
antiguo paje se explicaba entonces varias
cosas que antes habían sido incomprensibles
para él. Recordaba que algunas noches se
había despertado al recibir los amorosos besos
de una mujer cuya semejanza con Rosalía
era notable, que apenas abría los ojos huía la
hermosa visión; que otras veces era un hombre
igual al príncipe Pedro el que se acercaba
a su cama y que los más ilustres señores vigilaban
su cuarto y velaban su sueño. Él amaba
a los príncipes como a sus padres y le parecía
que había nacido para realizar grandes empresas;
su porvenir como paje era poco halagüeño.
Los sobrinos del difunto príncipe trataron
de negar el hecho, pero Rosalía añadió:
-Todos los que asististeis a la presentación
de mi hijo cuando nació recordaréis, porque
así intencionalmente lo hizo constar nuestro
fiel primer ministro, que el niño tenía una señal
en el brazo derecho; mirad los brazos de
Pedro y de Perico y veréis cual es nuestro
legítimo heredero.
Hecha la prueba se vio en efecto que la señal,
bastante distinta, estaba en el brazo del
antiguo paje.
Entonces este se acercó a la princesa, prodigándose
madre e hijo las caricias más tiernas.
El adolescente fue proclamado príncipe, y
sus primos, que el pueblo quiso desterrar, no
tuvieron más remedio, al ser perdonados, que
someterse a él y a su madre.
Pedro obtuvo una brillante posición más en
armonía con sus gustos e inteligencia y fue
siempre el mejor amigo de Perico el paje, al
que nunca se acostumbró a mirar como a su
príncipe y al que llamó con la familiaridad de
otros tiempos.
Fue un digno descendiente de Pedro y de
Rosalía y nunca se vio Señor más querido y
más respetado.

La paloma

A nuestro padre el zar.
Cuando nació el príncipe Durvati primogénito
del gran Ramasinda, famoso entre los
monarcas indianos, vencedor de los divos, de
los monstruos y de los genios; cuando nació,
digo, este príncipe, se pensó en educarle convenientemente
para que no desdijese de su
prosapia, toda de héroes y conquistadores. En
vez de confiar al tierno infante a mujeres cariñosas,
confiáronle a ciertas amazonas hircanas,
no menos aguerridas que las de Libia,
que formaban parte de la guardia real; y estas
hembras varoniles se encargaron de destetar
y zagalear a Durvati, endureciendo su
cuerpo y su alma para el ejercicio de la guerra.
Practicaban las tales amazonas la costumbre
de secarse y allanarse el pecho por
medio de ungüentos y emplastos; y al buscar
el niño instintivamente el calor del seno femenil,
sólo encontraba la lisura y la frialdad
metálica de la coraza. El único agasajo que le
permitieron sus niñeras fue reclinarse sobre el
costado de una tigresa domesticada, que a
veces, como enfiesta, daba al principito un
zarpazo; y decían las amazonas que así era
bueno pues se familiarizaba Durvati con la
sangre y el dolor, inseparable de la gloria.
A los dieciocho años, recio, brillante y
animoso, entró el príncipe en acción por primera
vez, al lado del rey, que invadía la comarca
de Sogdiana y Bactriana, para someterla.
Erguíase Durvati sobre un elefante que
llevaba a lomos formidable torre guarnecida
de flecheros; cubría el cuerpo de la bestia un
caparazón de cuero doble y en sus defensas
relucían agudas lanzas de oro. Escogida hueste
de negros armados de clavas cercaba al
príncipe, y cuando se trataba de lid, Durvati
se estremecía, sintiendo que los pies enormes
del belicoso elefante, que barritaba de furor,
se hundían en cuerpos humanos, reventaban
costillas, despachurraban vientres y hollaban
cráneos, haciendo informe masa sanguinolenta
y palpitante. Al acabarse una batalla más
reñida, Durvati osó preguntar a su padre, el
gran rey, si aquella gente aplastada sufría
mucho y si placía a Brahma que la gente sufriese.
Y Ramasinda, colérico de la pregunta,
que le pareció rasgo de flaqueza en el novel
guerrero, sólo contestó con palabras de un
cántico sagrado: “Mira delante de ti la suerte
de los que fueron; mira delante de ti la suerte
de los que serán. El mortal madura como el
grano y como el grano renace.” Acababa de
pronunciar estas palabras Ramasinda, cuando
cortó el aire una flecha y vino a fijarse, temblando,
en la espalda del rey. Durvati, precipitándose
hacia su padre, solo alcanzó a recibirle
en brazos moribundo. La tropa, después de
hacer pedazos al matador del rey, proclamó a
Durvati, gritando que era preciso llevar a
sangre y fuego aquel país, y que el nuevo rey
sabría cumplir tan alta empresa.
Aquella noche, el huérfano se durmió con
sueño de plomo y soñó cosas raras. Representósele
otra vez el triste fin de su padre;
sintió la humedad de la sangre que manaba la
herida y la humedad del llanto que él mismo,
Durvati, no se había atrevido a derramar en
presencia del Ejército, pero que ahora fluía
copioso, empapando sus ropas. Y cuando
desahogaba así el dolor, parecióle que sobre
su pecho notaba un calor grato y suave, como
un peso delicioso, y rozaba su cara algo fino
cual seda. Era, a su parecer, una blanquísima
paloma, de rosado pico, de cuello de bizantinos
esmaltes verdiazules, de benignos y amorosos
ojos negros, que arrullando mansamente
murmuraba a su oído una frase misteriosa.
El arrullo calmó las angustias del príncipe, y le
sepultó en un anonadamiento absoluto, reparador.
Al despertar, gritó de sorpresa. Echada
a su lado, recostada la frente en su pecho,
había una mujer muy joven, celestialmente
bella, de blanco seno, de rosada boca, de cabellera
sombría y suelta como plumaje de
aves, de negras pupilas; y al preguntar atónito,
Durvati quién era la admirable criatura,
fuele respondido que una cautiva, una esclava,
por hermosa señalada para botín real, y
que a no haber sido muerto el rey Ramasinda,
estaría ahora en su tienda y no en la de Durvati.
Mozo era, y nunca había ardido en su corazón
el incendio que transforma y perpetúa
los seres. En aquel punto y hora lo sintió con
tal fuerza, que se borró de su mente cuanto
no fuese la cautiva. Olvidando planes de conquista
y dominación, fijó sus reales en la ciudad
más próxima, y embelesado en coloquios
deleitosos se pasaba la existencia. No por eso
se crea que Durvati se entregó a la molicie y
al desenfreno. Al contrario; poseído casi
siempre de exquisita delicadeza, con casto
arrobamiento, amaba a la cautiva a la manera
que enseñan los kandas, o himnos védicos
(con el atmán, o que quiere “aliento” o “espíritu”);
repitiendo aquellas palabras consagradas:
“En verdad, lo que amamos en la mujer
no es la mujer, sino el espíritu; y quien busque
en la mujer más que el espíritu, será
abandonado por Brahma.” Recordando que la
primera noche en que tuvo cerca a su amiga
soñó Durvati que una paloma se le arrimaba
arrullando, Paloma la llamó, y Paloma la
nombraron todos.
Lo que más encantaba a Durvati en Paloma,
y lo que justificaba tal apodo era la ternura,
la mansedumbre, la piedad, la blanda
condición, tan diferente de la de aquellas feroces
guerreras sin atributos femeniles, entre
cuyas manos se había criado el joven rey; y
según éste intimaba con Paloma, y la frecuentaba,
y se apegaba a ella, y pasaban juntos
las largas siestas del estío a orillas de los lagos
cristalinos y bajo los copudos árboles, le
repugnaba más y más la idea de la crueldad y
de la matanza, se le hacía más cuesta arriba
lanzar al combate otra vez sus huestes. Ya
dueña de su confianza, y usando de la libertad
que da el afecto, Paloma le pintaba con
sus colores horribles el estrago de la guerra y
le aseguraba que todos tienen derecho a vivir
y deber de amarse, para disminuir los males
que cercan en la tierra al mortal.
Por desgracia, no poseía cada soldado de
Durvati su Paloma; furiosos con la inacción,
vejaban y oprimían a los naturales, y el país
se alzaba indignado, clamando independencia
o muerte. Los jefes, compañeros del victorioso
Ramasinda, aficionados al combate, maldecían
y renegaban de la hechicera que tenía
embaucado al rey, y suspiraban por el momento
de armar a sus elefantes de combate y
arrojarse al botín y a la gloria. La sorda conjuración
contra la favorita tomó cuerpo al difundirse
una noticia grave: contra todos los
ritos costumbres y leyes, contra el decoro de
su nombre y las tradiciones heroicas de su
raza, Durvati iba a elevar al trono a aquella
mujer, y regresar después a los bordes del
Ganges, abandonando la tierra ganada por el
empuje de sus armas, devolviendo la libertad
a sus moradores, sin apropiarse ni una pulgada
de territorio ni una oveja de ajeno rebaño.
Cundió la nueva entre las tropas, y oyéronse
maldiciones e imprecaciones contra el afeminado
rey que los deshonraba y envilecía. Era
preciso que su razón estuviese perturbada, y
que aquella bruja, secuaz de los magos,
hubiese dado algún bebedizo o hierba mala al
joven héroe, para que olvidase la dignidad
real y los deberes de su cargo altísimo, que
principalmente en la guerra se resumen. Persuadidos
ya de haber adivinado la causa de la
decadencia y trastorno de Durvati, concertáronse
las amazonas y los jefes, y una noche,
sigilosamente, sorprendieron y robaron a Paloma
de la misma cámara real.
No ha logrado la Historia esclarecer su
paradero; las desgarradoras quejas de Durvati,
sus ruegos, sus amenazas, no consiguieron
que los raptores se la restituyesen; únicamente,
ante la insistencia del joven rey, quizá
deseosos de hacerle irónica burla, idearon
colocar en su lecho, mientras dormía, una
paloma mansa, que llevaba por collar el anillo
de la cautiva: paloma de níveo plumaje, de
tornasolado cuello verdi-azul, de rosado pico,
de ojos negros, amantes y candorosos…
No se sabe si Duvarti entendió la sátira, o
si, en efecto, supuso que aquella ave arrulladora
y dulce era el atmán o espíritu de su
amada. Lo cierto es que, fingiendo atribuir el
caso a un prodigio, convocó a sus huestes y
les hizo saber que aquella metempsicosis de
la amiga vuelta paloma significaba que Brahma
quería la paz perpetua, la paz luciendo
como blanca aurora sobre el mundo; y que
esta resolución estaba decidido a mantenerla,
cortando la cabeza sin demora a quien se
opusiese o suscitase dificultades de cualquier
género.
Y en efecto, en todo el reinado de Durvati
no se derramó gota de sangre humana.